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����ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
ENRIQUE PEÑALOSA LONDOÑO , Alcalde Mayor de Bogotá
MARÍA CLAUDIA LÓPEZ SORZANO , Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES
JULIANA RESTREPO TIRADO , Directora General
JAIME CERÓN SILVA , Subdirector de las Artes
LINA MARÍA GAVIRIA HURTADO , Subdirectora de Equipamientos Culturales
LILIANA VALENCIA MEJÍA , Subdirectora Administrativa y Financiera
MARCELA TRUJILLO QUINTERO , Subdirectora de Formación Artística
ALEJANDRO FLÓREZ AGUIRRE, Gerente de Literatura
CARLOS RAMÍREZ PÉREZ, OLGA LUCÍA FORERO ROJAS , RICARDO RUIZ ROA , ELVIA
CAROLINA HERNÁNDEZ LATORRE, YENNY MIREYA BENAVÍDEZ MARTÍNEZ, MARÍA EUGENIA
MONTES ZULUAGA , ÓSCAR JAVIER GAMBOA ARÉVALO ,
Equipo del Área de Literatura
Primera edición: Bogotá, julio de 2019
Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente,
por ningún medio de reproducción, sin consentimiento escrito del editor.
Imágenes: ilustraciones de carátula e interiores libres de derechos tomadas de ClipArt
ETC; Teófilo Braga en contracarátula, fotografía de António Novais (1915).
© INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES
© BEATRIZ PEÑA TRUJILLO , Traductora
ANTONIO GARCÍA ÁNGEL, Edición
ÓSCAR PINTO SIABATTO , Diseño + diagramación
978-958-5487-10-9, ISBN
978-958-5487-11-6, ISBN Digital
UNIÓN TEMPORAL IDARTES , Impresión
GERENCIA DE LITERATURA IDARTES
CARRERA 8 n.° 15-46
Bogotá D. C.
Teléfono: 3795750
www.idartes.gov.co
contactenos@idartes.gov.co
@LibroAlViento
@Libro_Al_Viento
Traducción de Cuentos míticos del sol, la aurora y la noche
Beatriz Eugenia Peña Trujillo, Beca de Traducción - Francés, 2018
Resolución 574 de 2018 «Por medio de la cual se acoge la recomendación del jurado
�designado para seleccionar los ganadores de la convocatoria BECA DE TRADUCCIÓN y se
ordena el desembolso del estímulo económico a los seleccionados como ganadores».
Jurados Beca de Traducción - Francés 2018
Mediante la Resolución 549 del 5 de junio de 2018 se designaron como jurados del
concurso
Beca de Traducción - Portugués a Felipe Cammaert Hurtado, Jerónimo Pizarro Jaramillo
y Mario René Rodríguez Torres.
Conversión a epub
Manuvo Colombia SAS/ Mákina Editorial
https://makinaeditorial.com/
�CONTENIDO
TEÓFILO BRAGA
por Antonio García Ángel
CUENTOS MÍTICOS DEL SOL, DE LA AURORA Y DE LA NOCHE
Cara de buey
El viejo Querecas
El zurrón
La falda de cascabeles
Las tres hadas
La hija del rey moro
Las hilanderas
Clavel, Rosa y Jazmín
El Mago
El Maestro de las Artes de Magia
El aprendiz del Mago
La serpiente de siete cabezas
El Conde Soldadito
La sardinita
María del Bosque
Una rosa blanca en la boca
El caballito de siete colores
La muda de la cebolla
El zapatico de raso
La madrastra
�El huevo y el brillante
Cabellos de oro
La Andarina
La hija del labrador
La fea que se volvió bonita
El pez encantado
La brevita del brevo
La del balcón
La novia hermosa
La novia del cuervo
La devanadera de oro
El príncipe que se fue a cumplir su destino
María Sagaz
El conejo blanco
Clarinha
Bola Bola
Linda Blanca
El Rey Oreja
Las cuñadas del rey
Los siete hechizados
Las disimuladas
La mano del finado
El rey de Nápoles
El matador de animales
Las nueces
Las tres cidras del amor
Garrote de dieciséis quintales
La torre de Babel
¡Pega, cachiporra!
La sal
Los niños abandonados
El ahijado de san Antonio
La hija del diablo
Las tres manzanas de oro
El sargento que fue hasta el infierno
La princesa adivina
�La adivina del rey
�TEÓFILO BRAGA
POLÍTICO, PROFESOR y escritor portugués, Joaquim Teófilo Fernández Braga
nació el 24 de febrero de 1843, en Ponta Delgada, y murió el primero de
enero de 1924 en Lisboa. Fue el séptimo hijo del matrimonio entre Joaquín
Fernandes Braga, un antiguo oficial miguelista1 convertido en profesor de
Matemáticas y Filosofía, y Maria José da Câmara Albuquerque, hija de un
descendiente de los dignatarios de Santa María, una de las Islas Azores.
Cuando Braga tenía tres años de edad murió su madre. Dos años
después su padre se casó con Ricarda Mafim Pereira, quien marcó su vida
y su carácter cerrado y agreste de manera definitiva, pues según los
historiadores doña Ricarda se parecía mucho a las madrastras desalmadas
que pueblan este, nuestro Libro al Viento 139. Para escapar de su
madrastra empieza a trabajar en el taller de tipografía del diario A Ilha,
para extender luego su colaboración a otros periódicos como O Meteoro y
O Santelmo. En 1858, en una edición costeada por el Vizconde da Praia, un
potentado local, sale su primer libro, el poemario Hojas verdes. Se trataba
de una tímida imitación de Hojas caídas, publicada un lustro antes por el
escritor romántico Almeida Garrett para Rosa Montufar, vizcondesa de La
Luz, el cual tuvo gran éxito entre los lectores.
Una vez terminados sus estudios de liceo, pensó en irse a las colonias
americanas para vivir de algún oficio como tipógrafo o comerciante. Su
padre le dijo que lo podría apoyar si entraba a la Universidad de Coimbra;
ante eso, el aspirante a doctor en Teología Teófilo Braga llega a Coimbra
�en 1861, pero finalmente se decanta por el estudio del Derecho. En sus
clases y correrías reencuentra a su coterráneo Antero de Quental y conoce
a otros que serían conocidos como la Generación del 70, un movimiento
académico que revolucionó diferentes dimensiones de la política, la
cultura y la literatura portuguesas. Como el dinero que le enviaba su padre
era insuficiente, el joven estudiante trabajaba haciendo traducciones,
artículos, poemas y otros escritos para revistas como O Instituto, Revista
de Coimbra, Revista Contemporânea de Portugal e Brasil y A Grinalda.
En 1864, bajo la influencia literaria de Victor Hugo, publicó los libros
de poemas Visión de los tiempos y Tempestades sonoras, ambos
acompañados de textos teóricos en los que exponía su concepción de una
poesía filosófica. La crítica los recibió favorablemente, pero este último
libro, a la par de uno que había publicado Antero de Quental, Odas
modernas, tenían una orientación contraria a la política conservadora de la
monarquía constitucional y una crítica a la actuación de la iglesia, lo cual
despertó la animadversión del poeta Antonio Feliciano de Castilho y sus
adláteres. Por esto se desató en 1866 la llamada Cuestión de Coimbra, una
polémica que agitó el mundo literario portugués. Oponía, de un lado, a los
partidarios del romanticismo representados por de Castilho y, del otro, a
jóvenes intelectuales y escritores de la ciudad de Coimbra, abiertos a las
ideas nuevas venidas de Europa.
El año 1868 resulta muy importante en la vida del autor, pues concluye
sus estudios de Derecho, se traslada a Lisboa y además contrae
matrimonio con doña Maria do Carmo Barros Leite, con quien tuvo dos
hijos. Ese año también es fundamental en su quehacer literario, pues
traduce a Chateaubriand e, influenciado por las lecturas de Hegel, Schlegel
y Grimm, inicia su estudio de los orígenes de la literatura portuguesa, ello
lo conduciría a diversas investigaciones y antologías como el Cancionero
popular y romancero general (1867), Historia de la poesía popular
portuguesa (1867), Floresta de Vários Romances (1868) y Cantos
populares del archipiélago azoriano (1869), en una primera fase, y en una
segunda fase a los Cuentos Tradicionales Portugueses (1883), cuya
primera sección, «Cuentos míticos del sol, de la aurora y de la noche»,
presentamos a ustedes en forma de Libro al Viento, en la traducción de
�Beatriz Peña Trujillo, ganadora del Concurso Beca de Traducción,
categoría Traductores del portugués, de Idartes, en 2018.
A diferencia de Perrault y Los hermanos Grimm, que fijaron una
versión frente a diversas variaciones de la tradición oral, Braga es
exhaustivo, glosa todas las formas que existen con sus mínimas
modificaciones; su interés es más etnográfico que autoral, de tal manera
que algunas veces el lector encontrará cuentos bastante parecidos, como
«El mago» y «El maestro de las artes de magia» o «La Andarina» y «La
hija del labrador», entre otros que para más señas están ubicados de
manera consecutiva.
Como suele suceder en los cuentos populares antiguos, hay incestos,
sumisión de la mujer, parricidios, matricidios, filicidios, discriminación
racial y otro tanto de temas que escapan a las consideraciones
contemporáneas en cuanto a la igualdad, la tolerancia, la inclusión y otros
valores liberales. Tampoco es ajena a estos textos la concepción de la
belleza y la fealdad en términos morales, una constante en los relatos
folclóricos europeos y de otras vertientes culturales. En gran medida son
reflejo de épocas más oscuras, más bárbaras, pero también del
pensamiento mítico que cobijaba no sólo a Portugal sino a todo el Viejo
Continente. En ese sentido, podrá el lector hallar algunos pasajes que
refieren, se asemejan o tienen ecos de narraciones ya conocidas: «La falda
de cascabeles» se emparenta con «La bella durmiente», «El zapatico de
raso» es una versión portuguesa de «La Cenicienta», en «La hija del rey
moro» hay un episodio que recuerda al pasaje bíblico en que Moisés abre
las aguas del Mar Rojo, «Clavel, rosa y jazmín» tiene unas botas de siete
leguas como las de Pulgarcito y el Gato con Botas, así como otros
elementos del folclor europeo y la tradición judeocristiana que se dan cita
en estas páginas. Los castillos, la nobleza, los caballeros, los dragones y
muchos elementos de esa imaginería perviven hoy en Juego de tronos y
las películas animadas de Disney.
A partir de 1878, Braga empezó a involucrarse activamente en la
política, un proceso que lo llevaría finalmente al sillón presidencial por un
corto tiempo: del 29 de mayo al 4 de agosto de 1915, en sustitución del
presidente Manuel de Arriaga.
�Murió mientras trabajaba en su estudio, el 28 de enero de 1924,
dejando un total de 360 obras que abarcan campos tan diversos como la
Historia Universal, historia del Derecho, de la Universidad de Coimbra,
del teatro portugués y la influencia de Gil Vicente en él, de la literatura
portuguesa, de las novelas de caballería, del Romanticismo y de las ideas
republicanas en Portugal.
ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
BIBLIOGRAFÍA
CARVALHO HOMEM, Amadeu, Breve síntese da vida e da obra de Teófilo
Braga, en Figuras da Cultura Portuguesa, Centro Virtual Camões.
http://cvc.instituto-camoes.pt/figuras/tbraga. html
BRAGA, Teófilo, en Artigos de apoio Infopédia. Porto: Porto Editora, 20032019. https://www.infopedia.pt/apoio/ artigos/$teofilo-braga
BRAGA, Teófilo, en Presidência da Portuguesa. http://www.presidencia.pt/?
idc=13&idi=37
1
Se refiere a Miguel de Braganza y Borbón (1802-1866) o Miguel I de Portugal, como se hizo
llamar durante su reinado de seis años. Era el segundo hijo del rey Juan VI de Portugal, le dio
un golpe de Estado a su hermano primogénito Pedro en 1828 y fue depuesto por este en
1834. Marchó al exilio y se casó con una princesa alemana con la que tuvo siete hijos.
���CARA DE BUEY
ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía tres hijos. Un buen día los llamó y les dijo:
—Hijos míos, váyanse a recorrer el mundo, y aquel que traiga la mujer
más hermosa será el que habrá de quedarse con el reino.
Todos partieron. Los dos mayores pronto encontraron dos muchachas
muy hermosas, con las que se casaron; una era hija de una panadera y la
otra de un herrero. El más joven anduvo por muchas tierras, sin encontrar
una mujer que le agradara.
Cierto día que iba por un descampado, sintiendo que la fatiga lo
vencía, el muchacho bajó del caballo y se tendió a la sombra. Sus ojos
tropezaron con una casa muy alta sin puerta alguna, que sólo muy arriba
tenía una ventana. Pasó allí largo rato hasta que vio llegar a una vieja, que
se acercó al muro de la casa, dio unos golpes en la pared y dijo:
Arcello, Arcello,
echa acá tu cabello
abajo, de repente,
quiero subir inmediatamente.
El joven vio entonces aparecer en la ventana una larguísima trenza de
cabello, que lo asombró por su belleza. La vieja se agarró de ella como si
fuera una cuerda y subió hacia dentro de la casa. Poco después la vieja
volvió a salir, y el caballero, deseoso de ver de quién era aquella trenza, se
acercó a la pared, dio unos golpes y repitió las palabras:
�Arcello, Arcello,
echa acá tu cabello
abajo, de repente,
quiero subir inmediatamente.
La trenza bajó por la ventana y el muchacho subió. Maravillado, vio
delante de él la cara más bonita del mundo. Entonces la joven soltó un
gran ay de aflicción:
—Váyase, señor, mi madre puede llegar, y ella es capaz de usar sus
malas artes para causarle grandes daños.
—No me voy hasta que vengas conmigo, porque si vienes, yo recibiré
el reino de mi padre. Y si no quieres venir, me lanzaré por esta ventana.
Bajaron ambos por la pared y huyeron a toda prisa en el caballo, que
descansaba a la sombra. Todavía no iban muy lejos, cuando oyeron una
voz:
—¡Para, para, hija cruel, no me dejes sola en el mundo!
Y como la joven seguía huyendo con el príncipe, la vieja le dijo:
—Al menos mira para atrás y recibe la bendición de tu madre.
En cuanto la muchacha se volteó, ella le dijo:
—Oye este hechizo: que esa bonita cara que tienes se convierta en una
cara de buey.
Pobrecita, al instante quedó con cara de buey.
Cuando el príncipe llegó a la corte, todo el mundo se echó a reír al ver
a aquel horrible ser, sin entender cómo él se había enamorado de una cosa
tan fea, que daba ganas de salir corriendo. El príncipe les contó a sus
hermanos su desventura, ¿pero quién le iba a creer?
Se acercaba el día en que los tres hermanos habrían de presentar a sus
esposas ante toda la corte, para que se determinara cuál era la más bella y
cuál de ellos habría de quedarse con el reino. La anciana reina sentía gran
pesar de su hijo y se las arregló para retardar la ceremonia, esperando que
la vieja, con el tiempo, perdonara a la muchacha y le restituyera su
hermosura.
La reina dijo entonces que quería que cada una de sus tres nueras le
bordara un pañuelo, antes de la ceremonia en la corte. La hija de la
�panadera y la del herrero no sabían bordar, e intentaron engañar a la reina
consiguiendo quién les hiciera los bordados; la que tenía cara de buey se
echó a llorar, y tanto lloró que se le apareció la vieja y le dijo:
—No te atormentes más; el día que tengas que entregarle el pañuelo a
la reina, yo vendré a traértelo.
Llegado el día, la vieja apareció para entregarle una nuez diminuta. La
cara de buey se la llevó a la reina diciéndole que allí estaba su pañuelo. La
reina cascó la nuez y su admiración fue grande al ver el más fino cambray,
bordado de flores y ramas y aves.
Llegó para las tres nueras del rey el día de ir a la corte para ser
presentadas; la cara de buey se echó a llorar, y lloró hasta que se le
apareció la vieja:
—No llores más, aquí te traigo un vestido para la fiesta —lo desdobló:
era todo bordado en oro y pedrería. Su hija se lo puso, pero un vestido tan
bonito más horrenda la hacía ver. Y se echó a llorar, y lloraba cada vez
más.
Ya todos habían entrado al salón y sólo faltaba ella; entonces la vieja le
dijo:
—Ve, ahora.
La hija obedeció, pero iba muy triste de verse tan espantosa. Cuando
iba por el corredor del palacio, su madre le dijo desde lejos:
—Mira para atrás —y apenas su hija volteó la cara, continuó—:
recupera tu hermosura. Pero no te olvides de guardarte en las mangas del
vestido todos los pedacitos de tocino que puedas, para traérmelos.
Entonces ella entró al salón del brazo de su esposo y todo el mundo se
maravilló al verla. La corte entera reconoció que ella era la más bonita y
se dirigieron todos a la mesa del banquete. Mientras comían, la muchacha
no hacía otra cosa que guardarse pedacitos de tocino en las mangas del
vestido; las otras dos, viéndola hacer aquello, trataron de hacer lo mismo,
pensaron que era lo acostumbrado.
Terminada la cena, comenzó el baile. La reina, al ver el piso todo
embadurnado de grasa y que a cada paso se resbalaba en pedazos de
tocino, preguntó quién había hecho semejante porquería. Las damas
dijeron que habían visto que la princesa heredera lo hacía y entonces
�habían hecho lo mismo. Luego todas se pusieron a sacudir las mangas de
los vestidos, y de las mangas de la muchacha cayeron aljófares y
diamantes, mezclados con flores; las otras dos, avergonzadas, se lanzaron
por las ventanas, por las escaleras, humilladas, y aquella a quien llamaban
cara de buey fue la que llegó a ser reina, porque el rey le entregó la corona
a su hijo menor.
(Algarve - Faro)
�EL VIEJO QUERECAS
ÉRANSE UNA VEZ tres hermanas muy pobres, que vivían de su incesante
trabajo. En aquellas tierras había una casa donde nadie quería vivir, porque
de noche se oían allí fuertes gritos y cosas aterradoras; las muchachas,
para ahorrarse el alquiler, pidieron que las dejaran vivir en esa casa. La
más joven, más valiente que las otras, se instaló en el último piso.
Una noche —casi ni había acabado de acostarse— oyó una voz que
gritaba:
—¡Voy cayendo!
—¡Pues cae! —le respondió la muchacha. De un hueco del techo cayó
una pierna. Después sonó de nuevo el mismo grito:
—¡Voy cayendo!
—¡Pues cae! —repitió la muchacha; y así fueron cayendo los brazos,
el tronco, hasta que tuvo delante de ella a un hombre ya muy viejo y calvo.
El viejo se acercó a la joven y le preguntó:
—¿No te doy miedo?
—No.
—Haces muy bien; eres la primera y única persona que ha aguantado
el miedo de verme. En premio a tu valor, toma esta bolsa y, además,
cuando te veas en algún apuro, di siempre: «¡Socórreme, viejo Querecas!».
El dinero de la bolsa nunca se acababa, y las tres hermanas empezaron
a vivir con holgura.
Entretanto la más joven comenzó a sentir que, por más que se
encerrara en su alcoba, era como si alguien se metiera a la cama con ella.
�Le pasó por la cabeza que podía ser el viejo Querecas y sintió cierta
repugnancia; pero, para asegurarse, una noche encendió de pronto la vela y
vio acostado junto a ella a un hermoso joven, dormido. Tan embebida
estaba mirándolo, que le dejó caer una gota de cera en la cara. El
muchacho se despertó de repente y dijo:
—¡Ah, infeliz, mira lo que hiciste! ¡Me redoblaste el hechizo, que ya
casi llegaba a su fin! Ahora no volverás a verme.
La joven lloró mucho, y lloró aun más cuando se dio cuenta del estado
en que se encontraba. Se acordó entonces del segundo don y dijo:
—¡Socórreme, viejo Querecas!
—Aquí estoy, y bien sé por qué me llamas. Sólo hay una manera de
remediar el mal que tú misma te hiciste. Toma estos tres ovillos y ve
andando sin parar hasta donde se acaben; dondequiera que eso sea, pide
que te den posada para resguardarte del sereno.
La muchacha lloró por tener que dejar a sus hermanas, pero quería
romper el hechizo de aquel joven.
Echó a andar sin parar, hasta que después de mucho tiempo fue a dar a
un palacio rodeado de un rico jardín. Espió por el agujero de la cerradura y
vio un salón lleno de mujeres que trabajaban en unos bonitos vestidos de
boda y cosían las ropitas de una criatura. Sintió temor de tocar aquella
puerta y fue rodeando el palacio hasta que se encontró con un hortelano, a
quien le pidió posada. El hortelano le respondió:
—¿Acaso no sabes en casa de quién estás, para venir así como así a
pedir posada?
—Lo único que sé es que ya no me tengo en pie de tan cansada que
estoy, hazme la caridad.
El hortelano sintió pesar de la joven y entonces le dio un rincón en el
pajar. Ella se acostó más muerta que viva y allí mismo dio a luz un niño.
Todo aquello se transformó en una alcoba muy pulcra y lujosa.
Cuando al otro día llegó el hortelano, se sorprendió con lo que vio. De
inmediato dio parte a la reina, que quiso asegurarse de semejante
maravilla. Cuando se acercó a donde estaba la muchacha, dio un grito al
ver a la criatura:
—¡Ay, señora! ¿Quién es el padre de este niño?
�La muchacha se sentía muy avergonzada de no poder decirlo
enseguida; en medio de su confusión, contó el asunto del viejo Querecas.
Fue entonces que la reina advirtió:
—Este niño es el vivo retrato de mi hijo, que un buen día desapareció,
sin que nunca más tuviera noticias de él, ni malas ni buenas.
Entonces la reina llevó a la joven al palacio. Luego fue a bañar a la
criatura, y al desvestirla le encontró en la espalda una gran señal. Observó
y se dio cuenta de que era un pequeño candado con una llavecita; quiso ver
si le abría, pero, atemorizada, le dijo a la muchacha que mejor probara ella
si la llave giraba. La madre del niño tomó la llavecita y el candado se
abrió de una vez, y al instante se rompió el hechizo del príncipe, que le
debió su libertad al valor de aquella muchacha, con quien enseguida se
casó.
(Algarve)
�EL ZURRÓN
HABÍA UNA VEZ una pobre viuda que no tenía sino una hija. La muchacha
nunca salía de sus lares, y cierto día otras jóvenes de los alrededores le
pidieron a su madre que, la víspera de San Juan, la dejara ir con ellas a
bañarse en el río. La muchacha salió con el grupo, y ya en el río, antes
meterse al agua, una amiga le dijo:
—Quítate los aretes y ponlos encima de una piedra, porque se te
pueden caer al agua.
Y así lo hizo ella. Cuando estaban jugando en el agua, pasó un viejo, y
al ver los aretes sobre la piedra los cogió y los echó en su zurrón. Al darse
cuenta, la muchacha se puso muy triste y corrió tras el hombre, que ya iba
lejos. El viejo le dijo que le daría los aretes siempre y cuando ella fuera a
buscarlos dentro del zurrón. La joven fue, pero el viejo cerró el zurrón con
ella adentro, se lo echó a la espalda y se fue, sin más ni más. Las demás
muchachas regresaron sin su compañera, y la pobre viuda se lamentó, sin
esperanzas de volver a ver a su hija.
Después de cruzar la sierra, el viejo abrió el zurrón y le dijo a la
muchacha:
—De ahora en adelante me ayudarás a ganarme la vida. Yo iré
mendigando por las calles y cuando diga «¡Canta, zurrón, si no, te doy con
el bordón!», tú cantarás, te guste o no te guste; hazme caso.
Por dondequiera que el hombre pasaba, todo el mundo se asombraba al
ver semejante maravilla. Cierto día el viejo llegó a un pueblo donde ya
había corrido la noticia de que un hombre hacía cantar un zurrón, y
�entonces la gente le hizo corro para asegurarse. Cuando el viejo vio que ya
había bastantes curiosos, levantó el palo y dijo:
¡Canta, zurrón,
si no, te doy con el bordón!
Entonces se escuchó un canto que decía:
Adentro de este zurrón,
la vida yo perderé,
por amor de mis aretes
que en una fuente dejé.
Al enterarse de aquello, los guardias averiguaron dónde se alojaba el
viejo. Fueron a ver a la dueña de la posada, y ella les dejó revisar el zurrón
mientras el hombre dormía; allí encontraron, muy triste y enferma, a la
pobre muchacha. Ella les contó todo, y así supieron del caso de la viuda y
su hija robada.
Entonces los guardias se llevaron a la joven y mandaron llenar el
zurrón de inmundicias, de tal suerte que al otro día, cuando el viejo
exhibió su zurrón, ningún canto salió de allí, y apenas él lo golpeó con el
bordón, toda la porquería se regó por el suelo y la gente lo obligó a
embutírsela.
Así, el viejo terminó en la prisión y la muchacha volvió a la casa de su
madre.
(Algarve)
�LA FALDA DE CASCABELES
HABÍA UNA VEZ un noble que tenía tres hijas y acostumbraba pasar el
verano con ellas en el campo. El día que ya era tiempo de volver a la corte,
su hija mayor, que era muy diligente, se quedó para hacer el equipaje.
Después, ya con todo arreglado y listo para partir, la jovencita fue donde la
casera de la quinta, que andaba ocupada en los oficios de la casa. Encima
de una caja había una rueca con estopa y la muchacha la cogió para
entretenerse:
—¡Niña, no cojas esa rueca! Se te puede meter una astilla entre las
uñas, y mira que eso duele mucho.
La vieja siguió arreglando su casa. De pronto oyó un grito y fue a ver
qué pasaba. La muchacha había caído desmayada, sin sentido. La mujer le
dio a oler romero, lavanda, pero ella no volvía en sí. Azorada por aquella
desgracia, escondió a la joven. Tan pronto anocheció fue a acostarla en el
coto de caza del rey: le puso un cojín para recostarle la cabeza y la cubrió
con una manta, para simular que estaba dormida. Pasado otro día, fue a ver
si la muchacha había vuelto en sí. Nada. Entonces se quedó bien callada y
volvió a su casa.
El príncipe acostumbraba salir de cacería, y un día se recogió en aquel
coto porque se le había hecho de noche muy rápido. Se asombró mucho al
descubrir allí durmiendo sola a una hermosa joven. Se quedó mirándola
largo rato. Se sentía ya enamorado y quiso despertarla. Ella estaba
sonrosada y risueña, pero no se movía. Él quería que se despertara, pues
bien sabía que no estaba muerta y quería hablarle. Todo fue imposible.
�Pero el príncipe no abandonó a la muchacha. Cada vez que podía fingía
que salía de cacería, aunque no hacía más que ir a sentarse al pie de ella,
pues la amaba con locura. El único que sabía de su secreto era el criado
que lo acompañaba. El príncipe iba a la corte sólo de pasada cuando era
necesario y regresaba al coto de caza, donde cuidaba a la joven dormida,
que aun estando así tuvo tres hijos.
Los niños fueron creciendo y se volvían cada vez más encantadores,
pero el príncipe sentía una gran tristeza de que su madre estuviera en aquel
estado. Un buen día uno de los pequeños jugaba encima de la cama y se
puso a juguetear con las uñas a su madre, y por casualidad, sin saber cómo,
hizo que de la uña saltara la astilla que le había causado aquel mal. El
príncipe, que estaba allí, se maravilló al verla moverse enseguida y
comenzar a hablar y a besar a sus hijos, como si hubiera vuelto a la vida.
Entonces le contó cómo había pasado todo hasta ese momento, y le dijo
que sus tres hijos se llamaban Clavel, Rosa y Jazmín.
Pero la reina recelaba de aquellas ausencias de su hijo e intentaba
descubrir algo.
En cierta ocasión el príncipe tuvo que ir a una gran feria y le preguntó
a su amada si quería que le llevara algo de allí; después de mucho
insistirle, ella finalmente dijo:
—Bueno, tráeme una falda de cascabeles.
No había faldas así, pero el príncipe mandó hacer una especialmente;
era una falda llena de cascabeles, que tintineaban. La muchacha quedó
muy contenta con el recuerdo.
Pero la reina, que tramaba su venganza y ya sabía todo por el paje que
acompañaba a su hijo, hizo que el príncipe se demorara muchos días en la
corte. El hijo, conociendo el mal genio de ella, nada decía, pero sentía una
inmensa añoranza. Y cierta vez la reina le oyó suspirar:
¡Ay de mí,
Clavel, Rosa y Jazmín!
Aquello le confirmó la verdad. La reina llamó al paje y le dijo:
�—Ve ahora mismo, si no quieres que te mande matar, y tráeme aquí al
niño Clavel. Dile a mi nuera que es una orden del príncipe, que ya me
contó todo.
El paje le llevó al niño y la vieja reina se lo entregó a su criada
diciéndole:
—Cocíname este niño para la comida.
Cuando su hijo estaba comiendo, y comía con desgano por su gran
tristeza, la reina le dijo:
—Come, come, que es tuyo.
Pasados algunos días la reina le ordenó al paje que fuera a buscar a la
niña Rosa. Todo pasó de la misma manera. Después le ordenó que le
llevara al niño Jazmín. El príncipe ya se sentía enfermo, y la vieja reina
siempre le decía en la mesa:
—Come, come, que es tuyo.
Finalmente, no contenta aún con semejante venganza, le mandó decir a
su nuera que fuera a la corte, porque quería casarla con el príncipe. La
joven, que se moría de tristeza por verse sin sus hijos, se vistió a toda prisa
con su falda de cascabeles y salió para la corte.
La reina la estaba esperando. La vio y dejó que avanzara por un
corredor, y luego, enfurecida, fue a clavarle las uñas para asfixiarla. La
muchacha luchó por escaparse, y mientras más luchaba, más ruido hacía la
falda de cascabeles.
El príncipe, que estaba en cama, se acordó de su mujer apenas oyó
aquel sonido y se levantó para ver qué pasaba. Vio entonces a la reina
tratando de estrangular a su nuera. Llamó a la gente y fue entonces que se
enteró de que la reina había ordenado matar a sus nietos. El pobre se
afligió aún más y empezó a gritar:
¡Ay de mí,
Clavel, Rosa y Jazmín!
La criada de la cocina dijo entonces que no había cumplido las órdenes
de la reina y había escondido a los niños. Después, condenaron a la reina y
�sentenciaron a muerte al paje. Y a la cocinera, para recompensarla, la
hicieron dama de la nueva reina.
(Algarve)
�LAS TRES HADAS
ÉRANSE UNA VEZ un par de casados que vivían muy infelices, pues no
tenían hijos. Entonces la mujer fue a confesarse con San Antonio y le
contó sus cuitas. El santo le dio tres manzanas, para que se las comiera en
ayunas.
La mujer llegó a su casa, puso las tres manzanas sobre una cómoda y
fue a preparar el almuerzo. Su marido encontró las tres manzanas al llegar
de afuera y se las comió.
Durante el almuerzo la mujer le contó a su marido lo que había pasado
en la confesión, y él se asustó mucho. Entonces la mujer fue de nuevo a
hablar con el santo, que le dijo:
—Pues ahora los trabajos por los que tú habrías tenido que pasar, los
pasará tu marido.
Llegado el momento, el hombre comenzó a gritar, llamaron a la
partera y lo abrieron para aliviarlo. Desesperado, el hombre mandó que
botaran en el monte a la criatura. Entonces un águila bajó del cielo y se
llevó en el pico a la niña, y la crio con leche que sacaba de las vacas que
andaban pastando, y la abrigaba con ropa que agarraba de los tendederos.
Además, le hizo una casita de paja, y allí se crio la pobre criatura, que se
convirtió en una hermosa muchacha.
Un buen día pasó por aquellas montañas un príncipe que estaba de
cacería, vio a aquella jovencita tan linda y le preguntó si quería irse con él.
Ella le respondió que sí. Cuando el príncipe la estaba metiendo en su
carroza, el águila acudió a sacarla, y como no pudo, le sacó un ojo. La
�muchacha quedó con ese gran defecto, pero el príncipe no dejó de amarla.
La llevó consigo y la escondió en su alcoba del palacio.
La reina sospechaba algo al ver a su hijo siempre encerrado en su
alcoba, y para enterarse de qué sería organizó una gran cacería de varios
días. Se fueron todos y allá se quedaron, y entonces la reina pudo entrar a
la habitación de su hijo, por una puerta que sólo ella conocía. Tan pronto
entró vio a la muchacha:
—¡Ah! ¿Conque eres tú, tuerta, la que tiene hechizado a mi hijo? Sal
de ahí y ven a ver el palacio y los jardines.
Salieron, y al llegar al jardín la reina llevó a la muchacha al pie de un
pozo muy hondo y la lanzó adentro. Y cuando su hijo volvió de la cacería,
fue a verlo enseguida:
—Esa tuerta que tenías encerrada en tu alcoba, apenas le abrieron la
puerta echó a correr, y nadie fue capaz de agarrarla.
Por la noche, tres hadas pasaron por el pie del pozo y oyeron unos
gemidos:
—¿Qué será eso? ¿Qué no será?
—Son gritos de mujer.
Se acercaron al borde del pozo para escuchar mejor. Entonces una de
las hadas dijo:
—Te concedo que salgas de ese pozo y seas de una perfección sin igual
en el mundo.
—Pues yo te concedo unas tijeritas de plata, para cortarle la lengua al
que te pregunte la misma cosa dos veces.
—Y yo te concedo un palacio enfrente del palacio de la reina, que sea
viejo por fuera pero por dentro enchapado en oro y plata.
Al otro día, en el palacio real, todos quedaron asombradísimos cuando
vieron al frente un antiguo palacio, que nadie recordaba cómo ni cuándo
habían edificado allí. La reina también quedó estupefacta, y mandó a su
viejo chambelán a averiguar qué era aquello y quién vivía allí.
El chambelán entró al viejo palacio y estaba maravillado con lo que
veía por dentro. Ante el hombre se presentó una joven vestida muy
ricamente y él le hizo las preguntas que la reina había ordenado.
Ella le respondió:
�Dígale a quien lo mandó
que mi madre me deseó,
que mi padre me parió
y en los bosques me dejó.
Un águila me crio
y, cazando, el príncipe me halló.
La reina a un pozo me lanzó,
mas las hadas me favorecieron,
para acá ellas me trajeron
y yo de aquí no me muevo.
El chambelán no pudo grabarse de una vez el mensaje y le pidió a la
muchacha que se lo repitiera. Pero ella dijo:
—¡Vamos, tijeritas!
Entonces al punto se le cayó la lengua al chambelán, que al volver al
palacio sólo podía decir: lolo-ró, lo, lo, ró. La reina envió a otro hidalgo,
pero al pobre le ocurrió lo mismo.
Finalmente el príncipe fue hasta allá y luego de escuchar los versos
que la muchacha recitaba fue a darle parte a la reina. Ella quiso asegurarse
con sus propios ojos, y entonces después le dio permiso a su hijo de
casarse con la joven.
(Algarve)
�LA HIJA DEL REY MORO
HABÍA UNA VEZ un rey moro que tenía dos hijas. La menor de ellas quería
aprender la religión, y se la pasaba con el chambelán del rey, que, a
escondidas, se la enseñaba. Cierta vez la mayor, al verla salir de la alcoba
del cortesano, le dijo:
—Ya verás, hermana, que mi padre se enterará de todo…
—¡Ay, muchacha —dijo el chambelán—, si el rey se entera de que
estás aprendiendo a rezar conmigo, estamos perdidos!
—No tengas miedo: levántate de madrugada y ensilla dos caballos, y
nos iremos para tu tierra.
Así lo hizo él, y ella llenó tres sacos: uno de ceniza, otro de sal y otro
de carbón, y salieron ambos por el mundo.
Cuando el rey supo de su huida, mandó a sus tropas a capturar al
chambelán y a su hija, y que los mataran dondequiera que los encontraran.
La caballería corrió a galope tendido y ya estaba a punto de atraparlos,
cuando el chambelán, mirando hacia atrás, gritó:
—¡Ay, muchacha, estamos perdidos!
—¡No tengas miedo!
La joven vació el saco de ceniza y al instante se hizo una niebla tan
cerrada, que las tropas no pudieron seguir ni un paso más. Entonces
volvieron atrás a decirle al rey:
Se formó tamaña niebla,
que no veíamos ni camino ni senda.
�El rey les ordenó que avanzaran de nuevo y le llevaran presos a la
princesa y al chambelán.
—¡Ay, muchacha, estamos perdidos! —dijo el chambelán viendo que
la caballería ya los tenía casi a su alcance.
—¡No tengas miedo!
La joven vació el saco de sal y enseguida se hizo allí un gran mar, que
los soldados no pudieron atravesar. Otra vez volvieron atrás y fueron a
decirle al rey:
Real señor, hallamos un inmenso mar
que los caballos no pudieron pasar.
El rey dio nuevamente la orden de agarrar a su hija y al chambelán:
—¡Ay, muchacha, estamos perdidos!
—¡No tengas miedo!
La muchacha vació el saco de carbón y al punto se hizo una noche muy
oscura, con grandes truenos y relámpagos. Las tropas volvieron y fueron a
decirle al rey:
Real señor, huimos en desbandada
por tantos rayos y una tremenda tronada.
Ya se acercaban a la tierra del chambelán, y la princesa dijo:
—Yo te salvé de la muerte, pero ahora que lleguemos a tu tierra ni te
acordarás de mí.
Y así pasó. Con tristeza, ella se vistió de viuda y puso una posada para
ganarse el sustento. El chambelán invitó a tres amigos y les dijo:
—Iremos por turnos a pasar la noche en esa posada.
El primero fue y dijo que quería quedarse allí esa noche. La posadera
le dijo que sí y él se puso muy contento. Cuando ya estaba en la alcoba,
comenzó a desnudarse y a vestirse, a desnudarse y a vestirse, y en esas
pasó hasta el amanecer, y ya entonces se sentía muy pero muy cansado.
Apenas aclaró, la posadera, que había visto todo desde el piso de arriba, lo
echó a la calle diciéndole que había ido a hacer burla de su casa.
�Apareció el segundo y también pidió quedarse allí. Gastó toda la noche
quitándose y poniéndose la camisola, sin poder parar. Por la mañana
también lo echaron, con la misma aspereza.
Siguió el tercero. Pidió pasar allí la noche y la posadera le dio permiso.
Cuando se iba a acostar, dijo que tenía mucha sed:
—Pues ve al solar y saca agua del pozo.
El pobre hombre pasó la noche entera haciendo girar la noria, y sólo
cuando aclaró apareció la posadera, que lo hizo parar y lo echó diciéndole
que había ido a hacer burla de su casa.
El cuarto de los amigos también pidió dormir allí esa noche. Se puso
muy contento con el permiso, porque los otros se habían guardado el
secreto de lo que les había ocurrido. Entonces la posadera, cuando ya
estaba acostada, dijo:
—Ay, se me olvidó cerrar la puerta de la calle…
—Yo la cierro…
Y toda la noche el huésped pasó de aquí para allá cerrando la puerta de
la calle, hasta que a la madrugada, molido, la posadera lo echó, por querer
romperle la puerta.
Entonces los cuatro amigos se reunieron y se contaron unos a otros lo
sucedido. Aun así el chambelán, que era uno de ellos, no se acordaba ni un
poquito de la amante a quien con tanta ingratitud había abandonado. Y
como pronto se iba a casar, tres días antes de la boda tenía que ofrecerles
una cena a los vecinos, según mandaba la costumbre en su tierra. Así que
fue a invitar también a la posadera viuda.
Ella fue a la cena. Ya sentados todos a la mesa, acordaron que cada uno
contaría su historia:
—A pesar de cargar esa pena, señora, también tendrá que contarnos de
su vida.
Entonces la posadera pidió que le llevaran dos cuencos. Golpeó el uno
contra el otro y al instante aparecieron un palomo y una paloma. Y la
paloma dijo:
—¿No te acuerdas de cuando me enseñabas a rezar a escondidas de mi
padre?
Dijo el palomo:
�—Sí, me acuerdo.
—¿Y no te acuerdas de cuando mi hermana dijo que le contaría todo a
mi padre y tú dijiste: «¡Ay, estamos perdidos!?».
Y así la paloma fue preguntando y el palomo respondiendo a todo lo
sucedido con la hija del rey moro. Sólo después los invitados empezaron a
entender lo que había ocurrido en la posada con los cuatro amigos, y
entonces el chambelán reconoció su ingratitud:
—Real señora, yo soy ese olvidadizo; ahora mismo deshago esta boda
para casarme con aquella que, por mí, dejó a su padre, a su madre y la
tierra donde nació.
(Extremadura y Algarve)
�LAS HILANDERAS
ÉRASE UNA VEZ una mujer que sólo pensaba en casar bien a su hija. Así que
un buen día se fue para la casa de un mercader que comerciaba en lino y le
pidió que le vendiera un copo de lino, porque su hija dizque lo hilaría todo
en un solo día. Llevó el lino a su casa y le dijo a su hija:
—Necesito que me hiles este copo de lino hoy mismo, porque mañana
voy a ir por más. Cuando vuelva a la casa, quiero encontrar todo el lino
hilado.
La muchacha fue sentarse a la puerta, llorando, sin saber cómo
obedecer a su madre. Una viejita que pasaba por ahí le dijo:
—¿Qué te pasa, niña, que estás llorando de esa manera?
—¡Qué me va a pasar! Mi madre me quiere obligar a hilar en un día un
copo de lino, y yo ni siquiera sé hilar.
—Ya verás que yo te lo hilo todo, si me prometes que el día de tu boda
me llamarás tres veces tía.
La muchacha miró hacia dentro de la casa y vio el lino trabajado, ya
todo hilado.
Al día siguiente su madre fue a la tienda, alardeó mucho de la
habilidad de la joven y pidió otro copo de lino para que lo hilara. Entonces
la muchacha fue a sentarse a la puerta, llorando, a esperar que pasara la
viejita de la víspera.
Pero fue otra la que pasó:
—¿Qué te pasa, niña, que estás llorando de esa forma?
La muchacha le contó las órdenes de su madre.
�—Pues si me prometes que el día de tu boda me llamarás tres veces
tía, el lino aparecerá hilado.
La pequeña lo prometió, y al mirar hacia dentro de la casa sus ojos se
toparon con el lino trabajado y listo.
Su madre fue por otro copo más de lino y la escena se repitió. Pasó una
tercera viejita, que le hizo todo con la misma promesa.
Entonces el mercader, enterado ya de la habilidad de la muchacha,
pidió conocerla; le pareció bonita y despierta, y quiso casarse con ella. La
madre estaba muy contenta porque el prometido era muy rico. El mercader
le mandó a la joven un gran regalo, con muchas ruecas y husos, para que
cuando se casaran todas sus criadas también hilaran.
El día de la boda se dio una gran cena y todos los amigos asistieron;
cuando estaban sentados a la mesa, una viejita tocó la puerta:
—¿Es aquí que vive la novia?
—Pase, tía; siéntese aquí, tía; cómase algo, tía.
Todos los invitados estaban asombrados de ver a aquella vieja tan
jorobada y de enorme nariz. Pero se quedaron callados.
Instantes después tocaron la puerta; era otra viejita:
—¿Es aquí que vive la muchacha que se casó hoy?
—Sí, tía; pase, tía; coma con nosotros, tía.
La vieja se sentó, y todos se asombraron al ver su deforme cara. Pero
siguieron comiendo.
Tocaron otra vez la puerta: era otra viejita, que hizo la misma
pregunta.
—Pase, tía; la estábamos esperando, tía; venga a comer con nosotros,
tía.
No causó menos asombro esta vieja, toda jorobada y de costillas
salidas. Pero esta vez los curiosos, sobre todo el novio, preguntaron por
qué esas tías tenían semejantes deformidades.
La primera dijo:
—Mi nariz es así porque hilé mucho, mucho, y las astillas del lino me
la volvieron así.
—Y yo, sobrino, tengo la cara así porque también hilé mucho, me
volví así de tanto cardar la estopa.
�—Y a mí, sobrino, me salieron estas jorobas por estar siempre echada
hacia un lado, con la rueca en la cintura.
Tan pronto como el marido oyó aquello se levantó y fue a coger las
ruecas, los husos, los sarillos, las devanaderas y todo lo demás, y los botó
a la calle. Y entonces dijo que en su casa nunca más se habría de hilar,
porque no quería que a su mujer le pasaran jamás semejantes desgracias.
(Algarve)
�CLAVEL, ROSA Y JAZMÍN
HABÍA UNA VEZ una mujer que tenía tres hijas. Cierta vez que la mayor de
ellas fue a pasear a un riachuelo, vio dentro del agua un clavel, se agachó
para recogerlo y desapareció.
Al día siguiente le sucedió lo mismo a la segunda hermana, porque vio
dentro del riachuelo una rosa.
Finalmente la menor también desapareció, al querer recoger un jazmín.
La madre de las tres muchachas se volvió muy triste, lloraba y lloraba,
hasta que un buen día el hermano de ellas, que ya se había hecho mayor, le
preguntó por qué lloraba tanto. Ella le contó cómo se había quedado sin
sus tres hijas.
—Entonces, madre, dame tu bendición, pues me voy por el mundo a
buscarlas.
Y se fue. Por el camino se topó con tres muchachos, metidos en una
gran trifulca. Se acercó a ellos y les preguntó:
—Bueno, ¿qué es lo que pasa?
Uno de ellos respondió:
—Señor, mi padre tenía unas botas, un sombrero y una llave, y nos los
dejó. Uno nada más se pone las botas y les dice: «¡Botas, llévenme a tal
lado!», y uno aparece donde quiera; la llave abre todas las puertas; y el
sombrero hace que nadie más nos vea cuando nos lo ponemos en la cabeza.
Nuestro hermano mayor quiere quedarse con las tres cosas, y nosotros
queremos repartirlas a la suerte.
�—Eso se arregla fácil —dijo el muchacho queriendo reconciliarlos—:
yo tiro esta piedra bien lejos, y el primero que la atrape se quedará con las
tres cosas.
Convinieron eso, y mientras los tres hermanos corrían tras la piedra, el
muchacho se calzó las botas y dijo:
—¡Botas, llévenme al lugar donde está mi hermana mayor!
Se encontró enseguida en una montaña escarpada donde había un gran
castillo, cerrado con gruesos candados. Metió la llave y todas las puertas
se abrieron; caminó por salones y corredores, hasta que se encontró con
una señora bonita y bien vestida, que parecía muy alegre, pero que gritó
sorprendida:
—¡Señor! ¿Cómo pudo entrar aquí?
El muchacho le dijo que era su hermano y le contó cómo había llegado
allí. Ella le dijo que era feliz y que su único pesar era que un hechizo
pesaba sobre su marido, y él no lo podía romper. Siempre le había oído
decir que sólo se rompería cuando muriera un hombre que tenía el don de
ser eterno.
Conversaron bastante y finalmente la señora le pidió que se fuera,
porque su marido podía llegar y hacerle daño. Su hermano le dijo que se
despreocupara porque él llevaba consigo un sombrero que, al ponérselo en
la cabeza, hacía que nadie pudiera verlo. De repente se abrió la puerta y
apareció un gran pájaro, pero nada vio, porque el muchacho al oír el ruido
se puso el sombrero inmediatamente. La señora fue a buscar una gran
palangana dorada, en la que el pájaro se metió transformándose en un
hermoso joven. Luego miró a la mujer y exclamó:
—¡Aquí vino gente! Ella lo negó, pero al final se vio obligada a
confesar todo.
—Y si es tu hermano, ¿por qué lo dejaste ir? ¿No sabes que para mí
ese es un motivo para estimarlo? Si vuelve por acá, dile que se quede, que
quiero conocerlo.
El muchacho se quitó el sombrero y fue a saludar a su cuñado, que le
dio un largo abrazo. A la hora de la despedida, le dio una pluma diciendo:
—Cuando te veas en algún apuro, di: «¡Socórreme, Rey de los
Pájaros!», y todo te saldrá como quieras.
�El muchacho se evaporó: les dijo a las botas que lo llevaran donde
estaba su hermana del medio. Sucedieron poco más o menos las mismas
cosas, y a la hora de la despedida su cuñado le dio una escama:
—Cuando te veas en algún apuro, di: «¡Socórreme, Rey de los Peces!».
Hasta que llegó también a la casa de su hermana menor. La encontró en
una caverna oscura, con gruesas rejas de hierro; el sonido de lágrimas y
sollozos lo llevó hasta ella. La muchacha estaba muy flaca y apenas lo vio
gritó:
—¡Quienquiera que seas, sácame de aquí!
Entonces él se dio a conocer y le contó cómo había encontrado a sus
otras dos hermanas muy felices, aunque con el pesar de que sus maridos
no podían romper el hechizo que había sobre ellos. Su hermana menor le
contó cómo estaba en poder de un viejo repulsivo, un monstruo que quería
casarse con ella a la fuerza, y que la tenía presa allí por no querer hacer su
voluntad. Todos los días el viejo monstruo iba a verla para preguntarle si
ya había resuelto aceptarlo por marido, y le recordaba que nunca más
volvería a la libertad, porque él era eterno.
Tan pronto como su hermano oyó eso, se acordó del hechizo de sus dos
cuñados y pensó en guardar el secreto, porque aquel monstruo era eterno.
Entonces le aconsejó a su hermana que le prometiera al viejo que se
casarían si él le decía qué era lo que lo hacía eterno.
De repente el suelo se estremeció, se sintió una especie de huracán, y
el viejo entró; se acercó a la muchacha y le preguntó:
—¿Todavía no te decides a casarte conmigo? Puedes llorar hasta que se
acabe el mundo, porque yo soy eterno y quiero casarme contigo.
—Me casaré contigo —dijo ella— si me dices qué es lo que hace que
nunca mueras.
El viejo soltó una risotada:
—¡Ja, ja, ja! ¡Crees que me podrías matar! Sólo podrías si fueras al
fondo del mar a buscar un cofre de hierro, que adentro guarda una paloma
blanca, que pondrá un huevo, y después trajeras aquí ese huevo y me lo
rompieras en la frente.
Y volvió a reírse, seguro de que no habría nadie que fuera al fondo del
mar, ni que fuera capaz de encontrar el cofre, ni de abrirlo y todo lo
�demás.
—Ahora tienes que casarte conmigo porque ya te revelé mi secreto.
La muchacha pidió todavía un plazo de tres días, y el viejo se marchó
muy contento. Su hermano le dijo que tuviera esperanza, que dentro de
tres días estaría libre. Entonces se calzó las botas y se encontró a la orilla
del mar. Tomó la escama que le había dado su cuñado y dijo:
—¡Socórreme, Rey de los Peces!
Inmediatamente apareció su cuñado, muy satisfecho. Tan pronto como
oyó lo sucedido, mandó venir a su presencia a todos los peces; el último en
llegar fue una sardina, que se disculpó por haberse demorado, pues se
había enredado en un cofre de hierro, en el fondo del mar.
El Rey de los Peces les ordenó a los más grandes que fueran a buscar el
cofre en el fondo del mar. Y ellos se lo llevaron. Apenas el muchacho lo
vio, le dijo a la llave:
—¡Llave, ábreme este cofre!
El cofre se abrió, pero a pesar de todas las precauciones una paloma
blanca se escapó de adentro.
Entonces el muchacho le dijo a la pluma:
—¡Socórreme, Rey de los Pájaros!
Su cuñado se le apareció para enterarse de qué quería y apenas lo supo
mandó ir a su presencia a todas las aves. Todas llegaron, menos una
paloma, que apareció al final; se disculpó diciendo que a su agujero había
llegado una vieja amiga, que había estado presa muchos años, y ella había
ido a conseguirle comida. El Rey de los Pájaros le dijo que le mostrara al
muchacho el nido donde estaba la paloma.
Y fueron allá. El muchacho cogió el huevo que acababa de poner el ave
y les dijo a las botas que lo llevaran a la caverna donde estaba su hermana
menor.
Había llegado ya el tercer día, y el viejo fue a pedirle a la muchacha
que cumpliera su palabra. Ella, siguiendo el consejo de su hermano, le dijo
que se recostara en su regazo; apenas él se tendió, la joven le rompió el
huevo en la frente, de un solo golpe. El monstruo dio un berrido y murió.
El hechizo de sus dos cuñados se rompió al mismo tiempo.
�Entonces ambos hombres aparecieron. Después, fueron a visitar a su
suegra con sus mujeres, que se convirtieron en princesas. Y el llanto de la
madre se tornó alegría en compañía de su hija menor, que le llevó todos
los tesoros que el monstruo había acumulado en la caverna.
(Algarve)
�EL MAGO
HABÍA UNA VEZ, en cierto lugar, un hombre entendido en artes de magia,
que nunca tomaba un criado que supiera leer, para que no fuera a
apoderarse de los secretos de sus libros. En una ocasión se presentó un
joven diciendo que no sabía leer, y de esa manera se quedó a su servicio.
Leyó todos los libros de la biblioteca del mago, y cuando ya podía
competir con él, huyó con los libros.
Llegó el día en que el discípulo se consideró maestro y quiso vivir de
sus artes. Le dijo a un criado que fuera a la feria a vender un lindo caballo
que debía estar en el establo, le dijo el precio y le ordenó que apenas lo
vendiera le quitara el freno. A la hora de la feria el criado fue al establo y
encontró un lindo caballo, y partió con él para venderlo.
En aquella feria estaba el Mago que había sido robado, que
inmediatamente supo que bajo la forma del caballo estaba su antiguo
discípulo. Entonces convino el precio y pagó la suma, tan deprisa que el
criado se olvidó de quitarle el freno al caballo, y cuando quiso hacerlo ya
no fue posible, porque el Mago dijo que el contrato estaba cerrado desde
que le había entregado el dinero.
El Mago llevó el caballo a su casa, muy contento de poderse vengar a
gusto del enemigo que le había robado toda su sabiduría. De una vez le
dijo a un criado que llevara al caballo a beber al arroyo, pero que no le
quitara el freno. El caballo caminaba muy triste, olisqueaba el agua pero
no bebía. Al criado se le ocurrió quitarle el freno, pensando que así
�bebería. De repente el caballo se transformó en una rana y desapareció en
el agua.
El Mago, asomado a la ventana de su casa, vio aquello y entonces se
transformó en un sapo, para ir a atrapar a la rana. El discípulo, sabiendo la
suerte que le esperaba si cayera en poder del maestro, se transformó en
una paloma, y voló y voló por los aires. Entonces el Mago se transformó
en un milano real y voló tras la paloma, para embuchársela. La paloma ya
iba muy cansada y estaba a punto de rendirse, cuando vio a una princesa
sentada en un balcón y fue a caer en su regazo, transformándose en un
anillo de gran valor.
La princesa, maravillada por lo que había visto y por la belleza de la
joya, se puso el anillo en el dedo. El Mago, todavía bajo la forma del
milano real y viendo que nada más podía hacer, se coló en la alcoba del
rey, y en el vaso de leche que este estaba a punto de beberse, dejó caer un
pelo.
El rey, por supuesto, sufrió una grave enfermedad; llamaron a todos los
médicos, pero ninguno era capaz de curarlo. Entonces el Mago apareció
bajo la figura de un médico y prometió devolverle la salud, pero sólo si le
diera el anillo que la princesa llevaba en el dedo. El rey accedió.
Entonces el anillo se transformó en un lindo muchacho, que le pidió a
la princesa que cuando el rey le mandara entregarle el anillo al Mago, no
se lo diera en la mano sino que lo lanzara al piso, para que él lo recogiera.
Pasados algunos días el rey se alivió y el Mago fue a la corte a pedirle
el anillo. El rey llamó a su hija y le dijo que entregara la joya. La princesa
parecía triste pero obedeció; se quitó el anillo y lo tiró al piso, como si
estuviera molesta. Entonces el anillo se transformó en una granada y los
rojos granos de la fruta se esparcieron por todo el salón, pero el Mago se
convirtió en una gallina y, en un abrir y cerrar de ojos, se los tragó todos.
Pero, detrás de una puerta, quedó un granito suelto, y ese granito se
transformó en un zorro, que se abalanzó sobre la gallina y se la comió en
segundos.
La princesa quedó maravillada con aquello y entonces le pidió al zorro
que se volviera un príncipe y le dijo que se casaría con él. Así lo hizo él, y
después fueron muy felices.
�(Algarve)
�EL MAESTRO DE LAS ARTES DE MAGIA
HABÍA UNA VEZ un hombre que tenía tres hijos, y mientras que dos de ellos
pasaban trabajando en el campo, el menor se fue a aprender todas las artes
e industrias. Cierto día los dos hijos grandes le dijeron a su padre:
—Nosotros hemos trabajado siempre para que tú pudieras vivir, y
nuestro hermano menor no ha hecho nada hasta ahora. De aquí en adelante,
él debe ganarse el pan con lo que aprendió.
Entonces el hijo menor le pidió a su padre que le diera un bozal de
perro de caza y le dijo:
—Voy a convertirme en perro de caza. Así que tú llevarás una correa y
un palo, que traerás lleno de conejos, y pasarás por la puerta de ese
mercader que se cree muy entendido en caza.
El hombre le puso el bozal al muchacho, que ya se había convertido en
perro, y se fue con él de cacería. Cogió muchos conejos y los llevaba
colgados en el palo, y el perro iba detrás de él. Al verlo pasar por su
puerta, el mercader dijo:
—¡Vaya, hombre! ¿Sólo con ese perro cogiste tanta caza?
—Sí, señor.
—Entonces véndeme el perro.
—Sólo si me das cien mil reyes.
—Está bien, te lo compro.
El mercader contó el dinero; el perro se quedó y el hombre se marchó.
Después el mercader se fue de cacería a unos cercados. El perro se
metió por un seto de zarzas, mientras perseguía a un conejo, y fue a salir
�por el otro lado. Allí se quitó el bozal con las uñas y se volvió persona otra
vez. El mercader se cansó de llamar y esperar al perro. Cuando el
muchacho pasó cerca de él, le preguntó:
—¿No has visto por ahí un perro de caza?
—No lo he visto, pero sentí moverse algo en el seto, que es muy
espeso; tal vez sea el animal, que no puede salir de allá.
Lo cierto es que el mercader perdió el perro y el dinero, y se fue sin
nada. Entonces el muchacho le dijo a su padre:
—Ahora tendrás que comprarme un freno, para que me convierta en
caballo.
Así lo hizo el hombre, y luego se puso a recorrer las calles con el
animal. El Maestro de las Artes de Magia de París, que había tenido al
muchacho en su casa, reconoció enseguida al caballo y, sin regatear, hizo
que el hombre se lo vendiera. Ni siquiera miró el dinero, se llevó al animal
y lo metió en la caballeriza con el freno puesto, de manera que no pudiera
comer nada.
El Maestro tenía tres hijas y les recomendó que no fueran a la
caballeriza mientras él salía. Pero en cuanto salió su padre, ellas se dijeron
unas a otras:
—¡Vamos a ver lo que hay en la caballeriza!
Fueron y encontraron un bonito caballo, muy bien formado, y notaron
que no podía comer nada.
—¡Pobrecito! Quitémosle el freno a ver si come.
Le quitaron el freno y entonces él dijo: «¡Ven a mí, pájaro!», y se voló
por la ventana.
El pájaro se topó por el camino con el Maestro, que lo reconoció y
entonces dijo a su vez: «¡Ven a mí, milano real!», para ir a matar al pájaro.
Al ver al milano real detrás de él, el pájaro dijo: «¡Ven a mí, anillo!».
Y cayó sobre las olas del mar, y un mero se lo tragó.
El mero fue a dar a otro país; un pescador lo pescó y fue a venderlo al
palacio real. Entonces la princesa fue a ver cómo arreglaban aquel pescado
y vio un anillo en su buche. La criada lavó el anillo y se lo dio a la
princesa.
�Ella apreciaba el anillo más que todas las otras joyas que tenía. Al
acostarse, se lo quitaba y lo ponía sobre una mesita. Pero por la noche el
anillo se volvía hombre y se ponía a hablarle a la princesa, que llena de
miedo llamaba al rey, su padre. En ese momento el hombre se volvía una
hormiga, y el rey llegaba y no veía nada. Tres noches sucedió lo mismo, y
la última noche él le dijo a la princesa:
—Yo soy la alhaja que llevas en el dedo. Tengo que decirte que el rey,
tu padre, está muy enfermo, y los médicos no tienen cura para su mal. Sólo
el Maestro de las Artes de Magia de París podrá curarlo, pero él no querrá
dinero, ni alhajas, ni joya alguna. Únicamente le pedirá al rey el anillo que
tú llevas. Pero no se lo des en la mano, sino déjalo caer al piso.
Se supo entonces de la enfermedad del rey y finalmente tuvieron que
llamar al Maestro. Él se empeñaba en pedir el anillo y la princesa, molesta
con su obstinación, lo lanzó al suelo. El anillo dijo: «¡Ven a mí, grano de
mijo!» y se regó en granos por todo el suelo. Entonces el Maestro se
convirtió en una gallina, para atraparlo, pero el muchacho se transformó
en una comadreja, que agarró a dentelladas a la gallina y la mató.
Apenas la comadreja terminó, volvió a convertirse en persona, y
entonces el muchacho le explicó todo al rey. Y como había sido él quien
había dicho cómo curarlo, el rey lo casó con la princesa, y los dos fueron
muy felices.
(Isla de San Miguel - Azores)
�EL APRENDIZ DEL MAGO
ÉRASE UNA VEZ un hombre conocedor de grandes artes de magia, que tenía
en su compañía a un sobrino que le cuidaba la casa cuando él salía. Cierta
vez le dio dos llaves y le dijo:
—Estas llaves son de esas dos puertas. Pero por nada del mundo abras
las puertas, porque estarás muerto.
En cuanto el muchacho se quedó solo, no volvió a acordarse de la
amenaza y abrió una de las puertas. Solamente vio un campo oscuro y un
lobo que venía corriendo a arremeter contra él. Cerró la puerta a toda
prisa, temblando de miedo. Al rato llegó el Mago.
—¡Infeliz! ¿Por qué abriste esa puerta si te advertí que perderías la
vida?
Tanto y tanto lloró el muchacho, que el Mago lo perdonó. Su tío salió
en otra ocasión y le hizo la misma recomendación. No iba muy lejos
cuando su sobrino hizo girar la llave de la otra puerta, por donde vio una
pradera en la que pastaba un caballo blanco. El muchacho se acordó de
pronto de la amenaza de su tío y en ese momento lo oyó subiendo la
escalera. Comenzó a gritar:
—¡Ay, ahora sí estoy perdido!
Entonces el caballo blanco le habló:
—Recoge del suelo una rama, una piedra y un puñado de arena, y
móntame.
No había acabado el caballo blanco de decir esas palabras cuando ya el
Mago estaba abriendo la puerta de la casa; el muchacho saltó encima del
�caballo y gritó:
—¡Huye, que ahí viene mi tío a matarme!
El caballo blanco corrió por los aires, pero el hombre ya iba muy
adelantado, y el muchacho volvió a gritar:
—¡Corre, que ya me agarra mi tío para matarme!
El caballo blanco corrió más y cuando el mago estaba a punto de
agarrarlos, le dijo al muchacho:
—¡Tira la rama!
Al instante se formó allí un bosque muy espeso, y mientras que el
mago se abría camino por entre él, se alejaron mucho. Pero el muchacho
volvió a gritar:
—¡Corre, que ya llega mi tío y me va a matar!
El caballo blanco le dijo:
—¡Lanza la piedra!
De inmediato se alzó allí una gran sierra, llena de grandes peñas, que
el Mago tuvo que trepar mientras ellos avanzaban. Más adelante el
muchacho gritó otra vez:
—¡Corre, que mi tío nos agarra!
—¡Entonces echa al viento el puñado de arena! —dijo el caballo
blanco.
Enseguida apareció un mar sin fin, que el Mago no pudo atravesar.
Fueron a dar a un pueblo donde se oían grandes lamentos. El caballo
blanco dejó allí al muchacho y le dijo que lo llamara si se veía en grandes
apuros, pero que nunca dijera cómo había ido a parar allá.
El muchacho comenzó a andar y preguntó a qué se debían los
lamentos.
—Un gigante que vive en una isla a la que nadie puede llegar se robó a
la hija del rey.
—Pues yo sí sería capaz de ir allá.
Entonces fueron a decírselo al rey, y el rey comprometió al joven, bajo
pena de muerte, a cumplir lo dicho. El muchacho se valió del caballo
blanco y logró ir a la isla y llevar de vuelta a la princesa, porque cogió
dormido al gigante.
�Pero la princesa no paraba de llorar desde que había llegado al palacio.
Entonces el rey le preguntó:
—¿Por qué lloras tanto, hija?
—Lloro porque perdí el anillo que me dio mi hada madrina; mientras
no lo encuentre, estoy sometida a que me roben otra vez o a quedar
hechizada para siempre.
El rey mandó pregonar un bando anunciando que le daría la mano de la
princesa a quien encontrara el anillo que ella había perdido.
Entonces el muchacho llamó al caballo blanco, que le llevó el anillo
desde el fondo del mar, pero el rey ya no quería darle la mano de la
princesa. Sin embargo, ella misma dijo que se casaría con él, para que
siempre se dijera que la palabra de un rey no tiene vuelta atrás.
(Eixo - Distrito de Aveiro)
�LA SERPIENTE DE SIETE CABEZAS
ÉRASE UNA VEZ un hijo de un rey, que era muy amigo de un hijo de un
zapatero; siempre jugaban juntos, y el príncipe no se avergonzaba de ir a
todas partes en compañía de él. Al rey no le agradaba semejante confianza
y un buen día le dijo al zapatero que mandara a su hijo muy lejos, y a
cambio le dio mucho dinero.
El joven se marchó, pero en cuanto el príncipe supo de aquello huyó
del palacio y anduvo por todo el mundo en busca de su amigo. Pasado
algún tiempo lo encontró, se abrazaron y emprendieron viaje juntos.
Cuando habían avanzado un trecho, encontraron a una hermosa
muchacha, amarrada a un árbol. El príncipe la vio y al punto se enamoró
de ella, y le preguntó quién la había dejado allí. Ella respondió que no
podía decir nada y que sólo pedía que la salvaran. El príncipe supo que ella
era de sangre real, y pensó en casarse con ella. La puso en la grupa de su
caballo y los tres fueron andando.
Pasaron aquella noche en un bosque donde había tres cruces. El
príncipe y la doncella se durmieron, pero el hijo del zapatero prefirió
quedarse despierto, por si acaso. Ya iba alta la noche cuando vio venir tres
palomas, que se posaron cada una en su cruz.
La primera paloma dijo: «El príncipe supone que se casará con la
doncella, pero al pasar al pie de un naranjal, ella pedirá una naranja, y
cuando se la coma, se reventará».
Y el que al oír esto no sepa callarse,
�en piedra de mármol habrá de tornarse.
La segunda paloma dijo: «Y todavía falta; ella pasará por el pie de una
fuente y querrá beber agua, y apenas la beba, se reventará».
Y el que al oír esto no sepa callarse,
en piedra de mármol habrá de tornarse.
La tercera paloma dijo: «Y todavía falta más; si ella se escapa de todo,
cuando ya esté en casa, en su noche de bodas, irá una serpiente de siete
cabezas, que la matará».
Y el que al oír esto no sepa callarse,
en piedra de mármol habrá de tornarse.
El hijo del zapatero oyó todo aquello. Entonces al amanecer le dijo al
príncipe que era mejor que volvieran al reino, pues el rey debía estar muy
lleno de amargura, y que seguro él le daría su perdón y su permiso para
casarse con la doncella, que era de sangre real. El príncipe estuvo de
acuerdo, y se pusieron en camino.
Pasaron por un naranjal y sucedió lo que había dicho la paloma, pero el
hijo del zapatero dijo que esas naranjas no se vendían, así que siguieron
andando. Luego pasaron por una fuente y la muchacha quiso beber agua,
tal como había dicho la otra paloma, pero el hijo del zapatero dijo que no
había con qué sacar el agua.
Llegaron finalmente al palacio. El rey se alegró mucho al ver a su hijo,
lo perdonó y, al saber que el consejo del hijo del zapatero lo había hecho
volver a casa, le dio permiso de vivir en el palacio en compañía de su
amigo. Después el príncipe le pidió permiso a su padre para casarse con la
muchacha que había salvado, pues era de sangre real, pero su padre le dijo
que sólo daría el permiso luego de seis meses de conocerla mejor y así
poder ver sus cualidades.
Cuando finalmente el príncipe se iba a casar con la joven, le preguntó
al hijo del zapatero si quería alguna recompensa el día del matrimonio. Él
�dijo que sólo quería una cosa: dormir en el mismo cuarto de ellos en la
noche de bodas. Hay que ver el trabajo que eso le costó al príncipe, pero
aceptó, de todas maneras.
Entonces su amigo se acostó a la puerta de la habitación, con una
espada escondida, y mientras los novios dormían sintió que entraba al
cuarto una gran serpiente de siete cabezas. Él había estado esperando al
monstruo y entonces descargó un golpe certero y lo mató, pero una gota de
sangre salpicó y fue a dar en la cara de la princesa, que seguía dormida. El
hijo del zapatero trató de limpiar la sangre del suelo, y al ver la gota de
sangre en la cara de la princesa, quiso limpiarla con la punta de una toalla
mojada. La princesa se despertó con el frío y le gritó sobresaltada a su
marido:
—¡Véngame de tu mejor amigo, pues me dio un beso!
Furioso, el príncipe se levantó para matar al amigo que juzgaba
traidor, pero él le pidió que demorara su castigo para contarle la historia a
la corte.
Entonces la gente del palacio se reunió. El muchacho comenzó su
relato y poco a poco se fue volviendo de mármol. Todo el mundo se
entristeció al ver su fidelidad tan mal premiada, y el príncipe resolvió
colocar la estatua de mármol, que había sido su mejor amigo, en los
jardines del palacio.
El príncipe acostumbraba llevar a sus hijos a jugar en los jardines y se
sentaba al pie de la estatua, llorando con pesar, y decía:
—Quién me devolviera a mi amigo, vivo…
—Si quieres a tu amigo vivo otra vez —le dijo una voz cierto día—,
mata a tus hijos y unta esta piedra de mármol con su sangre inocente.
El príncipe vaciló pero lleno de confianza en el poder de la amistad
degolló a los niños. Al instante la estatua empezó a moverse y allí
apareció su amigo, vivo, otra vez. Se abrazaron largamente. Y cuando el
príncipe miró hacia el lugar donde estaban sus hijos, los vio muy alegres,
jugando. Sólo se veía alrededor de su cuello una delgada cinta roja.
Nunca más se separaron y de ahí en adelante vivieron todos muy
felices.
(Algarve)
�EL CONDE SOLDADITO
ÉRASE UNA VEZ un pobre soldado, que vivía junto al palacio del rey. El
mismo día y a la misma hora en que le nació un hijo al rey, también la
mujer del soldado tuvo un hijo. Los pequeños se volvieron muy amigos el
uno del otro, y el rey como era justo y de buen corazón permitió que el
soldado y su mujer se mudaran al palacio, para que los dos niños jugaran
juntos. En el palacio todo el mundo llamaba al muchacho el Conde
Soldadito, pues siempre acompañaba al príncipe a las fiestas y a las
cacerías.
Cierta vez el príncipe estaba cazando y sentía que se moría de sed. El
Conde Soldadito fue a conseguirle agua y un rato después llegó con un
lindo jarro lleno de agua fresca.
—¿Quién te dio ese jarro tan bonito?
—Me lo dieron en una cabaña pobre, ¡y quién sabe qué pasaría si el
príncipe viera la manito que me lo dio!
Fueron juntos a llevar el jarro a la cabaña, y el príncipe se enamoró
enseguida de la linda muchachita que vivía allí. Tuvo amores con ella, iba
a verla en secreto, y hasta le prometió matrimonio para obtener todo lo
que quería. Pero, temiendo que el rey se enterara de aquellos amores, no
volvió nunca más a la cabaña; eso sí, andaba muy triste, lleno de
añoranzas.
Entonces la muchacha, que no sabía que su enamorado era el príncipe,
fue a la corte a arrodillarse a los pies del rey para que la auxiliara:
�Buen siervo eres de Dios,
en la tierra haces de rey,
siempre, sin una sospecha,
haces justicia derecha.
Pues sabe esto, alto rey:
que a mí un caballero,
con un amor verdadero,
prometió ser mi marido
y se entró en mi aposento,
consiguió ese su intento,
y yo, como humilde criada,
vencida e infamada,
en el campo de labranza,
pido a tus pies venganza.
El rey entonces le dijo:
Levántate, noble dama,
cobrarás crédito y fama,
que será bien castigado
aquel que te ha deshonrado.
Y mandó llamar al príncipe, que se estaba paseando por los jardines,
para que fuera a su presencia. El príncipe iba suspirando:
La traigo en mi pensamiento,
por ella vivo un tormento.
El Conde Soldadito, que lo acompañaba, dijo:
—Suspiras por una simple pastora…
—Cállate, amigo, que tú eras también un simple soldado y mi padre te
hizo conde, sin que lo merecieras.
Entonces cuando el príncipe estuvo en presencia del rey, le contó todo,
y su padre le ordenó casarse con la pastora.
�(Algarve)
�LA SARDINITA
HABÍA UNA VEZ una mujer que tenía tres hijas. Cierto día se fue con dos de
ellas a trabajar, y la menor se quedó en la casa para encargarse de la
comida. La muchacha compró diez reyes de sardinas y las puso a asar en la
parrilla. Cuando estaban sobre las brasas, una de las sardinas saltó al
suelo, pero ella la cogió y la volvió a poner en la parrilla. Poco después
volvió a dar un salto y, además, gimió. La muchacha, algo asustada, fue a
levantar a la sardina del suelo, y el pez le dijo:
—¡No me mates! Cógeme y llévame hasta la orilla del mar, y allí
sigue por el camino que se te presente.
La muchacha fue y en cuanto echó a la sardinita al mar se formó un
sendero muy ancho. Entonces siguió por todo ese camino, hasta dar con un
gran palacio, donde había muchas mesas puestas. Recorrió todos los
salones, vio muchas joyas y grandes riquezas. Pero el mar se había vuelto
a cerrar y no pudo volver atrás. Se permitió entonces quedarse allí y
durmió en una cama muy lujosa y blanda que encontró. Para entretenerse,
se desvestía y se vestía una y otra vez con las riquísimas ropas que se
guardaban allí.
Todos los días se le aparecía un hombre en figura de negro, que le
preguntaba si estaba contenta.
—¿Contenta? Me entristece recordar que mi madre y mis hermanas
trabajan todo el día para poder comer cualquier cosa, y yo, aquí.
—Bueno —le dijo el negro—, entonces lleva el dinero que quieras, ve
a ver a tu madre y a tus hermanas, pero no te demores allá más de tres
�días.
Entonces el sendero en el mar volvió a abrirse. La muchacha llegó a su
casa y contó todo. Su madre estaba muy contenta con el dinero, y sus
hermanas le hicieron mil preguntas sobre lo que había en el palacio.
También le preguntaron si no le daba miedo quedarse sola de noche, pero
ella dijo que tenía el sueño muy pesado. Sus hermanas entonces le dijeron:
—Es porque te echan en el vino algo que te hace dormir; finge que
bebes, pero bota el vino, para que oigas lo que pasa de noche en el palacio.
Transcurridos los tres días, la muchacha volvió por el sendero abierto
en el mar. Entró al palacio, almorzó, cenó y fingió que bebía. Al acostarse
su sueño ya no era tan pesado y entonces sintió que alguien se tendía a su
lado. Se asustó mucho, se quedó muy quieta, y cuando todo estaba muy
tranquilo, prendió una vela para ver qué era. Y era un príncipe muy
hermoso. Ella se inclinó para verlo mejor y entonces una gota de cera cayó
en el rostro del príncipe. Entonces él se despertó:
—¡Ah, qué crueldad la tuya! Faltaban apenas ocho días para que se
rompiera el hechizo que pesa sobre mí. Ahora, para deshechizarme,
tendrás que sufrir grandes padecimientos, sin una sola queja. Ten este
crespo, y cuando te veas en una pena de la que no te puedas librar, di:
—¡El que me dio este crespo, socórrame!
En ese mismo instante el príncipe desapareció, y también el palacio, y
la muchacha se encontró sola en medio de un descampado. Unas negras
que iban pasando en grupo se burlaron de ella y le jalaron el pelo. La joven
sufrió todo sin decir nada. Luego pasó un jornalero, y ella entonces le
propuso cambiar sus vestidos engastados de brillantes por sus ropas de
hombre pobre, y, así, ya con otra ropa, fue a ofrecerse como jardinero en la
casa del rey.
La reina empezó a sentir que el jardinero le gustaba, pues tenía una
bonita cara, pero como él no le correspondía fue a quejarse con el rey: que
había que mandar matar al jardinero, porque había sido muy atrevido con
ella. El rey mandó que pusieran en el cepo al jardinero para que confesara
lo que había hecho, pero él sufrió todo, negando siempre. La reina
entonces se empeñó en que lo mandaran a la horca. Y ya iban a ahorcarlo,
cuando se le ocurrió decir:
�—¡El que me dio este crespo, socórrame!
La ejecución se vio interrumpida por el fuerte ruido de un carruaje que
llevaba a un noble personaje, que dio orden de parar todo y se llevó al
jardinero consigo para el palacio. Allí le dijo al rey que era imposible que
él hubiera cometido el atrevimiento del que lo acusaba la reina, y que, si
no le creía, ordenara que sus damas de compañía lo confirmaran. Y así se
hizo. Entonces mandaron a la reina a la hoguera y el hechizo del príncipe
se rompió. Y por la constancia con que la muchacha sufrió todos los
maltratos, el príncipe, agradecido, se casó con ella.
(Algarve)
�MARÍA DEL BOSQUE
ÉRASE UNA VEZ un rey que, estando un día de cacería, se perdió en la
espesura cuando oscureció. Entonces fue con su paje a pedir abrigo a la
cabañita de un carbonero que vivía en la sierra. El carbonero le cedió
enseguida su cama al rey, y su mujer, como estaba indispuesta, se acostó
en un jergón en el solar. Por la noche, el rey oyó un alarido y quejidos y
una voz que decía:
Esta que ahora acaba de nacer
también será tu mujer,
y por más que la suerte le sea mezquina,
al y fin y al cabo contigo llegará a reina.
El rey se sintió muy perturbado y trató de saber qué horas eran. Era
exactamente la medianoche. Al otro día habló con el carbonero y le
preguntó qué ruido había sido aquel.
—Es que me nació una hijita; debía ser justo la medianoche, ni más ni
menos, señor.
El rey le dijo que quería ofrecerle un buen destino a aquella niña, y que
le daría mucho dinero si le dejara llevársela. El carbonero accedió y el rey
partió.
Por el camino le dijo a su paje que fuera a matar a la niña, porque tenía
que escapar a un mal presagio con el que ella había nacido. El paje no tuvo
corazón para matar a la inocente, y dejó a la criatura en el fondo de un
�barranco, entre unos matorrales, envuelta en un cinto rojo que se quitó de
sus ropas. Volvió donde el rey y le dijo:
—Real señor, no tuve valor de matar a la niña, pero la dejé en un sitio
desde donde no se ve nada de nada, y allá seguro morirá.
Sucedió que un leñador fue a trabajar por esos lados, oyó llorar a una
criatura, bajó al barranco y, condolido, la sacó y se la llevó a su casa. Su
mujer, que no tenía hijos, la acogió con satisfacción y la crio como si fuera
de su propia sangre. La llamaban María del Bosque, en recuerdo de lo
sucedido.
Pasados algunos años, el paje iba un día de viaje con el rey y vio a una
chiquita de cinco años, vestida con una capa roja, que al instante supo que
habían hecho con su cinto. Fueron a ver a los campesinos y se enteraron de
la historia de la niña. El rey les dio mucho dinero para que le dejaran
llevársela al palacio, y apenas partió mandó hacer un cofre, en el que
metió a María del Bosque, y él mismo fue a echarlo al mar.
Pero un barco encontró el cofre en altamar, y cuando fueron a ver qué
contenía, se maravillaron de hallar viva a una niña muy linda. Al llegar a
su destino contaron todo, y el rey de esas tierras quiso ver a la chiquitina.
La reina le cogió cariño y quiso que se criara en el palacio, para que le
sirviera de aya a la princesa.
María del Bosque ya era grande cuando se celebró la boda de la
princesa; muchos reyes y príncipes acudieron a los festejos del
matrimonio, y asistió también aquel que había querido matar a María del
Bosque. El paje que lo acompañaba reconoció enseguida a la muchacha y
se lo dijo al rey, su amo.
Entonces el rey, durante la velada, pidió bailar con ella, que estaba
muy elegante, y le dio un anillo diciéndole:
Bailando te lo doy, bailando me lo darás;
pero si no me lo das, la vida te costará.
Y ella le respondió:
Bailando lo recibí, bailando te lo daré;
�y también seré la reina y en tu reino reinaré.
Al terminar esa velada, María del Bosque se fue a su habitación, y una
criada, comprada por aquel rey, le robó el anillo y lo lanzó al mar. María
del Bosque se angustió mucho cuando vio que había perdido el anillo y
que no podría responder por él. Se asomó a la ventana, cuando de pronto
vio a una criada arreglando un pescado. Corrió allá y vio que en el buche
del pescado relucía el anillo; lo cogió y volvió al palacio.
Por la noche, durante la siguiente velada, el rey volvió a bailar con ella
y le dijo las mismas palabras. María del Bosque le mostró el anillo y
también repitió las palabras que había dicho la víspera. Entonces el rey,
maravillado, le dijo:
—Ya que nadie puede escapar a su destino y tú tienes que ser mi mujer
y mi reina, ya siento que te quiero, y entonces que hoy mismo se celebre
nuestra boda.
(Algarve)
�UNA ROSA BLANCA EN LA BOCA
HABÍA UNA VEZ un hombre muy adinerado, que vino a caer en la pobreza
por sus desatinos. Como le había dado una buena educación a su hijo, el
muchacho sabía tocar muchos instrumentos y entonces se fue a andar por
el mundo para ganarse la vida.
Un buen día llegó a unas tierras y se detuvo delante de un palacio,
donde estaban tocando unas lindas piezas musicales. Permaneció allí sin
comer ni beber. El dueño del palacio, al ver a aquel joven parado en la
calle, le preguntó qué quería. Él dijo que también le gustaba mucho la
música, y el hombre lo hizo pasar, para ver si también sabía tocar.
Y así fue, tocó y desbancó a todos los otros músicos. Admirado, el
hidalgo despidió a los demás músicos y le dijo al joven que se quedara con
él, para oírlo tocar siempre. Los otros músicos, desesperados, lo único que
querían era atrapar al joven para matarlo; pero el viejo, ya enterado de eso,
protegía al muchacho, lo acompañaba siempre y quería dejarle todo, como
si fuera su hijo.
La fama del intérprete corrió de boca en boca en la corte, y el rey le
pidió al hidalgo que le dejara llevarse al muchacho para tenerlo unos días
en su palacio. Hay que ver el trabajo que eso le costó al hidalgo, pero no
podía decirle que no al rey. El joven asombraba a todo el mundo en las
fiestas, tocaba muy bien.
Una noche, cuando el muchacho ya se había acostado, sintió que
alguien entraba en su dormitorio y una dama se metía con él en la cama;
quiso saber quién era y encendió una vela, pero ella llevaba una máscara.
�Mientras permaneció en el palacio, la dama iba a verlo todas las
noches. El joven insistió en que le dijera quién era. Y ella respondió:
—¡No puedo decirte quién soy! Mañana, al entrar a la misa, me verás
con una rosa blanca en la boca.
El joven fue a contarle todo al hidalgo, que ya lo trataba como a un
hijo, y el noble, acordándose del odio de los otros músicos, quiso
acompañarlo por si acaso fuera una traición. Se pararon en la puerta de la
iglesia. Todas las damas entraron, y sólo al venir la reina, vio a su lado a la
condesa que la acompañaba, a quien todos en la corte tenían por muy
virtuosa, con una rosa blanca en la boca.
Apenas la condesa vio al muchacho en compañía del hidalgo, tiró la
rosa al suelo y la aplastó con los pies. El joven se le acercó para saber el
motivo de su furia. Ella le dijo que la había traicionado al decirle todo al
hidalgo. Entonces él le preguntó qué tendría que hacer para volver a
alcanzar su amor. La condesa le dijo que tendría que matar al hidalgo, que
había sido como su padre. Y él, en su ceguera, así lo hizo.
Cuando el rey se enteró del crimen, le pareció tan atroz que de
inmediato dio la orden de ahorcar al muchacho. Pero la condesa fue a
contarle todo, se declaró culpable y dijo que el joven era inocente, que lo
que había hecho se debía a la pasión del amor. Entonces el rey perdonó al
muchacho:
—Como la condesa lo llevó a la desgracia, que ahora se case con él y
lo haga feliz.
(Algarve)
�EL CABALLITO DE SIETE COLORES
ÉRASE UNA VEZ un conde al que los moros hicieron cautivo en la guerra.
Los guerreros lo llevaron luego ante el rey, para que su señor hiciera con él
lo que quisiera. El rey tenía tres hijas, todas muy hermosas, que le
pidieron a su padre que dejara al prisionero en el castillo hasta que fueran
a rescatarlo.
Entonces la mayor de las hermanas fue a ver al conde y le dijo que se
casaría con él si le enseñaba algo que ella no supiera. El cautivo le dijo:
—Yo te enseño mi religión y tú te vas conmigo para mi reino, donde
nos casaremos.
Pero ella no quiso. Lo mismo pasó con la segunda hermana. A su turno
fue la menor de las muchachas. Ella sí quiso aprender la religión y
entonces acordaron huir del castillo, sin que el rey supiera nada. La joven
le dijo al conde:
—Ve a la caballeriza. Allá encontrarás un lindo caballito de siete
colores, que corre como el pensamiento. Espérame en el patio, por la
noche, y partiremos juntos.
Y así lo hizo él. La princesa se presentó con sus vestidos de mora,
cubierta de joyas, y a la primera palabra que dijo el caballito de siete
colores se posó en las afueras de la ciudad natal del conde cautivo. Antes
de entrar a la ciudad había un gran arenal. El conde se apeó del caballo y le
dijo a la princesa mora que lo esperara allí, mientras él iba a su palacio a
buscar vestimentas apropiadas para presentarse en la corte, porque él
llevaba ropa de cautivo y ella de mora.
�Al oír eso la princesa rompió en lamentos:
—Por lo que más quieras, no me dejes aquí, porque te olvidarás de mí.
—¿Cómo podría pasar eso?
—Porque cuando te separes de mí y alguien te abrace, al instante me
olvidarás completamente.
El conde le prometió que no se dejaría abrazar de nadie y partió. Sin
embargo, cuando llegó al palacio, su ama de leche lo reconoció y, alegre,
fue hacia él y lo abrazó por la espalda. No se necesitó nada más: el conde
nunca pudo volver a recordar a la princesa.
Ella se había quedado en el arenal y finalmente fue a dar a una cabaña
donde vivía una pobre mujer, que la acogió y la trató bien. Cierto día llegó
hasta allá la noticia de que el conde se iba casar con una hermosa princesa.
Entonces, la víspera de la boda, la mora le pidió al hijo de la vieja que
llevara al caballito de siete colores a pasear por la plaza de la iglesia
donde se habrían de casar los novios.
Y así fue. Cuando llegó el novio con su cortejo, se maravilló al ver un
caballo tan hermoso y quiso mirarlo más de cerca. El muchachito que lo
paseaba iba diciendo:
Anda, caballito, anda,
nunca te olvides de andar,
como el conde que olvidó
a la mora en el arenal.
Entonces el novio recordó al instante lo que la suerte le había
deparado, deshizo el matrimonio con la princesa y fue a buscar a la morita.
Se casaron y vivieron muy felices.
(Algarve - Lagoa)
�LA MUDA DE LA CEBOLLA
ÉRASE UNA VEZ un hombre que tenía dos hijas. La menor era muy linda,
pero la mayor era muy fea y, por eso, le tenía inquina a su hermana, no la
podía ver. La fea intrigaba con su padre, que creía todo lo que ella le decía,
y cierto día tramó una traición para hundir a su hermana. Por allí cerca
vivía un joven muy mujeriego, que tentaba a todas las muchachas, y
entonces la hermana fea le dijo a la menor que fuera a esa casa, pues allí
había una familia muy infeliz, que estaba en la miseria, y ella podría
socorrerla, por su buen corazón.
Apenas la muchacha salió a socorrer a la tal familia, la hermana mayor
le avisó a su padre, que salió al encuentro de su hija y se imaginó lo que no
era. Desesperado con la afrenta, el padre decidió mandar matar a su hija
menor y le ordenó a un criado que la llevara al bosque, para acabar con la
pobre. Pero el criado sintió pesar de ella y la dejó abandonada en medio de
la espesura, con una perra a la que quería mucho y que nunca la dejaba.
La joven vivió por un tiempo en una gruta, comiendo hierbas. Y cierto
día que el rey salió de cacería vio por allí a una perra y mandó que le
dieran pan al animal. La perra cogió el pan y huyó para ir a llevárselo a su
ama. Luego de un rato se le apareció al rey en otro sitio. Le dieron pan otra
vez y otra vez huyó. Entonces el rey ordenó que acompañaran al animal
para ver a dónde iba. Cuál no sería su sorpresa cuando encontraron a una
doncella muy hermosa, que parecía muy infeliz.
Ahora bien, se me olvidaba decir que la joven había prometido que si
escapaba de la muerte y se salvaba de esos sufrimientos, pasaría siete años
�sin hablar. Entonces, cuando el rey la encontró y le hizo preguntas, se
acordó de su promesa y no dijo una sola palabra. El rey se la llevó a su
palacio, pues le gustaba mucho, y se enamoró tanto de ella que quería
casarse, fuera como fuera. Pero la madre del rey le aconsejaba que no se
casara sino cuando ella recuperara el habla.
Al cabo de mucho tiempo, un poco antes de que se cumplieran los siete
años, el rey, ya sin esperanzas, pidió en matrimonio a una princesa y fue
por ella con todo su séquito. La joven mandó entonces hacer un vestido
con una de las mangas muy ancha, y el día que volvió el rey fue a recibir a
los novios a las escalinatas. Al verla, la princesa soltó una gran carcajada y
dijo:
Miren a la mudita de la cebolla.
¿Qué traerá en la manga? ¿Alguna olla?
Y la muchacha respondió enseguida:
Miren a la princesa descomedida,
apenas entra y ya tan mal habla,
y en siete años que llevo yo acá,
esta es la primera palabra que mi lengua da.
El príncipe quedó maravillado con lo que oyó, deshizo de inmediato el
matrimonio con la princesa y se casó con la joven, como tanto lo había
deseado.
(Algarve - Portimão)
�EL ZAPATICO DE RASO
ÉRASE UNA VEZ un hombre viudo, que tenía una hija a quien mandaba a la
escuela de una maestra que la trataba muy bien y que hasta le daba sopitas
de miel. Cuando la chiquita volvía a casa, le pedía a su padre que se casara
con la maestra, porque ella era muy amiga suya. Su padre le respondía:
—¿Así que quieres que me case con tu maestra? Pero mira que ella
hoy te da sopitas de miel, pero algún día te las dará de hiel.
Tanta fue la obstinación de la niña, que su padre se casó con la
maestra. A finales de ese año la mujer tuvo una niña, y desde entonces le
cogió ojeriza a su hijastra porque era más bonita que su hija.
Pasó el tiempo y el padre murió, y los tormentos de la madrastra
pasaron cualquier límite. La pobre muchacha tenía una vaca, que era su
adoración, y cuando la llevaba a los pastos, la madrasta le daba una bota
de agua y un pan, amenazándola con pegarle si no le llevaba todo otra vez,
tal como se lo había dado. Entonces, con los cuernos, la vaca sacaba la
masa del pan para que la muchacha se la comiera, y cuando tomaba agua,
ella volvía a llenar la bota con sus babas. De esa forma sorteaban la
maldad de la madrastra.
Cualquier día la mala mujer se enfermó y dijo que mataran a la vaca
para que le hicieran caldo. La muchacha lloró y lloró antes de matar a su
querida vaquita y después fue al arroyo a lavar las tripas; sin que supiera
cómo, se le escapó una tripa de la mano y corrió tras ella para agarrarla.
Tanto caminó que fue a dar a la casa de unas hadas. Todo allí estaba muy
desordenado y había una perra que no paraba de ladrar.
�La muchacha arregló muy bien la casa, puso la olla al fuego y le dio un
pedazo de pan a la perra. Cuando llegaron las hadas, se escondió detrás de
la puerta, pero la perra las alertó:
¡Can, can, can,
detrás de la puerta
está aquella que me dio pan!
Las hadas encontraron a la muchacha y en premio la encantaron para
que tuviera la cara más linda del mundo y para que cuando hablara de su
boca salieran perlas, y aparte de todo le dieron una varita mágica.
Apenas la madrastra vio que la muchacha tenía ahora tantas dotes, le
preguntó la causa de todo aquello, para ver si también las conseguía para
su hija. La joven le contó todo lo sucedido, pero al revés: que había
desordenado la casa, había roto los platos y le había pegado a la perra.
Entonces la mujer mandó para allá a su hija, que hizo todo al pie de la
letra, tal como su madre le había dicho, punto por punto. Al volver las
hadas, le preguntaron a la perra qué había sucedido, y ella respondió:
¡Can, can, can,
detrás de la puerta está
la que hizo este desmán!
Las hadas dieron con la muchacha y al punto la hechizaron para que
tuviera la cara más fea del mundo, para que cuando hablara tartamudeara y
para que fuera jorobada. Su madre entró en desesperación cuando vio
aquello, y de ahí en adelante comenzó a tratar peor a su hijastra.
Por esos tiempos se hizo una gran celebración de cumpleaños para el
príncipe. El primer día la madrastra fue a los festejos con su hija y no
quiso llevar a su hijastra, que se quedó preparando la comida. Entonces la
joven le pidió a la varita mágica un vestido del color del cielo y todo
bordado con estrellas de oro, y se fue para la fiesta; todo el mundo estaba
asombrado y el príncipe no le quitaba los ojos de encima. Al acabar la
�fiesta, la madrastra encontró a la muchacha en casa haciendo la comida, y
no se cansaba de elogiar el vestido que había visto.
El segundo día, con el poder de la varita mágica, la joven fue a la fiesta
con un vestido como un campo verde sembrado de flores.
El tercer día la muchacha vio que su madrastra ya se había devuelto
para la casa y salió también, a toda prisa, pero se le zafó de un pie un
zapatico de raso. Apenas el príncipe vio aquello corrió a recoger el
zapatico y se maravilló al ver cuán pequeño era. Entonces mandó pregonar
un bando: que la mujer a la que perteneciera el zapatico de raso sería su
esposa.
Recorrieron todas las casas, pero a nadie le calzaba el zapatico.
Finalmente el príncipe fue a la casa de la mala mujer, que le presentó a su
hija, pero el pie de ella era una patota y ni siquiera cabía en el zapatico de
raso. Entonces el príncipe preguntó si no vivía alguien más en la casa.
Cuando la madrastra iba a responder que no, se abrió la puerta de la cocina
y apareció su hijastra con el vestido del primer día de los festejos y con un
piecito desnudo, que calzó en el zapatico de raso.
El príncipe se llevó de una vez con él a la joven, y la madrastra sintió
tanta rabia, que se lanzó por una ventana y murió reventada.
(Algarve)
�LA MADRASTRA
HABÉA UNA VEZ una mujer que tenía una hija muy fea y una hijastra bonita
como el sol. Llena de envidia, trataba muy mal a la hijastra. Siempre que
las dos muchachas llevaban a la vaca a pastar, a su hija le daba un canasto
con huevos duros, galletas e higos, y a su hijastra le daba cortezas de pan
enmohecidas, y no pasaba un día sin que le pegara.
Entonces cierta vez que estaban las dos jóvenes en el monte pasó una
vieja —que era un hada—, que se acercó a ellas y les dijo:
—¿Me dan un poquito de su merienda? Estoy muerta de hambre.
La muchacha bonita, que era la hijastra de la mala mujer, le dio
enseguida de sus cortezas de pan; la muchacha fea, que tenía el canasto
lleno de cosas sabrosas, comenzó a comer y no le quiso dar nada. El hada
quiso castigarla. Entonces hizo que ella, tan fea, quedara con la hermosura
de la bonita, y que la bonita quedara, en cambio, con la cara bien fea. Pero
las muchachas no se enteraron de eso.
Como ya estaba anocheciendo, volvieron a la casa. Ya era muy tarde y
la mala mujer, que trataba tan mal a su bonita hijastra, salió a encontrarlas
al camino y empezó a pegarle con un vergajo a su propia hija, que ahora
tenía la cara bonita, suponiendo que le estaba pegando a su hijastra. Ya en
la casa, le dio de comer sopas de leche y cosas sabrosas a la fea, pensando
que era su hija, y a la otra la mandó a acostarse en la paja de una bodega
llena de telarañas y sin comer.
Las cosas siguieron así durante mucho tiempo, hasta que un buen día
pasó un príncipe y vio a la muchacha de la cara bonita asomada a la
�ventana, muy triste. Enseguida empezó a quererla y le dijo que le gustaría
hablar con ella por la noche en el solar. La mala mujer había oído todo de
lejos y entonces fue a decirle a la que ahora estaba fea, y que ella suponía
que era su hija, que se alistara para ir a hablar por la noche con el príncipe,
pero que no fuera a destaparse la cara.
La hijastra fue, pero lo primero que le dijo al príncipe era que estaba
equivocado, pues ella era muy fea. El príncipe le decía que no y que no, y
la muchacha entonces se destapó la cara, pero el hada le devolvió su
hermosura por ese solo instante. El príncipe se enamoró todavía más y le
dijo que quería casarse con ella. Entonces la joven fue a contarle eso a su
madrastra.
Se hicieron los arreglos de la boda, y llegó el día en que fueron a
buscar a la novia. Ella iba con la cara cubierta por un velo, y su
hermanastra, que ahora estaba bonita, se había quedado en la bodega, a
oscuras, encerrada. Entonces la novia le dio la mano al príncipe y
quedaron casados, y en ese instante el hada le devolvió a ella su
hermosura. La madrastra reconoció en ese momento que aquella era su
hijastra, no su hija.
La mujer corrió veloz a su casa, fue a la bodega de la paja a ver a la
muchacha que había encerrado allí y se encontró con su propia hija, que
desde el instante de la boda había vuelto a quedar con su fea cara de
siempre. Ambas estaban tan desesperadas, que no sé cómo no se
reventaron de la envidia. Es muy cierto lo que dice el dicho: «Madrastra,
madre áspera, ni de cera ni de pasta».
(Porto)
�EL HUEVO Y EL BRILLANTE
HABÍA UNA VEZ una mujer que tenía una hija y una hijastra, que sólo
permanecían en la casa: una siempre adentro, recibiendo malos tratos, y la
otra siempre asomada a la ventana, muy soberbia y desvergonzada. Cierto
día pasó por allí una viejita y pidió que le dieran algo. La soberbia le dijo:
—Váyase, doña, que no hay pan hecho.
La otra le dijo:
—No tengo más que darle sino este huevo fresco, que acaba de poner
la gallina.
Y le dio el huevo a la viejita. Ella quebró el huevo y dentro de él había
una gran piedra preciosa, un brillante; lo cogió y se lo dio a la muchacha:
—Lleva siempre al cuello esta piedra, que mientras andes con ella
tendrás sólo felicidad.
La joven se puso la piedra en el cuello. Su hermana, envidiosa, fue
también a buscar un huevo y se lo dio a la viejita. Ella le dijo a la
muchacha que lo cascara con sus propias manos. Así lo hizo la joven y le
salió un huevo podrido, que apestaba y que le cubrió la cara y las manos de
inmundicia. La vieja se fue.
Sucedió que pasó por allí el rey y vio a aquella muchacha con la piedra
en el cuello. Le pareció tan linda que al instante quedó enamorado, la
mandó buscar y se casó con ella. La muchacha se convirtió en reina, y
como era buena, su madrastra y su hermanastra le pidieron que las dejara
vivir en el palacio, y ella las dejó.
�Un buen día el rey se fue a la guerra, y allá se demoraría, y la reina
permaneció en el palacio. Entonces la madrastra, que conocía el poder de
la piedra preciosa, comenzó a tramar con su hija cómo podrían robársela,
hasta que un día, mientras la reina estaba en el baño, su hermanastra fue a
pasarle la toalla y le robó la piedra. La joven se puso muy triste al darse
cuenta del robo, y su madrastra huyó con su hermanastra para ir donde el
rey, que estaba en campaña, segura de que él tomaría por mujer a su hija.
Por el camino, se echaron a descansar y se quedaron dormidas. Un águila
que pasaba por allí vio relucir la piedra; bajó de pronto, la rapó y se la
engulló.
Las dos mujeres siguieron su camino y llegaron a la tienda del rey sin
haber echado de menos todavía la piedra. Pidieron permiso para entrar
diciendo que allí estaba la esposa del rey, que venía a visitarlo, pues lo
extrañaba mucho. El rey las reconoció, mandó que les dieran una paliza y
las echó de allí. Fue entonces que la muchacha echó de menos la piedra y
se dio a la fuga, y su madre, detrás de ella.
Cuando el rey volvió a sus tierras, la reina salió a su encuentro, pero
como no tenía la piedra él no la reconoció y dijo:
—Es una presumida, como las otras —y la corrieron.
La muchacha volvió al palacio, pero sólo la recibieron para que
ayudara en la cocina. Cierto día se estaba preparando una gran cena, pues
era la boda del rey, y mientras la joven arreglaba un águila, le encontró en
el buche una gran piedra preciosa. La guardó y le pidió al amo que le
dejara servir la mesa. Y así fue. Ella entonces se puso la piedra en el
cuello y en cuanto entró al salón el rey la reconoció, se acordó de ella y le
preguntó qué había pasado. Ella le contó todo y el rey la hizo sentar justo a
su diestra, y la otra princesa tuvo que marcharse.
(Porto)
�CABELLOS DE ORO
ÉRANSE UNA VEZ un hombre y una mujer que tenían dos hijos, pero no
tenían qué darles de comer. Una noche, cuando ya estaban acostados, el
menor oyó que ellos decían:
—Tenemos que matar a uno de nuestros hijos, porque no podemos con
tanta familia.
El niño despertó a su hermanita, le contó todo y se apuraron a huir.
Caminaron día y noche y ya iban muy lejos, cuando el muchachito,
cansado, se echó en el suelo y se quedó dormido con la cabeza en el regazo
de su hermana. Tres hadas pasaban por allí y al ver a la niña le
concedieron tres dones:
Que tuviera la cara más linda del mundo;
que de sus cabellos cayera oro al peinárselos;
que de sus manos salieran los más singulares adornos.
Apenas el niño se despertó, se pusieron otra vez en camino y fueron a
parar a la casa de una vieja muy fea, que los recogió.
Pasaron los años. Cierto día, el muchacho quería tener algún dinero y
entonces su hermana se peinó, y él se llevó el oro para venderlo en la
ciudad. El orfebre que se lo compró sintió desconfianza, le preguntó al
joven cómo conseguía aquel oro, pero no quiso creerle todo lo que él le
contó. Entonces fue a dar parte al rey, que ordenó apresarlo hasta que su
hermana fuera a la corte, para así averiguar la verdad.
�La vieja, que se había quedado con la muchacha de los cabellos de oro,
resolvió matarla de hambre; la pobre llevaba ya dos días sin comer y
cuando le pidió cualquier cosa a la vieja, esta le dijo que sólo le daría algo
si se dejaba sacar un ojo. Para no morir, ella se dejó. Luego de otros dos
días, cuando ya la joven estaba muriendo de sed, le pidió a la vieja un
sorbo de agua, y esta le dijo que sólo se lo daría si se dejaba sacar el otro
ojo. Y así quedó ciega. Fue entonces que llegó la orden real de llevar a la
muchacha a la corte. La vieja pensó que lo mejor sería echar a la joven al
mar y llevar, en lugar de ella, a una hija suya.
Mientras esperaba a su hermana, el joven, que estaba preso en una
torre con un ventanuco que daba al mar, vio que en el agua flotaban unas
ropas, que la marea finalmente llevó a tierra. Entonces el muchacho echó
abajo unas sábanas retorcidas. Por ellas subió una joven: la de los cabellos
de oro.
La vieja ya estaba en la corte con su hija. Si de los cabellos de aquella
joven no caía oro, el muchacho moriría. Cuando la otra joven se enteró de
eso, le dijo a su hermano que consiguiera con el carcelero un papel fino
para hacer flores. El carcelero le llevó el papel y la muchacha, aun estando
ciega, hizo un hermoso ramo lleno de perlas y del oro que caía de sus
cabellos. Su hermano le pidió al carcelero que vendiera el ramo, pero no
por dinero sino por un par de ojos.
El hombre pregonó el ramo. Todo el mundo lo quería, pero nadie se
atrevía a entregar a cambio sus propios ojos; únicamente la vieja, al oír el
pregón, lo compró a cambio de los ojos de la joven, que tenía guardados.
Entonces el carcelero llevó el par de ojos y la muchacha se los volvió a
poner en la cara.
Llegó el día en que la vieja tenía que presentar a su hija ante el rey,
pero de los cabellos de la muchacha no cayó oro. Ya estaban a punto de
matar al joven, cuando él pidió que le dijeran al rey que le dieran ropas de
mujer, para ir a buscar a su hermana, que aquella vieja había querido
matar. Le dieron un vestido y entonces fue hasta la torre a buscar a su
hermana. La muchacha se peinó delante del rey y todo el mundo quedó
maravillado de su gran hermosura. Después le contó todo al rey, que le
preguntó qué quería que hicieran con la vieja.
�—Quiero que con la piel hagan un tambor y con los huesos, una sillita,
para sentarme yo allí.
(Algarve)
�LA ANDARINA
HABÍA UNA VEZ tres hermanas que vivían de su trabajo. Cierto día estaban
discutiendo cuál era la más habilidosa de todas y la mayor dijo:
—Yo sería capaz de hacerle al rey una camisa con la telita de la
cáscara del huevo.
La segunda dijo:
—Y yo me atrevería a hacerle unos pantalones con la cáscara de una
almendra verde.
Y finalmente la menor dijo:
—Y yo podría tener tres hijos del rey, sin que él se entere.
Resulta que el rey pasaba por allí en la ocasión de aquella charla y
enseguida pidió permiso para entrar. Dijo que había oído esto y lo otro, y
que les ordenaba que le mostraran sus habilidades.
La menor le respondió que eso requería tiempo de su parte y el rey se
marchó diciéndole que no dejara perder la ocasión. Las otras dos hermanas
quedaron descontentas con la apuesta de la menor, pero trataron de
cumplir sus promesas.
Cierta vez la menor se enteró de que el rey saldría de la corte y pasaría
un año en Bule. Entonces les pidió prestado dinero a sus hermanas,
compró lujosos vestidos y se presentó en Bule, donde el rey no la
reconoció. Pasados nueve meses, tuvo un niño. Al cumplirse el año, el rey
le dijo a la muchacha que saldría para Toledo y que al volver se casaría
con ella, y le dio muchas joyas y dinero en la despedida.
�El rey viajó a Toledo. Cuando llegó, la muchacha ya estaba allá, con
otros trajes, con otro aspecto, y el rey volvió a enamorarse de ella,
diciendo que sobrepasaba todo cuanto había visto. Pasaron nueve meses y
ella tuvo otra criatura. Terminado el año, el rey se fue para Sevilla.
Entonces la joven volvió a aparecer en Sevilla, tan bien arreglada que
al rey le pareció la mejor mujer que había en aquellas tierras. Ella tuvo
entonces un tercer niño.
De regreso a la corte, el rey no quiso pasar ni por Bule ni por Toledo,
porque les había prometido matrimonio a las otras dos mujeres. Cuando
entró en el reino, la Andarina ya estaba allá y sus hermanas estaban
admiradas de las riquezas que había conseguido. La Andarina se cansó de
esperar la visita del rey, que no creía en la apuesta.
Corrió el tiempo y el rey pronto se casaría con una princesa. Entonces
el día de la boda la Andarina mandó a la corte a sus tres hijos, arreglados
con todas las joyas que el rey le había dado. Les dijo que besaran la mano
del rey y se quedaran callados, y que sólo cuando el rey les preguntara qué
querían, le dijeran:
Bule, Toledo, Sevilla, abre;
Vinimos a ver la boda del rey, nuestro padre.
Y eso hicieron los niños. Al instante el rey comprendió todo, se acordó
de la apuesta y entonces hizo a venir a la Andarina, con la que se casó con
el mayor de los placeres.
(Algarve)
�LA HIJA DEL LABRADOR
ÉRASE UNA VEZ un príncipe que, cada vez que iba a lavarse en el balcón de
su alcoba, veía de frente a la hija de un labrador, que era muy linda. Ahora
bien, en aquellos tiempos la verdadera nobleza era la de los labradores, y
por eso el príncipe le hablaba y le decía:
—Dios te salve, hija de labrador.
Y ella respondía:
—Y a usted también, príncipe y real señor.
Él le conversaba y un buen día le preguntó si no quisiera encontrarse
con él en la gran feria anual, ¿qué tenía que perder? Ella le dijo que no,
pero le pidió permiso a su padre, se fue adelante y se metió en la alcoba de
la posada donde pasaría la noche el príncipe. Cuando le dijeron al príncipe
que allí había una mujer, él respondió:
—Da igual.
Entró a la alcoba; vio una muchacha muy linda, pero no la reconoció.
Apagó la luz y estuvieron juntos toda la noche. Al otro día, muy temprano,
ella se arregló para salir y el príncipe le preguntó qué quería en recuerdo
de aquella noche; ella le pidió su espada. El príncipe no tuvo más remedio
que dársela.
Pasaron los días y el príncipe la saludó como siempre:
—Dios te salve, hija de labrador.
—Y a usted también, real señor.
—Muchacha, ¿no vas mañana al festival para encontrarte allá
conmigo?
�Ella dijo que no, pero se fue adelante y se dio mañas para quedarse en
el lugar donde dormiría esa noche el príncipe. Ahora bien, ya había pasado
mucho tiempo y la hija del labrador había tenido a escondidas un niño, que
estaba criando y era el vivo retrato del príncipe. Todo pasó como la vez
anterior, y cuando llegó el amanecer el príncipe le dijo que le pidiera lo
que quisiera, y ella le dijo que sólo quería el cinturón que él usaba. Ya
sabemos, ella tuvo otro niño.
Todavía una tercera vez el príncipe invitó a la muchacha a unos
grandes festejos, y ella se encontró con él allá, sin que él supiera que era la
hija del labrador. También esta vez le preguntó que quería, y la muchacha
le pidió el reloj. Con el tiempo, también tuvo una hija, que crio con los
otros dos hijos del príncipe.
Entonces un buen día él le dijo:
—Me voy a casar, hija de labrador. ¿No quieres ir a mi boda?
Ella dijo que no, pero el día de la boda entró al palacio con sus tres
hijos: uno con la espada, otro con el cinturón y la niña con el reloj. La
dejaron entrar y ella fue hasta la mesa. El príncipe reconoció las tres
prendas que había dado, sin saber a quién, y vio que los niños eran su vivo
retrato. Entonces al final de la cena dijo que cada quien habría de contar su
historia, y que él empezaría. Dijo así:
—Un día un hombre perdió una llave de oro y entonces consiguió una
de plata para servirse de ella, pero sucedió que encontró la llave que había
perdido. Ahora quiero que me digan de cuál de las dos debería servirse de
aquí en adelante, ¿de la de oro o de la de plata?
Todos dijeron:
—¡De la llave de oro! De la primera.
Entonces el príncipe se levantó y fue a buscar a la hija del labrador,
que estaba en una esquina de la mesa, y dijo:
—A esta es a quien tomo por mujer, y estos niños son mis hijos, que
había perdido.
La fiesta siguió muy alegre, y de allí fueron a casarse, llenos de
alegría.
�(Santa Maria - Famalicão)
�LA FEA QUE SE VOLVIÓ BONITA
ÉRASE UNA VEZ una vieja que tenía una nieta, que era fea como un diablo.
La vieja vivía enfrente del palacio del rey y se le metió en la cabeza que
iba a casar a su nieta con él. Se le ocurrió una artimaña. Cada vez que el
rey salía a pasear y pasaba por delante de la puerta de la vieja, ella vaciaba
en la calle una palangana de agua de colonia y decía:
—El agua en que se lava mi nieta huele a flores.
Tantas veces pasó lo mismo, que el rey sintió interés y le pidió a la
vieja que le dejara ver a esa nieta que se lavaba en un agua tan olorosa. La
vieja se excusó diciendo que no, porque su nieta era muy penosa, pero que
todo se arreglaría, porque apenas oscureciera iría con ella a hacer una
visita y, engañada, la llevaría al palacio; además le dijo al rey que la
muchacha tenía la cara más linda del mundo. El rey esperó que
anocheciera, hasta que oyó la señal acordada y fue a buscar a la joven. La
vieja se fue, pensando que el rey se quedaría con su nieta.
Cuando el rey llegó a su alcoba y encendió la vela, se encontró con una
mujer feísima y sosa; se enfureció con la treta y en su rabia desnudó a la
joven y la encerró en el balcón, dejándola al sereno de la noche. La pobre
muchacha no lograba entender su desgracia, y no faltaba mucho para que
muriera en medio del frío y del miedo a la oscuridad.
Allá por la medianoche pasó un grupo de hadas que trataba de
entretener a un príncipe que había perdido la risa; apenas el príncipe vio a
la muchacha desnuda empezó a reírse a carcajadas. Las hadas quedaron
�muy satisfechas, pero cuando vieron que la causa había sido aquella
muchacha desnuda, negra y fea, le dijeron:
—Te encantamos por arte de magia, para que tengas la cara más linda
del mundo.
De madrugada, cuando el rey vino a ver si la muchacha se había
muerto, le pareció lindísima y se asombró de su equivocación. Le pidió
mil perdones y le propuso que se casara ya mismo con él. Se casaron y
hubo grandes festejos.
La vieja abuela, que vivía enfrente del palacio, se enteró de que la
nueva reina era su nieta; entonces fue al palacio para pedir que la dejaran
hablar con ella.
—Dime, ¿cómo te volviste tan bonita?
Su nieta respondió con la verdad:
—Me encantaron.
Ahora bien, como la vieja era medio sorda, entendió que su nieta le
decía: «Me despellejaron». Al despedirse, el rey le dio mucho dinero y ella
se fue enseguida para la casa de un barbero, a que la despellejara, porque
quería volverse joven otra vez. El barbero no quería, pero ella le dio todo
el dinero que llevaba. Entonces el hombre finalmente empezó a
despellejarla y la vieja murió en medio de grandes dolores, creyendo que
se estaba volviendo bonita.
(Algarve)
�EL PEZ ENCANTADO
HABÉA UNA VEZ una pobre mujer que tenía un solo hijo. El muchacho era
tonto y no quería trabajar. Ay de ella, no le servía sino para comer. Un día
que un muchachito de los alrededores iba para el monte a buscar leña, ella
le pidió que llevara consigo al bobo y le enseñara a hacer un atado de leña.
Al llegar al monte el muchachito se fue a cortar dos atados de leña, y
el tonto se puso a jugar al pie del riachuelo. Allí se estuvo sin pensar en
nada, mirando los peces en el agua, y sólo espabiló cuando un pececito le
saltó justo enfrente de las narices y él lo atrapó. El pez, viéndose en las
manos del tonto, le dijo:
—No me mates y en recompensa por eso, cuando quieras alguna cosa,
basta con que digas: «Pido a Dios y a mi pececito que me den tal y tal
cosa», y todo saldrá como lo pidas.
El tonto, asustado, dejó caer de sus manos al pez, que desapareció en el
riachuelo:
—Pido a Dios y a mi pececito que me pongan a caballo sobre este haz
de leña.
El tonto quedó sobre el atado, que lo llevó al galope por el monte
adentro y por toda la ciudad, hasta que llegó a la casa de su madre. El rey
estaba asomado a la ventana del palacio y quedó maravillado. Entonces
llamó a su hija:
—Ven a ver al tonto, montado a caballo sobre un haz de leña.
La princesa se echó a reír al verlo, pero el tonto dijo bajito:
—Pido a Dios y a mi pececito que la princesa tenga un hijo mío.
�Tiempo después la princesa empezó a penar; todos los médicos
opinaron que estaba preñada. El rey, desesperado, le pidió a su hija por
todos los santos que le dijera quién había sido el causante de semejante
vergüenza. La princesa juraba por Dios que no sabría explicar aquello. El
rey mandó pregonar un bando diciendo que aquel que fuera a confesar que
era el padre del niño se casaría con la princesa.
Más adelante el tonto fue al palacio a hablar con el rey:
—Vengo a decirle a su real majestad que yo soy el padre del hijo de la
princesa.
El rey quedó muy asombrado, la princesa no entendía lo que estaba
oyendo. El tonto contó entonces todo lo que había ocurrido. El rey, para
asegurarse, le dijo:
—Entonces pídele a tu pez que haga aparecer mucho dinero, aquí,
ahora.
El dinero cayó de todos lados.
—Pídele a tu pez que te haga un joven perfecto y muy despierto.
Entonces el tonto se volvió al instante el más hermoso de todos los
príncipes y se casó con la hija del rey, y gracias a su astucia llegó a ser
gobernante.
(Algarve)
�LA BREVITA DEL BREVO
ÉRASE UNA VEZ un viudo que se volvió a casar. De su primer matrimonio
había tenido una hija, a quien su madrastra trataba mal a más no poder. En
el solar de la casa había un brevo, y entonces la madrastra mandaba
siempre a la muchacha a cuidar las brevas de los pájaros. Cuando la joven
salía para allá, su madrastra se iba detrás, contando las brevas, y le decía
que la mataría si más tarde faltaba alguna.
Cualquier día llegó un milano real y por más que la muchacha lo
espantara se comió tres brevas. Ya estaba anocheciendo y la madrastra fue
a revisar el brevo, y vio que faltaban tres brevas. Entonces mató a su
hijastra allí mismo y la enterró debajo del brevo. Volvió a la casa diciendo
que la joven se había escapado, y su padre pensó que se habría ido a servir
en alguna casa, lejos de allí.
Cierta vez que el hombre iba pasando por debajo del brevo, se asombró
de ver allí tantas flores, y entre ellas un lindo botón de rosa. Quiso
recogerlas pero oyó una voz que le decía:
No me arranquen mis cabellos,
Que mi madre los creó,
Y mi madrastra enterró,
Por la brevita del brevo
Que el milano se llevó.
�Al principio el hombre no supo qué hacer, pero al final se decidió a
cavar un hoyo en aquel lugar, para ver de qué se trataba. Cuando ya el
hoyo estaba bien hondo, descubrió una losa, la levantó y se topó con una
escalerilla, por donde bajó. Al llegar abajo dio de frente con su hija, que
estaba muy bonita y bien vestida:
—Hija, ¿cómo viniste a dar acá?
—Cuando mi madrastra me enterró, esta casa se me apareció y una
señora viene a darme de comer todos los días.
Entonces el padre se quedó viviendo con su hija y nunca más quiso
volver a saber de su mujer.
(Algarve)
�LA DEL BALCÓN
ÉRASE UNA VEZ un mercader que tenía una hija linda como las estrellas y
espabilada como el diablo. Pegado al balcón de la muchacha quedaba el
solar del rey. Todas las tardes, ella iba a regar sus flores y una gran mata
de albahaca que tenía allí. Al rey le gustaba ella cada vez más y ya la
esperaba a la hora fija para verla, y siempre le preguntaba:
Oh, muchacha, antes de irme,
vista tu gran discreción,
¿sabrás acaso decirme
cuántas hojas tiene tu albahacón?
Ella le pagaba con la misma moneda diciéndole:
Su majestad, que bien sabe
leer, escribir, contar,
¿sabrá acaso cuántos granos
de arena hay el mar?
El rey entonces empezó a ver si podía jugarle una broma a la
muchacha y aprovechó una ocasión en que el mercader había salido de la
ciudad. Buscó una tienda de chucherías y, vestido de mercadera ambulante,
fue a la casa de ella. La hija del mercader dejó entrar a la mujer. El rey
�llevaba un lujoso anillo, que dejó fascinada a la muchacha. Ella lo elogió
mucho, triste de no poder comprarlo, pero la mercadera le dijo:
—Niña, yo te doy el anillo si me das un besito, ¡estoy loca por ti! Así
sea por encima de este velo que traigo en la cara…
Y ojos que no ven, corazón que no siente, la muchacha le dio el beso y
se quedó con el anillo.
Por la tarde, cuando fue a regar las flores, apareció el rey, como de
costumbre:
Oh muchacha, antes de irme,
vista tu gran discreción,
¿sabrás acaso decirme
cuántas hojas tiene tu albahacón?
Y ella replicó enseguida:
Su majestad, que bien sabe
leer, escribir, contar,
¿sabrá acaso cuántos granos
de arena hay el mar?
Y el rey, que se había quedado callado, por fin dijo:
¿Y aquel beso, que me lo
diste justo sobre el velo?
La muchacha quería que se la tragara la tierra; se puso muy colorada y
se juró a sí misma que habría de vengarse. Así que un buen día se vistió de
negra y se fue para la casa del rey a ofrecerse como criada; pero antes
había arreglado con su criado para que por la noche él metiera en el balcón
del rey a la cabra que tenían en el solar. El rey recibió enseguida a la
negrita, que era muy agraciada, y temiendo que se le fugara la metió en
una alcoba junto a la suya, con una cinta amarrada al brazo de ella. Ya por
la noche, el rey jaló la cinta y la negrita respondió. Pero apenas al rey lo
�cogió el sueño, la muchacha se desamarró, fue muy despacito a buscar a la
cabra, la puso en su lugar y se fue. Cuando el rey se despertó, se acordó de
la negrita, que era un encanto, la jaló por la pita hacia su cama, pero la
cabra comenzó a berrear, y el rey asustado gritaba que tenía al diablo en su
casa. Mucha gente acudió y todos vieron a la cabra, en vez de a la negra,
en la alcoba del rey.
Al otro día, por la tarde, el rey fue a ver a la hija del mercader. Ella
estaba regando sus flores y él le preguntó:
Oh muchacha, antes de irme,
vista tu gran discreción,
¿sabrás acaso decirme
cuántas hojas tiene tu albahacón?
Y ella, para desquitarse, le dijo:
Su majestad, que bien sabe
leer, escribir, contar,
¿sabrá acaso cuántos granos
de arena hay el mar?
Y entonces el rey dijo:
¿Y el besito por encima del velo?
Y ella:
¿Y la cabra que lo dejo lelo?
El rey tuvo que reconocer que ella había gozado a sus costillas, pero le
hizo gracia.
La muchacha no quiso parar ahí. Se enteró de que el rey iba a salir de
cacería, se vistió de hombre, se montó en una mula y llevó consigo una
máscara, y siguió de lejos a la comitiva. Después de mucho andar, el rey
�dijo que pararía un rato, y que lo dejaran solo. Apenas los caballeros se
apartaron bien lejos, la muchacha sacó la máscara de sus alforjas, extrajo
un puñal y se fue hacia el rey, como si quisiera matarlo, y le gritó:
—¡Bese ahora mismo el rabo de mi mula, y si no, lo mató aquí, de una
vez!
Viéndose en semejante trance, el rey, como estaba solo, besó el rabo de
la mula. La muchacha volvió a su casa.
Al otro día estaba regando las flores y el rey apareció, y le hizo la
pregunta de costumbre:
Oh muchacha, antes de irme,
vista tu gran discreción,
¿sabrás acaso decirme
cuántas hojas tiene tu albahacón?
Y ella:
Su majestad, que bien sabe
leer, escribir, contar,
¿sabrá acaso cuántos granos
de arena hay el mar?
Y el rey:
¿Y aquel beso, que me lo
diste justo sobre el velo?
Y ella:
¿Y la cabra que lo dejo lelo?
Y el rey:
No te hagas la brava, al fin y al cabo…
Y ella:
�¿Y aquel beso que le dio a la mula en el rabo…?
El rey se acordó de lo sucedido, le hizo mucha gracia, y cuando el
mercader volvió a la ciudad, fue a pedirle a su hija en matrimonio, porque
con una mujer tan despierta habría de ser por fuerza muy feliz.
(Algarve)
�LA NOVIA HERMOSA
ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía tres hijos. Un buen día los llamó y les dijo
que ya estaba viejo y que su deseo era entregarle el reino a cualquiera de
ellos, y que entonces fueran a buscar mujer, con la seguridad de que aquel
que llevara a la más hermosa sería el que habría de quedarse con el reino.
Los tres hermanos partieron. Los dos mayores regresaron al poco
tiempo, con dos bonitas muchachas, que no eran princesas. El menor había
recorrido muchas tierras sin encontrar una mujer que le agradara, y cierto
día llegó a un lindo palacio, en medio de un descampado, y resolvió pasar
allí la noche. Se le apareció entonces un viejo, que lo recibió y le dio una
alcoba muy lujosa, y lo trató muy bien. Al otro día el príncipe le contó el
motivo de su viaje.
—Bueno, puedes agradecer tu suerte, porque no podrías haber tocado
una mejor puerta que la mía —dijo el viejo—. Tengo una hija que es una
hermosura, de buen temperamento y rica.
El príncipe se sintió muy contento y pidió ver a la novia. El viejo le
respondió que no; si confiaba en su palabra, sólo podría verla el día de la
boda. El joven dijo que sí, y poco después llegó el día del matrimonio.
Llegaron muchos carruajes, muchos cortejos y el príncipe no conocía a
nadie. Finalmente llegó el carruaje de la novia y todos fueron a recibirla.
Iba cubierta de piedras preciosas. El muchacho se espantó al ver que era
un esperpento de fea, pero al fin y al cabo había dado su palabra, y rumió a
solas su equivocación. Se casó y llevó a su mujer a la corte de su padre;
allí no se hablaba de otra cosa que del esperpento.
�El rey, disgustado con su hijo, le dio un palacio viejo que tenía, para
que vivieran allá. El príncipe estaba descontento, pero trataba muy bien a
su mujer. Cierto día el rey les mandó a avisar a sus hijos que iría a visitar a
sus nueras. Las otras dos jóvenes limpiaron sus casas y en cambio el
esperpento, saltando de la dicha, puso la casa patas arriba, desarregló las
camas, rompió los vidrios e hizo algunas travesuras más. Cuando el rey
estaba por llegar y el príncipe vio que la casa estaba como un chiquero, el
esperpento le dijo:
—Ve a la casa de mi padre y dile que me mande la naranja que dejé
sobre mi cómoda.
El príncipe fue, le dio el mensaje a su suegro, volvió y le entregó la
naranja a su mujer. El esperpento armó un trono con unas mesas y unas
sillas y se sentó allá arriba, y su marido no hacía más que sufrir. Cuando el
rey llegó a la puerta y ya venía subiendo la escalera, el esperpento le dio la
naranja a su marido y le dijo:
—¡Tírala con fuerza contra el techo de la casa!
De repente la casa se transformó en el más lujoso palacio del mundo,
la mesa y las sillas en un trono de oro, y ella en una mujer con una cara tan
bonita como el sol.
El rey estaba maravillado de lo que veía y la princesa le dijo:
—Gracias por su visita; puede ofrecerle su reino a quien quiera porque
yo soy la reina de los imperios que iba a estar hechizada hasta que
encontrara al que fuera capaz de hacer lo que hizo por mí el príncipe, mi
marido.
(Algarve)
�LA NOVIA DEL CUERVO
EN CIERTO LUGAR vivía una mujer que pasaba en compañía de un cuervo.
Enfrente de ella vivían tres jóvenes muy bonitas. Como el cuervo se quería
casar, le mandó decir a la mayor, pero ella le respondió que no. El cuervo,
furioso, le sacó los ojos. Lo mismo sucedió con la segunda. Entonces la
tercera se resignó finalmente a casarse con el cuervo.
El cuervo y la muchacha llevaban ya un tiempo viviendo juntos, y ella
le habló a una vecina del disgusto que sentía por estar casada con un
cuervo. La vecina entonces le aconsejó que le chamuscara las plumas,
porque podría tratarse de artes de hechicería, y así se conjuraría el
maleficio. Cuando por la noche se fueron a acostar, la muchacha le metió
candela a las plumas del cuervo; él se despertó gritando:
—¡Ay, me redoblaste el hechizo! Si me quieres salvar, asómate a esa
ventana, y a todos los pájaros que veas, llámalos y pídeles así: «Vengan,
pajaritos, vengan a desvestirse para vestir al rey, que está desnudo». En
efecto, los pájaros empezaron a posarse en la ventana, y cada uno de ellos
dejaba caer una pluma, y el cuervo se fue cubriendo con ellas. Cuando
quedó otra vez emplumado, el cuervo batió las alas y desapareció,
diciéndole a su mujer:
Ahora, si me quieres volver a ver,
zapatos de hierro tendrás que romper.
�La pobre joven se quedó sola toda aquella noche y tan pronto amaneció
fue a comprar unos zapatos de hierro, con los que empezó a recorrer el
mundo. Los zapatos ya estaban gastados de tanto andar, cuando se
encontró con un viejo y le preguntó si no había visto algún pájaro. El viejo
le respondió:
—Vengo de la fuente de la Madreperla, donde había bastantes.
Ella siguió su camino y antes de llegar a la fuente se encontró con un
cuervo, que le dijo:
—Si quieres salvar al rey, ve a la fuente y allí verás a una lavandera
lavando un vestido de plumas; quítaselo y lávalo tú. Al pie de la fuente
hay una casa y adentro un viejo que la cuida; entra ahí y mata al viejo para
que puedas romper todas las jaulas y poner en libertad a los pájaros que él
tiene presos allá.
La muchacha llegó a la fuente e hizo lo que le había dicho el cuervo.
Después de lavar el vestido de plumas, entró a la casa donde estaba el
viejo, y allí fingió que veía por la ventana una linda embarcación en el
mar; el viejo se acercó a la ventana para ver y la joven lo agarró por las
piernas y lo echó al agua. Finalmente abrió todas las jaulas y los pájaros,
libres, se convirtieron en príncipes al romperse el hechizo. Entonces su
marido, que era el rey de todos ellos, les mandó servir a su mujer para toda
la vida.
(Algarve)
�LA DEVANADERA DE ORO
ÉRANSE UNA VEZ tres hermanas que vivían juntas. La menor de ellas tenía
por costumbre poner en la ventana un cuenco lleno de agua y allí siempre
iba a darse un chapuzón un pajarito, que era un príncipe hechizado y
hablaba con ella. Sus dos hermanas le cogieron una gran envidia y
buscaron cómo acabar con esas conversaciones. Acecharon y vieron al
príncipe. Después metieron cuchillas en el cuenco de agua.
Cuando al otro día llegó el pajarito a bañarse, se cortó con las cuchillas
y se fue de allí. La hermana menor fue a la ventana a la hora
acostumbrada, pero el pajarito no aparecía; sólo cuando vio el agua
ensangrentada y llena de cuchillas comprendió la traición de sus
hermanas.
Entonces la pequeña se fue por el mundo preguntando si alguien sabía
dónde estaba el príncipe hechizado, hasta que un buen día llegó a la casa
de la Luna. La madre de la Luna le dijo:
—Ay, niña, ¿qué vienes a hacer aquí? Si mi hijo te encuentra acá…
Mira que él es de muy malas pulgas.
De todas maneras, la muchacha le contó lo que quería, y entonces la
vieja la escondió y le dijo que habría que preguntarle a su hijo dónde
estaba el príncipe. La Luna llegó por fin, muy malhumorada, diciendo:
—Por aquí huele a gente…
La vieja lo tranquilizó y le preguntó lo que quería la joven. La Luna
respondió:
�—¡Yo qué sé! ¡Todos los que están enfermos me cierran las ventanas
apenas anochece! El viento es el que debe saber.
La madre de la Luna le regaló a la joven una devanadera de oro y ella
se presentó en la casa del Viento. La madre del Viento también le preguntó
a su hijo y él le dijo:
—El príncipe está muy lejos, yo ya he estado por allá, pero como está
enfermo, me cerraron todas las ventanas. El que sabe dónde está el
príncipe es el Sol.
La muchacha partió llevándose una rueca de oro engastada de
diamantes, que le había regalado la madre del Viento. Finalmente llegó a
la casa del Sol, donde la madre de él la trató muy bien. De pronto, muy
alegre y radiante, entró el Sol y le dijo a la joven dónde estaba el príncipe,
y le mostró el camino. La madre del Sol le regaló a la muchacha un huso
de oro.
La joven llegó a la entrada del palacio del príncipe y se sentó, pero
todo estaba cerrado. Entonces sacó su devanadera y se puso a hacer
ovillos. Las criadas del palacio vieron aquello y fueron a contárselo a la
reina, que le mandó decir a la muchacha que quería comprar aquella
devanadera. Ella respondió:
—Sólo si me dejan entrar a la alcoba del príncipe.
Dejó a un lado la devanadera y comenzó a hilar en la rueca de oro
tachonada de diamantes. Fueron a contarle aquello a la reina, que le mandó
decir a la muchacha que le vendiera la rueca y la devanadera. Ella
respondió que sólo si la dejaran entrar a la alcoba del príncipe.
Entonces la reina accedió y la joven entró por fin donde estaba el
príncipe, enfermo y lleno de heridas. La muchacha se acercó al pie de su
cama, le habló y él la reconoció; luego ella le contó la traición que,
muertas de envidia, le habían jugado sus hermanas. De repente, al
enterarse de la verdad, el príncipe se puso muy contento y se sanó.
Entonces le contó todo a la reina, se casó con la joven y los dos vivieron
muy felices.
(Algarve)
�EL PRÍNCIPE QUE SE FUE A CUMPLIR SU
DESTINO
HABÍA UNA VEZ, en ciertas tierras, un rey que tenía un hijo que no hacía
más que pedirle dinero para irse a recorrer el mundo. Al fin el rey ya no
pudo negarse más y le dio a su hijo un gran saco de dinero para la partida.
Después de mucho caminar, el príncipe fue a parar a una posada, donde
se encontró con otro viajero. Conversaron, y el viajero le preguntó al
príncipe si no le gustaba jugar; al momento ya estaban enfrascados en el
juego.
El viajero le ganó todo el saco de dinero al príncipe; como no tenía qué
más ganarle, le propuso que jugaran una vez más, y en caso de que el
príncipe ganara, él le devolvería el saco de dinero, y en caso de que
perdiera, el príncipe quedaría preso por tres años en aquella casa, y
además le serviría como criado por otros tres. El príncipe aceptó la
propuesta, jugó y perdió. El viajero lo agarró, lo apresó en una bodega y lo
tuvo a pan y agua durante tres años.
El príncipe se lamentaba de su loca cabeza. Lo soltaron pasados los
tres años, y él se puso en camino a la casa del viajero, que era un rey, para
ir servirle como criado.
Después de mucho andar, se topó con una mujer que llevaba al cuello
una criatura, que lloraba de hambre. El príncipe todavía tenía un cabo de
pan y un sorbo de agua, y le dio todo a la mujer. Agradecida, ella le dijo:
�—Oye bien, alma buena, sigue caminando y cuando te llegue un olor
muy fuerte será porque estás cerca de un jardín que hay por el camino.
Entra allí y escóndete junto a la fuente. Entonces llegarán tres palomas a
bañarse, y a la última que se desvista, quítale el vestido de plumas y no se
lo devuelvas sino a cambio de tres cosas que ella te dé.
Todo sucedió como la mujer le había dicho al príncipe; él cogió el
vestido de plumas de la paloma, y ella, para recuperarlo, le dio un anillo,
un collar y una pluma, diciéndole:
—Cuando te veas en angustias y digas: «Ven a socorrerme, paloma»,
yo iré a auxiliarte. Soy la hija del rey al que vas a servir, que odia a tu
padre y te ganó todo en el juego, para destruirte.
El príncipe se presentó en la casa del rey, que enseguida le dio esta
orden:
—Toma este trigo, este mijo y esta cebada para que los siembres, de
manera que yo mañana pueda comer pan de estas tres clases.
El príncipe quedó aterrado, pero el rey no quiso saber de explicaciones.
Entonces, sin saber qué hacer, el muchacho se fue a su alcoba y cogió la
pluma diciendo:
—¡Ven a socorrerme, paloma!
La paloma apareció y se enteró de todo. Al otro día llevó las tres clases
de pan para que el príncipe se las entregara al rey. Cuando el rey vio
cumplidas sus órdenes, le dijo:
—Bueno, ya que fuiste capaz de esto, ve ahora al fondo del mar a
buscar el anillo que perdió allá mi hija mayor.
El príncipe volvió a su alcoba y llamó otra vez a la paloma. Ella
acudió:
—Pon cuidado. Mañana ve a la playa y lleva un cuenco y un cuchillo, y
súbete a una barca.
Y así lo hizo él; la paloma también se metió a la barca y se fueron por
los mares. Ya habían avanzado mucho cuando ella le dijo que le cortara la
cabeza, sin dejar que cayera una sola gota de sangre en el suelo, y la tirara
al mar. Él siguió todo al pie de la letra. Al rato salió del mar una paloma
con un anillo en el pico, lo soltó en la mano del príncipe y fue a lavarse en
�la sangre que había en el cuenco; se convirtió en la cabeza de una bella
doncella y después volvió a desaparecer.
Entonces el príncipe fue a entregarle el anillo al rey. Sintiéndose
desesperado, el rey tuvo la idea de ponerle al muchacho una tarea más
difícil:
—Hoy por la tarde saldrás en mi potro, quiero mostrártelo.
El príncipe se fue a su alcoba y volvió a llamar a la paloma, que le
respondió:
—Mira bien, mi padre quiere ver cómo te mata de alguna manera.
Debes saber que el potro es él mismo, la silla es mi madre, mis hermanas
son los estribos y yo soy el freno. No te olvides de llevar un buen garrote
para desahogarte dándoles una buena paliza.
El príncipe montó en el potro y lo molió a golpes, tanto que cuando
regresó a la casa y fue a dar parte al rey de que el potro ya estaba
amansado, encontró al hombre en cama con paños de vinagre, a la reina
hecha una miseria y a las hijas extenuadas, menos la menor. Esa noche ella
fue a ver al príncipe y le dijo:
—Ahora que todos están enfermos es buena oportunidad para
fugarnos; ve a la caballeriza y alista el caballo más flaco que encuentres.
El príncipe cometió la tontería de alistar el más gordo. Cuando se
pusieron en camino y ella vio el caballo gordo, se disgustó mucho, porque
ese caballo andaba como el viento, pero el flaco andaba como el
pensamiento. Sin embargo se fugaron.
Por la noche el rey necesitaba a su hija para que lo ayudara a voltearse
y la llamó; nada. La reina, que era una bruja redomada, comprendió
enseguida que su hija se había fugado con el príncipe, y le dijo a su marido
que saliera inmediatamente de la cama y fuera a atraparlos.
Entonces el rey se levantó gimiendo de dolor, pero cuando vio el
caballo flaco, estuvo seguro de que los iba a agarrar. Montó y partió. La
hija, que ya se temía que notaran su ausencia, avistó de lejos a su padre y
de repente transformó al caballo en una ermita, al príncipe en un ermitaño
y se transformó a sí misma en una santa.
El rey llegó al pie de la capilla y preguntó si no habían visto pasar por
allí a una muchacha con un caballero. El ermitaño levantó la vista del
�suelo y dijo que por allí no había pasado un alma. El rey se fue, furioso, y
llegó a contarle a su mujer que sólo había encontrado una ermita con una
santa y un ermitaño.
—¡Pero si eran ellos! —dijo la vieja, desesperada—. Si me hubieras
traído un pedacito del vestido de la santa o un poquito de la argamasa de
las paredes, ahora mismo los tendría aquí en mi poder.
E hizo que el viejo partiera otra vez en el caballo más ligero que el
pensamiento. La hija del viejo lo avistó todavía de lejos e hizo del caballo
un terreno, de sí misma un rosal cargado de rosas y del príncipe un
jardinero. Todo se repitió de la misma manera; el viejo dio media vuelta, y
la vieja bruja lo cantaleteó:
—Si me hubieras traído una rosa de ese rosal o un puñadito de tierra,
ya los tendría en mi poder. Pero ya verás, que esta vez yo también voy.
Al avistar a su madre, la muchacha sintió mucho miedo, porque
conocía sus poderes; a duras penas alcanzó a hacer del caballo un pozo
hondo, de sí misma una anguila y del príncipe una tortuga.
La vieja llegó a la orilla del pozo e inmediatamente los reconoció. Le
preguntaba a su hija si no estaba arrepentida y le decía que si quería volver
a la casa la perdonaría. La anguila decía que no con la cola. La vieja le dijo
a su marido que lanzara una de sus botas al pozo para sacar un tris de agua,
porque sólo eso le daría el poder de agarrar a su hija. Cuando el rey estaba
sacando la bota llena de agua, la tortuga saltó adentro y la vació toda; lo
mismo pasó con la otra bota. Entonces la reina, muy molesta, le rogó a la
tortuga que se olvidara de la princesa.
Los jóvenes siguieron su camino, pero la muchacha iba siempre muy
triste, y cuando el príncipe le preguntaba el motivo de su tristeza, ella
respondía:
—Es porque estoy segura de que me olvidarás.
Llegaron finalmente a la tierra natal del príncipe. Él dejó a la
muchacha en una posada y fue a pedirle permiso a su padre para
presentarle a su prometida. La alegría de volver a ver a su familia hizo que
se olvidara de ella. El rey trató entonces de arreglarle un matrimonio a su
hijo y la muchacha, al enterare de eso, sintió una horrible tristeza y gritó:
—¡Vengan a socorrerme, hermanas mías!
�Ellas se le aparecieron. La mayor le dijo:
—No te pongas triste, todo se arreglará. —Y le ordenó a la posadera
que cuando pasara algún criado del rey para comprar aves, fuera al cuarto
de su hermana y le vendiera tres palomas que habría allí. Y así se hizo; el
criado del rey compró las tres palomas, y como eran tan lindas fue a
mostrárselas al príncipe.
El príncipe, admirado, quiso cogerlas, pero una de ellas saltó a la
ventana y dijo:
—Cuando nos oigas hablar, todavía más admirado quedarás.
Otra saltó encima de la mesa y dijo:
—Empieza a hablar, empieza a hablar, que él irá recordando.
La paloma que se había quedado en su mano le saltó al hombro y le
preguntó:
—Prueba, príncipe, si este anillo te queda bueno.
Él vio que sí. Después la paloma le dio un collar, que también le
quedaba. Al final le dio la pluma, y sólo cuando el príncipe leyó ahí el
nombre de la paloma recordó todo. Y entonces se casó con ella.
(Algarve)
�MARÍA SAGAZ
HABÍA UNA VEZ un mercader viudo, que vivía cerca del palacio real y tenía
tres hijas. María era la más pequeña y la más hermosa de todas. Cierta vez
el rey llamó al mercader y lo mandó a hacer un viaje largo, y entonces
después de haber hablado con él, el hombre volvió muy triste a su casa por
tener que dejar solas a sus hijas. Entonces les dio tres matas de albahaca y
les dijo:
—Mis hijas queridas, parto por orden del rey. Les dejo tres matas de
albahaca, una para cada una, y ellas me dirán después lo que sea que haya
pasado.
—¡No va a pasar nada! —dijeron las muchachas.
El hombre se marchó y al día siguiente el rey fue con dos amigos a
visitar a las jóvenes, por el pesar de la partida de su padre. Las tres
hermanas estaban comiendo cuando oyeron tocar la puerta. La mayor, sin
importarle los reparos de María, le abrió la puerta al rey. María también se
molestó porque la hermana del medio los hizo sentar a la mesa y entonces
dijo:
—Vamos a buscar un poquito de vino a la bodega; yo llevo la llave, mi
hermana mayor la vela y la del medio el cántaro.
El rey dijo:
—No vayas, que nosotros no queremos vino.
Las dos hermanas mayores también le respondieron:
—Nosotras no podemos ir.
María les replicó:
�—Pues si no quieren ir, voy yo.
Y se fue. Llegó al zaguán, apagó la vela y puso la llave y el cántaro en
la escalera, y salió para la casa de una vecina y tocó la puerta. La vecina
preguntó:
—¿Quién viene a estas horas?
—Déjame entrar, que me peleé con mi hermana mayor, y para que ella
no pelee más conmigo, me vine a dormir acá.
Y esa noche durmió allá. El rey se puso muy furioso por el engaño de
María. Al otro día ella volvió a su casa y vio que las albahacas de sus
hermanas se habían marchitado, y se alegró mucho de que la suya
estuviera lozana.
Cierto día, como la alcoba de la mayor daba a las huertas del rey, las
dos hermanas de María se antojaron de unos nísperos de allá. María bajó
por una cuerda, los cogió y volvió a subir a la casa. Luego la mayor se
antojó de limas; entonces María fue y se topó con el viñatero, que le dijo:
—¿Qué haces aquí, bandida?
Y ella fue y le jaló las piernas diciendo:
—¡Me estás regañando! Espera y verás.
Y murió ahogado entre las espinas de la lima. María se trepó por la
cuerda; llegó a la casa muy furiosa y dijo:
—Esta es la última vez que voy.
Al día siguiente la hermana del medio se antojó de bananos, y tanto
insistió que María fue al huerto, donde se encontró con el rey, que le dijo:
—¡Conque viniste, Sagaz! Ahora me las vas a pagar.
Y empezó a preguntarle todo. María no negó nada. Finalmente el rey le
dijo:
—Camina detrás de mí, que en la casa me las vas a pagar.
Y creyendo que María iba detrás, el rey se fue caminando. Al mirar de
repente no vio nada, ni a María, ni la cuerda, ni por dónde había salido
ella. Se puso tan furioso, que se enfermó de pasión.
Las dos hermanas mayores de María se habían enredado con los dos
amigos del rey y habían tenido dos niños. Entonces María los cogió y los
metió en una canastilla muy lujosa, que adornó con flores muy delicadas,
de manera que nadie diría que llevaba dos criaturas. María se vistió de
�muchacho y se puso la canastilla en la cabeza, y cuando pasó por la casa
del rey cantó este pregón:
¿Quién le lleva estas flores
al rey, que tiene mal de amores?
El rey, que estaba en cama, mandó comprar la canastilla; ella se la
llevó y cuando estaba ahí dijo:
—¡Ay, se me olvidó la otra!
Y se fue dejándole el cesto al rey. Él oyó chillidos dentro de la
canastilla, fue a mirar y encontró a las dos criaturas. Le dio mucha rabia y
prometió vengarse.
Entonces el mercader volvió, y enseguida el rey le mandó decir con un
paje que le hiciera un sacoleva de piedra. El mercader llegó a su casa muy
triste, porque cómo podría él hacer un sacoleva de piedra, y porque sus dos
hijas mayores se habían maridado y sus albahacas se habían marchitado.
Mientras ellas le preguntaban a su padre qué le pasaba, María salió de
detrás de sus hermanas y le dijo:
—Si el rey te mandó hacerle un sacoleva de piedra, no te angusties,
padre; llévale esta tiza para que él mismo trace las rayas.
Y así lo hizo. El rey respondió que hacer eso era imposible, y el
mercader también respondió:
—En vista de eso, no me es posible hacer el sacoleva.
—Pues entonces tendrás que entregarme a tu hija María.
El mercader volvió todavía más triste a su casa:
—Mi hija querida, el rey quiere que te lleve al palacio. ¡Qué desgracia
la nuestra!
—No te afanes, padre, manda hacer una muñeca igual a mí, con un
cordón para jalarle la cabeza, para que ella pueda decir sí o no, y úntale
mucha miel en el cuello.
El rey les dijo a sus pajes:
—Cuando vengan un señor y una muchacha y digan que quieren hablar
conmigo, métanla a ella en mi habitación y dejen que él se vaya.
�María Sagaz entró y se metió debajo de la cama, con el cordón en la
mano, y acostó a la muñeca. Cuando entró el rey, vio a la muñeca y dijo:
—Señora María Sagaz, ¿la está pasando bien?
María jaló el cordón y la muñeca bajó la cabeza. El rey le dijo:
—Ahora vamos a ajustar cuentas.
Y comenzó desde el principio, cuando ella había dicho que se iba para
la bodega, hasta que llegó a la canastilla de flores. Y María Sagaz jalaba y
jalaba el cordón cada vez.
—Quien tanto me ha engañado merece la muerte.
Entonces el rey cogió un espadín y degolló a la muñeca, pero la miel
salpicó y le cayó en los labios, y él sólo pudo decir:
—¡Ay, María Sagaz, tan dulce en la muerte y tan amarga en vida!
Quien ha cometido semejante crimen merece morir ahora mismo.
Y estaba a punto de matarse, cuando María Sagaz, la verdadera, salió
de debajo de la cama y se abrazó con él. Al otro día se casaron y después
fueron muy felices.
(Isla de San Miguel - Azores)
�EL CONEJO BLANCO
HABÍA UNA VEZ un rey, que tenía una hija ya crecida. Y a esta princesa le
gustaba mucho lavarse en el balcón, y entonces siempre le pedía a su
criada que le llevara la palangana y otros enseres, y una bandeja para
poner los anillos. Siempre iba por allí un conejo blanco, que le robaba los
anillos a la princesa y huía. Ella disfrutaba viendo aquello, no decía nada;
iba a buscar su joyero y se ponía otros anillos en los dedos. El conejo
siguió robando y robando, hasta que la princesa se quedó sin ningún anillo;
antes los tenía en tanta abundancia, que se puso triste y melancólica.
El rey sentía mucho pesar de su hija, y hasta mandó poner un edicto
para que acudieran todas las personas viejas y le contaran cuentos e
historias a la princesa, para alegrarla. Fue mucha gente, pero ella seguía
igual.
Hasta que un buen día fueron dos viejas, que en realidad no sabían lo
que iban a contar. Por el camino se toparon con un burro sin patas, cargado
de leña; lo siguieron, lo vieron llegar a unas casas, descargar la leña y
transportarla para adentro. Entonces se subieron en el peldaño más alto y
vieron unos calderos hirviendo; una de las viejas metió el dedo y probó, y
en ese instante oyó una voz que le decía:
—¡No lo pruebes, que no es para ti!
Entonces la vieja miró por el agujero de la cerradura y vio a un conejo,
que se quitó la piel y se convirtió en un príncipe, y que luego dijo:
—¡Qué no daría yo por ver a la dueña de los anillos que tengo aquí!
�Las viejas siguieron hacia el palacio y allá le contaron a la princesa lo
que habían visto. Eso, ya lo sabemos, alegró enseguida a la princesa, quien
le dijo al rey que quería ver todo. Y salieron para allá las viejas, la
princesa y el rey. Vieron al burro hacer lo mismo y entonces fueron hasta
la casa. Allá, la princesa metió el dedo y probó, y al punto oyó que alguien
le decía:
—¡Pruébalo, que es para ti!
Ella se asomó y las puertas se abrieron. Entonces el conejo dijo:
—¡Qué no daría yo por ver a la dueña de los anillos que tengo aquí!
Y la princesa respondió:
—Yo soy la dueña.
Aquellas palabras rompieron el hechizo y el conejo se convirtió en
príncipe. Él y la princesa se casaron y fueron muy felices, y las dos viejas
pasaron a ser damas de honor en el palacio.
(Isla de San Miguel - Azores)
�CARINHA
HABÍA UNA VEZ, en cierto lugar, una reina que tenía una hija muy linda,
llamada Clarinha. La princesa estaba prometida en matrimonio a un
príncipe, y se casarían apenas ella llegara a la edad en la que recibiría de
su madre el reino que gobernaba.
Clarinha tenía por costumbre ir todos los días a los jardines, y cierto
día pasó volando por allí un águila, y cada vez que volvía a pasar le decía:
—¡Clarinha, Clarinha! ¿Qué prefieres? ¿Pasar penas en la juventud o
pasarlas en la vejez?
La princesa fue a contarle todo a la reina, quien le respondió:
—Dile esto, niña: «Mejor en la juventud, cuando se puede con todo, y
no en la vejez, que ya no se puede con nada».
Otro día Clarinha salió a los jardines, como era su costumbre, y el
águila volvió a decirle lo mismo. Y entonces, en el momento en que ella
comenzó a decir: «Mejor en la juventud…», el águila se la llevó por los
aires y finalmente la dejó en las tierras donde vivía su prometido. Clarinha
no conocía a nadie allí, a no ser a la reina y al príncipe, pero con ellos no
se podía hablar sin haber pedido audiencia, y ella no tenía.
Entonces se presentó en una panadería y pidió que la recibieran como
criada. La panadera la recibió, y un día que iba de salida dejó a Clarinha
encargada de hacer una hornada de pan ya amasado. La muchacha,
asustada, cerró todas las puertas y ventanas para que el águila no pudiera
entrar, pero ella de todas maneras entró por la chimenea y tumbó el horno
sobre el pan, le rompió las bateas y mucha loza, y luego huyó. Cuando la
�panadera llegó, le pegó a Clarinha y la puso en la calle. Por más que
Clarinha rogó y lloró, la panadera no le creyó.
Entonces Clarinha fue a un mesón y se ofreció como criada. El
mesonero salió un día y la dejó allí, y ella, asustada, se encerró, pero el
águila de todas maneras entró y rompió vasos, medidores y botellas, y
destapó los toneles. Al llegar, el mesonero encontró tal desastre que, sin
importar lo que dijera Clarinha, le dio un bofetón y la echó a la calle.
Entonces Clarinha fue al palacio y, sin darse a conocer, se ofreció
como criada del príncipe. La reina dijo que no necesitaba más criadas.
Pero el príncipe replicó:
—Recíbela, madre, así sea para que cuide a las patas.
—Está bien.
Pero todos los días morían las patas que cuidaba Clarinha. Entonces el
príncipe, viéndola llorar tanto, le pidió a la reina que la recibiera como
costurera.
El tiempo corrió y un buen día el príncipe se alistó para ir a ver a su
prometida. Y entonces fue donde las criadas y les preguntó:
—¿Qué quieren que les traiga de las tierras donde voy?
Todas le pidieron algo, menos Clarinha. El príncipe insistió en que le
dijera lo que quería de allá.
—Tráigame una piedra del palacio, su alteza.
El príncipe partió. Al llegar al palacio de su prometida supo que había
luto por la ausencia de la princesa y se puso muy triste. Sin embargo
compró todo lo que le habían pedido las criadas y cogió la piedra para
Clarinha.
Llegó a su casa muy triste, pero con alguna sospecha de quién sería
Clarinha. Entonces le entregó la piedra, y para saber qué haría con ella se
escondió debajo de su cama apenas le dio la espalda. Cuando Clarinha
llegó a su alcoba, se encerró con tranca y, pensando que no había nadie
más, le dijo a la piedra:
—Piedra del palacio de mi padre, voy a contarte mi vida.
Y contó desde sus paseos por los jardines y el águila hasta entonces. Y
al final la piedra dio un chasquido y Clarinha dijo:
�—¡Ábrete, piedra, en un círculo de navajas, que quiero tirarme sobre
ellas!
El príncipe entonces salió de debajo de la cama y la abrazó diciendo:
—¿Por qué no me contaste tus cuitas, querida Clarinha?
—Porque ya que el águila quería que yo pasara penas, quise pasarlas
mientras era joven, porque aun así tenía algo de esperanza.
Poco después los príncipes se casaron y fueron donde la reina madre de
la princesa, quien se puso muy contenta y se fue a vivir con ellos.
(Isla de San Miguel - Azores)
�BOLA BOLA
CERCA DE UNOS MONTES había una casa donde vivían tres hermanas, que
eran muy amigas entre sí. El rey solía ir a cazar a aquellos montes y
pasaba siempre por allí. Pero al frente de la casa vivían dos brujas, madre
e hija, que envidiosas de la hermosura de la menor de las muchachas y de
la forma como ella trataba a sus hermanas mayores, cierto día le llevaron
un manojo de cilantro y le dijeron:
—Échale este cilantro a la sopa de tus hermanas, niña, pero no la
pruebes.
La muchacha, en su inocencia, así lo hizo, y sus hermanas se comieron
aquello y al instante se convirtieron en bueyes. Su hermanita, muy
apesadumbrada, trataba a los animales como si fueran personas.
Un día, de regreso de la cacería, el rey vio a la muchacha. Atraído por
su hermosura, se casó con ella y se llevó también a los bueyes al palacio, y
los trataba muy bien. Al enterarse de eso, las brujas prometieron vengarse.
Pasó el tiempo y la reina dio a luz un niño mientras el rey estaba de
cacería. Al oír de aquello, la bruja madre se presentó donde la reina con su
hija y le dijo:
—¡Pobre, estás tan malita!
Y acercándole las manos a las sienes, le clavó dos alfileres hechizados.
Al instante la reina se convirtió en paloma y huyó. Entonces la hechicera
metió a su hija en la cama y se fue. Cuando el rey llegó le dijo a la
muchacha:
—¿Qué pasó? ¿Por qué te volviste así de fea?
�—Es que estoy diferente, porque estoy mala.
Entretanto, la bruja madre mandaba darles follaje y hierbas a los
bueyes, pero ellos no comían nada.
Sucedió que en el palacio había una perrita que llamaban Bola Bola,
que sabía hablar, y entonces la paloma iba siempre a conversar con ella:
—¡Bola Bola!
—¿Qué quiere, mi señora?
—¿Cómo está el niño con su ama nueva?
—De noche, se calla, y de día, llora.
Tantas y tantas veces se repitió lo mismo, que al final se vino a saber.
Entonces fueron a contarle todo al rey, que ordenó untar con liga los
árboles, para atrapar a la paloma. Y así lo hicieron. El rey se acercó a
hacerle una caricia en la cabeza al ave y sintió dos alfileres; los jaló y al
punto la paloma se convirtió en la verdadera reina.
Entonces el rey obligó a las dos brujas a convertir a los bueyes en las
dos hermanas de la reina, sus cuñadas, y ellas así lo hicieron. Y después
ordenó que metieran a las dos hechiceras en unos barriles llenos de clavos
y los echaran a rodar. Y de ahí en adelante, el rey la reina fueron muy
felices.
(Isla de San Miguel - Azores)
�LINDA BLANCA
HABÍA UNA VEZ un hombre viudo y muy rico, que tenía una hija muy
hermosa, de nombre Linda Blanca. La muchacha se lamentaba de ser tan
bonita, porque todos la querían para sí. Así que un buen día le pidió a su
padre que le regalara un vestido azul y gris, y su padre se lo regaló; luego
le pidió un vestido azul y plateado, y enseguida recibió su vestido; volvió
a pedirle otro, azul y dorado, y su padre le dio gusto. Linda Blanca tenía
además una varita mágica y entonces le pidió que la hiciera fea en ese
preciso instante. Luego se vistió con una piel y un disfraz muy feo, y se
fue sin rumbo a trabajar como criada. Llegó finalmente a un palacio donde
vivía un rey todavía soltero, y allá la recibieron.
Sucedió que en cierta ocasión los habitantes de la ciudad se reunieron
para hacer unas grandes fiestas, que durarían tres días. Linda Blanca le
pidió permiso a la reina para ir, y la reina le dijo:
—Dile a mi hijo, él es quien gobierna.
La muchacha fue entonces a pedirle permiso al rey. Él se estaba
poniendo las botas y le dijo:
—¿Acaso quieres que te tire esta bota?
En cuanto el rey se fue para la fiesta, Linda Blanca dijo:
—Varita mágica, dame ya mismo una carroza y atavíos para ir a la
fiesta.
Y se visitó de azul y gris y se fue. Apenas se acabó la fiesta, salió
corriendo. El rey y los demás señores la siguieron, pero sólo el rey pudo
apretarle una mano y le preguntó:
�—¿De qué tierras vienes?
—De las tierras de la bota.
Y huyó. Cuando el rey llegó a casa, ella estaba igual que siempre.
Al otro día fue otra vez a pedirle permiso al rey, y él le dijo:
—¿Acaso quieres que te dé con este látigo?
Linda Blanca fue esta vez a la fiesta de azul y plateado. Todos se
alegraron de verla cuando llegó. Al final, el rey se le acercó y le preguntó:
—¿De dónde es usted, señora?
—Soy de las tierras del látigo.
Se llegó el último día de las fiestas y Linda Blanca fue a pedir permiso
para ir. El rey tenía una toalla en la mano y le respondió:
—¿Acaso quieres que te dé con esta toalla?
Esta vez Linda Blanca fue de azul y dorado. Cuando iba saliendo, el
rey le apretó la mano y le preguntó:
—¿De qué tierras eres?
—Soy de las tierras de la toalla.
El rey no comprendía nada de nada. Se enfermó de pena de no saber de
dónde era aquella hermosura. Llegó hasta el punto de hacer con sus
amigos rondas alrededor del palacio, para buscarla.
Linda Blanca, enterada de la enfermedad del rey, se puso el vestido con
el que se había presentado la primera noche de fiestas y se asomó a una
ventana del palacio. Un amigo del rey la vio:
—¡Qué cara tan linda acabo de ver asomada a una ventana!
El rey miró pero no vio nada. Entonces entró rápidamente al palacio y
fue a preguntarle a la reina, su madre:
—¿Hay alguien de afuera aquí?
—Nadie, sólo la gente de siempre.
El segundo día, el rey aguzó más la vista, pero en un momento de
descuido ella se acercó a la ventana con el segundo vestido y sólo la vieron
sus amigos. El rey corrió a toda velocidad al palacio, pero la reina madre
le dijo lo mismo que el día anterior.
El tercer día, el rey estaba al acecho y vio a la misma joven de la
víspera, con el vestido azul y bordado con ramas de oro. Corrió veloz al
�palacio y desde afuera agarró a Linda Blanca del borde del vestido dorado
y le dijo:
—Te ordeno que te quites esa ropa.
Ella obedeció y entonces el rey pudo ver a la señora que tanto le había
gustado en las fiestas. Linda Blanca contó el motivo de todo aquello, y
después hubo fiestas de boda durante tres días.
Quien lo dijo aquí está
quien lo quiere saber va allá,
zapatos de mantequilla
resbalan pero no caen.
(Isla de San Miguel - Azores)
�EL REY OREJA
HABÍA UNA VEZ un rey que tenía por costumbre andar pegando la oreja a las
puertas para oír lo decían, por lo cual lo llamaban el Rey Oreja.
Cierta noche el rey fue a escuchar junto a una puerta y oyó que decían:
—Lo que yo más quisiera en esta vida sería casarme con el panadero
del rey, para comer siempre pan fresco.
Otra voz decía:
—No seas boba… Yo lo que más quisiera en esta vida sería casarme
con el cocinero del rey, para comer sólo manjares.
Y la última voz dijo:
—Pues yo lo que más quisiera en esta vida sería casarme con el Rey
Oreja.
El rey oyó todo aquello y se fue. Al día siguiente mandó llamar a las
muchachas de aquella casa y le preguntó a la mayor:
—¿Así que tú quieres casarte con mi panadero?
Ella respondió que sí. Llamó a la segunda y le hizo la misma pregunta
sobre el cocinero, y ella dijo que sí. Llamó finalmente a la menor:
—¿Así que tú quieres casarte conmigo?
—¡Sí, señor, eso fue lo que dije!
Entonces el rey mandó que las dos muchachas mayores se casaran, una
con el panadero y la otra con el cocinero, mientras que la menor se casó
con él. Pero las hermanas mayores, muertas de envidia, le fueron con
cuentos al Rey Oreja, y él iba a ordenar que echaran al mar a su mujer. Sin
embargo los criados le revelaron todo al rey y entonces pudo seguir
�viviendo muy feliz con la reina. Y nunca más, claro, quiso volver a saber
de sus cuñadas y las botó a la calle.
(Isla de San Miguel - Azores)
�LAS CUÑADAS DEL REY
CIERTA NOCHE el rey andaba por las calles, disfrazado y en compañía de su
cocinero y su copero. Los tres hombres pasaron por un balcón donde había
tres jovencitas conversando y el rey se puso a escuchar lo que decían:
—Allá van tres vagos. Si uno de ellos fuera el rey, yo ya sabría quiénes
son los otros dos.
—Uno sería el cocinero. ¡Qué no daría yo por casarme con él! Comería
siempre buenos cocidos.
—El otro sería el copero. ¡Si por mí fuera, me casaría con él! Siempre
tendría buenos licores.
La más joven de las muchachas dijo:
—Yo no sé quiénes serán, pero así fueran condes o duques, yo mejor
quisiera casarme con el rey, porque le daría tres hijos, cada uno con una
estrella de oro en la frente.
El grupo se alejó, pero al otro día el rey mandó ir a su presencia a las
tres muchachas, que eran hermanas. Les preguntó si era verdad lo que
habían dicho la víspera. La mayor respondió que sí y el rey le dijo:
—Pues entonces te casarás con mi cocinero.
La del medio dijo que había hablado en broma, pero el rey ordenó que
se desposara con el copero. Finalmente se acercó a la más joven, que era la
más bonita:
—¿Entonces tú dijiste que sólo quisieras casarte conmigo?
—Es verdad, no puedo mentir, su majestad. Mande que me castiguen.
�Pero lo que hizo el rey fue casarse con ella. Sus hermanas se morían de
envidia, pero vivían en el palacio.
Con el correr del tiempo, la que era la reina tuvo dos niños con una
estrellita en la frente. Sus hermanas, que estaban con ella, cambiaron a los
niños por dos perros y echaron al río a las criaturas dentro de una
canastilla, que se fue río abajo hasta llegar al molino de un molinero.
Como no le llegaba agua, el molinero salió a ver qué pasaba, y al hallar a
las dos criaturas las llevó a su casa y las crio. Ahora bien, el rey había
estado lejos de sus tierras y cuando llegó y se enteró de lo sucedido se
puso muy triste, pero no le hizo daño a su mujer.
El tiempo transcurrió y la reina tuvo una niña, y sus hermanas, al ver
que también tenía una estrella en la frente, la cambiaron por una perra y la
mandaron echar al río, y así fue a dar a donde ya estaban sus hermanos.
Cuando el rey supo que su mujer había tenido una perra, la mandó enterrar
hasta la cintura en el patio del palacio, para que todos los que entraran o
salieran le escupieran encima.
Los tres niños crecieron y el molinero les dio unas capuchitas para que
se taparan las estrellas de oro que tenían en la frente.
Cierto día una mujer pobre fue a mendigar a la puerta del molinero y
los niños le dieron una limosna. La mujer era la Virgen, y ella les dijo que
cuando se vieran en algún apuro dijeran: «¡Socórreme, pobre señora!».
Entonces la peste llegó y murieron el molinero y toda su gente, y los
niños quedaron abandonados a su suerte. Pero la mujer pobre se les
apareció a los tres hermanos y los guio hasta el pie del palacio del rey, y a
cada uno le dio una piedrita que se convertiría en un gran palacio cuando
la tiraran al suelo.
Las tías de los tres hermanos estaban asomadas a una ventana del
palacio y los reconocieron como los niños de las estrellas en la frente, y
enseguida se pusieron a tramar cómo harían para matarlos. Entonces
mandaron a una criada bruja a verlos, y ella le dijo al más chiquito que
entrara a los jardines del rey para atrapar un loro que había allí. Él dijo que
no, pero el mayor, más atrevido, dijo:
—Entonces voy yo.
�Y en cuanto entró, se perdió y quedó hechizado, convertido en un león.
El otro, viendo que su hermano no volvía, invocó a la mujer pobre. Ella
apareció y le dio una lanza, diciéndole:
—Ve a los jardines y hiere con la lanza al león hechizado.
Él así lo hizo y al instante apareció otra vez su hermano, que ya había
logrado atrapar al loro. Salieron huyendo los dos y de repente el portón de
los jardines comenzó a cerrarse, aunque finalmente sólo alcanzó a
atraparle una puntica del faldón del abrigo a uno de ellos.
Mientras tanto la criada bruja fue donde la niña y comenzó a hablarle
de las maravillas de un árbol que goteaba sangre y del agua de mil fuentes.
Entonces la niña les pidió a sus hermanos que le llevaran esas cosas, pues
las quería para adornar los jardines de su propio palacio. Cada uno fue a su
turno y ambos quedaron hechizados. Cuando la niña vio que no volvían,
dijo muy triste:
—¡Socórreme, pobre señora!
Nuestra Señora se le apareció. Le mostró cómo entrar a los jardines
para romper el hechizo de sus hermanos, y cómo envasar el agua de las
mil fuentes, y cómo cortar la rama del árbol que goteaba sangre. La niña
hizo todo eso, pero era preciso que nunca mirara atrás, por más ruido que
oyera; si no, también quedaría hechizada. Cuando iba con sus hermanos
llevando todo lo que habían ido a buscar, se oía un gran ruido de voces, y
al cruzar el portón, la niña volteó un poquito la cabeza para mirar. Su pelo
quedó aprisionado, pero finalmente sus hermanos consiguieron unas
tijeras y la soltaron.
Los niños volvieron y se instalaron en sus palacios, frente al palacio
del rey, su padre. Y cada día, cuando el rey se asomaba a la ventana, el loro
no hacía más que reírse. Entonces el rey resolvió invitar a los tres
hermanos a un banquete y les pidió que llevaran al loro. Los niños fueron,
pero cuando pasaron junto a la mujer que estaba enterrada hasta la cintura
no quisieron escupirle. El rey insistió pero no logró nada.
Pasaron a comer. Una de las hermanas de la reina servía la mesa, y en
la sopa de los niños había echado hongos venenosos. El loro les avisó:
—Niños, no se la tomen, ¡tiene veneno!
�El rey sospechó algo y les preguntó a los niños por qué no comían, y
ellos le dijeron:
—Aquí hace falta una persona, la mujer que está enterrada hasta la
cintura en el patio del palacio.
Y el loro dijo:
—Que el rey la mande venir, porque ella es la madre de estos niños.
El rey mandó que ella fuera y el loro le dijo:
—Ahora hazla sentar a tu lado, ella es tu mujer.
Y entonces el loro le contó al rey cómo sus cuñadas habían echado al
río a los tres niños, en unas canastillas, y en su lugar habían puesto a los
perros. Y le dijo que si quería confirmar, que mirara si tenían una estrella
en la frente. Los niños se quitaron las capuchitas y él los reconoció y
abrazó a su mujer.
Después, el rey ordenó que sus cuñadas se tomaran la sopa envenenada
y ellas, al instante, se reventaron.
(Airão - Minho)
�LOS SIETE HECHIZADOS
HABÍA UNA VEZ una muchacha que vivía con su abuela. Cierto día, la vieja
le dijo que fuera a vender unos hilos por tres monedas de veinte reales.
Ella salió y, andando, llegó a un palacio. Sobre una mesa vio tres monedas
de veinte reales, y entonces cogió las monedas y dejó a cambio el hilo.
Pero cuando quiso salir, encontró todas las puertas cerradas. De modo que
se quedó allá. Como era hacendosa, tendió las camas, arregló las alcobas,
puso todo en orden. Por la noche entraron al palacio siete hechizados y ella
se escondió, muy asustada. Entonces ellos comenzaron a decir:
—Nos hiciste un gran favor. Así que si eres hombre, serás como
nuestro hermano; y si eres mujer, te apreciaremos como a una hermana.
Y noche tras noche, los hechizados dijeron lo mismo, sin parar, hasta
que por fin uno de ellos dijo:
—Me gustaría mucho que alguien me lavara el pelo…
Y entonces esa noche la muchacha les lavó el pelo a seis de los
hechizados. El único que faltaba estaba despierto, aunque fingía que
también dormía. Cuando ella iba a seguir con él, el hechizado la agarró de
una muñeca. La joven gritó, asustadísima, y los demás se despertaron y
por fin la vieron, y entonces le juraron que nunca le harían daño y que sólo
querían su bien. De ahí en adelante, ella no se escondió nunca más y los
hechizados siguieron apareciendo.
Al cabo de un tiempo, un príncipe que vivía al frente con su madre,
que era quien gobernaba, le habló a la muchacha de matrimonio. Ella le
dijo al príncipe que primero tendría que hablar con los hechizados. Y así
�lo hizo. Ellos le dijeron que podía casarse, pero que no dejara que el
príncipe le tocara un pelo si antes no decía: «¡Por los siete príncipes
hechizados!». Y ella así lo prometió.
Se casaron. Pero cada vez que el príncipe trataba de abrazar a la
muchacha, ella gritaba y lo rehuía. El príncipe estaba muy furioso y
finalmente ordenó que la encerraran en una alcoba; allí tendría una criada
que la serviría y no le faltaría nada. Y luego se casó con otra princesa.
Entonces, un buen día, la criada de la muchacha fue a decirle a la
nueva princesa:
—¿Si sabe, su alteza? La señora que está allá encerrada se corta la
cabeza y se peina con ella en el regazo, y luego vuelve a ponérsela en su
lugar.
La princesa, para no quedarse atrás, quiso hacer lo mismo; se cortó la
cabeza, pero murió al instante. El príncipe se puso muy triste y echó a la
criada. Luego se casó con otra princesa, y unos días después una nueva
criada fue a ver a la tercera esposa del príncipe y le dijo:
—¿Si sabe, su alteza? La señora que está allá arriba encerrada, cuando
está hilando y se le cae el huso, se corta la mano y entonces la mano va a
recoger el huso del suelo y enseguida vuelve a ponerse en su lugar.
La tercera esposa quiso hacer lo mismo; se le gangrenó la mano y días
después murió. Entonces el príncipe echó a la criada y después subió a ver
a la muchacha que tenía encerrada. Pero cada vez que iba a tocarla, ella
gritaba tanto que el palacio se estremecía.
Atormentado, el príncipe fue a ver a la reina, que le dijo:
—Hijo, pídeselo por los siete príncipes hechizados, a ver qué te dice…
Y así lo hizo el príncipe, y nunca más volvió a tener dificultades. Su
mujer le dijo:
—Aquí me tienes, porque ahora sí supiste hablar.
Y al instante se rompió el hechizo de los siete príncipes.
(Isla de San Miguel)
�LAS DISIMULADAS
EN LA CORTE de un rey conversaban cierta vez dos caballeros; uno de ellos
hablaba de sus tres hijas, devotas y alejadas de las vanidades del mundo, y
el otro decía que tenía una hija que era muy alegre y divertida. Las señoras
también estaban allí reunidas y hablaban de sus hijas. El príncipe andaba
rondando por ahí, y luego de oír esas conversaciones fue a ver a la reina y
le pidió sus joyas. Se disfrazó de ropavejera y fue a la casa del hidalgo que
había hablado de sus tres hijas beatas. Tocó la puerta. Los criados fueron a
llamar a la dueña de la casa, madre de las muchachas, y ella le dijo a la
ropavejera:
—Mis hijas no van a querer joyas, ellas no hacen más que rezar.
Entonces la ropavejera pidió que al menos la dejaran cobijarse allá del
sereno de la noche, y también quería que le permitieran quedarse en la
alcoba de las jóvenes, porque así estaría más segura con las joyas de gran
valor que llevaba. La madre habló con sus hijas, pero ellas dijeron:
—No queremos viejas por acá, tenemos mucho que rezar.
Pero la mujer dijo:
—Que se quede en un rincón del cuarto; no quiero que en mi casa
suceda la desgracia de que la roben.
La ropavejera se fue para la alcoba de las muchachas, se acostó y
fingió que dormía. Ya entrada la noche, llegaron tres jóvenes, los novios
de las tres hermanas. Cada uno dejó una prenda por ahí, y entonces la
ropavejera agarró todo y huyó.
�Al otro día, el príncipe esperó que anocheciera y, nuevamente
disfrazado de ropavejera, fue a la casa del otro hidalgo que había hablado
de su hija. Tocó la puerta y salió la madre de la joven. La ropavejera dijo
que llevaba unas joyas, para ver si la muchacha quería comprarlas. Ella
salió, muy contenta, y se puso a ver las joyas. Como eso le tomó tiempo, le
dijo a la ropavejera:
—Ay, abuela, no quiero nada, pero como ya es tarde, quédese a dormir
acá, en mi alcoba.
Le dieron de comer a la vieja y ella fue a acostarse en la alcoba de la
muchacha, que además le ofreció su cama. Mientras la vieja fingía que
estaba dormida, la muchacha fue a acostarse. Se peinó, rezó, se desvistió y
se acostó sin camisola. La ropavejera, apenas la vio dormida, cogió la
camisola y se fue.
Pasados unos días, el príncipe hizo que avisaran a todos los hidalgos
que debían ir al palacio con sus familias. Cuando ya todos estaban
presentes, llamó a un joven caballero y le mostró una prenda, y le preguntó
si la reconocía. El caballero dijo que sí, que la había dejado en la alcoba de
una joven. El príncipe les hizo la misma pregunta a los otros muchachos.
Las tres beatas estaban muy avergonzadas. Al final llegó el turno de la
joven de la camisola. El príncipe la llamó y ella comenzó a reírse.
Su madre le dijo:
—¡Modérate, niña, no te rías!
—¡Ay, madre, es que estoy viendo que el príncipe era la ropavejera que
me robó la camisola!
El príncipe preguntó:
—¿Esta es la camisola?
—Sí, señor.
—Entonces aquí tienes tu camisola, y de este momento en adelante
serás mi esposa. Y a estas muchachas, como son tan beatas, las sentencio a
pasar para siempre en un convento, que harán sólo para ellas.
(Isla de San Miguel)
�LA MANO DEL FINADO
ÉRASE UNA VEZ un mercader que tenía tres hijas y acostumbrara salir de la
ciudad todos los años, para ir a recoger un arriendo. Su mujer había
muerto y al hombre le pesaba tener que dejar solas a sus hijas, por ir a
recibir el dinero. Entonces les dijo:
—Hijas, tengo que ir a recibir el arriendo de siempre, pero me cuesta
trabajo irme, no quiero dejarlas solas.
Sus hijas le respondieron:
—Ve, padre, que no nos pasará nada; echaremos la tranca y no
dejaremos que entre nadie.
El mercader se fue, confiado en la palabra de sus hijas.
En las afueras de la ciudad había una banda de ladrones y su jefe
estaba esperando que el mercader se fuera. Así que apenas supo que el
hombre ya había salido de la ciudad se disfrazó de limosnero, y al
anochecer ya estaba toda su banda en la esquina de la calle donde vivían
las tres muchachas. El ladrón fue a tocar su puerta y, como estaba
lloviendo, les pidió posada para escampar esa noche. Las hermanas
mayores se compadecieron de él y querían recibirlo, pero la más joven
dijo:
—¡No! Acuérdense de lo que le prometimos a mi padre. Démosle una
limosna y que vaya con Dios.
La mayor respondió:
—¡Tú eres las más chiquita y aquí no decides nada!
�Así que el hombre entró. Le tendieron un jergón en la cocina, le dieron
cuerdas para que colgara la ropa y le pusieron delante un plato de comida.
Después de haber acomodado al viejo, las hermanas también fueron a
comer. De pronto él abrió la puerta de la cocina y fue a sentarse a la mesa
con ellas, y a cada una le dio una manzana con adormidera, para el postre.
Permaneció atento para ver si se comían las manzanas; las mayores se
comieron las suyas, pero la menor escondió la de ella, para que el viejo no
la viera y no desconfiara, y no la se comió.
Las tres hermanas se fueron a acostar. Las mayores se quedaron
dormidas muy pronto; la menor, asustada, no durmió pero simuló que
dormía. Al sentir que ya estaban dormidas todas, el ladrón se levantó y fue
a la alcoba de ellas, sacó un alfiler, se acercó a la hermana mayor y la
pinchó para ver si se movía; ella no sintió el pinchazo. Le hizo lo mismo a
la segunda, que tampoco sintió nada. La menor, temiendo que el ladrón la
matara, siguió haciéndose la dormida; él la pinchó pero ella no se movió.
El ladrón llevaba consigo una espada, una pistola y la mano de un
muerto, y puso sobre una mesita todas esas cosas. La hermana menor abrió
los ojos, para ver qué pretendía, y los volvió a cerrar. El ladrón le prendió
candela a la mano del finado, para que el sueño de las muchachas se
hiciera aún más pesado, y luego corrió a las bodegas para alistar lo que se
iba que robar. Abrió la trampilla que daba al depósito de telas, empacó lo
que quiso, y luego abrió la puerta del depósito y salió a llamar a su banda.
La menor de las hermanas se levantó cuando salió el ladrón, vio los
fardos de telas listos y entonces, a toda prisa, trancó la puerta del depósito.
El ladrón, ya con sus bandidos al lado, empujaba la puerta y gritaba:
—¡La chiquita fue la que me engañó! ¡No se comió la manzana con
adormidera!
Entonces dijo que la muchacha se las pagaría. Pero tuvo todavía el
descaro de volver a tocar la puerta, para pedirle a ella que le pasara la
mano del finado. Desde adentro, la muchacha respondió que la mano
estaba en llamas y que no sabía cómo apagarla. El ladrón le dijo que la
echara en una vasija con vinagre, que así se apagaría. Entonces la joven
fue arriba a buscar la espada que el ladrón había dejado y le dijo:
—Aquí está la mano del finado.
�Ahora bien, la puerta tenía arriba un hueco por donde cabía una mano,
y entonces el ladrón le dijo a la joven:
—Mete la mano por el hueco, muchacha.
—Más bien, meta la suya, y yo le doy la del finado.
El ladrón cayó en la trampa y metió la mano, y la muchacha se la
cercenó con la espada. Los ladrones se fueron con su jefe, al que ahora le
faltaba una mano.
Después, la muchacha fue a la alcoba donde sus dos hermanas dormían
todavía y apagó en el vinagre la mano del finado. Al mismo tiempo ellas
comenzaron a moverse y por fin se despertaron. Su buena hermanita las
hizo levantar, les contó todo y las llevó a que vieran los rastros de la
desgracia que había pasado. Ellas se asustaron mucho y lloraron al pensar
en lo que diría su padre cuando llegara y se enterara de que le habían
desobedecido.
Cuando el mercader volvió de recoger el arriendo, vio a sus hijas con
caras largas. La menor le pidió a su padre que la escuchara; le contó lo que
había sucedido y cómo se había librado de los ladrones. Entonces el
mercader llamó a sus otras hijas y les dijo:
—De ahora en adelante le obedeceremos a su hermana menor. Yo, aun
siendo su padre, haré lo que ella determine, pues reconozco que las libró a
ustedes de la muerte y a todos de sufrir grandes desgracias.
Pasaron los años y el jefe de los ladrones, que se había mandado hacer
una mano de hierro con goznes y usaba guantes, como todo un señor,
estableció un almacén al frente de la casa del mercader. Como el hombre
le parecía buena persona, un buen día el mercader lo invitó a comer en su
casa. Él aceptó, gustoso, y a las hijas mayores les alegró que su padre
invitara a tan buen vecino. Pero la menor se puso muy triste. Su padre le
preguntó qué le pasaba y la muchacha respondió que no le gustaba que
hubiera invitado a aquel señor a su casa.
A la hora de la comida pasaron a la mesa. Dos de las hermanas, ya
sabemos quiénes, estaban muy contentas. Conversaron, y el vecino le pidió
al mercader la mano de su hija menor. El padre, muy satisfecho, dijo que
sí, pero la muchacha dijo:
—Voy a desilusionarte, padre, pero no me quiero casar con él.
�El vecino estaba muy furioso; tuvo que pedir la mano de la hija mayor,
que se puso feliz. Luego comenzó a enumerar sus bienes y a decir que
vivía en un palacio, lejos de la ciudad.
Luego de la boda, la hija mayor se despidió. Ella y su marido se
montaron en una carreta y salieron de la ciudad. En medio del camino se
bajaron y el bandido le pagó al carretero para que no fuera a decir dónde
vivía. Caminaron hasta llegar a unas casas escondidas entre unos
matorrales. Al avistarlos, los bandidos se acercaron con su oro y sus joyas,
para ofrecérselos a la señora, y entonces el jefe les presentó a su mujer.
Después ambos entraron a un cuarto y el hombre le dio a la muchacha
un papel para que le escribiera una carta a su padre, que luego él revisó.
Allí debía decirle que estaba muy satisfecha de ver tantas riquezas y que
mandaba a buscar a una de sus hermanas, para estar unos días en su
compañía. Cuando ella acabó la carta que había ideado el ladrón, él se
quitó el guante y la mano de hierro, y le mostró el brazo manco a la joven,
preguntándole:
—¿Sabes quién me hizo esto?
Ella respondió que no y el ladrón dijo:
—Yo sé bien que tú no tienes la culpa, pero pagarás, y tus hermanas
también.
Dicho esto, cogió la espada y la degolló. Al cabo de unos días le llevó
la carta a su suegro, diciéndole que se la mandaba su mujer. El padre leyó
la carta y le dijo a su segunda hija que fuera con él. El ladrón se la llevó y
allá hizo que la muchacha escribiera una carta para su hermana menor.
Después de degollarla, se fue con la carta. Entonces el padre mandó a la
última hija que tenía en casa. Ella no quería ir, pero al final se decidió,
para no desobedecer. Partió con su cuñado, que en medio del camino la
hizo bajarse de la carreta. Después de andar un largo rato, él se quitó el
guante y le mostró la mano, diciendo:
—Ya tus hermanas pagaron, ahora es tu turno…
Llegaron a la casa. Todos los ladrones se presentaron ante su jefe y él
les dijo:
—Hagan de cuenta que es mi hermana.
Luego le puso a la muchacha una pera de oro en el cuello y le dijo:
�—Puedes ir a todos los cuartos de este palacio, menos a ese de allá.
El ladrón se marchó con su banda y apenas volteó la espalda la
muchacha se quitó la pera del cuello y fue al Cuarto de los Muertos. Allí
encontró a un príncipe muchacho, todo lleno de cuchilladas, que le dijo:
—¿Qué haces aquí, muchacha? Esta es una guarida de ladrones. ¡Y
están por llegar!
La joven cerró todo otra vez y se volvió a poner la pera de oro en el
cuello. En esas llegó su cuñado:
—¿Hiciste lo que te mandé?
—Sí.
Él miró la pera de oro, inmaculada, y quedó satisfecho. Después le
encargó a la joven algunos oficios y se fue otra vez de viaje.
La joven se quitó otra vez la pera de oro y fue al Cuarto de los
Muertos. Le llevaba un caldo al príncipe muchacho; él se lo tomó y al
instante revivió. Entonces oyeron que iban pasando unas carretas del rey y
huyeron hacia allá. Les pidieron a los carreteros, que llevaban unas cargas
de estiércol, que los llevaran al palacio y les preguntaron:
—¿Qué novedades hay por la ciudad?
—Misa doble, por la ausencia del príncipe.
—El príncipe soy yo, y esta muchacha fue quien me devolvió a la vida,
en la casa donde me habían acuchillado los ladrones. Y ahora, carretero,
saca estiércol de la carreta de atrás, pon en su lugar ramas y encima echa
otra vez ese estiércol, que nosotros nos esconderemos ahí. Y así lo hizo el
carretero. Luego, las tres carretas echaron a andar.
Los ladrones se habían encontrado con un hechicero, que se ofreció a
acompañarlos. Cuando llegaron a la casa, el jefe no encontró a la
muchacha. Inmediatamente, el hechicero le dijo que ella iba huyendo en el
carro de atrás. Entonces uno de los ladrones salió a buscarla. Se acercó al
carretero, le ordenó parar y le dijo que cavara hasta la mitad en la carreta
de atrás. Como no encontró nada, se fue. Los jóvenes se pasaron enseguida
para la carreta del medio. El ladrón llegó a la casa y dijo:
—Es mentira, no encontré a nadie, hice desocupar la carreta hasta la
mitad.
Entonces el hechicero le dijo:
�—Que desocupen toda la carreta, ahí están ellos.
El ladrón partió a toda velocidad, agarró al carretero, le mandó
desocupar toda la carreta, pero como los muchachos se habían pasado para
la carreta del medio, no encontró nada. Furioso con el hechicero, se fue.
Entonces el sabio dijo:
—Ahora van en la carreta del medio.
El ladrón partió y mandó desocupar la carreta del medio, pero no
encontró a nadie. Entonces el hechicero dijo de nuevo:
—Vete para allá, que ellos se pasaron a la carreta de adelante.
Pero las carretas ya iban llegando al palacio y los muchachos se
escaparon. El rey se alegró mucho de volver a ver a su hijo, y a través de la
joven se enteró de todo, desde la mano del finado hasta que le había
devuelto la vida al príncipe, que dijo que quería casarse con ella de
inmediato. El rey dio el sí.
El día de la celebración de la boda uno de los ladrones llegó allá,
llevando algunos objetos de oro. Entró a la iglesia, ya muy bien arreglada,
y abrió la bolsa que llevaba, y haciéndose el bobo decía:
—¡Ay, todo tan bonito! ¡Ay, tan bonito!
Entonces un vasallo que apareció por allí le dijo:
—Si te asombras viendo esto, cómo sería si vieras la cámara real.
El que se fingía bobo dijo:
—Yo le daría todos estos objetos de oro al que me llevara allá.
El vasallo se ofreció a llevar al ladrón, que en medio de tanta gente se
esfumó y se metió debajo de la cama, sin que el vasallo lo viera.
Los príncipes se casaron y después se fueron para la cámara real. La
princesa estaba angustiada, no podía dormir y no quiso acostarse. El
príncipe le decía:
—Acuéstate, los ladrones no pueden venir acá a matarnos.
—El corazón me dice que aun aquí vendrán a matarme.
Entonces el príncipe se levantó, llamó a un centinela, para que vigilara
en la puerta, y puso un león al pie de la cama. El león entró y de una vez
empezó a olisquear debajo de la cama. La muchacha se levantó y miró
donde el león alertaba, y llamó al príncipe para que viera a uno de los
�ladrones que habían querido matarlos. El centinela fue allá e hizo salir al
ladrón, que todavía haciéndose el bobo decía:
—¡Ay, todo tan bonito! ¡Tan bonito!
Pero de allí lo llevaron a la prisión, hasta que confesó quién lo había
mandado, y lo ahorcaron junto con el vasallo. Después el rey ordenó que
su ejército rodeara la casa de los ladrones, que al final murieron todos. Y
allí se encontraron muchas riquezas, que el rey les dio a los esposos, que
fueron muy felices.
(Isla de San Miguel - Azores)
�EL REY DE NÁPOLES
ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía un hijo, y como era el único, quería que se
casara. El príncipe siempre le respondía que no se casaría, a menos que
fuera con una hija del rey de Nápoles, si es que tenía alguna. Un buen día,
sin embargo, comenzó a indagar, aquí y allá y más allá, si el rey de
Nápoles tenía una hija, pero nadie sabía darle razón.
Después de tantas averiguaciones, el príncipe decidió irse para Nápoles
y allá dictó un decreto diciendo que daría limosnas a todos los viejos que
quisieran ir a verlo, todo para ver si alguno le daba noticias de una hija del
rey. Habló con muchos, y todos le decían que habían nacido y se habían
criado allá, pero que jamás habían oído tal cosa.
Un buen día, una vieja fue a la casa del príncipe en busca de la limosna
y él le preguntó lo mismo. La vieja le respondió:
—Señor, yo nací aquí y de aquí soy, pero nunca he oído que él tenga
alguna hija, aunque el otro día que iba pasando por la esquina del palacio
vi por entre una rendija una cara tan linda, que me pareció que era la de
una princesa. Pero no puedo estar segura.
El príncipe le prometió a la vieja que le habría de pagar bien si
descubría si aquella era la princesa. Entonces, una vez, al doblar la
esquina, la vieja vio de nuevo en la rendija aquella cara linda y la llamó
para que hablaran. La muchacha se acercó y la vieja le preguntó si quería
comprar joyas, pues ella sabía quién tenía unas muy bonitas. La princesa
dijo que sí y acordó la hora en que se verían por entre la rendija.
�Muy contenta, la vieja fue a contarle todo al príncipe: que había visto a
la princesa, había hablado con ella y acordado la hora para que él le llevara
las joyas. Entonces el príncipe se disfrazó de ropavejero y fue hasta la
esquina del palacio a pregonar sus joyas.
En ese momento oyó una voz, que venía de la rendija, llamándolo:
—¡Señor de las joyas!
El príncipe miró hacia atrás, feliz, y la princesa le dijo que entrara por
una escalerilla. Y él así lo hizo. Le mostró las joyas y a ella le gustaron.
Después de escoger dijo:
—Ahora, vamos al precio.
—Si estas le gustan, en mi casa tengo otras todavía mejores y mañana
se las traigo.
Cuando el príncipe llegó a su casa, la vieja le aconsejó que se pusiera
por debajo su traje de príncipe y por encima la ropa de vendedor
ambulante, para que en la escalerilla se desvistiera y hablara con la
princesa como aquel que era. Y él así lo hizo.
Al verlo como príncipe, la joven se asustó, pero él le contó todo lo que
había hecho para llegar hasta ese lugar, por su deseo casarse con ella. La
princesa aceptó y decidió a qué hora de la noche iría él a bus-carla, muy en
secreto, pues su padre no quería que se casara.
Tanta era el ansia del príncipe por recogerla, que después de la comida
se fue de una vez a la escalerilla. Pero, cansado de esperar, apoyó el codo
en la silla del caballo y se durmió. Un pobre diablo iba pasando por allí y
se acercó a mirarlo, pero en esas oyó una voz que decía:
—¡Vamos, vamos, el bote ya está esperándonos en el agua!
Y entonces vio bajar a una doncella muy bonita. Aquel pelagatos la
agarró, con todas las riquezas que llevaba, subió al bote con ella y se
fueron. El desgraciado príncipe permaneció allí hasta el amanecer. Cuando
se despertó, creyó que la princesa lo había engañado, y entonces se fue
para otras tierras, donde nuevamente empezó a dar limosnas a los pobres,
por si alguno sabía de una hija del rey de Nápoles.
Amaneció. La princesa, viendo al hombre con quien estaba, se decía
para sus adentros: «Es cierto que la primera vista engaña, pero este que
�veo no es el príncipe, mi señor». Viéndola disgustada, el ladrón le
preguntó:
—¿Sí sabes con quién vas?
—Voy con mi señor, el príncipe.
—Es mejor que te enteres de que vas con un ladrón.
La princesa se puso a llorar. Siguieron avanzando hasta llegar a un
lugar llamado Junqueiras. El hombre varó la barca, dejó allí a la princesa y
se fue. En ese lugar sólo vivían una viuda y su hija. Ya era de noche y la
princesa lloraba al verse sola en aquel descampado. La hija le dijo a la
madre:
—Oigo que alguien llora. Me parece que es una mujer.
—No, hija, deben ser ladrones, para engañarnos y robarnos.
La hija volvió a decir:
Será lo que Dios pueda querer,
pero ese llorar es de mujer.
Entonces las dos mujeres salieron y encontraron a la princesa, que no
conocían, y la acogieron como compañía.
El príncipe, mientras tanto, seguía dando limosnas a los pobres, para
preguntarles si el rey de Nápoles tendría alguna hija. Todos decían que
nunca habían oído de eso. Cierto día, sin embargo, apareció un viejo y el
príncipe le dio la limosna, y le hizo la pregunta de costumbre. Entonces el
viejo le dijo:
—¡Si supiera lo que me pasó con ella! Seguro se reiría mucho.
El príncipe acercó una silla y sentó a su lado al viejo, que comenzó a
contarle:
—Un día venía yo de jugar tablas reales y pasé por el palacio del rey
de Nápoles. En una esquina había un caballero dormido, que, por más
señas, tenía un codo apoyado en la silla del caballo. Me acerqué a mirarlo
y en ese momento oí que decían: «¡Vamos, vamos, el bote ya está
esperándonos en el agua!». Y le contó paso a paso la historia del robo de la
princesa, hasta que la había dejado en Junqueiras. Cuando el viejo llegó a
ese punto, el príncipe no se pudo contener. Sacó un puñal y se lo enterró en
�la cabeza, matándolo. Los otros viejos que estaban ahí comenzaron a
gritar:
—¡Llamen al rey, mataron a nuestro hermano!
La justicia acudió enseguida y se llevaron al príncipe para el Limoeiro.
Se llegó el día en que iban a ahorcar al príncipe. Entonces él pidió una
hora más de vida y llamó a uno de los hombres que había allí, para que
fuera al palacio a pedirle al rey un libro de tapas rojas, que estaba en la
cabecera de la cama del príncipe. Apenas el rey oyó aquello el corazón le
dio un vuelco y supo que sólo el príncipe, su hijo, podría haber hecho
aquel pedido. Y como ya hacía muchos años que él estaba ausente del
reino, se subió a su carroza y fue a verlo. Se lo llevó al palacio, donde
príncipe le contó todas sus cuitas y le dijo:
—Ahora, padre, dame permiso para ir a las tierras de Junqueiras, a
buscar a la princesa.
Entonces su padre mandó alistar uno de sus mejores barcos.
En cuanto el príncipe llegó a Junqueiras, vio una casita. Fue a tocar la
puerta y la señora le abrió. A sus preguntas, ella dijo que vivía con dos
hijas, y él le dijo que quisiera verlas, si se lo permitía. Ella decía que no y
que no, que las muchachas no tenían ropas para presentarse ante su alteza.
Pero tanto insistió el príncipe, que ellas salieron. Él reconoció al punto a la
princesa y le dijo que había ido por ella, para llevarla a su palacio. Pero
ella le dijo que allí estaba bien, y que para engaños con una vez bastaba.
Entonces él le dijo que también llevaría a sus dos compañeras al palacio,
donde las tratarían como si fueran de la nobleza. Y enseguida partieron y
se casaron, y todos vivieron para siempre como Dios con los ángeles.
(Isla de San Miguel - Azores)
�EL MATADOR DE ANIMALES
EN OTROS TIEMPOS había un rey que estaba solo con su reina, no tenía hijo
alguno que bien heredara la corona. Ambos deseaban mucho un hijo y
finalmente les nació una niña. El rey quiso ver enseguida en el libro de los
astros cuál sería la suerte de la niña, y esto fue lo que vio: «Que a lo largo
de doce años ella estaría encerrada en una torre sin puerta alguna, aparte
de una abertura por donde recibiría la comida, y que durante siete años la
carne que le dieran no habría de tener hueso alguno».
Al cabo de siete años el rey recibió una invitación para ir a una cena.
Les recomendó entonces a las criadas que, al mandarle la comida a la
princesa, no le dieran carne con hueso. Por desgracia ocurrió lo contrario.
Ahora bien, había un duque que acostumbraba aparecer por allí, disfrazado
de mujer, para hablar con la muchacha a través de la abertura. Entonces el
día que le llevaron la carne con hueso, la princesa se puso enseguida a
hacer un martillito, y con ese martillito excavó un lado de la abertura,
hasta que cupo por ahí, y cuando el duque fue a conversar con ella le dijo
estas palabras:
—Gracias al hueso de la carne, mi suerte se cumplió antes de tiempo y
me propongo salir de aquí, ahora mismo.
Los dos se fugaron. Cruzaron un río que nadie más sabía cruzar y
pasaron dos años en una gruta de piedra, muy seguros. La princesa tuvo un
niño. Como el pequeño ya había cumplido tres años y estaba sin bautizar,
tuvieron que volver a cruzar el río, para ir a una ermita lejana. El duque
pasó al niño a la otra orilla y cuando iba a buscar a la madre dio un paso en
�falso y desapareció. La madre quedó de un lado y el hijo del otro. La
princesa lloraba su desgracia, pues no sabía el camino. Entonces el niño le
dijo:
—No te angusties, madre, que yo voy a cruzar.
—¡No, hijo, te me vas río abajo!
Y redobló su llanto. Pero el niño cruzó bien y guio a su madre, y luego
fue derecho a una iglesia donde pidió que lo bautizaran, y quiso por
nombre José, Matador de Animales.
Madre e hijo empezaron a caminar por el pueblo y llegaron hasta una
casa donde había un postigo medio abierto; el niño metió el brazo, abrió la
puerta como si fuera suya y entró con su madre. No encontraron a nadie.
No tenían nada de comer, así que él fue a pedir. Resultó que el lugar
adonde fue era el palacio del rey y allí le dieron mucha comida. Su madre
se asombró y, temiendo que allá lo reconocieran, le pidió que no volviera
más.
Entonces, con limosnas que le daban, el niño consiguió con qué
comprar una escopeta y empezó cazar. Y llevaba los animales que cazaba
al palacio, como regalo. Cierto día que iba de cacería a unos feos
matorrales, avistó unas casas grandes y aterradoras. Osado como era, entró
allí. Vio a siete hombres acostados, durmiendo, y simplemente cogió una
hachuela que vio por ahí y una a una cortó las cabezas de los siete
hombres. Después, suponiendo que estaba solo, recorrió todos los cuartos,
pero de pronto llegó a uno donde estaba el bandolero mayor, un gigante,
que le preguntó:
—¿Qué haces por estos lados, enano?
—Con todo y que soy enano, tal vez no te tenga miedo.
El gigante le dio un pescozón, pero el niño se agarró de sus greñas y le
cortó el cuello. Vio muchas riquezas y corrió a contarle a su madre, para
que se fueran a vivir allá. Ella le dijo que fuera antes a avisarle al rey.
Entonces el rey, boquiabierto con la valentía del pequeño, preguntó:
—¿De quién eres hijo tú?
—Yo, señor, soy hijo de una princesa que se fugó con un duque, de una
torre donde estaba encerrada.
�Y como el niño le contaba todo lo que había pasado, el rey lo
interrumpió diciendo:
—Por lo que veo, tú eres mi nieto. ¿Dónde está tu madre?
—Señor, está en una pobre cabaña de paja.
El rey ordenó que llevaran al palacio a la princesa y después se
hicieron grandes fiestas.
Finalmente el niño le pidió a su abuelo unos soldados, para ir por los
grandes tesoros que había visto en las casas de los ladrones. Y así fue.
Recorrió todos los cuartos y reunió todos los objetos de oro y plata en un
montón. Cargaron todo lo que pudieron y después el niño hizo derrumbar
las casas, para que nunca más sirvieran de guarida a los ladrones.
A la muerte de su abuelo, el niño fue coronado rey y todavía hoy vive
muy bien.
(Isla de San Miguel - Azores)
�LAS NUECES
CIERTA VEZ iba un príncipe de paseo, cuando en medio del camino se
encontró con una viejita y le pidió su bendición. Ella le dio tres nueces y le
dijo:
—Príncipe, no vayas a cascar estas nueces si no hay agua cerca.
Él siguió adelante y cascó una de las nueces. De la nuez salió una
muchacha muy bonita. Ella le pidió agua, pero como él no tenía, la joven
murió. Más adelante, el príncipe cascó otra nuez. Sucedió lo mismo: como
no había agua cerca, la muchacha murió. Entonces el príncipe se juró que
no cascaría la única nuez que le quedaba sino al pie del agua. Y cuando
llegó a una fuente, cascó la última nuez. Otra muchacha salió de allí. Ella
le pidió agua, él se la dio y la joven vivió. El príncipe, feliz, se llevó a la
muchacha a los jardines del palacio del rey, su padre, y allí la escondió
entre el follaje de un árbol, que debajo tenía una fuente, y fue a buscarle
ropa para llevarla a la corte.
Al rato llegó a la fuente una negra con una tinaja de barro. Al ver en el
agua el reflejo de la cara de la muchacha, creyó que era su propia cara, y
se le rompió la tinaja:
—¡No hay otra cara tan linda que venga a la fuente!
La negra repetía esas palabras cada vez que volvía de la fuente. Su
madre le pegaba y la llamaba tonta, hasta que por fin decidió darle un
odre, que no podía romperse, para que fuera por el agua. La negra fue, se
lavó la cara y al mirar hacia arriba vio a la otra muchacha. Entonces se fue
a la casa a llamar a su madre. La mujer fue con ella y le preguntó a la
�joven cómo había hecho para llegar allí. Ella le contó todo y la mujer
comenzó a despiojarle la cabeza, y de repente le clavó dos alfileres reales
en las sienes. Al instante la muchacha se convirtió en una paloma blanca y
voló por los aires. Entonces la madre de la negra puso a su hija en el lugar
de la otra joven. Cuando el príncipe llegó, se asombró de ver tan negra a la
muchacha. Pero ella le dijo:
— Me ennegrecieron los ardores del sol, el viento y la lluvia.
El príncipe confió en sus palabras y la llevó al palacio.
Ya estaba el príncipe a punto de desposar a la negra, cuando de repente
le dio un terrible malestar, todo le daba náuseas.
Entretanto el jardinero había visto una paloma que hablaba así:
De rama en rama voy,
de flor en flor,
¡ay qué dolor!
Y la paloma echaba a volar y decía:
Voy de la menta al laurel,
alrededor de mi huerta.
¿Cómo le irá al príncipe
con Carlota, su esposa negra?
Entonces el jardinero fue a contarle todo al príncipe, y él ordenó que
untaran con liga todos los árboles, para atrapar a la paloma. Y apenas la
atraparon, la negra se antojó de comerse las menudencias. Pero el príncipe
no dejó que mataran al ave y más bien quiso acariciarla. Entonces, al
pasarle la mano por la cabeza, sintió los dos alfileres, los jaló y al instante
la paloma se convirtió otra vez en la muchacha. El príncipe se casó con
ella, muy feliz, y mandó matar a la negra y a su madre.
(Isla de San Miguel - Azores)
�LAS TRES CIDRAS DEL AMOR
ÉRASE UNA VEZ un príncipe que estaba de cacería y tenía mucha sed.
Mientras andaba, encontró tres cidras y al abrir una de las frutas se le
apareció al instante una hermosa muchacha, que le dijo:
—Dame agua; si no, moriré.
Pero él no tenía agua y la joven expiró. Entonces siguió adelante y
como la sed apretaba abrió otra cidra. Esta vez se le apareció otra
muchacha, todavía más linda que la primera, y también le dijo:
—Dame agua; si no moriré.
Pero el príncipe no tenía agua y esta joven también murió. Muy triste,
echó a andar otra vez y se prometió no abrir la última cidra sino al pie de
una fuente. Y así lo hizo. La abrió y, como esta vez tenía agua, la
muchacha vivió: su hechizo por fin se había roto. Como era muy linda, el
príncipe prometió que se casaría con ella, y entonces de allí se fue a su
palacio, a conseguir ropas para llevar a la corte a su prometida.
Como el príncipe se demoraba, la muchacha se puso a mirar desde las
ramas del árbol donde estaba escondida y vio venir a una negra con un
cántaro, que iba a llenar de agua. La negra vio en el agua una cara muy
linda y creyó que era la suya, y el cántaro se le rompió:
—¡Semejante cara tan linda cargando agua! Eso no debía ser…
La muchacha no pudo contener la risa. La negra miró hacia arriba y,
furiosa, al ver a la otra joven, fingió palabras dulces, la llamó a su lado y
comenzó a espulgarle la cabeza. Cuando la muchacha se descuidó, le clavó
un alfiler en el oído. Al punto la joven se convirtió en una paloma.
�Cuando llegó el príncipe, encontró a una negra fea y sucia, en vez de a
la muchacha, y preguntó muy asombrado:
—¿Dónde está la joven que yo dejé aquí?
—Soy yo —dijo la negra—, el sol me tostó mientras me dejaste aquí.
Entonces el príncipe le dio las ropas y la llevó al palacio, donde todo el
mundo se espantó de ver su elección. Él no quería faltar a su palabra y
rumió en silencio su vergüenza.
Pero el jardinero, cierta vez que estaba regando las flores, vio pasar
por el jardín a una paloma blanca, que le preguntó:
Jardinero de la jardinería,
¿cómo la pasa el príncipe
con su negra María?
Admirado, él respondió:
Comen y beben,
y llevan buena vida.
Y la paloma dijo:
¡Y la pobre paloma
por aquí perdida!
El jardinero fue a avisarle al príncipe, que, maravillado, le dijo:
—Hazle un lazo de cinta.
Al otro día pasó la paloma por el jardín e hizo la misma pregunta. El
jardinero le respondió, pero la paloma de todas maneras voló, diciendo:
Palomita real no cae en lazo de cinta.
El jardinero fue a contarle todo al príncipe, y él le dijo:
—Entonces hazle un lazo de plata.
Y el jardinero así lo hizo, pero la paloma se fue diciendo:
�Palomita real no cae en lazo de plata.
Cuando el jardinero fue a decirle al príncipe lo que había ocurrido, él
dijo:
—Pues hazle ahora un lazo de oro.
Y entonces la paloma se dejó caer en el lazo.
Cuando el príncipe, muy triste, fue a pasearse por el jardín, encontró a
la paloma y comenzó a acariciarla. Al pasarle la mano por la cabeza vio
que tenía un alfiler clavado en un oído, empezó a jalarlo y apenas se lo
quitó apareció la muchacha que había dejado al pie de la fuente. Le
preguntó cómo le había pasado aquella desgracia y ella le contó cómo la
negra María se había visto en la fuente, cómo se le había roto el cántaro y
cómo le había espulgado la cabeza, hasta enterrarle un alfiler en el oído.
Entonces el príncipe llevó a la muchacha al palacio, como su mujer, y
delante de toda la corte le preguntó qué quería que hicieran con la negra
María.
—Quiero que de su piel se haga un tambor, para tocarlo cuando yo
salga a la calle, y de sus huesos una escalera, para cuando yo vaya al
jardín.
Y si ella así lo dijo, el rey mejor lo hizo, y fueron muy felices para
toda la vida.
(Porto)
�GARROTE DE DIECISÉIS QUINTALES
ÉRASE UNA VEZ un herrero que trataba muy mal a su mujer, siempre a los
golpes, y cierta vez le dio muchos más, sin importarle que ella estuviera
preñada de meses, y la echó de la casa.
La infeliz mujer se fue para el monte y, pobrecita, allá se refugió en
una gruta, y comía hierbas del campo. El tiempo pasó y ella tuvo un niño,
y cuando él alcanzó cierta edad también le daba a comer hierbas. El niño,
así y todo, se volvió muy fuerte y subía a los árboles más altos, y atrapaba
conejos, liebres, zorros y lobos, todo solamente con sus manos.
En cierta ocasión, a causa de las conversaciones que habían tenido, el
muchacho le pidió a su madre que lo dejara bajar a ver esas tierras y las
casas de la ciudad, y entonces se fue.
Al llegar vio a un herrero trabajando en el yunque y le dijo:
—¡Maestro, quiero que me haga un garrote de hierro de doce arrobas!
—¿Sí sabe lo que dice, compadre? Mire que doce arrobas no son
cualquier cosa.
El muchacho reconoció por la cara y las maneras del herrero que aquel
era su padre, pero se lo calló y entonces le dijo:
—Pues si doce todavía es poco, mejor hágame el garrote de dieciséis
arrobas.
—Ay, compadre, ¿de veras?
—Sí, señor, claro, no estoy bromeando. Y ya que le parece poco, mejor
hágame el garrote de dieciséis quintales.
�Entonces el herrero dijo que sí, aunque no acordaron un precio. El
muchacho se fue y después le contó todo a su madre.
Llegado el día en que el trabajo debía estar listo, el joven fue hasta la
puerta del herrero. Allí, muchos hombres jalaban con una yunta de bueyes
el garrote de dieciséis quintales, para ponerlo en la calle. Entonces el
muchacho cogió con una sola mano el garrote y comenzó a andar con él,
sosteniéndolo en equilibrio en el aire, como si fuera un junco. El herrero y
los demás hombres, temiendo quedar aplastados, se escondieron donde
pudieron.
—Maestro, ¿entonces cuánto cuesta el garrote?
—Nada, nada, puede llevárselo.
Lo único que quería el herrero era que él se fuera. Pero el muchacho le
dijo:
—Mañana vuelvo por acá y ajustamos cuentas.
Y así fue. Al otro día llevó a su madre a la casa del herrero:
—Maestro, dígame, ¿no reconoce a esta mujer?
—No, señor.
—¿Así que se atreve a decir que no la reconoce, habiéndose casado con
ella, dormido con ella y siendo yo su hijo? Pues ahí la tiene ahora y mire a
ver cómo la trata.
El herrero reconoció a la mujer y la llevó a su casa. Quería abrazar a su
hijo y le pidió que vivieran todos juntos, pero el muchacho le dijo:
—No, yo me voy a andar por el mundo, no me falta qué hacer.
Y se fue. Al pasar por unos bosques vio a un hombre arrancando pinos
con las manos, como si fueran tallitos de altramuz. Admirado de su fuerza
le dijo:
—Muchacho, ¿cómo te llamas?
—Yo me llamo Arranca Pinos, pero me han dicho que hay otro hombre
más fuerte que yo: Garrote de Dieciséis Quintales.
—¿Quieres venirte conmigo a recorrer el mundo?
—Sólo iría con un hombre que me iguale.
Entonces el muchacho cogió el garrote con una sola mano y caminó
sosteniéndolo en equilibrio. El otro quedó maravillado con lo que vio, y se
fueron ambos como grandes amigos. Caminaron y caminaron. Finalmente
�fueron a dar a un lugar donde había un hombre que afirmaba las manos en
el suelo y con los pies descabezaba montes, dejándolos a ras, como
después de hacer la roza.
El del garrote le dijo:
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Soy Arrasa Montañas. Pero, cuidado, que hay un hombre más fuerte
que yo, llamado Garrote de Dieciséis Quintales, y yo daría lo que fuera por
verlo.
Entonces el muchacho caminó sosteniendo el garrote en el aire, y así
los tres se conocieron. Acordaron irse por el mundo y repartirse entre
todos lo que consiguieran.
Un buen día los tres amigos fueron a dar a unas playas muy bonitas,
donde unas jóvenes se estaban bañando. Garrote de Dieciséis Quintales vio
que las muchachas se lanzaban una a la otra dos bolas de vidrio, que
surcaban el aire. Mientras jugaban, se fue acercando a escondidas,
extendió la mano y atrapó de una sola vez las dos bolas de vidrio. Luego
metió las bolas en sus alforjas y al instante las dos muchachas
desaparecieron.
Los tres amigos siguieron andando y llegaron a un llano donde había
algunas casas, y entraron. Había muchos muebles, camas, cocina, pero
nadie aparecía. Garrote de Dieciséis Quintales dijo:
—Quedémonos aquí a descansar. Pero lo mejor sería que ustedes
fueran a cazar algún animal, mientras yo cocino estos que traigo aquí.
Y los otros así lo hicieron. Garrote de Dieciséis Quintales arregló los
conejos y las liebres que llevaba y puso todo al fuego. Luego fue a buscar
una piedra de sal y mientras tanto, de debajo de una mesa, salió por una
trampilla un diablito de botas rojas. El diablito se acercó a la olla, sacó
todo y se meó adentro. Entonces Garrote agarró una astilla de leña para
escarmentarlo, pero el diablito, muy avispado, se zafó. Cuando llegaron
sus compañeros, Garrote les contó todo, pero ellos no le creyeron y dijeron
que seguro había comido muy a sus anchas. Entonces Garrote les dijo:
—Pues que se quede ahora Arranca Pinos cocinando este animal, que
nosotros dos vamos a cazar más.
�Así que Arranca Pinos se quedó. El diablito de botas rojas apareció, le
robó todo y se meó en la olla. Arranca Pinos corrió tras él, pero lo perdió
de vista. Llegaron los otros dos, pero Arrasa Montañas no creía nada. Así
que esta vez se quedó él a hacer el cocido; pero como presumía de astuto,
le pasó lo mismo.
Entonces Garrote de Dieciséis Quintales dijo:
—Ya verás, diablito, te voy a agarrar…
Quitaron la mesa que estaba encima de la trampilla y adentro vieron un
pozo muy hondo y oscuro. Garrote de Dieciséis Quintales mandó a
Arranca Pinos a buscar troncos y follaje, y le pidió que retorciera todo e
hiciera una soga para que uno de ellos bajara. Y él así lo hizo. Cuando
estaba todo listo y la soga llegaba al fondo del pozo, Garrote dijo:
—Yo bajo.
Y bajó y bajó y por fin llegó al fondo, mientras los otros dos sujetaban
la cuerda. Abajo había una gran galería, con muchas puertas. Él tocó una
con el garrote, pero nadie le abrió; volvió a tocar y dijo:
—¡Si no abren, me meto!
Alguien le habló del otro lado:
—¿Quién es?
—Garrote de Dieciséis Quintales. ¡Abra!
Y abrieron. Salió una muchacha, que hacía de portera:
—¡Ay, señor, váyase! Aquí vive la serpiente de siete cabezas y, si ella
lo hechiza, nunca saldrá de aquí.
—Tranquila, es a ella a la que estoy buscando.
La serpiente llegó bufando, enfurecida:
—¡Huele a carne humana!
Entonces Garrote de Dieciséis Quintales le dio a la serpiente tamaño
garrotazo por la mitad y allí quedó aplastada. La primera gota de sangre
que se derramó rompió el hechizo de la muchacha. Él la reconoció, era una
de las jóvenes que había visto en la playa bañándose en el mar. Para salir
de la duda, le preguntó:
—¿De quién es esta bola de vidrio?
—Es mía, y también debes tener en tus alforjas la otra, la de mi
hermana, que está detrás de esa otra puerta hechizada.
�—Ya verás que voy a liberarla. Pero antes que nada voy a subirte.
Hizo señas y sus dos compañeros jalaron la cuerda. Mientras los
subían, la muchacha se quitó un anillo del dedo y le dijo a Garrote:
—Toma mi memoria: mientras esté a tu lado, podré hablar; si tú no
estás, quedaré muda.
Garrote de Dieciséis Quintales volvió a bajar al pozo. Se acercó a la
otra puerta, tocó y sólo le abrieron después de mucho tocar. Era otra mujer,
que le dijo:
—¡Huya de aquí, señor, que viene el diablito y lo mata!
—Ah, el diablito de las botas rojas… ¡A ese es al que quiero!
—Cuidado, que ya no demora, sólo fue a buscar comida. Así lo
golpeen, a él nada lo hiere, únicamente esa espada negra que está allá
colgada. En esas llegó el diablito:
—¡Por aquí huele a carne humana!
Garrote de Dieciséis Quintales estaba escondido detrás de la puerta y
cuando atrapó al diablito le dio un garrotazo que lo estripó contra el suelo.
Pronto, el diablito se levantó como si nada y dijo:
—Ajá, ¿conque quieres pelea? Pues coge esta espada blanca, que yo
cojo la negra.
El muchacho ya estaba avisado y dijo:
—No me vas a hacer caer en la trampa. O es con mi garrote, o es con la
espada negra.
El diablito, que no quería que le molieran los huesos, prefirió ceder la
espada negra. Al primer golpe, el muchacho le cortó una oreja y la metió
en sus alforjas. Apenas se derramó sangre el hechizo de la muchacha se
rompió y Garrote le mostró la otra bola de vidrio. Entonces ella le contó
que su hermana también estaba hechizada, y que ellas eran hijas de un rey,
y también le dio el anillo de su memoria, para no poder hablar con otra
persona sino con él.
Después, Garrote de Dieciséis Quintales se metió con la princesa en el
canasto, les hizo señas a sus compañeros y ellos los subieron. Estaban muy
contentos, pero en ese momento el muchacho notó que había dejado el
garrote en el pozo y dijo que lo esperaran un poquito, mientras lo buscaba.
�Cuando lo habían bajado hasta la mitad del pozo, soltaron las cuerdas, y él
cayó hasta abajo. Sus dos compañeros huyeron con las dos princesas.
El muchacho se veía perdido, no podría salir del pozo, nunca. Entonces
se acordó de la oreja del diablito y le pegó un mordisco. Al instante se le
apareció el de las botas rojas:
—¿Qué quieres?
—Quiero que me saques de aquí.
El diablito se transformó enseguida en un cabro y trepó por el pozo
hasta la mitad del camino, pero después volvió a bajar:
—Sólo te llevo arriba si me devuelves mi oreja.
—Está bien.
Y fue en un abrir y cerrar de ojos. Garrote de Dieciséis Quintales no
había acabado de salir del pozo y ya el diablito le estaba diciendo:
—¡Dame mi oreja!
—Te la doy sólo si me llevas adonde se fueron mis compañeros.
Entonces el diablito se transformó al instante en un burro y anduvo
hasta que llegó al palacio del rey. Había una fiesta, el rey estaba feliz de
que el hechizo de sus hijas se hubiera roto, y ya se hablaba de bodas con
los dos muchachos. Pero el rey también estaba muy triste porque ahora
ambas eran mudas. El jumento le dijo a Garrote:
—¡Ahora sí dame mi oreja!
—Pero si me llevas donde están las princesas.
El burrito subió por las escaleras, anduvo por los corredores y pronto
dio con la alcoba de las princesas. En cuanto vieron a Garrote, las
muchachas volvieron a hablar y le contaron todo. Entonces alguien fue a
contarle al rey que había un hombre en la alcoba de las princesas y que
ellas habían vuelto a hablar. El rey llegó y al principio quería mandar
matar a Garrote, pero las princesas le contaron que él había roto el hechizo
y que además tenía sus anillos de la memoria, y que por eso sólo con él
habían vuelto a hablar.
El jumento le dijo al muchacho:
—¡Ahora sí dame mi oreja!
—Te la doy, pero sólo cuando me haya casado con la princesa heredera
del reino.
�El rey dio su consentimiento para la boda, y como la primera princesa
deshechizada era la heredera, la otra ni siquiera sintió celos. Los dos
muchachos que se habían fugado con ellas, muy asustados con los poderes
de Garrote de Dieciséis Quintales, salieron como alma que lleva el diablo,
no estaban para bobadas. Entonces el diablito volvió a decir:
—¡Dame, ahora sí, mi oreja!
—Te la doy sólo cuando arregles todo para que yo llegue a reinar.
Entonces el rey se enfermó de pronto y se fue poniendo cada vez más
chupado, hasta que murió. Garrote de Dieciséis Quintales fue proclamado
rey, y después de subir al trono le devolvió, ahí sí, la oreja a su dueño.
(Santa Maria - Famalicão)
�LA TORRE DE BABEL
ÉRASE UNA VEZ un pescador que, cierto día que iba por el mar, encontró al
Rey de los Peces. El pez le pidió al pescador que no lo cogiera y el hombre
aceptó, pero eso no le importó a su mujer, que le dijo a su marido que le
llevara al Rey de los Peces. El pescador no tuvo más remedio que
llevárselo. Entonces la merluza le dijo al hombre que la partiera en cinco
postas: una para su mujer, otra para la yegua, otra para la perra, y dos que
enterraría en el solar. Y así sucedió. De la mujer nacieron dos niños, de la
yegua dos caballos, de la perra dos leones, y en el solar brotaron dos
lanzas.
Los niños fueron creciendo y cuando ya eran grandes le pidieron a su
padre que los dejara irse a viajar. Cada muchacho partió con su lanza, su
león y su caballo. Al llegar a un lugar donde había dos caminos, uno de
ellos tomó por el uno y el otro por el otro, y prometieron que se auxiliarían
si cualquiera de los dos necesitara socorro alguna vez.
Uno de los hermanos fue a dar a una montaña, donde había una
doncella que estaba a punto de ser víctima de una serpiente de siete
cabezas. Él mató al bicho y se casó con la doncella. Cierto día estaban
ambos asomados a la ventana; el muchacho avistó a lo lejos una torre y
preguntó:
—¿Qué torre es aquélla?
La doncella dijo:
Es la Torre de Babel,
�y quien allá va nunca volverá.
Y él:
Pues allá yo iré y sí volveré.
Se llevó con él al león, cogió su lanza, montó el caballo y salió. En la
torre había una vieja, que al ver al muchacho se cortó un cabello de la
cabeza y dijo:
—Caballero, amarra tu león a este cabello.
Y así lo hizo el muchacho, pero al ver que la vieja se iba contra él dijo:
¡Avanza, león!
Y la vieja respondió:
¡Engrósate, cabellón!
Y al instante el cabello de la vieja se transformó en unas gruesas
cadenas de hierro, y el muchacho cayó por una trampilla de la torre.
Tiempo después el otro muchacho llegó a la casa de su hermano, pero
como se parecían mucho —aunque éste tenía un lunar en la mejilla—, su
cuñada lo tomó fácilmente por su marido y lo acogió esa noche. Al otro
día estaban ambos asomados a la ventana, cuando el cuñado de la joven
avistó la torre de la vieja y preguntó:
—¿Qué torre es aquélla?
Y ella respondió:
Ya te dije, hombre, que
es la Torre de Babel,
y quien allá va nunca volverá.
Y entonces él dijo:
�Pues allá yo iré y sí volveré.
Y se alistó exactamente como lo había hecho su hermano y marchó en
dirección a la torre. Apenas la vieja lo vio, le dijo que amarrara su león al
cabello. El muchacho fingió que lo amarraba, pero dejó caer el cabello. La
vieja corrió hacia él. Pero el joven dijo:
¡Avanza, león!
Y la vieja:
Engrósate, cabellón!
Pero el cabello no se engrosó y el león avanzó. Entonces la vieja le
dijo:
—¡No me mates, te daré muchas riquezas!
Pero eso no le importaba al muchacho. Así que la vieja le dijo:
—No me mates y te daré este frasquito, que puede romper el hechizo
de todas las personas que están hechizadas en la torre.
El muchacho recibió el frasco, le ordenó al león que avanzara y mató a
la vieja. Después rompió el hechizo de todos los que estaban en la torre.
Su hermano, sin embargo, apenas supo que su mujer había roto por
equivocación los lazos conyugales, asesinó a su salvador.
(Porto)
�¡PEGA, CACHIPORRA!
ÉRASE UNA vez un hombre que tenía tres hijos. Un buen día los muchachos
se fueron por el mundo a probar fortuna y cada uno de ellos cogió por su
lado. El hijo mayor se encontró con un caminante y se fue conversando
con él. Cuando ya iban muy lejos, el caminante dijo:
—Paremos aquí a comer.
Entonces extendió un mantel que llevaba al cinto y le ordenó: «¡Ponte,
mesa!». Enseguida aparecieron allí muchos manjares y vinos y cosas
sabrosas, y ambos comieron. Y como ya estaban en la penumbra, el mantel
se convirtió en una tienda, y allí pasaron la noche, abrigados. Al otro día
cada quien siguió su camino y no se volvieron a ver.
Pero el muchacho se perdió en el camino y fue a dar a un gran
barranco. Por casualidad se encontró allí con aquel compañero dueño del
mantel, rodeado de lobos, que bregaban por acercarse a él. Entonces,
tocando una pandereta, puso a los lobos en desbandada, y el caminante le
dio el mantel mágico como recompensa por haberle salvado la vida. El
joven volvió a casa y nunca más tuvo necesidad de trabajar para comer.
El segundo hijo no fue menos afortunado. Se topó con un viejito que
iba puyando a una burra y se fue conversando con él. Al llegar a una
encrucijada se separaron y cada quien cogió por su lado. Ya bien entrada la
noche, el muchacho oyó gritos de tormento y se acercó poco a poco, hasta
dar con el lugar donde unos asaltantes maltrataban al viejo para que les
dijera dónde llevaba el dinero. El joven, que era valiente, sorprendió a los
�ladrones. Ellos huyeron y el viejo quedó libre. Agradecido, el hombre le
dio su burra en recompensa al muchacho y le dijo:
—Cuando le digas a la burra: «¡Mea dinero, burra!», ella te dará todo
el dinero que quieras.
Y así el muchacho volvió a casa tanto o más rico que su hermano.
El hijo menor también era muy despierto. Andando por el camino, se
encontró con un hombre que llevaba una cachiporra a la espalda, y en ese
momento unos ladrones les salieron al paso. Entonces el hombre dijo:
—¡Pega, cachiporra!
Y el palo comenzó enseguida a repartir golpes en el aire a diestra y
siniestra, y los ladrones quedaron tendidos, y hubo piernas, cabezas y
brazos rotos, que daba gusto. Los dos compañeros siguieron caminando y
de pronto el muchacho le dijo al viejo:
—¿No quieres venderme tu cachiporra?
—Pero sólo si me das todo el dinero que llevas.
El muchacho le entregó todo lo que su padre le había dado para
conseguir su felicidad. Volvió a casa muy contento, con la cachiporra a la
espalda. En cuanto su padre lo vio, le preguntó:
—Bueno, ¿qué traes para poder ser tan feliz como tus hermanos?
—Compré esta cachiporra con el dinero que llevaba.
Y le contó el poder que tenía la cachiporra. Su padre se echó a reír y
dijo que no le sorprendía que se hubiera dejado engañar, porque aún era
muy niño, y que esa cachiporra no servía para nada.
El muchacho andaba triste.
Cierto día había una gran fiesta en la iglesia del pueblo y el hermano
mayor se fue para allá. Como cargaba siempre el mantel, temiendo que
perdiera su magia, se lo dio a guardar a una vieja en la puerta de la iglesia.
Eso sí, le recomendó que no fuera a decir: «¡Ponte, mesa!». Eso pidió él,
pero la vieja no le hizo caso, y al ver que aparecía enseguida una lujosa
mesa bien puesta, fue a toda prisa a esconder el mantel.
El hermano del medio también se fue para la fiesta. Llevaba a la burra
y también se la dio a guardar a la vieja. Eso sí, le recomendó que la
amarrara y no le fuera a decir: «¡Mea dinero, burra!». No acababa él de
�voltear la espalda, cuando la vieja ya estaba diciendo las palabras, y de la
burra salieron ríos de dinero. La vieja se escapó con la burra.
Cuando los dos hermanos mayores salieron de la iglesia no
encontraron a la vieja y llegaron a la casa muy tristes, pues les habían
robado toda su fortuna. Entonces el menor dijo:
—Es hora de averiguar para qué sirve esta cachiporra.
Llegó a la puerta de la iglesia y la vieja fue a atenderlo. Él fingió que
quería dar a guardar la cachiporra, se la dio a la vieja y le dijo:
—Guárdamela un ratico, pero, eso sí, no vayas a decir: «¡Pega,
cachiporra!».
La vieja, ya acostumbrada, faltó a la promesa y en cuanto dijo: «¡Pega,
cachiporra!», como no había nadie más a quién pegarle, la cachiporra
comenzó a pegarle a ella, que tuvo que ir a buscar al muchacho para que
detuviera la paliza. El joven salió de la iglesia y dejó que la cachiporra
siguiera golpeando a la vieja, hasta que confesara dónde había escondido
el mantel y la burra. La cachiporra sólo paró cuando la vieja le entregó
todo al muchacho.
De no haber sido por la cachiporra, de la que el padre del joven se
burló, los otros tesoros se habrían perdido para siempre.
(Porto)
�LA SAL
ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía tres hijas, y un buen día se le ocurrió
preguntar cuál de ellas lo quería más. Entonces la mayor respondió:
—Yo te quiero más que a la luz del sol.
A su turno, la del medio respondió:
—Yo te tengo más cariño que a mí misma.
Y finalmente la menor respondió:
—Yo te quiero tanto como la comida quiere a la sal.
El rey entendió con esa respuesta que su hija menor no lo amaba tanto
como las otras dos y la echó del palacio. Muy triste, ella se fue a andar por
el mundo y al fin llegó al palacio de un rey, donde se ofreció para ser
cocinera.
Cierto día llegó a la mesa real un pastel muy bien preparado, y el rey,
al partirlo, encontró dentro un anillo muy pequeño, de gran valor. Les
preguntó a todas las damas de la corte de quién era ese anillo. Todas
quisieron probárselo para ver si les quedaba bueno. El anillo pasó de mano
en mano, hasta que tuvieron que llamar a la cocinera. Y a ella sí le quedó
bueno. Cuando el príncipe vio aquello, se enamoró al instante de la joven,
pensando que era de una familia de la nobleza. Así que empezó a espiarla,
porque ella sólo cocinaba a escondidas, y la vio vestida con ropas de
princesa. Enseguida fue a avisarle al rey, su padre, y ambos vieron lo que
ocurría. Entonces el rey le dio permiso a su hijo de casarse con la cocinera,
pero ella puso como condición que prepararía con sus propias manos la
cena del día de la boda.
�El rey que tenía tres hijas y había echado a la menor de su casa era uno
de los invitados a las fiestas del matrimonio. La princesa había preparado
la cena y a propósito no le había echado sal a los manjares que le darían a
su padre, el rey. Todo el mundo comía con ganas, menos el rey invitado,
que no probaba bocado. Finalmente el dueño de casa le preguntó al rey por
qué no comía nada, y él, que no sabía que estaba asistiendo a la boda de su
hija, respondió:
—Porque la comida no tiene sal…
El padre del novio fingió que estaba furioso y ordenó que la cocinera
se presentara allí, para decir por qué no le había echado sal a la comida.
Apareció la muchacha, vestida de princesa. Al verla, su padre la reconoció
enseguida. Entonces confesó su culpa, por no haber comprendido cuánto lo
amaba su hija, que un día le había dicho que lo quería tanto como la
comida quiere a la sal, y que después de tanto sufrir nunca se había
quejado de la injusticia de su padre.
(Porto)
�LOS NIÑOS ABANDONADOS
HABÍA UNA VEZ un hombre pobre, que era casado y tenía muchos hijos, y
no tenía cómo darles de comer. Entonces cierta vez, cuando los niños ya
estaban acostados, le dijo a su mujer:
—Lo mejor será llevármelos para el monte cuando vaya a cortar leña y
dejarlos allá.
El hijo menor pescó esa conversación y entonces se levantó
sigilosamente, fue al arroyo, cogió muchas piedritas blancas y se las llevó
a la casa.
Al otro día, de madrugada, el hombre salió con todos sus hijos para el
monte y el más chiquito de ellos fue soltando las piedritas por el camino.
Al atardecer, el hombre se cargó a la espalda un atado de leña y les dijo a
sus hijos que se quedaran ahí, cuidando el resto, que ya volvía por ellos.
¿Pero volvió? Cuando anocheció, los niños comenzaron a llorar. Y
entonces el menor dijo:
—Yo me sé el camino.
Y fue buscando las piedritas blancas que había dejado caer, hasta dar
con el camino a la casa, junto con sus hermanos. La puerta estaba cerrada.
Estaban comiendo y la mujer decía:
—Ay, este caldito, tan bueno que está… ¡Qué no daría yo por tener
aquí a nuestros hijos! ¿Dónde andarán a estas horas?
—Aquí estamos, mamita.
Su madre fue a abrirles la puerta.
�El tiempo pasó y aumentó la pobreza, y entonces el padre de los niños
resolvió ir a dejarlos en el monte, otra vez. Y así lo hizo. El niño más
chiquito había pescado la conversación, pero esta vez no había podido ir a
buscar piedritas. Así que llenó sus alforjas de granos de altramuz y los fue
dejando caer. Por la noche, cuando su padre se devolvió, el niño empezó a
buscar los granos de altramuz, pero los pájaros se los habían comido y no
pudo encontrar el camino.
El niño más chiquito vagó perdido por el monte, junto con sus
hermanos, hasta que todos fueron a dar a una casa donde vivía un hombre
malo. Apenas la mujer del hombre malo los vio, les dijo:
—Ay, niños, ¿qué vienen a buscar por acá? ¡Mi marido come gente!
—Pues… queríamos comer algo, dijo el más ingenioso.
Y entraron. Entonces la mujer acostó a sus hijos en una cama y les
puso unos gorritos, y llevó a los hermanos perdidos a la otra cama. El niño
más ingenioso no pegó el ojo y ya entrada la noche vio llegar al hombre
malo, mostrando los colmillos:
—¡Aquí me huele a gente nueva!
Su mujer al fin le confesó todo. Pero el ingenioso les había quitado los
gorritos a los otros niños y se los había puesto a sus hermanos, y él
también se puso uno. Entonces el hombre malo pasó junto a la cama de los
niños abandonados y, pensando que eran sus hijos, siguió hasta la otra
cama. Cuando vio que esos niños no tenían gorritos, los degolló y se puso
a comérselos.
Alertados por su hermano menor, los niños abandonados se escaparon.
Sólo cuando ya iban muy lejos, el hombre malo advirtió el engaño.
Entonces se puso unas botas de siete leguas para ir tras ellos. El primer
paso que dio fue tan inmenso, que dejó atrás a los niños. Y siguió
caminando y caminando, hasta que por fin, muy cansado ya, se devolvió, y
por el camino se quedó dormido. El menor de los hermanos pudo entonces
robarle las botas de siete leguas al hombre malo, y todos se salvaron. Y
como el rey siempre andaba muy lejos peleando guerras, él llevaba las
órdenes y de vuelta traía noticias, y así ganó tanto dinero que pudo sacar a
toda su familia de la pobreza.
(Airão)
�EL AHIJADO DE SAN ANTONIO
ÉRASE UNA VEZ un hombre que tenía muchos hijos y ya no tenía nadie más
a quién pedirle que fuera compadre suyo. Entonces, cuando le nació otro
hijo, el hombre dijo: «Pues que san Antonio sea tu padrino». Y el pequeño
creció. Cierto día andaba por el monte con sus hermanos, cuando se
perdieron y fueron a parar a una cabaña. Allí vivía una vieja, que les hizo
muchos mimos:
—Entren por aquí, mis niños, que les voy a dar unas galleticas.
Los pequeños entraron. Apenas los atrapó, la vieja los metió en un
baúl, para engordarlos y después comérselos. Uno que otro día les decía:
—¡Saquen un dedito!
Entonces el ahijado de san Antonio metía por el agujero la cola de un
ratoncito que había atrapado y la vieja los dejaba en paz por un tiempo.
Pero cualquier día el ratón se escapó y la vieja, viendo que habían
engordado, abrió la caja y dijo:
—Vayan a buscarme unas brazadas de leña, mis niños.
Mientras los hermanos recogían leña, se les apareció san Antonio y les
advirtió que la vieja lo que quería era asarlos en el horno, ella no tenía
ninguna masa lista para hornear. Entonces les dijo que cuando la vieja les
mandara hacer cualquier cosa, le dijeran siempre que no sabían y pidieran
que les enseñara ella misma.
Ya en la casa, la vieja repletó el horno de leña y lo prendió. Luego fue
a buscar la pala y les dijo a los niños:
—¡Salten aquí, niños!
�—Salte usted primero, señora, para que sepamos cómo se hace.
La vieja saltó a la pala y los niños la metieron de una vez en el horno,
diciendo:
Por la gracia de san Antonio,
Cárgate para el infierno a este demonio.
En cuanto la vieja comenzó a arder, de sus ojos salieron dos perros
alobunados. Los perros les obedecían a los niños y cazaban para ellos
muchos animales.
Un buen día se supo que en ciertas tierras había un dragón que se
comía una persona por día, y que ahora le tocaba el turno a la hija del rey.
Entonces, a quienquiera que salvara a su hija, el rey le daría su mano. El
ahijado de san Antonio fue allá con sus perros alobunados y mató al
dragón, le cortó las puntas de las siete lenguas y liberó a la princesa.
Cuando el rey vio a su hija exclamó:
—¿Quién te salvó la vida?
—Fue un muchacho pobre, con dos perros que llevaba.
El rey ordenó que el muchacho fuera a verlo, pero quien se presentó
fue un impostor, que le había cortado las siete cabezas al dragón. El rey
quería que su hija se casara con él, pero ella no quería, así que se puso a
llorar, asomada a la ventana, cuando de pronto vio pasar al joven:
—¡Ése es, padre! ¡Ése es!
Entonces el rey lo llamó. El muchacho fue, muy avergonzado. Todavía
llevaba consigo las puntas de las siete lenguas del dragón y entonces no
quedó duda alguna. La boda se celebró y el ahijado de san Antonio hizo
feliz a toda su familia.
(Airão)
�LA HIJA DEL DIABLO
ÉRASE UNA VEZ un rey que trataba mal a su reina porque no tenían hijos, y
como ella se sentía atormentada por eso, en un momento de desespero
exclamó:
—¡Qué no daría yo por tener un hijo, así fuera por obra del diablo!
El tiempo corrió y la reina tuvo una criatura muy linda, y el rey no
cabía en sí de dicha. La niña crecía apreciablemente, aun sin comer ni
beber nada. En poco tiempo se volvió toda una mujer, con unos talentos
que maravillaban: sabía leer, escribir, bordar, cantar; tenía todas las
habilidades del mundo, sin haber tenido que aprender nada.
Muy orgulloso de su hija, el rey hizo pregonar un bando: que quien le
hiciera a su hija una pregunta que no fuera capaz de contestar, si era
hombre lo casaría con ella, y si era mujer le daría una gran recompensa.
Llegó gente de todas partes, pero la princesa era una sabionda y dejaba
boquiabierto a todo el mundo.
Entonces un campesino, queriendo dárselas de avispado, pensó que
sería buena idea atender el llamado del bando. Cogió camino y anduvo y
anduvo. Cuando ya iba muy cansado, vio una casa en la falda de una
montaña y se fue para allá a aliviarse del bochorno. Encontró a un
muchacho y le preguntó si vivía solo ahí.
—No, señor, yo vivo con mi padre, que fue a trabajarle un jornal a
quien no puede trabajar otro, y con dos hermanos, que se fueron a ver el
grano de los arrepentidos.
�El campesino no entendió nada de aquello y le pidió al muchacho que
le explicara.
—La explicación es simple: que mi padre fue a trabajarle un jornal a
quien no puede trabajar otro, quiere decir que fue a acompañar a un
muerto a la sepultura; que mis hermanos se fueron a ver el grano de los
arrepentidos, quiere decir que si está bueno el grano se van a arrepentir de
no haberlo sembrado todo y que si está malo también se van a arrepentir
de haber sembrado el que sembraron.
El campesino siguió muy satisfecho su camino hasta llegar al palacio.
Pidió que lo llevaran ante la princesa y le contó la misma historia. La
princesa le dio enseguida la explicación de todo. Después volteó a ver otra
vez al campesino y le dijo:
—Ya que eres tan sabido, dime la razón por la cual yo vivo sin comer,
sin beber y sin dormir.
—Perdóneme, su alteza, pero, yo, eso no me lo creo.
—Pues entonces te quedarás tres días en mi alcoba, para que lo veas
con tus propios ojos.
El muchacho resistió el primer día sin dormir, para observar todo lo
que pasaba. Le costó mucho aguantarse hasta el tercero, pero cuando por
fin llegó dijo:
Princesa, señora mía,
tengo para mí que mujer que no come,
ni bebe, ni duerme,
es hija del diablo, no de ningún hombre.
En cuanto la princesa oyó aquello fue a ver a su madre, para que le
explicara cómo había nacido. La reina entonces le contó lo que había dicho
cuando su marido la trataba mal por no tener hijos. Y apenas la mujer
terminó de hablar, se oyó un gran ruido como de huracán y el palacio
quedó libre de aquel hechizo. Todos quedaron agradecidos con el
campesino y el rey le dio la mano de su hija, como recompensa por
haberla librado de aquella cosa mala.
(Algarve)
�LAS TRES MANZANAS DE ORO
HABÍA UNA VEZ tres hermanos. El menor de ellos tenía tres manzanitas de
oro y los mayores, deseosos de quitárselas, lo mataron y lo enterraron en
una montaña. En la sepultura pronto nació una caña. Cierto día pasó por
allí un pastor y cortó un pedazo de la caña para hacerse una flauta. El
pastor comenzó a tocar, pero el flautín, en vez de tocar, decía:
Toca, toca, oh pastor,
mis hermanos me mataron,
por tres manzanitas de oro,
que al final no se llevaron.
El pastor, al oír eso, llamó a un carbonero y le dio la flauta. El
carbonero también se puso a tocar, pero la flauta decía:
Toca, toca, oh carbonero,
mis hermanos me mataron…
Así, la flauta fue pasando de unas manos a otras, hasta que finalmente
llegó a las del padre y la madre del muerto. La flauta seguía diciendo:
Toca, toca, oh mi padre,
toca, toca, oh mi madre,
mis hermanos me mataron,
�por tres manzanitas de oro,
que al final no se llevaron.
Entonces los padres del muchacho llamaron al pastor, que les dijo el
lugar donde había cortado la caña. Ellos fueron allá y encontraron el
cadáver, con sus tres manzanitas de oro.
(Rebordainhos - Bragança)
�EL SARGENTO QUE FUE HASTA EL INFIERNO
HABÍA UNA VEZ un sargento que vivía en un pueblito y era muy buen
muchacho. Un rico mercader le había cogido cariño y entonces le
consiguió la baja para que se fuera a trabajar con él. El mercader tenía
hijas y el sargento se enamoró de una de ellas, pero el hombre era tan
desconfiado que nunca dejaba salir de la casa a las muchachas. A pesar de
eso, apreciaba tanto al muchacho, que él mismo le habló para que
arreglaran el matrimonio.
Todo iba muy bien, hasta que un buen día pusieron en el teatro una
obra muy bonita y las hermanas querían ir a verla. Entonces le pidieron al
sargento que les consiguiera el permiso de su padre, pues sólo él sería
capaz de convencerlo. El mercader arrugó la frente pero les dio permiso,
no sin antes decirle al muchacho:
—Voy a dejar que mis hijas vayan con usted, pero con la condición de
que cuando suene la última campanada de la medianoche, estén aquí en la
puerta. Todos dijeron que sí y se fueron.
Casi al filo de la media noche, el muchacho le dijo a su prometida que
sería bueno que se retiraran ya para ir a la casa. Pero que un ratico más, y
un ratico más, y dele que dele, y lo cierto es que ya había dado la
medianoche y ellos todavía estaban lejos de casa. De manera que cuando
el muchacho tocó la puerta, ésta se abrió de inmediato y el mercader
comenzó a bramar:
—¿Así es como usted cumple las órdenes que le doy? Entonces
empaque sus cosas ya mismo, pues en mi casa no se queda ni una noche
�más.
—¡Ay, señor, sólo por eso! ¡Y ahora que ya casi me iba a casar con su
hija!
El viejo le respondió:
—Sólo hay una manera de que lo deje casar con mi hija y volver a mi
casa.
—¿Y cuál es?
—Vaya hasta el infierno y tráigame los tres anillos que tiene el diablo
en el cuerpo: dos debajo de los brazos y otro en un ojo.
Todo eso le pareció imposible al muchacho, pero no le quedaba más
remedio que ponerse en camino. Entonces, en el primer pueblito al que
llegó, pegó un anuncio que decía: «A quien se le ofrezca algo del infierno,
mañana sale para allá un mensajero». El anuncio causó gran curiosidad y
hasta llegó a oídos del rey, que mandó llamar al joven. El rey le preguntó:
—¿Cómo es eso de que vas para el infierno?
—Real señor, por ahora todavía no sé, pero ando buscando la manera y
allá iré, sea como sea.
—Pues bueno, dijo el rey, cuando encuentres al diablo, pregúntale si él
sabe de un anillo de gran valor que se me perdió, porque eso todavía me
tiene muy disgustado.
Después el muchacho llegó a otro pueblito y puso el mismo aviso. El
rey de allí también lo mandó llamar:
—Una hija mía tiene una enfermedad muy grave y nadie ha dado con
la cura de su mal. Ya que vas al infierno, quiero que averigües por allá
dónde está ese mal.
El joven siguió en busca del infierno y fue a dar a una encrucijada
donde había dos caminos, uno con huellas de gente y otro con huellas de
oveja. Pensó y finalmente decidió seguir por el camino con huellas de
gente. En medio del camino se topó con un ermitaño de barbas blancas,
que estaba rezando con un rosario muy grande y le dijo:
—¡Menos mal que cogiste este camino, porque aquel otro es el que va
para el infierno!
—¡Ay, señor, y yo que hace tanto tiempo que ando buscándolo!
�El muchacho le contó todo lo que le había pasado. Entonces el
ermitaño se compadeció de él y le dijo:
—Ya que tienes que ir al infierno, pues ve, pero lleva siempre contigo
este rosario. Antes de llegar allá, tendrás que cruzar un río oscuro y será
un pájaro el que te llevará hasta el otro lado. Cuando el pájaro te quiera
ahogar en el río, lánzale el rosario al pescuezo. De ahí en adelante, no sé
qué te sucederá.
Y así pasó. Cuando llegó al infierno, el joven sintió mucho miedo, y
como por ahí había un horno desocupado, se escondió adentro enseguida.
Estaba bien acurrucado, pero pasó una vieja muy vieja y lo vio:
—¡Un muchacho! Tan bonito, el pobre… Mira que si mi hijo te ve,
seguro te mata. ¿Qué viniste a hacer aquí?
Entonces el joven le contó todo a la madre del diablo. A la vieja le dio
pesar de él y le dijo:
—Mira, sigue escondido acá, porque no sé cuándo vendrá mi hijo. Él
está asistiendo a la muerte del santo padre, que está agonizando, y quiere
cogerle el alma. El muchacho aprovechó para preguntarle a la vieja si ella
sabía algo de las preguntas que él llevaba de encargo para el diablo.
Mientras conversaban, llegó el diablo, bufando. Enseguida, la vieja
escondió al muchacho y le dijo al diablo:
—Ven acá, hijo, para que descanses un poco. Acuéstate aquí en mi
regazo.
El diablo se acostó y se durmió de una vez. La vieja, muy despacito, le
arrancó con las uñas el anillo que tenía debajo del brazo. El diablo se
removió, desesperado, gritando:
—¿Qué pasa?
—Nada, hijo, fue que me quedé dormida y di una cabezada encima de
ti. Estaba soñando con ese rey al que se le perdió el anillo y nunca lo pudo
volver a encontrar.
—Pues ese sueño es verdad —respondió el diablo—, el anillo está
debajo de una piedra, al lado de la fuente del jardín.
El diablo volvió a dormirse. Entonces la vieja taimada le arrancó el
segundo anillo. El diablo se despertó otra vez, desesperado.
�—Ten paciencia, hijo, fue que me volví a quedar dormida y soñé con la
hija de ese rey a la que ningún médico ha podido curar.
—También es verdad, la enfermedad de ella es el sapo sapón, que está
metido en el colchón.
El diablo se durmió otra vez. Lo más complicado fue arrancarle el
anillo del ojo. La vieja se lo sacó con un chuzo, y el diablo, adolorido y
molesto con las cabezadas, se salió de allí. El muchacho recibió todo de
manos de la vieja. Y cuando ya se iba a devolver al mundo, ella llamó al
pájaro: «Ven, chiquito, ven…».
El muchacho fue de allí adonde el ermitaño, para devolverle el rosario.
Después pasó por el pueblo del rey al que se le había perdido el anillo, que
le dio mucho dinero cuando lo encontró debajo de la piedra. Y al final
pasó por la corte del rey que tenía enferma a su hija, para decirle dónde
estaba el sapo sapón. La princesa se mejoró al instante y entonces el rey le
pidió al muchacho que le dijera lo que quería en recompensa.
—Quiero que su majestad me ceda el poder por ocho días.
Entonces el rey hizo pregonar un bando, diciendo que el muchacho
gobernaría durante ocho días. Él salió inmediatamente para el pueblo de su
suegro. Apenas llegó, mandó que el mercader se presentara a hablar con él,
en media hora. El mercader fue, pero cuando llegó ya había pasado más de
una hora. Entonces el muchacho le dijo:
—Podría mandarlo matar por haberme desobedecido, pues llegó acá
después de la media hora que dije.
—Ay, señor, no fue por mi voluntad que me demoré…
—Está bien, pero dígame, ¿por qué no fue capaz, hace tiempo, de
disculpar a ese pobre sargento al que echó de su casa?
Entonces el mercader reconoció al antiguo prometido de su hija, al que
la muchacha no había hecho más que llorar. Confesó su error y de rodillas
pidió mil perdones. Así que el muchacho le entregó a su suegro los anillos
del diablo y ese mismo día se casó con su novia, por la que había sido
capaz de poner un pie en los infiernos.
(Algarve)
�LA PRINCESA ADIVINA
ÉRASE UNA VEZ una princesa que todo lo adivinaba. Su padre, el rey, hizo
entonces una promesa: quien le pusiera a su hija una adivinanza que ella
no fuera capaz de solucionar, si era mujer, le daría una gran retribución, y
si era hombre, lo casaría con ella. Pero eso no era todo, si la princesa
adivinaba, el rey mandaba matar al que le había puesto la adivinanza.
Claro, ya no quedaba nadie más que quisiera ir a la corte a ponerle
adivinanzas a la princesa. Pero cierta vez el hijo de una mujer, que todos
tomaban por bobo, le dijo a su madre:
—Madre, quiero ir a la corte a ponerle una adivinanza a la princesa.
—No seas bobo, hijo, ¿qué puedes tú decirle que ella no adivine?
Pero tanto se empeñó el bobo, que finalmente cogió camino, y como
era lejos agarró antes una escopeta vieja y se fue. Anduvo y anduvo y al
llegar a cierto lugar vio a un conejo que estaba en un peñasco y ¡zas! le
pegó un tiro, con tan buena suerte que lo cazó. Luego, con una navaja, se
puso a quitarle la piel al conejo, y en esas estaba cuando se dio cuenta de
que era una coneja, con la panza llena de conejitos. Pero eso no le importó.
Siguió caminando y al pie de la capilla de un ermitaño vio un libro de
oraciones olvidado allí. Entonces cogió el libro, le prendió fuego con el
yesquero y asó a la coneja. Luego comió y siguió andando, hasta que por
fin llegó a la corte.
En la corte no querían dejar entrar al muchacho, porque parecía bobo.
Pero tanto se empeñó él diciendo que quería ponerle una adivinanza a la
princesa, que lo dejaron entrar, seguros de que moriría como los demás
�que habían ido a dárselas de avispados. Llegó la hora de la audiencia y la
princesa entró. Entonces el tontarrón le puso esta adivinanza:
Le tiré a lo que vi,
maté lo que no vi
y, con palabras de Dios,
asé todo y me lo comí.
La princesa oyó todo, volvió a oírlo y luego pidió tres días para dar la
solución. El bobo permaneció en el palacio a la espera de la respuesta,
comiendo y bebiendo a sus anchas, sin ocurrírsele que lo podían matar. Por
más vueltas que le daba la princesa al asunto, no atinaba con la solución.
Entonces, temiendo que le tocara casarse con el bobo, mandó muy en
secreto a su dama de compañía donde el muchacho, para que le pidiera,
como cosa suya, que le dijera el significado de la adivinanza.
La dama fue donde el bobo, pero él respondió que sólo le diría la
solución si esa noche ella dormía con él en su alcoba. La mujer no quería,
pero como la princesa le había prometido grandes riquezas, accedió y fue.
El bobo se empeñó en no decirle nada hasta que ella no se quitara la
camisola, porque la quería en cueros, y luego le dio una explicación que no
era la verdadera. Apenas la dama se durmió, el bobo le escondió la
camisola, de modo que a la madrugada, cuando ella se iba, no tuvo tiempo
de buscarla. La princesa no se contentó con la explicación y entonces
mandó a otra dama. Pero pasó lo mismo.
Finalmente fue la propia princesa, confiando en que el bobo seguro no
la reconocería. Pero él inmediatamente supo quién era la mujer, por la
marca que había en su camisola. Entonces también le escondió la camisola
a la princesa, pero esta vez sí dijo la verdadera solución de la adivinanza.
Transcurridos los tres días, la corte se reunió y la princesa dijo:
—Esta es la solución a la adivinanza del pueblerino: Le tiré a lo que vi,
maté lo que no vi, es porque le disparó a un conejo que encontró por el
camino, pero en realidad era una coneja, que estaba preñada, y los
conejitos murieron. Y, con palabras de Dios, asé todo y me lo comí, es
�porque asó todo usando las hojas de un libro de oraciones, con el que hizo
una hoguera.
El rey estaba maravillado del talento de su hija y dijo que como el
campesino había perdido ya no podía pretender la mano de la princesa, y
que se preparara para morir. Entonces el muchacho, haciéndose todavía
más el bobo, dijo:
—La princesa no ha acabado de adivinar todo. Todavía tengo otra
adivinanza que ponerle, que juro que no será capaz de solucionar.
La princesa ordenó que hablara y entonces él dijo:
Cuando en el palacio me quedé,
tres palomitas atrapé
y tres plumas les quité.
Si es necesario, las mostraré.
La princesa entonces se puso a pensar, pero él enseguida se sacó del
pecho la primera camisola y todo el mundo vio a qué dama pertenecía;
luego sacó la segunda; y ya iba a sacar la última camisola, cuando la
princesa, temiendo la vergüenza de verse descubierta ante toda la corte, se
volteó hacia él y le dijo:
—No la muestres, no la muestres… Ya veo que eres el hombre más
avispado que ha venido a esta corte, y entonces contigo me caso.
(San João de Airão - Minho)
�LA ADIVINA DEL REY
ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía un ministro, en quien depositaba toda su
confianza. Cierta vez, sin embargo, le cogió tal ojeriza, que decidió acabar
con él y le dijo:
—No tengo más remedio que ordenar que te maten. Pero como en
otros tiempos te aprecié tanto, te dejo aún una esperanza y es que me
mandes a tu hija, para ver si ella es capaz de adivinar lo que estoy
pensando ahora, que viene siendo esto: que no habrá de venir aquí ni de
noche ni de día; ni desnuda ni vestida; ni a pie ni a caballo.
El ministro se fue para su casa, muy angustiado, como era de
esperarse, y le contó sus cuitas a su hija. Ella, como era perspicaz, le dijo:
—Ya verás, padre, que yo sé lo que estaba pensando el rey y te juro que
te salvaré de esta.
Se preparó y al día siguiente arregló sus cosas, de manera que entró al
palacio al crepúsculo, con una camisola de batista sobre el cuerpo y
montada en la espalda de un criado viejo que tenía. El rey, en cuanto la
vio, reconoció que el crepúsculo ni era noche ni era día; que si llevaba una
camisola de batista no iba vestida pero tampoco estaba desnuda; y que a
las espaldas del criado no iba a caballo pero tampoco iba a pie. Alabó
mucho la perspicacia de la muchacha y le dijo que fuera a avisarle a su
padre que estaba perdonado y volvía a ser de su confianza, porque aquel
que tenía hijas así de perspicaces era un hombre capaz.
(Porto)
�LIBRO AL VIENTO
15 AÑOS
COLECCIÓN U NIVERSAL
Es de color naranja y en ella se agrupan todos los textos
que tienen valor universal, que tienen cabida dentro de la
tradición literaria sin distinción de fronteras o épocas.
COLECCIÓN CAPITAL
Es de color morado y en ella se publican los textos que
tengan como temática a Bogotá y sus alrededores.
COLECCIÓN INICIAL
Es de color verde limón y está destinada al público
infantil y primeros lectores.
COLECCIÓN LATERAL
Es de color azul aguamarina y se trata de un espacio
abierto a géneros no tradicionales como la novela gráfica,
la caricatura, los epistolarios, la ilustración y otros
géneros.
�1
ANTÍGONA
Sófocles
2
EL 9 DE ABRIL
(Fragmento de Vivir para contarla) Gabriel García Márquez
3
CUENTOS PARA SIEMPRE
Hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Charles Perrault,
Oscar Wilde
4
CUENTOS
Julio Cortázar
5
BAILES, FIESTAS Y ESPECTÁCULOS EN BOGOTÁ
(Selección de Reminiscencias de Santafé y Bogotá) (2 ediciones)
José María Cordovez Moure
6
CUENTOS DE ANIMALES
Rudyard Kipling
7
EL GATO NEGRO Y OTROS CUENTOS
Edgar Allan Poe
8
EL BESO Y OTROS CUENTOS
Anton Chéjov
9
EL NIÑO YUNTERO
Miguel Hernández
�10
CUENTOS DE NAVIDAD
Cristian Valencia, Antonio García, Lina María Pérez, Juan
Manuel Roca, Héctor Abad Faciolince
11
EL CURIOSO IMPERTINENTE, Y UN ELOGIO A LA LECTURA
(2 ediciones)
Miguel de Cervantes
12
CUENTOS EN BOGOTÁ
Antología de ganadores del concurso Cuento en Movimiento
13
LOS CUENTOS
Rafael Pombo
14
LA CASA DE MAPUHI Y OTROS CUENTOS
Jack London
15
¡QUÉ BONITO BAILA EL CHULO!
Cantos del Valle de Tenza
Anónimo
16
EL BESO FRÍO Y OTROS CUENTOS BOGOTANOS
Nicolás Suescún, Luis Fayad, Mauricio Reyes, Roberto Rubiano
Vargas, Julio Paredes, Evelio José Rosero, Santiago Gamboa,
Ricardo Silva Romero
17
LOS VESTIDOS DEL EMPERADOR Y OTROS CUENTOS
Hans Chistian Andersen
18
ALGUNOS SONETOS
William Shakespeare
19
EL ÁNGEL Y OTROS CUENTOS
Tomás Carrasquilla
20
IVÁN EL IMBÉCIL
León Tolstoi
21
FÁBULAS E HISTORIAS
León Tolstoi
�22
LA VENTANA ABIERTA Y OTROS CUENTOS SORPRENDENTES
Saki, Kate Chopin, Henry James, Jack London, Mark Twain,
Ambrose Bierce
23
POR QUÉ LEER Y ESCRIBIR
Francisco Cajiao, Silvia Castrillón, William Ospina, Ema Wolf,
Graciela Montes, Aidan Chambers, Darío Jaramillo Agudelo
24
SIMBAD EL MARINO
(Relato de Las mil y una noches)
25
LOS HIJOS DEL SOL
Eduardo Caballero Calderón
26
RADIOGRAFÍA DEL DIVINO NIÑO Y OTRAS CRÓNICAS SOBRE BOGOTÁ
Antología de Roberto Rubiano Vargas
27
DR. JEKYLL Y MR. HYDE
Robert Louis Stevenson
28
POEMAS COLOMBIANOS
Antología
29
TRES HISTORIAS
Guy de Maupassant
30
ESCUELA DE MUJERES
Molière
31
CUENTOS PARA NIÑOS
Hermanos Grimm, Alexander Pushkin, Rudyard Kipling
32
CUENTOS LATINOAMERICANOS I
Adolfo Bioy Casares, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti
33
PALABRAS PARA UN MUNDO MEJOR
José Saramago
34
CUENTOS LATINOAMERICANOS II
Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Rubem Fonseca
�35
BARTLEBY
Herman Melville
36
PARA NIÑOS Y OTROS LECTORES
Alphonse Daudet, Wilhelm Hauff, León Tolstoi
37
CUENTOS LATINOAMERICANOS III
Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique
38
CUENTOS LATINOAMERICANOS IV
José Donoso, Sergio Pitol, Guillermo Cabrera Infante
39
POESÍA PARA NIÑOS
Selección de Beatriz Elena Robledo
40
EL LIBRO
ORIENTE
41
CUENTOS LATINOAMERICANOS V
Mario Vargas Llosa, Felisberto Hernández, Salvador Garmendia
42
TENGO MIEDO
Ivar da Coll
43
CUENTO DE NAVIDAD
Charles Dickens
44
MITOS DE CREACIÓN (2 ediciones)
Selección de Julio Paredes C.
45
DE PASO POR BOGOTÁ
Antología de textos de viajeros ilustres en Colombia durante el
siglo XIX
46
MISA DE GALLO Y OTROS CUENTOS
Joaquim Maria Machado de Assis
47
ALICIA PARA NIÑOS
Lewis Carrol
48
JUANITO Y LOS FRÍJOLES MÁGICOS
DE
MARCO POLO
SOBRE LAS COSAS MARAVILLOSAS DE
�Cuento tradicional inglés
49
CUENTOS PARA RELEER
Horacio Quiroga, Katherine Mansfield, Italo Svevo, Rubén
Darío, Leopoldo Lugones, José María Eça de Queirós
50
CARTAS DE LA PERSISTENCIA
Selección de María Ospina Pizano
51
RIZOS DE ORO Y LOS TRES OSOS
Traducción de Julio Paredes
52
EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
Joseph Conrad
53
CUENTOS
Saki
54
CINCO RELATOS INSÓLITOS
H. P.Lovecraft
55
PETER Y WENDY (PETER PAN)
James Matthew Barrie
56
LA EDAD DE ORO
José Martí
57
LA VIDA ES SUEÑO
Pedro Calderón de la Barca
58
POEMAS ILUMINADOS
Selección de poesía mística
San Juan de la Cruz, Sor Juana Inés, Santa Teresa de Jesús, Fray
Luis de León
59
POR LA SABANA DE BOGOTÁ Y OTRAS HISTORIAS
José Manuel Groot, Daniel Samper Ortega, Eduardo Castillo,
Gabriel Vélez
60
HISTORIAS CON MISTERIO
�Ueda Akinari, E.T.A Hoffman, Auguste Villiers de L'Isle-Adam,
G.K. Chesterton
61
CANTOS POPULARES DE MI TIERRA
Candelario Obeso
62
UNA CIUDAD FLOTANTE
Julio Verne
63
LA ANTORCHA BRILLANTE
Biografía de Antonio Nariño
Eduardo Escallón
64
VIVA LA POLA (2 ediciones)
Biografía de Policarpa Salavarrieta
Beatriz Helena Robledo
65
SOY CALDAS (2 ediciones)
Biografía de Francisco José de Caldas
Stefan Pohl Valero
66
RELATOS EN MOVIMIENTO
Leoníd Andréyev, Manuel Gutiérrez Nájera, Arthur Conan
Doyle, O. Henry, Baldomero Lillo
67
HISTORIAS DE MUJERES
Luisa Valenzuela, Margo Glants, Marina Colasanti, Gabriela
Alemán, Marvel Moreno
68
EL PARAÍSO DE LOS GATOS
Émile Zola
69
CARTILLA MORAL
Alfonso Reyes
70
TIERRA DE PROMISIÓN
José Eustasio Rivera
71
PÜTCHI BIYÁ UAI. PRECURSORES
�Antología multilingüe de la literatura indígena contemporánea
en Colombia I
Miguel Rocha Vivas (2 ediciones)
72
PÜTCHI BIYÁ UAI. PUNTOS APARTE
Antología multilingüe de la literatura indígena contemporánea
en Colombia II
Miguel Rocha Vivas (2 ediciones)
73
GLOSARIO PARA LA INDEPENDENCIA (2 ediciones)
Palabras que nos cambiaron
74
LA HISTORIA DE RASSELAS, PRÍNCIPE DE ABISSINIA
Sammuel Johnson
75
ANACONDA Y OTROS CUENTOS
Horacio Quiroga
76
EL FÚTBOL SE LEE
Darío Jaramillo Agudelo, Álvaro Perea Chacón, Mario
Mendoza, Ricardo Silva Romero, Fernando Araújo Vélez,
Guillermo Samperio, Daniel Samper Pizano, Óscar Collazos,
Luisa Valenzuela, Laura Restrepo, Pablo R. Arango, Roberto
Fontanarrosa
77
ESCRIBIR EN BOGOTÁ
Juan Gustavo Cobo Borda
78
EL PRIMER AMOR
Iván Turguéniev
79
MEMORIAS PALENQUERAS Y RAIZALES (2 ediciones)
Fragmentos traducidos de la lengua palenquera y el creole
80
RUFINO JOSÉ CUERVO
Una biografía léxica
81
ALGUNOS ESPECTROS ORIENTALES
Lafcadio Hearn
�82
LOS OFICIOS DEL PARQUE
Crónicas
Mario Aguirre, Orlando Fénix, Gustavo Gómez Martínez,
Lillyam González, Raúl Mazo, Larry Mejía, Catalina Oquendo,
María Camila Peña, Nadia Ríos, Verónica Ochoa, Umberto
Pérez, John Jairo Zuluaga
83
CALIDEZ AISLADA
Camilo Aguirre
Premio Beca Creación Novela Gráfica 2011 (2 ediciones)
84
FICÇÕES. FICCIONES DESDE BRASIL
Joaquim Maria Machado de Assis, Afonso Henriques de Lima
Barreto, Graciliano Ramos, Clarice Lispector, Rubem Fonseca,
Dalton Trevisan, Nélida Piñón, Marina Colasanti, Tabajara
Ruas, Adriana Lunardi
85
LAZARILLO DE TORMES
Anónimo
86
¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON ALPACAS ELÉCTRICAS?
Antología de ciencia ficción contemporánea latinoamericana
Jorge Aristizábal Gáfaro, Jorge Enrique Lage, Bernardo
Fernández BEF, José Urriola, Pedro Mairal, Carlos Yushimito
87
LAS AVENTURAS DE PINOCHO
Historia de una marioneta
Carlo Collodi Traducción de Fredy Ordóñez
88
RECETARIO SANTAFEREÑO
Selección y prólogo de Antonio García Ángel
89
CARTAS DE TRES OCÉANOS 1499-1575
Edición y traducción de Isabel Soler e Ignacio Vásquez
90
QUILLAS, MÁSTILES Y VELAS
Textos portugueses sobre el mar
91
ONCE POETAS BRASILEROS
�Selección y prólogo de Sergio Cohn Traducción de John Galán
Casanova
92
RECUERDOS DE SANTAFÉ
Soledad Acosta de Samper
93
SEMBLANZAS POCO EJEMPLARES
José María Cordovez Moure
94
FÁBULAS DE SAMANIEGO
Félix María Samaniego
95
COCOROBÉ: CANTOS Y ARRULLOS DEL PACÍFICO COLOMBIANO
Selección y prólogo: Ana María Arango
96
CRONISTAS DE INDIAS EN LA NUEVA GRANADA (1536-1731)
Gonzalo Jiménez de Quesada, Pedro Cieza de León, Fray Pedro
Simón, Alexandre Olivier Exquemelin, Fray Alonso de Zamora,
Joseph Gumilla
97
BOGOTÁ CONTADA
Carlos Yushimito, Gabriela Alemán, Rodrigo Blanco Calderón,
Rodrigo Rey Rosa, Pilar Quintana, Bernardo Fernández bef,
Adriana Lunardi, Sebastià Jovani, Jorge Enrique Lage, Miguel
Ángel Manrique, Martín Kohan, Frank Báez, Alejandra
Costamagna, Inés Bortagaray, Ricardo Silva Romero
98
POESÍA SATÍRICA Y BURLESCA
Francisco de Quevedo
99
DIEZ CUENTOS PERUANOS
Enrique Prochazka, Fernando Ampuero, Óscar Colchado,
Santiago Roncagliolo, Giovanna Pollarolo, Iván Thays, Karina
Pacheco, Diego Trelles Paz, Gustavo Rodríguez, Raúl Tola
100
TRES CUENTOS Y UNA PROCLAMA
Gabriel García Márquez
101
CRÓNICAS DE BOGOTÁ
Pedro María Ibáñez
�102
DE MIS LIBROS
Álvaro Mutis
103
CARMILLA
Sheridan Le Fanu Traducción de Joe Broderick
104
CALIGRAMAS
Guillaume Apollinaire Traducción de Nicolás Rodríguez Galvis
105
FÁBULAS DE LA FONTAINE
Jean de La Fontaine
106
BREVIARIO DE LA PAZ
107
TRES CUENTOS DE MACONDO Y UN DISCURSO
Gabriel García Márquez
108
CARTA SOBRE LOS CIEGOS PARA USO DE LOS QUE VEN
Denis Diderot
Traducción de Nicolás Rodríguez Galvis
109
BOGOTÁ CONTADA 2.0
Alberto Barrera Tyszka, Diego Zúñiga, Élmer Mendoza,
Gabriela Wiener, Juan Bonilla, Luis Fayad, Pablo Casacuberta,
Rodrigo Hasbún, Wendy Guerra
110
50 POEMAS DE AMOR COLOMBIANOS
111
EL MATADERO
Esteban Echeverría
112
BICICLETARIO
113
EL CASTILLO DE OTRANTO
Horacio Walpole
114
LA GRUTA SIMBÓLICA
115
FÁBULAS DE IRIARTE
Tomás de Iriarte
116
ONCE POETAS HOLANDESES
�Selección y prólogo de Thomas Möhlmann.
Traducción de Diego J. Puls, Fernando García de la Banda y
Taller Brockway
117
SIETE RETRATOS
Ximénez
118
BOGOTÁ CONTADA 3
Fabio Morábito, Daniel Cassany, Fernanda Trías, Iván Thays,
Da niel Valencia Caravantes, Luis Noriega, Federico Falco,
Mayra Santos-Febres
119
GUADALUPE AÑOS SIN CUENTA
Creación Colectiva Teatro La Candelaria
120
«PRELUDIO» SEGUIDO DE «LA CASA DE MUÑECAS»
Katherine Mansfield
Traducción de Erna von der Walde
121
SYLVIE, RECUERDOS DEL VALOIS
Gérard de Nerval Traducción de Mateo Cardona Vallejo
122
ONCE POETAS FRANCESES
Selección y prólogo de Anne Louyot Traducción de Andrés
Holguín
123
«PIEL DE ASNO» Y OTROS CUENTOS
Charles Perrault
Traducción de Mateo Cardona
Ilustrados por Eva Giraldo
124
BODAS DE SANGRE
Federico García Lorca
125
MARAVILLAS Y HORRORES DE LA CONQUISTA
Comentarios y notas de Jorge O. Melo
126
BOGOTÁ CONTADA 4
Eduardo Halfon, Horacio Castellanos, Hebe Uhart, Marina
Perezagua, Edmundo Paz Soldán, Lina Meruane, Ricardo Cano
�Gaviria
127
LA HISTORIA DEL BUEN VIEJO Y LA BELLA SEÑORITA
Italo Svevo
Traducción de Lizeth Burbano
128
LA MARQUESA DE O.
Heinrich von Kleist
Traducción de Maritza García Arias
129
JUAN SÁBALO
Leopoldo Berdella de la Espriella
Ilustrado por Eva Giraldo
130
ARTE DE DISTINGUIR A LOS CURSIS
Santiago de Liniers & Francisco Silvela
131
VERSIONES DEL BOGOTAZO
Arturo Alape, Felipe González Toledo, Herbert Braun, Carlos
Cabrera Lozano, Hernando Téllez, Lucas Caballero –Klim–,
Miguel Torres, Guillermo González Uribe, Víctor Diusabá Rojas,
María Cristina Alvarado, Aníbal Pérez, María Luisa Valencia
132
ONCE POETAS ARGENTINOS
Selección y prólogo de Susana Szwarc
133
BOGOTÁ CONTADA 5
Pedro Mairal, Francisco Hinojosa, Margarita García Robayo,
Dani Umpi, Ricardo Sumalavia, Yolanda Arroyo
134
LA DICHA DE LA PALABRA DICHA
Nicolás Buenaventura
Ilustrado por Geison Castañeda
135
EL HORLA
Guy de Maupassant
Traducción de Luisa Fernanda Espina
136
HIP, HIPOPÓTAMO VAGABUNDO
Rubén Vélez
�Ilustrado por Santiago Guevara
137
SHAKESPEARE: UNA INDAGACIÓN SOBRE EL PODER
Estanislao Zuleta
138
VERSIONES DE LA INDEPENDENCIA
139
CUENTOS MÍTICOS DEL SOL, LA AURORA Y LA NOCHE
Traducción de Beatriz Peña Trujillo
�COMPARTE LIBROS
que después de ser leídos, deben quedar libres para llegar a otros lectores,
y te deja entrar gratis a una biblioteca digital con la mejor literatura.
***
Escanea el código, ingresa a la biblioteca y deja volar tu imaginación.
�CUENTOS MÍTICOS DEL SOL,
DE LA AURORA Y DE LA NOCHE
DE TEÓFILO BRAGA FUE EDITADO
POR EL INSTITUTO DISTRITAL DE LAS
ARTES - IDARTES PARA SU BIBLIOTECA
LIBRO AL VIENTO, BAJO EL NÚMERO
CIENTO TREINTA Y NUEVE, Y SE
IMPRIMIÓ EN EL MES DE JULIO DEL
AÑO 2019 EN BOGOTÁ.
Este
ejemplar de
Libro al Viento
es un bien público.
Después de leerlo
permita que circule
entre los demás
lectores.
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Dublin Core
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Title
A name given to the resource
Libro al viento
Description
An account of the resource
Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a>
Libros
Las digitalizaciones de libros también se incluirían en este apartado a pesar de ser estrictamente imágenes
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Title
A name given to the resource
Cuentos míticos del sol, de la aurora y de la noche
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Braga, Teófilo, 1843-1924
Subject
The topic of the resource
Cuentos portugueses
Description
An account of the resource
Contiene cuentos recopilados por el escritor portugués que muestran parte de la tradición del folclor luso. La obra fue ganadora de la beca de traducción portugués, Idartes 2018
Publisher
An entity responsible for making the resource available
Instituto Distrital de las Artes (Bogotá)
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Peña Trujillo, Beatriz (traductora)
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
PDF
Extent
The size or duration of the resource.
198 páginas
Identifier
An unambiguous reference to the resource within a given context
ISBN: 9789585487116
Language
A language of the resource
spa
Access Rights
Information about who can access the resource or an indication of its security status. Access Rights may include information regarding access or restrictions based on privacy, security, or other policies.
Acceso abierto
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2019
Rights
Information about rights held in and over the resource
Atribución – No comercial – Sin Derivar (BY-NC-ND)
Literatura portuguesa