https://coleccionesdigitales.biblored.gov.co/files/original/130a300dce65359ccc8461f3442f4a45.png 8fdecafedbf007f5222a7c43a25dabdd https://coleccionesdigitales.biblored.gov.co/files/original/584f8a940c6d400a3b48c9ad48e80695.pdf ca1cc771eab00cd1d1aecc493cf51e6d PDF Text Text ����ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ ENRIQUE PEÑALOSA LONDOÑO , Alcalde Mayor de Bogotá MARÍA CLAUDIA LÓPEZ SORZANO , Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES JULIANA RESTREPO TIRADO , Directora General JAIME CERÓN SILVA , Subdirector de las Artes LINA MARÍA GAVIRIA HURTADO , Subdirectora de Equipamientos Culturales LILIANA VALENCIA MEJÍA , Subdirectora Administrativa y Financiera MARCELA TRUJILLO QUINTERO , Subdirectora de Formación Artística ALEJANDRO FLÓREZ AGUIRRE, Gerente de Literatura CARLOS RAMÍREZ PÉREZ, OLGA LUCÍA FORERO ROJAS , RICARDO RUIZ ROA , ELVIA CAROLINA HERNÁNDEZ LATORRE, YENNY MIREYA BENAVÍDEZ MARTÍNEZ, MARÍA EUGENIA MONTES ZULUAGA , ÓSCAR JAVIER GAMBOA ARÉVALO , Equipo del Área de Literatura Primera edición: Bogotá, julio de 2019 Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente, por ningún medio de reproducción, sin consentimiento escrito del editor. Imágenes: ilustraciones de carátula e interiores libres de derechos tomadas de ClipArt ETC; Teófilo Braga en contracarátula, fotografía de António Novais (1915). © INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES © BEATRIZ PEÑA TRUJILLO , Traductora ANTONIO GARCÍA ÁNGEL, Edición ÓSCAR PINTO SIABATTO , Diseño + diagramación 978-958-5487-10-9, ISBN 978-958-5487-11-6, ISBN Digital UNIÓN TEMPORAL IDARTES , Impresión GERENCIA DE LITERATURA IDARTES CARRERA 8 n.° 15-46 Bogotá D. C. Teléfono: 3795750 www.idartes.gov.co contactenos@idartes.gov.co @LibroAlViento @Libro_Al_Viento Traducción de Cuentos míticos del sol, la aurora y la noche Beatriz Eugenia Peña Trujillo, Beca de Traducción - Francés, 2018 Resolución 574 de 2018 «Por medio de la cual se acoge la recomendación del jurado �designado para seleccionar los ganadores de la convocatoria BECA DE TRADUCCIÓN y se ordena el desembolso del estímulo económico a los seleccionados como ganadores». Jurados Beca de Traducción - Francés 2018 Mediante la Resolución 549 del 5 de junio de 2018 se designaron como jurados del concurso Beca de Traducción - Portugués a Felipe Cammaert Hurtado, Jerónimo Pizarro Jaramillo y Mario René Rodríguez Torres. Conversión a epub Manuvo Colombia SAS/ Mákina Editorial https://makinaeditorial.com/ �CONTENIDO TEÓFILO BRAGA por Antonio García Ángel CUENTOS MÍTICOS DEL SOL, DE LA AURORA Y DE LA NOCHE Cara de buey El viejo Querecas El zurrón La falda de cascabeles Las tres hadas La hija del rey moro Las hilanderas Clavel, Rosa y Jazmín El Mago El Maestro de las Artes de Magia El aprendiz del Mago La serpiente de siete cabezas El Conde Soldadito La sardinita María del Bosque Una rosa blanca en la boca El caballito de siete colores La muda de la cebolla El zapatico de raso La madrastra �El huevo y el brillante Cabellos de oro La Andarina La hija del labrador La fea que se volvió bonita El pez encantado La brevita del brevo La del balcón La novia hermosa La novia del cuervo La devanadera de oro El príncipe que se fue a cumplir su destino María Sagaz El conejo blanco Clarinha Bola Bola Linda Blanca El Rey Oreja Las cuñadas del rey Los siete hechizados Las disimuladas La mano del finado El rey de Nápoles El matador de animales Las nueces Las tres cidras del amor Garrote de dieciséis quintales La torre de Babel ¡Pega, cachiporra! La sal Los niños abandonados El ahijado de san Antonio La hija del diablo Las tres manzanas de oro El sargento que fue hasta el infierno La princesa adivina �La adivina del rey �TEÓFILO BRAGA POLÍTICO, PROFESOR y escritor portugués, Joaquim Teófilo Fernández Braga nació el 24 de febrero de 1843, en Ponta Delgada, y murió el primero de enero de 1924 en Lisboa. Fue el séptimo hijo del matrimonio entre Joaquín Fernandes Braga, un antiguo oficial miguelista1 convertido en profesor de Matemáticas y Filosofía, y Maria José da Câmara Albuquerque, hija de un descendiente de los dignatarios de Santa María, una de las Islas Azores. Cuando Braga tenía tres años de edad murió su madre. Dos años después su padre se casó con Ricarda Mafim Pereira, quien marcó su vida y su carácter cerrado y agreste de manera definitiva, pues según los historiadores doña Ricarda se parecía mucho a las madrastras desalmadas que pueblan este, nuestro Libro al Viento 139. Para escapar de su madrastra empieza a trabajar en el taller de tipografía del diario A Ilha, para extender luego su colaboración a otros periódicos como O Meteoro y O Santelmo. En 1858, en una edición costeada por el Vizconde da Praia, un potentado local, sale su primer libro, el poemario Hojas verdes. Se trataba de una tímida imitación de Hojas caídas, publicada un lustro antes por el escritor romántico Almeida Garrett para Rosa Montufar, vizcondesa de La Luz, el cual tuvo gran éxito entre los lectores. Una vez terminados sus estudios de liceo, pensó en irse a las colonias americanas para vivir de algún oficio como tipógrafo o comerciante. Su padre le dijo que lo podría apoyar si entraba a la Universidad de Coimbra; ante eso, el aspirante a doctor en Teología Teófilo Braga llega a Coimbra �en 1861, pero finalmente se decanta por el estudio del Derecho. En sus clases y correrías reencuentra a su coterráneo Antero de Quental y conoce a otros que serían conocidos como la Generación del 70, un movimiento académico que revolucionó diferentes dimensiones de la política, la cultura y la literatura portuguesas. Como el dinero que le enviaba su padre era insuficiente, el joven estudiante trabajaba haciendo traducciones, artículos, poemas y otros escritos para revistas como O Instituto, Revista de Coimbra, Revista Contemporânea de Portugal e Brasil y A Grinalda. En 1864, bajo la influencia literaria de Victor Hugo, publicó los libros de poemas Visión de los tiempos y Tempestades sonoras, ambos acompañados de textos teóricos en los que exponía su concepción de una poesía filosófica. La crítica los recibió favorablemente, pero este último libro, a la par de uno que había publicado Antero de Quental, Odas modernas, tenían una orientación contraria a la política conservadora de la monarquía constitucional y una crítica a la actuación de la iglesia, lo cual despertó la animadversión del poeta Antonio Feliciano de Castilho y sus adláteres. Por esto se desató en 1866 la llamada Cuestión de Coimbra, una polémica que agitó el mundo literario portugués. Oponía, de un lado, a los partidarios del romanticismo representados por de Castilho y, del otro, a jóvenes intelectuales y escritores de la ciudad de Coimbra, abiertos a las ideas nuevas venidas de Europa. El año 1868 resulta muy importante en la vida del autor, pues concluye sus estudios de Derecho, se traslada a Lisboa y además contrae matrimonio con doña Maria do Carmo Barros Leite, con quien tuvo dos hijos. Ese año también es fundamental en su quehacer literario, pues traduce a Chateaubriand e, influenciado por las lecturas de Hegel, Schlegel y Grimm, inicia su estudio de los orígenes de la literatura portuguesa, ello lo conduciría a diversas investigaciones y antologías como el Cancionero popular y romancero general (1867), Historia de la poesía popular portuguesa (1867), Floresta de Vários Romances (1868) y Cantos populares del archipiélago azoriano (1869), en una primera fase, y en una segunda fase a los Cuentos Tradicionales Portugueses (1883), cuya primera sección, «Cuentos míticos del sol, de la aurora y de la noche», presentamos a ustedes en forma de Libro al Viento, en la traducción de �Beatriz Peña Trujillo, ganadora del Concurso Beca de Traducción, categoría Traductores del portugués, de Idartes, en 2018. A diferencia de Perrault y Los hermanos Grimm, que fijaron una versión frente a diversas variaciones de la tradición oral, Braga es exhaustivo, glosa todas las formas que existen con sus mínimas modificaciones; su interés es más etnográfico que autoral, de tal manera que algunas veces el lector encontrará cuentos bastante parecidos, como «El mago» y «El maestro de las artes de magia» o «La Andarina» y «La hija del labrador», entre otros que para más señas están ubicados de manera consecutiva. Como suele suceder en los cuentos populares antiguos, hay incestos, sumisión de la mujer, parricidios, matricidios, filicidios, discriminación racial y otro tanto de temas que escapan a las consideraciones contemporáneas en cuanto a la igualdad, la tolerancia, la inclusión y otros valores liberales. Tampoco es ajena a estos textos la concepción de la belleza y la fealdad en términos morales, una constante en los relatos folclóricos europeos y de otras vertientes culturales. En gran medida son reflejo de épocas más oscuras, más bárbaras, pero también del pensamiento mítico que cobijaba no sólo a Portugal sino a todo el Viejo Continente. En ese sentido, podrá el lector hallar algunos pasajes que refieren, se asemejan o tienen ecos de narraciones ya conocidas: «La falda de cascabeles» se emparenta con «La bella durmiente», «El zapatico de raso» es una versión portuguesa de «La Cenicienta», en «La hija del rey moro» hay un episodio que recuerda al pasaje bíblico en que Moisés abre las aguas del Mar Rojo, «Clavel, rosa y jazmín» tiene unas botas de siete leguas como las de Pulgarcito y el Gato con Botas, así como otros elementos del folclor europeo y la tradición judeocristiana que se dan cita en estas páginas. Los castillos, la nobleza, los caballeros, los dragones y muchos elementos de esa imaginería perviven hoy en Juego de tronos y las películas animadas de Disney. A partir de 1878, Braga empezó a involucrarse activamente en la política, un proceso que lo llevaría finalmente al sillón presidencial por un corto tiempo: del 29 de mayo al 4 de agosto de 1915, en sustitución del presidente Manuel de Arriaga. �Murió mientras trabajaba en su estudio, el 28 de enero de 1924, dejando un total de 360 obras que abarcan campos tan diversos como la Historia Universal, historia del Derecho, de la Universidad de Coimbra, del teatro portugués y la influencia de Gil Vicente en él, de la literatura portuguesa, de las novelas de caballería, del Romanticismo y de las ideas republicanas en Portugal. ANTONIO GARCÍA ÁNGEL BIBLIOGRAFÍA CARVALHO HOMEM, Amadeu, Breve síntese da vida e da obra de Teófilo Braga, en Figuras da Cultura Portuguesa, Centro Virtual Camões. http://cvc.instituto-camoes.pt/figuras/tbraga. html BRAGA, Teófilo, en Artigos de apoio Infopédia. Porto: Porto Editora, 20032019. https://www.infopedia.pt/apoio/ artigos/$teofilo-braga BRAGA, Teófilo, en Presidência da Portuguesa. http://www.presidencia.pt/? idc=13&idi=37 1 Se refiere a Miguel de Braganza y Borbón (1802-1866) o Miguel I de Portugal, como se hizo llamar durante su reinado de seis años. Era el segundo hijo del rey Juan VI de Portugal, le dio un golpe de Estado a su hermano primogénito Pedro en 1828 y fue depuesto por este en 1834. Marchó al exilio y se casó con una princesa alemana con la que tuvo siete hijos. ���CARA DE BUEY ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía tres hijos. Un buen día los llamó y les dijo: —Hijos míos, váyanse a recorrer el mundo, y aquel que traiga la mujer más hermosa será el que habrá de quedarse con el reino. Todos partieron. Los dos mayores pronto encontraron dos muchachas muy hermosas, con las que se casaron; una era hija de una panadera y la otra de un herrero. El más joven anduvo por muchas tierras, sin encontrar una mujer que le agradara. Cierto día que iba por un descampado, sintiendo que la fatiga lo vencía, el muchacho bajó del caballo y se tendió a la sombra. Sus ojos tropezaron con una casa muy alta sin puerta alguna, que sólo muy arriba tenía una ventana. Pasó allí largo rato hasta que vio llegar a una vieja, que se acercó al muro de la casa, dio unos golpes en la pared y dijo: Arcello, Arcello, echa acá tu cabello abajo, de repente, quiero subir inmediatamente. El joven vio entonces aparecer en la ventana una larguísima trenza de cabello, que lo asombró por su belleza. La vieja se agarró de ella como si fuera una cuerda y subió hacia dentro de la casa. Poco después la vieja volvió a salir, y el caballero, deseoso de ver de quién era aquella trenza, se acercó a la pared, dio unos golpes y repitió las palabras: �Arcello, Arcello, echa acá tu cabello abajo, de repente, quiero subir inmediatamente. La trenza bajó por la ventana y el muchacho subió. Maravillado, vio delante de él la cara más bonita del mundo. Entonces la joven soltó un gran ay de aflicción: —Váyase, señor, mi madre puede llegar, y ella es capaz de usar sus malas artes para causarle grandes daños. —No me voy hasta que vengas conmigo, porque si vienes, yo recibiré el reino de mi padre. Y si no quieres venir, me lanzaré por esta ventana. Bajaron ambos por la pared y huyeron a toda prisa en el caballo, que descansaba a la sombra. Todavía no iban muy lejos, cuando oyeron una voz: —¡Para, para, hija cruel, no me dejes sola en el mundo! Y como la joven seguía huyendo con el príncipe, la vieja le dijo: —Al menos mira para atrás y recibe la bendición de tu madre. En cuanto la muchacha se volteó, ella le dijo: —Oye este hechizo: que esa bonita cara que tienes se convierta en una cara de buey. Pobrecita, al instante quedó con cara de buey. Cuando el príncipe llegó a la corte, todo el mundo se echó a reír al ver a aquel horrible ser, sin entender cómo él se había enamorado de una cosa tan fea, que daba ganas de salir corriendo. El príncipe les contó a sus hermanos su desventura, ¿pero quién le iba a creer? Se acercaba el día en que los tres hermanos habrían de presentar a sus esposas ante toda la corte, para que se determinara cuál era la más bella y cuál de ellos habría de quedarse con el reino. La anciana reina sentía gran pesar de su hijo y se las arregló para retardar la ceremonia, esperando que la vieja, con el tiempo, perdonara a la muchacha y le restituyera su hermosura. La reina dijo entonces que quería que cada una de sus tres nueras le bordara un pañuelo, antes de la ceremonia en la corte. La hija de la �panadera y la del herrero no sabían bordar, e intentaron engañar a la reina consiguiendo quién les hiciera los bordados; la que tenía cara de buey se echó a llorar, y tanto lloró que se le apareció la vieja y le dijo: —No te atormentes más; el día que tengas que entregarle el pañuelo a la reina, yo vendré a traértelo. Llegado el día, la vieja apareció para entregarle una nuez diminuta. La cara de buey se la llevó a la reina diciéndole que allí estaba su pañuelo. La reina cascó la nuez y su admiración fue grande al ver el más fino cambray, bordado de flores y ramas y aves. Llegó para las tres nueras del rey el día de ir a la corte para ser presentadas; la cara de buey se echó a llorar, y lloró hasta que se le apareció la vieja: —No llores más, aquí te traigo un vestido para la fiesta —lo desdobló: era todo bordado en oro y pedrería. Su hija se lo puso, pero un vestido tan bonito más horrenda la hacía ver. Y se echó a llorar, y lloraba cada vez más. Ya todos habían entrado al salón y sólo faltaba ella; entonces la vieja le dijo: —Ve, ahora. La hija obedeció, pero iba muy triste de verse tan espantosa. Cuando iba por el corredor del palacio, su madre le dijo desde lejos: —Mira para atrás —y apenas su hija volteó la cara, continuó—: recupera tu hermosura. Pero no te olvides de guardarte en las mangas del vestido todos los pedacitos de tocino que puedas, para traérmelos. Entonces ella entró al salón del brazo de su esposo y todo el mundo se maravilló al verla. La corte entera reconoció que ella era la más bonita y se dirigieron todos a la mesa del banquete. Mientras comían, la muchacha no hacía otra cosa que guardarse pedacitos de tocino en las mangas del vestido; las otras dos, viéndola hacer aquello, trataron de hacer lo mismo, pensaron que era lo acostumbrado. Terminada la cena, comenzó el baile. La reina, al ver el piso todo embadurnado de grasa y que a cada paso se resbalaba en pedazos de tocino, preguntó quién había hecho semejante porquería. Las damas dijeron que habían visto que la princesa heredera lo hacía y entonces �habían hecho lo mismo. Luego todas se pusieron a sacudir las mangas de los vestidos, y de las mangas de la muchacha cayeron aljófares y diamantes, mezclados con flores; las otras dos, avergonzadas, se lanzaron por las ventanas, por las escaleras, humilladas, y aquella a quien llamaban cara de buey fue la que llegó a ser reina, porque el rey le entregó la corona a su hijo menor. (Algarve - Faro) �EL VIEJO QUERECAS ÉRANSE UNA VEZ tres hermanas muy pobres, que vivían de su incesante trabajo. En aquellas tierras había una casa donde nadie quería vivir, porque de noche se oían allí fuertes gritos y cosas aterradoras; las muchachas, para ahorrarse el alquiler, pidieron que las dejaran vivir en esa casa. La más joven, más valiente que las otras, se instaló en el último piso. Una noche —casi ni había acabado de acostarse— oyó una voz que gritaba: —¡Voy cayendo! —¡Pues cae! —le respondió la muchacha. De un hueco del techo cayó una pierna. Después sonó de nuevo el mismo grito: —¡Voy cayendo! —¡Pues cae! —repitió la muchacha; y así fueron cayendo los brazos, el tronco, hasta que tuvo delante de ella a un hombre ya muy viejo y calvo. El viejo se acercó a la joven y le preguntó: —¿No te doy miedo? —No. —Haces muy bien; eres la primera y única persona que ha aguantado el miedo de verme. En premio a tu valor, toma esta bolsa y, además, cuando te veas en algún apuro, di siempre: «¡Socórreme, viejo Querecas!». El dinero de la bolsa nunca se acababa, y las tres hermanas empezaron a vivir con holgura. Entretanto la más joven comenzó a sentir que, por más que se encerrara en su alcoba, era como si alguien se metiera a la cama con ella. �Le pasó por la cabeza que podía ser el viejo Querecas y sintió cierta repugnancia; pero, para asegurarse, una noche encendió de pronto la vela y vio acostado junto a ella a un hermoso joven, dormido. Tan embebida estaba mirándolo, que le dejó caer una gota de cera en la cara. El muchacho se despertó de repente y dijo: —¡Ah, infeliz, mira lo que hiciste! ¡Me redoblaste el hechizo, que ya casi llegaba a su fin! Ahora no volverás a verme. La joven lloró mucho, y lloró aun más cuando se dio cuenta del estado en que se encontraba. Se acordó entonces del segundo don y dijo: —¡Socórreme, viejo Querecas! —Aquí estoy, y bien sé por qué me llamas. Sólo hay una manera de remediar el mal que tú misma te hiciste. Toma estos tres ovillos y ve andando sin parar hasta donde se acaben; dondequiera que eso sea, pide que te den posada para resguardarte del sereno. La muchacha lloró por tener que dejar a sus hermanas, pero quería romper el hechizo de aquel joven. Echó a andar sin parar, hasta que después de mucho tiempo fue a dar a un palacio rodeado de un rico jardín. Espió por el agujero de la cerradura y vio un salón lleno de mujeres que trabajaban en unos bonitos vestidos de boda y cosían las ropitas de una criatura. Sintió temor de tocar aquella puerta y fue rodeando el palacio hasta que se encontró con un hortelano, a quien le pidió posada. El hortelano le respondió: —¿Acaso no sabes en casa de quién estás, para venir así como así a pedir posada? —Lo único que sé es que ya no me tengo en pie de tan cansada que estoy, hazme la caridad. El hortelano sintió pesar de la joven y entonces le dio un rincón en el pajar. Ella se acostó más muerta que viva y allí mismo dio a luz un niño. Todo aquello se transformó en una alcoba muy pulcra y lujosa. Cuando al otro día llegó el hortelano, se sorprendió con lo que vio. De inmediato dio parte a la reina, que quiso asegurarse de semejante maravilla. Cuando se acercó a donde estaba la muchacha, dio un grito al ver a la criatura: —¡Ay, señora! ¿Quién es el padre de este niño? �La muchacha se sentía muy avergonzada de no poder decirlo enseguida; en medio de su confusión, contó el asunto del viejo Querecas. Fue entonces que la reina advirtió: —Este niño es el vivo retrato de mi hijo, que un buen día desapareció, sin que nunca más tuviera noticias de él, ni malas ni buenas. Entonces la reina llevó a la joven al palacio. Luego fue a bañar a la criatura, y al desvestirla le encontró en la espalda una gran señal. Observó y se dio cuenta de que era un pequeño candado con una llavecita; quiso ver si le abría, pero, atemorizada, le dijo a la muchacha que mejor probara ella si la llave giraba. La madre del niño tomó la llavecita y el candado se abrió de una vez, y al instante se rompió el hechizo del príncipe, que le debió su libertad al valor de aquella muchacha, con quien enseguida se casó. (Algarve) �EL ZURRÓN HABÍA UNA VEZ una pobre viuda que no tenía sino una hija. La muchacha nunca salía de sus lares, y cierto día otras jóvenes de los alrededores le pidieron a su madre que, la víspera de San Juan, la dejara ir con ellas a bañarse en el río. La muchacha salió con el grupo, y ya en el río, antes meterse al agua, una amiga le dijo: —Quítate los aretes y ponlos encima de una piedra, porque se te pueden caer al agua. Y así lo hizo ella. Cuando estaban jugando en el agua, pasó un viejo, y al ver los aretes sobre la piedra los cogió y los echó en su zurrón. Al darse cuenta, la muchacha se puso muy triste y corrió tras el hombre, que ya iba lejos. El viejo le dijo que le daría los aretes siempre y cuando ella fuera a buscarlos dentro del zurrón. La joven fue, pero el viejo cerró el zurrón con ella adentro, se lo echó a la espalda y se fue, sin más ni más. Las demás muchachas regresaron sin su compañera, y la pobre viuda se lamentó, sin esperanzas de volver a ver a su hija. Después de cruzar la sierra, el viejo abrió el zurrón y le dijo a la muchacha: —De ahora en adelante me ayudarás a ganarme la vida. Yo iré mendigando por las calles y cuando diga «¡Canta, zurrón, si no, te doy con el bordón!», tú cantarás, te guste o no te guste; hazme caso. Por dondequiera que el hombre pasaba, todo el mundo se asombraba al ver semejante maravilla. Cierto día el viejo llegó a un pueblo donde ya había corrido la noticia de que un hombre hacía cantar un zurrón, y �entonces la gente le hizo corro para asegurarse. Cuando el viejo vio que ya había bastantes curiosos, levantó el palo y dijo: ¡Canta, zurrón, si no, te doy con el bordón! Entonces se escuchó un canto que decía: Adentro de este zurrón, la vida yo perderé, por amor de mis aretes que en una fuente dejé. Al enterarse de aquello, los guardias averiguaron dónde se alojaba el viejo. Fueron a ver a la dueña de la posada, y ella les dejó revisar el zurrón mientras el hombre dormía; allí encontraron, muy triste y enferma, a la pobre muchacha. Ella les contó todo, y así supieron del caso de la viuda y su hija robada. Entonces los guardias se llevaron a la joven y mandaron llenar el zurrón de inmundicias, de tal suerte que al otro día, cuando el viejo exhibió su zurrón, ningún canto salió de allí, y apenas él lo golpeó con el bordón, toda la porquería se regó por el suelo y la gente lo obligó a embutírsela. Así, el viejo terminó en la prisión y la muchacha volvió a la casa de su madre. (Algarve) �LA FALDA DE CASCABELES HABÍA UNA VEZ un noble que tenía tres hijas y acostumbraba pasar el verano con ellas en el campo. El día que ya era tiempo de volver a la corte, su hija mayor, que era muy diligente, se quedó para hacer el equipaje. Después, ya con todo arreglado y listo para partir, la jovencita fue donde la casera de la quinta, que andaba ocupada en los oficios de la casa. Encima de una caja había una rueca con estopa y la muchacha la cogió para entretenerse: —¡Niña, no cojas esa rueca! Se te puede meter una astilla entre las uñas, y mira que eso duele mucho. La vieja siguió arreglando su casa. De pronto oyó un grito y fue a ver qué pasaba. La muchacha había caído desmayada, sin sentido. La mujer le dio a oler romero, lavanda, pero ella no volvía en sí. Azorada por aquella desgracia, escondió a la joven. Tan pronto anocheció fue a acostarla en el coto de caza del rey: le puso un cojín para recostarle la cabeza y la cubrió con una manta, para simular que estaba dormida. Pasado otro día, fue a ver si la muchacha había vuelto en sí. Nada. Entonces se quedó bien callada y volvió a su casa. El príncipe acostumbraba salir de cacería, y un día se recogió en aquel coto porque se le había hecho de noche muy rápido. Se asombró mucho al descubrir allí durmiendo sola a una hermosa joven. Se quedó mirándola largo rato. Se sentía ya enamorado y quiso despertarla. Ella estaba sonrosada y risueña, pero no se movía. Él quería que se despertara, pues bien sabía que no estaba muerta y quería hablarle. Todo fue imposible. �Pero el príncipe no abandonó a la muchacha. Cada vez que podía fingía que salía de cacería, aunque no hacía más que ir a sentarse al pie de ella, pues la amaba con locura. El único que sabía de su secreto era el criado que lo acompañaba. El príncipe iba a la corte sólo de pasada cuando era necesario y regresaba al coto de caza, donde cuidaba a la joven dormida, que aun estando así tuvo tres hijos. Los niños fueron creciendo y se volvían cada vez más encantadores, pero el príncipe sentía una gran tristeza de que su madre estuviera en aquel estado. Un buen día uno de los pequeños jugaba encima de la cama y se puso a juguetear con las uñas a su madre, y por casualidad, sin saber cómo, hizo que de la uña saltara la astilla que le había causado aquel mal. El príncipe, que estaba allí, se maravilló al verla moverse enseguida y comenzar a hablar y a besar a sus hijos, como si hubiera vuelto a la vida. Entonces le contó cómo había pasado todo hasta ese momento, y le dijo que sus tres hijos se llamaban Clavel, Rosa y Jazmín. Pero la reina recelaba de aquellas ausencias de su hijo e intentaba descubrir algo. En cierta ocasión el príncipe tuvo que ir a una gran feria y le preguntó a su amada si quería que le llevara algo de allí; después de mucho insistirle, ella finalmente dijo: —Bueno, tráeme una falda de cascabeles. No había faldas así, pero el príncipe mandó hacer una especialmente; era una falda llena de cascabeles, que tintineaban. La muchacha quedó muy contenta con el recuerdo. Pero la reina, que tramaba su venganza y ya sabía todo por el paje que acompañaba a su hijo, hizo que el príncipe se demorara muchos días en la corte. El hijo, conociendo el mal genio de ella, nada decía, pero sentía una inmensa añoranza. Y cierta vez la reina le oyó suspirar: ¡Ay de mí, Clavel, Rosa y Jazmín! Aquello le confirmó la verdad. La reina llamó al paje y le dijo: �—Ve ahora mismo, si no quieres que te mande matar, y tráeme aquí al niño Clavel. Dile a mi nuera que es una orden del príncipe, que ya me contó todo. El paje le llevó al niño y la vieja reina se lo entregó a su criada diciéndole: —Cocíname este niño para la comida. Cuando su hijo estaba comiendo, y comía con desgano por su gran tristeza, la reina le dijo: —Come, come, que es tuyo. Pasados algunos días la reina le ordenó al paje que fuera a buscar a la niña Rosa. Todo pasó de la misma manera. Después le ordenó que le llevara al niño Jazmín. El príncipe ya se sentía enfermo, y la vieja reina siempre le decía en la mesa: —Come, come, que es tuyo. Finalmente, no contenta aún con semejante venganza, le mandó decir a su nuera que fuera a la corte, porque quería casarla con el príncipe. La joven, que se moría de tristeza por verse sin sus hijos, se vistió a toda prisa con su falda de cascabeles y salió para la corte. La reina la estaba esperando. La vio y dejó que avanzara por un corredor, y luego, enfurecida, fue a clavarle las uñas para asfixiarla. La muchacha luchó por escaparse, y mientras más luchaba, más ruido hacía la falda de cascabeles. El príncipe, que estaba en cama, se acordó de su mujer apenas oyó aquel sonido y se levantó para ver qué pasaba. Vio entonces a la reina tratando de estrangular a su nuera. Llamó a la gente y fue entonces que se enteró de que la reina había ordenado matar a sus nietos. El pobre se afligió aún más y empezó a gritar: ¡Ay de mí, Clavel, Rosa y Jazmín! La criada de la cocina dijo entonces que no había cumplido las órdenes de la reina y había escondido a los niños. Después, condenaron a la reina y �sentenciaron a muerte al paje. Y a la cocinera, para recompensarla, la hicieron dama de la nueva reina. (Algarve) �LAS TRES HADAS ÉRANSE UNA VEZ un par de casados que vivían muy infelices, pues no tenían hijos. Entonces la mujer fue a confesarse con San Antonio y le contó sus cuitas. El santo le dio tres manzanas, para que se las comiera en ayunas. La mujer llegó a su casa, puso las tres manzanas sobre una cómoda y fue a preparar el almuerzo. Su marido encontró las tres manzanas al llegar de afuera y se las comió. Durante el almuerzo la mujer le contó a su marido lo que había pasado en la confesión, y él se asustó mucho. Entonces la mujer fue de nuevo a hablar con el santo, que le dijo: —Pues ahora los trabajos por los que tú habrías tenido que pasar, los pasará tu marido. Llegado el momento, el hombre comenzó a gritar, llamaron a la partera y lo abrieron para aliviarlo. Desesperado, el hombre mandó que botaran en el monte a la criatura. Entonces un águila bajó del cielo y se llevó en el pico a la niña, y la crio con leche que sacaba de las vacas que andaban pastando, y la abrigaba con ropa que agarraba de los tendederos. Además, le hizo una casita de paja, y allí se crio la pobre criatura, que se convirtió en una hermosa muchacha. Un buen día pasó por aquellas montañas un príncipe que estaba de cacería, vio a aquella jovencita tan linda y le preguntó si quería irse con él. Ella le respondió que sí. Cuando el príncipe la estaba metiendo en su carroza, el águila acudió a sacarla, y como no pudo, le sacó un ojo. La �muchacha quedó con ese gran defecto, pero el príncipe no dejó de amarla. La llevó consigo y la escondió en su alcoba del palacio. La reina sospechaba algo al ver a su hijo siempre encerrado en su alcoba, y para enterarse de qué sería organizó una gran cacería de varios días. Se fueron todos y allá se quedaron, y entonces la reina pudo entrar a la habitación de su hijo, por una puerta que sólo ella conocía. Tan pronto entró vio a la muchacha: —¡Ah! ¿Conque eres tú, tuerta, la que tiene hechizado a mi hijo? Sal de ahí y ven a ver el palacio y los jardines. Salieron, y al llegar al jardín la reina llevó a la muchacha al pie de un pozo muy hondo y la lanzó adentro. Y cuando su hijo volvió de la cacería, fue a verlo enseguida: —Esa tuerta que tenías encerrada en tu alcoba, apenas le abrieron la puerta echó a correr, y nadie fue capaz de agarrarla. Por la noche, tres hadas pasaron por el pie del pozo y oyeron unos gemidos: —¿Qué será eso? ¿Qué no será? —Son gritos de mujer. Se acercaron al borde del pozo para escuchar mejor. Entonces una de las hadas dijo: —Te concedo que salgas de ese pozo y seas de una perfección sin igual en el mundo. —Pues yo te concedo unas tijeritas de plata, para cortarle la lengua al que te pregunte la misma cosa dos veces. —Y yo te concedo un palacio enfrente del palacio de la reina, que sea viejo por fuera pero por dentro enchapado en oro y plata. Al otro día, en el palacio real, todos quedaron asombradísimos cuando vieron al frente un antiguo palacio, que nadie recordaba cómo ni cuándo habían edificado allí. La reina también quedó estupefacta, y mandó a su viejo chambelán a averiguar qué era aquello y quién vivía allí. El chambelán entró al viejo palacio y estaba maravillado con lo que veía por dentro. Ante el hombre se presentó una joven vestida muy ricamente y él le hizo las preguntas que la reina había ordenado. Ella le respondió: �Dígale a quien lo mandó que mi madre me deseó, que mi padre me parió y en los bosques me dejó. Un águila me crio y, cazando, el príncipe me halló. La reina a un pozo me lanzó, mas las hadas me favorecieron, para acá ellas me trajeron y yo de aquí no me muevo. El chambelán no pudo grabarse de una vez el mensaje y le pidió a la muchacha que se lo repitiera. Pero ella dijo: —¡Vamos, tijeritas! Entonces al punto se le cayó la lengua al chambelán, que al volver al palacio sólo podía decir: lolo-ró, lo, lo, ró. La reina envió a otro hidalgo, pero al pobre le ocurrió lo mismo. Finalmente el príncipe fue hasta allá y luego de escuchar los versos que la muchacha recitaba fue a darle parte a la reina. Ella quiso asegurarse con sus propios ojos, y entonces después le dio permiso a su hijo de casarse con la joven. (Algarve) �LA HIJA DEL REY MORO HABÍA UNA VEZ un rey moro que tenía dos hijas. La menor de ellas quería aprender la religión, y se la pasaba con el chambelán del rey, que, a escondidas, se la enseñaba. Cierta vez la mayor, al verla salir de la alcoba del cortesano, le dijo: —Ya verás, hermana, que mi padre se enterará de todo… —¡Ay, muchacha —dijo el chambelán—, si el rey se entera de que estás aprendiendo a rezar conmigo, estamos perdidos! —No tengas miedo: levántate de madrugada y ensilla dos caballos, y nos iremos para tu tierra. Así lo hizo él, y ella llenó tres sacos: uno de ceniza, otro de sal y otro de carbón, y salieron ambos por el mundo. Cuando el rey supo de su huida, mandó a sus tropas a capturar al chambelán y a su hija, y que los mataran dondequiera que los encontraran. La caballería corrió a galope tendido y ya estaba a punto de atraparlos, cuando el chambelán, mirando hacia atrás, gritó: —¡Ay, muchacha, estamos perdidos! —¡No tengas miedo! La joven vació el saco de ceniza y al instante se hizo una niebla tan cerrada, que las tropas no pudieron seguir ni un paso más. Entonces volvieron atrás a decirle al rey: Se formó tamaña niebla, que no veíamos ni camino ni senda. �El rey les ordenó que avanzaran de nuevo y le llevaran presos a la princesa y al chambelán. —¡Ay, muchacha, estamos perdidos! —dijo el chambelán viendo que la caballería ya los tenía casi a su alcance. —¡No tengas miedo! La joven vació el saco de sal y enseguida se hizo allí un gran mar, que los soldados no pudieron atravesar. Otra vez volvieron atrás y fueron a decirle al rey: Real señor, hallamos un inmenso mar que los caballos no pudieron pasar. El rey dio nuevamente la orden de agarrar a su hija y al chambelán: —¡Ay, muchacha, estamos perdidos! —¡No tengas miedo! La muchacha vació el saco de carbón y al punto se hizo una noche muy oscura, con grandes truenos y relámpagos. Las tropas volvieron y fueron a decirle al rey: Real señor, huimos en desbandada por tantos rayos y una tremenda tronada. Ya se acercaban a la tierra del chambelán, y la princesa dijo: —Yo te salvé de la muerte, pero ahora que lleguemos a tu tierra ni te acordarás de mí. Y así pasó. Con tristeza, ella se vistió de viuda y puso una posada para ganarse el sustento. El chambelán invitó a tres amigos y les dijo: —Iremos por turnos a pasar la noche en esa posada. El primero fue y dijo que quería quedarse allí esa noche. La posadera le dijo que sí y él se puso muy contento. Cuando ya estaba en la alcoba, comenzó a desnudarse y a vestirse, a desnudarse y a vestirse, y en esas pasó hasta el amanecer, y ya entonces se sentía muy pero muy cansado. Apenas aclaró, la posadera, que había visto todo desde el piso de arriba, lo echó a la calle diciéndole que había ido a hacer burla de su casa. �Apareció el segundo y también pidió quedarse allí. Gastó toda la noche quitándose y poniéndose la camisola, sin poder parar. Por la mañana también lo echaron, con la misma aspereza. Siguió el tercero. Pidió pasar allí la noche y la posadera le dio permiso. Cuando se iba a acostar, dijo que tenía mucha sed: —Pues ve al solar y saca agua del pozo. El pobre hombre pasó la noche entera haciendo girar la noria, y sólo cuando aclaró apareció la posadera, que lo hizo parar y lo echó diciéndole que había ido a hacer burla de su casa. El cuarto de los amigos también pidió dormir allí esa noche. Se puso muy contento con el permiso, porque los otros se habían guardado el secreto de lo que les había ocurrido. Entonces la posadera, cuando ya estaba acostada, dijo: —Ay, se me olvidó cerrar la puerta de la calle… —Yo la cierro… Y toda la noche el huésped pasó de aquí para allá cerrando la puerta de la calle, hasta que a la madrugada, molido, la posadera lo echó, por querer romperle la puerta. Entonces los cuatro amigos se reunieron y se contaron unos a otros lo sucedido. Aun así el chambelán, que era uno de ellos, no se acordaba ni un poquito de la amante a quien con tanta ingratitud había abandonado. Y como pronto se iba a casar, tres días antes de la boda tenía que ofrecerles una cena a los vecinos, según mandaba la costumbre en su tierra. Así que fue a invitar también a la posadera viuda. Ella fue a la cena. Ya sentados todos a la mesa, acordaron que cada uno contaría su historia: —A pesar de cargar esa pena, señora, también tendrá que contarnos de su vida. Entonces la posadera pidió que le llevaran dos cuencos. Golpeó el uno contra el otro y al instante aparecieron un palomo y una paloma. Y la paloma dijo: —¿No te acuerdas de cuando me enseñabas a rezar a escondidas de mi padre? Dijo el palomo: �—Sí, me acuerdo. —¿Y no te acuerdas de cuando mi hermana dijo que le contaría todo a mi padre y tú dijiste: «¡Ay, estamos perdidos!?». Y así la paloma fue preguntando y el palomo respondiendo a todo lo sucedido con la hija del rey moro. Sólo después los invitados empezaron a entender lo que había ocurrido en la posada con los cuatro amigos, y entonces el chambelán reconoció su ingratitud: —Real señora, yo soy ese olvidadizo; ahora mismo deshago esta boda para casarme con aquella que, por mí, dejó a su padre, a su madre y la tierra donde nació. (Extremadura y Algarve) �LAS HILANDERAS ÉRASE UNA VEZ una mujer que sólo pensaba en casar bien a su hija. Así que un buen día se fue para la casa de un mercader que comerciaba en lino y le pidió que le vendiera un copo de lino, porque su hija dizque lo hilaría todo en un solo día. Llevó el lino a su casa y le dijo a su hija: —Necesito que me hiles este copo de lino hoy mismo, porque mañana voy a ir por más. Cuando vuelva a la casa, quiero encontrar todo el lino hilado. La muchacha fue sentarse a la puerta, llorando, sin saber cómo obedecer a su madre. Una viejita que pasaba por ahí le dijo: —¿Qué te pasa, niña, que estás llorando de esa manera? —¡Qué me va a pasar! Mi madre me quiere obligar a hilar en un día un copo de lino, y yo ni siquiera sé hilar. —Ya verás que yo te lo hilo todo, si me prometes que el día de tu boda me llamarás tres veces tía. La muchacha miró hacia dentro de la casa y vio el lino trabajado, ya todo hilado. Al día siguiente su madre fue a la tienda, alardeó mucho de la habilidad de la joven y pidió otro copo de lino para que lo hilara. Entonces la muchacha fue a sentarse a la puerta, llorando, a esperar que pasara la viejita de la víspera. Pero fue otra la que pasó: —¿Qué te pasa, niña, que estás llorando de esa forma? La muchacha le contó las órdenes de su madre. �—Pues si me prometes que el día de tu boda me llamarás tres veces tía, el lino aparecerá hilado. La pequeña lo prometió, y al mirar hacia dentro de la casa sus ojos se toparon con el lino trabajado y listo. Su madre fue por otro copo más de lino y la escena se repitió. Pasó una tercera viejita, que le hizo todo con la misma promesa. Entonces el mercader, enterado ya de la habilidad de la muchacha, pidió conocerla; le pareció bonita y despierta, y quiso casarse con ella. La madre estaba muy contenta porque el prometido era muy rico. El mercader le mandó a la joven un gran regalo, con muchas ruecas y husos, para que cuando se casaran todas sus criadas también hilaran. El día de la boda se dio una gran cena y todos los amigos asistieron; cuando estaban sentados a la mesa, una viejita tocó la puerta: —¿Es aquí que vive la novia? —Pase, tía; siéntese aquí, tía; cómase algo, tía. Todos los invitados estaban asombrados de ver a aquella vieja tan jorobada y de enorme nariz. Pero se quedaron callados. Instantes después tocaron la puerta; era otra viejita: —¿Es aquí que vive la muchacha que se casó hoy? —Sí, tía; pase, tía; coma con nosotros, tía. La vieja se sentó, y todos se asombraron al ver su deforme cara. Pero siguieron comiendo. Tocaron otra vez la puerta: era otra viejita, que hizo la misma pregunta. —Pase, tía; la estábamos esperando, tía; venga a comer con nosotros, tía. No causó menos asombro esta vieja, toda jorobada y de costillas salidas. Pero esta vez los curiosos, sobre todo el novio, preguntaron por qué esas tías tenían semejantes deformidades. La primera dijo: —Mi nariz es así porque hilé mucho, mucho, y las astillas del lino me la volvieron así. —Y yo, sobrino, tengo la cara así porque también hilé mucho, me volví así de tanto cardar la estopa. �—Y a mí, sobrino, me salieron estas jorobas por estar siempre echada hacia un lado, con la rueca en la cintura. Tan pronto como el marido oyó aquello se levantó y fue a coger las ruecas, los husos, los sarillos, las devanaderas y todo lo demás, y los botó a la calle. Y entonces dijo que en su casa nunca más se habría de hilar, porque no quería que a su mujer le pasaran jamás semejantes desgracias. (Algarve) �CLAVEL, ROSA Y JAZMÍN HABÍA UNA VEZ una mujer que tenía tres hijas. Cierta vez que la mayor de ellas fue a pasear a un riachuelo, vio dentro del agua un clavel, se agachó para recogerlo y desapareció. Al día siguiente le sucedió lo mismo a la segunda hermana, porque vio dentro del riachuelo una rosa. Finalmente la menor también desapareció, al querer recoger un jazmín. La madre de las tres muchachas se volvió muy triste, lloraba y lloraba, hasta que un buen día el hermano de ellas, que ya se había hecho mayor, le preguntó por qué lloraba tanto. Ella le contó cómo se había quedado sin sus tres hijas. —Entonces, madre, dame tu bendición, pues me voy por el mundo a buscarlas. Y se fue. Por el camino se topó con tres muchachos, metidos en una gran trifulca. Se acercó a ellos y les preguntó: —Bueno, ¿qué es lo que pasa? Uno de ellos respondió: —Señor, mi padre tenía unas botas, un sombrero y una llave, y nos los dejó. Uno nada más se pone las botas y les dice: «¡Botas, llévenme a tal lado!», y uno aparece donde quiera; la llave abre todas las puertas; y el sombrero hace que nadie más nos vea cuando nos lo ponemos en la cabeza. Nuestro hermano mayor quiere quedarse con las tres cosas, y nosotros queremos repartirlas a la suerte. �—Eso se arregla fácil —dijo el muchacho queriendo reconciliarlos—: yo tiro esta piedra bien lejos, y el primero que la atrape se quedará con las tres cosas. Convinieron eso, y mientras los tres hermanos corrían tras la piedra, el muchacho se calzó las botas y dijo: —¡Botas, llévenme al lugar donde está mi hermana mayor! Se encontró enseguida en una montaña escarpada donde había un gran castillo, cerrado con gruesos candados. Metió la llave y todas las puertas se abrieron; caminó por salones y corredores, hasta que se encontró con una señora bonita y bien vestida, que parecía muy alegre, pero que gritó sorprendida: —¡Señor! ¿Cómo pudo entrar aquí? El muchacho le dijo que era su hermano y le contó cómo había llegado allí. Ella le dijo que era feliz y que su único pesar era que un hechizo pesaba sobre su marido, y él no lo podía romper. Siempre le había oído decir que sólo se rompería cuando muriera un hombre que tenía el don de ser eterno. Conversaron bastante y finalmente la señora le pidió que se fuera, porque su marido podía llegar y hacerle daño. Su hermano le dijo que se despreocupara porque él llevaba consigo un sombrero que, al ponérselo en la cabeza, hacía que nadie pudiera verlo. De repente se abrió la puerta y apareció un gran pájaro, pero nada vio, porque el muchacho al oír el ruido se puso el sombrero inmediatamente. La señora fue a buscar una gran palangana dorada, en la que el pájaro se metió transformándose en un hermoso joven. Luego miró a la mujer y exclamó: —¡Aquí vino gente! Ella lo negó, pero al final se vio obligada a confesar todo. —Y si es tu hermano, ¿por qué lo dejaste ir? ¿No sabes que para mí ese es un motivo para estimarlo? Si vuelve por acá, dile que se quede, que quiero conocerlo. El muchacho se quitó el sombrero y fue a saludar a su cuñado, que le dio un largo abrazo. A la hora de la despedida, le dio una pluma diciendo: —Cuando te veas en algún apuro, di: «¡Socórreme, Rey de los Pájaros!», y todo te saldrá como quieras. �El muchacho se evaporó: les dijo a las botas que lo llevaran donde estaba su hermana del medio. Sucedieron poco más o menos las mismas cosas, y a la hora de la despedida su cuñado le dio una escama: —Cuando te veas en algún apuro, di: «¡Socórreme, Rey de los Peces!». Hasta que llegó también a la casa de su hermana menor. La encontró en una caverna oscura, con gruesas rejas de hierro; el sonido de lágrimas y sollozos lo llevó hasta ella. La muchacha estaba muy flaca y apenas lo vio gritó: —¡Quienquiera que seas, sácame de aquí! Entonces él se dio a conocer y le contó cómo había encontrado a sus otras dos hermanas muy felices, aunque con el pesar de que sus maridos no podían romper el hechizo que había sobre ellos. Su hermana menor le contó cómo estaba en poder de un viejo repulsivo, un monstruo que quería casarse con ella a la fuerza, y que la tenía presa allí por no querer hacer su voluntad. Todos los días el viejo monstruo iba a verla para preguntarle si ya había resuelto aceptarlo por marido, y le recordaba que nunca más volvería a la libertad, porque él era eterno. Tan pronto como su hermano oyó eso, se acordó del hechizo de sus dos cuñados y pensó en guardar el secreto, porque aquel monstruo era eterno. Entonces le aconsejó a su hermana que le prometiera al viejo que se casarían si él le decía qué era lo que lo hacía eterno. De repente el suelo se estremeció, se sintió una especie de huracán, y el viejo entró; se acercó a la muchacha y le preguntó: —¿Todavía no te decides a casarte conmigo? Puedes llorar hasta que se acabe el mundo, porque yo soy eterno y quiero casarme contigo. —Me casaré contigo —dijo ella— si me dices qué es lo que hace que nunca mueras. El viejo soltó una risotada: —¡Ja, ja, ja! ¡Crees que me podrías matar! Sólo podrías si fueras al fondo del mar a buscar un cofre de hierro, que adentro guarda una paloma blanca, que pondrá un huevo, y después trajeras aquí ese huevo y me lo rompieras en la frente. Y volvió a reírse, seguro de que no habría nadie que fuera al fondo del mar, ni que fuera capaz de encontrar el cofre, ni de abrirlo y todo lo �demás. —Ahora tienes que casarte conmigo porque ya te revelé mi secreto. La muchacha pidió todavía un plazo de tres días, y el viejo se marchó muy contento. Su hermano le dijo que tuviera esperanza, que dentro de tres días estaría libre. Entonces se calzó las botas y se encontró a la orilla del mar. Tomó la escama que le había dado su cuñado y dijo: —¡Socórreme, Rey de los Peces! Inmediatamente apareció su cuñado, muy satisfecho. Tan pronto como oyó lo sucedido, mandó venir a su presencia a todos los peces; el último en llegar fue una sardina, que se disculpó por haberse demorado, pues se había enredado en un cofre de hierro, en el fondo del mar. El Rey de los Peces les ordenó a los más grandes que fueran a buscar el cofre en el fondo del mar. Y ellos se lo llevaron. Apenas el muchacho lo vio, le dijo a la llave: —¡Llave, ábreme este cofre! El cofre se abrió, pero a pesar de todas las precauciones una paloma blanca se escapó de adentro. Entonces el muchacho le dijo a la pluma: —¡Socórreme, Rey de los Pájaros! Su cuñado se le apareció para enterarse de qué quería y apenas lo supo mandó ir a su presencia a todas las aves. Todas llegaron, menos una paloma, que apareció al final; se disculpó diciendo que a su agujero había llegado una vieja amiga, que había estado presa muchos años, y ella había ido a conseguirle comida. El Rey de los Pájaros le dijo que le mostrara al muchacho el nido donde estaba la paloma. Y fueron allá. El muchacho cogió el huevo que acababa de poner el ave y les dijo a las botas que lo llevaran a la caverna donde estaba su hermana menor. Había llegado ya el tercer día, y el viejo fue a pedirle a la muchacha que cumpliera su palabra. Ella, siguiendo el consejo de su hermano, le dijo que se recostara en su regazo; apenas él se tendió, la joven le rompió el huevo en la frente, de un solo golpe. El monstruo dio un berrido y murió. El hechizo de sus dos cuñados se rompió al mismo tiempo. �Entonces ambos hombres aparecieron. Después, fueron a visitar a su suegra con sus mujeres, que se convirtieron en princesas. Y el llanto de la madre se tornó alegría en compañía de su hija menor, que le llevó todos los tesoros que el monstruo había acumulado en la caverna. (Algarve) �EL MAGO HABÍA UNA VEZ, en cierto lugar, un hombre entendido en artes de magia, que nunca tomaba un criado que supiera leer, para que no fuera a apoderarse de los secretos de sus libros. En una ocasión se presentó un joven diciendo que no sabía leer, y de esa manera se quedó a su servicio. Leyó todos los libros de la biblioteca del mago, y cuando ya podía competir con él, huyó con los libros. Llegó el día en que el discípulo se consideró maestro y quiso vivir de sus artes. Le dijo a un criado que fuera a la feria a vender un lindo caballo que debía estar en el establo, le dijo el precio y le ordenó que apenas lo vendiera le quitara el freno. A la hora de la feria el criado fue al establo y encontró un lindo caballo, y partió con él para venderlo. En aquella feria estaba el Mago que había sido robado, que inmediatamente supo que bajo la forma del caballo estaba su antiguo discípulo. Entonces convino el precio y pagó la suma, tan deprisa que el criado se olvidó de quitarle el freno al caballo, y cuando quiso hacerlo ya no fue posible, porque el Mago dijo que el contrato estaba cerrado desde que le había entregado el dinero. El Mago llevó el caballo a su casa, muy contento de poderse vengar a gusto del enemigo que le había robado toda su sabiduría. De una vez le dijo a un criado que llevara al caballo a beber al arroyo, pero que no le quitara el freno. El caballo caminaba muy triste, olisqueaba el agua pero no bebía. Al criado se le ocurrió quitarle el freno, pensando que así �bebería. De repente el caballo se transformó en una rana y desapareció en el agua. El Mago, asomado a la ventana de su casa, vio aquello y entonces se transformó en un sapo, para ir a atrapar a la rana. El discípulo, sabiendo la suerte que le esperaba si cayera en poder del maestro, se transformó en una paloma, y voló y voló por los aires. Entonces el Mago se transformó en un milano real y voló tras la paloma, para embuchársela. La paloma ya iba muy cansada y estaba a punto de rendirse, cuando vio a una princesa sentada en un balcón y fue a caer en su regazo, transformándose en un anillo de gran valor. La princesa, maravillada por lo que había visto y por la belleza de la joya, se puso el anillo en el dedo. El Mago, todavía bajo la forma del milano real y viendo que nada más podía hacer, se coló en la alcoba del rey, y en el vaso de leche que este estaba a punto de beberse, dejó caer un pelo. El rey, por supuesto, sufrió una grave enfermedad; llamaron a todos los médicos, pero ninguno era capaz de curarlo. Entonces el Mago apareció bajo la figura de un médico y prometió devolverle la salud, pero sólo si le diera el anillo que la princesa llevaba en el dedo. El rey accedió. Entonces el anillo se transformó en un lindo muchacho, que le pidió a la princesa que cuando el rey le mandara entregarle el anillo al Mago, no se lo diera en la mano sino que lo lanzara al piso, para que él lo recogiera. Pasados algunos días el rey se alivió y el Mago fue a la corte a pedirle el anillo. El rey llamó a su hija y le dijo que entregara la joya. La princesa parecía triste pero obedeció; se quitó el anillo y lo tiró al piso, como si estuviera molesta. Entonces el anillo se transformó en una granada y los rojos granos de la fruta se esparcieron por todo el salón, pero el Mago se convirtió en una gallina y, en un abrir y cerrar de ojos, se los tragó todos. Pero, detrás de una puerta, quedó un granito suelto, y ese granito se transformó en un zorro, que se abalanzó sobre la gallina y se la comió en segundos. La princesa quedó maravillada con aquello y entonces le pidió al zorro que se volviera un príncipe y le dijo que se casaría con él. Así lo hizo él, y después fueron muy felices. �(Algarve) �EL MAESTRO DE LAS ARTES DE MAGIA HABÍA UNA VEZ un hombre que tenía tres hijos, y mientras que dos de ellos pasaban trabajando en el campo, el menor se fue a aprender todas las artes e industrias. Cierto día los dos hijos grandes le dijeron a su padre: —Nosotros hemos trabajado siempre para que tú pudieras vivir, y nuestro hermano menor no ha hecho nada hasta ahora. De aquí en adelante, él debe ganarse el pan con lo que aprendió. Entonces el hijo menor le pidió a su padre que le diera un bozal de perro de caza y le dijo: —Voy a convertirme en perro de caza. Así que tú llevarás una correa y un palo, que traerás lleno de conejos, y pasarás por la puerta de ese mercader que se cree muy entendido en caza. El hombre le puso el bozal al muchacho, que ya se había convertido en perro, y se fue con él de cacería. Cogió muchos conejos y los llevaba colgados en el palo, y el perro iba detrás de él. Al verlo pasar por su puerta, el mercader dijo: —¡Vaya, hombre! ¿Sólo con ese perro cogiste tanta caza? —Sí, señor. —Entonces véndeme el perro. —Sólo si me das cien mil reyes. —Está bien, te lo compro. El mercader contó el dinero; el perro se quedó y el hombre se marchó. Después el mercader se fue de cacería a unos cercados. El perro se metió por un seto de zarzas, mientras perseguía a un conejo, y fue a salir �por el otro lado. Allí se quitó el bozal con las uñas y se volvió persona otra vez. El mercader se cansó de llamar y esperar al perro. Cuando el muchacho pasó cerca de él, le preguntó: —¿No has visto por ahí un perro de caza? —No lo he visto, pero sentí moverse algo en el seto, que es muy espeso; tal vez sea el animal, que no puede salir de allá. Lo cierto es que el mercader perdió el perro y el dinero, y se fue sin nada. Entonces el muchacho le dijo a su padre: —Ahora tendrás que comprarme un freno, para que me convierta en caballo. Así lo hizo el hombre, y luego se puso a recorrer las calles con el animal. El Maestro de las Artes de Magia de París, que había tenido al muchacho en su casa, reconoció enseguida al caballo y, sin regatear, hizo que el hombre se lo vendiera. Ni siquiera miró el dinero, se llevó al animal y lo metió en la caballeriza con el freno puesto, de manera que no pudiera comer nada. El Maestro tenía tres hijas y les recomendó que no fueran a la caballeriza mientras él salía. Pero en cuanto salió su padre, ellas se dijeron unas a otras: —¡Vamos a ver lo que hay en la caballeriza! Fueron y encontraron un bonito caballo, muy bien formado, y notaron que no podía comer nada. —¡Pobrecito! Quitémosle el freno a ver si come. Le quitaron el freno y entonces él dijo: «¡Ven a mí, pájaro!», y se voló por la ventana. El pájaro se topó por el camino con el Maestro, que lo reconoció y entonces dijo a su vez: «¡Ven a mí, milano real!», para ir a matar al pájaro. Al ver al milano real detrás de él, el pájaro dijo: «¡Ven a mí, anillo!». Y cayó sobre las olas del mar, y un mero se lo tragó. El mero fue a dar a otro país; un pescador lo pescó y fue a venderlo al palacio real. Entonces la princesa fue a ver cómo arreglaban aquel pescado y vio un anillo en su buche. La criada lavó el anillo y se lo dio a la princesa. �Ella apreciaba el anillo más que todas las otras joyas que tenía. Al acostarse, se lo quitaba y lo ponía sobre una mesita. Pero por la noche el anillo se volvía hombre y se ponía a hablarle a la princesa, que llena de miedo llamaba al rey, su padre. En ese momento el hombre se volvía una hormiga, y el rey llegaba y no veía nada. Tres noches sucedió lo mismo, y la última noche él le dijo a la princesa: —Yo soy la alhaja que llevas en el dedo. Tengo que decirte que el rey, tu padre, está muy enfermo, y los médicos no tienen cura para su mal. Sólo el Maestro de las Artes de Magia de París podrá curarlo, pero él no querrá dinero, ni alhajas, ni joya alguna. Únicamente le pedirá al rey el anillo que tú llevas. Pero no se lo des en la mano, sino déjalo caer al piso. Se supo entonces de la enfermedad del rey y finalmente tuvieron que llamar al Maestro. Él se empeñaba en pedir el anillo y la princesa, molesta con su obstinación, lo lanzó al suelo. El anillo dijo: «¡Ven a mí, grano de mijo!» y se regó en granos por todo el suelo. Entonces el Maestro se convirtió en una gallina, para atraparlo, pero el muchacho se transformó en una comadreja, que agarró a dentelladas a la gallina y la mató. Apenas la comadreja terminó, volvió a convertirse en persona, y entonces el muchacho le explicó todo al rey. Y como había sido él quien había dicho cómo curarlo, el rey lo casó con la princesa, y los dos fueron muy felices. (Isla de San Miguel - Azores) �EL APRENDIZ DEL MAGO ÉRASE UNA VEZ un hombre conocedor de grandes artes de magia, que tenía en su compañía a un sobrino que le cuidaba la casa cuando él salía. Cierta vez le dio dos llaves y le dijo: —Estas llaves son de esas dos puertas. Pero por nada del mundo abras las puertas, porque estarás muerto. En cuanto el muchacho se quedó solo, no volvió a acordarse de la amenaza y abrió una de las puertas. Solamente vio un campo oscuro y un lobo que venía corriendo a arremeter contra él. Cerró la puerta a toda prisa, temblando de miedo. Al rato llegó el Mago. —¡Infeliz! ¿Por qué abriste esa puerta si te advertí que perderías la vida? Tanto y tanto lloró el muchacho, que el Mago lo perdonó. Su tío salió en otra ocasión y le hizo la misma recomendación. No iba muy lejos cuando su sobrino hizo girar la llave de la otra puerta, por donde vio una pradera en la que pastaba un caballo blanco. El muchacho se acordó de pronto de la amenaza de su tío y en ese momento lo oyó subiendo la escalera. Comenzó a gritar: —¡Ay, ahora sí estoy perdido! Entonces el caballo blanco le habló: —Recoge del suelo una rama, una piedra y un puñado de arena, y móntame. No había acabado el caballo blanco de decir esas palabras cuando ya el Mago estaba abriendo la puerta de la casa; el muchacho saltó encima del �caballo y gritó: —¡Huye, que ahí viene mi tío a matarme! El caballo blanco corrió por los aires, pero el hombre ya iba muy adelantado, y el muchacho volvió a gritar: —¡Corre, que ya me agarra mi tío para matarme! El caballo blanco corrió más y cuando el mago estaba a punto de agarrarlos, le dijo al muchacho: —¡Tira la rama! Al instante se formó allí un bosque muy espeso, y mientras que el mago se abría camino por entre él, se alejaron mucho. Pero el muchacho volvió a gritar: —¡Corre, que ya llega mi tío y me va a matar! El caballo blanco le dijo: —¡Lanza la piedra! De inmediato se alzó allí una gran sierra, llena de grandes peñas, que el Mago tuvo que trepar mientras ellos avanzaban. Más adelante el muchacho gritó otra vez: —¡Corre, que mi tío nos agarra! —¡Entonces echa al viento el puñado de arena! —dijo el caballo blanco. Enseguida apareció un mar sin fin, que el Mago no pudo atravesar. Fueron a dar a un pueblo donde se oían grandes lamentos. El caballo blanco dejó allí al muchacho y le dijo que lo llamara si se veía en grandes apuros, pero que nunca dijera cómo había ido a parar allá. El muchacho comenzó a andar y preguntó a qué se debían los lamentos. —Un gigante que vive en una isla a la que nadie puede llegar se robó a la hija del rey. —Pues yo sí sería capaz de ir allá. Entonces fueron a decírselo al rey, y el rey comprometió al joven, bajo pena de muerte, a cumplir lo dicho. El muchacho se valió del caballo blanco y logró ir a la isla y llevar de vuelta a la princesa, porque cogió dormido al gigante. �Pero la princesa no paraba de llorar desde que había llegado al palacio. Entonces el rey le preguntó: —¿Por qué lloras tanto, hija? —Lloro porque perdí el anillo que me dio mi hada madrina; mientras no lo encuentre, estoy sometida a que me roben otra vez o a quedar hechizada para siempre. El rey mandó pregonar un bando anunciando que le daría la mano de la princesa a quien encontrara el anillo que ella había perdido. Entonces el muchacho llamó al caballo blanco, que le llevó el anillo desde el fondo del mar, pero el rey ya no quería darle la mano de la princesa. Sin embargo, ella misma dijo que se casaría con él, para que siempre se dijera que la palabra de un rey no tiene vuelta atrás. (Eixo - Distrito de Aveiro) �LA SERPIENTE DE SIETE CABEZAS ÉRASE UNA VEZ un hijo de un rey, que era muy amigo de un hijo de un zapatero; siempre jugaban juntos, y el príncipe no se avergonzaba de ir a todas partes en compañía de él. Al rey no le agradaba semejante confianza y un buen día le dijo al zapatero que mandara a su hijo muy lejos, y a cambio le dio mucho dinero. El joven se marchó, pero en cuanto el príncipe supo de aquello huyó del palacio y anduvo por todo el mundo en busca de su amigo. Pasado algún tiempo lo encontró, se abrazaron y emprendieron viaje juntos. Cuando habían avanzado un trecho, encontraron a una hermosa muchacha, amarrada a un árbol. El príncipe la vio y al punto se enamoró de ella, y le preguntó quién la había dejado allí. Ella respondió que no podía decir nada y que sólo pedía que la salvaran. El príncipe supo que ella era de sangre real, y pensó en casarse con ella. La puso en la grupa de su caballo y los tres fueron andando. Pasaron aquella noche en un bosque donde había tres cruces. El príncipe y la doncella se durmieron, pero el hijo del zapatero prefirió quedarse despierto, por si acaso. Ya iba alta la noche cuando vio venir tres palomas, que se posaron cada una en su cruz. La primera paloma dijo: «El príncipe supone que se casará con la doncella, pero al pasar al pie de un naranjal, ella pedirá una naranja, y cuando se la coma, se reventará». Y el que al oír esto no sepa callarse, �en piedra de mármol habrá de tornarse. La segunda paloma dijo: «Y todavía falta; ella pasará por el pie de una fuente y querrá beber agua, y apenas la beba, se reventará». Y el que al oír esto no sepa callarse, en piedra de mármol habrá de tornarse. La tercera paloma dijo: «Y todavía falta más; si ella se escapa de todo, cuando ya esté en casa, en su noche de bodas, irá una serpiente de siete cabezas, que la matará». Y el que al oír esto no sepa callarse, en piedra de mármol habrá de tornarse. El hijo del zapatero oyó todo aquello. Entonces al amanecer le dijo al príncipe que era mejor que volvieran al reino, pues el rey debía estar muy lleno de amargura, y que seguro él le daría su perdón y su permiso para casarse con la doncella, que era de sangre real. El príncipe estuvo de acuerdo, y se pusieron en camino. Pasaron por un naranjal y sucedió lo que había dicho la paloma, pero el hijo del zapatero dijo que esas naranjas no se vendían, así que siguieron andando. Luego pasaron por una fuente y la muchacha quiso beber agua, tal como había dicho la otra paloma, pero el hijo del zapatero dijo que no había con qué sacar el agua. Llegaron finalmente al palacio. El rey se alegró mucho al ver a su hijo, lo perdonó y, al saber que el consejo del hijo del zapatero lo había hecho volver a casa, le dio permiso de vivir en el palacio en compañía de su amigo. Después el príncipe le pidió permiso a su padre para casarse con la muchacha que había salvado, pues era de sangre real, pero su padre le dijo que sólo daría el permiso luego de seis meses de conocerla mejor y así poder ver sus cualidades. Cuando finalmente el príncipe se iba a casar con la joven, le preguntó al hijo del zapatero si quería alguna recompensa el día del matrimonio. Él �dijo que sólo quería una cosa: dormir en el mismo cuarto de ellos en la noche de bodas. Hay que ver el trabajo que eso le costó al príncipe, pero aceptó, de todas maneras. Entonces su amigo se acostó a la puerta de la habitación, con una espada escondida, y mientras los novios dormían sintió que entraba al cuarto una gran serpiente de siete cabezas. Él había estado esperando al monstruo y entonces descargó un golpe certero y lo mató, pero una gota de sangre salpicó y fue a dar en la cara de la princesa, que seguía dormida. El hijo del zapatero trató de limpiar la sangre del suelo, y al ver la gota de sangre en la cara de la princesa, quiso limpiarla con la punta de una toalla mojada. La princesa se despertó con el frío y le gritó sobresaltada a su marido: —¡Véngame de tu mejor amigo, pues me dio un beso! Furioso, el príncipe se levantó para matar al amigo que juzgaba traidor, pero él le pidió que demorara su castigo para contarle la historia a la corte. Entonces la gente del palacio se reunió. El muchacho comenzó su relato y poco a poco se fue volviendo de mármol. Todo el mundo se entristeció al ver su fidelidad tan mal premiada, y el príncipe resolvió colocar la estatua de mármol, que había sido su mejor amigo, en los jardines del palacio. El príncipe acostumbraba llevar a sus hijos a jugar en los jardines y se sentaba al pie de la estatua, llorando con pesar, y decía: —Quién me devolviera a mi amigo, vivo… —Si quieres a tu amigo vivo otra vez —le dijo una voz cierto día—, mata a tus hijos y unta esta piedra de mármol con su sangre inocente. El príncipe vaciló pero lleno de confianza en el poder de la amistad degolló a los niños. Al instante la estatua empezó a moverse y allí apareció su amigo, vivo, otra vez. Se abrazaron largamente. Y cuando el príncipe miró hacia el lugar donde estaban sus hijos, los vio muy alegres, jugando. Sólo se veía alrededor de su cuello una delgada cinta roja. Nunca más se separaron y de ahí en adelante vivieron todos muy felices. (Algarve) �EL CONDE SOLDADITO ÉRASE UNA VEZ un pobre soldado, que vivía junto al palacio del rey. El mismo día y a la misma hora en que le nació un hijo al rey, también la mujer del soldado tuvo un hijo. Los pequeños se volvieron muy amigos el uno del otro, y el rey como era justo y de buen corazón permitió que el soldado y su mujer se mudaran al palacio, para que los dos niños jugaran juntos. En el palacio todo el mundo llamaba al muchacho el Conde Soldadito, pues siempre acompañaba al príncipe a las fiestas y a las cacerías. Cierta vez el príncipe estaba cazando y sentía que se moría de sed. El Conde Soldadito fue a conseguirle agua y un rato después llegó con un lindo jarro lleno de agua fresca. —¿Quién te dio ese jarro tan bonito? —Me lo dieron en una cabaña pobre, ¡y quién sabe qué pasaría si el príncipe viera la manito que me lo dio! Fueron juntos a llevar el jarro a la cabaña, y el príncipe se enamoró enseguida de la linda muchachita que vivía allí. Tuvo amores con ella, iba a verla en secreto, y hasta le prometió matrimonio para obtener todo lo que quería. Pero, temiendo que el rey se enterara de aquellos amores, no volvió nunca más a la cabaña; eso sí, andaba muy triste, lleno de añoranzas. Entonces la muchacha, que no sabía que su enamorado era el príncipe, fue a la corte a arrodillarse a los pies del rey para que la auxiliara: �Buen siervo eres de Dios, en la tierra haces de rey, siempre, sin una sospecha, haces justicia derecha. Pues sabe esto, alto rey: que a mí un caballero, con un amor verdadero, prometió ser mi marido y se entró en mi aposento, consiguió ese su intento, y yo, como humilde criada, vencida e infamada, en el campo de labranza, pido a tus pies venganza. El rey entonces le dijo: Levántate, noble dama, cobrarás crédito y fama, que será bien castigado aquel que te ha deshonrado. Y mandó llamar al príncipe, que se estaba paseando por los jardines, para que fuera a su presencia. El príncipe iba suspirando: La traigo en mi pensamiento, por ella vivo un tormento. El Conde Soldadito, que lo acompañaba, dijo: —Suspiras por una simple pastora… —Cállate, amigo, que tú eras también un simple soldado y mi padre te hizo conde, sin que lo merecieras. Entonces cuando el príncipe estuvo en presencia del rey, le contó todo, y su padre le ordenó casarse con la pastora. �(Algarve) �LA SARDINITA HABÍA UNA VEZ una mujer que tenía tres hijas. Cierto día se fue con dos de ellas a trabajar, y la menor se quedó en la casa para encargarse de la comida. La muchacha compró diez reyes de sardinas y las puso a asar en la parrilla. Cuando estaban sobre las brasas, una de las sardinas saltó al suelo, pero ella la cogió y la volvió a poner en la parrilla. Poco después volvió a dar un salto y, además, gimió. La muchacha, algo asustada, fue a levantar a la sardina del suelo, y el pez le dijo: —¡No me mates! Cógeme y llévame hasta la orilla del mar, y allí sigue por el camino que se te presente. La muchacha fue y en cuanto echó a la sardinita al mar se formó un sendero muy ancho. Entonces siguió por todo ese camino, hasta dar con un gran palacio, donde había muchas mesas puestas. Recorrió todos los salones, vio muchas joyas y grandes riquezas. Pero el mar se había vuelto a cerrar y no pudo volver atrás. Se permitió entonces quedarse allí y durmió en una cama muy lujosa y blanda que encontró. Para entretenerse, se desvestía y se vestía una y otra vez con las riquísimas ropas que se guardaban allí. Todos los días se le aparecía un hombre en figura de negro, que le preguntaba si estaba contenta. —¿Contenta? Me entristece recordar que mi madre y mis hermanas trabajan todo el día para poder comer cualquier cosa, y yo, aquí. —Bueno —le dijo el negro—, entonces lleva el dinero que quieras, ve a ver a tu madre y a tus hermanas, pero no te demores allá más de tres �días. Entonces el sendero en el mar volvió a abrirse. La muchacha llegó a su casa y contó todo. Su madre estaba muy contenta con el dinero, y sus hermanas le hicieron mil preguntas sobre lo que había en el palacio. También le preguntaron si no le daba miedo quedarse sola de noche, pero ella dijo que tenía el sueño muy pesado. Sus hermanas entonces le dijeron: —Es porque te echan en el vino algo que te hace dormir; finge que bebes, pero bota el vino, para que oigas lo que pasa de noche en el palacio. Transcurridos los tres días, la muchacha volvió por el sendero abierto en el mar. Entró al palacio, almorzó, cenó y fingió que bebía. Al acostarse su sueño ya no era tan pesado y entonces sintió que alguien se tendía a su lado. Se asustó mucho, se quedó muy quieta, y cuando todo estaba muy tranquilo, prendió una vela para ver qué era. Y era un príncipe muy hermoso. Ella se inclinó para verlo mejor y entonces una gota de cera cayó en el rostro del príncipe. Entonces él se despertó: —¡Ah, qué crueldad la tuya! Faltaban apenas ocho días para que se rompiera el hechizo que pesa sobre mí. Ahora, para deshechizarme, tendrás que sufrir grandes padecimientos, sin una sola queja. Ten este crespo, y cuando te veas en una pena de la que no te puedas librar, di: —¡El que me dio este crespo, socórrame! En ese mismo instante el príncipe desapareció, y también el palacio, y la muchacha se encontró sola en medio de un descampado. Unas negras que iban pasando en grupo se burlaron de ella y le jalaron el pelo. La joven sufrió todo sin decir nada. Luego pasó un jornalero, y ella entonces le propuso cambiar sus vestidos engastados de brillantes por sus ropas de hombre pobre, y, así, ya con otra ropa, fue a ofrecerse como jardinero en la casa del rey. La reina empezó a sentir que el jardinero le gustaba, pues tenía una bonita cara, pero como él no le correspondía fue a quejarse con el rey: que había que mandar matar al jardinero, porque había sido muy atrevido con ella. El rey mandó que pusieran en el cepo al jardinero para que confesara lo que había hecho, pero él sufrió todo, negando siempre. La reina entonces se empeñó en que lo mandaran a la horca. Y ya iban a ahorcarlo, cuando se le ocurrió decir: �—¡El que me dio este crespo, socórrame! La ejecución se vio interrumpida por el fuerte ruido de un carruaje que llevaba a un noble personaje, que dio orden de parar todo y se llevó al jardinero consigo para el palacio. Allí le dijo al rey que era imposible que él hubiera cometido el atrevimiento del que lo acusaba la reina, y que, si no le creía, ordenara que sus damas de compañía lo confirmaran. Y así se hizo. Entonces mandaron a la reina a la hoguera y el hechizo del príncipe se rompió. Y por la constancia con que la muchacha sufrió todos los maltratos, el príncipe, agradecido, se casó con ella. (Algarve) �MARÍA DEL BOSQUE ÉRASE UNA VEZ un rey que, estando un día de cacería, se perdió en la espesura cuando oscureció. Entonces fue con su paje a pedir abrigo a la cabañita de un carbonero que vivía en la sierra. El carbonero le cedió enseguida su cama al rey, y su mujer, como estaba indispuesta, se acostó en un jergón en el solar. Por la noche, el rey oyó un alarido y quejidos y una voz que decía: Esta que ahora acaba de nacer también será tu mujer, y por más que la suerte le sea mezquina, al y fin y al cabo contigo llegará a reina. El rey se sintió muy perturbado y trató de saber qué horas eran. Era exactamente la medianoche. Al otro día habló con el carbonero y le preguntó qué ruido había sido aquel. —Es que me nació una hijita; debía ser justo la medianoche, ni más ni menos, señor. El rey le dijo que quería ofrecerle un buen destino a aquella niña, y que le daría mucho dinero si le dejara llevársela. El carbonero accedió y el rey partió. Por el camino le dijo a su paje que fuera a matar a la niña, porque tenía que escapar a un mal presagio con el que ella había nacido. El paje no tuvo corazón para matar a la inocente, y dejó a la criatura en el fondo de un �barranco, entre unos matorrales, envuelta en un cinto rojo que se quitó de sus ropas. Volvió donde el rey y le dijo: —Real señor, no tuve valor de matar a la niña, pero la dejé en un sitio desde donde no se ve nada de nada, y allá seguro morirá. Sucedió que un leñador fue a trabajar por esos lados, oyó llorar a una criatura, bajó al barranco y, condolido, la sacó y se la llevó a su casa. Su mujer, que no tenía hijos, la acogió con satisfacción y la crio como si fuera de su propia sangre. La llamaban María del Bosque, en recuerdo de lo sucedido. Pasados algunos años, el paje iba un día de viaje con el rey y vio a una chiquita de cinco años, vestida con una capa roja, que al instante supo que habían hecho con su cinto. Fueron a ver a los campesinos y se enteraron de la historia de la niña. El rey les dio mucho dinero para que le dejaran llevársela al palacio, y apenas partió mandó hacer un cofre, en el que metió a María del Bosque, y él mismo fue a echarlo al mar. Pero un barco encontró el cofre en altamar, y cuando fueron a ver qué contenía, se maravillaron de hallar viva a una niña muy linda. Al llegar a su destino contaron todo, y el rey de esas tierras quiso ver a la chiquitina. La reina le cogió cariño y quiso que se criara en el palacio, para que le sirviera de aya a la princesa. María del Bosque ya era grande cuando se celebró la boda de la princesa; muchos reyes y príncipes acudieron a los festejos del matrimonio, y asistió también aquel que había querido matar a María del Bosque. El paje que lo acompañaba reconoció enseguida a la muchacha y se lo dijo al rey, su amo. Entonces el rey, durante la velada, pidió bailar con ella, que estaba muy elegante, y le dio un anillo diciéndole: Bailando te lo doy, bailando me lo darás; pero si no me lo das, la vida te costará. Y ella le respondió: Bailando lo recibí, bailando te lo daré; �y también seré la reina y en tu reino reinaré. Al terminar esa velada, María del Bosque se fue a su habitación, y una criada, comprada por aquel rey, le robó el anillo y lo lanzó al mar. María del Bosque se angustió mucho cuando vio que había perdido el anillo y que no podría responder por él. Se asomó a la ventana, cuando de pronto vio a una criada arreglando un pescado. Corrió allá y vio que en el buche del pescado relucía el anillo; lo cogió y volvió al palacio. Por la noche, durante la siguiente velada, el rey volvió a bailar con ella y le dijo las mismas palabras. María del Bosque le mostró el anillo y también repitió las palabras que había dicho la víspera. Entonces el rey, maravillado, le dijo: —Ya que nadie puede escapar a su destino y tú tienes que ser mi mujer y mi reina, ya siento que te quiero, y entonces que hoy mismo se celebre nuestra boda. (Algarve) �UNA ROSA BLANCA EN LA BOCA HABÍA UNA VEZ un hombre muy adinerado, que vino a caer en la pobreza por sus desatinos. Como le había dado una buena educación a su hijo, el muchacho sabía tocar muchos instrumentos y entonces se fue a andar por el mundo para ganarse la vida. Un buen día llegó a unas tierras y se detuvo delante de un palacio, donde estaban tocando unas lindas piezas musicales. Permaneció allí sin comer ni beber. El dueño del palacio, al ver a aquel joven parado en la calle, le preguntó qué quería. Él dijo que también le gustaba mucho la música, y el hombre lo hizo pasar, para ver si también sabía tocar. Y así fue, tocó y desbancó a todos los otros músicos. Admirado, el hidalgo despidió a los demás músicos y le dijo al joven que se quedara con él, para oírlo tocar siempre. Los otros músicos, desesperados, lo único que querían era atrapar al joven para matarlo; pero el viejo, ya enterado de eso, protegía al muchacho, lo acompañaba siempre y quería dejarle todo, como si fuera su hijo. La fama del intérprete corrió de boca en boca en la corte, y el rey le pidió al hidalgo que le dejara llevarse al muchacho para tenerlo unos días en su palacio. Hay que ver el trabajo que eso le costó al hidalgo, pero no podía decirle que no al rey. El joven asombraba a todo el mundo en las fiestas, tocaba muy bien. Una noche, cuando el muchacho ya se había acostado, sintió que alguien entraba en su dormitorio y una dama se metía con él en la cama; quiso saber quién era y encendió una vela, pero ella llevaba una máscara. �Mientras permaneció en el palacio, la dama iba a verlo todas las noches. El joven insistió en que le dijera quién era. Y ella respondió: —¡No puedo decirte quién soy! Mañana, al entrar a la misa, me verás con una rosa blanca en la boca. El joven fue a contarle todo al hidalgo, que ya lo trataba como a un hijo, y el noble, acordándose del odio de los otros músicos, quiso acompañarlo por si acaso fuera una traición. Se pararon en la puerta de la iglesia. Todas las damas entraron, y sólo al venir la reina, vio a su lado a la condesa que la acompañaba, a quien todos en la corte tenían por muy virtuosa, con una rosa blanca en la boca. Apenas la condesa vio al muchacho en compañía del hidalgo, tiró la rosa al suelo y la aplastó con los pies. El joven se le acercó para saber el motivo de su furia. Ella le dijo que la había traicionado al decirle todo al hidalgo. Entonces él le preguntó qué tendría que hacer para volver a alcanzar su amor. La condesa le dijo que tendría que matar al hidalgo, que había sido como su padre. Y él, en su ceguera, así lo hizo. Cuando el rey se enteró del crimen, le pareció tan atroz que de inmediato dio la orden de ahorcar al muchacho. Pero la condesa fue a contarle todo, se declaró culpable y dijo que el joven era inocente, que lo que había hecho se debía a la pasión del amor. Entonces el rey perdonó al muchacho: —Como la condesa lo llevó a la desgracia, que ahora se case con él y lo haga feliz. (Algarve) �EL CABALLITO DE SIETE COLORES ÉRASE UNA VEZ un conde al que los moros hicieron cautivo en la guerra. Los guerreros lo llevaron luego ante el rey, para que su señor hiciera con él lo que quisiera. El rey tenía tres hijas, todas muy hermosas, que le pidieron a su padre que dejara al prisionero en el castillo hasta que fueran a rescatarlo. Entonces la mayor de las hermanas fue a ver al conde y le dijo que se casaría con él si le enseñaba algo que ella no supiera. El cautivo le dijo: —Yo te enseño mi religión y tú te vas conmigo para mi reino, donde nos casaremos. Pero ella no quiso. Lo mismo pasó con la segunda hermana. A su turno fue la menor de las muchachas. Ella sí quiso aprender la religión y entonces acordaron huir del castillo, sin que el rey supiera nada. La joven le dijo al conde: —Ve a la caballeriza. Allá encontrarás un lindo caballito de siete colores, que corre como el pensamiento. Espérame en el patio, por la noche, y partiremos juntos. Y así lo hizo él. La princesa se presentó con sus vestidos de mora, cubierta de joyas, y a la primera palabra que dijo el caballito de siete colores se posó en las afueras de la ciudad natal del conde cautivo. Antes de entrar a la ciudad había un gran arenal. El conde se apeó del caballo y le dijo a la princesa mora que lo esperara allí, mientras él iba a su palacio a buscar vestimentas apropiadas para presentarse en la corte, porque él llevaba ropa de cautivo y ella de mora. �Al oír eso la princesa rompió en lamentos: —Por lo que más quieras, no me dejes aquí, porque te olvidarás de mí. —¿Cómo podría pasar eso? —Porque cuando te separes de mí y alguien te abrace, al instante me olvidarás completamente. El conde le prometió que no se dejaría abrazar de nadie y partió. Sin embargo, cuando llegó al palacio, su ama de leche lo reconoció y, alegre, fue hacia él y lo abrazó por la espalda. No se necesitó nada más: el conde nunca pudo volver a recordar a la princesa. Ella se había quedado en el arenal y finalmente fue a dar a una cabaña donde vivía una pobre mujer, que la acogió y la trató bien. Cierto día llegó hasta allá la noticia de que el conde se iba casar con una hermosa princesa. Entonces, la víspera de la boda, la mora le pidió al hijo de la vieja que llevara al caballito de siete colores a pasear por la plaza de la iglesia donde se habrían de casar los novios. Y así fue. Cuando llegó el novio con su cortejo, se maravilló al ver un caballo tan hermoso y quiso mirarlo más de cerca. El muchachito que lo paseaba iba diciendo: Anda, caballito, anda, nunca te olvides de andar, como el conde que olvidó a la mora en el arenal. Entonces el novio recordó al instante lo que la suerte le había deparado, deshizo el matrimonio con la princesa y fue a buscar a la morita. Se casaron y vivieron muy felices. (Algarve - Lagoa) �LA MUDA DE LA CEBOLLA ÉRASE UNA VEZ un hombre que tenía dos hijas. La menor era muy linda, pero la mayor era muy fea y, por eso, le tenía inquina a su hermana, no la podía ver. La fea intrigaba con su padre, que creía todo lo que ella le decía, y cierto día tramó una traición para hundir a su hermana. Por allí cerca vivía un joven muy mujeriego, que tentaba a todas las muchachas, y entonces la hermana fea le dijo a la menor que fuera a esa casa, pues allí había una familia muy infeliz, que estaba en la miseria, y ella podría socorrerla, por su buen corazón. Apenas la muchacha salió a socorrer a la tal familia, la hermana mayor le avisó a su padre, que salió al encuentro de su hija y se imaginó lo que no era. Desesperado con la afrenta, el padre decidió mandar matar a su hija menor y le ordenó a un criado que la llevara al bosque, para acabar con la pobre. Pero el criado sintió pesar de ella y la dejó abandonada en medio de la espesura, con una perra a la que quería mucho y que nunca la dejaba. La joven vivió por un tiempo en una gruta, comiendo hierbas. Y cierto día que el rey salió de cacería vio por allí a una perra y mandó que le dieran pan al animal. La perra cogió el pan y huyó para ir a llevárselo a su ama. Luego de un rato se le apareció al rey en otro sitio. Le dieron pan otra vez y otra vez huyó. Entonces el rey ordenó que acompañaran al animal para ver a dónde iba. Cuál no sería su sorpresa cuando encontraron a una doncella muy hermosa, que parecía muy infeliz. Ahora bien, se me olvidaba decir que la joven había prometido que si escapaba de la muerte y se salvaba de esos sufrimientos, pasaría siete años �sin hablar. Entonces, cuando el rey la encontró y le hizo preguntas, se acordó de su promesa y no dijo una sola palabra. El rey se la llevó a su palacio, pues le gustaba mucho, y se enamoró tanto de ella que quería casarse, fuera como fuera. Pero la madre del rey le aconsejaba que no se casara sino cuando ella recuperara el habla. Al cabo de mucho tiempo, un poco antes de que se cumplieran los siete años, el rey, ya sin esperanzas, pidió en matrimonio a una princesa y fue por ella con todo su séquito. La joven mandó entonces hacer un vestido con una de las mangas muy ancha, y el día que volvió el rey fue a recibir a los novios a las escalinatas. Al verla, la princesa soltó una gran carcajada y dijo: Miren a la mudita de la cebolla. ¿Qué traerá en la manga? ¿Alguna olla? Y la muchacha respondió enseguida: Miren a la princesa descomedida, apenas entra y ya tan mal habla, y en siete años que llevo yo acá, esta es la primera palabra que mi lengua da. El príncipe quedó maravillado con lo que oyó, deshizo de inmediato el matrimonio con la princesa y se casó con la joven, como tanto lo había deseado. (Algarve - Portimão) �EL ZAPATICO DE RASO ÉRASE UNA VEZ un hombre viudo, que tenía una hija a quien mandaba a la escuela de una maestra que la trataba muy bien y que hasta le daba sopitas de miel. Cuando la chiquita volvía a casa, le pedía a su padre que se casara con la maestra, porque ella era muy amiga suya. Su padre le respondía: —¿Así que quieres que me case con tu maestra? Pero mira que ella hoy te da sopitas de miel, pero algún día te las dará de hiel. Tanta fue la obstinación de la niña, que su padre se casó con la maestra. A finales de ese año la mujer tuvo una niña, y desde entonces le cogió ojeriza a su hijastra porque era más bonita que su hija. Pasó el tiempo y el padre murió, y los tormentos de la madrastra pasaron cualquier límite. La pobre muchacha tenía una vaca, que era su adoración, y cuando la llevaba a los pastos, la madrasta le daba una bota de agua y un pan, amenazándola con pegarle si no le llevaba todo otra vez, tal como se lo había dado. Entonces, con los cuernos, la vaca sacaba la masa del pan para que la muchacha se la comiera, y cuando tomaba agua, ella volvía a llenar la bota con sus babas. De esa forma sorteaban la maldad de la madrastra. Cualquier día la mala mujer se enfermó y dijo que mataran a la vaca para que le hicieran caldo. La muchacha lloró y lloró antes de matar a su querida vaquita y después fue al arroyo a lavar las tripas; sin que supiera cómo, se le escapó una tripa de la mano y corrió tras ella para agarrarla. Tanto caminó que fue a dar a la casa de unas hadas. Todo allí estaba muy desordenado y había una perra que no paraba de ladrar. �La muchacha arregló muy bien la casa, puso la olla al fuego y le dio un pedazo de pan a la perra. Cuando llegaron las hadas, se escondió detrás de la puerta, pero la perra las alertó: ¡Can, can, can, detrás de la puerta está aquella que me dio pan! Las hadas encontraron a la muchacha y en premio la encantaron para que tuviera la cara más linda del mundo y para que cuando hablara de su boca salieran perlas, y aparte de todo le dieron una varita mágica. Apenas la madrastra vio que la muchacha tenía ahora tantas dotes, le preguntó la causa de todo aquello, para ver si también las conseguía para su hija. La joven le contó todo lo sucedido, pero al revés: que había desordenado la casa, había roto los platos y le había pegado a la perra. Entonces la mujer mandó para allá a su hija, que hizo todo al pie de la letra, tal como su madre le había dicho, punto por punto. Al volver las hadas, le preguntaron a la perra qué había sucedido, y ella respondió: ¡Can, can, can, detrás de la puerta está la que hizo este desmán! Las hadas dieron con la muchacha y al punto la hechizaron para que tuviera la cara más fea del mundo, para que cuando hablara tartamudeara y para que fuera jorobada. Su madre entró en desesperación cuando vio aquello, y de ahí en adelante comenzó a tratar peor a su hijastra. Por esos tiempos se hizo una gran celebración de cumpleaños para el príncipe. El primer día la madrastra fue a los festejos con su hija y no quiso llevar a su hijastra, que se quedó preparando la comida. Entonces la joven le pidió a la varita mágica un vestido del color del cielo y todo bordado con estrellas de oro, y se fue para la fiesta; todo el mundo estaba asombrado y el príncipe no le quitaba los ojos de encima. Al acabar la �fiesta, la madrastra encontró a la muchacha en casa haciendo la comida, y no se cansaba de elogiar el vestido que había visto. El segundo día, con el poder de la varita mágica, la joven fue a la fiesta con un vestido como un campo verde sembrado de flores. El tercer día la muchacha vio que su madrastra ya se había devuelto para la casa y salió también, a toda prisa, pero se le zafó de un pie un zapatico de raso. Apenas el príncipe vio aquello corrió a recoger el zapatico y se maravilló al ver cuán pequeño era. Entonces mandó pregonar un bando: que la mujer a la que perteneciera el zapatico de raso sería su esposa. Recorrieron todas las casas, pero a nadie le calzaba el zapatico. Finalmente el príncipe fue a la casa de la mala mujer, que le presentó a su hija, pero el pie de ella era una patota y ni siquiera cabía en el zapatico de raso. Entonces el príncipe preguntó si no vivía alguien más en la casa. Cuando la madrastra iba a responder que no, se abrió la puerta de la cocina y apareció su hijastra con el vestido del primer día de los festejos y con un piecito desnudo, que calzó en el zapatico de raso. El príncipe se llevó de una vez con él a la joven, y la madrastra sintió tanta rabia, que se lanzó por una ventana y murió reventada. (Algarve) �LA MADRASTRA HABÉA UNA VEZ una mujer que tenía una hija muy fea y una hijastra bonita como el sol. Llena de envidia, trataba muy mal a la hijastra. Siempre que las dos muchachas llevaban a la vaca a pastar, a su hija le daba un canasto con huevos duros, galletas e higos, y a su hijastra le daba cortezas de pan enmohecidas, y no pasaba un día sin que le pegara. Entonces cierta vez que estaban las dos jóvenes en el monte pasó una vieja —que era un hada—, que se acercó a ellas y les dijo: —¿Me dan un poquito de su merienda? Estoy muerta de hambre. La muchacha bonita, que era la hijastra de la mala mujer, le dio enseguida de sus cortezas de pan; la muchacha fea, que tenía el canasto lleno de cosas sabrosas, comenzó a comer y no le quiso dar nada. El hada quiso castigarla. Entonces hizo que ella, tan fea, quedara con la hermosura de la bonita, y que la bonita quedara, en cambio, con la cara bien fea. Pero las muchachas no se enteraron de eso. Como ya estaba anocheciendo, volvieron a la casa. Ya era muy tarde y la mala mujer, que trataba tan mal a su bonita hijastra, salió a encontrarlas al camino y empezó a pegarle con un vergajo a su propia hija, que ahora tenía la cara bonita, suponiendo que le estaba pegando a su hijastra. Ya en la casa, le dio de comer sopas de leche y cosas sabrosas a la fea, pensando que era su hija, y a la otra la mandó a acostarse en la paja de una bodega llena de telarañas y sin comer. Las cosas siguieron así durante mucho tiempo, hasta que un buen día pasó un príncipe y vio a la muchacha de la cara bonita asomada a la �ventana, muy triste. Enseguida empezó a quererla y le dijo que le gustaría hablar con ella por la noche en el solar. La mala mujer había oído todo de lejos y entonces fue a decirle a la que ahora estaba fea, y que ella suponía que era su hija, que se alistara para ir a hablar por la noche con el príncipe, pero que no fuera a destaparse la cara. La hijastra fue, pero lo primero que le dijo al príncipe era que estaba equivocado, pues ella era muy fea. El príncipe le decía que no y que no, y la muchacha entonces se destapó la cara, pero el hada le devolvió su hermosura por ese solo instante. El príncipe se enamoró todavía más y le dijo que quería casarse con ella. Entonces la joven fue a contarle eso a su madrastra. Se hicieron los arreglos de la boda, y llegó el día en que fueron a buscar a la novia. Ella iba con la cara cubierta por un velo, y su hermanastra, que ahora estaba bonita, se había quedado en la bodega, a oscuras, encerrada. Entonces la novia le dio la mano al príncipe y quedaron casados, y en ese instante el hada le devolvió a ella su hermosura. La madrastra reconoció en ese momento que aquella era su hijastra, no su hija. La mujer corrió veloz a su casa, fue a la bodega de la paja a ver a la muchacha que había encerrado allí y se encontró con su propia hija, que desde el instante de la boda había vuelto a quedar con su fea cara de siempre. Ambas estaban tan desesperadas, que no sé cómo no se reventaron de la envidia. Es muy cierto lo que dice el dicho: «Madrastra, madre áspera, ni de cera ni de pasta». (Porto) �EL HUEVO Y EL BRILLANTE HABÍA UNA VEZ una mujer que tenía una hija y una hijastra, que sólo permanecían en la casa: una siempre adentro, recibiendo malos tratos, y la otra siempre asomada a la ventana, muy soberbia y desvergonzada. Cierto día pasó por allí una viejita y pidió que le dieran algo. La soberbia le dijo: —Váyase, doña, que no hay pan hecho. La otra le dijo: —No tengo más que darle sino este huevo fresco, que acaba de poner la gallina. Y le dio el huevo a la viejita. Ella quebró el huevo y dentro de él había una gran piedra preciosa, un brillante; lo cogió y se lo dio a la muchacha: —Lleva siempre al cuello esta piedra, que mientras andes con ella tendrás sólo felicidad. La joven se puso la piedra en el cuello. Su hermana, envidiosa, fue también a buscar un huevo y se lo dio a la viejita. Ella le dijo a la muchacha que lo cascara con sus propias manos. Así lo hizo la joven y le salió un huevo podrido, que apestaba y que le cubrió la cara y las manos de inmundicia. La vieja se fue. Sucedió que pasó por allí el rey y vio a aquella muchacha con la piedra en el cuello. Le pareció tan linda que al instante quedó enamorado, la mandó buscar y se casó con ella. La muchacha se convirtió en reina, y como era buena, su madrastra y su hermanastra le pidieron que las dejara vivir en el palacio, y ella las dejó. �Un buen día el rey se fue a la guerra, y allá se demoraría, y la reina permaneció en el palacio. Entonces la madrastra, que conocía el poder de la piedra preciosa, comenzó a tramar con su hija cómo podrían robársela, hasta que un día, mientras la reina estaba en el baño, su hermanastra fue a pasarle la toalla y le robó la piedra. La joven se puso muy triste al darse cuenta del robo, y su madrastra huyó con su hermanastra para ir donde el rey, que estaba en campaña, segura de que él tomaría por mujer a su hija. Por el camino, se echaron a descansar y se quedaron dormidas. Un águila que pasaba por allí vio relucir la piedra; bajó de pronto, la rapó y se la engulló. Las dos mujeres siguieron su camino y llegaron a la tienda del rey sin haber echado de menos todavía la piedra. Pidieron permiso para entrar diciendo que allí estaba la esposa del rey, que venía a visitarlo, pues lo extrañaba mucho. El rey las reconoció, mandó que les dieran una paliza y las echó de allí. Fue entonces que la muchacha echó de menos la piedra y se dio a la fuga, y su madre, detrás de ella. Cuando el rey volvió a sus tierras, la reina salió a su encuentro, pero como no tenía la piedra él no la reconoció y dijo: —Es una presumida, como las otras —y la corrieron. La muchacha volvió al palacio, pero sólo la recibieron para que ayudara en la cocina. Cierto día se estaba preparando una gran cena, pues era la boda del rey, y mientras la joven arreglaba un águila, le encontró en el buche una gran piedra preciosa. La guardó y le pidió al amo que le dejara servir la mesa. Y así fue. Ella entonces se puso la piedra en el cuello y en cuanto entró al salón el rey la reconoció, se acordó de ella y le preguntó qué había pasado. Ella le contó todo y el rey la hizo sentar justo a su diestra, y la otra princesa tuvo que marcharse. (Porto) �CABELLOS DE ORO ÉRANSE UNA VEZ un hombre y una mujer que tenían dos hijos, pero no tenían qué darles de comer. Una noche, cuando ya estaban acostados, el menor oyó que ellos decían: —Tenemos que matar a uno de nuestros hijos, porque no podemos con tanta familia. El niño despertó a su hermanita, le contó todo y se apuraron a huir. Caminaron día y noche y ya iban muy lejos, cuando el muchachito, cansado, se echó en el suelo y se quedó dormido con la cabeza en el regazo de su hermana. Tres hadas pasaban por allí y al ver a la niña le concedieron tres dones: Que tuviera la cara más linda del mundo; que de sus cabellos cayera oro al peinárselos; que de sus manos salieran los más singulares adornos. Apenas el niño se despertó, se pusieron otra vez en camino y fueron a parar a la casa de una vieja muy fea, que los recogió. Pasaron los años. Cierto día, el muchacho quería tener algún dinero y entonces su hermana se peinó, y él se llevó el oro para venderlo en la ciudad. El orfebre que se lo compró sintió desconfianza, le preguntó al joven cómo conseguía aquel oro, pero no quiso creerle todo lo que él le contó. Entonces fue a dar parte al rey, que ordenó apresarlo hasta que su hermana fuera a la corte, para así averiguar la verdad. �La vieja, que se había quedado con la muchacha de los cabellos de oro, resolvió matarla de hambre; la pobre llevaba ya dos días sin comer y cuando le pidió cualquier cosa a la vieja, esta le dijo que sólo le daría algo si se dejaba sacar un ojo. Para no morir, ella se dejó. Luego de otros dos días, cuando ya la joven estaba muriendo de sed, le pidió a la vieja un sorbo de agua, y esta le dijo que sólo se lo daría si se dejaba sacar el otro ojo. Y así quedó ciega. Fue entonces que llegó la orden real de llevar a la muchacha a la corte. La vieja pensó que lo mejor sería echar a la joven al mar y llevar, en lugar de ella, a una hija suya. Mientras esperaba a su hermana, el joven, que estaba preso en una torre con un ventanuco que daba al mar, vio que en el agua flotaban unas ropas, que la marea finalmente llevó a tierra. Entonces el muchacho echó abajo unas sábanas retorcidas. Por ellas subió una joven: la de los cabellos de oro. La vieja ya estaba en la corte con su hija. Si de los cabellos de aquella joven no caía oro, el muchacho moriría. Cuando la otra joven se enteró de eso, le dijo a su hermano que consiguiera con el carcelero un papel fino para hacer flores. El carcelero le llevó el papel y la muchacha, aun estando ciega, hizo un hermoso ramo lleno de perlas y del oro que caía de sus cabellos. Su hermano le pidió al carcelero que vendiera el ramo, pero no por dinero sino por un par de ojos. El hombre pregonó el ramo. Todo el mundo lo quería, pero nadie se atrevía a entregar a cambio sus propios ojos; únicamente la vieja, al oír el pregón, lo compró a cambio de los ojos de la joven, que tenía guardados. Entonces el carcelero llevó el par de ojos y la muchacha se los volvió a poner en la cara. Llegó el día en que la vieja tenía que presentar a su hija ante el rey, pero de los cabellos de la muchacha no cayó oro. Ya estaban a punto de matar al joven, cuando él pidió que le dijeran al rey que le dieran ropas de mujer, para ir a buscar a su hermana, que aquella vieja había querido matar. Le dieron un vestido y entonces fue hasta la torre a buscar a su hermana. La muchacha se peinó delante del rey y todo el mundo quedó maravillado de su gran hermosura. Después le contó todo al rey, que le preguntó qué quería que hicieran con la vieja. �—Quiero que con la piel hagan un tambor y con los huesos, una sillita, para sentarme yo allí. (Algarve) �LA ANDARINA HABÍA UNA VEZ tres hermanas que vivían de su trabajo. Cierto día estaban discutiendo cuál era la más habilidosa de todas y la mayor dijo: —Yo sería capaz de hacerle al rey una camisa con la telita de la cáscara del huevo. La segunda dijo: —Y yo me atrevería a hacerle unos pantalones con la cáscara de una almendra verde. Y finalmente la menor dijo: —Y yo podría tener tres hijos del rey, sin que él se entere. Resulta que el rey pasaba por allí en la ocasión de aquella charla y enseguida pidió permiso para entrar. Dijo que había oído esto y lo otro, y que les ordenaba que le mostraran sus habilidades. La menor le respondió que eso requería tiempo de su parte y el rey se marchó diciéndole que no dejara perder la ocasión. Las otras dos hermanas quedaron descontentas con la apuesta de la menor, pero trataron de cumplir sus promesas. Cierta vez la menor se enteró de que el rey saldría de la corte y pasaría un año en Bule. Entonces les pidió prestado dinero a sus hermanas, compró lujosos vestidos y se presentó en Bule, donde el rey no la reconoció. Pasados nueve meses, tuvo un niño. Al cumplirse el año, el rey le dijo a la muchacha que saldría para Toledo y que al volver se casaría con ella, y le dio muchas joyas y dinero en la despedida. �El rey viajó a Toledo. Cuando llegó, la muchacha ya estaba allá, con otros trajes, con otro aspecto, y el rey volvió a enamorarse de ella, diciendo que sobrepasaba todo cuanto había visto. Pasaron nueve meses y ella tuvo otra criatura. Terminado el año, el rey se fue para Sevilla. Entonces la joven volvió a aparecer en Sevilla, tan bien arreglada que al rey le pareció la mejor mujer que había en aquellas tierras. Ella tuvo entonces un tercer niño. De regreso a la corte, el rey no quiso pasar ni por Bule ni por Toledo, porque les había prometido matrimonio a las otras dos mujeres. Cuando entró en el reino, la Andarina ya estaba allá y sus hermanas estaban admiradas de las riquezas que había conseguido. La Andarina se cansó de esperar la visita del rey, que no creía en la apuesta. Corrió el tiempo y el rey pronto se casaría con una princesa. Entonces el día de la boda la Andarina mandó a la corte a sus tres hijos, arreglados con todas las joyas que el rey le había dado. Les dijo que besaran la mano del rey y se quedaran callados, y que sólo cuando el rey les preguntara qué querían, le dijeran: Bule, Toledo, Sevilla, abre; Vinimos a ver la boda del rey, nuestro padre. Y eso hicieron los niños. Al instante el rey comprendió todo, se acordó de la apuesta y entonces hizo a venir a la Andarina, con la que se casó con el mayor de los placeres. (Algarve) �LA HIJA DEL LABRADOR ÉRASE UNA VEZ un príncipe que, cada vez que iba a lavarse en el balcón de su alcoba, veía de frente a la hija de un labrador, que era muy linda. Ahora bien, en aquellos tiempos la verdadera nobleza era la de los labradores, y por eso el príncipe le hablaba y le decía: —Dios te salve, hija de labrador. Y ella respondía: —Y a usted también, príncipe y real señor. Él le conversaba y un buen día le preguntó si no quisiera encontrarse con él en la gran feria anual, ¿qué tenía que perder? Ella le dijo que no, pero le pidió permiso a su padre, se fue adelante y se metió en la alcoba de la posada donde pasaría la noche el príncipe. Cuando le dijeron al príncipe que allí había una mujer, él respondió: —Da igual. Entró a la alcoba; vio una muchacha muy linda, pero no la reconoció. Apagó la luz y estuvieron juntos toda la noche. Al otro día, muy temprano, ella se arregló para salir y el príncipe le preguntó qué quería en recuerdo de aquella noche; ella le pidió su espada. El príncipe no tuvo más remedio que dársela. Pasaron los días y el príncipe la saludó como siempre: —Dios te salve, hija de labrador. —Y a usted también, real señor. —Muchacha, ¿no vas mañana al festival para encontrarte allá conmigo? �Ella dijo que no, pero se fue adelante y se dio mañas para quedarse en el lugar donde dormiría esa noche el príncipe. Ahora bien, ya había pasado mucho tiempo y la hija del labrador había tenido a escondidas un niño, que estaba criando y era el vivo retrato del príncipe. Todo pasó como la vez anterior, y cuando llegó el amanecer el príncipe le dijo que le pidiera lo que quisiera, y ella le dijo que sólo quería el cinturón que él usaba. Ya sabemos, ella tuvo otro niño. Todavía una tercera vez el príncipe invitó a la muchacha a unos grandes festejos, y ella se encontró con él allá, sin que él supiera que era la hija del labrador. También esta vez le preguntó que quería, y la muchacha le pidió el reloj. Con el tiempo, también tuvo una hija, que crio con los otros dos hijos del príncipe. Entonces un buen día él le dijo: —Me voy a casar, hija de labrador. ¿No quieres ir a mi boda? Ella dijo que no, pero el día de la boda entró al palacio con sus tres hijos: uno con la espada, otro con el cinturón y la niña con el reloj. La dejaron entrar y ella fue hasta la mesa. El príncipe reconoció las tres prendas que había dado, sin saber a quién, y vio que los niños eran su vivo retrato. Entonces al final de la cena dijo que cada quien habría de contar su historia, y que él empezaría. Dijo así: —Un día un hombre perdió una llave de oro y entonces consiguió una de plata para servirse de ella, pero sucedió que encontró la llave que había perdido. Ahora quiero que me digan de cuál de las dos debería servirse de aquí en adelante, ¿de la de oro o de la de plata? Todos dijeron: —¡De la llave de oro! De la primera. Entonces el príncipe se levantó y fue a buscar a la hija del labrador, que estaba en una esquina de la mesa, y dijo: —A esta es a quien tomo por mujer, y estos niños son mis hijos, que había perdido. La fiesta siguió muy alegre, y de allí fueron a casarse, llenos de alegría. �(Santa Maria - Famalicão) �LA FEA QUE SE VOLVIÓ BONITA ÉRASE UNA VEZ una vieja que tenía una nieta, que era fea como un diablo. La vieja vivía enfrente del palacio del rey y se le metió en la cabeza que iba a casar a su nieta con él. Se le ocurrió una artimaña. Cada vez que el rey salía a pasear y pasaba por delante de la puerta de la vieja, ella vaciaba en la calle una palangana de agua de colonia y decía: —El agua en que se lava mi nieta huele a flores. Tantas veces pasó lo mismo, que el rey sintió interés y le pidió a la vieja que le dejara ver a esa nieta que se lavaba en un agua tan olorosa. La vieja se excusó diciendo que no, porque su nieta era muy penosa, pero que todo se arreglaría, porque apenas oscureciera iría con ella a hacer una visita y, engañada, la llevaría al palacio; además le dijo al rey que la muchacha tenía la cara más linda del mundo. El rey esperó que anocheciera, hasta que oyó la señal acordada y fue a buscar a la joven. La vieja se fue, pensando que el rey se quedaría con su nieta. Cuando el rey llegó a su alcoba y encendió la vela, se encontró con una mujer feísima y sosa; se enfureció con la treta y en su rabia desnudó a la joven y la encerró en el balcón, dejándola al sereno de la noche. La pobre muchacha no lograba entender su desgracia, y no faltaba mucho para que muriera en medio del frío y del miedo a la oscuridad. Allá por la medianoche pasó un grupo de hadas que trataba de entretener a un príncipe que había perdido la risa; apenas el príncipe vio a la muchacha desnuda empezó a reírse a carcajadas. Las hadas quedaron �muy satisfechas, pero cuando vieron que la causa había sido aquella muchacha desnuda, negra y fea, le dijeron: —Te encantamos por arte de magia, para que tengas la cara más linda del mundo. De madrugada, cuando el rey vino a ver si la muchacha se había muerto, le pareció lindísima y se asombró de su equivocación. Le pidió mil perdones y le propuso que se casara ya mismo con él. Se casaron y hubo grandes festejos. La vieja abuela, que vivía enfrente del palacio, se enteró de que la nueva reina era su nieta; entonces fue al palacio para pedir que la dejaran hablar con ella. —Dime, ¿cómo te volviste tan bonita? Su nieta respondió con la verdad: —Me encantaron. Ahora bien, como la vieja era medio sorda, entendió que su nieta le decía: «Me despellejaron». Al despedirse, el rey le dio mucho dinero y ella se fue enseguida para la casa de un barbero, a que la despellejara, porque quería volverse joven otra vez. El barbero no quería, pero ella le dio todo el dinero que llevaba. Entonces el hombre finalmente empezó a despellejarla y la vieja murió en medio de grandes dolores, creyendo que se estaba volviendo bonita. (Algarve) �EL PEZ ENCANTADO HABÉA UNA VEZ una pobre mujer que tenía un solo hijo. El muchacho era tonto y no quería trabajar. Ay de ella, no le servía sino para comer. Un día que un muchachito de los alrededores iba para el monte a buscar leña, ella le pidió que llevara consigo al bobo y le enseñara a hacer un atado de leña. Al llegar al monte el muchachito se fue a cortar dos atados de leña, y el tonto se puso a jugar al pie del riachuelo. Allí se estuvo sin pensar en nada, mirando los peces en el agua, y sólo espabiló cuando un pececito le saltó justo enfrente de las narices y él lo atrapó. El pez, viéndose en las manos del tonto, le dijo: —No me mates y en recompensa por eso, cuando quieras alguna cosa, basta con que digas: «Pido a Dios y a mi pececito que me den tal y tal cosa», y todo saldrá como lo pidas. El tonto, asustado, dejó caer de sus manos al pez, que desapareció en el riachuelo: —Pido a Dios y a mi pececito que me pongan a caballo sobre este haz de leña. El tonto quedó sobre el atado, que lo llevó al galope por el monte adentro y por toda la ciudad, hasta que llegó a la casa de su madre. El rey estaba asomado a la ventana del palacio y quedó maravillado. Entonces llamó a su hija: —Ven a ver al tonto, montado a caballo sobre un haz de leña. La princesa se echó a reír al verlo, pero el tonto dijo bajito: —Pido a Dios y a mi pececito que la princesa tenga un hijo mío. �Tiempo después la princesa empezó a penar; todos los médicos opinaron que estaba preñada. El rey, desesperado, le pidió a su hija por todos los santos que le dijera quién había sido el causante de semejante vergüenza. La princesa juraba por Dios que no sabría explicar aquello. El rey mandó pregonar un bando diciendo que aquel que fuera a confesar que era el padre del niño se casaría con la princesa. Más adelante el tonto fue al palacio a hablar con el rey: —Vengo a decirle a su real majestad que yo soy el padre del hijo de la princesa. El rey quedó muy asombrado, la princesa no entendía lo que estaba oyendo. El tonto contó entonces todo lo que había ocurrido. El rey, para asegurarse, le dijo: —Entonces pídele a tu pez que haga aparecer mucho dinero, aquí, ahora. El dinero cayó de todos lados. —Pídele a tu pez que te haga un joven perfecto y muy despierto. Entonces el tonto se volvió al instante el más hermoso de todos los príncipes y se casó con la hija del rey, y gracias a su astucia llegó a ser gobernante. (Algarve) �LA BREVITA DEL BREVO ÉRASE UNA VEZ un viudo que se volvió a casar. De su primer matrimonio había tenido una hija, a quien su madrastra trataba mal a más no poder. En el solar de la casa había un brevo, y entonces la madrastra mandaba siempre a la muchacha a cuidar las brevas de los pájaros. Cuando la joven salía para allá, su madrastra se iba detrás, contando las brevas, y le decía que la mataría si más tarde faltaba alguna. Cualquier día llegó un milano real y por más que la muchacha lo espantara se comió tres brevas. Ya estaba anocheciendo y la madrastra fue a revisar el brevo, y vio que faltaban tres brevas. Entonces mató a su hijastra allí mismo y la enterró debajo del brevo. Volvió a la casa diciendo que la joven se había escapado, y su padre pensó que se habría ido a servir en alguna casa, lejos de allí. Cierta vez que el hombre iba pasando por debajo del brevo, se asombró de ver allí tantas flores, y entre ellas un lindo botón de rosa. Quiso recogerlas pero oyó una voz que le decía: No me arranquen mis cabellos, Que mi madre los creó, Y mi madrastra enterró, Por la brevita del brevo Que el milano se llevó. �Al principio el hombre no supo qué hacer, pero al final se decidió a cavar un hoyo en aquel lugar, para ver de qué se trataba. Cuando ya el hoyo estaba bien hondo, descubrió una losa, la levantó y se topó con una escalerilla, por donde bajó. Al llegar abajo dio de frente con su hija, que estaba muy bonita y bien vestida: —Hija, ¿cómo viniste a dar acá? —Cuando mi madrastra me enterró, esta casa se me apareció y una señora viene a darme de comer todos los días. Entonces el padre se quedó viviendo con su hija y nunca más quiso volver a saber de su mujer. (Algarve) �LA DEL BALCÓN ÉRASE UNA VEZ un mercader que tenía una hija linda como las estrellas y espabilada como el diablo. Pegado al balcón de la muchacha quedaba el solar del rey. Todas las tardes, ella iba a regar sus flores y una gran mata de albahaca que tenía allí. Al rey le gustaba ella cada vez más y ya la esperaba a la hora fija para verla, y siempre le preguntaba: Oh, muchacha, antes de irme, vista tu gran discreción, ¿sabrás acaso decirme cuántas hojas tiene tu albahacón? Ella le pagaba con la misma moneda diciéndole: Su majestad, que bien sabe leer, escribir, contar, ¿sabrá acaso cuántos granos de arena hay el mar? El rey entonces empezó a ver si podía jugarle una broma a la muchacha y aprovechó una ocasión en que el mercader había salido de la ciudad. Buscó una tienda de chucherías y, vestido de mercadera ambulante, fue a la casa de ella. La hija del mercader dejó entrar a la mujer. El rey �llevaba un lujoso anillo, que dejó fascinada a la muchacha. Ella lo elogió mucho, triste de no poder comprarlo, pero la mercadera le dijo: —Niña, yo te doy el anillo si me das un besito, ¡estoy loca por ti! Así sea por encima de este velo que traigo en la cara… Y ojos que no ven, corazón que no siente, la muchacha le dio el beso y se quedó con el anillo. Por la tarde, cuando fue a regar las flores, apareció el rey, como de costumbre: Oh muchacha, antes de irme, vista tu gran discreción, ¿sabrás acaso decirme cuántas hojas tiene tu albahacón? Y ella replicó enseguida: Su majestad, que bien sabe leer, escribir, contar, ¿sabrá acaso cuántos granos de arena hay el mar? Y el rey, que se había quedado callado, por fin dijo: ¿Y aquel beso, que me lo diste justo sobre el velo? La muchacha quería que se la tragara la tierra; se puso muy colorada y se juró a sí misma que habría de vengarse. Así que un buen día se vistió de negra y se fue para la casa del rey a ofrecerse como criada; pero antes había arreglado con su criado para que por la noche él metiera en el balcón del rey a la cabra que tenían en el solar. El rey recibió enseguida a la negrita, que era muy agraciada, y temiendo que se le fugara la metió en una alcoba junto a la suya, con una cinta amarrada al brazo de ella. Ya por la noche, el rey jaló la cinta y la negrita respondió. Pero apenas al rey lo �cogió el sueño, la muchacha se desamarró, fue muy despacito a buscar a la cabra, la puso en su lugar y se fue. Cuando el rey se despertó, se acordó de la negrita, que era un encanto, la jaló por la pita hacia su cama, pero la cabra comenzó a berrear, y el rey asustado gritaba que tenía al diablo en su casa. Mucha gente acudió y todos vieron a la cabra, en vez de a la negra, en la alcoba del rey. Al otro día, por la tarde, el rey fue a ver a la hija del mercader. Ella estaba regando sus flores y él le preguntó: Oh muchacha, antes de irme, vista tu gran discreción, ¿sabrás acaso decirme cuántas hojas tiene tu albahacón? Y ella, para desquitarse, le dijo: Su majestad, que bien sabe leer, escribir, contar, ¿sabrá acaso cuántos granos de arena hay el mar? Y entonces el rey dijo: ¿Y el besito por encima del velo? Y ella: ¿Y la cabra que lo dejo lelo? El rey tuvo que reconocer que ella había gozado a sus costillas, pero le hizo gracia. La muchacha no quiso parar ahí. Se enteró de que el rey iba a salir de cacería, se vistió de hombre, se montó en una mula y llevó consigo una máscara, y siguió de lejos a la comitiva. Después de mucho andar, el rey �dijo que pararía un rato, y que lo dejaran solo. Apenas los caballeros se apartaron bien lejos, la muchacha sacó la máscara de sus alforjas, extrajo un puñal y se fue hacia el rey, como si quisiera matarlo, y le gritó: —¡Bese ahora mismo el rabo de mi mula, y si no, lo mató aquí, de una vez! Viéndose en semejante trance, el rey, como estaba solo, besó el rabo de la mula. La muchacha volvió a su casa. Al otro día estaba regando las flores y el rey apareció, y le hizo la pregunta de costumbre: Oh muchacha, antes de irme, vista tu gran discreción, ¿sabrás acaso decirme cuántas hojas tiene tu albahacón? Y ella: Su majestad, que bien sabe leer, escribir, contar, ¿sabrá acaso cuántos granos de arena hay el mar? Y el rey: ¿Y aquel beso, que me lo diste justo sobre el velo? Y ella: ¿Y la cabra que lo dejo lelo? Y el rey: No te hagas la brava, al fin y al cabo… Y ella: �¿Y aquel beso que le dio a la mula en el rabo…? El rey se acordó de lo sucedido, le hizo mucha gracia, y cuando el mercader volvió a la ciudad, fue a pedirle a su hija en matrimonio, porque con una mujer tan despierta habría de ser por fuerza muy feliz. (Algarve) �LA NOVIA HERMOSA ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía tres hijos. Un buen día los llamó y les dijo que ya estaba viejo y que su deseo era entregarle el reino a cualquiera de ellos, y que entonces fueran a buscar mujer, con la seguridad de que aquel que llevara a la más hermosa sería el que habría de quedarse con el reino. Los tres hermanos partieron. Los dos mayores regresaron al poco tiempo, con dos bonitas muchachas, que no eran princesas. El menor había recorrido muchas tierras sin encontrar una mujer que le agradara, y cierto día llegó a un lindo palacio, en medio de un descampado, y resolvió pasar allí la noche. Se le apareció entonces un viejo, que lo recibió y le dio una alcoba muy lujosa, y lo trató muy bien. Al otro día el príncipe le contó el motivo de su viaje. —Bueno, puedes agradecer tu suerte, porque no podrías haber tocado una mejor puerta que la mía —dijo el viejo—. Tengo una hija que es una hermosura, de buen temperamento y rica. El príncipe se sintió muy contento y pidió ver a la novia. El viejo le respondió que no; si confiaba en su palabra, sólo podría verla el día de la boda. El joven dijo que sí, y poco después llegó el día del matrimonio. Llegaron muchos carruajes, muchos cortejos y el príncipe no conocía a nadie. Finalmente llegó el carruaje de la novia y todos fueron a recibirla. Iba cubierta de piedras preciosas. El muchacho se espantó al ver que era un esperpento de fea, pero al fin y al cabo había dado su palabra, y rumió a solas su equivocación. Se casó y llevó a su mujer a la corte de su padre; allí no se hablaba de otra cosa que del esperpento. �El rey, disgustado con su hijo, le dio un palacio viejo que tenía, para que vivieran allá. El príncipe estaba descontento, pero trataba muy bien a su mujer. Cierto día el rey les mandó a avisar a sus hijos que iría a visitar a sus nueras. Las otras dos jóvenes limpiaron sus casas y en cambio el esperpento, saltando de la dicha, puso la casa patas arriba, desarregló las camas, rompió los vidrios e hizo algunas travesuras más. Cuando el rey estaba por llegar y el príncipe vio que la casa estaba como un chiquero, el esperpento le dijo: —Ve a la casa de mi padre y dile que me mande la naranja que dejé sobre mi cómoda. El príncipe fue, le dio el mensaje a su suegro, volvió y le entregó la naranja a su mujer. El esperpento armó un trono con unas mesas y unas sillas y se sentó allá arriba, y su marido no hacía más que sufrir. Cuando el rey llegó a la puerta y ya venía subiendo la escalera, el esperpento le dio la naranja a su marido y le dijo: —¡Tírala con fuerza contra el techo de la casa! De repente la casa se transformó en el más lujoso palacio del mundo, la mesa y las sillas en un trono de oro, y ella en una mujer con una cara tan bonita como el sol. El rey estaba maravillado de lo que veía y la princesa le dijo: —Gracias por su visita; puede ofrecerle su reino a quien quiera porque yo soy la reina de los imperios que iba a estar hechizada hasta que encontrara al que fuera capaz de hacer lo que hizo por mí el príncipe, mi marido. (Algarve) �LA NOVIA DEL CUERVO EN CIERTO LUGAR vivía una mujer que pasaba en compañía de un cuervo. Enfrente de ella vivían tres jóvenes muy bonitas. Como el cuervo se quería casar, le mandó decir a la mayor, pero ella le respondió que no. El cuervo, furioso, le sacó los ojos. Lo mismo sucedió con la segunda. Entonces la tercera se resignó finalmente a casarse con el cuervo. El cuervo y la muchacha llevaban ya un tiempo viviendo juntos, y ella le habló a una vecina del disgusto que sentía por estar casada con un cuervo. La vecina entonces le aconsejó que le chamuscara las plumas, porque podría tratarse de artes de hechicería, y así se conjuraría el maleficio. Cuando por la noche se fueron a acostar, la muchacha le metió candela a las plumas del cuervo; él se despertó gritando: —¡Ay, me redoblaste el hechizo! Si me quieres salvar, asómate a esa ventana, y a todos los pájaros que veas, llámalos y pídeles así: «Vengan, pajaritos, vengan a desvestirse para vestir al rey, que está desnudo». En efecto, los pájaros empezaron a posarse en la ventana, y cada uno de ellos dejaba caer una pluma, y el cuervo se fue cubriendo con ellas. Cuando quedó otra vez emplumado, el cuervo batió las alas y desapareció, diciéndole a su mujer: Ahora, si me quieres volver a ver, zapatos de hierro tendrás que romper. �La pobre joven se quedó sola toda aquella noche y tan pronto amaneció fue a comprar unos zapatos de hierro, con los que empezó a recorrer el mundo. Los zapatos ya estaban gastados de tanto andar, cuando se encontró con un viejo y le preguntó si no había visto algún pájaro. El viejo le respondió: —Vengo de la fuente de la Madreperla, donde había bastantes. Ella siguió su camino y antes de llegar a la fuente se encontró con un cuervo, que le dijo: —Si quieres salvar al rey, ve a la fuente y allí verás a una lavandera lavando un vestido de plumas; quítaselo y lávalo tú. Al pie de la fuente hay una casa y adentro un viejo que la cuida; entra ahí y mata al viejo para que puedas romper todas las jaulas y poner en libertad a los pájaros que él tiene presos allá. La muchacha llegó a la fuente e hizo lo que le había dicho el cuervo. Después de lavar el vestido de plumas, entró a la casa donde estaba el viejo, y allí fingió que veía por la ventana una linda embarcación en el mar; el viejo se acercó a la ventana para ver y la joven lo agarró por las piernas y lo echó al agua. Finalmente abrió todas las jaulas y los pájaros, libres, se convirtieron en príncipes al romperse el hechizo. Entonces su marido, que era el rey de todos ellos, les mandó servir a su mujer para toda la vida. (Algarve) �LA DEVANADERA DE ORO ÉRANSE UNA VEZ tres hermanas que vivían juntas. La menor de ellas tenía por costumbre poner en la ventana un cuenco lleno de agua y allí siempre iba a darse un chapuzón un pajarito, que era un príncipe hechizado y hablaba con ella. Sus dos hermanas le cogieron una gran envidia y buscaron cómo acabar con esas conversaciones. Acecharon y vieron al príncipe. Después metieron cuchillas en el cuenco de agua. Cuando al otro día llegó el pajarito a bañarse, se cortó con las cuchillas y se fue de allí. La hermana menor fue a la ventana a la hora acostumbrada, pero el pajarito no aparecía; sólo cuando vio el agua ensangrentada y llena de cuchillas comprendió la traición de sus hermanas. Entonces la pequeña se fue por el mundo preguntando si alguien sabía dónde estaba el príncipe hechizado, hasta que un buen día llegó a la casa de la Luna. La madre de la Luna le dijo: —Ay, niña, ¿qué vienes a hacer aquí? Si mi hijo te encuentra acá… Mira que él es de muy malas pulgas. De todas maneras, la muchacha le contó lo que quería, y entonces la vieja la escondió y le dijo que habría que preguntarle a su hijo dónde estaba el príncipe. La Luna llegó por fin, muy malhumorada, diciendo: —Por aquí huele a gente… La vieja lo tranquilizó y le preguntó lo que quería la joven. La Luna respondió: �—¡Yo qué sé! ¡Todos los que están enfermos me cierran las ventanas apenas anochece! El viento es el que debe saber. La madre de la Luna le regaló a la joven una devanadera de oro y ella se presentó en la casa del Viento. La madre del Viento también le preguntó a su hijo y él le dijo: —El príncipe está muy lejos, yo ya he estado por allá, pero como está enfermo, me cerraron todas las ventanas. El que sabe dónde está el príncipe es el Sol. La muchacha partió llevándose una rueca de oro engastada de diamantes, que le había regalado la madre del Viento. Finalmente llegó a la casa del Sol, donde la madre de él la trató muy bien. De pronto, muy alegre y radiante, entró el Sol y le dijo a la joven dónde estaba el príncipe, y le mostró el camino. La madre del Sol le regaló a la muchacha un huso de oro. La joven llegó a la entrada del palacio del príncipe y se sentó, pero todo estaba cerrado. Entonces sacó su devanadera y se puso a hacer ovillos. Las criadas del palacio vieron aquello y fueron a contárselo a la reina, que le mandó decir a la muchacha que quería comprar aquella devanadera. Ella respondió: —Sólo si me dejan entrar a la alcoba del príncipe. Dejó a un lado la devanadera y comenzó a hilar en la rueca de oro tachonada de diamantes. Fueron a contarle aquello a la reina, que le mandó decir a la muchacha que le vendiera la rueca y la devanadera. Ella respondió que sólo si la dejaran entrar a la alcoba del príncipe. Entonces la reina accedió y la joven entró por fin donde estaba el príncipe, enfermo y lleno de heridas. La muchacha se acercó al pie de su cama, le habló y él la reconoció; luego ella le contó la traición que, muertas de envidia, le habían jugado sus hermanas. De repente, al enterarse de la verdad, el príncipe se puso muy contento y se sanó. Entonces le contó todo a la reina, se casó con la joven y los dos vivieron muy felices. (Algarve) �EL PRÍNCIPE QUE SE FUE A CUMPLIR SU DESTINO HABÍA UNA VEZ, en ciertas tierras, un rey que tenía un hijo que no hacía más que pedirle dinero para irse a recorrer el mundo. Al fin el rey ya no pudo negarse más y le dio a su hijo un gran saco de dinero para la partida. Después de mucho caminar, el príncipe fue a parar a una posada, donde se encontró con otro viajero. Conversaron, y el viajero le preguntó al príncipe si no le gustaba jugar; al momento ya estaban enfrascados en el juego. El viajero le ganó todo el saco de dinero al príncipe; como no tenía qué más ganarle, le propuso que jugaran una vez más, y en caso de que el príncipe ganara, él le devolvería el saco de dinero, y en caso de que perdiera, el príncipe quedaría preso por tres años en aquella casa, y además le serviría como criado por otros tres. El príncipe aceptó la propuesta, jugó y perdió. El viajero lo agarró, lo apresó en una bodega y lo tuvo a pan y agua durante tres años. El príncipe se lamentaba de su loca cabeza. Lo soltaron pasados los tres años, y él se puso en camino a la casa del viajero, que era un rey, para ir servirle como criado. Después de mucho andar, se topó con una mujer que llevaba al cuello una criatura, que lloraba de hambre. El príncipe todavía tenía un cabo de pan y un sorbo de agua, y le dio todo a la mujer. Agradecida, ella le dijo: �—Oye bien, alma buena, sigue caminando y cuando te llegue un olor muy fuerte será porque estás cerca de un jardín que hay por el camino. Entra allí y escóndete junto a la fuente. Entonces llegarán tres palomas a bañarse, y a la última que se desvista, quítale el vestido de plumas y no se lo devuelvas sino a cambio de tres cosas que ella te dé. Todo sucedió como la mujer le había dicho al príncipe; él cogió el vestido de plumas de la paloma, y ella, para recuperarlo, le dio un anillo, un collar y una pluma, diciéndole: —Cuando te veas en angustias y digas: «Ven a socorrerme, paloma», yo iré a auxiliarte. Soy la hija del rey al que vas a servir, que odia a tu padre y te ganó todo en el juego, para destruirte. El príncipe se presentó en la casa del rey, que enseguida le dio esta orden: —Toma este trigo, este mijo y esta cebada para que los siembres, de manera que yo mañana pueda comer pan de estas tres clases. El príncipe quedó aterrado, pero el rey no quiso saber de explicaciones. Entonces, sin saber qué hacer, el muchacho se fue a su alcoba y cogió la pluma diciendo: —¡Ven a socorrerme, paloma! La paloma apareció y se enteró de todo. Al otro día llevó las tres clases de pan para que el príncipe se las entregara al rey. Cuando el rey vio cumplidas sus órdenes, le dijo: —Bueno, ya que fuiste capaz de esto, ve ahora al fondo del mar a buscar el anillo que perdió allá mi hija mayor. El príncipe volvió a su alcoba y llamó otra vez a la paloma. Ella acudió: —Pon cuidado. Mañana ve a la playa y lleva un cuenco y un cuchillo, y súbete a una barca. Y así lo hizo él; la paloma también se metió a la barca y se fueron por los mares. Ya habían avanzado mucho cuando ella le dijo que le cortara la cabeza, sin dejar que cayera una sola gota de sangre en el suelo, y la tirara al mar. Él siguió todo al pie de la letra. Al rato salió del mar una paloma con un anillo en el pico, lo soltó en la mano del príncipe y fue a lavarse en �la sangre que había en el cuenco; se convirtió en la cabeza de una bella doncella y después volvió a desaparecer. Entonces el príncipe fue a entregarle el anillo al rey. Sintiéndose desesperado, el rey tuvo la idea de ponerle al muchacho una tarea más difícil: —Hoy por la tarde saldrás en mi potro, quiero mostrártelo. El príncipe se fue a su alcoba y volvió a llamar a la paloma, que le respondió: —Mira bien, mi padre quiere ver cómo te mata de alguna manera. Debes saber que el potro es él mismo, la silla es mi madre, mis hermanas son los estribos y yo soy el freno. No te olvides de llevar un buen garrote para desahogarte dándoles una buena paliza. El príncipe montó en el potro y lo molió a golpes, tanto que cuando regresó a la casa y fue a dar parte al rey de que el potro ya estaba amansado, encontró al hombre en cama con paños de vinagre, a la reina hecha una miseria y a las hijas extenuadas, menos la menor. Esa noche ella fue a ver al príncipe y le dijo: —Ahora que todos están enfermos es buena oportunidad para fugarnos; ve a la caballeriza y alista el caballo más flaco que encuentres. El príncipe cometió la tontería de alistar el más gordo. Cuando se pusieron en camino y ella vio el caballo gordo, se disgustó mucho, porque ese caballo andaba como el viento, pero el flaco andaba como el pensamiento. Sin embargo se fugaron. Por la noche el rey necesitaba a su hija para que lo ayudara a voltearse y la llamó; nada. La reina, que era una bruja redomada, comprendió enseguida que su hija se había fugado con el príncipe, y le dijo a su marido que saliera inmediatamente de la cama y fuera a atraparlos. Entonces el rey se levantó gimiendo de dolor, pero cuando vio el caballo flaco, estuvo seguro de que los iba a agarrar. Montó y partió. La hija, que ya se temía que notaran su ausencia, avistó de lejos a su padre y de repente transformó al caballo en una ermita, al príncipe en un ermitaño y se transformó a sí misma en una santa. El rey llegó al pie de la capilla y preguntó si no habían visto pasar por allí a una muchacha con un caballero. El ermitaño levantó la vista del �suelo y dijo que por allí no había pasado un alma. El rey se fue, furioso, y llegó a contarle a su mujer que sólo había encontrado una ermita con una santa y un ermitaño. —¡Pero si eran ellos! —dijo la vieja, desesperada—. Si me hubieras traído un pedacito del vestido de la santa o un poquito de la argamasa de las paredes, ahora mismo los tendría aquí en mi poder. E hizo que el viejo partiera otra vez en el caballo más ligero que el pensamiento. La hija del viejo lo avistó todavía de lejos e hizo del caballo un terreno, de sí misma un rosal cargado de rosas y del príncipe un jardinero. Todo se repitió de la misma manera; el viejo dio media vuelta, y la vieja bruja lo cantaleteó: —Si me hubieras traído una rosa de ese rosal o un puñadito de tierra, ya los tendría en mi poder. Pero ya verás, que esta vez yo también voy. Al avistar a su madre, la muchacha sintió mucho miedo, porque conocía sus poderes; a duras penas alcanzó a hacer del caballo un pozo hondo, de sí misma una anguila y del príncipe una tortuga. La vieja llegó a la orilla del pozo e inmediatamente los reconoció. Le preguntaba a su hija si no estaba arrepentida y le decía que si quería volver a la casa la perdonaría. La anguila decía que no con la cola. La vieja le dijo a su marido que lanzara una de sus botas al pozo para sacar un tris de agua, porque sólo eso le daría el poder de agarrar a su hija. Cuando el rey estaba sacando la bota llena de agua, la tortuga saltó adentro y la vació toda; lo mismo pasó con la otra bota. Entonces la reina, muy molesta, le rogó a la tortuga que se olvidara de la princesa. Los jóvenes siguieron su camino, pero la muchacha iba siempre muy triste, y cuando el príncipe le preguntaba el motivo de su tristeza, ella respondía: —Es porque estoy segura de que me olvidarás. Llegaron finalmente a la tierra natal del príncipe. Él dejó a la muchacha en una posada y fue a pedirle permiso a su padre para presentarle a su prometida. La alegría de volver a ver a su familia hizo que se olvidara de ella. El rey trató entonces de arreglarle un matrimonio a su hijo y la muchacha, al enterare de eso, sintió una horrible tristeza y gritó: —¡Vengan a socorrerme, hermanas mías! �Ellas se le aparecieron. La mayor le dijo: —No te pongas triste, todo se arreglará. —Y le ordenó a la posadera que cuando pasara algún criado del rey para comprar aves, fuera al cuarto de su hermana y le vendiera tres palomas que habría allí. Y así se hizo; el criado del rey compró las tres palomas, y como eran tan lindas fue a mostrárselas al príncipe. El príncipe, admirado, quiso cogerlas, pero una de ellas saltó a la ventana y dijo: —Cuando nos oigas hablar, todavía más admirado quedarás. Otra saltó encima de la mesa y dijo: —Empieza a hablar, empieza a hablar, que él irá recordando. La paloma que se había quedado en su mano le saltó al hombro y le preguntó: —Prueba, príncipe, si este anillo te queda bueno. Él vio que sí. Después la paloma le dio un collar, que también le quedaba. Al final le dio la pluma, y sólo cuando el príncipe leyó ahí el nombre de la paloma recordó todo. Y entonces se casó con ella. (Algarve) �MARÍA SAGAZ HABÍA UNA VEZ un mercader viudo, que vivía cerca del palacio real y tenía tres hijas. María era la más pequeña y la más hermosa de todas. Cierta vez el rey llamó al mercader y lo mandó a hacer un viaje largo, y entonces después de haber hablado con él, el hombre volvió muy triste a su casa por tener que dejar solas a sus hijas. Entonces les dio tres matas de albahaca y les dijo: —Mis hijas queridas, parto por orden del rey. Les dejo tres matas de albahaca, una para cada una, y ellas me dirán después lo que sea que haya pasado. —¡No va a pasar nada! —dijeron las muchachas. El hombre se marchó y al día siguiente el rey fue con dos amigos a visitar a las jóvenes, por el pesar de la partida de su padre. Las tres hermanas estaban comiendo cuando oyeron tocar la puerta. La mayor, sin importarle los reparos de María, le abrió la puerta al rey. María también se molestó porque la hermana del medio los hizo sentar a la mesa y entonces dijo: —Vamos a buscar un poquito de vino a la bodega; yo llevo la llave, mi hermana mayor la vela y la del medio el cántaro. El rey dijo: —No vayas, que nosotros no queremos vino. Las dos hermanas mayores también le respondieron: —Nosotras no podemos ir. María les replicó: �—Pues si no quieren ir, voy yo. Y se fue. Llegó al zaguán, apagó la vela y puso la llave y el cántaro en la escalera, y salió para la casa de una vecina y tocó la puerta. La vecina preguntó: —¿Quién viene a estas horas? —Déjame entrar, que me peleé con mi hermana mayor, y para que ella no pelee más conmigo, me vine a dormir acá. Y esa noche durmió allá. El rey se puso muy furioso por el engaño de María. Al otro día ella volvió a su casa y vio que las albahacas de sus hermanas se habían marchitado, y se alegró mucho de que la suya estuviera lozana. Cierto día, como la alcoba de la mayor daba a las huertas del rey, las dos hermanas de María se antojaron de unos nísperos de allá. María bajó por una cuerda, los cogió y volvió a subir a la casa. Luego la mayor se antojó de limas; entonces María fue y se topó con el viñatero, que le dijo: —¿Qué haces aquí, bandida? Y ella fue y le jaló las piernas diciendo: —¡Me estás regañando! Espera y verás. Y murió ahogado entre las espinas de la lima. María se trepó por la cuerda; llegó a la casa muy furiosa y dijo: —Esta es la última vez que voy. Al día siguiente la hermana del medio se antojó de bananos, y tanto insistió que María fue al huerto, donde se encontró con el rey, que le dijo: —¡Conque viniste, Sagaz! Ahora me las vas a pagar. Y empezó a preguntarle todo. María no negó nada. Finalmente el rey le dijo: —Camina detrás de mí, que en la casa me las vas a pagar. Y creyendo que María iba detrás, el rey se fue caminando. Al mirar de repente no vio nada, ni a María, ni la cuerda, ni por dónde había salido ella. Se puso tan furioso, que se enfermó de pasión. Las dos hermanas mayores de María se habían enredado con los dos amigos del rey y habían tenido dos niños. Entonces María los cogió y los metió en una canastilla muy lujosa, que adornó con flores muy delicadas, de manera que nadie diría que llevaba dos criaturas. María se vistió de �muchacho y se puso la canastilla en la cabeza, y cuando pasó por la casa del rey cantó este pregón: ¿Quién le lleva estas flores al rey, que tiene mal de amores? El rey, que estaba en cama, mandó comprar la canastilla; ella se la llevó y cuando estaba ahí dijo: —¡Ay, se me olvidó la otra! Y se fue dejándole el cesto al rey. Él oyó chillidos dentro de la canastilla, fue a mirar y encontró a las dos criaturas. Le dio mucha rabia y prometió vengarse. Entonces el mercader volvió, y enseguida el rey le mandó decir con un paje que le hiciera un sacoleva de piedra. El mercader llegó a su casa muy triste, porque cómo podría él hacer un sacoleva de piedra, y porque sus dos hijas mayores se habían maridado y sus albahacas se habían marchitado. Mientras ellas le preguntaban a su padre qué le pasaba, María salió de detrás de sus hermanas y le dijo: —Si el rey te mandó hacerle un sacoleva de piedra, no te angusties, padre; llévale esta tiza para que él mismo trace las rayas. Y así lo hizo. El rey respondió que hacer eso era imposible, y el mercader también respondió: —En vista de eso, no me es posible hacer el sacoleva. —Pues entonces tendrás que entregarme a tu hija María. El mercader volvió todavía más triste a su casa: —Mi hija querida, el rey quiere que te lleve al palacio. ¡Qué desgracia la nuestra! —No te afanes, padre, manda hacer una muñeca igual a mí, con un cordón para jalarle la cabeza, para que ella pueda decir sí o no, y úntale mucha miel en el cuello. El rey les dijo a sus pajes: —Cuando vengan un señor y una muchacha y digan que quieren hablar conmigo, métanla a ella en mi habitación y dejen que él se vaya. �María Sagaz entró y se metió debajo de la cama, con el cordón en la mano, y acostó a la muñeca. Cuando entró el rey, vio a la muñeca y dijo: —Señora María Sagaz, ¿la está pasando bien? María jaló el cordón y la muñeca bajó la cabeza. El rey le dijo: —Ahora vamos a ajustar cuentas. Y comenzó desde el principio, cuando ella había dicho que se iba para la bodega, hasta que llegó a la canastilla de flores. Y María Sagaz jalaba y jalaba el cordón cada vez. —Quien tanto me ha engañado merece la muerte. Entonces el rey cogió un espadín y degolló a la muñeca, pero la miel salpicó y le cayó en los labios, y él sólo pudo decir: —¡Ay, María Sagaz, tan dulce en la muerte y tan amarga en vida! Quien ha cometido semejante crimen merece morir ahora mismo. Y estaba a punto de matarse, cuando María Sagaz, la verdadera, salió de debajo de la cama y se abrazó con él. Al otro día se casaron y después fueron muy felices. (Isla de San Miguel - Azores) �EL CONEJO BLANCO HABÍA UNA VEZ un rey, que tenía una hija ya crecida. Y a esta princesa le gustaba mucho lavarse en el balcón, y entonces siempre le pedía a su criada que le llevara la palangana y otros enseres, y una bandeja para poner los anillos. Siempre iba por allí un conejo blanco, que le robaba los anillos a la princesa y huía. Ella disfrutaba viendo aquello, no decía nada; iba a buscar su joyero y se ponía otros anillos en los dedos. El conejo siguió robando y robando, hasta que la princesa se quedó sin ningún anillo; antes los tenía en tanta abundancia, que se puso triste y melancólica. El rey sentía mucho pesar de su hija, y hasta mandó poner un edicto para que acudieran todas las personas viejas y le contaran cuentos e historias a la princesa, para alegrarla. Fue mucha gente, pero ella seguía igual. Hasta que un buen día fueron dos viejas, que en realidad no sabían lo que iban a contar. Por el camino se toparon con un burro sin patas, cargado de leña; lo siguieron, lo vieron llegar a unas casas, descargar la leña y transportarla para adentro. Entonces se subieron en el peldaño más alto y vieron unos calderos hirviendo; una de las viejas metió el dedo y probó, y en ese instante oyó una voz que le decía: —¡No lo pruebes, que no es para ti! Entonces la vieja miró por el agujero de la cerradura y vio a un conejo, que se quitó la piel y se convirtió en un príncipe, y que luego dijo: —¡Qué no daría yo por ver a la dueña de los anillos que tengo aquí! �Las viejas siguieron hacia el palacio y allá le contaron a la princesa lo que habían visto. Eso, ya lo sabemos, alegró enseguida a la princesa, quien le dijo al rey que quería ver todo. Y salieron para allá las viejas, la princesa y el rey. Vieron al burro hacer lo mismo y entonces fueron hasta la casa. Allá, la princesa metió el dedo y probó, y al punto oyó que alguien le decía: —¡Pruébalo, que es para ti! Ella se asomó y las puertas se abrieron. Entonces el conejo dijo: —¡Qué no daría yo por ver a la dueña de los anillos que tengo aquí! Y la princesa respondió: —Yo soy la dueña. Aquellas palabras rompieron el hechizo y el conejo se convirtió en príncipe. Él y la princesa se casaron y fueron muy felices, y las dos viejas pasaron a ser damas de honor en el palacio. (Isla de San Miguel - Azores) �CARINHA HABÍA UNA VEZ, en cierto lugar, una reina que tenía una hija muy linda, llamada Clarinha. La princesa estaba prometida en matrimonio a un príncipe, y se casarían apenas ella llegara a la edad en la que recibiría de su madre el reino que gobernaba. Clarinha tenía por costumbre ir todos los días a los jardines, y cierto día pasó volando por allí un águila, y cada vez que volvía a pasar le decía: —¡Clarinha, Clarinha! ¿Qué prefieres? ¿Pasar penas en la juventud o pasarlas en la vejez? La princesa fue a contarle todo a la reina, quien le respondió: —Dile esto, niña: «Mejor en la juventud, cuando se puede con todo, y no en la vejez, que ya no se puede con nada». Otro día Clarinha salió a los jardines, como era su costumbre, y el águila volvió a decirle lo mismo. Y entonces, en el momento en que ella comenzó a decir: «Mejor en la juventud…», el águila se la llevó por los aires y finalmente la dejó en las tierras donde vivía su prometido. Clarinha no conocía a nadie allí, a no ser a la reina y al príncipe, pero con ellos no se podía hablar sin haber pedido audiencia, y ella no tenía. Entonces se presentó en una panadería y pidió que la recibieran como criada. La panadera la recibió, y un día que iba de salida dejó a Clarinha encargada de hacer una hornada de pan ya amasado. La muchacha, asustada, cerró todas las puertas y ventanas para que el águila no pudiera entrar, pero ella de todas maneras entró por la chimenea y tumbó el horno sobre el pan, le rompió las bateas y mucha loza, y luego huyó. Cuando la �panadera llegó, le pegó a Clarinha y la puso en la calle. Por más que Clarinha rogó y lloró, la panadera no le creyó. Entonces Clarinha fue a un mesón y se ofreció como criada. El mesonero salió un día y la dejó allí, y ella, asustada, se encerró, pero el águila de todas maneras entró y rompió vasos, medidores y botellas, y destapó los toneles. Al llegar, el mesonero encontró tal desastre que, sin importar lo que dijera Clarinha, le dio un bofetón y la echó a la calle. Entonces Clarinha fue al palacio y, sin darse a conocer, se ofreció como criada del príncipe. La reina dijo que no necesitaba más criadas. Pero el príncipe replicó: —Recíbela, madre, así sea para que cuide a las patas. —Está bien. Pero todos los días morían las patas que cuidaba Clarinha. Entonces el príncipe, viéndola llorar tanto, le pidió a la reina que la recibiera como costurera. El tiempo corrió y un buen día el príncipe se alistó para ir a ver a su prometida. Y entonces fue donde las criadas y les preguntó: —¿Qué quieren que les traiga de las tierras donde voy? Todas le pidieron algo, menos Clarinha. El príncipe insistió en que le dijera lo que quería de allá. —Tráigame una piedra del palacio, su alteza. El príncipe partió. Al llegar al palacio de su prometida supo que había luto por la ausencia de la princesa y se puso muy triste. Sin embargo compró todo lo que le habían pedido las criadas y cogió la piedra para Clarinha. Llegó a su casa muy triste, pero con alguna sospecha de quién sería Clarinha. Entonces le entregó la piedra, y para saber qué haría con ella se escondió debajo de su cama apenas le dio la espalda. Cuando Clarinha llegó a su alcoba, se encerró con tranca y, pensando que no había nadie más, le dijo a la piedra: —Piedra del palacio de mi padre, voy a contarte mi vida. Y contó desde sus paseos por los jardines y el águila hasta entonces. Y al final la piedra dio un chasquido y Clarinha dijo: �—¡Ábrete, piedra, en un círculo de navajas, que quiero tirarme sobre ellas! El príncipe entonces salió de debajo de la cama y la abrazó diciendo: —¿Por qué no me contaste tus cuitas, querida Clarinha? —Porque ya que el águila quería que yo pasara penas, quise pasarlas mientras era joven, porque aun así tenía algo de esperanza. Poco después los príncipes se casaron y fueron donde la reina madre de la princesa, quien se puso muy contenta y se fue a vivir con ellos. (Isla de San Miguel - Azores) �BOLA BOLA CERCA DE UNOS MONTES había una casa donde vivían tres hermanas, que eran muy amigas entre sí. El rey solía ir a cazar a aquellos montes y pasaba siempre por allí. Pero al frente de la casa vivían dos brujas, madre e hija, que envidiosas de la hermosura de la menor de las muchachas y de la forma como ella trataba a sus hermanas mayores, cierto día le llevaron un manojo de cilantro y le dijeron: —Échale este cilantro a la sopa de tus hermanas, niña, pero no la pruebes. La muchacha, en su inocencia, así lo hizo, y sus hermanas se comieron aquello y al instante se convirtieron en bueyes. Su hermanita, muy apesadumbrada, trataba a los animales como si fueran personas. Un día, de regreso de la cacería, el rey vio a la muchacha. Atraído por su hermosura, se casó con ella y se llevó también a los bueyes al palacio, y los trataba muy bien. Al enterarse de eso, las brujas prometieron vengarse. Pasó el tiempo y la reina dio a luz un niño mientras el rey estaba de cacería. Al oír de aquello, la bruja madre se presentó donde la reina con su hija y le dijo: —¡Pobre, estás tan malita! Y acercándole las manos a las sienes, le clavó dos alfileres hechizados. Al instante la reina se convirtió en paloma y huyó. Entonces la hechicera metió a su hija en la cama y se fue. Cuando el rey llegó le dijo a la muchacha: —¿Qué pasó? ¿Por qué te volviste así de fea? �—Es que estoy diferente, porque estoy mala. Entretanto, la bruja madre mandaba darles follaje y hierbas a los bueyes, pero ellos no comían nada. Sucedió que en el palacio había una perrita que llamaban Bola Bola, que sabía hablar, y entonces la paloma iba siempre a conversar con ella: —¡Bola Bola! —¿Qué quiere, mi señora? —¿Cómo está el niño con su ama nueva? —De noche, se calla, y de día, llora. Tantas y tantas veces se repitió lo mismo, que al final se vino a saber. Entonces fueron a contarle todo al rey, que ordenó untar con liga los árboles, para atrapar a la paloma. Y así lo hicieron. El rey se acercó a hacerle una caricia en la cabeza al ave y sintió dos alfileres; los jaló y al punto la paloma se convirtió en la verdadera reina. Entonces el rey obligó a las dos brujas a convertir a los bueyes en las dos hermanas de la reina, sus cuñadas, y ellas así lo hicieron. Y después ordenó que metieran a las dos hechiceras en unos barriles llenos de clavos y los echaran a rodar. Y de ahí en adelante, el rey la reina fueron muy felices. (Isla de San Miguel - Azores) �LINDA BLANCA HABÍA UNA VEZ un hombre viudo y muy rico, que tenía una hija muy hermosa, de nombre Linda Blanca. La muchacha se lamentaba de ser tan bonita, porque todos la querían para sí. Así que un buen día le pidió a su padre que le regalara un vestido azul y gris, y su padre se lo regaló; luego le pidió un vestido azul y plateado, y enseguida recibió su vestido; volvió a pedirle otro, azul y dorado, y su padre le dio gusto. Linda Blanca tenía además una varita mágica y entonces le pidió que la hiciera fea en ese preciso instante. Luego se vistió con una piel y un disfraz muy feo, y se fue sin rumbo a trabajar como criada. Llegó finalmente a un palacio donde vivía un rey todavía soltero, y allá la recibieron. Sucedió que en cierta ocasión los habitantes de la ciudad se reunieron para hacer unas grandes fiestas, que durarían tres días. Linda Blanca le pidió permiso a la reina para ir, y la reina le dijo: —Dile a mi hijo, él es quien gobierna. La muchacha fue entonces a pedirle permiso al rey. Él se estaba poniendo las botas y le dijo: —¿Acaso quieres que te tire esta bota? En cuanto el rey se fue para la fiesta, Linda Blanca dijo: —Varita mágica, dame ya mismo una carroza y atavíos para ir a la fiesta. Y se visitó de azul y gris y se fue. Apenas se acabó la fiesta, salió corriendo. El rey y los demás señores la siguieron, pero sólo el rey pudo apretarle una mano y le preguntó: �—¿De qué tierras vienes? —De las tierras de la bota. Y huyó. Cuando el rey llegó a casa, ella estaba igual que siempre. Al otro día fue otra vez a pedirle permiso al rey, y él le dijo: —¿Acaso quieres que te dé con este látigo? Linda Blanca fue esta vez a la fiesta de azul y plateado. Todos se alegraron de verla cuando llegó. Al final, el rey se le acercó y le preguntó: —¿De dónde es usted, señora? —Soy de las tierras del látigo. Se llegó el último día de las fiestas y Linda Blanca fue a pedir permiso para ir. El rey tenía una toalla en la mano y le respondió: —¿Acaso quieres que te dé con esta toalla? Esta vez Linda Blanca fue de azul y dorado. Cuando iba saliendo, el rey le apretó la mano y le preguntó: —¿De qué tierras eres? —Soy de las tierras de la toalla. El rey no comprendía nada de nada. Se enfermó de pena de no saber de dónde era aquella hermosura. Llegó hasta el punto de hacer con sus amigos rondas alrededor del palacio, para buscarla. Linda Blanca, enterada de la enfermedad del rey, se puso el vestido con el que se había presentado la primera noche de fiestas y se asomó a una ventana del palacio. Un amigo del rey la vio: —¡Qué cara tan linda acabo de ver asomada a una ventana! El rey miró pero no vio nada. Entonces entró rápidamente al palacio y fue a preguntarle a la reina, su madre: —¿Hay alguien de afuera aquí? —Nadie, sólo la gente de siempre. El segundo día, el rey aguzó más la vista, pero en un momento de descuido ella se acercó a la ventana con el segundo vestido y sólo la vieron sus amigos. El rey corrió a toda velocidad al palacio, pero la reina madre le dijo lo mismo que el día anterior. El tercer día, el rey estaba al acecho y vio a la misma joven de la víspera, con el vestido azul y bordado con ramas de oro. Corrió veloz al �palacio y desde afuera agarró a Linda Blanca del borde del vestido dorado y le dijo: —Te ordeno que te quites esa ropa. Ella obedeció y entonces el rey pudo ver a la señora que tanto le había gustado en las fiestas. Linda Blanca contó el motivo de todo aquello, y después hubo fiestas de boda durante tres días. Quien lo dijo aquí está quien lo quiere saber va allá, zapatos de mantequilla resbalan pero no caen. (Isla de San Miguel - Azores) �EL REY OREJA HABÍA UNA VEZ un rey que tenía por costumbre andar pegando la oreja a las puertas para oír lo decían, por lo cual lo llamaban el Rey Oreja. Cierta noche el rey fue a escuchar junto a una puerta y oyó que decían: —Lo que yo más quisiera en esta vida sería casarme con el panadero del rey, para comer siempre pan fresco. Otra voz decía: —No seas boba… Yo lo que más quisiera en esta vida sería casarme con el cocinero del rey, para comer sólo manjares. Y la última voz dijo: —Pues yo lo que más quisiera en esta vida sería casarme con el Rey Oreja. El rey oyó todo aquello y se fue. Al día siguiente mandó llamar a las muchachas de aquella casa y le preguntó a la mayor: —¿Así que tú quieres casarte con mi panadero? Ella respondió que sí. Llamó a la segunda y le hizo la misma pregunta sobre el cocinero, y ella dijo que sí. Llamó finalmente a la menor: —¿Así que tú quieres casarte conmigo? —¡Sí, señor, eso fue lo que dije! Entonces el rey mandó que las dos muchachas mayores se casaran, una con el panadero y la otra con el cocinero, mientras que la menor se casó con él. Pero las hermanas mayores, muertas de envidia, le fueron con cuentos al Rey Oreja, y él iba a ordenar que echaran al mar a su mujer. Sin embargo los criados le revelaron todo al rey y entonces pudo seguir �viviendo muy feliz con la reina. Y nunca más, claro, quiso volver a saber de sus cuñadas y las botó a la calle. (Isla de San Miguel - Azores) �LAS CUÑADAS DEL REY CIERTA NOCHE el rey andaba por las calles, disfrazado y en compañía de su cocinero y su copero. Los tres hombres pasaron por un balcón donde había tres jovencitas conversando y el rey se puso a escuchar lo que decían: —Allá van tres vagos. Si uno de ellos fuera el rey, yo ya sabría quiénes son los otros dos. —Uno sería el cocinero. ¡Qué no daría yo por casarme con él! Comería siempre buenos cocidos. —El otro sería el copero. ¡Si por mí fuera, me casaría con él! Siempre tendría buenos licores. La más joven de las muchachas dijo: —Yo no sé quiénes serán, pero así fueran condes o duques, yo mejor quisiera casarme con el rey, porque le daría tres hijos, cada uno con una estrella de oro en la frente. El grupo se alejó, pero al otro día el rey mandó ir a su presencia a las tres muchachas, que eran hermanas. Les preguntó si era verdad lo que habían dicho la víspera. La mayor respondió que sí y el rey le dijo: —Pues entonces te casarás con mi cocinero. La del medio dijo que había hablado en broma, pero el rey ordenó que se desposara con el copero. Finalmente se acercó a la más joven, que era la más bonita: —¿Entonces tú dijiste que sólo quisieras casarte conmigo? —Es verdad, no puedo mentir, su majestad. Mande que me castiguen. �Pero lo que hizo el rey fue casarse con ella. Sus hermanas se morían de envidia, pero vivían en el palacio. Con el correr del tiempo, la que era la reina tuvo dos niños con una estrellita en la frente. Sus hermanas, que estaban con ella, cambiaron a los niños por dos perros y echaron al río a las criaturas dentro de una canastilla, que se fue río abajo hasta llegar al molino de un molinero. Como no le llegaba agua, el molinero salió a ver qué pasaba, y al hallar a las dos criaturas las llevó a su casa y las crio. Ahora bien, el rey había estado lejos de sus tierras y cuando llegó y se enteró de lo sucedido se puso muy triste, pero no le hizo daño a su mujer. El tiempo transcurrió y la reina tuvo una niña, y sus hermanas, al ver que también tenía una estrella en la frente, la cambiaron por una perra y la mandaron echar al río, y así fue a dar a donde ya estaban sus hermanos. Cuando el rey supo que su mujer había tenido una perra, la mandó enterrar hasta la cintura en el patio del palacio, para que todos los que entraran o salieran le escupieran encima. Los tres niños crecieron y el molinero les dio unas capuchitas para que se taparan las estrellas de oro que tenían en la frente. Cierto día una mujer pobre fue a mendigar a la puerta del molinero y los niños le dieron una limosna. La mujer era la Virgen, y ella les dijo que cuando se vieran en algún apuro dijeran: «¡Socórreme, pobre señora!». Entonces la peste llegó y murieron el molinero y toda su gente, y los niños quedaron abandonados a su suerte. Pero la mujer pobre se les apareció a los tres hermanos y los guio hasta el pie del palacio del rey, y a cada uno le dio una piedrita que se convertiría en un gran palacio cuando la tiraran al suelo. Las tías de los tres hermanos estaban asomadas a una ventana del palacio y los reconocieron como los niños de las estrellas en la frente, y enseguida se pusieron a tramar cómo harían para matarlos. Entonces mandaron a una criada bruja a verlos, y ella le dijo al más chiquito que entrara a los jardines del rey para atrapar un loro que había allí. Él dijo que no, pero el mayor, más atrevido, dijo: —Entonces voy yo. �Y en cuanto entró, se perdió y quedó hechizado, convertido en un león. El otro, viendo que su hermano no volvía, invocó a la mujer pobre. Ella apareció y le dio una lanza, diciéndole: —Ve a los jardines y hiere con la lanza al león hechizado. Él así lo hizo y al instante apareció otra vez su hermano, que ya había logrado atrapar al loro. Salieron huyendo los dos y de repente el portón de los jardines comenzó a cerrarse, aunque finalmente sólo alcanzó a atraparle una puntica del faldón del abrigo a uno de ellos. Mientras tanto la criada bruja fue donde la niña y comenzó a hablarle de las maravillas de un árbol que goteaba sangre y del agua de mil fuentes. Entonces la niña les pidió a sus hermanos que le llevaran esas cosas, pues las quería para adornar los jardines de su propio palacio. Cada uno fue a su turno y ambos quedaron hechizados. Cuando la niña vio que no volvían, dijo muy triste: —¡Socórreme, pobre señora! Nuestra Señora se le apareció. Le mostró cómo entrar a los jardines para romper el hechizo de sus hermanos, y cómo envasar el agua de las mil fuentes, y cómo cortar la rama del árbol que goteaba sangre. La niña hizo todo eso, pero era preciso que nunca mirara atrás, por más ruido que oyera; si no, también quedaría hechizada. Cuando iba con sus hermanos llevando todo lo que habían ido a buscar, se oía un gran ruido de voces, y al cruzar el portón, la niña volteó un poquito la cabeza para mirar. Su pelo quedó aprisionado, pero finalmente sus hermanos consiguieron unas tijeras y la soltaron. Los niños volvieron y se instalaron en sus palacios, frente al palacio del rey, su padre. Y cada día, cuando el rey se asomaba a la ventana, el loro no hacía más que reírse. Entonces el rey resolvió invitar a los tres hermanos a un banquete y les pidió que llevaran al loro. Los niños fueron, pero cuando pasaron junto a la mujer que estaba enterrada hasta la cintura no quisieron escupirle. El rey insistió pero no logró nada. Pasaron a comer. Una de las hermanas de la reina servía la mesa, y en la sopa de los niños había echado hongos venenosos. El loro les avisó: —Niños, no se la tomen, ¡tiene veneno! �El rey sospechó algo y les preguntó a los niños por qué no comían, y ellos le dijeron: —Aquí hace falta una persona, la mujer que está enterrada hasta la cintura en el patio del palacio. Y el loro dijo: —Que el rey la mande venir, porque ella es la madre de estos niños. El rey mandó que ella fuera y el loro le dijo: —Ahora hazla sentar a tu lado, ella es tu mujer. Y entonces el loro le contó al rey cómo sus cuñadas habían echado al río a los tres niños, en unas canastillas, y en su lugar habían puesto a los perros. Y le dijo que si quería confirmar, que mirara si tenían una estrella en la frente. Los niños se quitaron las capuchitas y él los reconoció y abrazó a su mujer. Después, el rey ordenó que sus cuñadas se tomaran la sopa envenenada y ellas, al instante, se reventaron. (Airão - Minho) �LOS SIETE HECHIZADOS HABÍA UNA VEZ una muchacha que vivía con su abuela. Cierto día, la vieja le dijo que fuera a vender unos hilos por tres monedas de veinte reales. Ella salió y, andando, llegó a un palacio. Sobre una mesa vio tres monedas de veinte reales, y entonces cogió las monedas y dejó a cambio el hilo. Pero cuando quiso salir, encontró todas las puertas cerradas. De modo que se quedó allá. Como era hacendosa, tendió las camas, arregló las alcobas, puso todo en orden. Por la noche entraron al palacio siete hechizados y ella se escondió, muy asustada. Entonces ellos comenzaron a decir: —Nos hiciste un gran favor. Así que si eres hombre, serás como nuestro hermano; y si eres mujer, te apreciaremos como a una hermana. Y noche tras noche, los hechizados dijeron lo mismo, sin parar, hasta que por fin uno de ellos dijo: —Me gustaría mucho que alguien me lavara el pelo… Y entonces esa noche la muchacha les lavó el pelo a seis de los hechizados. El único que faltaba estaba despierto, aunque fingía que también dormía. Cuando ella iba a seguir con él, el hechizado la agarró de una muñeca. La joven gritó, asustadísima, y los demás se despertaron y por fin la vieron, y entonces le juraron que nunca le harían daño y que sólo querían su bien. De ahí en adelante, ella no se escondió nunca más y los hechizados siguieron apareciendo. Al cabo de un tiempo, un príncipe que vivía al frente con su madre, que era quien gobernaba, le habló a la muchacha de matrimonio. Ella le dijo al príncipe que primero tendría que hablar con los hechizados. Y así �lo hizo. Ellos le dijeron que podía casarse, pero que no dejara que el príncipe le tocara un pelo si antes no decía: «¡Por los siete príncipes hechizados!». Y ella así lo prometió. Se casaron. Pero cada vez que el príncipe trataba de abrazar a la muchacha, ella gritaba y lo rehuía. El príncipe estaba muy furioso y finalmente ordenó que la encerraran en una alcoba; allí tendría una criada que la serviría y no le faltaría nada. Y luego se casó con otra princesa. Entonces, un buen día, la criada de la muchacha fue a decirle a la nueva princesa: —¿Si sabe, su alteza? La señora que está allá encerrada se corta la cabeza y se peina con ella en el regazo, y luego vuelve a ponérsela en su lugar. La princesa, para no quedarse atrás, quiso hacer lo mismo; se cortó la cabeza, pero murió al instante. El príncipe se puso muy triste y echó a la criada. Luego se casó con otra princesa, y unos días después una nueva criada fue a ver a la tercera esposa del príncipe y le dijo: —¿Si sabe, su alteza? La señora que está allá arriba encerrada, cuando está hilando y se le cae el huso, se corta la mano y entonces la mano va a recoger el huso del suelo y enseguida vuelve a ponerse en su lugar. La tercera esposa quiso hacer lo mismo; se le gangrenó la mano y días después murió. Entonces el príncipe echó a la criada y después subió a ver a la muchacha que tenía encerrada. Pero cada vez que iba a tocarla, ella gritaba tanto que el palacio se estremecía. Atormentado, el príncipe fue a ver a la reina, que le dijo: —Hijo, pídeselo por los siete príncipes hechizados, a ver qué te dice… Y así lo hizo el príncipe, y nunca más volvió a tener dificultades. Su mujer le dijo: —Aquí me tienes, porque ahora sí supiste hablar. Y al instante se rompió el hechizo de los siete príncipes. (Isla de San Miguel) �LAS DISIMULADAS EN LA CORTE de un rey conversaban cierta vez dos caballeros; uno de ellos hablaba de sus tres hijas, devotas y alejadas de las vanidades del mundo, y el otro decía que tenía una hija que era muy alegre y divertida. Las señoras también estaban allí reunidas y hablaban de sus hijas. El príncipe andaba rondando por ahí, y luego de oír esas conversaciones fue a ver a la reina y le pidió sus joyas. Se disfrazó de ropavejera y fue a la casa del hidalgo que había hablado de sus tres hijas beatas. Tocó la puerta. Los criados fueron a llamar a la dueña de la casa, madre de las muchachas, y ella le dijo a la ropavejera: —Mis hijas no van a querer joyas, ellas no hacen más que rezar. Entonces la ropavejera pidió que al menos la dejaran cobijarse allá del sereno de la noche, y también quería que le permitieran quedarse en la alcoba de las jóvenes, porque así estaría más segura con las joyas de gran valor que llevaba. La madre habló con sus hijas, pero ellas dijeron: —No queremos viejas por acá, tenemos mucho que rezar. Pero la mujer dijo: —Que se quede en un rincón del cuarto; no quiero que en mi casa suceda la desgracia de que la roben. La ropavejera se fue para la alcoba de las muchachas, se acostó y fingió que dormía. Ya entrada la noche, llegaron tres jóvenes, los novios de las tres hermanas. Cada uno dejó una prenda por ahí, y entonces la ropavejera agarró todo y huyó. �Al otro día, el príncipe esperó que anocheciera y, nuevamente disfrazado de ropavejera, fue a la casa del otro hidalgo que había hablado de su hija. Tocó la puerta y salió la madre de la joven. La ropavejera dijo que llevaba unas joyas, para ver si la muchacha quería comprarlas. Ella salió, muy contenta, y se puso a ver las joyas. Como eso le tomó tiempo, le dijo a la ropavejera: —Ay, abuela, no quiero nada, pero como ya es tarde, quédese a dormir acá, en mi alcoba. Le dieron de comer a la vieja y ella fue a acostarse en la alcoba de la muchacha, que además le ofreció su cama. Mientras la vieja fingía que estaba dormida, la muchacha fue a acostarse. Se peinó, rezó, se desvistió y se acostó sin camisola. La ropavejera, apenas la vio dormida, cogió la camisola y se fue. Pasados unos días, el príncipe hizo que avisaran a todos los hidalgos que debían ir al palacio con sus familias. Cuando ya todos estaban presentes, llamó a un joven caballero y le mostró una prenda, y le preguntó si la reconocía. El caballero dijo que sí, que la había dejado en la alcoba de una joven. El príncipe les hizo la misma pregunta a los otros muchachos. Las tres beatas estaban muy avergonzadas. Al final llegó el turno de la joven de la camisola. El príncipe la llamó y ella comenzó a reírse. Su madre le dijo: —¡Modérate, niña, no te rías! —¡Ay, madre, es que estoy viendo que el príncipe era la ropavejera que me robó la camisola! El príncipe preguntó: —¿Esta es la camisola? —Sí, señor. —Entonces aquí tienes tu camisola, y de este momento en adelante serás mi esposa. Y a estas muchachas, como son tan beatas, las sentencio a pasar para siempre en un convento, que harán sólo para ellas. (Isla de San Miguel) �LA MANO DEL FINADO ÉRASE UNA VEZ un mercader que tenía tres hijas y acostumbrara salir de la ciudad todos los años, para ir a recoger un arriendo. Su mujer había muerto y al hombre le pesaba tener que dejar solas a sus hijas, por ir a recibir el dinero. Entonces les dijo: —Hijas, tengo que ir a recibir el arriendo de siempre, pero me cuesta trabajo irme, no quiero dejarlas solas. Sus hijas le respondieron: —Ve, padre, que no nos pasará nada; echaremos la tranca y no dejaremos que entre nadie. El mercader se fue, confiado en la palabra de sus hijas. En las afueras de la ciudad había una banda de ladrones y su jefe estaba esperando que el mercader se fuera. Así que apenas supo que el hombre ya había salido de la ciudad se disfrazó de limosnero, y al anochecer ya estaba toda su banda en la esquina de la calle donde vivían las tres muchachas. El ladrón fue a tocar su puerta y, como estaba lloviendo, les pidió posada para escampar esa noche. Las hermanas mayores se compadecieron de él y querían recibirlo, pero la más joven dijo: —¡No! Acuérdense de lo que le prometimos a mi padre. Démosle una limosna y que vaya con Dios. La mayor respondió: —¡Tú eres las más chiquita y aquí no decides nada! �Así que el hombre entró. Le tendieron un jergón en la cocina, le dieron cuerdas para que colgara la ropa y le pusieron delante un plato de comida. Después de haber acomodado al viejo, las hermanas también fueron a comer. De pronto él abrió la puerta de la cocina y fue a sentarse a la mesa con ellas, y a cada una le dio una manzana con adormidera, para el postre. Permaneció atento para ver si se comían las manzanas; las mayores se comieron las suyas, pero la menor escondió la de ella, para que el viejo no la viera y no desconfiara, y no la se comió. Las tres hermanas se fueron a acostar. Las mayores se quedaron dormidas muy pronto; la menor, asustada, no durmió pero simuló que dormía. Al sentir que ya estaban dormidas todas, el ladrón se levantó y fue a la alcoba de ellas, sacó un alfiler, se acercó a la hermana mayor y la pinchó para ver si se movía; ella no sintió el pinchazo. Le hizo lo mismo a la segunda, que tampoco sintió nada. La menor, temiendo que el ladrón la matara, siguió haciéndose la dormida; él la pinchó pero ella no se movió. El ladrón llevaba consigo una espada, una pistola y la mano de un muerto, y puso sobre una mesita todas esas cosas. La hermana menor abrió los ojos, para ver qué pretendía, y los volvió a cerrar. El ladrón le prendió candela a la mano del finado, para que el sueño de las muchachas se hiciera aún más pesado, y luego corrió a las bodegas para alistar lo que se iba que robar. Abrió la trampilla que daba al depósito de telas, empacó lo que quiso, y luego abrió la puerta del depósito y salió a llamar a su banda. La menor de las hermanas se levantó cuando salió el ladrón, vio los fardos de telas listos y entonces, a toda prisa, trancó la puerta del depósito. El ladrón, ya con sus bandidos al lado, empujaba la puerta y gritaba: —¡La chiquita fue la que me engañó! ¡No se comió la manzana con adormidera! Entonces dijo que la muchacha se las pagaría. Pero tuvo todavía el descaro de volver a tocar la puerta, para pedirle a ella que le pasara la mano del finado. Desde adentro, la muchacha respondió que la mano estaba en llamas y que no sabía cómo apagarla. El ladrón le dijo que la echara en una vasija con vinagre, que así se apagaría. Entonces la joven fue arriba a buscar la espada que el ladrón había dejado y le dijo: —Aquí está la mano del finado. �Ahora bien, la puerta tenía arriba un hueco por donde cabía una mano, y entonces el ladrón le dijo a la joven: —Mete la mano por el hueco, muchacha. —Más bien, meta la suya, y yo le doy la del finado. El ladrón cayó en la trampa y metió la mano, y la muchacha se la cercenó con la espada. Los ladrones se fueron con su jefe, al que ahora le faltaba una mano. Después, la muchacha fue a la alcoba donde sus dos hermanas dormían todavía y apagó en el vinagre la mano del finado. Al mismo tiempo ellas comenzaron a moverse y por fin se despertaron. Su buena hermanita las hizo levantar, les contó todo y las llevó a que vieran los rastros de la desgracia que había pasado. Ellas se asustaron mucho y lloraron al pensar en lo que diría su padre cuando llegara y se enterara de que le habían desobedecido. Cuando el mercader volvió de recoger el arriendo, vio a sus hijas con caras largas. La menor le pidió a su padre que la escuchara; le contó lo que había sucedido y cómo se había librado de los ladrones. Entonces el mercader llamó a sus otras hijas y les dijo: —De ahora en adelante le obedeceremos a su hermana menor. Yo, aun siendo su padre, haré lo que ella determine, pues reconozco que las libró a ustedes de la muerte y a todos de sufrir grandes desgracias. Pasaron los años y el jefe de los ladrones, que se había mandado hacer una mano de hierro con goznes y usaba guantes, como todo un señor, estableció un almacén al frente de la casa del mercader. Como el hombre le parecía buena persona, un buen día el mercader lo invitó a comer en su casa. Él aceptó, gustoso, y a las hijas mayores les alegró que su padre invitara a tan buen vecino. Pero la menor se puso muy triste. Su padre le preguntó qué le pasaba y la muchacha respondió que no le gustaba que hubiera invitado a aquel señor a su casa. A la hora de la comida pasaron a la mesa. Dos de las hermanas, ya sabemos quiénes, estaban muy contentas. Conversaron, y el vecino le pidió al mercader la mano de su hija menor. El padre, muy satisfecho, dijo que sí, pero la muchacha dijo: —Voy a desilusionarte, padre, pero no me quiero casar con él. �El vecino estaba muy furioso; tuvo que pedir la mano de la hija mayor, que se puso feliz. Luego comenzó a enumerar sus bienes y a decir que vivía en un palacio, lejos de la ciudad. Luego de la boda, la hija mayor se despidió. Ella y su marido se montaron en una carreta y salieron de la ciudad. En medio del camino se bajaron y el bandido le pagó al carretero para que no fuera a decir dónde vivía. Caminaron hasta llegar a unas casas escondidas entre unos matorrales. Al avistarlos, los bandidos se acercaron con su oro y sus joyas, para ofrecérselos a la señora, y entonces el jefe les presentó a su mujer. Después ambos entraron a un cuarto y el hombre le dio a la muchacha un papel para que le escribiera una carta a su padre, que luego él revisó. Allí debía decirle que estaba muy satisfecha de ver tantas riquezas y que mandaba a buscar a una de sus hermanas, para estar unos días en su compañía. Cuando ella acabó la carta que había ideado el ladrón, él se quitó el guante y la mano de hierro, y le mostró el brazo manco a la joven, preguntándole: —¿Sabes quién me hizo esto? Ella respondió que no y el ladrón dijo: —Yo sé bien que tú no tienes la culpa, pero pagarás, y tus hermanas también. Dicho esto, cogió la espada y la degolló. Al cabo de unos días le llevó la carta a su suegro, diciéndole que se la mandaba su mujer. El padre leyó la carta y le dijo a su segunda hija que fuera con él. El ladrón se la llevó y allá hizo que la muchacha escribiera una carta para su hermana menor. Después de degollarla, se fue con la carta. Entonces el padre mandó a la última hija que tenía en casa. Ella no quería ir, pero al final se decidió, para no desobedecer. Partió con su cuñado, que en medio del camino la hizo bajarse de la carreta. Después de andar un largo rato, él se quitó el guante y le mostró la mano, diciendo: —Ya tus hermanas pagaron, ahora es tu turno… Llegaron a la casa. Todos los ladrones se presentaron ante su jefe y él les dijo: —Hagan de cuenta que es mi hermana. Luego le puso a la muchacha una pera de oro en el cuello y le dijo: �—Puedes ir a todos los cuartos de este palacio, menos a ese de allá. El ladrón se marchó con su banda y apenas volteó la espalda la muchacha se quitó la pera del cuello y fue al Cuarto de los Muertos. Allí encontró a un príncipe muchacho, todo lleno de cuchilladas, que le dijo: —¿Qué haces aquí, muchacha? Esta es una guarida de ladrones. ¡Y están por llegar! La joven cerró todo otra vez y se volvió a poner la pera de oro en el cuello. En esas llegó su cuñado: —¿Hiciste lo que te mandé? —Sí. Él miró la pera de oro, inmaculada, y quedó satisfecho. Después le encargó a la joven algunos oficios y se fue otra vez de viaje. La joven se quitó otra vez la pera de oro y fue al Cuarto de los Muertos. Le llevaba un caldo al príncipe muchacho; él se lo tomó y al instante revivió. Entonces oyeron que iban pasando unas carretas del rey y huyeron hacia allá. Les pidieron a los carreteros, que llevaban unas cargas de estiércol, que los llevaran al palacio y les preguntaron: —¿Qué novedades hay por la ciudad? —Misa doble, por la ausencia del príncipe. —El príncipe soy yo, y esta muchacha fue quien me devolvió a la vida, en la casa donde me habían acuchillado los ladrones. Y ahora, carretero, saca estiércol de la carreta de atrás, pon en su lugar ramas y encima echa otra vez ese estiércol, que nosotros nos esconderemos ahí. Y así lo hizo el carretero. Luego, las tres carretas echaron a andar. Los ladrones se habían encontrado con un hechicero, que se ofreció a acompañarlos. Cuando llegaron a la casa, el jefe no encontró a la muchacha. Inmediatamente, el hechicero le dijo que ella iba huyendo en el carro de atrás. Entonces uno de los ladrones salió a buscarla. Se acercó al carretero, le ordenó parar y le dijo que cavara hasta la mitad en la carreta de atrás. Como no encontró nada, se fue. Los jóvenes se pasaron enseguida para la carreta del medio. El ladrón llegó a la casa y dijo: —Es mentira, no encontré a nadie, hice desocupar la carreta hasta la mitad. Entonces el hechicero le dijo: �—Que desocupen toda la carreta, ahí están ellos. El ladrón partió a toda velocidad, agarró al carretero, le mandó desocupar toda la carreta, pero como los muchachos se habían pasado para la carreta del medio, no encontró nada. Furioso con el hechicero, se fue. Entonces el sabio dijo: —Ahora van en la carreta del medio. El ladrón partió y mandó desocupar la carreta del medio, pero no encontró a nadie. Entonces el hechicero dijo de nuevo: —Vete para allá, que ellos se pasaron a la carreta de adelante. Pero las carretas ya iban llegando al palacio y los muchachos se escaparon. El rey se alegró mucho de volver a ver a su hijo, y a través de la joven se enteró de todo, desde la mano del finado hasta que le había devuelto la vida al príncipe, que dijo que quería casarse con ella de inmediato. El rey dio el sí. El día de la celebración de la boda uno de los ladrones llegó allá, llevando algunos objetos de oro. Entró a la iglesia, ya muy bien arreglada, y abrió la bolsa que llevaba, y haciéndose el bobo decía: —¡Ay, todo tan bonito! ¡Ay, tan bonito! Entonces un vasallo que apareció por allí le dijo: —Si te asombras viendo esto, cómo sería si vieras la cámara real. El que se fingía bobo dijo: —Yo le daría todos estos objetos de oro al que me llevara allá. El vasallo se ofreció a llevar al ladrón, que en medio de tanta gente se esfumó y se metió debajo de la cama, sin que el vasallo lo viera. Los príncipes se casaron y después se fueron para la cámara real. La princesa estaba angustiada, no podía dormir y no quiso acostarse. El príncipe le decía: —Acuéstate, los ladrones no pueden venir acá a matarnos. —El corazón me dice que aun aquí vendrán a matarme. Entonces el príncipe se levantó, llamó a un centinela, para que vigilara en la puerta, y puso un león al pie de la cama. El león entró y de una vez empezó a olisquear debajo de la cama. La muchacha se levantó y miró donde el león alertaba, y llamó al príncipe para que viera a uno de los �ladrones que habían querido matarlos. El centinela fue allá e hizo salir al ladrón, que todavía haciéndose el bobo decía: —¡Ay, todo tan bonito! ¡Tan bonito! Pero de allí lo llevaron a la prisión, hasta que confesó quién lo había mandado, y lo ahorcaron junto con el vasallo. Después el rey ordenó que su ejército rodeara la casa de los ladrones, que al final murieron todos. Y allí se encontraron muchas riquezas, que el rey les dio a los esposos, que fueron muy felices. (Isla de San Miguel - Azores) �EL REY DE NÁPOLES ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía un hijo, y como era el único, quería que se casara. El príncipe siempre le respondía que no se casaría, a menos que fuera con una hija del rey de Nápoles, si es que tenía alguna. Un buen día, sin embargo, comenzó a indagar, aquí y allá y más allá, si el rey de Nápoles tenía una hija, pero nadie sabía darle razón. Después de tantas averiguaciones, el príncipe decidió irse para Nápoles y allá dictó un decreto diciendo que daría limosnas a todos los viejos que quisieran ir a verlo, todo para ver si alguno le daba noticias de una hija del rey. Habló con muchos, y todos le decían que habían nacido y se habían criado allá, pero que jamás habían oído tal cosa. Un buen día, una vieja fue a la casa del príncipe en busca de la limosna y él le preguntó lo mismo. La vieja le respondió: —Señor, yo nací aquí y de aquí soy, pero nunca he oído que él tenga alguna hija, aunque el otro día que iba pasando por la esquina del palacio vi por entre una rendija una cara tan linda, que me pareció que era la de una princesa. Pero no puedo estar segura. El príncipe le prometió a la vieja que le habría de pagar bien si descubría si aquella era la princesa. Entonces, una vez, al doblar la esquina, la vieja vio de nuevo en la rendija aquella cara linda y la llamó para que hablaran. La muchacha se acercó y la vieja le preguntó si quería comprar joyas, pues ella sabía quién tenía unas muy bonitas. La princesa dijo que sí y acordó la hora en que se verían por entre la rendija. �Muy contenta, la vieja fue a contarle todo al príncipe: que había visto a la princesa, había hablado con ella y acordado la hora para que él le llevara las joyas. Entonces el príncipe se disfrazó de ropavejero y fue hasta la esquina del palacio a pregonar sus joyas. En ese momento oyó una voz, que venía de la rendija, llamándolo: —¡Señor de las joyas! El príncipe miró hacia atrás, feliz, y la princesa le dijo que entrara por una escalerilla. Y él así lo hizo. Le mostró las joyas y a ella le gustaron. Después de escoger dijo: —Ahora, vamos al precio. —Si estas le gustan, en mi casa tengo otras todavía mejores y mañana se las traigo. Cuando el príncipe llegó a su casa, la vieja le aconsejó que se pusiera por debajo su traje de príncipe y por encima la ropa de vendedor ambulante, para que en la escalerilla se desvistiera y hablara con la princesa como aquel que era. Y él así lo hizo. Al verlo como príncipe, la joven se asustó, pero él le contó todo lo que había hecho para llegar hasta ese lugar, por su deseo casarse con ella. La princesa aceptó y decidió a qué hora de la noche iría él a bus-carla, muy en secreto, pues su padre no quería que se casara. Tanta era el ansia del príncipe por recogerla, que después de la comida se fue de una vez a la escalerilla. Pero, cansado de esperar, apoyó el codo en la silla del caballo y se durmió. Un pobre diablo iba pasando por allí y se acercó a mirarlo, pero en esas oyó una voz que decía: —¡Vamos, vamos, el bote ya está esperándonos en el agua! Y entonces vio bajar a una doncella muy bonita. Aquel pelagatos la agarró, con todas las riquezas que llevaba, subió al bote con ella y se fueron. El desgraciado príncipe permaneció allí hasta el amanecer. Cuando se despertó, creyó que la princesa lo había engañado, y entonces se fue para otras tierras, donde nuevamente empezó a dar limosnas a los pobres, por si alguno sabía de una hija del rey de Nápoles. Amaneció. La princesa, viendo al hombre con quien estaba, se decía para sus adentros: «Es cierto que la primera vista engaña, pero este que �veo no es el príncipe, mi señor». Viéndola disgustada, el ladrón le preguntó: —¿Sí sabes con quién vas? —Voy con mi señor, el príncipe. —Es mejor que te enteres de que vas con un ladrón. La princesa se puso a llorar. Siguieron avanzando hasta llegar a un lugar llamado Junqueiras. El hombre varó la barca, dejó allí a la princesa y se fue. En ese lugar sólo vivían una viuda y su hija. Ya era de noche y la princesa lloraba al verse sola en aquel descampado. La hija le dijo a la madre: —Oigo que alguien llora. Me parece que es una mujer. —No, hija, deben ser ladrones, para engañarnos y robarnos. La hija volvió a decir: Será lo que Dios pueda querer, pero ese llorar es de mujer. Entonces las dos mujeres salieron y encontraron a la princesa, que no conocían, y la acogieron como compañía. El príncipe, mientras tanto, seguía dando limosnas a los pobres, para preguntarles si el rey de Nápoles tendría alguna hija. Todos decían que nunca habían oído de eso. Cierto día, sin embargo, apareció un viejo y el príncipe le dio la limosna, y le hizo la pregunta de costumbre. Entonces el viejo le dijo: —¡Si supiera lo que me pasó con ella! Seguro se reiría mucho. El príncipe acercó una silla y sentó a su lado al viejo, que comenzó a contarle: —Un día venía yo de jugar tablas reales y pasé por el palacio del rey de Nápoles. En una esquina había un caballero dormido, que, por más señas, tenía un codo apoyado en la silla del caballo. Me acerqué a mirarlo y en ese momento oí que decían: «¡Vamos, vamos, el bote ya está esperándonos en el agua!». Y le contó paso a paso la historia del robo de la princesa, hasta que la había dejado en Junqueiras. Cuando el viejo llegó a ese punto, el príncipe no se pudo contener. Sacó un puñal y se lo enterró en �la cabeza, matándolo. Los otros viejos que estaban ahí comenzaron a gritar: —¡Llamen al rey, mataron a nuestro hermano! La justicia acudió enseguida y se llevaron al príncipe para el Limoeiro. Se llegó el día en que iban a ahorcar al príncipe. Entonces él pidió una hora más de vida y llamó a uno de los hombres que había allí, para que fuera al palacio a pedirle al rey un libro de tapas rojas, que estaba en la cabecera de la cama del príncipe. Apenas el rey oyó aquello el corazón le dio un vuelco y supo que sólo el príncipe, su hijo, podría haber hecho aquel pedido. Y como ya hacía muchos años que él estaba ausente del reino, se subió a su carroza y fue a verlo. Se lo llevó al palacio, donde príncipe le contó todas sus cuitas y le dijo: —Ahora, padre, dame permiso para ir a las tierras de Junqueiras, a buscar a la princesa. Entonces su padre mandó alistar uno de sus mejores barcos. En cuanto el príncipe llegó a Junqueiras, vio una casita. Fue a tocar la puerta y la señora le abrió. A sus preguntas, ella dijo que vivía con dos hijas, y él le dijo que quisiera verlas, si se lo permitía. Ella decía que no y que no, que las muchachas no tenían ropas para presentarse ante su alteza. Pero tanto insistió el príncipe, que ellas salieron. Él reconoció al punto a la princesa y le dijo que había ido por ella, para llevarla a su palacio. Pero ella le dijo que allí estaba bien, y que para engaños con una vez bastaba. Entonces él le dijo que también llevaría a sus dos compañeras al palacio, donde las tratarían como si fueran de la nobleza. Y enseguida partieron y se casaron, y todos vivieron para siempre como Dios con los ángeles. (Isla de San Miguel - Azores) �EL MATADOR DE ANIMALES EN OTROS TIEMPOS había un rey que estaba solo con su reina, no tenía hijo alguno que bien heredara la corona. Ambos deseaban mucho un hijo y finalmente les nació una niña. El rey quiso ver enseguida en el libro de los astros cuál sería la suerte de la niña, y esto fue lo que vio: «Que a lo largo de doce años ella estaría encerrada en una torre sin puerta alguna, aparte de una abertura por donde recibiría la comida, y que durante siete años la carne que le dieran no habría de tener hueso alguno». Al cabo de siete años el rey recibió una invitación para ir a una cena. Les recomendó entonces a las criadas que, al mandarle la comida a la princesa, no le dieran carne con hueso. Por desgracia ocurrió lo contrario. Ahora bien, había un duque que acostumbraba aparecer por allí, disfrazado de mujer, para hablar con la muchacha a través de la abertura. Entonces el día que le llevaron la carne con hueso, la princesa se puso enseguida a hacer un martillito, y con ese martillito excavó un lado de la abertura, hasta que cupo por ahí, y cuando el duque fue a conversar con ella le dijo estas palabras: —Gracias al hueso de la carne, mi suerte se cumplió antes de tiempo y me propongo salir de aquí, ahora mismo. Los dos se fugaron. Cruzaron un río que nadie más sabía cruzar y pasaron dos años en una gruta de piedra, muy seguros. La princesa tuvo un niño. Como el pequeño ya había cumplido tres años y estaba sin bautizar, tuvieron que volver a cruzar el río, para ir a una ermita lejana. El duque pasó al niño a la otra orilla y cuando iba a buscar a la madre dio un paso en �falso y desapareció. La madre quedó de un lado y el hijo del otro. La princesa lloraba su desgracia, pues no sabía el camino. Entonces el niño le dijo: —No te angusties, madre, que yo voy a cruzar. —¡No, hijo, te me vas río abajo! Y redobló su llanto. Pero el niño cruzó bien y guio a su madre, y luego fue derecho a una iglesia donde pidió que lo bautizaran, y quiso por nombre José, Matador de Animales. Madre e hijo empezaron a caminar por el pueblo y llegaron hasta una casa donde había un postigo medio abierto; el niño metió el brazo, abrió la puerta como si fuera suya y entró con su madre. No encontraron a nadie. No tenían nada de comer, así que él fue a pedir. Resultó que el lugar adonde fue era el palacio del rey y allí le dieron mucha comida. Su madre se asombró y, temiendo que allá lo reconocieran, le pidió que no volviera más. Entonces, con limosnas que le daban, el niño consiguió con qué comprar una escopeta y empezó cazar. Y llevaba los animales que cazaba al palacio, como regalo. Cierto día que iba de cacería a unos feos matorrales, avistó unas casas grandes y aterradoras. Osado como era, entró allí. Vio a siete hombres acostados, durmiendo, y simplemente cogió una hachuela que vio por ahí y una a una cortó las cabezas de los siete hombres. Después, suponiendo que estaba solo, recorrió todos los cuartos, pero de pronto llegó a uno donde estaba el bandolero mayor, un gigante, que le preguntó: —¿Qué haces por estos lados, enano? —Con todo y que soy enano, tal vez no te tenga miedo. El gigante le dio un pescozón, pero el niño se agarró de sus greñas y le cortó el cuello. Vio muchas riquezas y corrió a contarle a su madre, para que se fueran a vivir allá. Ella le dijo que fuera antes a avisarle al rey. Entonces el rey, boquiabierto con la valentía del pequeño, preguntó: —¿De quién eres hijo tú? —Yo, señor, soy hijo de una princesa que se fugó con un duque, de una torre donde estaba encerrada. �Y como el niño le contaba todo lo que había pasado, el rey lo interrumpió diciendo: —Por lo que veo, tú eres mi nieto. ¿Dónde está tu madre? —Señor, está en una pobre cabaña de paja. El rey ordenó que llevaran al palacio a la princesa y después se hicieron grandes fiestas. Finalmente el niño le pidió a su abuelo unos soldados, para ir por los grandes tesoros que había visto en las casas de los ladrones. Y así fue. Recorrió todos los cuartos y reunió todos los objetos de oro y plata en un montón. Cargaron todo lo que pudieron y después el niño hizo derrumbar las casas, para que nunca más sirvieran de guarida a los ladrones. A la muerte de su abuelo, el niño fue coronado rey y todavía hoy vive muy bien. (Isla de San Miguel - Azores) �LAS NUECES CIERTA VEZ iba un príncipe de paseo, cuando en medio del camino se encontró con una viejita y le pidió su bendición. Ella le dio tres nueces y le dijo: —Príncipe, no vayas a cascar estas nueces si no hay agua cerca. Él siguió adelante y cascó una de las nueces. De la nuez salió una muchacha muy bonita. Ella le pidió agua, pero como él no tenía, la joven murió. Más adelante, el príncipe cascó otra nuez. Sucedió lo mismo: como no había agua cerca, la muchacha murió. Entonces el príncipe se juró que no cascaría la única nuez que le quedaba sino al pie del agua. Y cuando llegó a una fuente, cascó la última nuez. Otra muchacha salió de allí. Ella le pidió agua, él se la dio y la joven vivió. El príncipe, feliz, se llevó a la muchacha a los jardines del palacio del rey, su padre, y allí la escondió entre el follaje de un árbol, que debajo tenía una fuente, y fue a buscarle ropa para llevarla a la corte. Al rato llegó a la fuente una negra con una tinaja de barro. Al ver en el agua el reflejo de la cara de la muchacha, creyó que era su propia cara, y se le rompió la tinaja: —¡No hay otra cara tan linda que venga a la fuente! La negra repetía esas palabras cada vez que volvía de la fuente. Su madre le pegaba y la llamaba tonta, hasta que por fin decidió darle un odre, que no podía romperse, para que fuera por el agua. La negra fue, se lavó la cara y al mirar hacia arriba vio a la otra muchacha. Entonces se fue a la casa a llamar a su madre. La mujer fue con ella y le preguntó a la �joven cómo había hecho para llegar allí. Ella le contó todo y la mujer comenzó a despiojarle la cabeza, y de repente le clavó dos alfileres reales en las sienes. Al instante la muchacha se convirtió en una paloma blanca y voló por los aires. Entonces la madre de la negra puso a su hija en el lugar de la otra joven. Cuando el príncipe llegó, se asombró de ver tan negra a la muchacha. Pero ella le dijo: — Me ennegrecieron los ardores del sol, el viento y la lluvia. El príncipe confió en sus palabras y la llevó al palacio. Ya estaba el príncipe a punto de desposar a la negra, cuando de repente le dio un terrible malestar, todo le daba náuseas. Entretanto el jardinero había visto una paloma que hablaba así: De rama en rama voy, de flor en flor, ¡ay qué dolor! Y la paloma echaba a volar y decía: Voy de la menta al laurel, alrededor de mi huerta. ¿Cómo le irá al príncipe con Carlota, su esposa negra? Entonces el jardinero fue a contarle todo al príncipe, y él ordenó que untaran con liga todos los árboles, para atrapar a la paloma. Y apenas la atraparon, la negra se antojó de comerse las menudencias. Pero el príncipe no dejó que mataran al ave y más bien quiso acariciarla. Entonces, al pasarle la mano por la cabeza, sintió los dos alfileres, los jaló y al instante la paloma se convirtió otra vez en la muchacha. El príncipe se casó con ella, muy feliz, y mandó matar a la negra y a su madre. (Isla de San Miguel - Azores) �LAS TRES CIDRAS DEL AMOR ÉRASE UNA VEZ un príncipe que estaba de cacería y tenía mucha sed. Mientras andaba, encontró tres cidras y al abrir una de las frutas se le apareció al instante una hermosa muchacha, que le dijo: —Dame agua; si no, moriré. Pero él no tenía agua y la joven expiró. Entonces siguió adelante y como la sed apretaba abrió otra cidra. Esta vez se le apareció otra muchacha, todavía más linda que la primera, y también le dijo: —Dame agua; si no moriré. Pero el príncipe no tenía agua y esta joven también murió. Muy triste, echó a andar otra vez y se prometió no abrir la última cidra sino al pie de una fuente. Y así lo hizo. La abrió y, como esta vez tenía agua, la muchacha vivió: su hechizo por fin se había roto. Como era muy linda, el príncipe prometió que se casaría con ella, y entonces de allí se fue a su palacio, a conseguir ropas para llevar a la corte a su prometida. Como el príncipe se demoraba, la muchacha se puso a mirar desde las ramas del árbol donde estaba escondida y vio venir a una negra con un cántaro, que iba a llenar de agua. La negra vio en el agua una cara muy linda y creyó que era la suya, y el cántaro se le rompió: —¡Semejante cara tan linda cargando agua! Eso no debía ser… La muchacha no pudo contener la risa. La negra miró hacia arriba y, furiosa, al ver a la otra joven, fingió palabras dulces, la llamó a su lado y comenzó a espulgarle la cabeza. Cuando la muchacha se descuidó, le clavó un alfiler en el oído. Al punto la joven se convirtió en una paloma. �Cuando llegó el príncipe, encontró a una negra fea y sucia, en vez de a la muchacha, y preguntó muy asombrado: —¿Dónde está la joven que yo dejé aquí? —Soy yo —dijo la negra—, el sol me tostó mientras me dejaste aquí. Entonces el príncipe le dio las ropas y la llevó al palacio, donde todo el mundo se espantó de ver su elección. Él no quería faltar a su palabra y rumió en silencio su vergüenza. Pero el jardinero, cierta vez que estaba regando las flores, vio pasar por el jardín a una paloma blanca, que le preguntó: Jardinero de la jardinería, ¿cómo la pasa el príncipe con su negra María? Admirado, él respondió: Comen y beben, y llevan buena vida. Y la paloma dijo: ¡Y la pobre paloma por aquí perdida! El jardinero fue a avisarle al príncipe, que, maravillado, le dijo: —Hazle un lazo de cinta. Al otro día pasó la paloma por el jardín e hizo la misma pregunta. El jardinero le respondió, pero la paloma de todas maneras voló, diciendo: Palomita real no cae en lazo de cinta. El jardinero fue a contarle todo al príncipe, y él le dijo: —Entonces hazle un lazo de plata. Y el jardinero así lo hizo, pero la paloma se fue diciendo: �Palomita real no cae en lazo de plata. Cuando el jardinero fue a decirle al príncipe lo que había ocurrido, él dijo: —Pues hazle ahora un lazo de oro. Y entonces la paloma se dejó caer en el lazo. Cuando el príncipe, muy triste, fue a pasearse por el jardín, encontró a la paloma y comenzó a acariciarla. Al pasarle la mano por la cabeza vio que tenía un alfiler clavado en un oído, empezó a jalarlo y apenas se lo quitó apareció la muchacha que había dejado al pie de la fuente. Le preguntó cómo le había pasado aquella desgracia y ella le contó cómo la negra María se había visto en la fuente, cómo se le había roto el cántaro y cómo le había espulgado la cabeza, hasta enterrarle un alfiler en el oído. Entonces el príncipe llevó a la muchacha al palacio, como su mujer, y delante de toda la corte le preguntó qué quería que hicieran con la negra María. —Quiero que de su piel se haga un tambor, para tocarlo cuando yo salga a la calle, y de sus huesos una escalera, para cuando yo vaya al jardín. Y si ella así lo dijo, el rey mejor lo hizo, y fueron muy felices para toda la vida. (Porto) �GARROTE DE DIECISÉIS QUINTALES ÉRASE UNA VEZ un herrero que trataba muy mal a su mujer, siempre a los golpes, y cierta vez le dio muchos más, sin importarle que ella estuviera preñada de meses, y la echó de la casa. La infeliz mujer se fue para el monte y, pobrecita, allá se refugió en una gruta, y comía hierbas del campo. El tiempo pasó y ella tuvo un niño, y cuando él alcanzó cierta edad también le daba a comer hierbas. El niño, así y todo, se volvió muy fuerte y subía a los árboles más altos, y atrapaba conejos, liebres, zorros y lobos, todo solamente con sus manos. En cierta ocasión, a causa de las conversaciones que habían tenido, el muchacho le pidió a su madre que lo dejara bajar a ver esas tierras y las casas de la ciudad, y entonces se fue. Al llegar vio a un herrero trabajando en el yunque y le dijo: —¡Maestro, quiero que me haga un garrote de hierro de doce arrobas! —¿Sí sabe lo que dice, compadre? Mire que doce arrobas no son cualquier cosa. El muchacho reconoció por la cara y las maneras del herrero que aquel era su padre, pero se lo calló y entonces le dijo: —Pues si doce todavía es poco, mejor hágame el garrote de dieciséis arrobas. —Ay, compadre, ¿de veras? —Sí, señor, claro, no estoy bromeando. Y ya que le parece poco, mejor hágame el garrote de dieciséis quintales. �Entonces el herrero dijo que sí, aunque no acordaron un precio. El muchacho se fue y después le contó todo a su madre. Llegado el día en que el trabajo debía estar listo, el joven fue hasta la puerta del herrero. Allí, muchos hombres jalaban con una yunta de bueyes el garrote de dieciséis quintales, para ponerlo en la calle. Entonces el muchacho cogió con una sola mano el garrote y comenzó a andar con él, sosteniéndolo en equilibrio en el aire, como si fuera un junco. El herrero y los demás hombres, temiendo quedar aplastados, se escondieron donde pudieron. —Maestro, ¿entonces cuánto cuesta el garrote? —Nada, nada, puede llevárselo. Lo único que quería el herrero era que él se fuera. Pero el muchacho le dijo: —Mañana vuelvo por acá y ajustamos cuentas. Y así fue. Al otro día llevó a su madre a la casa del herrero: —Maestro, dígame, ¿no reconoce a esta mujer? —No, señor. —¿Así que se atreve a decir que no la reconoce, habiéndose casado con ella, dormido con ella y siendo yo su hijo? Pues ahí la tiene ahora y mire a ver cómo la trata. El herrero reconoció a la mujer y la llevó a su casa. Quería abrazar a su hijo y le pidió que vivieran todos juntos, pero el muchacho le dijo: —No, yo me voy a andar por el mundo, no me falta qué hacer. Y se fue. Al pasar por unos bosques vio a un hombre arrancando pinos con las manos, como si fueran tallitos de altramuz. Admirado de su fuerza le dijo: —Muchacho, ¿cómo te llamas? —Yo me llamo Arranca Pinos, pero me han dicho que hay otro hombre más fuerte que yo: Garrote de Dieciséis Quintales. —¿Quieres venirte conmigo a recorrer el mundo? —Sólo iría con un hombre que me iguale. Entonces el muchacho cogió el garrote con una sola mano y caminó sosteniéndolo en equilibrio. El otro quedó maravillado con lo que vio, y se fueron ambos como grandes amigos. Caminaron y caminaron. Finalmente �fueron a dar a un lugar donde había un hombre que afirmaba las manos en el suelo y con los pies descabezaba montes, dejándolos a ras, como después de hacer la roza. El del garrote le dijo: —¿Cómo te llamas, muchacho? —Soy Arrasa Montañas. Pero, cuidado, que hay un hombre más fuerte que yo, llamado Garrote de Dieciséis Quintales, y yo daría lo que fuera por verlo. Entonces el muchacho caminó sosteniendo el garrote en el aire, y así los tres se conocieron. Acordaron irse por el mundo y repartirse entre todos lo que consiguieran. Un buen día los tres amigos fueron a dar a unas playas muy bonitas, donde unas jóvenes se estaban bañando. Garrote de Dieciséis Quintales vio que las muchachas se lanzaban una a la otra dos bolas de vidrio, que surcaban el aire. Mientras jugaban, se fue acercando a escondidas, extendió la mano y atrapó de una sola vez las dos bolas de vidrio. Luego metió las bolas en sus alforjas y al instante las dos muchachas desaparecieron. Los tres amigos siguieron andando y llegaron a un llano donde había algunas casas, y entraron. Había muchos muebles, camas, cocina, pero nadie aparecía. Garrote de Dieciséis Quintales dijo: —Quedémonos aquí a descansar. Pero lo mejor sería que ustedes fueran a cazar algún animal, mientras yo cocino estos que traigo aquí. Y los otros así lo hicieron. Garrote de Dieciséis Quintales arregló los conejos y las liebres que llevaba y puso todo al fuego. Luego fue a buscar una piedra de sal y mientras tanto, de debajo de una mesa, salió por una trampilla un diablito de botas rojas. El diablito se acercó a la olla, sacó todo y se meó adentro. Entonces Garrote agarró una astilla de leña para escarmentarlo, pero el diablito, muy avispado, se zafó. Cuando llegaron sus compañeros, Garrote les contó todo, pero ellos no le creyeron y dijeron que seguro había comido muy a sus anchas. Entonces Garrote les dijo: —Pues que se quede ahora Arranca Pinos cocinando este animal, que nosotros dos vamos a cazar más. �Así que Arranca Pinos se quedó. El diablito de botas rojas apareció, le robó todo y se meó en la olla. Arranca Pinos corrió tras él, pero lo perdió de vista. Llegaron los otros dos, pero Arrasa Montañas no creía nada. Así que esta vez se quedó él a hacer el cocido; pero como presumía de astuto, le pasó lo mismo. Entonces Garrote de Dieciséis Quintales dijo: —Ya verás, diablito, te voy a agarrar… Quitaron la mesa que estaba encima de la trampilla y adentro vieron un pozo muy hondo y oscuro. Garrote de Dieciséis Quintales mandó a Arranca Pinos a buscar troncos y follaje, y le pidió que retorciera todo e hiciera una soga para que uno de ellos bajara. Y él así lo hizo. Cuando estaba todo listo y la soga llegaba al fondo del pozo, Garrote dijo: —Yo bajo. Y bajó y bajó y por fin llegó al fondo, mientras los otros dos sujetaban la cuerda. Abajo había una gran galería, con muchas puertas. Él tocó una con el garrote, pero nadie le abrió; volvió a tocar y dijo: —¡Si no abren, me meto! Alguien le habló del otro lado: —¿Quién es? —Garrote de Dieciséis Quintales. ¡Abra! Y abrieron. Salió una muchacha, que hacía de portera: —¡Ay, señor, váyase! Aquí vive la serpiente de siete cabezas y, si ella lo hechiza, nunca saldrá de aquí. —Tranquila, es a ella a la que estoy buscando. La serpiente llegó bufando, enfurecida: —¡Huele a carne humana! Entonces Garrote de Dieciséis Quintales le dio a la serpiente tamaño garrotazo por la mitad y allí quedó aplastada. La primera gota de sangre que se derramó rompió el hechizo de la muchacha. Él la reconoció, era una de las jóvenes que había visto en la playa bañándose en el mar. Para salir de la duda, le preguntó: —¿De quién es esta bola de vidrio? —Es mía, y también debes tener en tus alforjas la otra, la de mi hermana, que está detrás de esa otra puerta hechizada. �—Ya verás que voy a liberarla. Pero antes que nada voy a subirte. Hizo señas y sus dos compañeros jalaron la cuerda. Mientras los subían, la muchacha se quitó un anillo del dedo y le dijo a Garrote: —Toma mi memoria: mientras esté a tu lado, podré hablar; si tú no estás, quedaré muda. Garrote de Dieciséis Quintales volvió a bajar al pozo. Se acercó a la otra puerta, tocó y sólo le abrieron después de mucho tocar. Era otra mujer, que le dijo: —¡Huya de aquí, señor, que viene el diablito y lo mata! —Ah, el diablito de las botas rojas… ¡A ese es al que quiero! —Cuidado, que ya no demora, sólo fue a buscar comida. Así lo golpeen, a él nada lo hiere, únicamente esa espada negra que está allá colgada. En esas llegó el diablito: —¡Por aquí huele a carne humana! Garrote de Dieciséis Quintales estaba escondido detrás de la puerta y cuando atrapó al diablito le dio un garrotazo que lo estripó contra el suelo. Pronto, el diablito se levantó como si nada y dijo: —Ajá, ¿conque quieres pelea? Pues coge esta espada blanca, que yo cojo la negra. El muchacho ya estaba avisado y dijo: —No me vas a hacer caer en la trampa. O es con mi garrote, o es con la espada negra. El diablito, que no quería que le molieran los huesos, prefirió ceder la espada negra. Al primer golpe, el muchacho le cortó una oreja y la metió en sus alforjas. Apenas se derramó sangre el hechizo de la muchacha se rompió y Garrote le mostró la otra bola de vidrio. Entonces ella le contó que su hermana también estaba hechizada, y que ellas eran hijas de un rey, y también le dio el anillo de su memoria, para no poder hablar con otra persona sino con él. Después, Garrote de Dieciséis Quintales se metió con la princesa en el canasto, les hizo señas a sus compañeros y ellos los subieron. Estaban muy contentos, pero en ese momento el muchacho notó que había dejado el garrote en el pozo y dijo que lo esperaran un poquito, mientras lo buscaba. �Cuando lo habían bajado hasta la mitad del pozo, soltaron las cuerdas, y él cayó hasta abajo. Sus dos compañeros huyeron con las dos princesas. El muchacho se veía perdido, no podría salir del pozo, nunca. Entonces se acordó de la oreja del diablito y le pegó un mordisco. Al instante se le apareció el de las botas rojas: —¿Qué quieres? —Quiero que me saques de aquí. El diablito se transformó enseguida en un cabro y trepó por el pozo hasta la mitad del camino, pero después volvió a bajar: —Sólo te llevo arriba si me devuelves mi oreja. —Está bien. Y fue en un abrir y cerrar de ojos. Garrote de Dieciséis Quintales no había acabado de salir del pozo y ya el diablito le estaba diciendo: —¡Dame mi oreja! —Te la doy sólo si me llevas adonde se fueron mis compañeros. Entonces el diablito se transformó al instante en un burro y anduvo hasta que llegó al palacio del rey. Había una fiesta, el rey estaba feliz de que el hechizo de sus hijas se hubiera roto, y ya se hablaba de bodas con los dos muchachos. Pero el rey también estaba muy triste porque ahora ambas eran mudas. El jumento le dijo a Garrote: —¡Ahora sí dame mi oreja! —Pero si me llevas donde están las princesas. El burrito subió por las escaleras, anduvo por los corredores y pronto dio con la alcoba de las princesas. En cuanto vieron a Garrote, las muchachas volvieron a hablar y le contaron todo. Entonces alguien fue a contarle al rey que había un hombre en la alcoba de las princesas y que ellas habían vuelto a hablar. El rey llegó y al principio quería mandar matar a Garrote, pero las princesas le contaron que él había roto el hechizo y que además tenía sus anillos de la memoria, y que por eso sólo con él habían vuelto a hablar. El jumento le dijo al muchacho: —¡Ahora sí dame mi oreja! —Te la doy, pero sólo cuando me haya casado con la princesa heredera del reino. �El rey dio su consentimiento para la boda, y como la primera princesa deshechizada era la heredera, la otra ni siquiera sintió celos. Los dos muchachos que se habían fugado con ellas, muy asustados con los poderes de Garrote de Dieciséis Quintales, salieron como alma que lleva el diablo, no estaban para bobadas. Entonces el diablito volvió a decir: —¡Dame, ahora sí, mi oreja! —Te la doy sólo cuando arregles todo para que yo llegue a reinar. Entonces el rey se enfermó de pronto y se fue poniendo cada vez más chupado, hasta que murió. Garrote de Dieciséis Quintales fue proclamado rey, y después de subir al trono le devolvió, ahí sí, la oreja a su dueño. (Santa Maria - Famalicão) �LA TORRE DE BABEL ÉRASE UNA VEZ un pescador que, cierto día que iba por el mar, encontró al Rey de los Peces. El pez le pidió al pescador que no lo cogiera y el hombre aceptó, pero eso no le importó a su mujer, que le dijo a su marido que le llevara al Rey de los Peces. El pescador no tuvo más remedio que llevárselo. Entonces la merluza le dijo al hombre que la partiera en cinco postas: una para su mujer, otra para la yegua, otra para la perra, y dos que enterraría en el solar. Y así sucedió. De la mujer nacieron dos niños, de la yegua dos caballos, de la perra dos leones, y en el solar brotaron dos lanzas. Los niños fueron creciendo y cuando ya eran grandes le pidieron a su padre que los dejara irse a viajar. Cada muchacho partió con su lanza, su león y su caballo. Al llegar a un lugar donde había dos caminos, uno de ellos tomó por el uno y el otro por el otro, y prometieron que se auxiliarían si cualquiera de los dos necesitara socorro alguna vez. Uno de los hermanos fue a dar a una montaña, donde había una doncella que estaba a punto de ser víctima de una serpiente de siete cabezas. Él mató al bicho y se casó con la doncella. Cierto día estaban ambos asomados a la ventana; el muchacho avistó a lo lejos una torre y preguntó: —¿Qué torre es aquélla? La doncella dijo: Es la Torre de Babel, �y quien allá va nunca volverá. Y él: Pues allá yo iré y sí volveré. Se llevó con él al león, cogió su lanza, montó el caballo y salió. En la torre había una vieja, que al ver al muchacho se cortó un cabello de la cabeza y dijo: —Caballero, amarra tu león a este cabello. Y así lo hizo el muchacho, pero al ver que la vieja se iba contra él dijo: ¡Avanza, león! Y la vieja respondió: ¡Engrósate, cabellón! Y al instante el cabello de la vieja se transformó en unas gruesas cadenas de hierro, y el muchacho cayó por una trampilla de la torre. Tiempo después el otro muchacho llegó a la casa de su hermano, pero como se parecían mucho —aunque éste tenía un lunar en la mejilla—, su cuñada lo tomó fácilmente por su marido y lo acogió esa noche. Al otro día estaban ambos asomados a la ventana, cuando el cuñado de la joven avistó la torre de la vieja y preguntó: —¿Qué torre es aquélla? Y ella respondió: Ya te dije, hombre, que es la Torre de Babel, y quien allá va nunca volverá. Y entonces él dijo: �Pues allá yo iré y sí volveré. Y se alistó exactamente como lo había hecho su hermano y marchó en dirección a la torre. Apenas la vieja lo vio, le dijo que amarrara su león al cabello. El muchacho fingió que lo amarraba, pero dejó caer el cabello. La vieja corrió hacia él. Pero el joven dijo: ¡Avanza, león! Y la vieja: Engrósate, cabellón! Pero el cabello no se engrosó y el león avanzó. Entonces la vieja le dijo: —¡No me mates, te daré muchas riquezas! Pero eso no le importaba al muchacho. Así que la vieja le dijo: —No me mates y te daré este frasquito, que puede romper el hechizo de todas las personas que están hechizadas en la torre. El muchacho recibió el frasco, le ordenó al león que avanzara y mató a la vieja. Después rompió el hechizo de todos los que estaban en la torre. Su hermano, sin embargo, apenas supo que su mujer había roto por equivocación los lazos conyugales, asesinó a su salvador. (Porto) �¡PEGA, CACHIPORRA! ÉRASE UNA vez un hombre que tenía tres hijos. Un buen día los muchachos se fueron por el mundo a probar fortuna y cada uno de ellos cogió por su lado. El hijo mayor se encontró con un caminante y se fue conversando con él. Cuando ya iban muy lejos, el caminante dijo: —Paremos aquí a comer. Entonces extendió un mantel que llevaba al cinto y le ordenó: «¡Ponte, mesa!». Enseguida aparecieron allí muchos manjares y vinos y cosas sabrosas, y ambos comieron. Y como ya estaban en la penumbra, el mantel se convirtió en una tienda, y allí pasaron la noche, abrigados. Al otro día cada quien siguió su camino y no se volvieron a ver. Pero el muchacho se perdió en el camino y fue a dar a un gran barranco. Por casualidad se encontró allí con aquel compañero dueño del mantel, rodeado de lobos, que bregaban por acercarse a él. Entonces, tocando una pandereta, puso a los lobos en desbandada, y el caminante le dio el mantel mágico como recompensa por haberle salvado la vida. El joven volvió a casa y nunca más tuvo necesidad de trabajar para comer. El segundo hijo no fue menos afortunado. Se topó con un viejito que iba puyando a una burra y se fue conversando con él. Al llegar a una encrucijada se separaron y cada quien cogió por su lado. Ya bien entrada la noche, el muchacho oyó gritos de tormento y se acercó poco a poco, hasta dar con el lugar donde unos asaltantes maltrataban al viejo para que les dijera dónde llevaba el dinero. El joven, que era valiente, sorprendió a los �ladrones. Ellos huyeron y el viejo quedó libre. Agradecido, el hombre le dio su burra en recompensa al muchacho y le dijo: —Cuando le digas a la burra: «¡Mea dinero, burra!», ella te dará todo el dinero que quieras. Y así el muchacho volvió a casa tanto o más rico que su hermano. El hijo menor también era muy despierto. Andando por el camino, se encontró con un hombre que llevaba una cachiporra a la espalda, y en ese momento unos ladrones les salieron al paso. Entonces el hombre dijo: —¡Pega, cachiporra! Y el palo comenzó enseguida a repartir golpes en el aire a diestra y siniestra, y los ladrones quedaron tendidos, y hubo piernas, cabezas y brazos rotos, que daba gusto. Los dos compañeros siguieron caminando y de pronto el muchacho le dijo al viejo: —¿No quieres venderme tu cachiporra? —Pero sólo si me das todo el dinero que llevas. El muchacho le entregó todo lo que su padre le había dado para conseguir su felicidad. Volvió a casa muy contento, con la cachiporra a la espalda. En cuanto su padre lo vio, le preguntó: —Bueno, ¿qué traes para poder ser tan feliz como tus hermanos? —Compré esta cachiporra con el dinero que llevaba. Y le contó el poder que tenía la cachiporra. Su padre se echó a reír y dijo que no le sorprendía que se hubiera dejado engañar, porque aún era muy niño, y que esa cachiporra no servía para nada. El muchacho andaba triste. Cierto día había una gran fiesta en la iglesia del pueblo y el hermano mayor se fue para allá. Como cargaba siempre el mantel, temiendo que perdiera su magia, se lo dio a guardar a una vieja en la puerta de la iglesia. Eso sí, le recomendó que no fuera a decir: «¡Ponte, mesa!». Eso pidió él, pero la vieja no le hizo caso, y al ver que aparecía enseguida una lujosa mesa bien puesta, fue a toda prisa a esconder el mantel. El hermano del medio también se fue para la fiesta. Llevaba a la burra y también se la dio a guardar a la vieja. Eso sí, le recomendó que la amarrara y no le fuera a decir: «¡Mea dinero, burra!». No acababa él de �voltear la espalda, cuando la vieja ya estaba diciendo las palabras, y de la burra salieron ríos de dinero. La vieja se escapó con la burra. Cuando los dos hermanos mayores salieron de la iglesia no encontraron a la vieja y llegaron a la casa muy tristes, pues les habían robado toda su fortuna. Entonces el menor dijo: —Es hora de averiguar para qué sirve esta cachiporra. Llegó a la puerta de la iglesia y la vieja fue a atenderlo. Él fingió que quería dar a guardar la cachiporra, se la dio a la vieja y le dijo: —Guárdamela un ratico, pero, eso sí, no vayas a decir: «¡Pega, cachiporra!». La vieja, ya acostumbrada, faltó a la promesa y en cuanto dijo: «¡Pega, cachiporra!», como no había nadie más a quién pegarle, la cachiporra comenzó a pegarle a ella, que tuvo que ir a buscar al muchacho para que detuviera la paliza. El joven salió de la iglesia y dejó que la cachiporra siguiera golpeando a la vieja, hasta que confesara dónde había escondido el mantel y la burra. La cachiporra sólo paró cuando la vieja le entregó todo al muchacho. De no haber sido por la cachiporra, de la que el padre del joven se burló, los otros tesoros se habrían perdido para siempre. (Porto) �LA SAL ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía tres hijas, y un buen día se le ocurrió preguntar cuál de ellas lo quería más. Entonces la mayor respondió: —Yo te quiero más que a la luz del sol. A su turno, la del medio respondió: —Yo te tengo más cariño que a mí misma. Y finalmente la menor respondió: —Yo te quiero tanto como la comida quiere a la sal. El rey entendió con esa respuesta que su hija menor no lo amaba tanto como las otras dos y la echó del palacio. Muy triste, ella se fue a andar por el mundo y al fin llegó al palacio de un rey, donde se ofreció para ser cocinera. Cierto día llegó a la mesa real un pastel muy bien preparado, y el rey, al partirlo, encontró dentro un anillo muy pequeño, de gran valor. Les preguntó a todas las damas de la corte de quién era ese anillo. Todas quisieron probárselo para ver si les quedaba bueno. El anillo pasó de mano en mano, hasta que tuvieron que llamar a la cocinera. Y a ella sí le quedó bueno. Cuando el príncipe vio aquello, se enamoró al instante de la joven, pensando que era de una familia de la nobleza. Así que empezó a espiarla, porque ella sólo cocinaba a escondidas, y la vio vestida con ropas de princesa. Enseguida fue a avisarle al rey, su padre, y ambos vieron lo que ocurría. Entonces el rey le dio permiso a su hijo de casarse con la cocinera, pero ella puso como condición que prepararía con sus propias manos la cena del día de la boda. �El rey que tenía tres hijas y había echado a la menor de su casa era uno de los invitados a las fiestas del matrimonio. La princesa había preparado la cena y a propósito no le había echado sal a los manjares que le darían a su padre, el rey. Todo el mundo comía con ganas, menos el rey invitado, que no probaba bocado. Finalmente el dueño de casa le preguntó al rey por qué no comía nada, y él, que no sabía que estaba asistiendo a la boda de su hija, respondió: —Porque la comida no tiene sal… El padre del novio fingió que estaba furioso y ordenó que la cocinera se presentara allí, para decir por qué no le había echado sal a la comida. Apareció la muchacha, vestida de princesa. Al verla, su padre la reconoció enseguida. Entonces confesó su culpa, por no haber comprendido cuánto lo amaba su hija, que un día le había dicho que lo quería tanto como la comida quiere a la sal, y que después de tanto sufrir nunca se había quejado de la injusticia de su padre. (Porto) �LOS NIÑOS ABANDONADOS HABÍA UNA VEZ un hombre pobre, que era casado y tenía muchos hijos, y no tenía cómo darles de comer. Entonces cierta vez, cuando los niños ya estaban acostados, le dijo a su mujer: —Lo mejor será llevármelos para el monte cuando vaya a cortar leña y dejarlos allá. El hijo menor pescó esa conversación y entonces se levantó sigilosamente, fue al arroyo, cogió muchas piedritas blancas y se las llevó a la casa. Al otro día, de madrugada, el hombre salió con todos sus hijos para el monte y el más chiquito de ellos fue soltando las piedritas por el camino. Al atardecer, el hombre se cargó a la espalda un atado de leña y les dijo a sus hijos que se quedaran ahí, cuidando el resto, que ya volvía por ellos. ¿Pero volvió? Cuando anocheció, los niños comenzaron a llorar. Y entonces el menor dijo: —Yo me sé el camino. Y fue buscando las piedritas blancas que había dejado caer, hasta dar con el camino a la casa, junto con sus hermanos. La puerta estaba cerrada. Estaban comiendo y la mujer decía: —Ay, este caldito, tan bueno que está… ¡Qué no daría yo por tener aquí a nuestros hijos! ¿Dónde andarán a estas horas? —Aquí estamos, mamita. Su madre fue a abrirles la puerta. �El tiempo pasó y aumentó la pobreza, y entonces el padre de los niños resolvió ir a dejarlos en el monte, otra vez. Y así lo hizo. El niño más chiquito había pescado la conversación, pero esta vez no había podido ir a buscar piedritas. Así que llenó sus alforjas de granos de altramuz y los fue dejando caer. Por la noche, cuando su padre se devolvió, el niño empezó a buscar los granos de altramuz, pero los pájaros se los habían comido y no pudo encontrar el camino. El niño más chiquito vagó perdido por el monte, junto con sus hermanos, hasta que todos fueron a dar a una casa donde vivía un hombre malo. Apenas la mujer del hombre malo los vio, les dijo: —Ay, niños, ¿qué vienen a buscar por acá? ¡Mi marido come gente! —Pues… queríamos comer algo, dijo el más ingenioso. Y entraron. Entonces la mujer acostó a sus hijos en una cama y les puso unos gorritos, y llevó a los hermanos perdidos a la otra cama. El niño más ingenioso no pegó el ojo y ya entrada la noche vio llegar al hombre malo, mostrando los colmillos: —¡Aquí me huele a gente nueva! Su mujer al fin le confesó todo. Pero el ingenioso les había quitado los gorritos a los otros niños y se los había puesto a sus hermanos, y él también se puso uno. Entonces el hombre malo pasó junto a la cama de los niños abandonados y, pensando que eran sus hijos, siguió hasta la otra cama. Cuando vio que esos niños no tenían gorritos, los degolló y se puso a comérselos. Alertados por su hermano menor, los niños abandonados se escaparon. Sólo cuando ya iban muy lejos, el hombre malo advirtió el engaño. Entonces se puso unas botas de siete leguas para ir tras ellos. El primer paso que dio fue tan inmenso, que dejó atrás a los niños. Y siguió caminando y caminando, hasta que por fin, muy cansado ya, se devolvió, y por el camino se quedó dormido. El menor de los hermanos pudo entonces robarle las botas de siete leguas al hombre malo, y todos se salvaron. Y como el rey siempre andaba muy lejos peleando guerras, él llevaba las órdenes y de vuelta traía noticias, y así ganó tanto dinero que pudo sacar a toda su familia de la pobreza. (Airão) �EL AHIJADO DE SAN ANTONIO ÉRASE UNA VEZ un hombre que tenía muchos hijos y ya no tenía nadie más a quién pedirle que fuera compadre suyo. Entonces, cuando le nació otro hijo, el hombre dijo: «Pues que san Antonio sea tu padrino». Y el pequeño creció. Cierto día andaba por el monte con sus hermanos, cuando se perdieron y fueron a parar a una cabaña. Allí vivía una vieja, que les hizo muchos mimos: —Entren por aquí, mis niños, que les voy a dar unas galleticas. Los pequeños entraron. Apenas los atrapó, la vieja los metió en un baúl, para engordarlos y después comérselos. Uno que otro día les decía: —¡Saquen un dedito! Entonces el ahijado de san Antonio metía por el agujero la cola de un ratoncito que había atrapado y la vieja los dejaba en paz por un tiempo. Pero cualquier día el ratón se escapó y la vieja, viendo que habían engordado, abrió la caja y dijo: —Vayan a buscarme unas brazadas de leña, mis niños. Mientras los hermanos recogían leña, se les apareció san Antonio y les advirtió que la vieja lo que quería era asarlos en el horno, ella no tenía ninguna masa lista para hornear. Entonces les dijo que cuando la vieja les mandara hacer cualquier cosa, le dijeran siempre que no sabían y pidieran que les enseñara ella misma. Ya en la casa, la vieja repletó el horno de leña y lo prendió. Luego fue a buscar la pala y les dijo a los niños: —¡Salten aquí, niños! �—Salte usted primero, señora, para que sepamos cómo se hace. La vieja saltó a la pala y los niños la metieron de una vez en el horno, diciendo: Por la gracia de san Antonio, Cárgate para el infierno a este demonio. En cuanto la vieja comenzó a arder, de sus ojos salieron dos perros alobunados. Los perros les obedecían a los niños y cazaban para ellos muchos animales. Un buen día se supo que en ciertas tierras había un dragón que se comía una persona por día, y que ahora le tocaba el turno a la hija del rey. Entonces, a quienquiera que salvara a su hija, el rey le daría su mano. El ahijado de san Antonio fue allá con sus perros alobunados y mató al dragón, le cortó las puntas de las siete lenguas y liberó a la princesa. Cuando el rey vio a su hija exclamó: —¿Quién te salvó la vida? —Fue un muchacho pobre, con dos perros que llevaba. El rey ordenó que el muchacho fuera a verlo, pero quien se presentó fue un impostor, que le había cortado las siete cabezas al dragón. El rey quería que su hija se casara con él, pero ella no quería, así que se puso a llorar, asomada a la ventana, cuando de pronto vio pasar al joven: —¡Ése es, padre! ¡Ése es! Entonces el rey lo llamó. El muchacho fue, muy avergonzado. Todavía llevaba consigo las puntas de las siete lenguas del dragón y entonces no quedó duda alguna. La boda se celebró y el ahijado de san Antonio hizo feliz a toda su familia. (Airão) �LA HIJA DEL DIABLO ÉRASE UNA VEZ un rey que trataba mal a su reina porque no tenían hijos, y como ella se sentía atormentada por eso, en un momento de desespero exclamó: —¡Qué no daría yo por tener un hijo, así fuera por obra del diablo! El tiempo corrió y la reina tuvo una criatura muy linda, y el rey no cabía en sí de dicha. La niña crecía apreciablemente, aun sin comer ni beber nada. En poco tiempo se volvió toda una mujer, con unos talentos que maravillaban: sabía leer, escribir, bordar, cantar; tenía todas las habilidades del mundo, sin haber tenido que aprender nada. Muy orgulloso de su hija, el rey hizo pregonar un bando: que quien le hiciera a su hija una pregunta que no fuera capaz de contestar, si era hombre lo casaría con ella, y si era mujer le daría una gran recompensa. Llegó gente de todas partes, pero la princesa era una sabionda y dejaba boquiabierto a todo el mundo. Entonces un campesino, queriendo dárselas de avispado, pensó que sería buena idea atender el llamado del bando. Cogió camino y anduvo y anduvo. Cuando ya iba muy cansado, vio una casa en la falda de una montaña y se fue para allá a aliviarse del bochorno. Encontró a un muchacho y le preguntó si vivía solo ahí. —No, señor, yo vivo con mi padre, que fue a trabajarle un jornal a quien no puede trabajar otro, y con dos hermanos, que se fueron a ver el grano de los arrepentidos. �El campesino no entendió nada de aquello y le pidió al muchacho que le explicara. —La explicación es simple: que mi padre fue a trabajarle un jornal a quien no puede trabajar otro, quiere decir que fue a acompañar a un muerto a la sepultura; que mis hermanos se fueron a ver el grano de los arrepentidos, quiere decir que si está bueno el grano se van a arrepentir de no haberlo sembrado todo y que si está malo también se van a arrepentir de haber sembrado el que sembraron. El campesino siguió muy satisfecho su camino hasta llegar al palacio. Pidió que lo llevaran ante la princesa y le contó la misma historia. La princesa le dio enseguida la explicación de todo. Después volteó a ver otra vez al campesino y le dijo: —Ya que eres tan sabido, dime la razón por la cual yo vivo sin comer, sin beber y sin dormir. —Perdóneme, su alteza, pero, yo, eso no me lo creo. —Pues entonces te quedarás tres días en mi alcoba, para que lo veas con tus propios ojos. El muchacho resistió el primer día sin dormir, para observar todo lo que pasaba. Le costó mucho aguantarse hasta el tercero, pero cuando por fin llegó dijo: Princesa, señora mía, tengo para mí que mujer que no come, ni bebe, ni duerme, es hija del diablo, no de ningún hombre. En cuanto la princesa oyó aquello fue a ver a su madre, para que le explicara cómo había nacido. La reina entonces le contó lo que había dicho cuando su marido la trataba mal por no tener hijos. Y apenas la mujer terminó de hablar, se oyó un gran ruido como de huracán y el palacio quedó libre de aquel hechizo. Todos quedaron agradecidos con el campesino y el rey le dio la mano de su hija, como recompensa por haberla librado de aquella cosa mala. (Algarve) �LAS TRES MANZANAS DE ORO HABÍA UNA VEZ tres hermanos. El menor de ellos tenía tres manzanitas de oro y los mayores, deseosos de quitárselas, lo mataron y lo enterraron en una montaña. En la sepultura pronto nació una caña. Cierto día pasó por allí un pastor y cortó un pedazo de la caña para hacerse una flauta. El pastor comenzó a tocar, pero el flautín, en vez de tocar, decía: Toca, toca, oh pastor, mis hermanos me mataron, por tres manzanitas de oro, que al final no se llevaron. El pastor, al oír eso, llamó a un carbonero y le dio la flauta. El carbonero también se puso a tocar, pero la flauta decía: Toca, toca, oh carbonero, mis hermanos me mataron… Así, la flauta fue pasando de unas manos a otras, hasta que finalmente llegó a las del padre y la madre del muerto. La flauta seguía diciendo: Toca, toca, oh mi padre, toca, toca, oh mi madre, mis hermanos me mataron, �por tres manzanitas de oro, que al final no se llevaron. Entonces los padres del muchacho llamaron al pastor, que les dijo el lugar donde había cortado la caña. Ellos fueron allá y encontraron el cadáver, con sus tres manzanitas de oro. (Rebordainhos - Bragança) �EL SARGENTO QUE FUE HASTA EL INFIERNO HABÍA UNA VEZ un sargento que vivía en un pueblito y era muy buen muchacho. Un rico mercader le había cogido cariño y entonces le consiguió la baja para que se fuera a trabajar con él. El mercader tenía hijas y el sargento se enamoró de una de ellas, pero el hombre era tan desconfiado que nunca dejaba salir de la casa a las muchachas. A pesar de eso, apreciaba tanto al muchacho, que él mismo le habló para que arreglaran el matrimonio. Todo iba muy bien, hasta que un buen día pusieron en el teatro una obra muy bonita y las hermanas querían ir a verla. Entonces le pidieron al sargento que les consiguiera el permiso de su padre, pues sólo él sería capaz de convencerlo. El mercader arrugó la frente pero les dio permiso, no sin antes decirle al muchacho: —Voy a dejar que mis hijas vayan con usted, pero con la condición de que cuando suene la última campanada de la medianoche, estén aquí en la puerta. Todos dijeron que sí y se fueron. Casi al filo de la media noche, el muchacho le dijo a su prometida que sería bueno que se retiraran ya para ir a la casa. Pero que un ratico más, y un ratico más, y dele que dele, y lo cierto es que ya había dado la medianoche y ellos todavía estaban lejos de casa. De manera que cuando el muchacho tocó la puerta, ésta se abrió de inmediato y el mercader comenzó a bramar: —¿Así es como usted cumple las órdenes que le doy? Entonces empaque sus cosas ya mismo, pues en mi casa no se queda ni una noche �más. —¡Ay, señor, sólo por eso! ¡Y ahora que ya casi me iba a casar con su hija! El viejo le respondió: —Sólo hay una manera de que lo deje casar con mi hija y volver a mi casa. —¿Y cuál es? —Vaya hasta el infierno y tráigame los tres anillos que tiene el diablo en el cuerpo: dos debajo de los brazos y otro en un ojo. Todo eso le pareció imposible al muchacho, pero no le quedaba más remedio que ponerse en camino. Entonces, en el primer pueblito al que llegó, pegó un anuncio que decía: «A quien se le ofrezca algo del infierno, mañana sale para allá un mensajero». El anuncio causó gran curiosidad y hasta llegó a oídos del rey, que mandó llamar al joven. El rey le preguntó: —¿Cómo es eso de que vas para el infierno? —Real señor, por ahora todavía no sé, pero ando buscando la manera y allá iré, sea como sea. —Pues bueno, dijo el rey, cuando encuentres al diablo, pregúntale si él sabe de un anillo de gran valor que se me perdió, porque eso todavía me tiene muy disgustado. Después el muchacho llegó a otro pueblito y puso el mismo aviso. El rey de allí también lo mandó llamar: —Una hija mía tiene una enfermedad muy grave y nadie ha dado con la cura de su mal. Ya que vas al infierno, quiero que averigües por allá dónde está ese mal. El joven siguió en busca del infierno y fue a dar a una encrucijada donde había dos caminos, uno con huellas de gente y otro con huellas de oveja. Pensó y finalmente decidió seguir por el camino con huellas de gente. En medio del camino se topó con un ermitaño de barbas blancas, que estaba rezando con un rosario muy grande y le dijo: —¡Menos mal que cogiste este camino, porque aquel otro es el que va para el infierno! —¡Ay, señor, y yo que hace tanto tiempo que ando buscándolo! �El muchacho le contó todo lo que le había pasado. Entonces el ermitaño se compadeció de él y le dijo: —Ya que tienes que ir al infierno, pues ve, pero lleva siempre contigo este rosario. Antes de llegar allá, tendrás que cruzar un río oscuro y será un pájaro el que te llevará hasta el otro lado. Cuando el pájaro te quiera ahogar en el río, lánzale el rosario al pescuezo. De ahí en adelante, no sé qué te sucederá. Y así pasó. Cuando llegó al infierno, el joven sintió mucho miedo, y como por ahí había un horno desocupado, se escondió adentro enseguida. Estaba bien acurrucado, pero pasó una vieja muy vieja y lo vio: —¡Un muchacho! Tan bonito, el pobre… Mira que si mi hijo te ve, seguro te mata. ¿Qué viniste a hacer aquí? Entonces el joven le contó todo a la madre del diablo. A la vieja le dio pesar de él y le dijo: —Mira, sigue escondido acá, porque no sé cuándo vendrá mi hijo. Él está asistiendo a la muerte del santo padre, que está agonizando, y quiere cogerle el alma. El muchacho aprovechó para preguntarle a la vieja si ella sabía algo de las preguntas que él llevaba de encargo para el diablo. Mientras conversaban, llegó el diablo, bufando. Enseguida, la vieja escondió al muchacho y le dijo al diablo: —Ven acá, hijo, para que descanses un poco. Acuéstate aquí en mi regazo. El diablo se acostó y se durmió de una vez. La vieja, muy despacito, le arrancó con las uñas el anillo que tenía debajo del brazo. El diablo se removió, desesperado, gritando: —¿Qué pasa? —Nada, hijo, fue que me quedé dormida y di una cabezada encima de ti. Estaba soñando con ese rey al que se le perdió el anillo y nunca lo pudo volver a encontrar. —Pues ese sueño es verdad —respondió el diablo—, el anillo está debajo de una piedra, al lado de la fuente del jardín. El diablo volvió a dormirse. Entonces la vieja taimada le arrancó el segundo anillo. El diablo se despertó otra vez, desesperado. �—Ten paciencia, hijo, fue que me volví a quedar dormida y soñé con la hija de ese rey a la que ningún médico ha podido curar. —También es verdad, la enfermedad de ella es el sapo sapón, que está metido en el colchón. El diablo se durmió otra vez. Lo más complicado fue arrancarle el anillo del ojo. La vieja se lo sacó con un chuzo, y el diablo, adolorido y molesto con las cabezadas, se salió de allí. El muchacho recibió todo de manos de la vieja. Y cuando ya se iba a devolver al mundo, ella llamó al pájaro: «Ven, chiquito, ven…». El muchacho fue de allí adonde el ermitaño, para devolverle el rosario. Después pasó por el pueblo del rey al que se le había perdido el anillo, que le dio mucho dinero cuando lo encontró debajo de la piedra. Y al final pasó por la corte del rey que tenía enferma a su hija, para decirle dónde estaba el sapo sapón. La princesa se mejoró al instante y entonces el rey le pidió al muchacho que le dijera lo que quería en recompensa. —Quiero que su majestad me ceda el poder por ocho días. Entonces el rey hizo pregonar un bando, diciendo que el muchacho gobernaría durante ocho días. Él salió inmediatamente para el pueblo de su suegro. Apenas llegó, mandó que el mercader se presentara a hablar con él, en media hora. El mercader fue, pero cuando llegó ya había pasado más de una hora. Entonces el muchacho le dijo: —Podría mandarlo matar por haberme desobedecido, pues llegó acá después de la media hora que dije. —Ay, señor, no fue por mi voluntad que me demoré… —Está bien, pero dígame, ¿por qué no fue capaz, hace tiempo, de disculpar a ese pobre sargento al que echó de su casa? Entonces el mercader reconoció al antiguo prometido de su hija, al que la muchacha no había hecho más que llorar. Confesó su error y de rodillas pidió mil perdones. Así que el muchacho le entregó a su suegro los anillos del diablo y ese mismo día se casó con su novia, por la que había sido capaz de poner un pie en los infiernos. (Algarve) �LA PRINCESA ADIVINA ÉRASE UNA VEZ una princesa que todo lo adivinaba. Su padre, el rey, hizo entonces una promesa: quien le pusiera a su hija una adivinanza que ella no fuera capaz de solucionar, si era mujer, le daría una gran retribución, y si era hombre, lo casaría con ella. Pero eso no era todo, si la princesa adivinaba, el rey mandaba matar al que le había puesto la adivinanza. Claro, ya no quedaba nadie más que quisiera ir a la corte a ponerle adivinanzas a la princesa. Pero cierta vez el hijo de una mujer, que todos tomaban por bobo, le dijo a su madre: —Madre, quiero ir a la corte a ponerle una adivinanza a la princesa. —No seas bobo, hijo, ¿qué puedes tú decirle que ella no adivine? Pero tanto se empeñó el bobo, que finalmente cogió camino, y como era lejos agarró antes una escopeta vieja y se fue. Anduvo y anduvo y al llegar a cierto lugar vio a un conejo que estaba en un peñasco y ¡zas! le pegó un tiro, con tan buena suerte que lo cazó. Luego, con una navaja, se puso a quitarle la piel al conejo, y en esas estaba cuando se dio cuenta de que era una coneja, con la panza llena de conejitos. Pero eso no le importó. Siguió caminando y al pie de la capilla de un ermitaño vio un libro de oraciones olvidado allí. Entonces cogió el libro, le prendió fuego con el yesquero y asó a la coneja. Luego comió y siguió andando, hasta que por fin llegó a la corte. En la corte no querían dejar entrar al muchacho, porque parecía bobo. Pero tanto se empeñó él diciendo que quería ponerle una adivinanza a la princesa, que lo dejaron entrar, seguros de que moriría como los demás �que habían ido a dárselas de avispados. Llegó la hora de la audiencia y la princesa entró. Entonces el tontarrón le puso esta adivinanza: Le tiré a lo que vi, maté lo que no vi y, con palabras de Dios, asé todo y me lo comí. La princesa oyó todo, volvió a oírlo y luego pidió tres días para dar la solución. El bobo permaneció en el palacio a la espera de la respuesta, comiendo y bebiendo a sus anchas, sin ocurrírsele que lo podían matar. Por más vueltas que le daba la princesa al asunto, no atinaba con la solución. Entonces, temiendo que le tocara casarse con el bobo, mandó muy en secreto a su dama de compañía donde el muchacho, para que le pidiera, como cosa suya, que le dijera el significado de la adivinanza. La dama fue donde el bobo, pero él respondió que sólo le diría la solución si esa noche ella dormía con él en su alcoba. La mujer no quería, pero como la princesa le había prometido grandes riquezas, accedió y fue. El bobo se empeñó en no decirle nada hasta que ella no se quitara la camisola, porque la quería en cueros, y luego le dio una explicación que no era la verdadera. Apenas la dama se durmió, el bobo le escondió la camisola, de modo que a la madrugada, cuando ella se iba, no tuvo tiempo de buscarla. La princesa no se contentó con la explicación y entonces mandó a otra dama. Pero pasó lo mismo. Finalmente fue la propia princesa, confiando en que el bobo seguro no la reconocería. Pero él inmediatamente supo quién era la mujer, por la marca que había en su camisola. Entonces también le escondió la camisola a la princesa, pero esta vez sí dijo la verdadera solución de la adivinanza. Transcurridos los tres días, la corte se reunió y la princesa dijo: —Esta es la solución a la adivinanza del pueblerino: Le tiré a lo que vi, maté lo que no vi, es porque le disparó a un conejo que encontró por el camino, pero en realidad era una coneja, que estaba preñada, y los conejitos murieron. Y, con palabras de Dios, asé todo y me lo comí, es �porque asó todo usando las hojas de un libro de oraciones, con el que hizo una hoguera. El rey estaba maravillado del talento de su hija y dijo que como el campesino había perdido ya no podía pretender la mano de la princesa, y que se preparara para morir. Entonces el muchacho, haciéndose todavía más el bobo, dijo: —La princesa no ha acabado de adivinar todo. Todavía tengo otra adivinanza que ponerle, que juro que no será capaz de solucionar. La princesa ordenó que hablara y entonces él dijo: Cuando en el palacio me quedé, tres palomitas atrapé y tres plumas les quité. Si es necesario, las mostraré. La princesa entonces se puso a pensar, pero él enseguida se sacó del pecho la primera camisola y todo el mundo vio a qué dama pertenecía; luego sacó la segunda; y ya iba a sacar la última camisola, cuando la princesa, temiendo la vergüenza de verse descubierta ante toda la corte, se volteó hacia él y le dijo: —No la muestres, no la muestres… Ya veo que eres el hombre más avispado que ha venido a esta corte, y entonces contigo me caso. (San João de Airão - Minho) �LA ADIVINA DEL REY ÉRASE UNA VEZ un rey que tenía un ministro, en quien depositaba toda su confianza. Cierta vez, sin embargo, le cogió tal ojeriza, que decidió acabar con él y le dijo: —No tengo más remedio que ordenar que te maten. Pero como en otros tiempos te aprecié tanto, te dejo aún una esperanza y es que me mandes a tu hija, para ver si ella es capaz de adivinar lo que estoy pensando ahora, que viene siendo esto: que no habrá de venir aquí ni de noche ni de día; ni desnuda ni vestida; ni a pie ni a caballo. El ministro se fue para su casa, muy angustiado, como era de esperarse, y le contó sus cuitas a su hija. Ella, como era perspicaz, le dijo: —Ya verás, padre, que yo sé lo que estaba pensando el rey y te juro que te salvaré de esta. Se preparó y al día siguiente arregló sus cosas, de manera que entró al palacio al crepúsculo, con una camisola de batista sobre el cuerpo y montada en la espalda de un criado viejo que tenía. El rey, en cuanto la vio, reconoció que el crepúsculo ni era noche ni era día; que si llevaba una camisola de batista no iba vestida pero tampoco estaba desnuda; y que a las espaldas del criado no iba a caballo pero tampoco iba a pie. Alabó mucho la perspicacia de la muchacha y le dijo que fuera a avisarle a su padre que estaba perdonado y volvía a ser de su confianza, porque aquel que tenía hijas así de perspicaces era un hombre capaz. (Porto) �LIBRO AL VIENTO 15 AÑOS COLECCIÓN U NIVERSAL Es de color naranja y en ella se agrupan todos los textos que tienen valor universal, que tienen cabida dentro de la tradición literaria sin distinción de fronteras o épocas. COLECCIÓN CAPITAL Es de color morado y en ella se publican los textos que tengan como temática a Bogotá y sus alrededores. COLECCIÓN INICIAL Es de color verde limón y está destinada al público infantil y primeros lectores. COLECCIÓN LATERAL Es de color azul aguamarina y se trata de un espacio abierto a géneros no tradicionales como la novela gráfica, la caricatura, los epistolarios, la ilustración y otros géneros. �1 ANTÍGONA Sófocles 2 EL 9 DE ABRIL (Fragmento de Vivir para contarla) Gabriel García Márquez 3 CUENTOS PARA SIEMPRE Hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Charles Perrault, Oscar Wilde 4 CUENTOS Julio Cortázar 5 BAILES, FIESTAS Y ESPECTÁCULOS EN BOGOTÁ (Selección de Reminiscencias de Santafé y Bogotá) (2 ediciones) José María Cordovez Moure 6 CUENTOS DE ANIMALES Rudyard Kipling 7 EL GATO NEGRO Y OTROS CUENTOS Edgar Allan Poe 8 EL BESO Y OTROS CUENTOS Anton Chéjov 9 EL NIÑO YUNTERO Miguel Hernández �10 CUENTOS DE NAVIDAD Cristian Valencia, Antonio García, Lina María Pérez, Juan Manuel Roca, Héctor Abad Faciolince 11 EL CURIOSO IMPERTINENTE, Y UN ELOGIO A LA LECTURA (2 ediciones) Miguel de Cervantes 12 CUENTOS EN BOGOTÁ Antología de ganadores del concurso Cuento en Movimiento 13 LOS CUENTOS Rafael Pombo 14 LA CASA DE MAPUHI Y OTROS CUENTOS Jack London 15 ¡QUÉ BONITO BAILA EL CHULO! Cantos del Valle de Tenza Anónimo 16 EL BESO FRÍO Y OTROS CUENTOS BOGOTANOS Nicolás Suescún, Luis Fayad, Mauricio Reyes, Roberto Rubiano Vargas, Julio Paredes, Evelio José Rosero, Santiago Gamboa, Ricardo Silva Romero 17 LOS VESTIDOS DEL EMPERADOR Y OTROS CUENTOS Hans Chistian Andersen 18 ALGUNOS SONETOS William Shakespeare 19 EL ÁNGEL Y OTROS CUENTOS Tomás Carrasquilla 20 IVÁN EL IMBÉCIL León Tolstoi 21 FÁBULAS E HISTORIAS León Tolstoi �22 LA VENTANA ABIERTA Y OTROS CUENTOS SORPRENDENTES Saki, Kate Chopin, Henry James, Jack London, Mark Twain, Ambrose Bierce 23 POR QUÉ LEER Y ESCRIBIR Francisco Cajiao, Silvia Castrillón, William Ospina, Ema Wolf, Graciela Montes, Aidan Chambers, Darío Jaramillo Agudelo 24 SIMBAD EL MARINO (Relato de Las mil y una noches) 25 LOS HIJOS DEL SOL Eduardo Caballero Calderón 26 RADIOGRAFÍA DEL DIVINO NIÑO Y OTRAS CRÓNICAS SOBRE BOGOTÁ Antología de Roberto Rubiano Vargas 27 DR. JEKYLL Y MR. HYDE Robert Louis Stevenson 28 POEMAS COLOMBIANOS Antología 29 TRES HISTORIAS Guy de Maupassant 30 ESCUELA DE MUJERES Molière 31 CUENTOS PARA NIÑOS Hermanos Grimm, Alexander Pushkin, Rudyard Kipling 32 CUENTOS LATINOAMERICANOS I Adolfo Bioy Casares, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti 33 PALABRAS PARA UN MUNDO MEJOR José Saramago 34 CUENTOS LATINOAMERICANOS II Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Rubem Fonseca �35 BARTLEBY Herman Melville 36 PARA NIÑOS Y OTROS LECTORES Alphonse Daudet, Wilhelm Hauff, León Tolstoi 37 CUENTOS LATINOAMERICANOS III Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique 38 CUENTOS LATINOAMERICANOS IV José Donoso, Sergio Pitol, Guillermo Cabrera Infante 39 POESÍA PARA NIÑOS Selección de Beatriz Elena Robledo 40 EL LIBRO ORIENTE 41 CUENTOS LATINOAMERICANOS V Mario Vargas Llosa, Felisberto Hernández, Salvador Garmendia 42 TENGO MIEDO Ivar da Coll 43 CUENTO DE NAVIDAD Charles Dickens 44 MITOS DE CREACIÓN (2 ediciones) Selección de Julio Paredes C. 45 DE PASO POR BOGOTÁ Antología de textos de viajeros ilustres en Colombia durante el siglo XIX 46 MISA DE GALLO Y OTROS CUENTOS Joaquim Maria Machado de Assis 47 ALICIA PARA NIÑOS Lewis Carrol 48 JUANITO Y LOS FRÍJOLES MÁGICOS DE MARCO POLO SOBRE LAS COSAS MARAVILLOSAS DE �Cuento tradicional inglés 49 CUENTOS PARA RELEER Horacio Quiroga, Katherine Mansfield, Italo Svevo, Rubén Darío, Leopoldo Lugones, José María Eça de Queirós 50 CARTAS DE LA PERSISTENCIA Selección de María Ospina Pizano 51 RIZOS DE ORO Y LOS TRES OSOS Traducción de Julio Paredes 52 EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS Joseph Conrad 53 CUENTOS Saki 54 CINCO RELATOS INSÓLITOS H. P.Lovecraft 55 PETER Y WENDY (PETER PAN) James Matthew Barrie 56 LA EDAD DE ORO José Martí 57 LA VIDA ES SUEÑO Pedro Calderón de la Barca 58 POEMAS ILUMINADOS Selección de poesía mística San Juan de la Cruz, Sor Juana Inés, Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León 59 POR LA SABANA DE BOGOTÁ Y OTRAS HISTORIAS José Manuel Groot, Daniel Samper Ortega, Eduardo Castillo, Gabriel Vélez 60 HISTORIAS CON MISTERIO �Ueda Akinari, E.T.A Hoffman, Auguste Villiers de L'Isle-Adam, G.K. Chesterton 61 CANTOS POPULARES DE MI TIERRA Candelario Obeso 62 UNA CIUDAD FLOTANTE Julio Verne 63 LA ANTORCHA BRILLANTE Biografía de Antonio Nariño Eduardo Escallón 64 VIVA LA POLA (2 ediciones) Biografía de Policarpa Salavarrieta Beatriz Helena Robledo 65 SOY CALDAS (2 ediciones) Biografía de Francisco José de Caldas Stefan Pohl Valero 66 RELATOS EN MOVIMIENTO Leoníd Andréyev, Manuel Gutiérrez Nájera, Arthur Conan Doyle, O. Henry, Baldomero Lillo 67 HISTORIAS DE MUJERES Luisa Valenzuela, Margo Glants, Marina Colasanti, Gabriela Alemán, Marvel Moreno 68 EL PARAÍSO DE LOS GATOS Émile Zola 69 CARTILLA MORAL Alfonso Reyes 70 TIERRA DE PROMISIÓN José Eustasio Rivera 71 PÜTCHI BIYÁ UAI. PRECURSORES �Antología multilingüe de la literatura indígena contemporánea en Colombia I Miguel Rocha Vivas (2 ediciones) 72 PÜTCHI BIYÁ UAI. PUNTOS APARTE Antología multilingüe de la literatura indígena contemporánea en Colombia II Miguel Rocha Vivas (2 ediciones) 73 GLOSARIO PARA LA INDEPENDENCIA (2 ediciones) Palabras que nos cambiaron 74 LA HISTORIA DE RASSELAS, PRÍNCIPE DE ABISSINIA Sammuel Johnson 75 ANACONDA Y OTROS CUENTOS Horacio Quiroga 76 EL FÚTBOL SE LEE Darío Jaramillo Agudelo, Álvaro Perea Chacón, Mario Mendoza, Ricardo Silva Romero, Fernando Araújo Vélez, Guillermo Samperio, Daniel Samper Pizano, Óscar Collazos, Luisa Valenzuela, Laura Restrepo, Pablo R. Arango, Roberto Fontanarrosa 77 ESCRIBIR EN BOGOTÁ Juan Gustavo Cobo Borda 78 EL PRIMER AMOR Iván Turguéniev 79 MEMORIAS PALENQUERAS Y RAIZALES (2 ediciones) Fragmentos traducidos de la lengua palenquera y el creole 80 RUFINO JOSÉ CUERVO Una biografía léxica 81 ALGUNOS ESPECTROS ORIENTALES Lafcadio Hearn �82 LOS OFICIOS DEL PARQUE Crónicas Mario Aguirre, Orlando Fénix, Gustavo Gómez Martínez, Lillyam González, Raúl Mazo, Larry Mejía, Catalina Oquendo, María Camila Peña, Nadia Ríos, Verónica Ochoa, Umberto Pérez, John Jairo Zuluaga 83 CALIDEZ AISLADA Camilo Aguirre Premio Beca Creación Novela Gráfica 2011 (2 ediciones) 84 FICÇÕES. FICCIONES DESDE BRASIL Joaquim Maria Machado de Assis, Afonso Henriques de Lima Barreto, Graciliano Ramos, Clarice Lispector, Rubem Fonseca, Dalton Trevisan, Nélida Piñón, Marina Colasanti, Tabajara Ruas, Adriana Lunardi 85 LAZARILLO DE TORMES Anónimo 86 ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON ALPACAS ELÉCTRICAS? Antología de ciencia ficción contemporánea latinoamericana Jorge Aristizábal Gáfaro, Jorge Enrique Lage, Bernardo Fernández BEF, José Urriola, Pedro Mairal, Carlos Yushimito 87 LAS AVENTURAS DE PINOCHO Historia de una marioneta Carlo Collodi Traducción de Fredy Ordóñez 88 RECETARIO SANTAFEREÑO Selección y prólogo de Antonio García Ángel 89 CARTAS DE TRES OCÉANOS 1499-1575 Edición y traducción de Isabel Soler e Ignacio Vásquez 90 QUILLAS, MÁSTILES Y VELAS Textos portugueses sobre el mar 91 ONCE POETAS BRASILEROS �Selección y prólogo de Sergio Cohn Traducción de John Galán Casanova 92 RECUERDOS DE SANTAFÉ Soledad Acosta de Samper 93 SEMBLANZAS POCO EJEMPLARES José María Cordovez Moure 94 FÁBULAS DE SAMANIEGO Félix María Samaniego 95 COCOROBÉ: CANTOS Y ARRULLOS DEL PACÍFICO COLOMBIANO Selección y prólogo: Ana María Arango 96 CRONISTAS DE INDIAS EN LA NUEVA GRANADA (1536-1731) Gonzalo Jiménez de Quesada, Pedro Cieza de León, Fray Pedro Simón, Alexandre Olivier Exquemelin, Fray Alonso de Zamora, Joseph Gumilla 97 BOGOTÁ CONTADA Carlos Yushimito, Gabriela Alemán, Rodrigo Blanco Calderón, Rodrigo Rey Rosa, Pilar Quintana, Bernardo Fernández bef, Adriana Lunardi, Sebastià Jovani, Jorge Enrique Lage, Miguel Ángel Manrique, Martín Kohan, Frank Báez, Alejandra Costamagna, Inés Bortagaray, Ricardo Silva Romero 98 POESÍA SATÍRICA Y BURLESCA Francisco de Quevedo 99 DIEZ CUENTOS PERUANOS Enrique Prochazka, Fernando Ampuero, Óscar Colchado, Santiago Roncagliolo, Giovanna Pollarolo, Iván Thays, Karina Pacheco, Diego Trelles Paz, Gustavo Rodríguez, Raúl Tola 100 TRES CUENTOS Y UNA PROCLAMA Gabriel García Márquez 101 CRÓNICAS DE BOGOTÁ Pedro María Ibáñez �102 DE MIS LIBROS Álvaro Mutis 103 CARMILLA Sheridan Le Fanu Traducción de Joe Broderick 104 CALIGRAMAS Guillaume Apollinaire Traducción de Nicolás Rodríguez Galvis 105 FÁBULAS DE LA FONTAINE Jean de La Fontaine 106 BREVIARIO DE LA PAZ 107 TRES CUENTOS DE MACONDO Y UN DISCURSO Gabriel García Márquez 108 CARTA SOBRE LOS CIEGOS PARA USO DE LOS QUE VEN Denis Diderot Traducción de Nicolás Rodríguez Galvis 109 BOGOTÁ CONTADA 2.0 Alberto Barrera Tyszka, Diego Zúñiga, Élmer Mendoza, Gabriela Wiener, Juan Bonilla, Luis Fayad, Pablo Casacuberta, Rodrigo Hasbún, Wendy Guerra 110 50 POEMAS DE AMOR COLOMBIANOS 111 EL MATADERO Esteban Echeverría 112 BICICLETARIO 113 EL CASTILLO DE OTRANTO Horacio Walpole 114 LA GRUTA SIMBÓLICA 115 FÁBULAS DE IRIARTE Tomás de Iriarte 116 ONCE POETAS HOLANDESES �Selección y prólogo de Thomas Möhlmann. Traducción de Diego J. Puls, Fernando García de la Banda y Taller Brockway 117 SIETE RETRATOS Ximénez 118 BOGOTÁ CONTADA 3 Fabio Morábito, Daniel Cassany, Fernanda Trías, Iván Thays, Da niel Valencia Caravantes, Luis Noriega, Federico Falco, Mayra Santos-Febres 119 GUADALUPE AÑOS SIN CUENTA Creación Colectiva Teatro La Candelaria 120 «PRELUDIO» SEGUIDO DE «LA CASA DE MUÑECAS» Katherine Mansfield Traducción de Erna von der Walde 121 SYLVIE, RECUERDOS DEL VALOIS Gérard de Nerval Traducción de Mateo Cardona Vallejo 122 ONCE POETAS FRANCESES Selección y prólogo de Anne Louyot Traducción de Andrés Holguín 123 «PIEL DE ASNO» Y OTROS CUENTOS Charles Perrault Traducción de Mateo Cardona Ilustrados por Eva Giraldo 124 BODAS DE SANGRE Federico García Lorca 125 MARAVILLAS Y HORRORES DE LA CONQUISTA Comentarios y notas de Jorge O. Melo 126 BOGOTÁ CONTADA 4 Eduardo Halfon, Horacio Castellanos, Hebe Uhart, Marina Perezagua, Edmundo Paz Soldán, Lina Meruane, Ricardo Cano �Gaviria 127 LA HISTORIA DEL BUEN VIEJO Y LA BELLA SEÑORITA Italo Svevo Traducción de Lizeth Burbano 128 LA MARQUESA DE O. Heinrich von Kleist Traducción de Maritza García Arias 129 JUAN SÁBALO Leopoldo Berdella de la Espriella Ilustrado por Eva Giraldo 130 ARTE DE DISTINGUIR A LOS CURSIS Santiago de Liniers & Francisco Silvela 131 VERSIONES DEL BOGOTAZO Arturo Alape, Felipe González Toledo, Herbert Braun, Carlos Cabrera Lozano, Hernando Téllez, Lucas Caballero –Klim–, Miguel Torres, Guillermo González Uribe, Víctor Diusabá Rojas, María Cristina Alvarado, Aníbal Pérez, María Luisa Valencia 132 ONCE POETAS ARGENTINOS Selección y prólogo de Susana Szwarc 133 BOGOTÁ CONTADA 5 Pedro Mairal, Francisco Hinojosa, Margarita García Robayo, Dani Umpi, Ricardo Sumalavia, Yolanda Arroyo 134 LA DICHA DE LA PALABRA DICHA Nicolás Buenaventura Ilustrado por Geison Castañeda 135 EL HORLA Guy de Maupassant Traducción de Luisa Fernanda Espina 136 HIP, HIPOPÓTAMO VAGABUNDO Rubén Vélez �Ilustrado por Santiago Guevara 137 SHAKESPEARE: UNA INDAGACIÓN SOBRE EL PODER Estanislao Zuleta 138 VERSIONES DE LA INDEPENDENCIA 139 CUENTOS MÍTICOS DEL SOL, LA AURORA Y LA NOCHE Traducción de Beatriz Peña Trujillo �COMPARTE LIBROS que después de ser leídos, deben quedar libres para llegar a otros lectores, y te deja entrar gratis a una biblioteca digital con la mejor literatura. *** Escanea el código, ingresa a la biblioteca y deja volar tu imaginación. �CUENTOS MÍTICOS DEL SOL, DE LA AURORA Y DE LA NOCHE DE TEÓFILO BRAGA FUE EDITADO POR EL INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES - IDARTES PARA SU BIBLIOTECA LIBRO AL VIENTO, BAJO EL NÚMERO CIENTO TREINTA Y NUEVE, Y SE IMPRIMIÓ EN EL MES DE JULIO DEL AÑO 2019 EN BOGOTÁ. Este ejemplar de Libro al Viento es un bien público. Después de leerlo permita que circule entre los demás lectores. �� Dublin Core The Dublin Core metadata element set is common to all Omeka records, including items, files, and collections. For more information see, http://dublincore.org/documents/dces/. Title A name given to the resource Libro al viento Description An account of the resource Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a> Libros Las digitalizaciones de libros también se incluirían en este apartado a pesar de ser estrictamente imágenes Dublin Core The Dublin Core metadata element set is common to all Omeka records, including items, files, and collections. For more information see, http://dublincore.org/documents/dces/. Title A name given to the resource Cuentos míticos del sol, de la aurora y de la noche Creator An entity primarily responsible for making the resource Braga, Teófilo, 1843-1924 Subject The topic of the resource Cuentos portugueses Description An account of the resource Contiene cuentos recopilados por el escritor portugués que muestran parte de la tradición del folclor luso. La obra fue ganadora de la beca de traducción portugués, Idartes 2018 Publisher An entity responsible for making the resource available Instituto Distrital de las Artes (Bogotá) Contributor An entity responsible for making contributions to the resource Peña Trujillo, Beatriz (traductora) Format The file format, physical medium, or dimensions of the resource PDF Extent The size or duration of the resource. 198 páginas Identifier An unambiguous reference to the resource within a given context ISBN: 9789585487116 Language A language of the resource spa Access Rights Information about who can access the resource or an indication of its security status. Access Rights may include information regarding access or restrictions based on privacy, security, or other policies. Acceso abierto Date A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource 2019 Rights Information about rights held in and over the resource Atribución – No comercial – Sin Derivar (BY-NC-ND) Literatura portuguesa