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���A LCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
G USTAVO P ETRO U RREGO, Alcalde Mayor de Bogotá
S ECRETARÍA D ISTRITAL DE C ULTURA, R ECREACIÓN Y D EPORTE
CLARISA RUIZ CORREAL, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
I NSTITUTO D ISTRITAL DE LAS A RTES – I DARTES
S ANTIAGO TRUJILLO ESCOBAR, Director General
BERTHA Q UINTERO M EDINA, Subdirectora de Artes
V ALENTÍN O RTIZ D ÍAZ, Gerente del Área de Literatura
P AOLA CÁRDENAS J ARAMILLO, Asesora
J AVIER ROJAS F ORERO, Asesor administrativo
M ARIANA J ARAMILLO F ONSECA, Asesora de Dimensiones
D ANIEL CHAPARRO D ÍAZ, Coordinador de Dimensiones
CARLOS RAMÍREZ P ÉREZ, Profesional universitario
S ECRETARÍA DE EDUCACIÓN DEL D ISTRITO
Ó SCAR S ÁNCHEZ J ARAMILLO, Secretario de Educación
N OHORA P ATRICIA BURITICÁ CÉSPEDES, Subsecretaria de Calidad y Pertinencia
A DRIANA ELIZABETH G ONZÁLEZ S ANABRIA, Directora de Educación Preescolar y Básica (e)
S ARA CLEMENCIA H ERNÁNDEZ J IMÉNEZ, LUZ Á NGELA CAMPOS V ARGAS, CARMEN CECILIA G ONZÁLEZ CRISTANCHO, Equipo de
Lectura, Escritura y Oralidad
C ÁMARA C OLOMBIANA DEL LIBRO
ENRIQUE G ONZÁLEZ V ILLA, Presidente
D IANA CAROLINA REY Q UINTERO, Directora Feria Internacional del Libro de Bogotá
J UAN D AVID CORREA U LLOA, Coordinador Cultural
A NA CAROLINA RODRÍGUEZ S ÁNCHEZ, Coordinadora de Comunicaciones
Primera edición: Bogotá, diciembre de 2013
© Carlos Yushimito del Valle; Gabriela Alemán; Rodrigo Blanco Calderón; Rodrigo Rey Rosa; Pilar Quintana; Bernardo
Fernández, «Bef»; Adriana Lunardi; Sebastià Jovani; Jorge Enrique Lage; Miguel Ángel Manrique; Martín Kohan; Frank
Báez; Alejandra Costamagna; Inés Bortagaray; Ricardo Silva Romero.
© De la traducción de «Siete postales de Bogotá» de Adriana Lunardi: Julio Paredes.
© De las ilustraciones: Bernardo Fernández, «Bef».
© De las fotografías: Alberto Sierra Restrepo.
© De la edición: Instituto Distrital de las Artes – Idartes.
Carátula: ilustración de Bef y mural de la Biblioteca La Peña.
Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente, por ningún medio de reproducción,
sin consentimiento escrito del editor.
www.idartes.gov.co
ISBN 978-958-58175-2-4 (impreso)
ISBN 978-958-58486-1-0 (epub)
Edición: A NTONIO G ARCÍA Á NGEL
Diseño gráfico: Ó SCAR P INTO S IABATTO
Producción eBook: IVÁN CORREA, ELIBROS EDITORIAL
�Contenido
CUBIERTA
LIBRO AL VIENTO
PORTADA
CRÉDITOS
CO N TA R BO G O TÁ
CA RLO S Y U SH I MI TO D EL VA LLE
N.N.
G A BRI ELA A LEMÁ N
Mercurio sobre madera
RO D RI G O BLA N CO CA LD ERÓ N
Mi primera y última cena con Jaime Garzón
RO D RI G O REY RO SA
Cita en Bogotá
PI LA R Q U I N TA N A
Las guerras
BERN A RD O FERN Á N D EZ, « BEF»
Postales de Bogotá
A D RI A N A LU N A RD I
Siete postales de Bogotá
SEBA STI À J O VA N I
(Vana) tentativa de agotamiento de un lugar colombiano
J O RG E EN RI Q U E LA G E
Bogotá pintada
MI G U EL Á N G EL MA N RI Q U E
Avenida Jiménez, 4-35, Bogotá
�MA RTÍ N K O H A N
Este sol es pura agua
FRA N K BÁ EZ
Un milagro en Bogotá
A LEJ A N D RA CO STA MA G N A
Palabras por minuto
I N ÉS BO RTA G A RAY
La ciudad peregrina
RI CA RD O SI LVA RO MERO
Las tres pantallas
�CO N TA R
BO G O T Á
DESD E Q U I EN ES H A CE SI G LO S ATRAV ESA RO N el Magdalena y llegaron a
lomo de mula, hasta los que hoy llegan a la terminal internacional del
aeropuerto El Dorado, Bogotá tiene una tradición de viajeros que han
escrito sobre ella. El científico, naturalista y geólogo alemán Alexander
von Humbolt, que vino el 8 de julio de 1801 a visitar a José Celestino
Mutis, admiró las «extraordinariamente hermosas cataratas de
Tequendama»; el comisionado británico para la Nueva Granada John
Potler Hamilton, que vino en 1824, ponderó la gracia y dignidad de las
damas capitalinas, así como el buen trato que daban las clases altas a sus
empleados; Miguel María Lisboa, Barón de Japurá, vino en 1851 y quedó
arrobado frente a los jardines de las casas, donde «florecen el tulipán, la
camelia y la magnolia; allí hay sobre todo una abundancia y de rosas y
claveles indígenas, como nunca lo vi en las famosas exposiciones de
Europa»; el literato Martín García Merou, que vino en 1882, opinó que
«Las mujeres son bellas y aman los grandes ideales; la música y la poesía
son sus ocupaciones favoritas. Hasta en las mismas fiestas de salón hay
algo más que la banalidad de una soirée almidonada»; el cronista
norteamericano John Gunther escribió en 1941 que en Bogotá «existen
más librerías que cafés y restaurantes», y que «los diputados se leen uno al
otro en voz alta sus poemas, y hablan sobre la teoría de los “cuantas”, la
filosofía de Bertrand Russell, la influencia de Rimbaud en Gide, y las
obras de Waldo Frank»; una impresión similar se llevó el escritor
Christopher Isherwood, que vino en 1947 y escribió en su libro El cóndor y
las vacas: «No he visto tantas librerías en ningún otro lugar. Aparte de
docenas de autores latinoamericanos de los que jamás he oído hablar,
tienen también una gran variedad de traducciones, desde Platón hasta
Louis Bromfield». Desde los detalles más literarios hasta los más banales,
como las obleas que recomienda André Maurois o el elogio del ajiaco que
�hace Angélica Gorodischer, Bogotá se ha desplegado en centenares de
testimonios, bajo la mirada atenta de viajeros y escritores.
Con ese espíritu nació Bogotá contada, una iniciativa que convocó a 12
escritores hispanoamericanos, acompañados por 3 autores colombianos,
para que visitaran la ciudad, la recorrieran y escribieran sobre ella. Las
visitas se hicieron en grupos de cuatro escritores, con un escritor
colombiano como anfitrión. Nuestros invitados se concentraron en tres
momentos diferentes.
El primer grupo, conformado por el peruano Carlos Yushimito, la
ecuatoriana Gabriela Alemán, el venezolano Rodrigo Blanco Calderón y el
guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, acompañados por Pilar Quintana, vino en
agosto para la celebración de los 475 años de fundación de Bogotá.
El segundo grupo, integrado por el mexicano Bernardo Fernández,
también conocido como «Bef», la brasileña Adriana Lunardi, el español
Sebastià Jovani y el cubano Jorge Enrique Lage, a quienes se sumó Miguel
Manrique, vino durante la segunda semana de septiembre, para los eventos
de Bogotá Literaria.
El tercer grupo, compuesto por el argentino Martín Kohan, el
dominicano Frank Báez, la chilena Alejandra Costamagna y la uruguaya
Inés Bortagaray, vino en la tercera semana de octubre, durante la
celebración de los eventos relacionados con el 4° Festival de Literatura de
Bogotá y el 7° Festival de Literatura Infantil y Juvenil, y estuvo
acompañado por Ricardo Silva Romero. Los textos que vienen a
continuación están en el mismo orden.
El conjunto de sus textos es este, nuestro Libro al Viento número 97, un
regalo de diciembre para los bogotanos. Como en todas las antologías, y
más en esta, que abarcó escritores de diferentes procedencias,
generaciones, registros, tonos, perspectivas, intereses y géneros literarios,
el resultado es heterogéneo. Podríamos decir además, para completar esta
característica, que al menos la mitad de los escritores privilegian lo
fragmentario para abarcar diversas percepciones de su experiencia
bogotana.
El hecho de que hubieran venido en tres momentos diferentes hizo que
algunos mencionaran algunos sucesos particulares, como la Sexta Copa
América de Baloncesto en Silla de Ruedas en el caso de quienes vinieron
en agosto; la muerte de Álvaro Mutis en septiembre y la feria de arte artBo
en octubre. También hubo coincidencias en el reciente paro nacional
�agrario, la Toma del Palacio de Justicia, el asesinato de Jaime Garzón, el
del grafitero Diego Felipe Becerra, el de Gaitán, La Violencia (con
mayúscula) y la violencia (con minúscula).
Sobre ambas violencias, la que se refiere a los diez años comprendidos
entre el asesinato de Gaitán y la firma del Frente Nacional, conocido como
La Violencia, y la violencia en general, asociada al conflicto armado con
las guerrillas, el paramilitarismo, el narcotráfico, fuerzas oscuras dentro
del Estado, así como la inseguridad del atracador, el secuestrador y el
raponero, son temas que están dentro de estas páginas. Es un tema que se
aborda desde diversos ángulos, como la proliferación de fuerza pública
que para los bogotanos es normal, pero llama la atención de Alejandra
Costamagna y Bef, por ejemplo, el titular de Semana que abruma a
Adriana Lunardi, «Cinco millones de víctimas de la guerra», o la violencia
social y simbólica que se expresa en los grafitis que llaman la atención de
Jorge Enrique Lage; el catálogo de atracos ajenos que describe Frank
Báez, sobreviviente ileso y no robado de una escaramuza en la carrera
séptima: un milagro en Bogotá, según el título de su crónica. Rodrigo Rey
Rosa hace un paralelo entre el genocidio de los maya-ixil en Guatemala y
el exterminio de la UP; Pilar Quintana, por su parte, se ocupa de las
guerras que ha vivido la ciudad. El tema es inevitable, porque es parte de
la realidad inocultable, y también es interesante para escritores que, cada
uno en su país y por diferentes o similares motivos a los nuestros, han
vivido sus propias violencias.
De igual forma, el lector podrá darse cuenta de que existen algunas
recurrencias en cuanto a aspectos emblemáticos, sobresalientes de la
ciudad. Quizá el elemento más presente en todos los textos sea los cerros.
Gabriela Alemán nos muestra, a través de los ojos de una niña, cómo se ve
desde Monserrate la ciudad borrada quizás para siempre por la neblina;
Bef se avergüenza de los turistas mexicanos que chistosean en la fila para
el teleférico y, cuando está arriba, pregunta si desde ahí se ve Ciudad
Bolívar; en el texto de Martín Kohan, Monserrate gravita majestuoso aún
desde la torre Colpatria; a Frank Báez le recomiendan ir hasta allá en
peregrinación piadosa para agradecer el milagro, pero también le advierten
que en el sendero peatonal lo pueden atracar; Alejandra Costamagna
encuentra equivalencias santiaguinas —San Cristóbal y Santa Lucía—
para Monserrate y Guadalupe; Inés Bortagaray, en su texto, transporta el
Monserrate hasta Uruguay, que antes tenía «mar, puerto y un cerro
�modestito»; para Sebastià Jovani, Monserrate rodeado por las brumas es
una epifanía, una imagen tutelar desde la que prácticamente emana la
ciudad. Para Rodrigo Rey Rosa los cerros son boscosos y abruptos, para
Alejandra Costamagna son frondosos, para Sebastià tienen un verdor
fractal; Adriana Lunardi los considera una reminiscencia de que todo lo
demás es transitorio, el origen de cierto silencio meditativo de los
bogotanos; Jorge Enrique Lage dice que el texto de los grafitis, como una
nube de tags, se eleva hacia los cerros; Carlos Yushimito considera que la
cordillera es una especie de cerco; Ricardo Silva, en cambio, piensa que es
una especie de parapeto, trinchera donde alguna vez se agazapó la ciudad;
Martín Kohan describe las montañas como una especie de caja de pandora
climática que se va revelando imprevisiblemente, «con un criterio propio
del suspenso y el desenlace».
La frase de Kohan señala otro punto de contacto. Empieza a llover a
cubetazos y Yushimito menciona el «clima inestable de aquí»; Gabriela ve
sucederse «todos los climas y los microclimas posibles» en el corto lapso
de una charla; para Adriana Lunardi las nubes tienen la naturaleza indecisa
de quienes quieren expresarse, se contraen y desdoblan en un infinito
trabajo de parto, su carácter es susceptible, voluble, efímero; Kohan dice
que el cielo jamás se queda quieto ni permanece igual a sí mismo; en el
transcurso de un día, Rey Rosa describe un cielo que primero es azul,
luego se pone plomizo y rezuma una llovizna finísima y helada, para luego
despejarse y volverse soleado; Inés Bortagaray divide el día en fases que
abarcan todo el espectro posible; Sebastià Jovani dice que no hay
estaciones y sin embargo todas implosionan en la ciudad.
También es una ciudad de libros, bibliotecas, librerías. Para no abusar
de las enumeraciones, diré que nos visitaron doce bibliómanos, y que los
anfitriones no somos menos afectos a ello. En todos los textos se
encuentran títulos de libros, fragmentos de poemas, citas, referencias a
propósito de libros encontrados aquí y allá. En dos casos son un tema
central: la crónica de Rodrigo Rey Rosa, en el contexto de su experiencia
con las bibliotecas, se ocupa en extenso de las bogotanas; Miguel
Manrique, en agradecido homenaje a un proveedor constante de sus
anaqueles, relata la historia de la librería Lerner.
Hay que decir que la mirada ajena, fresca, de quien viene de afuera,
resalta ciertas cosas que son más borrosas para quien vive ahí mismo. Bien
decía Borges en El escritor argentino y la tradición que, según Gibbons,
�en el Alcorán no hay camellos, y que esa ausencia es suficiente para
probar que se trata de un texto árabe. El clima, los cerros, la resonancia de
ciertos giros idiomáticos… de ello no se ocupan Pilar Quintana ni Miguel
Manrique ni Ricardo Silva. Ellos cuentan desde dentro, están más
involucrados con una historia íntima de la ciudad. No escriben un
momento sino un lapso largo de tiempo, décadas enteras. En esta antología
ellos llevan los estandartes de la memoria.
Con acentos europeos, caribeños, andinos y australes, desde lo pop hasta
lo clásico, del centro a la periferia, de las radiografías sociales a las
reflexiones íntimas, de la ficción a la crónica, pasando por el cómic y el
relato infantil, sus voces dialogaron con la compleja realidad de esta
ciudad inabarcable, pero que sin duda en estos textos ha sido contada una
vez más.
A N TO N I O G A R C Í A Á N G EL
��CARLOS YUSHI M I TO DEL VALLE
( LI MA , 1 9 7 7 )
Foto: © Alberto Sierra.
Ha publicado los libros de cuentos El mago (2004), Las islas (2006), Lecciones para un niño
que llega tarde (2011) y próximamente Los bosques tienen sus propias puertas (2013).
Algunas de sus historias han sido traducidas al inglés, portugués y francés, y publicadas en
antologías y revistas, entre ellas Granta, The Asian American Literary Review, Alba París y
Hueso Húmero. Estudia un doctorado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Brown,
EE. U U . , donde actualmente reside. Su apellido viene de un abuelo japonés. Se declara
fanático de Brasil, de su música popular, del Bossa Nova y de autores como Clarice
Lispector y João Guimarães Rosa.
�N.N.
SI EN D O N I Ñ O ME CO N TA RO N ESTA H I STO RI A que tal vez les interese oír.
Un día, las naciones del mundo entero se reunieron con el fin de celebrar
algo parecido a unas Olimpiadas de los himnos nacionales. Varios jueces
imparciales —yo los imaginaba con bigotes de próceres, no me pregunten
por qué— pasaron días y noches escuchando bandas y orquestas, marchas
militares y poemas líricos, y debatiendo acerca de cuál sería, en su
opinión, el más hermoso de todos. Finalmente premiaron a La Marsellesa
y otorgaron el segundo lugar a The Star-Spangled Banner (que en español
sería algo así como El estandarte reluciente de estrellas), el himno
nacional de los Estados Unidos. Daba el caso de que en esta versión que
conocía todo niño limeño —hoy adulto— de mi generación, el himno de
Perú quedaba en tercer lugar. Y entonces uno cantaba en la escuela,
hinchado el pecho con el brío solo comparable al que hoy en día nos
inflama el ego digestivo de nuestra gastronomía, y animado en esa ingenua
creencia, terminaba por convertirlo en un hecho tan honesto como lo fue
en su momento la capitulación del virrey De la Serna en las pampas de
Ayacucho.
***
Pues bien: los años pasan. Estamos ahora en Bogotá bebiéndonos unas
tazas de té en el café Florida con mi amigo Juan. Le cuento esta historia y
él me deja contársela, sin interrumpirme, hasta que llegamos al final.
«Supongo que el tercer lugar se lo habrán dado luego a los hijueputas
gringos», afirma decidido, luego de aquilatar un rato mi historia. No puedo
más que preguntarle por qué. «Porque hasta donde tengo recuerdo el
segundo lugar se lo dieron a Colombia».
***
Se me arrima ahora este pensamiento. Hay ciudades con las que uno se
mimetiza a tal punto que, al recordarlas, acaba confundiendo en ellas los
�recuerdos previos: es una poderosa combinatoria de proximidad,
identificación y pereza. Lo primero, más que a la distancia, se lo debemos
a nuestro propio mapa de afectos; lo segundo al de las costumbres o
geografías de los lugares comunes. Pero entre las urbes latinoamericanas,
sobre todo entre las grandes que se constituyen en cabezas inevitables de
nuestras naciones, estas fronteras sobre las que cruza nuestra experiencia
se hacen particularmente vagas, fantasmagóricas; no simplemente
referentes vacíos o por llenar, como pueden serlo para la cabeza de un
extranjero absoluto (el habitante de Mordor: el de los idiomas a los que
somos impermeables), sino un espacio lineal, como una soga tensa, sobre
la que nos vemos obligados a hacer equilibrio entre lo familiar que
reconocemos y, al mismo tiempo, se nos hace extraño.
***
Los psicólogos sociales tienen un término adecuado para dicha tensión. La
llaman: «Disonancia cognitiva», y, en pocas palabras, describe la
incomodidad que sufre nuestra mente ante el conflicto de ideas opuestas y
simultáneas; una especie de desarmonía interior. Álvaro Enrigue, escritor
mexicano, ha descrito esta ambigüedad con un ejemplo brillante. Para él,
ver Lima por primera vez, viniendo desde México D . F. fue como escuchar
hablar a alguien en portugués. De cerca, sea debido a la pereza o a la
modorra que ocasionan las vecindades sonoras, el portugués nos hace
pensar que todo lo dicho nos es accesible; pero luego de un rato de no
entender, nos sobreviene una sensación abrumadora de incomodidad y
doble extrañeza. Para mí, nada describe mejor el efecto de los encuentros
de lo «latinoamericano» que ese ruido impreciso. La familiaridad y el
desconcierto equilibrándose en los detalles de las diferencias.
***
Diez días después de caminar por Bogotá he anotado cinco memorias de
mis disonancias en esta libreta:
a) Identifico la sencillez de la gente con una familiaridad que me
impresiona. Por citar un ejemplo, una señora amorosísima que
sirve el menú del día en Calle 30, me trae recuerdos de los tiempos
en que yo vivía en Lima y mis relaciones sociales no se veían
expuestas a esa fría violencia hipersonriente a la que me enfrentan,
hoy en día, los restaurantes gringos. Entonces, en algún momento,
�esa misma señora amable me dice: «Su merced». Y por alguna
razón, nace en mí un terrible desconcierto.
b) Lo mismo me ocurre cuando, tres días después, cierro la puerta de
un taxi con demasiada fuerza (con la misma fuerza que uso, por
cierto, en el resto del mundo) y el taxista me invita a salir del
carro, indignado pero con una amabilidad tan imperturbable, que,
una vez en la calle, solo puede generar admiración.
c) La migración que cambió Bogotá —al igual que Lima, una ciudad
nacional centrípeta—, delinea sus hábitos comerciales y no tiene
pudor en inundar con ellos, entre otras, a esa larga avenida llamada
carrera séptima. Su vibración, su desorden, su tumultuosa
dinámica, me recuerdan al Jirón de la Unión o a algunas calles de
Miraflores. Siento que hay ahí, en esa mezcla arbitraria de mis
referentes autóctonos, algo que también se le escapa al aparente
orden de la estratificación local.
c.1) La descripción sobre la organización social por estratos de
Bogotá no ha hecho más que recordarme que la economía del suelo
no deja de acosarnos hasta el día que lo habitamos directamente.
Prueba de esto último es el cementerio (como luego comprobaré).
d) Mi cerebro asocia el idioma a mis recuerdos; no puedo evitarlo:
hace casi seis años que vivo en inglés. Como consecuencia de lo
anterior, alguna zona de mi hemisferio afectivo se enciende:
edificios grises, polvo, graffitis, niños mendicantes, oficios
callejeros (un hombre que vende folletos sobre el origen de los
números), malabaristas junto a los semáforos, pollerías injertas en
una iglesia. Pero, de pronto, lo discrepante: empieza a llover a
cubetazos o miro el cerco verde de las altas montañas que le
crecen al oriente. Y el paisaje no es ya el de mi desierto; ni el
clima inestable de aquí, mi consistente cielo, seco y gris. Hay una
inexactitud en el programa. Mi cerebro se reinicia.
***
Pero hay mucho más que disonancias que parten de las entonaciones, la
vigencia de ciertos arcaísmos o las superficies urbanas. Algo que tiene
apariencia de ser estructural, hábitos de negociación subcutáneos y que yo,
por lo pronto, solo puedo ejemplificar con lo que llamaré aquí «la afición
bogotana por despertar el terror ajeno». Se trata de un terror acogedor que
�hace recordar las historias que cuentan las abuelas sobre fantasmas y
aparecidos. De ello nace, sobre el visitante, una tensión pasajera: no la
reacción habitual del pánico, sino la evidencia de que sobre esa excesiva
información se está levantando la barrera de un tierno orgullo hospitalario
o una complicidad honrada. Debo tal vez explicarme mejor. Exponer al
visitante a un catálogo de las desgracias posibles, a un inacabable
inventario de terrores estadísticos y leyendas urbanas (secuestros al paso,
estafas, robos a mano de carteristas, muerte violenta, violación, cortes de
cabello involuntario, etc.), no tiene otro fin que familiarizar, protegiendo.
Ciertamente, no parece haber nada más divertido que decir o hacer cosas
inapropiadas mientras el otro almuerza, por ejemplo (enseñarle, al que se
está llevando el tenedor a la boca, una foto del chigüiro que se está
comiendo). Acceder a la rutina de esa ingeniosa red de taxis satelitales —
que incluso es capaz de mostrarte en vivo la ruta del taxista, su nombre e
incluso su fotografía— y depender de ella para moverte en la ciudad, me
pone sobre alerta ante ese último efecto liberador que tiene la protección:
intuir que, tal vez, en la negociación social con lo latinoamericano, el
miedo nos une.
***
Colombia: 4,3 millones de desplazados. 42.000 desaparecidos. 250.000
muertos en poco más de 25 años. Perú: 23.969 muertos y desaparecidos
reportados. Estimación de muertos totales: 69.280. Más de 150.000
desplazados en poco menos de 20. He ahí otra disonancia: las Olimpiadas
de los himnos nacionales también podrían ser las de nuestras desgracias.
¿Quién ocupa el lugar de privilegio entre las estadísticas de los
desplazados, los muertos, la corrupción y la violencia? ¿Qué familiaridad
en el miedo nos une también en el recuento de nuestras propias historias
nacionales del horror?
***
Existe en Lima un monumento dedicado a recordar a las víctimas de dos
décadas de violencia política. Se llama «El ojo que llora» y, cada cierto
tiempo, es dañada por el descrédito de un sector de la sociedad peruana o
por el más abierto vandalismo. El informe de la Comisión de la Verdad y
la Reconciliación que detalló los crímenes terroristas, paramilitares y las
responsabilidades políticas de tres gobiernos, diez años después apenas ha
impactado a la población de la ciudad. Indiferentes o cínicos, los sucesivos
�gobiernos —muchos reelectos o ahora en la oposición—, y con ellos la
mayoría de ciudadanos, decidieron echarle tierra al horror, en un proceso
amnésico a favor del desarrollo nacional. «Hoy el Perú va bien». Y ese
monumento es la condensación de un cementerio masivo de apenas 1.500
metros cuadrados.
***
Aquí, en Bogotá, Gabriela Alemán me comentó que habían hecho lo
contrario: un cementerio transformado en monumento. La obra de Beatriz
González —cuatro columbarios convertidos en una gran instalación de
arte— se ubica delante del Parque de la Reconciliación y del todavía no
del todo activo Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Contiguo al
Cementerio Central, la zona occidental es un espacio antes destinado a
almacenar cuerpos temporales que cada siete años eran extraídos para que
las bóvedas fueran ocupadas por otros. Hoy en día sobre las tapas de estas
estructuras de hormigón se han pintado imágenes que simbólicamente nos
hablan de los muertos que la sociedad carga consigo: trazadas con tinta
negra, las imágenes de los cadáveres son transportadas de diferentes
modos (en hamacas o guandos), con el fin de recordarle a los bogotanos,
no solo la violencia de su historia reciente, sino también a las personas que
todavía están recorriendo Colombia en busca de sus familiares
desaparecidos.
***
Algo que nos preguntábamos Gabriela y yo, el día que fuimos a conocer el
Cementerio Central, era dónde habrían acabado los restos que fueron
removidos de esas bóvedas. Salvo tal vez por algún funcionario a cargo,
tal parece que nadie sabe con exactitud dónde fueron a parar esos huesos
doblemente despojados de carne e identidad. Supongo que a partir de esa
interpelación nació también el proyecto: los restos de hombres y mujeres
pobres a quienes corresponde a veces ese nombre único de N . N . no poseen
ni siquiera lo que un cementerio asegura (un espacio donde descansar) y se
les condena a esa otra itinerancia indigna, lejos de la ciudadanía de la
tierra. Porque ocurre que solo los cementerios (a pesar de los sueños de las
autocracias) están hechos para perdurar. O eso es lo que esperamos que
ellos hagan. Lo contrario contradice la fe en la muerte, que es mucho más
fuerte que la que dedicamos, por lo visto, a la vida.
�***
El mismo psicólogo León Festinger, que introdujo el concepto de la
«Disonancia cognitiva», elaboró una teoría que describía cómo los seres
humanos a menudo logramos resolver dicha tensión. Lo ejemplificó con la
fábula de la zorra y las uvas. La zorra quiere comerse unas uvas que
cuelgan de una rama muy alta, pero al no ser capaz de alcanzarlas,
continúa su viaje y afirma que no están maduras. Nuestra mente funciona
igual: frente a todo conflicto de opuestos tendemos naturalmente a
inventarnos ideas o creencias que reparen nuestra armonía interna. A
nuestra resistencia a matar la domesticamos, por ejemplo, con la idea del
buen morir por el amor a ciertos ideales como la patria. A nuestros
muertos anónimos los convertimos en monumentos. Y nosotros, a pesar de
nuestras diferencias, nos llamamos latinoamericanos.
***
Algo que me gusta del Cementerio Central de Bogotá es que se trata de un
lugar vacío de ostentación, que trasmite incluso una pacífica atmósfera
rural, lejana a la idea monumental de las necrópolis. Si pudiera
compararlo con un museo, no sería, por ejemplo, el salón de trofeos
visiblemente agresivo al que pertenecen las galerías exhibicionistas del
estilo del Louvre (digamos, algo más parecido al cementerio de La
Recoleta en Buenos Aires). Sería más bien un espacio doméstico, un lugar
de extensión mediana, con piezas orgánicas, colecciones sanguíneas,
heredadas o adquiridas en la legalidad y por lo tanto meritorias, de
distribución amable: algo tal vez más parecido al Museo del Prado de
Madrid.
***
Uno se encuentra aquí, entrando por la fachada de la Calle 26, en dirección
a la capilla, el mausoleo del divino José Asunción Silva y su hermana
Elvira. Nada más conmovedor que hallar ambos cuerpos ahora juntos, en
ese descanso alto que los parapeta de las maledicencias que molestaron en
vida su amorosa relación fraternal: «Y los dos nos miramos y sonreímos».
Es conocido que la infeliz vida de Silva terminó cuando resolvió
dispararse apuntando al círculo que un amigo médico, Juan Evangelista, le
había pintado en el pecho, a la altura del corazón. El destino no fue
piadoso con él. Prueba de ello es que la habitación en la que se suicidó es
hoy una oficina burocrática de la calle 12C #3-41. Acto agresivo contra el
�Señor, sus pecaminosos restos estuvieron apartados en un columbario más,
cerca de los basurales; y por algún tiempo, no muy lejos de convertirse, al
igual que su novela y otras de sus maravillosas herencias, en los despojos
de un N . N . comido por la cal y el desinterés.
***
Algo digno de atención sobre este cementerio, es que tal vez se trate del
espacio de tierra con más presidentes constitucionales por metro cuadrado
bajo ella, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que Colombia
posee el mérito de haber tenido tres presidentes en un mismo día. Pero a la
observación de esta otra instalación, ubicada en el camellón central del
predio y a la cual ha venido en llamarse «el pasillo de los expresidentes»,
le nace otra disonancia y esta vez supongo que es natural que así sea, dado
que ver presidentes y líderes políticos no conmueve tanto la sensibilidad
de un extranjero. Los mausoleos de próceres como Santander, presidentes
como Virgilio Barco o líderes populares como Luis Carlos Galán, pasaron
delante de mí como lo harían viejos restos de la antigua Roma: solemnes,
respetados, glaciales. Lo que también, por otra parte, es natural: toda
historia oficial, vista fríamente en la distancia, es lo más cercano que
tenemos a un cementerio o a un museo.
***
El día que lo visité, encontré en el cementerio a un hombre que le hablaba
al oído a «El Sordo», la estatua con color de cerveza que adorna la tumba
de Leo Kopp, el milagroso empresario alemán que fundó Bavaria. También
fue un viajero con una buena historia que contar, aunque ahora, según
parece, a lo que se dedica es sobre todo a escucharlas. Me acerqué
sigilosamente como antes lo había hecho con Garavito y las niñas Bodmer;
pero este, en especial, impresionó mi lado supersticioso con algo que los
demás santos informales no alcanzaron a proyectarme, tal vez una
devoción de hondas raíces obreras, algo en lo que tal vez yo todavía creo.
Debido a ello, mi gesto indeciso no habrá parecido lo suficientemente
intimidante como para desviar a mi rival de sus asuntos milagreros, por lo
que, al contrario de lo que yo pretendía, se animó a arrimársele todavía un
poco más al oído y no se movió de allí.
***
�Solo tuve una intuición breve, pero suficiente, mientras lo miraba
susurrar: puede que ese arranque de franqueza solo se le pareciera
demasiado al modo como los solitarios le hablan, en todas partes del
mundo, a un barman que les sirve una cerveza en la barra. Pero esto debe
ser también verdad: Latinoamérica tal vez sea el último lugar del mundo
en donde todavía a esa borrachera, que parece capaz de librarnos de todo
lo que nos rodea, la seguimos llamando milagro.
�G ABRI ELA ALEM ÁN
( RÍ O D E J A N EI RO , 1 9 6 8 )
Foto: © Alberto Sierra.
Ecuatoriana, exjugadora de basquetbol profesional, periodista y escritora. Estudió Literatura
en la Universidad Andina Simón Bolívar, doctorándose en la Universidad Tulane de Nueva
Orleáns, y diplomada en traducción por la Universidad de Cambridge. Sus libros, sin eludir
las cuestiones locales, inscriben a Ecuador en la cultura universal. Ha colaborado en revistas
especializadas de Argentina, España, Japón, Portugal y Ecuador. En 1993 representó a
Ecuador en el Encuentro de Jóvenes Escritores, organizado por el I N J U V E (Literatura y
compromiso) celebrado en Mollina, España. Ha publicado entrevistas y artículos en las
revistas Cultura y Eskeletra de Quito. Ha publicado seis libros de ficción, entre ellos Body
Time (Planeta, 2003); Poso Wells (Aristas Martínez, 2012) y Álbum de familia (Panamericana,
2011). En 2007 fue seleccionada por el Hay Festival entre los 39 escritores menores de 39
años más destacados de Latinoamérica.
�ME RCU RI O
S O BRE MA D E RA
RYA N A G A RRÓ EL REBO TE y le pasó el balón a Johnson que, con dos
movimientos de brazos, cruzó la cancha, se deslizó entre los defensas e
hizo una finta que lo colocó entre Gómez y el aro; con los músculos del
estómago se impulsó, inclinó la silla hacia atrás, apuntó y encestó. Luego
vino la caída más aparatosa de la tarde: el grupo de hombres que lo había
cercado se abrió para dirigirse al aro contrario y el ímpetu que lo llevó a
recostarse para apuntar, terminó con la gravedad haciendo su trabajo. Cayó
de espaldas mientras los otros nueve hombres cruzaban la línea de la
media cancha. Mi mandíbula también cayó, fue como si Jordan estuviera
tirado en el suelo con un calambre y nadie le ofreciera ayuda. «Parece una
tortuga boca arriba», escuché por mi oído izquierdo. Era Gómez Bajarrés,
confirmando por enésima vez, que algo en su cerebro no funcionaba. «¿No
podés ver los balleneros acercándose? ¿No ves sus arpones y cuchillos?»
Ni siquiera intenté responderle. «Nde, ¿no eras ecuatoriana? ¿No sabés
nada de las Islas Encantadas?» Dejé de mirarlo y regresé a la cancha, el
partido se había reanudado y los argentinos tenían la posesión. Estados
Unidos hacía presión de cancha entera; Berdún, uno de los mayores
encestadores del campeonato, tenía a dos hombres encima y, al ver al
hombre libre, le pasó el balón. Villafane estaba cerca de la línea de tres
puntos, tenía un solo brazo y no tenía marca. Apuntó y cuando su hombre
se le vino encima en diagonal, soltó el balón, con los ojos todavía sobre el
aro. La bola entró, el árbitro pitó foul y yo salté del asiento. Se sentía
como una final de básquet, era una final de básquet y luego estaba Gómez
Bajarrés. «¿Cómo creés que se baña?». El número ocho, Gustavo
Villafane, el único jugador con un solo brazo del torneo, estaba por
terminar una jugada de cuatro puntos contra Estados Unidos en la final de
la Sexta Copa América de Baloncesto en Silla de Ruedas, y Bajarrés
continuaba siendo Bajarrés. Por suerte se desentendió de mí cuando
descubrió a un tipo con buzo blanco, peinado ochentero, y parches con los
�colores de Colombia pegados a su ropa. Mientras Villafane lanzaba el tiro
libre el hombre comenzó a explicarle por qué el coliseo estaba del lado de
Estados Unidos y pifiaba al titán de un solo brazo a pesar de que Argentina
iba dieciséis puntos abajo. Solo una niña de ocho años, sentada detrás de
mí, y yo íbamos por los perdedores. Villafane falló y entonces Cristián
Gómez agarró el rebote, metió el brazo bajo un defensa y con la fuerza de
su muñeca levantó la pelota y encestó. Cuando me paré para aplaudir vi
que Gómez Bajarrés asentía y pasaba una mano por su quijada. La
explicación que yo no había escuchado parecía haberle convencido.
Todos los seleccionados de los equipos participantes en la Copa
América estaban hospedados en el Hotel Tequendama. Canadá venía a
defender su título y de los nueve países, los cuatro que quedaran finalistas
irían al Mundial en Corea en el 2014. Pero si el campeonato prometía, las
sillas de ruedas intimidaban. Pensé en acercarme varias veces pero,
dependiendo de la hora en que bajaba en la mañana, los equipos estaban
trazando estrategia en el lobby o desayunando juntos en el Salón Rojo.
Tenían tomado el Tequendama, doce jugadores por equipo más cuatro
técnicos por país, sumaban cerca de ciento cincuenta personas. Piensen en
racimos de heptágonos regados por los bajos del hotel formando pequeñas
fortalezas infranqueables de sillas de ruedas que había que sortear para
llegar a un expresso. Tenían una energía contagiosa y no era sólo la
adrenalina del juego. Me quedé varias mañanas merodeando por los
sillones, parada detrás de alguna columna tratando de escucharlos. Pero no
me atreví a acercarme del todo, no había un equipo ecuatoriano y tenían la
mente demasiado ocupada en la competencia como para responder a mis
preguntas. No tenía muy claro, además, qué les podía preguntar. ¿Qué se
siente jugar en sillas de ruedas? No, no era eso lo que hubiera querido
saber. Luego de verlos varios días, su otredad (tan marcada por el aparataje
del metal y sus cuerpos) dejó de ser infranqueable, lo que me llamaba
como un imán y también me impedía acercarme era su camaradería.
Luego de sus reuniones en la mañana se agrupaban en distintas partes del
hotel con jugadores de otros equipos para bromear y, en distintas horas del
día, los vi bajar por la rampa que daba a la calle como si descendieran sin
frenos por una montaña rusa. Levantaban los brazos como si hubieran
descubierto instantes antes que habían ganado la lotería, sin ningún temor
de estamparse contra las puertas de vidrio o derrapar. Era como una ola y
yo quería estar dentro de ella. La última vez que había estado en Bogotá,
�en ese mismo hotel, había presenciado una alegría todavía más
desenfrenada. Era el 2009 y la capital era la sede de los Juegos Juveniles
Parapanamericanos y los equipos también se hospedaban en el
Tequendama: todos los setecientos atletas de quince países. Al lado de mi
habitación se quedaban seis muchachos con su supervisor. Gritaron todas
las noches que estuve ahí, los podía escuchar hablando sobre las
competencias, las chicas que habían conocido, los paseos que habían
hecho por la ciudad. Encontré un grupo en Monserrate, caminando con la
boca abierta mientras miraban Bogotá desde el cerro en la cordillera
oriental. Una chica no quitaba los ojos del horizonte, perdida en el mar de
edificios y casas. Cuando la neblina descendió y el paisaje se borró,
comenzó a gritar convencida de que también se disolvería. Cuando eso no
ocurrió, movió los brazos como aspas intentando desaparecer el blanco
para abrirle una ventana al sol. En ese viaje también conocí a Gómez
Bajarrés. Alguien me había dicho que era paraguayo y yo me había
acercado para saludarlo; viví tres años al final de mi adolescencia en su
país y quería conocerlo. No solo me ignoró sino que me traspasó con su
mirada. Lo más extraño fue que tres días después tocó a mi puerta de
madrugada y, cuando entreabrí medio dormida, me dijo que llevaba cinco
días sin dormir, que sus vecinos adolescentes tenían las hormonas
alborotadas y que sus noches colapsaban entre chillidos interminables de
placer sofocado. Estaba fuera de sí. Yo ni sabía que había registrado mi
nombre. Antes que me dijera qué hacía allí, escuchó las risas de mis
vecinos al despertar e hizo una mueca de horror y sin decir nada más se
alejó por el corredor. Cuando bajé me entregaron un libro que había dejado
para mí en recepción, Buenos Aires, humedad. Era extraordinario aunque
su autor sufriera, estaba convencida, de algún grado del síndrome de
Asperger (lo confirmé cuando nos encontramos en Argentina tres años
después). Y ahora volvía él y la misma algarabía, en un tono menos
efervescente, pero tan marcada como entonces.
Llegamos a Kennedy, al suroccidente de la ciudad, cerca de las dos de la
tarde. Iba a tomar un taxi en las afueras del hotel cuando apareció Gómez
Bajarrés, dispuesto a acompañarme. Calculé las posibilidades de entablar
una conversación en el trayecto y entonces le sugerí que fuéramos en
Transmilenio, así tendría algo más que hacer que escuchar el zumbido
molesto de su voz camino a la final del campeonato. Desde la ventana del
bus vi cómo se sucedieron todos los climas y microclimas posibles
�mientras mi acompañante no dejó de hablar de la fiesta de la noche
anterior, donde nos habíamos encontrado. La organización había
contratado a «Los Reyes del Vallenato» para amenizar la despedida de los
equipos participantes y, a la una de la mañana, cuando pasé frente a las
puertas abiertas del Salón Rojo, la fiesta estaba prendida. En el trayecto al
Coliseo Cayetano Cañizares no dejó de preguntarme por qué nadie había
bailado la noche anterior cuando la música era tan buena. Seguí calculando
su grado de autismo, ni siquiera me escuchó cuando le recordé que era un
campeonato en sillas de ruedas. Chispeaba cuando llegamos al coliseo, era
agosto y época de cometas y, a lo lejos, se veía a varias planeando bajo el
cielo gris. Alcanzamos los últimos minutos entre Colombia y México, por
el tercer y cuarto puesto, y me di cuenta que si no comía algo Gómez
Bajarrés y la atmósfera me iban a noquear. Le pregunté si había comido y
como dijo que sí, salí sola a la calle. Le pregunté a un caramelero por un
sitio dónde comer y me señaló uno en la esquina. Era un comedor con
toldo y ventanas de plástico donde varias mesas estrechas miraban hacia
un pequeño televisor que pasaba una serie norteamericana de veinte años
atrás. Compartí mesa con dos desconocidos y, mientras esperaba la
comida, le pregunté a uno de ellos por qué el barrio se llamaba Kennedy.
No supo decirme pero el camarero me escuchó y se lo preguntó al dueño.
Sobre el ruido de la televisión me contó que cuando sus padres se mudaron
John F. Kennedy había visitado Bogotá y que, con créditos de la Alianza
para el Progreso, se había urbanizado el barrio. Después me sirvieron la
mejor mojarra frita de mi vida y en menos de quince minutos estaba de
regreso en el coliseo.
Si el básquetbol es un deporte de contacto que fuerza al cuerpo, el que
se juega sobre silla de ruedas es de una exigencia brutal. No solo se
arrastra una fortaleza por la cancha sino que hay que moverla a gran
velocidad. Una silla puede pesar hasta cuarenta libras y la defensa apuesta
a chocar contra el contrincante siempre que hay un quiebre rápido. A lo
largo de la final se sucedieron las caídas. Daba igual lo aparatosas que
fueran (de espalda, lado o frente), para enderezarse los jugadores
practicaban un protocolo que era una cosa imbuida de gracia que
permanecía flotando en el aire y conducía hacia el futuro: rotaban en
ángulos de cuarenta y cinco grados (en dos movimientos si cayeron de
espalda, en uno si lo hicieron de costado), hasta quedar de frente,
ajustaban las abrazaderas, estiraban los brazos y se incorporaban. Sólo un
�cyborg, con absoluto control sobre el cuerpo y la máquina, podía llevar a
cabo tres movimientos que lo colocaran en vertical sobre la cancha con
tanta elegancia. Las sillas no eran solo sillas relucientes como mercurio.
Eran máquinas de última generación, fabricadas con titanio o aluminio
7000, con un diseño que permitía un deslizamiento y una adhesión segura.
Las sillas tenían a sus costados dos ruedas grandes en ángulos de setenta
grados y, al frente, un aro metálico que sostenía el marco donde
descansaban las extremidades (cruzadas por abrazaderas), que terminaban
en dos pequeñas ruedas. En la parte posterior, otro par le daba estabilidad
a la silla. El ajuste del asiento y su altura dependía de la posición en que se
jugaba y del grado de control muscular y funcionamiento que tuvieran los
jugadores. Por lo demás, se jugaba en una cancha reglamentaria y con un
aro de la misma altura que en el basquetbol regular. Cuando el canadiense
James Nainsmith inventó el básquet, en 1891, solo era un deporte para
ocupar a los universitarios en el invierno, cuando no se podía salir afuera.
En ese entonces lo jugaban unos tipos desmañados y torpes que corrían por
una cancha dribleando una pelota de fútbol hacia una canasta de duraznos.
Podían gastar todo el partido en pasarse la bola, pues no había
impedimento alguno para hacer eso en lugar de lanzar. Pero en 1954,
cuando se inventó el reloj de veinticuatro segundos, nació algo parecido a
lo que existe ahora: un juego rápido, de estrategia, con puntajes altos y con
la defensa como columna vertebral del juego. Y el basquetbol sobre silla
de ruedas que se jugaba en la Sexta Copa América era eso y era más. Era
mercurio deslizándose sobre una superficie de madera y también era ese
mercurio partido e inasible, escapándose fuera de los límites de lo que se
pudiera reconocer. Gracias a las sillas los jugadores podían girar 360°
durante las jugadas y, para romper la defensa, bloquear al atacante
cerrándose como esclusas.
«Perdieron», me dijo Gómez Bajarrés. Miré el reloj y le dije que aún
faltaban dieciséis minutos. «No, no», movió la cabeza, «pifian porque
perdieron». No sabía de qué hablaba. «El público, pifian a los argentinos
porque le ganaron a Colombia ayer y los sacaron del primer y segundo
puesto». Esa era la explicación que me había perdido al principio del
partido; también podía ser que apoyaran a Estados Unidos porque Kennedy
dejó su huella en el barrio y lo hacían por una cuestión histórica pero no se
lo dije. «Nde, están así porque, además, Colombia les ganó en la ronda
preliminar». Seguí sin decir nada y eso le molestó. «Chera’a, no entendés,
�son tan buenos como ellos pero no les pudieron ganar». Sonó un pito y
Esteche fue a la línea. A pesar de que Argentina ahora estaba veintitrés
puntos abajo, el coliseo seguía pifiándolos. Dejó de dirigirse a mí y
murmuró, «la miseria ama la compañía» y después no dijo nada más y,
aunque lo busqué luego del pitazo final, no volví a encontrarlo. Estados
Unidos ganó 61 a 36 y Colombia, México, Argentina y Estados Unidos
clasificaron para el Mundial. Se comenzó a preparar la ceremonia de
clausura y, mientras el coliseo se vaciaba de gente, volvió la energía del
hotel. Bajé hasta la cancha y me paré al lado de un comentarista deportivo
que transmitía en vivo. Hacía un resumen de lo que había sido la Copa
América, mencionó que era la primera vez que tres países
latinoamericanos clasificaban a un Campeonato Mundial y que el año
pasado, en las Paralimpiadas de Londres, Colombia había sido el único
representante continental (dejando fuera a Brasil, Argentina y México) y
que su próxima participación en Corea no era azarosa. Cuatro de sus
jugadores jugaban en ligas europeas y uno en Estados Unidos, y el Festival
de Verano de Bogotá, ahora en su diecisieteava edición, llevaba varios
años invitando a los seleccionados presentes en la Copa a participar de
encuentros amistosos; esa constancia había generado confianza y mejores
resultados en las tablas de clasificación.
Pensé que algo tan reconocible debía sonarme familiar pero no era así.
Había sido jugadora, por eso había ido al partido y había espiado a los
equipos en el Tequendama. Jugué como centro para el Club Olimpia en
Paraguay y en la Liga Cantonal Suiza. Sabía algo de pertenecer a un grupo
pero ese grado de felicidad, no. No me sonaba familiar. Todos los equipos,
tanto los que ganaron y clasificaron como los que perdieron seguían
montados en la ola y la ola no acababa de quebrarse. El comentarista había
obviado algo, no dijo que esos encuentros regulares en la capital habían
creado conexiones y que de esas conexiones habían nacido vínculos de
amistad. Esa era la energía. Eso era lo que corría por el Tequendama y
desbordaba al Cayetano Cañizares: amistad.
Bogotá la albergaba.
�RODRI GO BLANCO CALDERÓN
( CA RA CA S, 1 9 8 1 )
Foto: © Alberto Sierra.
El más joven de nuestros invitados, Rodrigo Blanco es escritor y profesor universitario
(Letras, U CV ). Una de las voces más interesantes de la narrativa venezolana actual. Ha
publicado los libros de cuentos Una larga fila de hombres, Los invencibles y Las rayas. En
2005 obtuvo el premio de autores inéditos de la editorial Monte Ávila, mención cuento. En
2006 ganó el concurso de cuentos del diario El Nacional. En 2007 fue seleccionado para
formar parte del grupo Bogotá 39. En 2010 obtuvo el segundo lugar en el Premio Letras del
Bicentenario, Sor Juana Inés de la Cruz, Mención Cuento, que organiza el Estado de México.
En 2011 fundó, junto a Garcilaso Pumar y Luis Yslas, la editorial Lugar Común. Es
entusiasta lector del escritor Ricardo Piglia.
�MI
P RI ME RA Y Ú LT I MA CE N A
CO N J A I ME G A RZ Ó N
Los fantasmas sí existen,
pero no hay que creer en ellos.
P ED R O G Ó M EZ B A J A R R ÉS
1
Llegué a Bogotá la noche del 4 de agosto de 2013. Dejé las maletas en mi
habitación del Hotel Tequendama y salí con mis anfitriones a comer algo.
Fuimos a un local por La Macarena y no habíamos terminado la primera
cerveza cuando ya estábamos comparando cicatrices.
Empezamos por un balance de los desastres que los huracanes Uribe y
Chávez habían dejado a su paso en nuestros países. Luego, pasamos a una
radiografía más profunda: qué tipo de violencia nos caracterizaba. A pesar
del famoso comienzo de Ana Karenina, era la infelicidad la que nos
permitía reconocernos.
Esa misma noche escuché la historia de Jaime Garzón. La tragedia que
supuso para él ser un comediante mordaz en un país donde los
paramilitares (por mencionar sólo una de las partes del problema) tienen
tanto poder. Al día siguiente, manguareando por Google, vi que mi tercera
visita a Bogotá coincidía con tres fechas importantes: el aniversario 475
de la fundación de la ciudad (6 de agosto de 1583); la conmemoración de
los 194 años de la batalla de Boyacá (7 de agosto de 1819); y los catorce
años del asesinato de Jaime Garzón (13 de agosto de 1999).
De las dos primeras fechas podían encargarse los cronistas y los
historiadores oficiales, o los bogotanos, que son quienes en realidad
pueden medir la relación que guardan con las fechas patrias. De la tercera
fecha sí podía encargarme yo, a mi manera. De ladito, como quien quiere
olvidarse de algo y no puede. Ahora, desde la tranquilidad de una
biblioteca universitaria del Midwest norteamericano, puedo decir que esa
�semana estuve silenciosamente a la espera del 13 de agosto (yo me
marchaba el 14), como si ese hubiera sido el lapso prometido para alguna
especie de revelación.
Al día siguiente, caminando por el trecho en que la carrera séptima se
vuelve peatonal, junto a un puesto de chucherías, veo a una señora que
también vende retratos. Sólo hay tres: Jorge Eliécer Gaitán, Andrea
Echeverri y Jaime Garzón.
Los Aterciopelados fue uno de mis grupos favoritos en la adolescencia y
Andrea Echeverri un amor platónico que aún me hace suspirar. Días
después pregunto por ella, como si se tratara de una ex. Me cuentan que
está medio volada con el asunto de la ecología, la Pacha Mama y los
chacras.
Gaitán, apellido de sonoridad ya explosiva, es sinónimo de Bogotazo,
que a su vez me remite al Caracazo. Diferentes formas de transformar una
ciudad en una sartén aporreada que llama a la guerra civil.
A pesar de que reconozco su rostro, que me recuerda al de Héctor
Lavoe, le pregunto a la señora:
—¿Quién ese señor, que lo veo en todas partes?
—Ay, ese es Jaime Garzón.
Y comienza a contarme la historia. Al principio, duda. Se le confunden
las fechas y los culpables. Luego escucho las líneas generales de la trama,
que ya conozco, pero la señora remata:
—Aquello fue como un segundo Bogotazo. Todo el mundo salió a la
calle a protestar.
A Gaitán lo mataron el 9 de abril de 1948, a la salida de un edificio que
no queda muy lejos de donde estoy con la señora, según me enteraré
después al ver la placa conmemorativa. La señora se ve llevada por la
vida, es cierto, pero no como para tener 65 años. ¿Puede, en verdad,
recordar el Bogotazo? Después de todo lo que significó y aunque no lo
hayan vivido, ¿hay alguna manera de que algún colombiano no lo
recuerde?
Al final, le compro unos chicles, le doy las gracias y sigo mi camino.
Empiezo a pensar que Carlos Yushimito tiene razón, que los fantasmas sí
existen.
2
�El Hotel Tequendama da miedo. Es elegante, lujoso en sus áreas comunes
y nos recuerda al de El resplandor. En los largos y fríos pasillos que
conducen a los restaurantes, hay fotos de épocas pasadas y de huéspedes
famosos, pero en ninguna aparece Jack Nicholson.
Carlos Yushimito, A . K . A «Yushi», está en su elemento. Se ha impuesto
la tarea de ser un «detective paranormal». Cada mañana, armado de
noticias escuetas y rumores, sale a la busca de los fantasmas de la ciudad.
Al principio, todos nos reímos de estas ocurrencias, pero lo cierto es que
pronto estaremos hablando a cada rato de fantasmas. Gabriela Alemán
llegará a ver uno, en el cuarto de la lencería. Yo sólo llegaré a ver cómo el
aire de algunos sucesos más o menos lejanos amenazan con materializarse.
Pero no pasaré de enlazar uno que otro rasgo común, un rostro anodino en
una nube que se vuelve amenazante.
Los hombres en sillas de ruedas, por ejemplo.
Esa semana, el Tequendama hospeda a las selecciones nacionales de los
países que están compitiendo en la V I Copa América de Baloncesto en
silla de ruedas. Al principio, me agrada ver el lobby copado a ciertas horas
por los jugadores, especie de X-Men, mitad hombre mitad titanio, que
supieron evolucionar junto con sus cuerpos. Sin embargo, con el paso de
los días, empezaré a sentir cierta inquietud.
En la portada de El Espectador leo la denuncia de personas que han
quedado en sillas de ruedas por culpa de algún conductor borracho. Las
víctimas y sus familias piden al presidente Santos que tome medidas más
enérgicas contra los culpables. Pienso en mi abuelo Carlos, que estuvo
confinado a una silla de ruedas desde los 27 años hasta el final de su vida.
La verdad, no sé por qué pienso en él, pues mi abuelo quedó así por una
enfermedad. Y además fue comisario y hasta sabía manejar un jeep que le
habían adaptado a sus necesidades.
Tiene más sentido que piense en los personajes de La luz difícil, novela
del prodigioso Tomás González que conseguí entre los estantes de esta
bien surtida y culposa biblioteca universitaria de los Estados Unidos. La
novela de González narra la zozobra que provoca Jacobo en su familia: su
decisión de acabar con una vida llena de dolores, después de haber
quedado paralítico por los desmanes de un «barco ebrio». El libro de
Jacobo me hace comprender lo que me azoraba cada vez que veía a los
jugadores en el lobby del hotel: por más encomiable que sea el esfuerzo
actual, lo que sea que pasó en un principio, no debió haber pasado.
�Algo parecido me sucederá cuando indague sobre los grafitis que ahora
adornan los túneles, las paredes y los recodos de Bogotá. No me llamará
tanto la atención la estética de los trabajos, ni la incorporación del grafiti a
la arquitectura de la ciudad, sino la historia detrás de aquella licencia: la
historia de Diego Felipe Becerra, un grafitero de 16 años que fue asesinado
por un patrullero de la policía metropolitana de Bogotá, el 19 de agosto de
2011.
Al muchacho lo trataron de convertir en un delincuente, lo que agravó el
impacto de este crimen en la sociedad colombiana. La familia, según leí
en periódicos recientes, está pidiendo una indemnización multimillonaria.
Las paredes de Bogotá lucen muy bonitas y los grafiteros de la ciudad
tienen una especie de permiso, de mirada gorda por parte de las
autoridades, que pagaron con sangre. De todas formas, el arreglo no me
cuadra. El grafiti no tiene por qué ser tolerado por el Estado (perdería así
su fuerza contestataria) y el Estado no tiene por qué asesinar a un
muchacho indefenso.
En lo que parece un exceso de simetría, nos enteramos que esa semana,
pero en Miami, otro grafitero colombiano moría asesinado por la policía,
esta vez con un «taser», una pistola de choques eléctricos.
Cada fantasma hala para su lado.
3
No se trata de ser malagradecido y pagarle a la ciudad que te invita en su
aniversario con un relato de puros pesares, pasados y presentes. Es que
narrar la felicidad tiene algo de pornográfico. Por una parte, es el pudor el
que me impide enumerar la cantidad de cosas hermosas que encontré en
este viaje. Por otra, es la envidia. Envidia mala, como toda verdadera
envidia, por la educación en el trato, la buena comida, el sistema de
bibliotecas, proyectos editoriales como los famosos «Libros al Viento»,
hermosas librerías como la del Fondo de Cultura Económica o la
entrañable Casa Tomada, o el simple y nada desdeñable hecho de tener una
mínima fortaleza institucional que frene las dictaduras barnizadas de
democracia del nuevo milenio.
En otras palabras, envidia por ver que Bogotá, mal que bien, tiene todo
lo que no tiene la Caracas «socialista» del siglo X X I .
�También está el hecho de que Pilar Quintana y Toño García nos hicieron
pagar tanta felicidad y tantas atenciones llevándonos al lugar más feo de la
tierra y que queda, todo hay que decirlo, en Bogotá. Se trata de La Cuadra
Picha, o «piche», como decimos en Venezuela para denotar algo rancio,
podrido, anacrónico y desagradable. Aún tengo pesadillas en las que un
enjambre de porteros me obliga a entrar en un antro ofreciéndome cerveza
a dos mil pesos.
Sin embargo, no me arrepiento. Cuando le conté a mis amigos
venezolanos que viven en Bogotá que había ido a la Cuadra Picha, que
ellos sólo conocen de oídas, me miraron con una secreta envidia. Había
conocido una parte sustancial de los bajos fondos, una especie de caverna
de Platón llena de gandules que se bambolean al ritmo de casi todas las
tendencias musicales estruendosas posibles. Una zona de tolerancia, de
desmadre, sobre la cual reposa el orden matutino.
4
El último día en Bogotá, una vez cumplidas las actividades programadas
en diversas librerías y universidades, apenas tuve de tiempo de hacer un
veloz recorrido por las librerías de viejo del centro. Buscaba Jaime
Garzón, el genial impertinente, de Germán Izquierdo, y El palacio sin
máscara, de Germán Castro Caycedo. Resulta que también me había
dejado impresionado la historia de la toma del Palacio de Justicia en 1985.
No conseguí, ni en edición pirata, ninguno de esos libros. De ese último
día de compras nerviosas, sólo me traje, por recomendación expresa de
Antonio García Ángel, una novela de un escritor paraguayo, totalmente
desconocido para mí, que resultó ser una pequeña obra maestra: Buenos
Aires, humedad, de Pedro Gómez Bajarrez.
La novela transcurre, por supuesto, en Buenos Aires y está
protagonizada por un escritor paraguayo que ha ido a parar a esa ciudad
por una razón incierta, que el mismo personaje desconoce pero de la cual
no tiene la más mínima duda. Hay, no obstante, un capítulo especial. Ese
en el que el protagonista, que, por cierto, no tiene nombre, decide escapar
momentáneamente a Bogotá. El escritor llega a Bogotá y se hospeda en el
Hotel Tequendama. Desde el principio, el escritor presiente que algo va a
pasar. Quiero decir, que algo va a pasar en el hotel. Extrañamente, esta
certeza lo lleva a escribir, a romper con la sequía de meses que lo estaba
�conduciendo a la locura. La escritura, en ese sentido, lo salva, pero
también activa un juego de espejos, pues todo lo que escribe empieza a
suceder en la ciudad. Entre otras cosas, el episodio horroroso de la toma
del Palacio de Justicia, hasta en sus más mínimos detalles.
Afortunadamente, el narrador no dice el número de la habitación en que
se hospeda el personaje. Este, asustado por lo que siente que ha provocado,
le entrega su manuscrito a un escritor colombiano que al leerlo, lo
denuncia. Después de un viacrucis burocrático y policial de dos días, el
personaje regresa a Buenos Aires donde lo recibe una delgada llovizna.
Cuando lo leí, entendí la recomendación de Toño García. No se trataba
simplemente de un buen libro. Era una representación de ese sentimiento
que me ganó desde que pisé Bogotá: la ciudad como un vasto sistema de
signos y presagios. No puedo describir, entonces, la perplejidad que sentí
cuando recibí su respuesta a mi entusiasmado email después de la lectura:
Toño no tenía idea de cuál libro le estaba hablando. Claro que recordaba el
título y el autor y el haberlo recomendado, pero la trama que yo resumí no
tenía nada que ver con la novela que él había leído.
Aún sigo pensando que todo fue una broma de Toño. Reviso las páginas
que marqué, subrayo una frase que me puede servir para el texto sobre
Bogotá y busco el colofón del libro. Dice que el libro fue publicado en el
año 1985. Caben dos hipótesis: el libro fue publicado después de los
sucesos de la toma del Palacio (con lo cual Gómez Bajarrez incurriría un
pecado de grosero oportunismo histórico) o el libro fue publicado antes (lo
que sería suficiente, como diría Quiroga, para una noche de insomnio).
5
Regreso al hotel un poco decepcionado. No conseguí lo que buscaba y ese
libro que tengo en las manos aún no me dice nada. Las calles lucen
tranquilas. Me había hecho la macabra ilusión de que el aniversario de la
muerte de Jaime Garzón provocaría algún movimiento entre los
bogotanos. «En la calle no, pero el Twitter está encendido», me comenta
alguien.
Desde la ventana de la habitación veo un autobús lujoso y enorme y una
multitud en caravana. ¿Una marcha por la muerte del comediante? No.
Una procesión festiva en honor a Nairo Quintana, el ciclista colombiano
triunfador en la Vuelta a Burgos. Trato de fotografiar la celebración desde
la ventana, pero la foto sale borrosa. Dejo de preocuparme tanto. Bogotá
está al otro lado del cristal y sus dolores y sus celebraciones me están
�vedadas. A menos que decida dejar de ser un ave de paso y permanecer.
Sólo en ese instante podré exigirle algo a la ciudad, a cualquier ciudad.
Al anochecer comienza la desbandada. Yushi y Tachi son los primeros
en dejar la casa de Pilar Quintana y salir hacia el aeropuerto. A Gabriela
Alemán y a mí nos toca partir al día siguiente. Voy junto con Valentín
Ortiz y su novia a buscar algo de cenar. Gabriela decide irse al hotel a
descansar. ¿O puede ser que se haya quedado desde temprano en el hotel y
no nos haya acompañado a casa de Pilar? Ya no lo recuerdo. Sí recuerdo
que bajamos hasta la misma calle de La Macarena a la que me llevaron la
primera noche en Bogotá.
Entramos a un restaurante llamado «El Patio», escogido como al azar.
—Este era el lugar preferido de Jaime Garzón —me comenta Valentín
cuando nos sentamos.
Detrás de mí hay varios retratos del comediante.
13 de agosto, me digo.
Reviso el menú y de inmediato un plato me llama la atención: «Arroz a
la Garzón (el preferido de Jaime)».
Se sabe que cuando se viaja al país de los muertos no se debe aceptar
ninguna comida. Un solo bocado y ya queda uno atrapado para siempre.
¿Era esta una invitación del propio Garzón? ¿Era esta su forma de halarme
para fijar en mí su recuerdo de manera indeleble?
Entonces recordé, aunque aún no la había leído, la frase de Gómez
Bajarrez: «Los fantasmas sí existen, pero no hay que creer en ellos».
—¿Ya saben qué van a ordenar? —dijo el mesonero.
—Sí —respondí convencido.
Iowa, septiembre de 2013.
�La Rebeca es un monumento representativo de la ciudad. Fue contratada
por el Ministerio de Obras Públicas a la Marmolería Italiana de Tito Ricci,
por un costo de 500 pesos. Se instaló en 1926 en el desaparecido Parque
Centenario, homónimo del actual, y luego fue trasladada a la calle 26 con
carrera 13. La escultura original tiene en la mano derecha una concha
marina para sacar agua. En nuestro logo de Bogotá Contada lleva un libro.
Al fondo, Monserrate. Foto: © Alberto Sierra.
�RODRI GO REY ROSA
( G U ATEMA LA , 1 9 5 8 )
Foto: © Alberto Sierra.
Después de abandonar la carrera de Medicina en su país, residió en Nueva York (donde
estudió Cine) y en Tánger. En su primer viaje a Marruecos, en 1980, conoció a Paul Bowles,
quien tradujo sus tres primeras obras al inglés. Entre sus novelas y relatos destacan El
cuchillo del mendigo; El agua quieta (1992), Cárcel de árboles (1992), Lo que soñó
Sebastián (1994), El cojo bueno (1995), Que me maten si… (1996), Ningún lugar sagrado
(1998), La orilla africana (1999), Piedras encantadas (2001), Caballeriza (2006), El
material humano (2009), Severina (2011), Los Sordos (2012). Ha sido traductor de Paul
Bowles, Norman Lewis, Paul Léautaud y François Augiéras. Su obra le ha valido el Premio
Nacional de Literatura de Guatemala Miguel Ángel Asturias en 2004. Ese mismo año llevó al
cine, dirigida por él mismo, su obra Lo que soñó Sebastián.
Su obra destaca por el manejo del lenguaje que auna dos cualidades: economía y
precisión, generando una escritura austera. De ella dijo Roberto Bolaño: «Leerlo es aprender
a escribir y también es una invitación al puro placer de dejarse arrastrar por historias
siniestras o fantásticas». Sus tramas están atravesadas por el suspenso permanente y lo que
algunos llamarían la historia oficial.
�CI TA
E N BO G O T Á
DU RA N TE LO S Q U I N CE A Ñ O S Q U E V I V Í fuera de Guatemala dependí, para
casi todas mis lecturas, de las bibliotecas públicas o de las de mis muy
pocas —pero muy importantes— amistades letradas. En Guatemala la
biblioteca pública es una institución casi extinta. (La Biblioteca Nacional
de Guatemala es un cadáver en lentísimo pero avanzado proceso de
descomposición.) En ese tiempo mi armario y mi biblioteca compartieron
una gran valija, en la que cabían, en la categoría Libros, apenas unos
cuantos volúmenes que me han acompañado desde entonces: las Obras
completas de Borges en la edición Emecé, que yo frecuentaba como
supongo que un alma religiosa frecuentará la Biblia (ningún día sin leer
por lo menos un poema de aquel grueso libro de tapas verdes) y que me
hizo gravitar hacia las bibliotecas de cada ciudad que visitaba en busca de
los autores que citaba o fingía citar Borges; la Gramática de la lengua
castellana de Andrés Bello; el diccionario Vox en la edición prologada por
don Samuel Gili Gaya y Menéndez Pidal, y la colección de cuentos, la
novela o el poemario de turno.
Recuerdo dos o tres bibliotecas de Nueva York, en las que me refugiaba
del excesivo frío o el excesivo calor. La de la novena calle y Las Américas
me deparó el descubrimiento fortuito, en 1980, del curioso libro De lo
sublime de Pseudo Longinus, que fue una influencia importante en mis
primeros ejercicios, aunque me temo que lo entendí muy mal. (Quizá si lo
hubiera entendido menos mal hoy sería otro escritor.) Recuerdo casi tan
bien como esas lecturas el olor de los homeless y los winos que iban allí
tarde tras tarde y se sentaban cerca de los radiadores silbantes o los
grandes ventiladores. (Solía hacer la reflexión de que, si la suerte no me
era propicia, yo bien podría terminar como cualquiera de ellos.) En
Tompkins Square —territorio de pushers, prostutitas y pimps hasta que los
desalojos neoliberales que comenzaron en los noventas convirtieron al
East Village en un vecindario chic— la biblioteca me permitió conocer la
�vida de los misioneros de ciudad, que buscaban adeptos entre los
desplazados y los delincuentes. La gran Biblioteca de la calle 42,
custodiada por sus leones de piedra, era un templo en el que entré muy
pocas veces, tal vez por un curioso sentimiento de culpa ¿o instinto de
conservación? Durante una de mis poquísimas visitas robé, empujado por
una compulsión que aún no llego a explicarme, un pequeño libro que
devolví a la biblioteca años más tarde, por correo. (The Fount of Fiction,
el libro robado, era una curiosa recopilación de mitos griegos que también
fue un influjo importante durante mis primeros años de escritor.) En
Tánger, en busca de las lecturas en español que no podía conseguir en la
pequeña y concentrada biblioteca de Paul Bowles, acudía a la Biblioteca
Española Ramón y Cajal, que en aquel tiempo exhibía en sus vetustos
anaqueles obras casi imposibles de encontrar en bibliotecas mejor
surtidas, como los ocho volúmenes de la Historia de los heterodoxos
españoles de Menéndez Pelayo, la Biblioteca de Autores Españoles, la
colección completa de la Revista de Occidente... La inolvidable, pequeña
biblioteca de la sociedad teosófica de Madrás, un acogedor y reducido
laberinto de libros situado en un chalet a la inglesa en medio del bosque de
palmas y banianos en la costa de Coromandel. Con sus escalinatas en
forma de caracol para alcanzar los anaqueles más altos y su rica colección
de textos esotéricos, tenía algo de borgeana y por eso me parecía que era
perfecta, a excepción de la añosa dama hindú que hacía de bibliotecaria en
el tiempo en que la frecuenté, a finales del año 2000, que no me tenía
mucha confianza y me hacía sentir poco bienvenido. De vez en cuando,
con el pretexto de revisar algún libro en un anaquel en mi proximidad, con
muy poco disimulo soltaba un gas silencioso y mortífero, y luego, con cara
de satisfacción, volvía a su sitio detrás de un pequeño escritorio indio con
adornos de marquetería.
LA PRI MERA V EZ Q U E V I SI TÉ BO G O TÁ , poco después de mi periplo indio,
conocí la Biblioteca Luis Ángel Arango. No recuerdo si llegué allí por mi
cuenta o si fui acompañado por algún delegado de la feria del libro, a la
que había sido invitado. Lo cierto es que el edificio y las instalaciones
interiores —una impresión de mármol y vidrio y silenciosos pasillos de
libros— me deslumbraron. El hecho de que pude encontrar allí todo lo que
iba buscando (y más: asistencia para autodidactos, cabinas de
investigación, pianos para lectores de música, videotecas) me la hizo
�parecer una biblioteca ideal. Me dije a mí mismo, mientras andaba por uno
de sus corredores en pendiente en busca de la salida, que en una ciudad,
por inhóspita y fría que fuera —y en el 2001 Bogotá era inhóspita, por
violenta, y el clima no era muy acogedor— con una biblioteca así sería
posible vivir bien. Volví a visitar Bogotá siete años más tarde, y ya era
otra ciudad: menos violenta, más acogedora. Volví a la gran biblioteca y
volví a pensar que Bogotá, por aquel lugar nada más, podía ser una buena
ciudad para vivir —y tal vez, por qué no, también para lo otro.
DU RA N TE MI Ú LTI MA V I SI TA A BO G O TÁ hice una ronda de las
bibliotecas. Conocí la espectacular Virgilio Barco, curvilínea y luminosa,
diseñada por Rogelio Salmona, y la de El Tunal, que podrá ser un barrio
feo, pero que tiene una hermosa biblioteca, que visitan unas 4.000
personas al día, un lugar donde las madres entretienen gratis a sus niños,
donde un borrachín desocupado puede entrar a burlar la mona o unos
adolescentes inquietos se reúnen alrededor de computadoras y
videojuegos. Lugares como este —pensé mientras la recorría en compañía
de los colegas escritores invitados a dar una charla allí— también pueden
ser un focos de saludable subversión. Los inconformes, los rebeldes sin
causa, los defensores de las causas perdidas, los escritores, en fin, no
podemos desdeñar esa clase de lugares. Así como la memoria y la
imaginación pueden ser subversivas —si llevan a los individuos a
rebelarse contra sí mismos— las bibliotecas, una especie de memoria
colectiva, lo son en similar medida para una ciudad. Nos permiten percibir
la inteligencia (y algunos prejuicios) de otros seres humanos, más o menos
distantes en el tiempo y en el espacio, cuyos rastros han ido acumulando
allí las generaciones.
EN G U ATEMA LA A CA BA BA D E A N U LA RSE la sentencia por genocidio al
general Efraín Ríos Montt, y varios detalles del debate acerca de la palabra
«genocidio» revoloteaban todavía en mi cabeza. Una mañana de lunes, en
el taxi que me había llevado del Chicó —donde me alojaba— a la
Biblioteca del Tintal, en el occidente de Bogotá, yo había oído un
radioreportaje sobre «el Genocidio de la UP». En Guatemala la palabra ha
adquirido un sentido jurídico un poco diferente del que parece tener en
Colombia, y esto me llamó la atención.
�La defensa del exgeneral guatemalteco, sobre todo la defensa que se
llevó a cabo en los medios de comunicación, se había centrado en negar la
figura de genocidio. Aunque parecía indudable que el Estado guatemalteco
era culpable de la muerte de unos doscientos mil civiles —pertenecientes
la mayoría de ellos a algunas de las veintidós etnias mayas del país, y
entre los que había un altísimo porcentaje de niños, mujeres embarazadas
y ancianos— como el motivo de su exterminio fue político, esas matanzas
no podían constituir genocidio —razonaba la inteligencia guatemalteca.
Además, alegaban muchos, los compromisos económicos que contraería el
Estado para con las víctimas, de admitirse la figura de genocidio,
resultarían en la bancarrota del país. Y por lo tanto, era antipatriótico
defender la causa de las víctimas, pese a que, desde luego, las desgracias
humanas que habían ocurrido durante más de tres décadas de conflicto
interno eran lamentables. Pero —advertían— quienes se empeñaban en
buscar culpables y llevar a cabo una venganza, estaban dividiendo de
nuevo al país y serían los culpables de una nueva guerra entre los
guatemaltecos... Aunque la anulación de la sentencia obedeció a una
supuesta violación del «debido proceso», la gran mayoría de los juristas,
los columnistas de opinión y los analistas políticos estaban de acuerdo en
que no era conveniente usar la figura de genocidio.
Después de oír aquel reportaje radiofónico —mientras las
congestionadas calles de Bogotá se desgarraban a izquierda y a derecha y
de vez en cuando entraban por las ventanillas del taxi ráfagas de vallenato
y de salsa o bocinazos y el olor del dióxido de carbono y el aire frío de la
sabana a la altitud de 2.600 metros— me preguntaba: ¿En qué consistirían
las diferencias de interpretación acerca del más grave de los crímenes en
los dos países latinoamericanos con las guerras intestinas más prolongadas
y cruentas del continente, países que, por tantas otras cosas (bibliotecas
aparte), me parecían tan similares entre sí?
Al bajar del taxi el día era otro; el azul había desaparecido, y de una
panza de burro color plomo rezumaba una llovizna finísima y helada. La
imponente, blanca biblioteca Zapata Olivella (obra de Daniel Bermúdez, y
que antiguamente funcionó como planta de tratamiento de basuras), para
mi sorpresa, estaba cerrada: los lunes por la mañana no atienden al
público, me dijo una muchacha que parecía estar a la espera de alguien
cerca de la entrada. Decidí buscar una parada del Transmilenio para
dirigirme al Centro. Había algo de británico, pensé, en el orden que la
�gente observaba en la estación. Una mujer policía con su chaleco
fosforescente me indicó qué bus tomar y dónde trasbordar para llegar al
barrio de La Candelaria, que está al pie de los abruptos, boscosos cerros
orientales. Después de viajar un rato distraídamente escuchando diálogos
en distintos acentos colombianos, mientras veía estampas urbanas que
muchas veces recordaban la ciudad de Guatemala, tuve que preguntar a mi
compañero de asiento dónde podían leerse los nombres de las estaciones
—aunque eran anunciadas por un altoparlante con una voz aflautada de
viejecito pastuso: Banderas y Mandalay; Marsella y Pradera... El
caballero de traje completo y bigotito que viajaba a mi lado señaló a mi
izquierda, y vi por la ventanilla del bus que allí, frente a mis ojos un poco
miopes, esmerilado en la transparente pared de vidrio de la estación,
estaba el nombre que yo había estado buscando en vano: Jiménez.
Salí de la estación y, en lugar de hacer el trasbordo, preferí ir andando
hasta el barrio de La Candelaria, donde está la Luis Ángel Arango, que
quería visitar una vez más. De nuevo, por las calles bullentes con ventas
de ropa, de electrónicos y de piñatas me pareció que Guatemala y Bogotá
eran ciudades hermanas. En cualquier caso, fuera de la hipoxia, que me
hacía suspirar de vez en cuando, no me sentí como un extraño, y al cabo de
una media hora corta estaba a las puertas de la gran biblioteca.
Franqueados los cancerberos que guardan la entrada (las bibliotecas son
espejos del universo, dijo alguien) en las bibliotecas bogotanas que he
tenido la suerte de visitar siempre están los ángeles, dispuestos a guiarte
en tu viaje por el laberinto de los libros. Con la ayuda de uno de estos me
sumergí durante algún tiempo en los archivos, que son como las entrañas
de las bibliotecas. De la biblioteca general pasé al archivo de ciencias
jurídicas y de ahí a la hemeroteca. No hay más que dos entradas para la
palabra en cuestión, comprobé. Una se refiere a la aprobación de la ley
contra el genocidio en la constitución colombiana, que data de 1959. La
otra se titula: «Los delitos de lesa humanidad no prescriben. Una norma de
carácter internacional puede ser tenida en cuenta para tipificar el delito de
genocidio», y es del 2010.
Para muchos expertos guatemaltecos la oración «El genocidio es un
delito internacional que comprende cualquiera de los actos con la
intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico,
racial o religioso como tal» obsta para que las matanzas de guatemaltecos
durante el conflicto interno, por causas confesadamente políticas, fueran
�motivo para enjuiciar a nuestro exgeneral, acusado por la fiscalía como
responsable de una campaña de exterminio que eliminó al 33,61 por ciento
de la etnia maya-ixil —en el noroccidente de Guatemala— que en ese
entonces sumaba unas 85.000 personas. Los jueces colombianos tenían
otra querencia al leer la misma frase; enfrentados con otro caso de
exterminio humano programado, ellos llegaban a estas conclusiones:
Se ha dicho hasta el momento [13 de mayo del 2010] que el crimen de genocidio se
hizo positivo a nivel internacional con la suscripción y entrada en vigor [en 1948] de la
Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio, en el cual se
consagran unas razones por las cuales el mismo se puede cometer; esto es: «con la
intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o
religioso», pero no se estableció la pertenencia a un grupo ‘político’, razón por la cual
se presenta, en principio, un grave impedimento para predicar la existencia de un
genocidio cuando el mismo se comete con la intención de atacar un grupo o a un
miembro del mismo con dichas calidades o por la pertenencia a aquel […] Al respecto
deben recordarse las reglas de interpretación de los tratados internacionales
consagradas en la Convención de Viena de 1969 […] donde se estableció que los
tratados internacionales constituyen los parámetros generales y mínimos de protección
de los derechos y de los principios de derecho internacional, los cuales deben ser
desarrollados de forma específica por cada uno de los Estados, lo que no es óbice para
ampliar el umbral de aplicación cuando, de forma general, se cumplen todos los
requisitos que en dichos tratados y convenios se han determinado...
Así, el exterminio de civiles a finales del siglo X X por las fuerzas del
Estado en Colombia, ha sido calificado de genocidio, tomando en cuenta
que:
[...] se trata de un proceso de exterminio de una fuerza política legal [el partido
político Unión Patriótica, 1.163 miembros del cual fueron ejecutados extrajudicialmente
entre 1985 y 1993] en un Estado considerado democrático y en el que se supone la
existencia de una institucionalidad ajustada a las normas de derecho. La perpetración
del genocidio en sí misma pone en duda tal condición democrática y cuestiona
seriamente esa institucionalidad toda vez que las modalidades de persecución utilizadas
han conjugado tanto formas legales —a través de disposiciones de carácter jurídico y
administrativo— como medidas ilegales —«guerra sucia», operaciones encubiertas,
acción paramilitar, etc. [...] Cabe destacar que los graves hechos de persecución se han
llevado a cabo durante un prolongado periodo que abarca dos décadas y seis gobiernos
de diferente filiación política, lo que demuestra que la intencionalidad persecutoria ha
perdurado en el tiempo, y ha tenido unas consecuencias determinadas para el grupo
político y la convivencia en Colombia [...] Si bien es cierto que el delito de genocidio
por razones políticas no está estipulado en dicha normatividad [...] las circunstancias
que rodean al caso de la UP sí contienen elementos que se configuran como tal y se
identifican con la esencia de la definición del crimen que se discute [...] Por ello:
Ningún gobierno o Estado, especialmente el judicial, puede desconocer estos valores y
principios que antes que estatales son humanos y que necesariamente se integran en el
�sistema de derecho interno, de ahí su obligatoriedad si no se quiere dar cobertura a la
barbarie —concluye la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia colombiana, y amplía
así el concepto de genocidio para su propia legislación.
DEJ É D E LEER Y D EV O LV Í LO S I N FO LI O S , satisfecho de mi modesto
hallazgo, mientras otros lectores hacían los suyos o daban un pestañazo en
medio del silencio libresco; uno oculto detrás de un Tiempo desplegado,
otro con la cabeza sobre un grueso libro de tapas de cuero negro.
Es claro que Colombia tiene muchas más y mucho mejores bibliotecas
que Guatemala, pero parece imposible establecer alguna relación entre
este hecho y la aparente humanidad de sus jueces. Como tampoco parece
posible determinar si la indigencia de las bibliotecas públicas
guatemaltecas tiene alguna relación con la mezquindad interpretativa de
los más altos magistrados guatemaltecos, que decidieron, con el pretexto
de defender lo que ellos llaman «el debido proceso», anular la sentencia
condenatoria a un exgeneral que había sido encontrado culpable de
genocidio —el genocidio del pueblo ixil, uno entre varios de los
cometidos por el Estado guatemalteco durante el gobierno de Ríos Montt
— por un tribunal de primera instancia.
El cielo bogotano había vuelto a despejarse; el sol resplandecía en la
calle y picaba en la frente. Lichtenberg escribió que un amigo suyo creía
que las bibliotecas se convertirían en ciudades. Yo —sin correr el riesgo
de la originalidad— he pensado que las ciudades tienden a convertirse en
cárceles. ¿Y quién dijo que en las bibliotecas de las cárceles no debía
haber censura porque no tiene sentido censurar las lecturas de los
condenados? Estas cosas iba pensando mientras andaba deprisa y
suspiraba (la altura, sin duda) camino de un restaurante en el mismo barrio
de La Candelaria, donde tenía una cita sentimental a la que no quería
llegar tarde.
�PI LAR QUI NTANA
( CO LO MBI A , 1 9 7 2 )
Foto: © Alberto Sierra.
Después de una vida itinerante y diversos trabajos, se dedicó a la literatura. Ha publicado tres
novelas y una colección de cuentos, Caperucita se come al lobo (Cuneta, 2012). Su carrera
empezó cuando publicó Cosquillas en la lengua (Planeta, 2003). Luego de la publicación de
Coleccionistas de polvos raros (Norma, 2007) fue seleccionada por el Hay Festival entre los
39 escritores menores de 39 años más destacados de Latinoamérica. En 2010 recibió el V I I I
Premio de Novela La Mar de Letras en España por esa novela. Conspiración iguana (Norma,
2009) es su tercera novela. Sus cuentos han aparecido en revistas y antologías de América
Latina, España, Italia, Alemania, Estados Unidos y Filipinas. En 2011 participó en el
International Writing Program de la Universidad de Iowa, como escritora residente, y en
2012 en el International Writers Workshop de la Universidad Bautista de Hong Kong, como
escritora visitante. Una escritura ágil, contundente, descarnada y profunda, ubican a esta
caleña como una de las voces femeninas más importantes de la literatura contemporánea
colombiana.
�LA S
G U E RRA S
6 D E N O V I EMBRE D E 1 9 8 5 :
LA TO MA D EL PA LA CI O D E J U STI CI A
Ese día, cuando llegué del colegio, me encontré con mi mamá consternada
frente al televisor. En esa época la programación solo iba de 11:30 a.m. a
1:30 p.m. y de 4:30 p.m. a 11:30 p.m. Eran las dos y media de la tarde, así
que debía estar pasando algo extraordinario, como el Tour de Francia o los
Juegos Olímpicos, y mi mamá podía estar consternada porque en esos
eventos a veces pasaban cosas increíbles, como que Lucho Herrera se
cayera de su bicicleta, se levantara con la cara ensangrentada, siguiera
pedaleando y llegara de primero a la meta.
Lo que mi mamá estaba viendo era la Toma del Palacio de Justicia.
No sé muy bien qué mostraba el televisor a esa hora. Las imágenes que
han permanecido conmigo son las que han presentado los medios a lo
largo de los años: los militares, afuera, haciéndose señas y avanzando
hacia el objetivo; el pañuelo blanco que un rehén agitaba desde una de las
ventanas; los tanques de guerra entrando por la puerta principal; el Palacio
en llamas; los rostros pálidos y asustados de los rehenes que salían del
edificio, ilesos y escoltados por los militares, hacia el Museo Casa del
Florero en la acera de enfrente.
Trece de ellos nunca regresaron a sus casas. De once, no se volvió a
saber nada. En la Toma del Palacio de Justicia hubo once desparecidos y
casi cien muertos. Murieron todos los guerrilleros que participaron en el
asalto, menos una que logró escapar. Murieron magistrados, servidores
públicos, empleados de la cafetería, escoltas, conductores, visitantes y
hasta un transeúnte. Muchos murieron calcinados, otros por proyectiles de
armas de fuego que no pertenecían a la guerrilla y algunos más por las
granadas y cargas explosivas que el ejército puso en el edificio. Murieron
seis de los mil soldados que sirvieron en la retoma.
�Algunos de los rehenes rescatados por el ejército fueron llevados de la
Casa del Florero a instalaciones militares, donde los torturaron. Los
insultaban, los pateaban, les quemaban las manos con parafina, los
vendaban, los acusaban de guerrilleros, los obligaban a confesar
informaciones que no tenían y a delatar a personas que no conocían, los
amenazaban con hacerle daño a sus familias, les introducían agujas bajo
las uñas, se las arrancaban, los dejaban días enteros sin comida y sin agua,
los colgaban de los pulgares, a las mujeres las amenazaban con violarlas y
a los hombres los golpeaban en los testículos. Dice la gente que para
desaparecer los cadáveres de los torturados los metieron en barriles llenos
de ácido sulfúrico.
La toma guerrillera había comenzado a las once y media de la mañana.
Cuando llegué del colegio, el ejército ya había puesto en marcha la
retoma. Creo recordar que, en medio de las imágenes de las calles
desiertas aledañas al Palacio, se oían los balazos y las explosiones. Yo
estaba en Cali, donde nací y crecí, pero sabía perfectamente que el Palacio
de Justicia quedaba en la Plaza de Bolívar, la principal de Bogotá y el país,
al lado opuesto del Congreso y a una cuadra de la Casa de Nariño, donde
vivía el presidente. Pero yo tenía trece años entonces y casi todo me valía
huevo. Mi mamá tuvo que insistir en la gravedad de la situación.
«El M-19 se tomó el Palacio de Justicia», dijo, «¡este puede ser el fin
del país!»
El fin del país era que los guerrilleros llegaran al poder. Era volvernos
Cuba, un país donde la salud y la educación eran gratis y todo el mundo
era igual de pobre. La profesora de religión nos había contado que allá les
decían a los niños que le pidieran un helado a Dios y que luego de que
Dios no les traía el helado, les decían que se lo pidieran a Fidel, quien sí se
los traía. Era un país ateo y malo.
Hasta entonces me había parecido que el M-19 era una guerrilla cool. Se
había promocionado por la prensa en una campaña publicitaria, se había
robado la espada de Bolívar y las armas de una instalación militar,
haciendo un túnel en la tierra. También hacía la guerra y mataba gente.
Pero lo que prevalecía en mi mente eran sus acciones espectaculares y no
sus crímenes, tal vez porque en Colombia matar es cosa de todos los días,
y por el aura que tenían sus guerrilleros, gente de clase media y de
universidad, mucho más cercana a nosotros, los citadinos, que los
campesinos que militaban en el ELN o las FA RC . Además, contaba la gente
�que el M-19 secuestraba camiones de leche para repartirla entre los
pobres. Yo creía que eran como Robin Hood y que si usaban las armas era
porque no les quedaba alternativa y querían un país mejor. En esa época
todavía no pensaba que la guerra estaba enquistada en Colombia ni sabía
que es un negocio rentable.
Recuerdo que seguí mirando la televisión un rato, no tan preocupada
como mi mamá, y que luego me aburrí. Me aburrí con los balazos y
explosiones de la vida real que cruzaban el ejército y la guerrilla de mi
país en pleno centro de Bogotá. No se me ocurrió que aquello pudiera ser
una manifestación de la guerra. La guerra era lo que pasaba en las
películas y en las calles de Beirut, no en las de Bogotá. Además, lo decían
todos, en Colombia la guerra solo ocurría en el campo.
1988-1993: PA BLO
ESCO BA R
Unos compañeros y yo estábamos haciendo un trabajo de la universidad
cuando de pronto sentimos un estallido. Todas nos quedamos paralizadas
menos Alvarito, el único hombre del grupo, que pegó un brinco
descomunal, se cogió el pecho con las manos y gritó, «¡La bomba!»
Entonces nos dimos cuenta de que lo que había explotado era el bombillo
de una lámpara. Primero nos reímos aliviadas y luego empezamos a
burlarnos de Alvarito. Nos burlamos toda la noche y los días que
siguieron. Estábamos en cualquier lado, hablando de cualquier otra cosa,
cuando de repente alguna de nosotras decía, sin que viniera a cuento, «¡La
bomba!», y nos cagábamos de risa. Hasta Alvarito se reía. Yo creo que si
nos burlamos tanto de él era porque nos habíamos asustado igual.
Entre 1988 y mediados de 1990, cuando llegué a vivir a Bogotá para
estudiar en la universidad, habían estallado dieciocho bombas en el país.
En Medellín habían explotado nueve, el mayor número, pero las seis de
Bogotá habían sido las más virulentas, las que habían tenido cargas
explosivas más potentes y matado más gente.
Yo estaba en Bogotá el 29 de mayo de 1989, el día de la primera de esas
bombas. Había ido a presentar los exámenes de admisión a la universidad.
En el momento de la explosión iba con mi prima en un bus, rumbo al
paradero de buses de su universidad, que quedaba en la calle 61 con
avenida séptima. La bomba había estallado a cuatro cuadras de distancia,
pero, aún no me explicó por qué, no la oímos. La séptima, llena de carros y
�gente a toda hora, de pronto se quedó vacía. Me acuerdo de mi sensación
de extrañeza: aquello parecía el momento siguiente a un terremoto.
Cuando llegamos al paradero de buses, nos dijeron que nos devolviéramos
a la casa, que había estallado una bomba y que no había clase. Volvimos.
Mi tía estaba desesperada, dando vueltas por la casa y fumando. Corrió a
abrazarnos. Se había imaginado lo peor.
Todo el mundo sabía que las bombas las ponían Los Extraditables, cuyo
lema era «Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en los Estados
Unidos», y que Los Extraditables eran Pablo Escobar. Los curas de la
universidad nos invitaron a marchar por el referendo. Decían que el país
necesitaba una nueva constitución y que el apoyo de los estudiantes era
definitivo. A mí no me gustaban las marchas estudiantiles porque muchas
terminaban en peleas contra la policía, con piedras y explosivos. Para esa
época ya no pensaba que usar armas estaba justificado. A esta sí fui porque
los curas prometieron que sería pacífica, porque pensé que era bonito tener
una nueva Constitución y, sobre todo, porque quería que Pablo Escobar
dejara de poner bombas.
No lo hizo aunque la nueva Constitución prohibió la extradición, ni
luego de que se entregó, ni cuando estuvo preso en una cárcel que él
mismo había construido, ni cuando se escapó y tuvo encima al Bloque de
Búsqueda, un ejército de hombres dedicado exclusivamente a capturarlo.
Las siguió poniendo en avenidas concurridas y en centros comerciales y
ahora era mi mamá la que vivía, desde Cali, el calvario del miedo. En esa
época no había celulares y uno tenía que llamar desde teléfonos públicos,
si encontraba uno que sirviera, o esperar a llegar a la casa para avisar que
estaba bien. Pablo Escobar solo dejó de poner bombas cuando las balas lo
alcanzaron en el tejado de una casa y murió descalzo, sobre un charco de
sangre.
A G O STO D E 2 0 1 3 :
EL PA RO CA MPESI N O
Al principio, el paro campesino era una cosa lejana que pasaba en las
carreteras bloqueadas de Colombia y en las noticias. Llegó a mi casa, una
semana después, cuando mi vecino me dijo que fuéramos al cacerolazo y
que nos compráramos unas ruanas. «Están carísimas», dijo.
Esa noche, en vez de salir al cacerolazo, me fui a teatro con mi novio.
Tomamos la avenida Quinta para evitar la congestión. Había policía en
�todas las cuadras y, al cruzar las esquinas, veíamos el torrente de gente con
ruanas y cacerolas marchando por la séptima. Avanzaban pacíficamente
pero se sentía tensión en el ambiente, como cuando está a punto de pasar
algo.
La mañana siguiente, el portero de mi edificio, que estaba viendo las
noticias, me dijo, «Esto parece Siria», y los dos nos reímos por la
comparación. Algunos amigos hicieron mercado para abastecerse de
alimentos, por si luego se agotaban. También se habían puesto carísimos.
Por la tarde, las calles de mi barrio estaban cerradas. Vivo en La
Macarena, a pocas cuadras de la Universidad Distrital. Los estudiantes
estaban peleando con la policía y se oía el estallido de las papas explosivas
y me llegaba el olor irritante de los gases lacrimógenos. Ese día yo me iba
de viaje para Chocó y mi novio vino a despedirse. Hicimos el amor
mientras afuera había una guerra, que lo era, aunque en Colombia sigamos
pensando que la guerra es solo lo que pasa en el campo.
Suena en nuestros oídos y nos estalla en las narices, pero estamos tan
acostumbrados a ella que no nos damos cuenta, nos parece normal, nos
causa risa o le quitamos importancia y seguimos la vida como si nada
estuviera pasando.
Cuando llegué a Chocó esa noche, vi en las noticias a los encapuchados
que dañaron el espíritu pacífico de la marcha ciudadana en apoyo a los
campesinos. Atacaron estaciones de Transmilenio, destrozaron locales
comerciales y saquearon supermercados. La ciudad se militarizó y hubo
toques de queda, tiroteos, desmanes de la fuerza pública, muertos y
heridos. «Un bogotacito light», escribió uno de los tuiteros que sigo.
9
D E A BRI L D E
EL BO G O TA ZO
1948:
Yo no había nacido entonces pero las imágenes de archivo y las películas
me muestran que la Bogotá de esa época era una ciudad sofisticada, con
tranvía y gente de sombrero y traje. Yo me la imagino más fría y
encapotada de lo que es ahora, una ciudad casi en blanco y negro.
Jorge Eliécer Gaitán era el candidato a la presidencia por el Partido
Liberal, un tipo que escribió las «Bases para una política revolucionaria en
Colombia» y que decía, en sus discursos, «Pueblo, por la derrota de la
oligarquía, ¡a la carga!» Lo mataron a tiros cuando salía de su oficina en el
centro de Bogotá. Un desempleado, de nombre Juan Roa Sierra, fue
�acusado del crimen. La multitud linchó al presunto asesino y luego se
desmandó contra la ciudad.
Bogotá quedó destruida, por primera vez, y La Violencia, como se le
conoce a esa guerra, siguió en el campo. Dicen que fue ahí cuando empezó
todo, pero yo no estoy tan segura. La guerra entre liberales y
conservadores ya venía ocurriendo y antes había pasado la de los Mil Días,
en la que participó mi bisabuelo, y antes de eso estuvieron las de la
Independencia y las de la Conquista y, antes de que llegaran los españoles,
las del zipa Tisquesusa y el zaque Quemuenchatocha y, aun antes, las de
los Muiscas y los Panches por el control del territorio donde hoy se asienta
Bogotá.
�La Torre Colpatria es, por ahora, el edificio más alto de Colombia. El
octavo de América Latina. Está ubicado en la unión de la avenida Eldorado
con la carrera séptima y es un lugar emblemático de la ciudad. Foto: ©
Alberto Sierra.
�BERNARDO FERNÁNDEZ, «BEF»
( CI U D A D D E MÉX I CO , 1 9 7 2 )
Foto: © Alberto Sierra.
Novelista y dibujante de cómics. Diseñador gráfico por la Universidad Iberoamericana. Ha
publicado las novelas Tiempo de alacranes (2005), Gel azul (2004), Ladrón de sueños
(2008), Ojos de lagarto (2009) y Hielo negro (2011); los volúmenes infantiles Soy el robot
(2010) y Cuento de hadas para conejos (2007); los libros de cómics Monorama volumen 1
y 2; el libro de humor gráfico ¡Cielos, mi marido!, y las novelas gráficas Espiral y La
calavera de cristal (esta última con guión de Juan Villoro). Su obra narrativa se ha traducido
a cinco idiomas y su gráfica se ha exhibido en exposiciones en México, Estados Unidos y
Francia. Entre sus reconocimientos se cuentan: 1er Premio Nacional de Novela Otra Vuelta
de Tuerca (por Tiempo de Alacranes), el Premio Memorial Silverio Cañada a mejor primera
novela policíaca de la Semana Negra de Gijón (por Tiempo de Alacranes), el Premio Ignotus
de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror (2007, Gel azul) y fue
finalista del Premio U PC (2004, El estruendo del silencio).
En 2011 Bef, con su novela Hielo negro, ganó el premio Grijalbo de Novela.
Actualmente divide su tiempo entre la narrativa, la gráfica, con su compañía de diseño
Bésame Mucho, y el taekwondo.
�PO S TA L E S
D E BO G O T Á
So this is Bogotá... Where’s the beach?
—ATR I B U I D A
A L G ATO G A R F I ELD
EN EL AV I Ó N , D O S G RI N G O S V I EN EN de shorts y chancletas. Desde la fila
para abordar me queda claro que son militares. Los delatan las cabezas
rapadas, el libro de artes marciales que lee uno de ellos. Tras el vuelo de
cuatro horas aterrizamos en una ciudad helada. Después me entero de que
es una visión común: norteamericanos semidesnudos que piensan que toda
Colombia es una jungla tropical. No puedo dejar de sentir cierta alegría
malsana al verlos tiritando de frío, a la hora de esperar su transporte.
«¿A Q U É VA S A CO LO MBI A ? » , me preguntan los amigos. «¿No es muy
peligroso?», dicen otros. Este país tiene muy mala prensa. Sobre todo, la
que escriben los no colombianos.
�LA SEG U N D A SO RPRESA , después del clima, son los edificios de ladrillo.
Aquí se construye hacia arriba, a diferencia de México D . F. con su
subsuelo gelatinoso. Asocio desde mi infancia los edificios altos con la
bonanza económica de un país (aquellos viajes infantiles a Texas). Por
ello, mi primera impresión es la de una ciudad próspera y ordenada. Lo
que para los bogotanos es un tranco fenomenal es apenas un pequeño
atasco en mi ciudad natal. Aparentemente el tráfico fluye ordenado. Sin
embargo, esta visita estaba destinada a ser la de un peatón en una ciudad
que al viajero mexicano parece más europea que latinoamericana.
CO LO MBI A ES EL PA Í S más parecido a México de toda Latinoamérica.
Siempre lo he pensado y lo confirmo en esta visita. Las calles del centro
bogotano bien podrían estar en alguna ciudad mexicana, una mezcla entre
Guadalajara y el D . F. Me siento muy en casa. La sensación se reafirma al
hospedarme en un hotel de gran tradición: en uno de sus muros aparecen
�los rostros de sus más distinguidos huéspedes. Al lado de Gabriel García
Márquez, John F. Kennedy, Neil Armstrong y el Dalai Lama aparecen
Cantinflas y ¡Chespirito!
CA MI N A R PO R LA S CA LLES D EL CEN TRO desde la fuente de la Rebeca
hacia la Plaza Bolívar es como hacer un viaje en el tiempo a pie. La torre
Colpatria se eleva en su sobria majestuosidad, con sus costados tapizados
de pantallas de leds que por las noches le dan un aire a aquellos edificios
de Blade Runner. Pero a medida que se avanza por la carrera séptima,
ahora convertida en una vía peatonal, propios y extraños avanzan hacia el
pasado colonial de Bogotá.
CA MI N A R PO R LA CA RRERA SÉPTI MA es unirse a un desfile permanente
de visitantes, locales y freaks. Desde vendedores de todo tipo de baratijas
y golosinas hasta ejecutivos de traje y portafolio, los seis estratos
socioeconómicos de Bogotá parecen darse cita en esta vialidad.
LO S D ES ECH ABLES , así es como llaman aquí a los sin casa que han tomado
las calles. Los clochards locales.
TO D O S LO S D Í A S PA SO A L LA D O de una mujer que vende dulces en un
puesto callejero. Las primeras veces me mira desconfiada, con unos ojos
verdísimos. Sonrío. Para al final, cada que nos cruzamos nos saludamos
con un gesto de amigos.
BO G O TÁ O FRECE U N PA R de estampas cyberpunk al visitante de mirada
aguda. La primera de ellas es un peculiar modo de piratería digital
encarnado en hombre y mujeres, normalmente aquellos que atienden los
puestos de dulces, que ofrecen sus teléfonos celulares a quien necesite
hacer una llamada urgente, por módicos 200 pesos. Casi en cada esquina
hay un hombre o mujer de torva estampa, con varios celulares colgando
del cinturón, suspendidos de un resorte como en un cuento de Bruce
Sterling.
La segunda son las llamadas busetas: autobuses compactos que cubren
las rutas que el Transmilenio dejó fuera. Construidas en China, Japón o los
Estados Unidos, estos camioncitos han sido tropicalizados por sus
conductores. Las sobrias líneas de diseño de sus fuselajes quedaron
�cubiertas de colores brillantes (rojos, verdes metálicos, amarillos) y llevan
al frente vistosos letreros que anuncian sus destinos en colorida tipografía.
No hubo oportunidad de subirme a ninguna y lo lamento. Desde la calle,
los altares que colocan los choferes en el tablero me hipnotizaron.
(SÉ Q U E A LO S BO G O TA N O S los nombres de sus barrios les son
cotidianos, pero al visitante no le pasa desapercibido la dulce sonoridad
que anuncian las busetas al frente: Tibabita, Usaquén, El Pañuelito,
Soratama, Pantanito, Porciúncula, Espartillal, Chapinero Norte, etcétera.)
AQ U Í , EL MU SEO de Arte
¡¡¡MA A A A A A A A MBO O O O O !!!
Moderno
de
Bogotá
se
llama...
«YO N O CREO Q U E CO LO MBI A tenga tan mala fama en el extranjero»,
dice un escritor bogotano durante una cena. «Claro que sí», le decimos al
unísono María, que es colombiana, y yo. Su expresión se tuerce en
molestia. Sólo se calma en el momento en el que le digo «Igual que
México».
DEPO RTE EX TREMO : cruzar las calles de Bogotá. Los conductores no
frenan ante los peatones. Malacostumbrado a que los conductores
mexicanos lo hagan (de muy mala gana, por cierto) me lanzo como suicida
frente a varios autos. El resultado: insultos a gritos y bocinazos.
�«¿QU I ÉN ES ESE? », pregunto al ver el rostro de un tal Jaime Garzón, al
que se le rinde tributo en un grafiti monumental. Me explican la historia
del humorista político asesinado, del crimen que permanece impune. «¿Y
quién lo mató?», pregunto. «Se sospecha de los paramilitares», me
contestan. Cae un silencio. «Pero como ya mataron a los que lo mataron,
pues...», dice alguien más. «Eso es lo que sucede con nosotros», tercia
otro, «estamos tan acostumbrados a las historias violentas que ya no las
vemos».
EN
CO LO MBI A ,
hasta las feas son bonitas.
ME SO RPREN D E A G RA D A BLEMEN TE el amor que hay por lo mexicano en
Bogotá. Parece que hubiera más restaurantes de comida mexicana por
metro cuadrado que en México. Ello es producto de un fenómeno que me
explican en varias ocasiones y se resume en una frase de cruel
contundencia: «El colombiano de clase alta quiere ser inglés, el de clase
media gringo y el de clase baja, mexicano».
HAY CA LLES D E BO G O TÁ que podrían estar en Londres o Toronto. En La
Soledad me encuentro con casas de tipo inglés fondeadas por altos
edificios de acero y cristal, algo que sólo había visto en Canadá.
HAY EN LA CA LLES D E BO G O TÁ una notable presencia militar. Hombres y
mujeres uniformados caminan por las calles, orgullosos. Me llama la
atención, viniendo de un país donde la presencia militar es signo de
violencia extrema relacionada con el narco. Contrapuestos a los
�malencarados soldados mexicanos que patrullan las calles de lugares
conflictivos como Reynosa o Torreón, en Colombia me topo con una mujer
hermosa enfundada en camouflage, acompañada de su esposo e hijo. Los
tres sonríen, algo que nunca he visto hacer a un soldado mexicano.
«¿Y LA V I O LEN CI A ? » , pregunto a varias personas con molesta insistencia.
Todos coinciden: los peores años quedaron atrás. No hay quien no tenga
una anécdota incómoda (o trágica). Efectivamente, en las calles se respira
la tensa tranquilidad de todas las grandes ciudades. Pero no me siento
amenazado. Inevitablemente pienso en aquel chiste que se dijo en mi país
cuando empezamos nuestra propia guerra al narco: «Antes temíamos que
México se colombianizara, ahora Colombia teme mexicanizarse».
VI N I EN D O D E U N PA Í S profundamente racista, descubro una peculiaridad
bogotana que le hago notar, acaso imprudentemente, a mis anfitriones:
«Veo negros en la calles, vendiendo dulces o pidiendo limosna, pero no los
veo sentados en los restaurantes ni en las librerías, por ejemplo». La
observación incomoda. Me explican que ésta no es una ciudad de
profundas raíces africanas, pero que en lugares como Cali o Cartagena los
ves por todos lados, incluidos los museos y los restaurantes. Asiento,
consciente de mi impertinencia, y cambio de tema.
DU RA N TE MI ESTA N CI A en la ciudad llega la noticia del fallecimiento de
Álvaro Mutis en la ciudad de México. Los medios de ambos países se
vuelcan a dar condolencias, lamentar el deceso y destacar la
biobibliografía del poeta. Nuestras dos naciones unidas en el luto.
EL A CEN TO BO G O TA N O me hipnotiza. Es de una dulzura que no se
escucha en ningún otro lado. Lo mismo sucede con los acentos de otras
regiones del país. Bromeo con los locales sobre cómo se escuchan con tan
suave entonación las órdenes de un narco: «Me le corta las piernas al
hijueputa gonorrea ése, pa’ que aprenda».
NO
H AY STA RBU CK S
en Bogotá. Sería ridículo.
LA O FERTA gastronómica es alucinante. Este debe ser el único lugar del
mundo donde a la hora de preguntar por comida tradicional el visitante es
�llevado a una cadena de hamburguesas local, donde hay más de treinta
variaciones colombianizadas de este plato. Más allá de eso, es posible
encontrar restaurantes que sirven recetas de todos los rincones del país,
una nación sorprendentemente extensa y, por lo tanto, variada.
DESCU BRO U N A G RA N CA N TI D A D de frutas exóticas inexistentes en otros
lados. «¿Qué es esto?», le pregunto a una mesera en el buffet de mi hotel,
al señalar un fruto que para mí proviene como de Marte. «No sé cómo se
llama», contesta, encongiéndose de hombros. La bautizo como la «cosa
rara colombiana» y es un manjar exquisito.
PEQ U EÑ O PERO MUY CO LO Q U I A L diccionario bogotanochilango[1]:
Tirar = Coger
Marica = Güey (como apelativo groseramente cariñoso)
Bareta = Mota
Mamerto = Rojillo
Gomelo = Fresa
Echar un huevo = Echar un palo
Parchar = Cotorrear
Pichar = Parchar
El parche = La palomilla
La patota = La bola de cuates
Chino, Pelado = Chavo, Morro
Estar jincho = Andar pedo
Estar trabado o troncho = Estar pacheco o grifo
Estar arrecho = Andar cachondo
Bacano, Chévere = Chido, Chingón
Y así sucesivamente...
...Y D E PRO N TO , a la mitad de la visita los días anteriores se me volvieron
un suspiro y los que me quedaban en la ciudad me supieron a brevedad...
NU N CA EN TEN D Í EL SI STEMA de numeración de las calles. «Es como en
Nueva York», dicen orgullosos los bogotanos. Lo que para los locales es de
una lógica diáfana se vuelve información críptica para el visitante: «Vivo
�en la catorce con la setenta», dice uno ante un interlocutor que de
inmediato se sitúa en el mapa imaginario de su cabeza. Yo, por más que lo
intenté, nunca logré descifrar el código. Debo ser medio tonto.
EN U N A BI BLI O TECA CO MU N I TA RI A , en un barrio popular, me reúno con
niños de una escuela para jovencitos con problemas de aprendizaje. Han
leído algunos libros míos. Me hacen preguntas. Al final, piden tomarse
una foto conmigo. Al acomodarse, queda a mi lado un flaquito que avanza
sonriente a brincos. Sólo hasta que está a mi lado descubro que no tiene
una pierna.
EL 1 6 D E SEPTI EMBRE la Torre Colpatria ostenta la bandera mexicana con
una felicitación a mi país por la independencia nacional. Me muero de la
vergüenza, pero al regresar a México no di con un solo mexicano que sepa
cuándo se conmemora la independencia de Colombia.
HA CI A EL FI N A L D E MI ESTA N CI A subo a Monserrate. En la fila me
encuentro con varios turistas mexicanos que me hacen sentir avergonzado:
«¿Un billete de cien mil pesos? Acá traigo el enganche de mi auto»,
bromean mientras yo quiero ponerme una bolsa de papel en la cabeza o
hablar con acento venezolano.
«¿DESD E A CÁ A RRI BA SE V E Ciudad Bolívar?», preguntó en Monserrate.
No. Aunque nunca voy para allá, me queda claro que hay dos Bogotás,
divididas por una línea que separa el norte del sur. De C. B. sólo veo fotos.
En ellas no hay edificios de ladrillo rojo ni rascacielos con pantallas de
LED s.
Y A U N Q U E H A STA EL N O MBRE de Ciudad Bolívar me suena como de
ciencia ficción (me remite a la Ciudad Andina de Luis Noriega), no deja
de sorprenderme ver en las fotos que entre las calles sin pavimentar, las
casas improvisadas de tabique con techos de cartón y las polvaredas —que
tanto se parecen a las de la mexicana Ciudad Nezahualcóyotl, disculpen la
insistencia con los paralelismos—, entre toda esa pobreza, decía, la gente
sonríe.
�CO LO MBI A , MIND YOU, ocupa el tercer lugar del índice mundial de
felicidad. Después de diez días en Bogotá, no me sorprende.
A U N A S H O RA S D E Q U E A CA BE mi visita, veo desde lo alto cómo se pone
el sol y se iluminan casas y edificios. Debo ser un cursi porque pienso en
la sonrisa del muchachito sin pierna, en la de los niños de las fotos de
Ciudad Bolívar. Y con el aire helado soplando desde las montañas en mi
espalda, sonrío también.
[1] Gentilicio coloquial, originalmente peyorativo, aplicado con irónico cariño a los habitantes de
la ciudad de México.
�A DRI ANA LUNARDI
( SA N TA CATA RI N A , BRA SI L, 1 9 6 4 )
Foto: © Alberto Sierra.
Vive en Río de Janeiro y es licenciada en comunicación social y guionista. Vísperas, su
segundo libro de cuentos, fue publicado en Brasil y Portugal y traducido al francés y al
croata. Los nueve cuentos que lo componen, traducidos por Leopoldo Brizuela para la
edición argentina, pueden pensarse como la construcción de un canon propio, homenaje a la
memoria de nueve escritoras de excepción, como lo fueron Virginia Woolf, Dorothy Parker,
Sylvia Plath, Katherine Mansfield, Zelda Fitzgerald, Colette y las tres compatriotas de la
autora: Clarice Lispector, Ana Cristina César y Julia Da Costa. El lenguaje de Lunardi es
capaz de recrear, con sutileza, el último trozo de vida antes de la muerte.
�SI E T E
P O S TA L E S D E BO G O T Á
TR A D U C C I Ó N
1. LA
D E J U LI O PA R ED ES
MA CA REN A , ZO N A M
Querida A.,
Tengo aquí papel, bolígrafo y una taza de café colombiano. En lugar del
Corcovado, la Cordillera de los Andes en la ventana, ¿lo crees? El círculo
en bolígrafo al reverso indica la localización del barrio donde vivo, en un
edificio de tijolos a la vista, llamados aquí ladrillos. La mesa en la que
escribo es la primera pieza del mobiliario del apartamento. La compré de
segunda mano, con una silla, en una calle del centro histórico que los
domingos se transforma en un bric-à-brac. Artesanías, ropa, objetos de
colección: hay de todo, hasta minutos, vendidos en quioscos, que por el
contrario no ofrecen periódicos ni revistas. Vi, en el recorrido por la calle
exclusiva para peatones, una presentación de conejillos de indias de
carreras. Los bichitos permanecían encogidos, uno al lado del otro, en una
solidaridad que parecía miedo. A la orden del dueño, uno de ellos
avanzaba hasta entrar en una de las ocho o nueve casitas sobre las que
depositaban las apuestas. Es un poco tonto contar esto en una primera
carta. Tal vez esperabas noticias sobre mi nueva rutina. Cuando nos
despedimos en el aeropuerto, al final de la Filbo, yo no sabía el motivo
exacto que me hizo desistir de agarrar el avión. Solo hasta ahora puedo
decir lo que ocurrió conmigo. Pasé un año, lo has de recordar, con la mano
endurecida, incapaz de escribir un verso. Y entonces en la primera noche
en Bogotá sentí en los dedos una especie de irrigación. Me senté en el
escritorio del hotel y, en una cura repentina, las palabras comenzaron a
correr por la hoja de papel, asustadas y tímidas, como los conejillos de la
calle 24, sin preguntar el porqué. La casa del poeta es donde él escribe, por
eso me quedé. Localizarse en la ciudad es fácil, tiene el trazado de un
tablero de ajedrez. Avanzo cuadra a cuadra, en este comienzo, como un
�peón sin estrategia que tiene la misión de llegar hasta el otro borde y
transformarse en reina. A veces me falta el aliento. Dicen que es el
soroche, efecto de dos mil seiscientos metros de altura sobre el organismo.
Para mí, es el oxígeno nuevo de otro nacimiento.
Abrazos,
A.
2. CEN TRO
I N TERN A CI O N A L,
EN TRE LA S CA RRERA S 1 0 Y 1 3
Recuerdo que decías que, si dependiera de mí, viviría a base de sopas.
Pues aquí son maravillosas en cualquier restaurante. Vienen acompañadas
de arepa, una torta de maíz andina, en lugar de pan. Ya tengo hasta una
cafetería preferida, que frecuento en la tarde, para observar a las personas
y oír lo que dicen. Queda enfrente del Museo Nacional, en una galería de
largos corredores de mármol que conoció la gloria en los años ochenta.
Ordeno un tinto doble y hojeo un ejemplar de la revista Semana, me pongo
al corriente de los escándalos del momento. En la última edición, hay una
foto de un niño abotonando la camisa de un hombre echado. Tal vez el
papá, o un vecino. Lo cierto es que está muerto. Con los ojos bajos,
concentrado en su propio gesto, el niño ejecuta una tarea excesiva para sus
manos. Cinco millones de víctimas de la guerra, dice el titular del artículo.
Ninguna estadística revela más que esta foto sobre la historia de tanta
violencia. En el café, el público cambia de acuerdo a la hora. Los hombres
usan camisas a cuadros, mientras que a ellas les gustan los colores fuertes
en los pintalabios. Nadie se dirige a ti sin saludar primero. No se trata,
como el bonjour parisiense, de tender un alambre de púas entre tú y el
otro. Es una cortesía, una reserva de quien sabe controlar la curiosidad en
el primer encuentro. Quien nace en Bogotá —el cachaco o rolo— trae un
pensamiento siempre escondido, que solo revelará después de haber
encontrado una forma correcta de decirlo. Supongo que las montañas, en
su reminiscencia de que todo lo demás es transitorio, tengan que ver con
este silencio meditativo.
Abrazos,
A.
3. V I SI Ó N
PA N O RÁ MI CA
D E LO S CERRO S O RI EN TA LES
�Querida A.,
¿Recuerdas cuando estudiábamos la Cordillera Central en el colegio? Es
una de las tres ramificaciones de la Cordillera de los Andes que atraviesan
el territorio colombiano. La que veo desde la ventana es la variante
oriental, y desde las primeras tentativas tuve dificultad en describirla. El
astigmatismo acentuado moldeó mi inclinación por los detalles mínimos.
Ante los grandes paisajes quedo perdida, sin saber donde posar los ojos
primero. Es difícil entrever en realidad el diseño exacto de esta onda de
lava que se enfrió en la punta en la misma época en la que surgieron los
Alpes y el Himalaya. Más allá de la formación principal de la cadena, hay
montañas menores, en segundo plano, que suavizan los grandes tajos y las
disputas dramáticas entre las cimas. Lo que esta engañosa caligrafía tiene
de más hipnotizador es la constancia. Una frase única que no se
interrumpe hasta llegar a los extremos del continente, donde solo existe el
océano. Yo iba a describir la ciudad, y el espacio solo me permitió
quedarme en las montañas. No hay prisa, en todo caso. Ellas estarán
todavía allí mañana, y el día siguiente, tan convencidas de su importancia
que plantan los codos en el suelo para mirarnos, curiosas, hasta el fin de
los tiempos. Los cerros juegan en serio y yo soy siempre la primera que
caigo.
Abrazos,
A.
4. MU SEO
D EL O RO
Y PA RQ U E SA N TA N D ER
El edificio modernista en el reverso es la sede del museo, que queda en la
plaza donde, dicen, nació Bogotá. Adentro, el acervo derrumba la idea que
las civilizaciones adelantadas están en el futuro. Lo más desconcertante es
encontrar una sección entera dedicada a exhibir joyas que tuvieron algún
remiendo. Son pequeñas correcciones después de algún accidente de uso
en áreas generalmente delicadas, que exigían destreza durante la hechura
de la pieza, y más aún al repararla. Observé un par de pendientes
restaurado con un material diferente al de las filigranas originales. Y un
pequeño gancho, como el que usamos para juntar hojas de papel, para
sustituir el antiguo filamento que unía dos huecos recortados en el oro de
un ornamento pectoral. En medio de la rutilancia del conjunto, aquel
gancho sustentaba su presencia con el amor propio de un invitado fuera de
�la lista, admitido solo por el irremediable orden que, a cierta altura, la
mejor de las fiestas exige. Era un cuerpo extraño, una prótesis, un
tartamudeo en mitad de un discurso. ¿Qué crisis habrá ocurrido, cuál era la
causa de la rotura? ¿Una pelea de pareja, una noche de bebida, un gesto
exaltado de alegría? Ojeando aquellas joyas, sentí que se abolía la
distancia entre yo y los orfebres del Valle del Magdalena. Tal vez porque
la imaginación solo funciona cuando todo lo demás falla, pude escuchar
debajo de aquellos remiendos los latidos de un corazón. Igual que yo, un
indígena (¿quién sabe si una indígena?) se recreaba en un oficio insensato
y de función incierta, al moldear una pieza en la cual apostaba la vida.
Buscaba extraer del metal lo que yo quiero de la palabra. Nada menos que
un milagro.
A.
5. CA RRERA
SÉPTI MA ,
ED I FI CI O G I RA LD O ( 1 9 5 8 )
Querida A.,
Finalmente, un trabajo. Una amiga de la Cámara Colombiana del Libro
me presentó a José Alejandro, un ejecutivo que va a construir un hotel en
la antigua zona portuaria en Río de Janeiro y necesita practicar el
portugués. Al programar las clases, preguntó si podíamos trotar una vez
por semana. Mantener la atención en el trote y en la conversación lo ayuda
a razonar mejor en otro idioma, explicó. Mis tobillos son frágiles para las
calles de Bogotá, respondí, entonces me propuso jugar squash. Tú conoces
las reglas. En un cuarto cerrado, uno de los dos jugadores lanza una bola
contra las cuatro paredes, que la devuelven con fuerza redoblada para que
el otro conteste. Él habla sobre un tema de arquitectura, mientras que yo le
corrijo la pronunciación y ajusto los términos. Mencioné una construcción
que había visto en la carrera séptima y me dio una ficha completa de su
diseñador, el arquitecto Martínez Sanabria. Anoté la dirección de las casas
que este había construido en la ciudad y empecé a visitarlas, como había
sugerido José Alejandro. Después, hablé del rubor que adquiría Bogotá en
ciertos finales de la tarde e hizo un relato sobre la polución de la industria
ladrillera. Hay poca cosa que ajustar en su pronunciación. Dice entões, en
una confusión con entonces, pero me parece bonito y lo dejo pasar. En uno
de nuestros juegos, comparé el trazado urbano de Bogotá con la malla de
nylon de una raqueta y él enumeró las fallas de articulación en las calles
�del plano que yo consideraba simétrico. De paso, contó anécdotas sobre el
paso de Le Corbusier por el país. Menos mal que se fue, dije. Es peligroso
ofrecer una ciudad entera a un solo urbanista. El creyó que me estaba
refiriendo a Brasilia, que surgió de las manos de un único arquitecto. En
Bogotá, añadí, la mejor geometría tiene origen muisca y no español ni
suizo. Él se rió, Brasilia es perfecta, contestó, además ustedes tienen un
Niemeyer, entões… No podía disentir, pero a esta altura comienzo a
entender la imperfección como una virtud, el deseo por ser terminado por
quien viene después y comenzar todo de una nueva forma. Es então, en
singular, corregí por primera vez. Él dejó de golpear la pelota y, con los
ojos bajos (una máscara de protección), dijo que yo comenzaba a
parecerme ese tipo de inmigrante que se vuelve más bogotano que un
cachaco y, sordo como un tapir, se niega a oír hablar mal de su ciudad.
Esta vez fui yo la que quedó sorprendida. Me pagan para corregir su
portugués, y él, en el fondo, es quien me enseña.
Abrazos,
A.
6. AM ANECER
EN LO S CERRO S ,
D E G O N ZA LO A RI ZA . A RCH I V O
D EL MU SEO N A CI O N A L D E BO G O TÁ
A.,
Va aquí otra tentativa por describir a Bogotá. El pintor del cuadro de la
postal vivió en el Japón, lo que ayuda a explicar su percepción del paisaje.
Como ocurre en un haikú, la naturaleza es el tema concreto, pero, del
mismo modo que un poema, un cuadro no se puede limitar a ser bonito. Es
preciso que provoque turbulencias, un desorden en los sentidos. Le faltaba
una segunda parte a mi experiencia con la ciudad, una estrofa que
completé un domingo, al subir a los Cerros Orientales. Con tropiezos de
principiante, y usando los ojos de Lina, la guía que encontraba entre las
piedras y las raíces verdaderos escalones, avancé casi quinientos metros
arriba. El dato desconcertante de la caminata fue encontrar una montaña
cubierta de acacias, pinos y eucaliptos. Árboles de rápido crecimiento,
pero que colonizan el suelo con furia de latifundista, expulsando las otras
especies que suelen crecer allí. No era lo que yo soñaba desde mi ventana.
Aquel verde tenía que ser el mismo desde el principio, cuando un muisca
oyó y vio que la montaña tenía la forma de una cerca viva. Mi respiración,
�que venía descompasada, se volvió ausente, y durante esa eternidad sin
respirar entreví, allá abajo, la sabana, y de nuevo perdí la comprensión de
la vista. Era un panel extenso relleno de cubos de cemento y pilares de
ladrillos. ¿Dónde estaba la cordillera? ¿Qué especie invasora apagará
aquel cardiograma al decir que sí, que aún estamos vivos? Para una
descripción precisa de Bogotá, aprendí, el género adecuado no es el
narrativo. Bogotá es un haikú. Una formación de dos imágenes
superpuestas que sólo se completan en la mente.
A.
7. EL
CI ELO D E BO G O TÁ
Apreciada A.,
Esta es la última carta que envío por el correo y revela el segundo
motivo para no tener que marcharme. Antes, quiero decir que las nubes de
Bogotá son las únicas rivales de la cordillera. Abres los ojos y ahí está: un
mismo sistema de formas moldeadas en una materia distinta. Una está
hecha de átomos que pueden durar para siempre, mientras que la otra tiene
la naturaleza indecisa de quienes quieren expresarse. La primera es una
manifestación concisa de un explosión, la segunda se contrae y se
desdobla en un infinito trabajo de parto. Una tiene la memoria y la calma
de las naturalezas pasivas. La otra es susceptible, voluble, efímera. Para
onde vai esse bando de nuvens que passam ligeiras?, pregunta Tom Jobim,
en la canción que te di, Dindi, tu apodo, porque al escucharla, y solo al
escucharla, tu madre dice, te dormías. Sospecho que soñabas con ellas,
creyendo que eran tuyas desde la cuna, que cosas así, como nubes, te
pertenecían por derecho divino. Tú, que creciste en un antiguo régimen,
extendiste esta doctrina, sin pestañear, a todo lo que había alrededor. Lo
que alcanzaba tu mirada era tuyo. Hasta descubrir, a un paso de la
guillotina, que nada es de ninguno. Las montañas, los ladrillos y un pasado
de oro son un préstamo, no el libre acceso a la propiedad. Para hablar
sobre ellas fue para lo que viniste. Fuiste convocada para ser oída, apenas.
Exhibe tus dotes, valoriza la tiara y el vestido, y esconde lo que puedas
pues la convidada es una princesa bárbara. Quién sabe si la pedagogía de
las nubes y el nuevo idioma permitan que la poesía vuelva a ser solo una
voluntad de expresión, libre de la vanidad de autor, igual a esos mensajes
�aéreos que parten desde los Cerros Orientales hacia la Cordillera Central y
que, por azar, alguien intercepta.
Un abrazo,
A.
PS :
Además, Bogotá es un bonito nombre para ser puesto al lado de una
fecha. Mira: Bogotá, 25 de octubre de 2013.
�SEBASTI À J OVANI
( BA RCELO N A , 1 9 7 7 )
Foto: © Alberto Sierra.
Se doctoró en Filosofía con especialidad en Estética (Universidad de Barcelona). Es
novelista, poeta, ensayista y agitador cultural. Ha publicado el ensayo Los libros del diablo
(Llibres de l’Índex/Ediciones de la Tempestad, 2006), y las novelas Emulsió de Ferro (La
Magrana, 2009, premio Brigada 21 a la mejor novela negra en catalán) y Emet o la rebelión
(Duomo, 2012). Ha participado en diversos festivales y certámenes de poesía y performance
en España, Portugal, Francia, Italia y Polonia. La obra de Jovani se encuentra en una línea
fronteriza entre la novela negra, la ciencia ficción y el terror. En su novela Emet o la
rebelión, aparecen personajes propios de la novela negra clásica como el detective, criaturas
creadas por el hombre, como el golem, y sin duda algo característico de la novela negra, el
espacio urbano, los ambientes sórdidos en donde se mueven sus personajes. También son
importantes en sus novelas las experiencias con drogas en las que sus personajes abren sus
mentes a nuevas sensaciones y niveles de consciencia.
�(VA N A )
T E N TAT I VA D E A G O TA MI E N T O D E U N
L U G A R CO L O MBI A N O
TO D O EMPI EZA CO N U N TEMPLO apostado en los cerros, a tres mil metros
sobre el nivel del mar y rodeado por un amorfo e ingrávido manto de
bruma. Como una promesa atávica, como la coagulación primordial de la
historia que después se derrama por la ladera, infundiendo el caos y el
orden a partes iguales por un territorio que no parece conocer las
profundidades más que en la superficie. Desde Monserrate, en los albores
de la mañana, con una puntualidad anterior a los devaneos de la cultura y
los retrasos de la moral, una narración se vierte ineluctable sobre la
ciudad. Un relato que se complica progresivamente hasta transformarse en
un palimpsesto de relatos que se superponen, se suceden y se contaminan
mutuamente.
Una vez allanada en su discurrir diario, atravesada por el tiempo urgente
e inmediato, Bogotá transcurre permanentemente en la superficie. La
ausencia de metro subterráneo, algo casi impensable en las rutinas de las
grandes metrópolis, supone la metáfora material de una ciudad que parece
no esconder trama alguna en sus entrañas. Una ciudad que transcurre
enteramente a nivel epidérmico, una piel transparente en la que siempre
son visibles sus arterias, sus nervaduras. Pero en la que resulta difícil
detectar el compás articulado de un organismo. El propósito unificado de
una colección de funciones y hábitos procesando sinfónicamente su
existencia y la de su entorno. Las vísceras de la ciudad están
desparramadas, molecularizadas: la suya es una anatomía de la que parece
casi imposible figurar una imagen única y estable.
BO G O TÁ ,
CSO
( CI U D A D SI N Ó RG A N O S)
La ciudad es una fantasmagoría. Hablar de ciudad es adentrarse en un
terreno casi utópico, en una figuración que se pretende unitaria o cuanto
�menos armónica, domesticable por medio del rastreo distanciado y
ecuánime de la razón y de sus proyectos a corto y medio plazo. Pero esta
figuración es justo eso: una figuración. Una aspiración política, intelectual
e incluso estética. Pero tras la ciudad se esconde y ruge su propia
descomposición. La paradoja y la fractura incluso en la más simple curva
del espacio-tiempo. Una ciudad es en realidad siempre muchas ciudades y
ninguna. Una especie de fenómeno incierto, como el gato de Schrödinger:
en función de variables inasibles esa ciudad puede estar y puede no estar.
Puede haber encontrado un instante de asueto en el que recomponer
fugazmente sus partículas y al mismo tiempo puede haberse fugado de sí
misma y del encierro imagénico que pretendía enclaustrarla.
Todo esto sirve como preámbulo y en cierta forma excusa para la
confesión que sigue: aquí no se va a hablar de Bogotá. Sería imposible,
cuanto menos si no se quiere incurrir en la narración panfletaria o en el
prospecto de instrucciones de uso para consumidores de los espectáculos
urbanos envasados al vacío. Bogotá, como cualquier espacio urbano que
vive al filo de su propia imposibilidad (aunque tampoco hay tantos
ejemplares de esta especie, la mayoría de ciudades han desertado de sus
particulares abismos y se contemplan gozosas desde la atalaya del Fin de
la Historia), genera situaciones basadas en la necesidad de sobrevivir a la
imagen de sí misma. Vórtices. Cualquier tentativa de recorrer Bogotá y
extraer de ello algún retazo de conocimiento, algún diagrama de sus
constantes vitales, pasa de forma indefectible por esa asunción. Por el
reconocimiento de que jamás se podrá hablar de la ciudad de Bogotá. En
todo caso de la experiencia urbana que a uno le atraviesa mientras se deja
llevar, en la medida que lo permita su vértigo, por la velocidad de
propagación de la misma.
Las cartografías de las guías ya prefiguran este fracaso de la visión
panóptica: los mapas aparecen cuarteados, fragmentados, dispuestos según
la lógica secuencial de las páginas y no según la omnipotencia del ojo
panorámico. Seis cuadrantes poblados por abigarradas retículas cada uno
de los cuales apunta, según las leyes establecidas de los mapas y las
leyendas, el paso al siguiente y por lo tanto su inminente defunción como
señal y mathesis del territorio. Asumen la preeminencia de la
multiplicidad, incluso de la incomposibilidad: Leibniz definía así la
incapacidad metafísica que tienen ciertas substancias para coexistir en un
régimen de mutua identificación o asimilación. En este sentido Bogotá es
�una especie de aporía metafísica, la zona crítica en la que todo
pensamiento totalizador sobre lo urbano se embarranca. Llegando de
Europa, donde la civitas vive en los estertores de sus diferencias, sumida
en una dialéctica entre la pulsión higiénica y unificadora de la
especulación financiera por un lado y la indignación social como única
matriz de diferencias por el otro, Bogotá aparece al visitante (o a cierto
tipo de visitante) como una especie de monstruo. La palabra monstruo
proviene del latín mostrare: es, pues, más un factor de videncia que una
aparición abyecta. Si nos dejáramos llevar por la poética piadosa incluso
podríamos hablar de epifanías. Monserrate rodeada por las brumas a
primera hora de todas las mañanas del mundo sería una de ellas. Lejana en
la distancia pero que parece respirar a ras de nuestros oídos.
CRI STA LES,
V ECTO RES, TI EMPO S
Evidentemente existen ciertos puntos estratégicos en los que uno puede
aproximarse bastante a la ilusión visual de la completitud: desde el Parque
de la Independencia, cerca del Planetario, desde las colinas más elevadas
del Parque Nacional Olaya Herrera, allí donde la vegetación urbana
empieza a fundirse con el verdor fractal de los cerros. Desde los
ventanales de la casa de un magnífico escritor y anfitrión bogotano, en
Bosque Izquierdo. O, incluso, por qué no, vislumbrando desde miles de
pies de altura la ciudad en las maniobras de descenso del avión recién
llegado. Pero en todas estas ocasiones, como diría la Gestalt, no hacemos
otra cosa que adecuar el tapiz a nuestras necesidades de percepción
unitaria. Incluso así, aquello que llega a nosotros de Bogotá es una
pequeña porción, o una finísima membrana.
La nomenclatura callejera, por su parte, contribuye a esparcir un
desconcierto esotérico: la numerología de su retícula, lejos de facilitar un
plano fijo de orientación, hace explícita la condición de esta ciudad como
enigma casi cabalístico. No son coordenadas (por mucho que uno disponga
de los apuntes del N y del S, de la transversalidad de las carreras y la
longitudinalidad de las calles), sino índices hermenéuticos del caos en
cuyas confluencias se condensan pequeñas revelaciones iniciáticas: 25C17/26A-91. A lo sumo movimientos en un inmenso tablero cuyo juego y
reglas cambian con la misma pasión mutante que la propia ciudad.
�Los cálculos y desplazamientos a través de los cuales se expresa Bogotá
transcurren en su mayoría a gran velocidad: la velocidad del tráfico, de los
andares presurosos o desordenados, de los intercambios de plata y
mercancías en los millones de nodos de comercio callejero, de las gemas
en la 7ª a los pequeños vicios portátiles (dulces, tabaco, minutos de
celular) amontonados en los puestecitos ambulantes apostados por doquier.
Ahí Bogotá se aparece como un conjunto de vectores, líneas de vértigo en
las que la ciudad se construye y se deconstruye al mismo tiempo. Uno tan
sólo ha experimentado un rasgo de sosiego en ciertos enclaves del sur, en
los aledaños de Ciudad Bolívar o en Venecia. Allí el ritmo tiene otra
cadencia, se respira un compás popular algo más lento, quizás surgido de
la tensa calma tras el crecimiento urbano abrupto o los pretéritos
estallidos de violencia.
Es algo poético, quizás incluso hermoso (aunque resulta difícil hoy en
día hablar en estos términos sin parecer un pacato) que sea en el Museo
del Oro donde se tiene una de las escasas oportunidades de experimentar la
sobria quietud de la memoria y del archivo. De la historia en el sentido
propedéutico del término. Esas piezas, esos miles de objetos, gestos de
ofrenda y recogimiento o exhibición ceremonial permiten pensar, aunque
sea tan sólo por un rato, en el flujo del tiempo y de las cosas coagulándose.
Como el oro, como el metal pasando de las arterias candentes, del fulgor
líquido a la toma de posesión de una forma representativa. El furor
momentáneamente detenido, controlado. Transformado en huella y, por
ende, en cultura. En pocos casos uno tiene la sensación de la contrastada
necesidad de un museo en un entorno urbano como en el caso del Museo
del Oro de Bogotá. Más allá de todo sentimiento de culpa o de rabia ante
el espectro del colonialismo. Más allá de la repulsa inmanente que
provoca la revisión del exterminio y del expolio. A título individual el
museo es un remanso de quietud temporal. Una suspensión provisional del
tiempo disipativo a través del metal más preciado, del cromatismo más
simbólico. El tiempo es oro. Nunca mejor dicho.
D I FEREN CI A
Y REPETI CI Ó N
Otro tipo de experiencia del tiempo merece ser pensada hasta cierto nivel
de herida en el intelecto y en los párpados. La atmósfera, los estratos
inasibles que atraviesan el aire montañoso de Bogotá están teñidos por una
�aporía climática. Algo de eso anuncia ya la visión brumosa, en
contrapicado, de Monserrate desde las llanuras urbanas. El derrame
incontestable de Aión sobre Cronos. Del Mito sobre la Historia. En Bogotá
conviven la climatología Ilustrada y la del irredento e imprevisible mito
estacional. No hay estaciones y sin embargo todas implosionan en la
ciudad, en la región. Subsiste una rígida franja de separación entre el día y
la noche, como si el atávico apareamiento de ambas deidades hubiera
acabado en un divorcio formalísimo al que siguiera una no menos formal
repartición de bienes: «tú te quedas el mundo de 6 de la mañana a 6 de la
tarde. A partir de ese momento yo tengo su custodia». Y así se cumple. El
juez de paz de las altas capas del mundo consiguió un acuerdo a priori
imposible. Los días se suceden con la misma cadencia de entrada y salida,
su registro es puntual, exacto. Repetitivo hasta una saciedad que puede
resultar agotadora. Eso condiciona gran parte de los hábitos, de las
sensaciones de reclusión o de las necesidades de escape. El alba y el
crepúsculo parecen hechos según los criterios de la obra de arte en el
periodo de su reproducción técnica, tal y como lo designó Walter
Benjamin.
Y, sin embargo, en esta cadencia repetitiva, en el interior de su intervalo
diario, se sucede el caos. La diferenciación irreductible, la sucesión
imprevisible. El otoño se superpone al verano, el invierno despunta con un
simple indicio de su gélido filo mientras a su alrededor el aire empieza a
formar bolsas calientes, densas y pesadas. Hay una sensación muy
nietzscheana de Eterno Retorno de lo Siempre Diferente. Una matriz
dionisíaca maneja los hilos y los resortes del clima, de la respiración, de la
transpiración. Si la urbe parece removerse a sí misma a cada instante
como la de Dark City (Alex Proyas, 1998), la meteorología muta y se
reordena con la misma naturalidad dislocada. El orden y el caos surfean
uno en el otro de forma constante, hasta hacerse en ocasiones
indistinguibles.
Orden y caos también se funden, se calibran mutuamente en las
superficies de los muros, en los corredores de cemento que flanquean y en
ocasiones separan sin éxito los ramales de la ciudad. En esas superficies
de granito o de conglomerado los grafitis serpentean alrededor de un
panteón de motivos cuyo peso y densidad moral contrastan con la ligereza,
la ingravidad bidimensional de las formas extendidas. Es como si en un
mismo emplazamiento perviviera la memoria histórica (profunda,
�tridimensional, grave hasta cierto punto) con lo narrado por una esquiva
mímesis legendaria (vaporoso, ligero en sus trazos, siseante). En cierta
forma el grafiti expone la pasión no siempre verbal ni verbalizable de una
ciudad que se adhiere a la necesidad y a la voluntad compulsiva de ser
siempre una y diferente. De retornar, figurada y desfigurada al mismo
tiempo, en el recoveco espiral de su peculiaridad irreductible. Bogotá es
como una abigarrada leyenda trazada sobre la grisácea textura de un
tiempo cementado. Casi borrándose, casi emergiendo de su propio fondo.
�JORGE ENRI QUE LAGE
( LA H A BA N A , CU BA , 1 9 7 9 )
Foto: © Alberto Sierra.
Es licenciado en Bioquímica, narrador, especialista del Centro de Formación Literaria Onelio
Jorge Cardoso, jefe de redacción de la revista de narrativa El Cuentero y editor de Caja
China Editorial. Ha publicado tres libros de cuentos: Yo fui un adolescente ladrón de tumbas
(Editorial Extramuros, La Habana, 2004), Fragmentos encontrados en La Rampa (Casa
Editora Abril, La Habana, 2004) y Los ojos de fuego verde (Casa Editora Abril, La Habana,
2005), y es autor de la novela El color de la sangre diluida (Editorial Letras Cubanas, 2007).
Cuentos suyos han aparecido en varias antologías y revistas cubanas.
La obra de Lage resulta interesante porque mezcla ciencia ficción, novela policíaca,
elementos de la cultura popular y personajes que incluyen freaks, zombis y gente común. Su
escritura es capaz de tomar distancia de todos lo lugares comunes que se asocian con Cuba y
se desplaza a lugares diferentes, en donde recicla elementos del cine y del universo onírico.
Lage tiene como influencias a escritores estadounidenses como Philip K. Dick, Ray
Bradbury, Breat Easton Ellis y Foster Wallace, entre otros.
�BO G O T Á
P I N TA D A
1
La rebelión se extiende por el campo colombiano. Hay algo esencial e
irrefutable en una protesta social cuando aquellos que la inician son
quienes viven, literalmente, con los pies sobre la tierra. En la mira está el
Tratado de Libre Comercio, es decir, hay demasiadas cosas en la mira.
Reclamos acumulados durante décadas. Y mientras los campesinos
bloquean carreteras, manifestaciones solidarias toman las calles de la
capital.
Cuando aterricé en el aeropuerto internacional El Dorado (nombre que
se tornaba de pronto aún más irónico de lo que ya era), aparentemente la
situación ya se había apaciguado. Las calles de Bogotá estaban tranquilas.
Los restos del hervidero, sin embargo, permanecían impresos en las
paredes, en los muros. Aquí y allá, a lo largo y ancho de las principales
avenidas, los manifestantes escribieron con aerosol cosas como:
«NO S TI EN EN EN LA O LLA . »
«¡VI VA EL PA RO A G RA RI O ! »
« CERRA R V Í A S PA RA A BRI R EL D EBATE. »
2
Una gran ciudad nunca podrá ser llenada de grafitis, de acuerdo, pero a
veces pareciera que sí, que el grafiti tiene la intención de avanzar hasta
cubrirlo todo, hasta tragárselo todo. Como la selva. Esa es la imagen que
recibe el forastero al caminar por algunos de los céntricos barrios de
Bogotá: imagen collage, imagen puzle, armada con múltiples piezas de
pintura y texto.
Fachadas que parecen inmensos recuadros de cómic. Muros colmados
de trazos laberínticos, signos mutantes, formas intrincadas, retratos y
firmas de artista adolescente. Veo pulpos, astronautas, monstruos o
�maquinarias, ojos desoladores, esqueletos... Me tropiezo con toda clase de
mensajes entre acero y asfalto. Leo: «PU RO SA BO R MA LD I TO » . Leo: «RED
D E U SU A RI O S D E SU STA N CI A S PSI CO A CTI VA S» .
El grafiti como un modo de psicoactivar la urbe. Una gigantesca red
eléctrica que enciende de neón las filigranas y las flechas del complicado
wildstyle, todas esas letras coloridas e infladas como burbujas de chicle.
Una alucinante nube de tags que se eleva hacia los cerros andinos
concentrando y remezclando los sueños, el delirio y las pesadillas de miles
de jóvenes ansiosos y más o menos clandestinos.
3
Pero una cosa es el grafiti lisérgico y otra cosa el grafiti que de pronto
ansía poner los pies sobre la tierra, traer el campo a la ciudad. En medio de
la huelga, la pintada callejera ya no es Street Art. La sustancia puede ser la
misma pero la dosis es diferente. El sabor maldito tiene otro sabor.
Estamos a la intemperie, lejos de todo embellecimiento visual, en pleno
territorio de la crudeza, de la urgencia expresiva. Guerrilla-painting.
El grafiti ya no mira a una tradición gráfica, a una postal de museo. Es
resultado de la improvisación y no del boceto previo. Invade la superficie
no como obra, estilo, marca, sino como residuo, rastro, salpicadura,
testimonio de un proceso social donde el autor se confunde con la multitud
urbana y el arte con el fluir caótico de la vida. En una manifestación se
dejan grafitis como se dejan olores, pisadas en el barro, saliva. Pintar una
pared no es un acto intelectual sino un imperativo fisiológico.
Por eso cuando leo en una calle: «CO N J U RA N D O LA MEMO RI A » , y más
adelante: « BO LÍ VA R V I V E, LA LU CH A SI G U E» , entiendo que no es
importante el hecho de que con la memoria, y especialmente con Bolívar,
también se pueden avalar fanatismos y arbitrariedades. Como tampoco
viene al caso la historia negra del comunismo cuando descubro el
emblema de la hoz y el martillo reproducido en varias esquinas bogotanas.
De hecho, en última instancia tampoco importan el Paro Nacional Agrario
y el TLC : estos son sólo chispas detonadoras.
Porque hay que protestar, así de sencillo. Razones hay de sobra, y
forman una masa tan compacta que contra ella se moviliza, en primer
lugar, el puro instinto. Las elementales vísceras. El Gobierno de Santos, el
Capitalismo, el Poder... Protestar por todo aunque corras el riesgo de no
�protestar por nada en concreto. Escribiendo en los muros, de paso, frases
que parecen caricaturas de aquellos lemas del Mayo Francés, frases tan
pretenciosas que lamentablemente resultan huecas, como ésta: «A LO S
H I J O S D E LA PO LI CÍ A LO S ED U CA RÁ LA REV O LU CI Ó N » .
4
No sé si de revolución, pero al echar un vistazo a la historia reciente del
grafiti en Bogotá sin duda tenemos que hablar de la policía. En agosto de
2011 un uniformado baleó por la espalda a un grafitero en la avenida
Boyacá. Diego Felipe Becerra tenía sólo dieciséis años y murió, dicen, con
pintura en las manos. Mancha acusadora que la Policía Metropolitana
intentó lavarse torpemente fabricando un caso de atraco a una buseta y
manipulando la escena del crimen.
Me dicen que, debido al impacto que tuvo el asesinato de Becerra en la
opinión pública, hoy se puede pintar sobre un coche patrulla ante la mirada
de los propios policías sin que éstos se decidan a intervenir. Una
exageración, probablemente, pero que da una idea de cómo se han movido
las cosas en los últimos dos años. O de cómo las han hecho mover.
Y pensando en este asunto me encuentro, en la revista Arcadia, con una
foto tomada durante las manifestaciones en apoyo al paro agrario. «N O
MÁ S ESMA D », había leído yo en la calle sin entender a qué se referían, y
de pronto ahí, en esa foto, descubro la contrapartida de los manifestantes:
el Escuadrón Móvil Antidisturbios. La imagen capta el momento en que
una mujer rotura con su spray la línea de escudos inmóviles de los
militares.
En ese gesto, en esa imagen, está también Diego Felipe Becerra. La
tensión grafiti-delincuencia elevada a otro nivel. Los escudos del Estado
son sólidos pero a la vez transparentes: por un momento, lo único que hay
entre la manifestante y las fuerzas represivas es el aerosol rojo con que
ella está escribiendo.
Sin prisa, insolentemente, la mujer pinta una sola palabra contra esa
barrera: «CERD O S» .
5
Hablando de animales: cerca de un cruce peatonal en la avenida séptima
me cruzo un stencil que representa una rata. Es un stencil que trata sobre
�el futuro (de algún modo el grafiti siempre trabaja con el futuro), pero lo
hace de otra manera. Dice: «O U R TI ME WI LL CO ME» .
Por supuesto, no puedo dejar de pensar en las ratas de Banksy, el célebre
grafitero británico. ¿Banksy en Bogotá, de incógnito? ¿Pero acaso Banksy
no va siempre de incógnito? ¿O es que el underground de Bogotá ya
incuba su Banksy, un Banksy optimizado, Banksy reloaded, Banksy sin
toda esa aura de éxito comercial?
Se me ocurre que hay muchísimos túneles de alcantarillado que
conectan el valle del Támesis con este altiplano de los Andes. Y se me
ocurre que aquí lo que importa no es el autor del stencil sino la rata. O
mejor: las ratas, siempre en plural.
Ratas anti-autoritarias, ratas anti-sistema. Ratas anarquistas, nihilistas y
provocadoras. Ratas satíricas, ratas iconoclastas, ratas vengadoras. Ratas
inteligentes, furtivas, escurridizas, silenciosas...
Las ratas existen sin permiso de nadie, ha hecho notar el propio Banksy,
quien también sabe que Rat es el anagrama de Art. Y que por tanto decir
Street Art es pura redundancia.
6
Hablando de animales: uno de los sitios más acogedores de Bogotá se
llama La Madriguera del Conejo y es una librería. Me interesa la idea de la
madriguera como un lugar lleno de libros, un lugar vinculado a la lectura.
La biblioteca, como la librería, también puede ser una madriguera. «Lugar
retirado y escondido», dice el diccionario. Y claro, la madriguera es un
espacio que también se construye y se lleva dentro de la cabeza.
Uno incursiona fuera de la madriguera y se desplaza por las calles de
otro modo, con otros hábitos. Uno sale de la madriguera para releer la
ciudad, para reinterpretarla, para reescribirla.
No compré ningún libro en mi visita a La Madriguera del Conejo, pero
esa noche llevaba conmigo un volumen de un joven poeta cubano, José
Ramón Sánchez. Uno de sus poemas se titula Marabú, que es el nombre de
un arbusto espinoso muy abundante en los campos de Cuba y muy difícil
de erradicar por su extrema resistencia y porque sus largas raíces originan
retoños dondequiera que emergen a la superficie.
Como el grafiti, pienso.
Como las asociaciones mentales.
�Y leo en el poema:
el ganado extranjero (Colombia)
traído después de la Guerra Grande
eyectaba las semillas luego de haber
ingerido los frutos en sus lugares de origen.
7
Frente a los edificios Tequendama, me detuve en una fuente que
conmemora no recuerdo qué aniversario de la independencia nacional. Allí
el grafitero se había limitado a poner un par signos de interrogación a
ambos lados de lo esculpido en la piedra mucho tiempo atrás:
«¿ I N D EPEN D EN CI A N A CI O N A L? »
Creo que la literatura, al menos la que a mí interesa, es algo muy
parecido a eso: intervenciones pequeñas en grandes relatos. Poner cosas
entre signos de interrogación, y entre signos de exclamación, o entre
comillas, y colgar y descolgar paréntesis.
8
Entre las figuras que decoran un largo muro convertido en mural está el
rostro sonriente de un hombre. Y aunque es un rostro que me resulta
familiar, no logro descubrir de quién se trata. A lo mejor es otro efecto de
la altura: los dos kilómetros y medio que me separan del nivel del Mar
Caribe producen un corrimiento en mi visión. Sólo después, repasando las
fotos, voy a caer en cuenta de que era Roberto Bolaño.
9
Leo: «A Q U Í ESTO Y, Y A Q U Í ESTA RÉ» . Suena como un desafío no exento
de orgullo. Y sí, parece que en esta ciudad los grafitis son un reto
constante a la permanencia. El forastero tiene la impresión (y las
impresiones del forastero son las que cuentan aquí) de que nadie planea
borrarlos en el futuro cercano. Las nuevas pintadas se superponen a las
viejas, las capas de colores y palabras quedan como registros geológicos
de sucesivos eventos urbanos, sacudidas políticas, nuevas redes sociales;
�como un archivo documental, multitudinario, abierto a todas las
frecuencias.
Leo: «D ESCO N ECTE LA RECEPCI Ó N , CO N ECTE LA EMI SI Ó N » , y pienso
que de eso se trata, en efecto. Pones tus logos y tus letras a pie de calle
porque otros los han puesto en lo alto, en anuncios lumínicos que coronan
el skyline. Intervienes fachadas y paredes porque en última instancia están
hechas del mismo material que los centros comerciales, los bancos y los
rascacielos. Escribes tu texto en una columna de piedra porque ya está
ocupada la columna del periódico. Y es que en un espacio donde chocan
tantos discursos y lenguajes, el pajarito de Twitter posado en el muro de
Facebook no es un mensaje demasiado convincente.
Leo: «TO D O LO D EL PO BRE ES PI N TA D O » y me pregunto: ¿De quién es
la megaurbe latinoamericana? ¿Qué necesitamos para creer en ella?
10
En todo viaje hay sus momentos de epifanía. Yo tuve uno de esos
momentos frente a una frase escrita con pintura roja sobre el fondo
blanquecino de una edificación colonial. Al leerla, sentí que Bogotá me
estaba hablando directamente a mí, a nadie más.
« LEE, LU CH A Y U SA LA CA PU CH A » , decía la pared, me decía Bogotá.
Un consejo para escritores, a la manera del famoso «Exilio, silencio y
astucia» que recomendara Joyce, en plan de sentencia oracular. Nada
mejor que este grafiti, pensé, para llevarme en el equipaje de mano en mi
regreso a La Habana.
�Panorámica del norte de Bogotá, con los Cerros Orientales de fondo. Foto: © Alberto
Sierra.
�MI GUEL ÁNGEL M ANRI QUE
( CA RMEN D E BO LÍ VA R, CO LO MBI A , 1 9 6 7 )
Foto: © Alberto Sierra.
Vivió y se educó en Bogotá. Estudió literatura en la Universidad Nacional de Colombia. En
1995, viajó a España donde se estableció por un tiempo. Allí, se especializó en Ciencias de
la Comunicación en la Universidad Autónoma de Barcelona. Años después, cursó una
maestría en Educación en la Universidad Externado de Colombia. Ha sido profesor
universitario y editor. Además, coordina el taller de novela corta del Fondo de Cultura
Económica. Es autor de La mirada enferma, finalista en el Premio Nacional de Cuento del
Ministerio de Cultura en 1998; Confesiones de un mutante, mención de honor en el Premio
Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá en 2002 y San Mateo y el ángel. En 2008, obtuvo el
Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura de Colombia con Disturbio, publicada
por Seix Barral en 2009. En 2013 publicó el libro de cuentos con temática zombe Ellas se
están comiendo al gato. En este momento Manrique es uno de los talleristas de la Red de
Talleres Locales de Escrituras de Bogotá.
�AV E N I D A
J I MÉ N E Z , 4 - 3 5 ,
BO G O T Á
—DO N SA LO MÓ N V EN D Í A LI BRO S D E D ERECH O , puerta a puerta, a los
abogados y se los pagaban a plazos —recuerda Hernán Jara, un librero de
la Lerner que comenzó en el oficio siendo muy joven.
Salomón Lerner era judío y ya pasaba de los veinte años. Provenía de
Córdoba, una provincia Argentina conocida como La Docta. Vino a Bogotá
a trabajar como vendedor de libros, un antiguo oficio trashumante que con
los años él transformó en un negocio rentable. Gracias a eso, el joven
Lerner pudo relacionarse con médicos y abogados de la ciudad que fueron
sus clientes, y a los que, con maletín en mano, les presentaba las
novedades jurídicas que le llegaban de Argentina o importaba de México y
España.
—Sin tener plata, Lerner se alojó en Residencias Tequendama —dice
Álvaro Arrubla, un viejo cliente de la librería.
Cuando Lerner pudo montar una pequeña oficina para distribuir libros
de medicina y derecho, en el segundo o tercer piso del edificio donde
todavía está ubicado un local de los tradicionales almacenes Tía, en la
carrera séptima con calle diecisiete, empezó con seis empleados.
Alejandro Burgos, el más antiguo, quien hoy tiene 83 años, pasó de
contabilizar las seis o siete facturas de los comienzos, a ser el gerente de
toda la vida de la librería.
—Los empleados que trabajaban allí —recuerda Alejandro Burgos—
recibían los libros que se traían, los desempacaban, los organizaban, la
secretaria facturaba los pedidos y los dos mensajeros salían a entregarlos.
Cuando las facturas se vencían, los muchachos salían a cobrar.
Tiempo después, a Lerner le propusieron que se encargara de la Librería
Jurídica, que estaba quebrada y había cerrado sus puertas, ubicada en la
calle catorce con carrera séptima, al lado de la Universidad del Rosario. El
�9 de mayo de 1958, el local se conocía con el nombre de Bibliográfica
Argentina, luego cambiaría a Librería Lerner.
—Hubo que rehacerla —dice Alejandro Burgos—, porque estuvo
cerrada mucho tiempo. Sacamos bastante libro viejo que ya no servía, y
ahí se empezó. Se trabajaba sábados y domingos. Se montó una buena
librería, que empezó vendiendo libros especialmente de derecho y
medicina.
Las ambiciones de Salomón Lerner irían más allá de distribuir y vender.
Como recuerda Germán Arciniegas en el artículo «Los libros de Lerner»,
él «inventó la gran industria editorial» en Bogotá. Lerner había creado
también una imprenta y un sello editorial. Aunque años después ambos
negocios desaparecieron. A finales de los noventa, la editorial Lerner entró
en liquidación. La crisis económica y los problemas con los proveedores,
empleados y acreedores financieros la condujeron a la disolución.
***
El 14 de enero de 1963 llegó a trabajar allí Hugo González. Él había
comenzado como mensajero en la Librería Continental de Medellín, 14
años atrás. Según cuenta su mentor, Rafael Vega, en Memorias de un
librero: «Su labor empezó cuando se ofrecía voluntariamente a
desempacar paquetes llegados del exterior en un incómodo rincón debajo
de las escaleras del edificio y donde apenas cabían dos personas».
—Hugo tenía una familia numerosa, como muchas familias
antioqueñas, y de pocos recursos. Como sintió estrecho el ambiente
familiar, fue un alivio cuando se vino para Bogotá —recuerda su amigo
David Restrepo.
Desde ese momento, Hugo González empezaría no sólo a crear su fama
de vendedor de libros ordenado, hábil y estricto, sino a forjar la historia de
una de las librerías más emblemáticas de la ciudad.
De González se dicen muchas cosas. Que no era buen lector, que lo
formó la experiencia, que apenas tenía la primaria. Pero también, que tenía
la información muy clara sobre la actividad editorial, que era honesto y
buen amigo de sus amigos.
—Se formó hace cosa de 40 años a la sombra tutelar de ese maestro a
quien tanto debe la cultura de Antioquia, don Rafael Vega —dijo Bernardo
Hoyos en el artículo «Una casa del libro colombiano», publicado en El
Tiempo, en 1991—. Hugo González, el Mono de la Lerner, esconde en su
�infantilidad inagotable, como diría Barba Jacob, gran amor y
conocimiento de libros. No pretende haber leído mucho pero persigue
nombres y títulos como experto en sus catálogos.
—Él no leía libros —dice Hernán Jara—. Él leía ciertas cosas que le
interesaban mucho, pero así como un lector dedicado y todo eso, no. Pero
sí se leía todos los periódicos. Estaba informado sobre qué libro iba a salir.
Tenía la capacidad de hablarle a usted de un libro sin haberlo leído. Él leía
lo clave. Esto y esto, y ya, con eso tenía para venderlo.
—Él leía El Espectador, no leía El Tiempo, y me decía: «hombre, yo no
leo sino carátulas y contracarátulas. Yo no leo» —dice Álvaro Arrubla.
El 9 de febrero de 1967, un terremoto con epicentro en el Huila
conmocionó al millón y medio de habitantes de Bogotá. Trece personas
murieron, hubo numerosos lesionados y más de cien heridos pasaron por el
servicio de urgencias del hospital San Juan de Dios. También se
registraron daños en edificios y viviendas. Miles de vidrios resultaron
rotos y más de cincuenta lotes perdieron sus paredes. A la Lerner el fuerte
sismo «le tumbó toda la cornisa».
—Entiendo que la parte de adelante de la librería se cayó —comenta
Hernán Jara.
—Como se destruyó la entrada, teníamos que entrar por los patios de la
Universidad del Rosario que quedaba en el costado —recuerda Alejandro
Burgos.
El temblor que destruyó el local obligó a Salomón Lerner a buscar otro
espacio ubicado en la esquina de una manzana triangular, en el costado sur
de la Avenida Jiménez, entre las carreras cuarta y quinta, que hoy se
conoce como Eje Ambiental, en los sótanos del Edificio Monserrate, que
hasta el año 1963 fue sede del diario El Espectador. Al lado, Salomón
Lerner construyó el Edificio Lerner.
—Mientras se hacían las obras improvisamos un local —dijo González
en El Tiempo, en 2003—. La librería no se acabó de milagro. Fue la época
en que salió Cien años de soledad, en Argentina, y decidimos importar
muchos libros. Nos la jugamos, eso no la dejó quebrar.
«Pero ese año no todo fue malo. Esa época la recuerdan especialmente
sus empleados porque fue cuando se vendió la mayor cantidad de libros en
los 30 años de existencia de la librería: ocho mil ejemplares de Cien años
de soledad».
***
�Con un préstamo de diez millones de pesos del Banco Central Hipotecario,
a finales de los sesenta y principios de los setenta, Salomón Lerner decidió
construir el edificio de doce pisos, de oficinas y apartamentos, donde
también ubicó la librería.
Además, bajo el sello Lerner editaría e imprimiría en Colombia revistas
de medicina como Tribuna Médica, algunas de las novelas ganadoras del
premio Esso, los 26 tomos de la Enciclopedia Jurídica Omeba y los más
de 40 volúmenes de la Historia extensa de Colombia.
En el local del primer piso del edificio, de unos 800 m2, Salomón
Lerner, Hugo González y Alejandro Burgos instalaron la nueva librería. En
el sótano del edificio se abriría posteriormente un local de descuentos
donde los libros costaban 20% menos.
—A Lerner lo conozco desde que vino a Bogotá a inventar la gran
industria editorial donde no existían sino pequeñas imprentas. Aquí nadie
pensó que podría surgir de eso una gran industria. Se estrenó con una obra
monumental que todavía sigue siendo famosa en el país: la Historia
extensa de Colombia —recuerda Germán Arciniegas en «Los libros de
Lerner».
Salomón Lerner se casó en Bogotá con Rosa Grimberg y tuvo cuatro
hijos. Luego, encargó a su cuñado Jacques Grimberg y a dos de sus hijos
del negocio editorial en Colombia y partió hacia España para continuar sus
proyectos librescos en ese país.
***
El 12 de septiembre de 1991, Hugo González inauguró la Sala Colombia,
una sección de la librería dedicada a exhibir y ofrecer libros de autores y
temas nacionales.
—Lo rodearon autores y editores, impresores, amigos y colegas al abrir,
al lado de su inmenso establecimiento de la Jiménez, una bella librería
para libros colombianos —dijo en ese entonces Bernardo Hoyos en «Una
casa del libro colombiano»—. Un largo sueño hecho realidad. El Mono se
inició entre los libros, de mensajero, a los 13 años. Hoy es un veterano,
ejemplo de persistencia y amor singular por los libros del mundo y de
Colombia.
La librería se amplió a 1.400 m2 en donde se conservan hoy los más de
50.000 títulos que ofrece la sede ubicada en el centro de Bogotá.
�A finales de 1992, Salomón Lerner estuvo unos días en Bogotá
presentando un libro de gran formato publicado en España, La corrida, del
pintor Fernando Botero, escrito por Gilbert Lascault. Unos años antes, en
1989, ya había publicado unas litografías y otro libro dedicado a la obra de
Alejandro Obregón en la colección Maestros del arte contemporáneo.
—Yo estuve en esa presentación —dice Hernán Jara—. Estaba el
presidente Gaviria. Don Salomón ya era un señor calvo y gordito.
—El señor Salomón era un hombre muy sencillo y dado a la gente.
Saludaba de mano, sin problema —recuerda Nohora Ramírez, quien
empezó siendo encuadernadora de la editorial, luego correctora de estilo
de la Historia extensa de Colombia y al final pasó a manejar la tesorería.
—Era una persona muy cariñosa, muy compatible con todos —dice
Martha Gómez, encargada del inventario.
***
Dicen, quienes conocieron a Hugo González que era uribista a rabiar, que
le gustaban los caballos, que era una persona honrada, entregada a su
trabajo, buena para manejar a la gente y que quería hacer de la Librería
Lerner un espacio cálido. Capaz de conversar con sus clientes sobre las
últimas novedades y de enfrentar a los frecuentes ladrones. Como la vez
que pescó a un magistrado de la Corte Suprema escondiendo un volumen
en la gabardina. Dicen que Hugo González le dijo:
—Oiga, señor magistrado, si quiere evitarse un escándalo mayor, mejor
déjeme ese libro y aquí nunca más vuelva.
Un poeta colombiano escribió que Hugo González era un librero atípico.
—Sí, atípico —comenta Álvaro Arrubla—, porque era un tipo que no se
daba ínfulas de intelectual, ni estaba echando carreta. Porque, entre otras
cosas, Hugo, políticamente era muy conservador.
Algunos de los empleados de la librería recuerdan el carácter de Hugo
González y sus enseñanzas.
—Me le quito el sombrero —dice Nohora Ramírez—. Yo oía que
siempre era muy bravo. Eso cuando tenía que gritar, gritaba.
—De Medellín, paisita —cuenta Martha Gómez—. Muy buena gente.
Cuando tenía que regañar, regañaba, pero uno aprendía mucho de él.
—Él lo animaba a uno con los clientes —dice Yolanda Hernández—.
Por ejemplo: «Vaya, que ella lo atiende en pedagogía, porque ella sabe
mucho del tema».
�—Era un jodido —dice David Restrepo—. Si pedía un consejo era
porque lo necesitaba, pero no admitía que se lo dieran. Le dio muy duro la
enfermedad. Fue la única cosa que vi en su vida que lo descontroló.
***
Alba Inés Arias, quien trabajó en la Librería Lerner de 1985 a 1987, y
regresó en 1998 para quedarse, es amable, recia, culta, heredera natural del
vacío que dejó Hugo González y del cargo administrativo que Alejandro
Burgos ejerció durante más de cincuenta años. Ahora es ella la que se
encarga de todo.
—Esa sí lee. Es una cosa impresionante. Alba Inés ha limpiado y
editado libros. Conoce todas las facetas de ese mundo —dice Álvaro
Arrubla.
Para Alba Inés, el oficio del librero, o de las personas que se dedican a
los libros, no es una quijotada ni un asunto romántico.
—Nosotros dependemos de esto —dice, sentada en uno de los sofás de
la sala de lectura—. No tenemos más ingresos que esto y somos cincuenta
personas. No hablemos de quijotadas, porque esta es la parte real, la parte
vulgar de la cosa, esto es un negocio.
Los clientes entran y salen. Ligia Araque, Héctor Baquero, Hernán Jara,
Henry Dueñas y Yolanda Hernández, pupilos de Hugo González, el librero
que hizo de la Lerner la librería que es hoy en día, se pasean por los
pasillos pendientes de los posibles compradores, los visitantes habituales y
los ladrones. Atentos con los lectores, escritores, profesores, estudiantes y
turistas. Durante años, estos libreros se formaron en el oficio de limpiar,
organizar y entender los demasiados libros que ocupan los más de sesenta
estantes de madera, sin contar los innumerables volúmenes ubicados en
los anaqueles empotrados en las paredes.
El hombre que fundó la librería vive en Madrid, España, y tiene más de
ochenta años. El gerente se retiró hace pocos meses. El librero, el señor
González, murió en 2004. Pero la Librería Lerner sigue allí todavía. Si por
casualidad pasan por la Avenida Jiménez, 4-35, ¿no querrían entrar a
saludar? También le debo mucho.
�MARTÍ N KOHAN
( BU EN O S A I RES, 1 9 6 7 )
Foto: © Alberto Sierra.
Enseña teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la
Patagonia. Publicó tres libros de ensayo: Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón,
cuerpo y política (en colaboración) (1998), Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter
Benjamin (2004) y Narrar a San Martín (2005); dos libros de cuentos: Muero contento
(1994) y Una pena extraordinaria (1998); y nueve novelas: La pérdida de Laura (1993), El
informe (1996), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002), Segundos afuera (2005),
Museo de la Revolución (2006), Ciencias morales (2007, ganadora del premio Herralde),
Cuentas pendientes (2010) y Bahía Blanca (2012). Kohan fue profesor de secundaria y en
sus clases dedicaba siempre tiempo a hacer lectura con sus estudiantes. Ahora profesor
universitario, se confiesa tímido y dice que cuando enseña, actúa.
�ES T E
S O L E S P U RA A G U A
NO I MPO RTA N LA S RA ZO N ES por las cuales uno llega a Bogotá: la
primera razón de todas, la que trajo a los primeros viajeros, la que motivó
las primeras llegadas, perdura en el nombre del aeropuerto. El Dorado:
promesa indeclinable que a la vez, sin ironía, casi con ternura, nos
confiesa que es de esa clase de promesas más intensas y más tentadoras,
las más auténticas y justificadas, las promesas más radicales, las más
verdaderas sin dudas, esas que nunca, pase lo que pase, sea lo que sea, van
de ninguna manera a cumplirse.
MI EN TO SI D I G O que no pienso en besarla. Y al besarla, por qué no,
envolverla como al descuido en un abrazo de apariencia casual. Se llama
Ana y me recibe en el aeropuerto con la inquietud susurrada de si he
volado bien, si no estoy demasiado cansado. Miento si digo que no pienso
en besarla. Pero soy, en definitiva, lo sabido y lo de siempre, un moderado,
un contenido, un mitigado, ya se trate del proceder (porque en cambio le
estiro mi mano y la saludo con la corrección de los diplomáticos de
carrera) o ya se trate del decir (porque, para ser del todo sincero, no pienso
solamente en besarla).
EX I STEN LA S CI U D A D ES que se ubican a prudente distancia de sus
montañas (un caso: Santiago de Chile). Lo hacen para obtener el beneficio
de la visión panorámica que es tan propia de las tarjetas postales. Y
existen las ciudades que se ubican al pie pero para convertirse en una
especie de mirador de sus propias montañas (un caso: Río de Janeiro), en
una perpetua vanidad de adorar y de adorarse.
En cambio Bogotá se deja simplemente estar al pie de las montañas, con
la deliciosa naturalidad de quien se echa o se recuesta, sin modestias pero
sin alardes, sabiendo que encontró su lugar. Se lo digo de repente a Ana,
pero ella se limita a sonreír, mirando por la ventanilla del auto. Ahora
�temo, arrepentido, que piense de mí que soy uno de esos típicos turistas
que apenas llegan a un lugar se creen con derecho a sacar conclusiones.
LLA MO
A BU EN O S A I RES :
nadie me atiende.
—REG Á LEME SU FI RMA —me pide Ana, señalando, delicada, el final de
una planilla. Lo hago, le regalo mi firma. Se me ocurre que ahora, si ella
quisiera, podría indistintamente firmar con su nombre o con el mío, como
si el mío, desde ahora, pudiese ser suyo también.
Decido dormirme pensando en eso. Pero es por pensar en eso,
precisamente, que me acuesto y no me puedo dormir.
AMA N ECE A PLEN O SO L . Lo comento en la mañana.
—Este sol es pura agua —me disuade, aunque sin énfasis, el taxista que
me lleva hacia la charla.
¿Un sol de agua?, me digo. ¿Un sol que es pura agua? Se explica el
hombre del taxi: tanto sol y tan caliente, desde hora tan primera, no
anuncia otra cosa que lluvia. Como meteorólogo resulta impecable, porque
lo concreto es que acierta; la tormenta, pasado un rato, le da por entero la
razón. No obstante a mí que, previsible, el sol me lleva siempre a pensar
tan sólo en llamas y en fuego, tanto más me impactó como poeta. Poeta sin
intención, por pura fatalidad de la lengua, sin gasto de premeditación y
esmero.
ALMU ERZO CO N A N A en La Romana de la Avenida Jiménez. Del otro lado
de las cortinitas parejas, quedan la Plazoleta del Rosario y su sociabilidad,
la calle que hace sus curvas, las montañas, el cielo en ruinas. Tentación de
espiar por las rendijas, tentación de resquicio y de asomarse. Para mirar la
calle hay miles de sitios. En La Romana hay que espiar.
Ana llega y se disculpa porque no pudo estar en la charla.
—Y menos mal que no estuviste en la fiesta que hubo anoche —agrega
como en compensación.
Le digo que no estaba enterado de que anoche había una fiesta.
—Mejor así —concluye—. Menos mal que no estuviste. Pasan esa clase
de cosas que, en fin, prefiero saber que no viste. Prefiero saber que no me
viste.
No me atrevo a preguntar, se hace un silencio.
�—Esas fiestas son un poco así. Y una cosa conduce a la otra. Yo misma
no consigo entender hasta dónde me dejo llevar a veces.
Explico que si no fui es porque aterricé y no sabía.
—¡Pero no! —me exime—. Si me hubieras visto anoche, si hubieras
estado ahí y me hubieras visto anoche, no me habría atrevido yo a venir
ahora a este almuerzo.
En ese caso, reflexiono, mejor así; pero la verdad es que no digo nada.
LO Q U E A PRECI O en la Avenida Jiménez es su opción por la sinuosidad.
Desemboca en las montañas tras dar curva y contracurva, como haciendo
un juego de intriga; me gusta porque es indirecta, porque sabe demorar. La
prefiero una y mil veces a esas tantas avenidas rectas, incapaces de
misterio, que señalan su desenlace (en este caso, el Monserrate) con la
saciedad de lo explícito. Por Jiménez hay que ir y venir. Ni ir ni venir: ir y
venir.
Ana me revela que ese dibujo responde en verdad a lo que antes fue el
curso serpenteante de un río. Asiento de inmediato y aprovecho para
mirarla a los ojos. No quiero que piense de mí que soy incapaz de
reconocer un río tan sólo porque le faltan el cauce, las orillas y el agua.
A LA TA RD E TEN G O O TRA CH A RLA . Esta vez, Ana concurre. La sola idea
de defraudarla me desespera.
DESPU ÉS
LLA MO A BU EN O S A I RES .
Nadie me atiende.
EL CI ELO D E BO G O TÁ multiplica acontecimientos. No es como los otros
cielos, apenas la techumbre que cubre los sitios donde las cosas pasan. En
Bogotá las cosas que pasan, pasan también en el cielo, o antes que nada en
el cielo, porque jamás se queda quieto ni permanece igual a sí mismo. Hoy
por caso, en mi tercer día, clarea entre nubes pesadas, vaticinio ineluctable
de tormentas. Pero a ese cielo pronto le sucede otro, y luego otro, y luego
otro. Camino por la Carrera 7 mirando lo que me sale al paso, desde el
cantor callejero de boleros hasta las imitaciones de Michael Jackson,
desde las ferias de chucherías en las veredas hasta el perfil del edificio de
«El Tiempo». Pero no dejo de mirar el cielo mientras tanto, nunca dejo de
mirar el cielo mientras tanto.
�AN A LLEG A MU Y CA N SA D A , me dice que se siente mal. Adelanta sus
disculpas por si fuera a mostrar fatiga en la charla de la tarde. Me explica,
aunque yo no le pido que explique, que las cosas tomaron un curso
extremo en la reunión que se hizo anoche en la casa de Mario. Le respondo
que no sé quién es ese Mario y que nadie me avisó que se hacía una
reunión en su casa.
—No era indispensable que vinieras —me tranquiliza Ana.
Los encantos pasteleros de la Florida están expuestos hacia la calle. Las
mesas, las sillas, los mozos, esperan en la parte de atrás, si es que uno se
decide a entrar. La seducción, que es lo que ambiciona, no está solamente
en los contenidos que ofrece, sino también, y sobre todo, en la forma que
decide adoptar.
Ana recomienda ciertos postres con chocolate. Y agrega, como si tal
cosa, que cada cual es completamente dueño de hacer lo que mejor se le
antoje con su ropa y con su cuerpo, pero que a veces ella misma se
pregunta por qué mejor no se queda serenamente en su casa, mirando
alguna película en la televisión o leyendo alguno de esos tantos libros que
sabe que tiene pendientes.
—Me gustaría tanto leerte, por ejemplo —especifica.
EL CI ELO A LLÁ EN BU EN O S A I RES se anuncia siempre a sí mismo. Uno
puede mirar a lo lejos hacia esa remota presunción que llamamos
horizonte, y anticipar lo que vendrá. La planicie lo propicia: carecemos de
sorpresas. En cambio no existen anticipos en el cielo de Bogotá. Lo que
vaya a pasar en el cielo, el futuro que pronto tendrá, proviene siempre
desde atrás de las montañas y las propias montañas lo ocultan. Sobre un
cielo más o menos celeste, el Monserrate se pone de pronto a fabricar
nubarrones negros y a soltarlos en la altura como quien echara a correr
animales que hasta entonces permanecían cautivos. O al revés, decide
tajear de repente la pantalla gris de un cielo encapotado hasta abrirle
jirones de luz y fondo celeste. El futuro del cielo de Bogotá se esconde
atrás de las montañas y las montañas lo van revelando con un criterio muy
propio del suspenso y el desenlace.
DI CE BEN J A MI N , le digo a Ana, tanto en «El narrador» como en
«Experiencia y pobreza», y en ambos casos con la intención de contrastar
lo que cambia por completo con lo que permanece siempre idéntico, esta
�frase deslumbrante: «Todo, salvo las nubes, había cambiado». Las nubes
son la cifra, para él, de lo igual, de lo inmutable. Pero nada de eso, le
detallo, entusiasmado, podría decirse en Bogotá. Porque si hay algo que en
Bogotá va variando todo el tiempo, si hay algo que se transforma y no
queda nunca igual, eso es precisamente las nubes.
Al instante me arrepiento de haberme expresado así. Temo que Ana
piense de mí que soy uno de esos típicos profesores universitarios que no
pueden hablar sin hacer citas, convocando a tal escritor, a tal filósofo o a
tal crítico.
AN A A G O TA SU CU A RTA TA ZA D E CA FÉ . Al café negro aquí lo llaman
tinto, palabra que en Buenos Aires remite por el contrario al vino. Ana me
aclara que no es su criterio el de ponerse a tomar una cosa para revertir el
haber tomado otras. Dice que hay cosas que uno hace porque
decididamente le importan, y que hay otras que se presta a hacer
justamente porque no le importan nada. Pero que, a veces, en ocasiones,
cuando se traspasan todos los límites, cuando llegan inclusive a ocurrir
cosas como las que ocurrieron anoche, hasta tan tarde, en la casa de Mario,
es posible empezar a plantearse por qué motivos no nos importa eso que
no nos importa.
Me decido a preguntarle, por fin, no por curiosidad, más bien por
enloquecimiento, qué fue lo que pasó exactamente anoche en la casa de
Mario, y anteanoche en esa fiesta, qué cosas son las que ella hizo, qué
clase de cosas le hicieron.
Ana toma café y no responde.
EN EL H O TEL D O N D E ME A LO J O se alojaron alguna vez, entre otros: John
F. Kennedy, Nixon, Fidel Castro, Bill Clinton, Neil Armstrong, Celia Cruz,
Óscar Córdoba, Valderrama. Una vitrina con una galería de fotos lo hace
saber, en el pasillo que conduce desde el lobby al restaurante. Panteón de
celebridades, algo tiene, sin embargo, de álbum familiar o de planilla de
asistencia.
Se lo comento, al pasar, a Ana, mientras caminamos por La Candelaria
rumbo a la siguiente charla.
A J ESU CRI STO SE LO V E casi siempre sufriendo: tajeado, sangrante y
semidesvanecido. Pero al menos se lo ve erguido. Clavado, sí, enhebrado
�con dolor en la cruz que lo eterniza. Pero erguido, aun en esas condiciones.
Las iglesias de Bogotá me deparan en cambio dos visiones singulares: la
de un Cristo que se arrastra, caído en el suelo y aplastado; la de un Cristo
que gatea, en cuatro patas, a lo perro, lo último que uno esperaría de la
figuración de un dios, así sea de un dios que padece.
AN TES D E I R A A CO STA RME , calculando que por diferencia horaria lo que
aquí es noche allá ya es madrugada, llamo una vez más a Buenos Aires.
Una vez más, nadie me atiende.
ABRO LA S CO RTI N A S , en vez de cerrarlas. Después me voy a acostar.
Prefiero que mañana sea la luz de Bogotá lo que me despierte, con el
anuncio de que empezó el día. La luz de Bogotá es tan resuelta y cristalina
que aumenta la realidad de cada cosa que toca, hasta dar la sensación de
que ninguna es inalcanzable. Ninguna en absoluto, ni siquiera las
montañas.
PERO A LG O MEJ O R SU CED E , y es que es la voz de Ana, en lugar de la luz
del día, lo que al final me despierta. Un llamado telefónico de Ana. Me
pregunta si estoy durmiendo. Le digo, le miento, que no. Me anuncia que
un fotógrafo vendrá al hotel para hacer algunas tomas conmigo. Me dice
que se llama Alberto. Que ella no va a poder acompañarme. Que podemos
vernos más tarde. Que disfrute de Bogotá.
Presiento que ya va a despedirse, pero se frena. Dice que hay algo que
quiere pedirme. Me hace feliz saber que Ana va a pedirme algo, me hace
feliz saber que voy a poder cumplir algo que Ana me pida.
—Te imploro —refuerza.
Le pregunto qué.
Me pide que por nada del mundo, por nada del mundo, subraya, admita
ver las fotos que alguna vez Alberto le sacó y que lleva siempre consigo.
—Hay cosas que uno hace porque pasan, porque duran un instante y
desaparecen; pero las fotos detienen ese instante y lo vuelven definitivo.
Te pido por favor que no aceptes ver esas fotos.
Le digo a Ana que por supuesto: que por nada del mundo aceptaría ver
esas fotos.
Ana me dice que me haría una idea totalmente equivocada de ella si las
viera. Que por favor no las vea.
�Le digo que no voy a verlas.
Me pide que se lo jure.
Se lo juro.
Me pregunta si puede confiar en mí.
Le respondo que sí puede.
Me da las gracias.
No digo nada.
ALBERTO Q U I ERE FO TO S U RBA N A S . Dos o tres en la avenida, alguna en el
banco de un parque, en las calles con pendiente, con fondo de
Transmilenio, caminando en ficción de descuido, al pie del monumento a
San Martín. Después vamos y subimos a la altura del Colpatria, ese
edificio que, en las noches, actúa en sus cuatro caras las alucinaciones
colectivas de la ciudad. Modestia de la altura humana: subimos y subimos
y subimos y, al llegar a la azotea, a la cumbre, al techo mismo, seguimos
estando apenas al pie del Monserrate. Varias fotos en panorama, con vista
general de Bogotá.
Alberto cambia lentes. Alberto busca un reparo del viento. Alberto me
señala, desde aquí, cuál es su casa. Alberto me cuenta que ha vivido tres
meses en China. Alberto me dice dos oraciones en chino. Me aclara que es
casi todo el chino que sabe.
Llevamos más de una hora juntos y todavía no ha dicho una sola palabra
sobre las fotos de Ana. Ni hablar de darlas a ver.
Lo que yo juré fue no verlas, no juré no mencionarlas.
La altura y el viento provocan una rara sensación de intimidad.
Le pregunto a Alberto por esas fotos de Ana.
Alberto sonríe.
—¿También a ti te habló sobre esas fotos?
El dolor de celos que de pronto me lastima, ¿de dónde proviene?
Proviene de la palabra «también».
—¿Es verdad que son tan terribles? —le pregunto.
—Sólo ella puede decirlo —me contesta.
Nada dice de mostrarme ahora esas fotos, y de este modo contribuye,
sin saberlo, a que yo pueda cumplir con lo que prometí.
ESPERO A A N A en el café San Moritz. Es donde ella me citó, lo que en
parte me resulta extraño, porque casi no hay mujeres en las mesas del café
�San Moritz. Hay una detrás del mostrador y hay otra que pasa ofreciendo
billetes de lotería, pero ellas están en el San Moritz, no vienen al San
Moritz. El resto son hombres de aire taciturno, sentados de a dos y
conversando en voz siempre muy baja, o solos y con la vista perdida en un
punto que, aunque remoto, no está fuera del San Moritz. En una pared, dos
fotos: una de Gaitán, otra de Carlos Gardel. La luz de la calle entra por un
pasillo oscuro y anuncia la llegada de cualquiera que sea que venga. El
techo de madera es la cita de otro tiempo. Pero, ¿qué sería de los
semblantes adustos del café San Moritz, qué sería de los viriles
semblantes adustos del café San Moritz, sin las canciones de amor que ahí
se dejan oír de continuo? ¿Qué sería de los callados y los serios del café
San Moritz, que sería de los hombres callados y serios del café San
Moritz, sin las canciones de amor que ahí se dejan oír de continuo? En
ellas está la verdad, el trasfondo sentimental de los aires recios, el secreto
de ternura que subyace al gesto firme. No falta el que, por ejemplo, se
larga a cantar un estribillo de Nino Bravo o de Roberto Carlos, y hasta un
bolero mexicano entero. Es cosa de hombres un romanticismo así.
AN A LLEG A CO N LEN TES O SCU RO S . Inmensos lentes oscuros que le
cubren casi toda la cara. Al entrar no se los quita, a pesar de que el sol
quedó afuera. Trato de ver a través de esos cristales de humo: los ojos de
Ana, las mejillas de Ana. No se puede. Habría que llamarles máscara a
esos anteojos que trae. Escondite, refugio, trampa.
—¿Dormiste mal?
—No dormí.
Ana me pide que pague y que nos vayamos. La última charla será en un
rato. Me vuelvo a Buenos Aires mañana.
—¿Qué pasó? ¿No pudiste dormir, acaso?
—No es que no pude. Es que no dormí.
El café en el San Moritz cuesta mil pesos. Pago con un billete ajado
donde también está Gaitán.
—Es feo no poder dormir —propongo.
—Más feo es no querer —responde.
Le pregunto a Ana si aceptaría quitarse los anteojos un momento. ¿Qué
habrá detrás? ¿Fatiga? ¿Marcas? ¿Marcas de qué? Ana me contesta que no,
que de ninguna manera. Y se acerca para darme un beso en la mejilla.
�Mientras salimos, a nuestras espaldas, alguien dice, entre guitarras, que en
la vida hay amores que nunca pueden olvidarse.
LE CO MEN TO A A N A lo de la estatua de San Martín en Bogotá. La estatua
de siempre: el caballo en dos patas, el héroe erguido, la trascendencia, la
gloria, la inmortalidad. El prócer habitualmente busca altura: el brazo se
eleva y se prolonga en la mano firme, para culminar en el dedo señero que
apunta al futuro y al destino. Pero hay un detalle que me cautiva en la
estatua de San Martín en Bogotá. Y es que la muñeca se quiebra. En vez de
sostener la continuidad en pleno ascenso del brazo en la mano y de la
mano en el dedo, se parte y altera el gesto en todo: el héroe nacional que
pretende estar señalando lo eterno, más se asemeja de pronto, por ese solo
detalle, a un mero profesor que convoca a un alumno para que pase al
frente a dar lección, o a un simple comprador en una pescadería que le
muestra al vendedor cuál de todos los pescados quiere.
Apenas lo digo, me arrepiento. Temo que Ana piense de mí que soy el
típico argentino que anda por el mundo rastreando huellas de la
argentinidad.
DESPU ÉS D E LA CH A RLA , camino al hotel, Ana me hace saber que mañana
ella me va a acompañar al aeropuerto. Y agrega que le gustaría que antes
pasara yo por su casa. Me dice que quisiera mostrarme el lugar donde
vive.
Refuerza así: que le gustaría realmente mucho.
Y matiza así: que sin embargo no quiere ocasionarme molestias justo el
día de mi regreso.
Yo le aseguro con resolución que no me ocasiona la más mínima
molestia. Al contrario.
DEBERÍ A
LLA MA R
a Buenos Aires, pero no llamo. ¿Para qué voy a llamar?
ME G U STA MU CH O , en las noches de Bogotá, saber que las montañas
siguen ahí. Así, sin verlas, puro silencio.
ME PREPA RO PA RA EL D ESV ELO , pero sucede justamente al revés.
Duermo la noche entera, con entera placidez, soñando tanto como si
coleccionara sueños.
�AN A V I V E EN LA ZO N A RO SA . El Transmilenio me lleva con la misma
urgencia que yo mismo siento. Bajo y camino entre arboledas y limpieza.
No había sol cuando salí del hotel, pero hay sol ahora. Las calles están
especialmente calladas.
Llego hasta la casa de Ana, me anuncio abajo, subo tres pisos. Su puerta
queda justo a mitad de pasillo. Se abre antes de que alcance a tocar el
timbre. Pero no es ella quien la abre. No es ella, es Enrique. ¿Enrique?
Enrique, sí, su marido. Detrás de Enrique, asoma Ana. Y detrás de Ana,
asoman Toño, Daniel y Valentín. Siete años, cinco años, dos años: sus
hijos. Ana se disculpa por el desorden de la casa, que a mi juicio luce
impecable. También se disculpa por ofrecerme apenas una comida pronta,
en lugar de un almuerzo formal.
Me siento y Enrique se sienta también, a conversar un poco conmigo.
Pierdo a Ana de vista, supongo que está en la cocina.
—La vida de escritor —comenta Enrique—. Debe ser apasionante.
Podría hasta darme una palmada en la rodilla al decirlo.
—En verdad no lo es en absoluto —lo desencanto—. Todo el día
sentado y solo. Leyendo o escribiendo. Sentado y solo.
Enrique alza las cejas.
—Y eso en el caso de los escritores más vitales —completo—. Otros
hacen lo mismo, pero acostados. En la cama todo el día.
Enrique carraspea y se acomoda el cuello de la camisa. Me dice que en
cambio él se dedica al comercio de maquinaria agrícola y que es un mundo
apasionante. Me detalla a continuación las características de no menos de
seis modelos de tractor.
Se detiene cuando aparece Ana.
Ana invita a la mesa, llama a sus hijos. Me pongo a calcular
mentalmente a qué edad los habrá tenido.
Valentín es el más chico: ha hecho un dibujo para mí y me lo trae. Dos
enormes ojos redondos y un frenesí de rayas verdes. «El Sapo Pepe», me
explica Ana; de inmediato le pide a Valentín que cante para mí la canción
del Sapo Pepe y a continuación comienza ella misma a cantarla para
estimularlo a que él también lo haga.
Toño interrumpe para preguntarme yo por quién voy: si por Millonarios
o por Santa Fe.
No sé muy bien qué decir y arriesgo un nombre: Millonarios.
�Entonces Daniel me hace saber que todos ellos (dice así: «todos
nosotros») son en cambio de Santa Fe.
El padre se señala el pecho y sonríe con inocultable orgullo.
CA BEMO S PERFECTA MEN TE BI EN en la Toyota Hilux que maneja Enrique.
Ana sube dando casi un salto, y el tiempo parece detenerse mientras lo
hace y queda en el aire.
Yo voy atrás, con los tres niños.
Mirando la nuca de Ana.
EN EL A ERO PU ERTO ME D ESPI D EN los cinco ondeando cariñosamente las
manos: Ana, Enrique, Toño, Daniel, Valentín. Lo hacen todos a la misma
velocidad, casi diría que de una misma manera.
Un rato después, con fondo de turbinas, después de haberlos admirado
tanto de lejos, me hundo en el cielo y en la luz de Bogotá.
Buenos Aires, Comodoro Rivadavia, Monterrey
Noviembre de 2013
�FRANK BÁEZ
(SA N TO D O MI N G O , 1978)
Foto: © Alberto Sierra.
�Licenciado en psicología por el I N TEC con posgrado en investigación social por la
University of Chicago at Illinois. Ha publicado los libros Jarrón y otros poemas (Editorial
Betania, Madrid, 2004; Cielo Naranja, Berlín, 2013); Págales tú a los psicoanalistas
(Editorial Ferilibro, Santo Domingo, 2007), con el que obtuvo el Premio Internacional de
Cuento Joven de la Feria Internacional del libro; Postales (Editorial Casa de Poesía, San José,
2008; Editorial Textos de Cartón, Córdoba, 2009, Editorial Cara de Cuis, Córdoba, 2010,
2011; Editorial Ediciones De a Poco, Santo Domingo, 2011; Ediciones Liliputienses, Madrid,
2012), que obtuvo el Premio Nacional de Poesía «Salomé Ureña», máximo galardón a una
obra poética en República Dominicana; En Rosario no se baila cumbia (Editorial Folía,
Buenos Aires, 2011) y En Granada no duerme nadie (Fondo editorial Soma, Managua,
2013). Editor de la revista Global http://www.editorialfunglode.com/index.php/perfil-revistaglobal y coeditor de la revista Ping Pong http://www.revistapingpong.org/. Forma parte del
colectivo de spoken word El Hombrecito («http://www.elhombrecito.com/») que ha editado
dos discos: Llegó el Hombrecito (2009) y La última vuelta (2012). Sus textos se han
traducido a varios idiomas. Su página: www.frankbaez.com.
�UN
MI L A G RO E N BO G O T Á
EN BO G O TÁ ME SU CED I Ó U N MI LA G RO . No me refiero a esos milagros en
que uno ve de repente al Cristo de la agonía crecerle el pelo en la iglesia
de San Francisco. No, lo que me pasó fue otra cosa: cuando caminaba de
noche por la séptima, ocho gamines se me lanzaron encima para atracarme
y yo salí ileso y con todas mis pertenencias. Sé que es difícil de creer. Es
más, si no hubiese estado con mi amigo norteamericano Kris que lo
presenció todo, creo que tampoco yo lo creería.
A Kris lo acompañaba por la séptima a eso de las dos de la mañana.
Buscábamos unas invitaciones que se le habían caído. Por lo que no sólo
atravesábamos esa calle a una hora imprudente, sino que lo hacíamos con
la cabeza gacha y la mirada puesta en el pavimento a ver si encontrábamos
las invitaciones, que por cierto, eran para un brunch.
Pero aún puede ser más absurdo. Kris se dedica al negocio del arte y
tiene una galería en la ciudad de San Francisco. Había ido a Bogotá para la
artBo que se inauguraba esa noche. Incluso se da el caso de que a donde
estábamos supuestos a dirigirnos era a un after party de la artBo. Como
Kris es un poco excéntrico, estaba vestido con unos lentes rosados, una
camiseta tropical de mangas cortas, pantalones oscuros y un chal rojo que
usaba para cobijarse del frío. A esto hay que añadirle que es rubio,
jovencito y tiene los brazos tatuados. En fin, uno de esos looks que a esa
hora y con esa oscuridad parecían decir atráquenme que cargo muchos
dólares. Por esa razón, yo no dejaba de mirar al pavimento y a Kris, a
quien vigilaba como si fuese su guardaespaldas, dejándolo que se fuera
varios metros delante, al punto que cuando alcanzamos el lado menos
alumbrado de la calle y los gamines aparecieron y se lanzaron sobre mí,
incluso uno de ellos poniéndome una navaja en el cuello, no tuve tiempo
de reaccionar. Lo único que recuerdo es que en un segundo los tenía a
todos encima y al siguiente estaba corriendo a donde me esperaba Kris.
�Quizás ustedes piensen que la presencia de la policía con sus
ametralladoras y con sus perros provocó la desbandada de mis potenciales
atracadores. Pero no había ninguno por los alrededores. Por lo que si no
me agredieron y no me robaron fue porque en el último momento los
gamines decidieron no hacerlo. ¿Habrán pensado que no tenía dinero
suficiente? ¿Les habré parecido un dominicano miserable que no valía la
pena desgraciar? Puede ser. Aunque la realidad era que tenía una cámara
en un bolsillo y llevaba tarjetas de crédito y algunos dólares. Además,
llevaba puesto un suéter de Comme des Garçon que costó mucho dinero.
Así que no le encuentro mucho sentido a que me dejaran ir a esa hora de la
noche. Sea como sea, lo hicieron y yo llegué corriendo a la esquina donde
estaba Kris esperándome.
—¡Fue un milagro! —exclamó mi amigo gringo.
Aquella fue la primera vez que oí la palabra milagro relacionada con mi
intento de atraco. De ahí en adelante todo el mundo usaría esa palabra para
al hablar al respecto. Me sentía como si estuviera en una misa de sanación
o en un segmento de Primer Impacto. A pesar de esto, cada vez que
contaba lo del milagro los bogotanos procedían a compartir sus historias
de atracos. Me contaron historias sórdidas. Historias terroríficas. Historias
divertidas. Las experiencias eran similares a las dominicanas y a las de
otros rincones de Latinoamérica. Así conocí la historia del joven escritor
Luis Rafael Gutiérrez, un costeño que vino sin un centavo a Bogotá y que
vagando por los alrededores fue asaltado por un grupo de gamines
parecidos a los que intentaron atracarme. Asustado y con los bolsillos
vacíos, Luis Rafael les explicó que no tenía dinero y que estaba pasando
hambre y frío en Bogotá y que les gustaría unírseles. Por supuesto, los
atracadores no le tocaron un pelo y se fueron raudos y con temor de que se
les uniera el escritor costeño. La escritora Mariana Jaramillo no tuvo la
misma suerte. A la salida de un bar fue rodeada por unos tipos que le
pusieron un revólver en el estómago y la forzaron a que les entregara la
cartera. A la semana alguien llamó a su casa para decirle que tenía sus
papeles. Fue con su mamá y su novio albino a Las Cruces a procurarlos.
Tuvieron que darle plata al gamín que según explicaba los había rescatado
con toda la buena fe del mundo de una chatarrería. Mariana también me
contó que en una ocasión estaba caminando hacia el trabajo, cuando de
repente un tipo le hizo un abrazo de oso y amenazándola con un objeto
punzante le pidió que le entregara todo. Mientras ella negociaba para que
�al menos le dejara los papeles, se acercó un visitador médico que enfrentó
al atracador, lo insultó y estuvo a punto de pegarle con el maletín, pero el
atracador emprendió la huída. Con tal de recompensar el acto de
heroicidad, Mariana le compró al visitador médico un jugo de mora de
cajita.
Al contarle lo del milagro a la mesera del restaurante donde
desayunaba, ésta me recomendó que hiciera un peregrinaje hacia el cerro
de Monserrate para agradecer la bendición que había recibido. Sin
embargo, cuando el fotógrafo Alberto Sierra refirió que una mañana en
que hacía su caminata rutinaria hasta el Monserrate fue atracado por un
muchacho de trece años, desistí. Cuando el muchacho le ordenó a Alberto
que le diera todo lo que llevaba encima, este le dijo que sólo traía dos mil
pesos para una gaseosa que quería tomarse en la cima. Para humillarlo, el
muchacho señaló los tenis mugrosos de Alberto y le ordenó que se los
entregara. Por lo que Alberto terminó bajando descalzo la larga pendiente
que conduce a Monserrate. Pero ese no fue el único robo que sufrió. En
otra ocasión, fue asaltado junto a una periodista europea con la que iba a
realizar un reportaje en un barrio del que no recuerdo el nombre, pero que
debía ser muy caliente. Digamos que era El Amparo. Aunque bien pudo
haber sido El Codito. La cosa es que Alberto y la periodista fueron
interceptados por una banda de gamines a las afueras del parqueadero
donde habían dejado el carro. Por el lado derecho se llevaron a la
periodista europea y por el izquierdo se llevaron a Alberto. Tras robarle su
cámara Nikon lo obligaron a que se echara a correr y le diera una vuelta a
la manzana. Mientras corría Alberto no dejaba de preocuparse por la
periodista europea y de pensar en cómo la rescataría, lo que no fue
necesario, ya que a los pocos segundos la vio corriendo hacia él en
dirección contraria. Al igual que a Alberto, a la periodista le habían robado
y mandado a que se echara a correr por la manzana. En cuanto a la cámara
Nikon, apareció cinco años después en una compraventa, donde Alberto no
tuvo de otra que volver a comprarla.
Por supuesto, hay historias más terribles. Historias de paseos
millonarios. Historias de violaciones, de ajustes de cuentas, de asesinatos.
Por ejemplo, aquella que me contó la restauradora del teatro Faenza.
Inaugurado en 1924, el Faenza fue el teatro más importante de Bogotá y el
primero en proyectar películas. Ya para los setenta y los ochenta comenzó
a decaer y terminó convertido en cine porno. Por esa época corrió el rumor
�de que dentro filmaban películas snuff y de que a los que paseaban de
noche por la séptima los secuestraban y los arrastraban al tenebroso cuarto
del Faenza donde eran torturados y filmados. Al empezar el proyecto, la
restauradora pensaba que se trataba de una leyenda urbana, pero durante
los trabajos de acondicionamiento descubrieron un cuarto subterráneo,
ubicado debajo de la taquilla, donde encontraron armas punzantes, navajas
e instrumentos sadomasoquistas.
Para mí una de las pesadillas más terroríficas es la de ser torturado.
Pero aún más me aterra la idea de quedar desnudo en medio de la calle.
Algo parecido le ocurrió al escritor Miguel Ángel Manrique, a quien los
gamines le robaron todo. Cuando digo todo, me refiero a que lo despojaron
de su ropa y lo dejaron en pelotas al aire libre. Aprovechando la mención
de su atraco, quiero contar algo que me dijo Miguel en su apartamento de
La Macarena. Me confesó que la violencia en Bogotá se había vuelto un
cliché y había que reinventarla literariamente. Con esto en mente, él viene
escribiendo desde hace unos años unas novelas de zombis que son
metáforas de la violencia en la sociedad colombiana actual. Cuando le
conté lo que me había pasado, Miguel lo analizó a partir de esa metáfora y
propuso que quizás yo era inmune al virus y por eso los gamines —palabra
que de alguna manera me remite a zombis— no me hicieron daño.
Pero no es mi intención analizar la violencia. Lo que quiero contar es mi
milagro. Además, para escribir de este tema, lo primero que debiera hacer
es ir a la librería Merlín, comprar uno a uno los libros que llenan los
estantes que están etiquetados con el tema Violencia en Colombia y
leerlos. En fin, escriba de un milagro o de la violencia, lo que me preocupa
es si estoy tratando a Bogotá en este texto con el mismo prejuicio con el
que me trataban los bogotanos que pensaban que por ser dominicano y
caribeño iba a ser un excelente bailarín de salsa. Perdonen que me vaya
por las ramas, pero tengo que mencionar el asunto de la salsa. Como se
pudieron dar cuenta Daniel Chaparro, John Galán Casanova y otros amigos
que me acompañaron a Cuba Antigua y a A Seis Manos, no soy un gran
bailarín. Incluso recuerdo la expectativa de todos cuando me paré a bailar,
la manera en que rodearon la pista y las caras de decepción que pusieron
cuando empecé a bailar como gringo.
—Ave maría, me ha decepcionado, dominicano —dijo un tipo alto y
barbudo cuando puse un pie fuera de la pista.
�Ya que fracasé con la salsa, la bailarina Lina Gaviria me consiguió un
pase v ip para Hip hop al parque. Justo antes de que tocara Public Enemy
uno de los organizadores tomó el micrófono y pidió que por favor dejaran
de atracar a los turistas norteamericanos que habían venido a ver hip hop.
Volteé la cabeza y me quedé observando la masa de setenta mil personas
donde supuse que estaban los gamines de aquella noche. La actuación de
Public Enemy fue impresionante. Casi al final, Flavor Flav se quitó la
camiseta —cosa que según él nunca hace— y la lanzó al público. Fue
atrapada por una horda de fans. Al parecer era una camiseta de buena
calidad, ya que los fans la halaron de un lado a otro y la camiseta no se
rompía. A pesar de que Public Enemy tocó la última canción, los fans
seguían con la camiseta de aquí para allá como si fuese un elástico. A
pesar de que se la rifaron y hasta jugaron piedra, papel y tijera, no llegaron
a ponerse de acuerdo. Supongo que ahora que escribo esto ellos continúan
ahí halando la camiseta.
Pero volviendo al milagro y los atracos, sí hubo una anécdota que se
parece un poco a lo que me sucedió. Esta me la contó mi amigo el poeta
Darío Jaramillo mientras almorzábamos en su apartamento. Años atrás,
Carlos Gaviria, que fue candidato presidencial, fue interceptado por unos
gamines que se subieron a su carro con la intención de hacerle un paseo
millonario. Todo iba a las mil maravillas hasta que uno de los atracadores
se percató de quién era la víctima.
—Doctor Gaviria —le dijo—, que pena con usted, yo no lo quiero
atracar.
Acto seguido, los gamines salieron del carro y el doctor Gaviria no los
volvió a ver más nunca en su vida. Tras reírnos de la anécdota Darío trajo
helado.
—Quizás a los gamines les gustaba tu poesía y por eso no te atracaron
—dijo, mientras repartía el postre. Pensé que era lo más absurdo que había
oído y se lo dije, y luego ambos hundimos las cucharas con alivio.
�A LEJ ANDRA COSTAM AGNA
( SA N TI A G O D E CH I LE, 1 9 7 0 )
Foto: © Alberto Sierra.
Es periodista y magíster en literatura. Su obra ha sido reconocida por la crítica y recibió
elogios de Roberto Bolaño. Ha publicado las novelas En voz baja (Premio Juegos Literarios
Gabriela Mistral, 1996), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002) y Dile que
no estoy (finalista del Premio Planeta-Casa de América, 2007), y los libros de cuentos Malas
noches (2000), Últimos fuegos (2005), Naturalezas muertas (2010) y Animales domésticos
(2011). Ha escrito para revistas como Gatopardo, Rolling Stone y El Malpensante. En 2003
obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos.
Su obra ha sido traducida al italiano, danés y coreano. En Alemania le fue otorgado el
Premio Literario Anna Seghers 2008 al mejor autor latinoamericano del año. Confiesa que
escribe por curiosidad y que libra una batalla contra el insomnio en la que su peor pesadilla
es quedar despierta para siempre.
�PA L A BRA S
P O R MI N U T O
PA SA J ERO S
«De Chile», le respondo al pasajero en la buseta (la micro, para mí). El
hombre me ha preguntado de dónde soy. Pero la pregunta no ha sido «¿de
dónde es usted?», ni menos «¿de dónde eres tú?». El hombre ha dicho:
«¿de dónde es su merced?». Y más que «su merced», en realidad, ha dicho
«sumercé». Ahora soy yo la que pregunta cosas, cualquier cosa, para
seguir escuchándolo. El acento, las palabras, el tono cantadito. Una niña
me preguntará al día siguiente, en una biblioteca pública, cuántos idiomas
hablo. Yo le diré que hablo chileno y argentino —incluso uruguayo, si me
esfuerzo un poco— y que he viajado más de cuatro mil kilómetros desde
mi terruño para aprender el bogotano. Eso hago desde el primer y hasta el
último minuto en la ciudad que alguna vez fue considerada la Atenas
sudamericana. Escucho, escucho, todas las antenas sintonizadas en el
habla. Mi primera salida es arriba de esa buseta que me lleva por la carrera
Décima hacia el norte. El trajín de la ciudad corre como una película desde
la ventanilla. Una película muda, a la que invento un sonido. Los cerros
Monserrate y Guadalupe, verdeoscurísimos, podrían ser primos
altiplánicos del San Cristóbal y el Santa Lucía de Santiago, pienso. Me
voy sintiendo en casa a dos mil seiscientos metros de altura; en cualquier
momento me vuelvo rola. El pasajero que me ha llamado «su merced»
ahora se despide con excesiva amabilidad —luego me daré cuenta de que
la amabilidad es un gesto habitual, como si los buenos modales formaran
parte del a d n bogotano— y baja de la buseta. Me da pena que se vaya. Pero
pena en chileno, que es lástima, y no en colombiano, que es vergüenza.
Ahora sube un hombre que vende tejidos y collares artesanales. «Buenas
tardes, señoras y señores», dice sin alzar demasiado la voz. Por un minuto
llego a pensar que los bogotanos no gritan. «¿Sabe usted lo que es el
orgullo?», pregunta el hombre a un pasajero que no le da ni la hora. Y
como la respuesta no llega, el viejo dice: «El orgullo es la fuente de todas
�las enfermedades». Después sabré que ésa es una frase de Pascal, pero el
hombre la suelta con tanta elocuencia que parece propia, inspirada, la
palabra justa en el momento justo. Con la música del vendedor archivada
en algún rincón de mi cabeza, un collar de colores en el cuello y los cerros
frondosos a mi izquierda, bajo del bus y camino de vuelta hacia el hotel.
Truenos, rayos. Anuncios de tormenta: ahora le toca hablar al cielo.
Expresión bogotana favorita: «Echar carreta». En chileno sería algo así
como «saber engrupir» o «tener labia». Mario Jursich, bogotano con
extensa genealogía migratoria, editor de El Malpensante —esa revista que
desde el título mismo proyecta en las palabras un patrimonio vivo del
pensamiento— cree que la expresión viene del carrete del hilo. Dice que
hablar bien sigue siendo muy apreciado en la vida cotidiana. Que se valora
la elocuencia. Lo dice con convicción pero sin alarde, y deja en reposo las
palabras por unos segundos. Sabe que echar carreta también es dominar el
silencio. Recuerdo al viejo de los tejidos y los collares, pienso en el
lenguaje como la extensa hebra de una manta que nos envuelve. El carrete
del habla, el hilo de la lengua.
EL
PA SA D O EN EL PRESEN TE
Mis compañeros de ruta en este ciclo de Bogotá Contada son la uruguaya
Inés Bortagaray, el argentino Martín Kohan y el dominicano Frank Báez.
Mientras caminamos por la calle 26 hacia el Centro de Memoria Histórica
escucho la voz de otro vendedor ambulante: «minutos, minutos». Es cosa
de prestar atención: casi en todas las esquinas hay algún kiosco o un
puestito improvisado con letreros que anuncian la venta de minutos
telefónicos. Minutos, minutos. Venden tiempo, fantaseo al principio. El
sueño de vivir un presente infinito. Deme veinte, treinta kilos, por favor.
Pero los minutos reales corren y ya estamos en el sitio donde hablaremos
de literatura y memoria. «Narrativas en contexto de represión y transición:
cuatro experiencias latinoamericanas», anuncia el afiche en la entrada. En
esta enorme edificación construida bajo tierra, a un costado del
Cementerio Central, vemos el inicio de un documental sobre la violencia
en Colombia. Sobre La Violencia con mayúsculas, en realidad, tal como se
refieren ellos al periodo que va de 1948 —tras el asesinato de Jorge
Eliécer Gaitán— a la tregua partidista de 1958. Pero la violencia en
�Colombia sigue hasta el día de hoy, y así lo consignan los miles de
archivos de este memorial. Y no hay mayúsculas capaces de graficar su
siniestra vigencia. Late en la sociedad, la vemos en los contingentes de
desplazados que emigran cada día, la olfateamos en los militares con
metralletas que circulan por las calles, en los amenazantes perros
rottweiler con bozales junto a los policías, en el noticiero, en las
conversaciones nocturnas. La voz de Gaitán nos llega ahora desde el
pasado: de la Marcha del Silencio, en febrero de 1948, dos meses antes de
su asesinato. Desde algún rincón de la memoria me llega también la voz
de Salvador Allende y se funde con la de Eliécer Gaitán. Pienso en el
amorío de Allende con Gloria Gaitán, la hija del líder colombiano. Pienso
en ese hijo que esperaban en septiembre de 1973 y que no nació. Pienso
cómo habría sido ese Allende Gaitán huérfano de padre y de abuelo, con
esas dos patrias quebradas. Escucho el discurso de uno: «Gentes que
vinieron de todo el país, de todas las latitudes —de los llanos ardientes y
de las frías altiplanicies— han llegado a congregarse en esta plaza, cuna
de nuestras libertades, para expresar la irrevocable decisión de defender
sus derechos». Escucho la voz del otro: «Trabajadores de mi Patria, tengo
fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y
amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo
que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes
alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad
mejor». Escucho ahora el eco de las voces de Inés, Martín y Frank, que
hablan de los procesos de Uruguay, Argentina y República Dominicana; de
sus memorias. De las colectivas y las individuales. No de la memoria
contra el olvido, sino de las memorias enfrentadas a las memorias. De
Funes, el memorioso personaje de Borges que termina desbordado en la
imposibilidad del olvido. De la naturalización del horror en la vida
cotidiana. De las formas posibles de narrar hoy ese horror, de las palabras
que se gastan, del silencio, de los hijos de una época, de los padres
militantes, de los nuevos códigos para los viejos temas, del cómo en la
literatura. La palabra, ahora, es de un hombre del público: «¿Qué tendrá
que suceder para que en Colombia haya una memoria nueva, una manera
de decir nueva?», suelta al aire. El silencio que viene a continuación
parece un grito en la sala. No sabemos aún que ésa será una pregunta
recurrente, una especie de mantra que nos acompañará en todos o casi
todos los diálogos que sostendremos en Bogotá.
�Nombre favorito de barrio bogotano: La Favorita. Aunque también me
gustan La Perseverancia, Cama Vieja, Paloquemao y La Soledad.
V I O LEN CI A
Y RU MBA
Está la violencia latente, ya lo vemos. Pero también (y muy cerca) la
rumba. El miedo y la fiesta, el horror y el goce: ese contraste permanente
en la vida bogotana. La sepultura y la cama, de manera gráfica, en las
letras de la banda afrolatina hiphopera Tumbacatre, integrada por caleños,
bogotanos, caribeños, cubanos y franceses. «Soy la mirada de un animal /
en mi pupila veo un funeral / quieren acabar con mi territorio / los pasos
del silencio son notorios», canta uno de los integrantes al ritmo de una
melodía gitana. El retrete se llama la canción, y en el escenario de un local
céntrico llamado Subterráneo hay dos retretes adornados con guirnaldas y
luces de colores. Es viernes, son las dos de la madrugada. Todos bailamos
con todos, todos bailamos de todo: salsa, hip-hop, merengue, bachata,
rock, cumbia. Entre la multitud se me pierden Mariana y Daniel, los
amigos anfitriones. Se me pierde también Frank, que es poeta y músico,
que la noche anterior ha zafado de un asalto acá cerca, a un par de cuadras,
que en República Dominicana tiene una banda llamada El Hombrecito.
Pero doy vuelta la cabeza y veo a los tres en la pista, moviéndose que da
gusto. Esa noche tengo la sensación de estar en un país dentro de otro país
dentro de otro país. Al día siguiente Daniel me contará la historia de su
padre.
Nombre favorito de calle bogotana: Calle de la Fatiga. Aunque también
me gustan las calles Sola, De los Amigos, Del Consuelo, De la Enseñanza,
Del Aseo, Del Descuido y De la Cajita de Agua.
UN
J A RD Í N FLO RECI D O
CO N H ERI D A S
La historia del periodista y poeta Julio Daniel Chaparro Hurtado, nacido
en 1962 y asesinado en 1991, es también la historia de su hijo, Daniel
Chaparro Díaz. Es una historia de genealogías interrumpidas, de ramales
de la violencia en los espacios íntimos. Chaparro padre había publicado
tres poemarios y ganado el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar
�por su serie «Lo que la violencia se llevó», cuando fue ultimado en el
municipio de Segovia, en Antioquia. Trabajaba para el diario El
Espectador y el 25 de abril de 1991 había viajado con el fotógrafo Jorge
Enrique Torres para escribir sobre la masacre ocurrida en la zona, en
noviembre de 1988. Sobre las secuelas de aquella masacre. Pero el mismo
día que llegaron, a las seis y media de la tarde, fueron abordados por
cuatro hombres que les dispararon por la espalda con armas automáticas.
Su hijo Daniel, con quien he bailado anoche las canciones de Tumbacatre,
tenía entonces ocho años. Sus recuerdos son difusos, pero está empeñado
en sacarlos a la superficie. La tesis de su maestría como politólogo e
historiador por la Universidad de Los Andes se tituló Los rumores del
silencio: la memoria en Segovia y la memoria en casa. Hasta hoy el caso
de su padre sigue en la impunidad. Daniel me regala un libro póstumo,
titulado De nuevo soy agosto. Una antología de poemas armada por el hijo
en 2012, donde el padre, su padre, clava puñales como éste: «no nacerán
más hijos / sólo la ira irá creciendo como un árbol / como un jardín
florecido con heridas».
Librería bogotana favorita: «Merlín». Es una casa antigua, de cuatro
pisos, ubicada en la carrera Octava con calle 16. Un laberinto monstruoso
de letras, con múltiples habitaciones a modo de bibliotecas temáticas, más
de ciento cincuenta mil libros usados, rinconcitos de antigüedades,
revistas, mapas y objetos de colección. Aquí pienso quedarme a vivir.
A N I MA LES D O MÉSTI CO S
Se llaman Muñeca, Paloma, Erizo, Pepe y Flora. Son cinco cuyes que
madrugan todos los sábados para ir y venir desde la línea de partida hasta
la meta, desde la meta hasta la línea de partida. Son esclavos, pero al
menos se salvan de la cacerola. El público apuesta a que los cuyes se
meterán en una de las veinte casitas (unos cascos de colores, con un hueco
a modo de puerta) que tienen frente a ellos. Y ponen monedas sobre sus
apuestas. El que le achunte se lleva cinco veces la cantidad de dinero que
ha depositado. Pero los animales se hacen de rogar. Parten con pasos
rápidos, se detienen frente a una de las casitas, vacilan, están a punto de
entrar, dan media vuelta, vuelven y así. Son los reyes de la carrera séptima
cada sábado por la mañana, y éstos son sus minutos de fama. Aparte de los
�cuyes, veo perros con bozales y uno que otro pájaro en Bogotá. Gatos, sólo
uno. Pero veo un libro que lleva el mismo título que el mío: Animales
domésticos. Es de Antonio García Ángel y en sus páginas tiene al pescado
más triste del mundo, que lleva una vida de vidrio; a una iguana semejante
a un guerrero chino; a unos perritos burgueses; a una lora liberada y a
otros humanos igualmente domésticos.
Peor insulto colombiano favorito: «gonorrea». Aunque también me gusta
mucho «hijueputa».
LLA MA D A S TELEFÓ N I CA S
Los organizadores de Bogotá Contada nos han entregado teléfonos
celulares para estar ubicables. Al final del viaje me quedo sin saldo, pero
no me aproblemo porque he visto los carteles de venta de minutos en todas
las esquinas. Necesito llamar a Inés, Frank, Martín, Pilar, Antonio, Daniel,
Mariana, Valentín, Alberto, Ricardo, a todos los amigos, para despedirme.
Me acerco a una vendedora de minutos sentada junto a un carrito y le digo
que quiero cargar el teléfono. Le pregunto el precio. Dos mil, dice. Le pido
que me ponga cinco mil. ¿Dos o tres llamadas?, pregunta. Lo que alcance,
respondo. Ella me acerca un celular. No, le digo, necesito este número. Y
le indico los dígitos que están escritos detrás de mi teléfono. La señora me
mira con expresión de extrañeza y baja la vista hacia su celular. Justo en
ese instante mi aparato empieza a sonar. No conozco el número de quien
llama y me sorprendo. Pero la más sorprendida es la señora que ahora
dice: «¿Pero su merced quiere hablar con su merced?». Entonces me doy
cuenta de que la venta de minutos no es para recargar los teléfonos, sino
para hacer llamadas. Y la señora ha discado mi número y ahora me está
llamando. Recién caigo: éstas son las réplicas humanas de los
prehistóricos teléfonos públicos. Aquí no se cargan celulares, su merced.
A la vuelta de la esquina, en un almacén de barrio, por fin logro comprar
minutos. Después me siento en un café a llamar. Tengo el aparato en la
oreja cuando se me acerca una mendiga. «¿Sabe por qué Charles Chaplin
no hablaba?», me pregunta, muy seria. Y no espera mi respuesta para
largar el chiste: «Porque su mamá le decía todo el tiempo no Charles, no
Charles». Le falta una coma al vocativo, claro, pero el relato oral
funciona. A la mujer, que sabe echar carreta, le funciona perfectamente.
�No tengo monedas, así que le regalo el collar que he comprado en la micro
el primer día. Mi interlocutor, al otro lado de la línea, pregunta qué pasa y
le cuento el chiste. Pero a mí no me salen tan graciosas las palabras: yo
soy chilena no más. De Chile, sumercé.
�INÉS BORTAGARAY
( SA LTO , U RU G U AY, 1 9 7 5 )
Foto: © Alberto Sierra.
Es autora de los libros Ahora tendré que matarte (2001) y Prontos, listos, ya (2010).
Crónicas y relatos suyos integran los volúmenes Pequeñas resistencias 3, Esto no es una
antología, El futuro no es nuestro, 22 mujeres y Antología de cuento político
latinoamericano: Región, además de publicaciones nacionales y extranjeras como Zoetrope:
All Story, Número cero, El Perro, Traviesa y Palabras errantes. Varios de sus cuentos han
sido traducidos al portugués y al inglés.
Es, además de escritora, guionista. Es coguionista de los largometrajes Una novia
errante (Ana Katz, 2006), La vida útil (Federico Veiroj, 2010) y Mujer conejo (Verónica
Chen, 2011). Escribió el guión de Luna con dormilones, obra audiovisual de Pablo Uribe
que en 2012-2013 participó de la primera Bienal de Montevideo. Junto a Adrián Biniez
escribió los trece capítulos de la serie de televisión El fin del mundo, cuya idea original
comparte con Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Escribe actualmente dos guiones
cinematográficos: Mi amiga del parque (Katz) y Los Ángeles (José Pedro Charlo).
�LA
UN
CI U D A D P E RE G RI N A
CU EN TO ( CO N RA N A S) PA RA N I Ñ O S
AY ER LA N I EBLA FU E LA MI SMA . Las dos ciudades amanecieron
igualmente abrumadas por la cortina.
Y la cortina fue densa e impidió a la gente mirar en lontananza y
también en cercanía.
Y los dejó a todos con ese aire atónito que sobreviene cuando la ciudad
se cierra por algún efecto climático repentino. No hay puerto ni
aeropuerto, en las rutas los autos circulan lentamente y con las balizas
puestas. Una colección de luces rojas hace guiños en hileras inflamables.
La ciudad se aísla y se achata.
En Montevideo desapareció la punta del Palacio Salvo y desapareció el
mar. Todo fue tragado por el vapor, disimulado por el velo.
Cundió el misterio.
Y una se sintió indulgente o presta a sentimientos elevados.
Se pudo llegar un poquito más tarde.
Se pudo escuchar tres canciones tristes.
Se pudo comer más dulces.
En Bogotá desapareció la punta del Monserrate y de la torre Colpatria.
El Guadalupe quedó solito ante la niebla que lo sofocó.
Algunas cosas que la niebla le dijo a la virgen de brazos dispuestos a
abrazar, allá en la cima:
«Mire que sos milagrosa, virgencita».
O: «mire que la gente te adora y tiene razón en adorarte».
Y de a ratos, si estaba con ganas de guerrear:
«Oye, bonita, tu vestido celeste es precioso, pero mi capa blanca con
diadema de plata y pendientes cristalinos lo es cincuenta mil veces más.
Ya quisieras ser menos Guadalupe y más Nieblita».
Guadalupe miraba a Nieblita con piedad y mantenía su media sonrisa
beatífica.
En la ciudad no hubo melancolía. Hubo bullicio. Ríos de gente cruzaron
la séptima.
�Un hombre vendió avioncitos iguales a los de Da Vinci.
Otro hombre vendió manzanas chilenas por micrófono y dijo:
«Ricas, deliciosas, manzanas chilenas, tres por mil, tres por mil, tres por
mil».
Una mujer con aspecto de ser mujer que llega tarde saludó a otra mujer
con aspecto de ser siempre la que espera:
«Ah, qué pena con usted, se me hizo tarde pero ya estoy aquí. ¿Qué
dice? ¿Tomamos un chocolate en la Florida?»
Si bien pareció haber disposición a comer dulces, nadie estuvo más
dado a escuchar tres canciones tristes con la excusa de la niebla.
Esto pasó ayer.
***
Pero hoy…
Montevideo amaneció Bogotá.
Y Bogotá amaneció Montevideo.
No sabemos todavía si esta irregularidad se solucionará o si deberemos
acostumbrarnos a una condición trocada para siempre.
Así es.
***
Aparentemente, el paisaje y los habitantes son los mismos.
En Montevideo hay mar, hay puerto, hay un cerro modestito, las veredas
arboladas siguen siendo casi desiertas de gente y la gente sigue siendo
mayormente canosa o calva, hay perros y gatos andando solos y de lo más
campantes.
En Bogotá hay montaña, funicular y teleférico, hay calles con subidas y
bajadas pronunciadas, el humo de los caños de escape baila entre los
peatones, un mar de gente anda de acá para allá (a pie, en auto, en
Transmilenio), una legión de adolescentes y jovencitos vestidos con
equipos deportivos puebla el lobby de un gran hotel, dos niños de 10 y 12
años llamados Cristian y Juan Carlos (el pelo peinado con gel, cada uno
con una cresta, ambos temerarios) juegan a treparse a una camioneta en
movimiento, sostenidos del paragolpes, en una esquina de La Candelaria.
Y sin embargo Montevideo es Bogotá, y Bogotá es Montevideo.
Y esto es una verdad hecha piedra.
***
�Ocho cosas que comprueban esta extravagancia que hoy tiene el perfume
de un axioma en Montevideo:
1) Son muchas, las personas, son muchas. En todos lados, muchas.
2) Las personas dicen: «me colabora» para pedir un favor.
3) Cuando se despiden dicen: «adiós, hasta mañana, que le vaya bien»
o «que tenga un feliz día».
4) Varios hombres vestidos con trajes camuflados circulan con gesto
de patriotismo y espalda derecha. Nada en el paisaje habla de
verde seco u hojarasca.
5) Todos se despiertan entre las 5 y 30 y 6 y 30 de la mañana.
6) Varios comen arepas. Otros saborean un ajiaco y le vuelcan todas
las alcaparras posibles. Hay quienes prefieren la gelatina de pata
de res.
7) El día tiene fases climáticas: el sol, la tormenta a punto de tronar,
la lluvia, el aire rociado, fresco tras el aguacero, el nuevo sol, la
nochecita fría.
8) El tráfico está ciertamente más desorganizado y los peatones
cruzan corriendo las avenidas, alcanzando la vereda de enfrente
como quien toma impulso para saltar de una roca a otra cuando
entre ambas truena una cascada de pirañas con ganas de desayunar.
Ocho cosas que comprueban esta extravagancia que hoy tiene el perfume
de un axioma en Bogotá:
1) Son pocas, las personas, son pocas.
2) Las personas van por la calle principal y a veces miran como
reconociendo a alguien, y estiran la boca en señal de «saludo
indiferente» o alzan las cejas en un brevísimo «adiós, persona que
conozco pero no tanto como para regalar una sonrisa de esas que
guardo tan pero tan bien». Cuando pueden se hacen los que no se
ven.
3) Todos llevan un mate y un termo bajo el brazo, y chupan la
bombilla con fruición, para mostrar su dilecto manejo del
estimulante.
4) Motos chinas zumban a derecha y a izquierda de los autos.
5) Casi todos se despiertan hacia las 8 de la mañana.
6) A los carnívoros nada les gusta más que una chuleta.
�7) En los diarios se habla de la campaña electoral, del escándalo del
contratista de fútbol que evade el pago de impuestos o de las
chances matemáticas de entrar a un mundial.
8) Hay ojeras. Hay suspicacia. Unos se sienten dolidos, otros
desconfiados, estafados antes de cualquier estafa, con un ánimo
turbio y algo lánguido, escéptico y francamente criticón.
***
Ahora sí, tras este preámbulo y los detalles sobre el fenómeno, el cuento
(con ranas) para niños.
***
Entre los helechos, las bromelias y las orquídeas del bosque en las afueras
de Bogotá crepita un enjambre: murmura el ruidito de las gotas al
resbalarse por las hojas, las voces de unos pájaros, las piedritas que se
frotan entre sí y hacen un ruido como el canto de las bisabuelas
desafinando: «ansiedad, de tenerte en mis brazos, musitando, palabras de
amor».
Ha llegado la noticia de que un extraño trueque hace temblar la ciudad.
Montevideo se apersona en el aire nuevo de la capital colombiana. Y por
otro lado se conoce que en Montevideo cunde el jugo de lulo, una
extravagancia.
¿Qué está pasando, cielito?
Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero se dice que las causantes del revuelo
son las ranas. En efecto, desaparecieron las ranitas que desde hace tiempo
adornan las tapas de alcantarillas en Bogotá, y ahora andan sembrando el
caos lejos de casa.
Siempre han hecho de cuenta que son de piedra, cuando todos en el
bosque bien saben que son reales y que eso que hacen al asumir una pose
en las tapas de las alcantarillas es un arte: se quedan tiesas como las
estatuas vivientes, como los niños que juegan a la mancha piedra, como
los estupefactos. Luego, cuando los transeúntes corren la mirada a otra
cosa, las ranas respiran y siguen brincando.
Hoy brincan en Montevideo.
¿Y quién quedó en su lugar en las tapas del acueducto de Bogotá?
Las dobles de inacción. Se les cumplió su sueño dorado. Por si no lo
saben, son muchas las ranas que están anotadas en la Agencia de Ranas
�Para Ser Dobles de Inacción. Son muy buenas actrices, todas. A veces
hasta parecen sobreactuar su inmovilidad.
¿Pero por qué se fueron a Montevideo?
Porque querían salvar a sus primos, los sapitos de Darwin, que están
bastante desaparecidos últimamente en el sur del sur. Salieron de las tapas
de las alcantarillas, sí, pero también dejaron Chicaque y el Jardín
Botánico, y las bebés dejaron sus cunitas anfibias, y los abuelos dejaron
sus talleres de carpintería, y los novios en plenas nupcias dejaron el vals
para socorrer a los sapitos que ¡ay, los pobres! parecen haber sido borrados
de la faz de la tierra.
Detrás de las ranas corrieron otras cosas (el sancocho, los duetos
musicales, los entrenadores de salto largo, la red de bibliotecas, los buenos
modos). Viajaron mayormente en avión, pero algunas cosas intrépidas se
montaron como Cristian y Juan Carlos en el paragolpes de autos en viaje
de Colombia a Brasil o a Ecuador, y de ahí buscaron un aventón por otros
medios. El camino también se hizo inverso, y por el aire o por la tierra se
trasladó desde Montevideo y rumbo al norte el asado, las bisabuelas, una
aspereza.
En cuanto a las ranas, saltaron, saltaron, saltaron: bajaron por Colombia,
rebotaron en Perú, patinaron por Chile, se treparon a la cordillera,
anduvieron en Argentina, llegaron a Uruguay y después del desorden en
Montevideo se metieron en el monte, preguntando por el sapito. No estaba
en el monte, sino en las playas de Maldonado y de Rocha. A dos o tres
horas de Montevideo. Allá partieron con una baqueana oriental que los
orientó.
Pero esa es otra historia que deberé contar en otra ocasión.
Ahora les voy a contar con qué se encontraron las ranas al aterrizar en la
zona de Melilla, cerquita de la capital y a pasos de la desembocadura del
río Santa Lucía en el estuario del Plata, donde se quedaron dos días y una
noche.
***
Se toparon con el Innombrable, que era un sauce llorón que había sufrido
mucho, porque donde había nacido (de una semilla liviana como una
pluma de golondrina, como un pétalo de jazmín, como la uña de una niña
llamada Beatriz) se comentaba que daba mala suerte. Toda una calumnia
(una calumnia es algo así como noventa y nueve veces peor que una
�mentira, porque es algo que se hace a propósito para causar daño, mientras
la mentira a veces es involuntaria, y no siempre algo horroroso).
El Innombrable tenía un nombre muy bonito: Eusebio. Eusebio era un
sauce que lloraba mucho, de día y de noche. Sus lágrimas lo mantenían
humectado y su tronco era firme y sus raíces viajaban lejos y era apuesto.
La madurez le sentaba bien al sauce llorón.
¿Y quién creen ustedes que era el dueño de esa calumnia que ensuciaba
su honor?
La morera Moriana, una auténtica licenciada en la chismografía y la
especulación.
¿Por qué haría eso una morera?, se preguntarán ustedes.
Y yo les digo: atiendan el cuento que contaré a continuación.
¿Y el sapito de Darwin?
Ya viene. Así es el monte. Uno se pierde pero al final se encuentra.
----
El monte era espeso, de un verde rabioso y un perfume a tierra, a agua, a
sombra. Al costado corría la cañada, que nacía de un manantial. El
manantial emergía de las profundidades de una roca, salpicaba los cantos
rodados y era el preferido de los animales que a veces, y cuando estaban
venturosos, encontraban el lugar.
Eran muchos los habitantes. La morera Moriana había nacido de una
semilla de una morera traumada. La traumada se llamaba Muriel. Muriel
le enseñó a su hija que ellas eran mal vistas por los animales y los
vegetales del monte, porque se murmuraba que daban mala suerte.
—¡Es injusto! —decía Muriel, y sacudía sus ramas dejando que se
cayeran las hojas flojas que coronaban la copa. Las hojas caían,
balanceándose, y decían:
—¡Más injusta sos vos, que nos desprendés cuando somos piel tuya!
Muriel se murió quejosa. Su única hija, Moriana, heredó el rencor.
Hacía grandes berrinches. Le parecía que su suerte era, por lejos, la peor
de todas en el monte. Y empezó a inventar cosas. Decía, por ejemplo:
—El gato montés quiere comer todos los polluelos del hornero.
Y entonces el hornero increpaba al gato montés:
—Eh, gato, ¿así que estás con ganas de atentar contra mi familia?
Y el pobre gato montés, que era un ejemplar único en su especie porque
era vegetariano y no carnívoro, respondía:
�—¿Cómo es posible, hornero, que repitas ese disparate? ¿Acaso no te
ayudo a hacer el nido, acercándote ramitas?
Y el hornero quedaba confundido. Luego le tocaba el turno a Gutiérrez,
el gusano de seda, que se enojaba con el caracol Braulio por un
malentendido que la morera había propiciado (pues no le gustaba que el
gusano le comiera las hojas, que adoraba ver rozagantes).
Pero la principal víctima de Moriana era nuestro Eusebio. Era él el más
damnificado por los dimes y diretes.
Ella había inventado la mentira que contaré a continuación:
Según Moriana, Eusebio era yeta. ¿Qué es yeta? Yeta se le llama a lo
que supuestamente atrae el infortunio. No sólo acusaba al sauce llorón del
mismo poder maléfico que le achacaban a su propia especie (recordemos a
Muriel), y que tanta pena le había traído a ella y a su madre, sino que
además clamaba que todo aquel que se apoyara sobre el tronco, las ramas
o las hojas del sauce se volvería ceniza en el acto.
La tonta perdiz Nomeolvides se lo había tomado en serio y había hecho
pancartas que clamaban: «Peligro, _ _ _ _ _ _ _ es yeta». El cardenal
Pontificio había compuesto una canción (jingle, le decía él) con una letra
alusiva al caso, y le había pedido a su nodriza, la churrinche, que la
cantara, porque él estaba ronco de tanto celebrar la santa misa. El jingle
decía más o menos así:
Él es innombrable
Él es invisible
Si desoyes a la nodriza
La vida te dará una paliza
Y serás eternamente ceniza
Eusebio fue quedando solo. Era el Yeta Oficial del Monte.
La última de las injurias de Moriana había tenido un éxito singular: no
convenía ni siquiera llamar por su nombre al sauce, porque tan sólo decir _
_ _ _ _ _ _ era suficiente como para que una andanada de calamidades se
precipitara sobre uno. Así se selló la suerte del pobrecito, que pasó a
denominarse El Innombrable.
***
En el monte, al llegar, las ranitas bogotanas fueron de lo más educadas y
saludaron a todos: buen día, que le vaya muy bien, y las más jóvenes: qué
hubo, y todos las querían y decían: así da gusto saludar.
�Y como Montevideo estaba muy Bogotá, todos eran amables en el
monte.
Hasta la villana Moriana.
La tarántula Trotamundos se cruzó con una legión de ranas en una
tardecita de grandes coros y les confesó que desconfiaba de las
supersticiones y que incluso un día le había llegado a murmurar al
solitario Eusebio estas palabras:
Convertirme en ceniza
me resbala sin prisa.
Lo que creo, mi bien
es que la morera
no es quién
para difamarte.
Y que me arranquen las patitas
si estoy chapita.
Que esa intrigante
¡vaya a vivir a otra parte!
La Rana Presidente (elegida democráticamente por las demás) prometió
hacer algunas diligencias diplomáticas para aquietar los ánimos y la
tarántula durmió más contenta esa noche, cruzando las patitas para que los
sinsabores de Eusebio por fin se acabaran.
Esa noche la Rana Presidente fue con su comitiva al pie de la morera y
le dijo:
—Sumercé, si usted quiere puede cambiar de vida en un santiamén. La
felicidad está a la vuelta de la esquina. Croac.
—¿Cómo? —dijo la morera, que era bastante aficionada a los libros de
autoayuda.
—Es fácil: nos lleva a los sapitos de Darwin y luego le daremos un
lugar monumental en nuestra bonita ciudad. Será la morera más
cosmopolita que el universo haya visto. Croac.
Moriana quedó extasiada, pero se hizo la interesante y no aceptó
enseguida, aunque al día siguiente ya andaba diciendo acullá que se iba de
gira. Sacudió todas las hojas para andar más liviana (qué festín para
Gutiérrez), y desarraigándose salió a los saltitos rumbo a La Expedición,
dando sombra a las ranas achicharradas por el sol, que con unos mosquitos
encerrados en la telaraña de Trotamundos como merienda en un taper
comenzaron el Operativo de Salvataje de los primos Darwin.
�***
Y qué me dicen si les digo que la morera hoy da sombra tupida a la Rana
Presidente. Se plantó en un cantero en la peatonal a pasitos de la librería
Merlín, en la carrera 8 con la 16, encima de una tapa de alcantarilla donde
la ranita sostiene el aliento en actitud mandataria. Ya no guarda rencor,
pero sí el recuerdo de los libros que lee; ahora sus predilectos son los de
aventuras intergalácticas.
En el monte, mientras tanto, Eusebio se ha vuelto muy conversador. Lo
invitan a tertulias donde se ha visto que habla de lo que sabe y de lo que no
sabe también, y pide que le digan «Analista de la Realidad y del Diario
Acontecer del Monte y Aledaños».
***
Sigue neblinando en ambas ciudades, pero hoy Montevideo es la de antes.
Con el retorno de las ranas a su patria volvieron allá las gentes, el aire
amable y todo lo demás.
�RI CARDO SI LVA ROM ERO
( BO G O TÁ , 1 9 7 5 )
Foto: © Alberto Sierra.
Es el autor de las novelas Relato de Navidad en La Gran Vía (2001), Walkman (2002), Tic
(2003), Parece que va a llover (2005), Fin (2005) El hombre de los mil nombres (2006), En
orden de estatura (2007), Autogol (2009), Comedia romántica (2012) y El Espantapájaros
(2012). También escribió la obra de teatro Podéis ir en paz (1998), los libros de cuentos
Sobre la tela de una araña (1999), Semejante a la vida (2011) y Que no me miren (2011) y
los poemarios Terranía (2004) y El libro de los ojos (2013). Fue profesor de literatura y de
cine de 1997 a 2002. Hizo los comentarios de cine de Semana desde mayo de 2000 hasta
mayo de 2012. Ha sido frecuente colaborador de medios como SoHo, Arcadia, Babelia,
Rolling Stone y Gatopardo. Es columnista de El Tiempo desde mayo de 2009. En abril de
2007 fue elegido por la organización del Hay Festival como uno de los 39 escritores
menores
de
39
más
importantes
de
Latinoamérica.
Su
página
web
www.ricardosilvaromero.com está al aire desde 2002. En su última novela Espantapájaros y
en Comedia Romántica son parte de mostrar la dualidad que vive el país: el horror de la
violencia, el desplazamiento y el tema universal de la literatura, el amor.
�LA S
T RE S PA N TA L L A S
MI Q U ERI D O A MI G O : le dedico estas «tres pantallas», la una del cine, la
otra del televisor y la tercera del computador, que escribí luego de leer Las
tres tazas que don José María Vergara y Vergara publicó en la Bogotá
cabizbaja de 1863. Recordé, mientras redactaba estas palabras, la
conversación que sostuvimos el otro día —la charla sobre cómo ciertos
personajes de acá no consiguen hablar en paz en español bogotano— hasta
llegar a la conclusión de que los grandes escritores del mundo han sido
muchas veces escritores costumbristas, pero que sólo en la capital de
Colombia, en donde tantos han vivido pendientes, desde los días de la
independencia, de qué extranjero tendrá la bondad de reconocerlos, se ha
cometido el error de leer de reojo aquellos textos que son al tiempo
documentos sobre la ciudad. Sólo aquí «costumbrista» es antónimo de
«novelista», sólo aquí «costumbrista» es algo semejante a un insulto: eso
dijimos el día que usted se estaba yendo.
Escoja, en fin, la pantalla que quiera. Quédese con las tres, ya que las
tres conviven hasta hoy, si es usted de esa clase de personas. Pero le ruego
que, haga lo que haga, no se le olvide nunca el día que vimos juntos la
tercera parte de Locademia de policía en una de las 1.040 sillas del
esplendoroso Astor Plaza.
PA N TA LLA
PRI MERA : EL CI N E
Soy un coleccionista, un bibliómano, un anticuario. Pero hubo un tiempo
en el que no pude archivar películas (tengo, hoy, 2.572) porque no había en
mi mundo ninguna manera de verlas en la casa, sino que viví con mi
pequeñísima familia, para bien y para bien, la extraña felicidad de ver las
historias sobre una pantalla gigante. Podría decir que desde entonces he
vivido tanto en Bogotá como en el cine. Pensándolo un poco más, podría
contar mi vida teatro por teatro, clásico por clásico: quise alcanzar a
Pinocho a los cuatro años, 1979, en el estrecho Metro Riviera; me
�traumatizó El imperio contraataca a los cinco, 1980, en el inmenso Royal
Plaza; entendí viendo El zorro y el sabueso, en el Cinelandia de 1981, que
lo más importante es ser leal; se me partió el corazón por siempre y para
siempre meses y meses después, en el cinema dos del Unicentro de 1982,
porque Elliot iba a quedarse sin E.T., el extraterrestre, y podría seguir y
seguir si se tratara, ahora, de sicoanalizarme.
Ir a cine en Bogotá era otra historia. Que la ciudad era un poco más
peligrosa que sucia era vox populi. Pero por alguna extraña razón, tal vez
porque no se la habían tomado aún los buitres del narcoterrorismo, a nadie
le daba miedo hacer la fila para comprar las boletas y soportar la cola para
entrar en las aceras del Scala, del Metropol, del Chapinero: escoja usted.
Siento contar esto, pues siempre, desde muy niño, he temido aburrir a los
viejos, pero, como las sillas no estaban numeradas ni era posible hacer
reservas en las kafkianas líneas de atención al cliente, había que llegar
temprano para encontrar un buen puesto. El teatro —el Palermo, el Ópera,
el Libertador: elija usted— era imponente como una catedral forrada de
rojo. La dulcería, cubierta de fotografías de las películas por venir, era un
lugar inagotable. Y en la pantalla, apenas llegaba uno a su asiento, no se
prohibía usar teléfonos celulares sino que se rogaba el favor de no fumar.
Y luego, después de algunos cortos promocionales, venían las mejores
películas de la historia: Howard el superhéroe, El barrendero, El gato que
llegó del espacio, Gremlins.
Yo fui a cine siempre con mi familia: con quiénes más. En la Bogotá de
esos tiempos, que ya no era el escenario sepia de los cachacos
ensimismados, pero todavía no se convertía en esta ciudad de todo el
mundo, se sabía ya desconfiar de los vecinos. Y sin embargo, porque en
las vacaciones nadie más podía acompañar a un niño de 9, 8, 10 años, un
día decidimos ir a cine usted y yo: con quién más. Querido amigo: fuimos
juntos a una de las salas de Sears, cuando ya se llamaba Galerías, a ver una
comedia titulada Escuela de detectives. Si no estoy mal, nos pareció una
obra maestra. Si mal no recuerdo, empezaban a perder terreno los cines de
barrio. Pero seguimos yendo durante muchos años a algunos más, vimos
El embajador de la India en el Almirante, Boogie Nights en el Radio City,
El prisionero español en el Cine Bar Lumiere y La historia sencilla en el
Teusaquillo, hasta que fue evidente que los teatros se habían mudado
definitivamente a los centros comerciales.
�Seguimos yendo usted y yo, y todas las películas eran sobre la suerte de
encontrar un amigo, hasta que sólo quedaron un par de desadaptados más
en las 1.040 sillas del Astor Plaza. Cerramos, pues fuimos los últimos, la
puerta a la salida. Y tomamos el rumbo, encogidos de hombros, a donde
fuera que estuvieran dando lo que queríamos ver.
Y no están mal los múltiplex. Son seguros. Son confiables. Son, ni más
ni menos, lo que tenemos. Y hoy, diciembre de 2013, 150 años después de
que don José María Vergara y Vergara dejara constancia en Las tres tazas
de la nostalgia bogotana por todo lo que no era bogotano, cumplen un par
de décadas de proyectar películas maravillosas: de La edad de la inocencia
a Gravedad. Pero, como suele suceder cuando los gerentes invaden los
terrenos de la intuición, se les notan más de la cuenta las ganas de hacer
plata: no hay nada más que las ganas de hacer plata —que tarde o
temprano se convierten en abuso de confianza— detrás de los
cortometrajes eternos, de las dulcerías mecanizadas, de las voces
institucionales, los comerciales de lo divino y de lo humano que atrasan la
proyección de los largometrajes.
No hay fantasmas en los multiplex. No cae una lluvia de crispetas como
la que a usted le cayó desde el segundo piso del Royal. No hay fantasmas
como el del Cinelandia. No hay mitos qué contar, no hay leyendas urbanas
qué negar: no se proyectó allí la primera película que se proyectó en
Bogotá ni sucedió ningún crimen ni se escondieron un par de políticos
mientras pasaba el 9 de abril de 1948. Y, por cuenta de la extraordinaria
televisión que está haciéndose en el mundo, por cuenta del comprensible
afán de llenar las salas, llegan hoy hasta la pantalla muchos más
espectáculos de feria filmados con cámaras digitales que dramas cargados
de personajes en 35 milímetros. Ya sé que el cine no se va a acabar. Ya sé
que la nostalgia es inútil. Pero es cierto que los centros comerciales, que
siempre me han gustado porque mi familia les ha huido a los clubes
privados como a la gripa, se tomaron esta ciudad que ha tenido miedo
desde el principio, pero que ya es demasiado grande para seguirse
escondiendo detrás de los cerros.
Y es verdad también que la experiencia del cine no es la misma. Que
sigue siendo la mejor. Pero que hoy se parece más a hacer algo con el
tiempo que a ir a misa. Y da lo mismo hacerlo allá donde usted está
viviendo, querido amigo, que aquí en Bogotá.
�SEG U N D A
PA N TA LLA : EL TELEV I SO R
Acabo de encontrarme este recuerdo: estamos los cuatro (mi papá, mi
mamá, mi hermano y yo) en la sala del apartamento 603, en el edificio La
Gran Vía, viendo en el televisor cómo Súper Ratón rescata a Hansel y
Gretel de la bruja. Es 1980. Entra mucha luz. Mi papá ha comprado cuatro
películas de Betamax: La novicia rebelde, Butch Cassidy and the
Sundance Kid, La última aventura y Súper Ratón. Y, tal vez porque yo soy
el menor, todos me acompañan a ver volar por enésima vez a mi personaje
favorito. Y ya no hay nada por hacer. Ha comenzado una colección muy
extraña, la mía, que no censurará las barbaridades ni las osadías ni las
tonterías. Ha comenzado un vicio al que servirá plenamente un alquiler de
betas que han puesto en la droguería que queda en uno de los dos locales
que están en el primer piso del edificio: la droguería Astor.
Nadie vende películas en ese entonces. Corrijo: muy pocos las venden.
Si se quiere ver algo nuevo, lo mejor que puede hacerse es encargarle a
algún viajero una copia o ir a San Andresito o recorrer los alquileres de
videos de esa Bogotá desordenada pero un poco menos paranoica. Vendrán
Cinevideo y Kyron. Vendrá Betatonio, vendrá Blockbuster. Y luego se irán
uno por uno. Pero en ese entonces, 80, 81, 82, 83, 84, encontrar una
película de esas que jamás llegan por acá será toda una proeza. Hay una
serie de locales en donde puede uno rentar lo nuevo. Y mi papá y yo, que
siempre vamos juntos a hacer todas las vueltas (vamos a los bancos, a
comprar el almuerzo y a conseguir betas), nos hemos dado cuenta de que
la comedia que quiero ver yo no está en la Astor.
En los ficheros de la droguería está todo lo de Terence Hill y Bud
Spencer, todo lo de Cantinflas, todas las de vaqueros, todas las comedias.
Pero no se consigue todavía la que yo quiero ver: Juegos de guerra. Y
usted y yo, querido amigo, ya hemos visto el Indómito domado y Chisum y
Conserje en condominio y El taxista millonario y El inmigrante latino más
de la cuenta. Así que mi papá, que nunca me dice que no, me lleva en el
Renault 6 a Beta Inn, a Batimovie, a Videomaster, a Pandora, a todo el
mapa de los alquileres de beta de 1983, antes de que los cierren. Y
encontramos Juegos de guerra al final del recorrido, el Quijote de gafas y
su hijo que aún no las tiene, en un lugar de cuyo nombre no logro
acordarme, pero que queda abajo del round point de la 100. Y al día
�siguiente la vemos, usted y yo, con la sensación de que nunca antes vimos
nada tan bueno como eso.
Pasará el tiempo. Usted y yo seremos cada día más amigos: usted se
hará actor, yo me resignaré a ser escritor, redactaremos un par de guiones
juntos, pasarán las parejas suyas y las mías que tenían que pasar,
cambiarán los televisores en blanco y negro hasta convertirse en una
pantallita plana que arruina la cinematografía de las películas, el Betamax
será reemplazado por el V H S y el V H S cederá su lugar al Laserdisc y el
Laserdisc se volverá obsoleto en presencia del D V D , y los canales de
parabólica y luego de cable presentarán una por una las producciones que
no llegaron nunca a los teatros (y la colección mía irá tomándose la casa y
tendré Juegos de guerra en todos los formatos), pero pase lo que pase
usted y yo seguiremos viendo las películas que sólo se puedan ver en video
porque algo tuvimos que haber aprendido viendo El zorro y el sabueso.
Todo es mejor hoy, mucho mejor. No hay ruiditos extraños en los D V D .
No hay que limpiar las cabezas ni se debe recurrir a la ruedita del
«tracking» ni es necesario rebobinar para que no se siga rayando la cinta ni
es menester pelearse los últimos videos en los alquileres por el mismo
dinero por el que se consiguen en las pocas tiendas de música que quedan.
Si se busca algo que los distribuidores colombianos, tan valientes, no
pudieron traer, basta con comprarlo en Amazon. Si se raya De mendigo a
millonario, es fácil reponerla. Si se quiere saber más de Planes, Trains &
Automobiles, se puede ver, después, un documental que está en el mismo
disco. Podría sentir nostalgia de algo, supongo, de los días en los que mi
papá y yo buscábamos desesperadamente algún estreno por todos los
locales de la ciudad. Podría lamentar que los niños de ocho años de hoy no
se puedan ir caminando a rentar El rapto de la princesa.
Pero mi papá y yo seguimos buscando desesperadamente, en un Renault,
lo que venga al caso. Los niños de hoy son, todos, cinéfilos. Y la
experiencia de ver cine en la casa no sólo mejora día por día, sino que,
empujada por la era digital, cada vez tiene menos que envidiarle a la
experiencia de ver cine en el cine.
TERCERA
PA N TA LLA : EL CO MPU TA D O R
Tuvimos un computador Atari desde el 85. Tendría que habernos servido
para hacer los trabajos del colegio, dijo mi mamá, pero sobre todo nos
�sirvió para jugar como si fuera una nueva versión de la consola en donde
jugábamos Pacman y Pelé Soccer. Diez años después, en junio de 1995,
tuvimos en la casa un primer computador de los de ahora. Y, desde que
apareció internet, que en un principio era un milagro que entraba por la
línea del teléfono (y se oían unos gruñidos y unos pitos antes de que se
estableciera la conexión), mi biblioteca de libros de cine empezó a saber
menos que imdb.com, se hizo posible conocerlo todo de todas las películas
del mundo sin tener que salir a Bogotá, y poco a poco se fueron asomando
los cortometrajes y los largometrajes hasta que fue posible conseguirlos y
verlos en la red: de la perseguida Cuevana a la poderosa Netflix.
Qué puedo decir: que la cuestión de ver películas como un coleccionista
se parece mucho al hambre, al vicio. Y que, como el cinéfilo está
dispuesto a todo con tal de ver lo que tiene que ver y no se resigna a la
frase «no se consigue» ni a la confesión «yo no la he visto», la llegada de
internet nos resolvió a los más enfermos las peores preocupaciones, los
peores problemas. Yo querría verlo todo en el Astor Plaza, por supuesto.
Querría que fuera más fácil comprar los D V D de las películas que más me
gustan para verlas siempre en la salita que tengo montada en mi casa. Pero
hay cosas que sólo están en YouTube, en Cinépata, en ese rincón perdido
de internet que da un poco de miedo. Y, como ya no está condenado uno a
la pantallita del computador, sino que ahora, a estas alturas, puede
proyectarse en la pared de enfrente todo lo que se ve por la web, no me
siento viendo un horizonte por una ventanita, no me siento perdiéndome
los planos generales.
Me resistí, como un viejo, como al teléfono celular, a esta nueva
pantalla. Vi en el computador, a regañadientes, los nuevos capítulos de
Curb Your Enthusiasm, de Band of Brothers, de Los Borgia: la televisión
gringa, aquí entre nos, se ha puesto tan buena como el cine norteamericano
de los años 70. Y, como soy un coleccionista, un bibliómano, un
anticuario, no me sentí del todo cómodo viendo historias que luego no
podría poner en su lugar en algún escaparate. Si yo hasta sigo comprando
discos. Pero ¿quién, que esté pendiente del cine, que viva de seguir el
rastro, en Bogotá o en Cafarnaúm, del primer largometraje que filmó
Orson Welles o de ese drama mudo y perdido de Alfred Hitchcock, va a
soportar por mucho tiempo la tentación de pasarse la vida en YouTube? Si
en YouTube, por Dios, pueden verse desde el cortometraje más sangriento
de Martin Scorsese hasta las primeras películas bogotanas de la historia.
�Si allí se entiende que los videoclips son un arte. Si se recorre, cada vez
que se entra, un museo de la imagen y el sonido que nadie imaginó jamás.
En la pantalla de mi computador he visto videos de David Fincher, de
Michel Gondry, de Spike Jonze. Allí pude encontrar, cuando pensé que
nunca más volvería a verlo, ese musical censurado y perseguido que es la
mejor película de Disney: Canción del sur. Conseguí la única película de
Billy Wilder que no había podido ver: Buddy, Buddy. Vi todo lo de Monty
Python. Y descubrí a Woody Allen en un sketch de Cámara escondida. Y
como sufrí la peor de las tragedias, que mi colección de beta un día de
2010 amaneció arruinada por completo en una bodega del norte de la
ciudad en la que fue archivada de manera equivocada e infame a pesar de
mis ruegos (y la he venido reconstruyendo, a punta de regalos, en D V D ), la
red me ha aliviado en algo la necesidad de volver a ver El taxista
millonario, Confesión a Laura o La estrategia del caracol: las tramas de
Bogotá que vi antes de cumplir los 18 años.
Creería uno que, ya que todo sucede hoy en el computador como en el
aleph que sabemos, da igual dónde vivir. Pero yo, que viví en Barcelona y
en Boston un rato, pendiente siempre de las noticias que me llegaran a la
pantalla, puedo jurar que esté en donde esté un bogotano tiende a vivir en
Bogotá. Creería uno que a esta ciudad que tanto invita al encierro le haría
bien que cada cual lo hiciera todo desde su aparato, que es justo y
necesario que al menos la mitad de los bogotanos se queden esta noche en
su casa, pero no, no hay caso: esta ciudad, que en lo que llevo de vida ha
pasado de 2.900.000 habitantes a cerca de 10.000.000, sigue llamándonos a
quienes la llevamos adentro como una vocación, sigue esperándonos
afuera como alguien que nos está mirando ahora mismo por la ventana.
Querido amigo: fue en el computador de mi estudio, en YouTube, en
donde usted me mostró a Sid Caesar interpretando a un oficial nazi, a
Danny Kaye dirigiendo una orquesta y a Freddie Frinton y a May Warden
llevando a cabo esa maravillosa Cena para uno que es una tradición
inglesa que bien podría ser —porque resume la farsa entre las clases
sociales— una tradición bogotana. Yo espero que usted vuelva a su ciudad.
Que pasen los dos años que va a estar por fuera. Que haga su nuevo viaje,
que descanse de la mezquindad de los circulitos artísticos y la
mediocridad de esta televisión y que siga aprendiendo por allá todo lo que
ya sabe de actuación, y luego vuelva para que veamos en el computador de
mi estudio un documentalito que circula de la Bogotá de antes del 9 de
�abril, para que veamos Los Goonies con calma en el televisor de mi nueva
casa y para que veamos en el cine las historias de amigos que vengan al
caso.
Hay quienes creen que ya no se vive en una ciudad, sino en una
habitación. Hay quienes se sienten viviendo, en realidad, en el laberinto,
en los pasillos de internet. Pero yo a usted lo espero en Bogotá. Que es,
adentro y afuera, donde vive mi familia. Y sigue siendo, como el cine,
nuestra manera tan particular de no poder escapar de lo que somos.
�
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Title
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Libro al viento
Description
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Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a>
Libros
Las digitalizaciones de libros también se incluirían en este apartado a pesar de ser estrictamente imágenes
Dublin Core
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Title
A name given to the resource
Bogotá contada
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
García Ángel, Antonio (editor)
Subject
The topic of the resource
Cuento
Cultura
Descripciones y viajes
Relatos personales
Description
An account of the resource
El programa "Bogotá contada" invita a escritores de diferentes países a que estén unos días en la ciudad, la recorran, la investiguen y participen en algunas actividades de promoción de lectura en bibliotecas, instituciones, librerías y universidades. Luego cada uno de ellos entrega un texto que se recopila anualmente en un volumen de Bogotá contada. En esta primera edición 12 autores extranjeros y 3 autores colombianos escribieron sobre la ciudad que conocieron en el año 2013
Table Of Contents
A list of subunits of the resource.
N.N., Carlos Yushimito del Valle. Página 13
Mercurio sobre madera, Gabriela Alemán. Página 22
Mi primera y última cena con Jaime Garzón, Rodrigo Blanco Calderón. Página 29
Cita en Bogotá, Rodrigo Rey Rosa. Página 38
Las guerras, Pilar Quintana. Página 46
Postales de Bogotá, Bernardo Fernández, “Bef”. Página 54
Siete postales de Bogotá, Adriana Lunardi. Página 64
(Vana) tentativa de agotamiento de un lugar colombiano, Sebastià Jovani. Página 72
Bogotá pintada, Jorge Enrique Lage. Página 79
Avenida Jiménez, 4-35, Bogotá. Miguel Ángel Manrique. Página 88
Este sol es pura agua, Martín Kohan. Página 94
Un milagro en Bogotá, Frank Báez. Página 106
Palabras por minuto, Alejandra Costamagna. Página 113
La ciudad peregrina, Inés Bortagaray. Página 121
Las tres pantallas, Ricardo Silva Romero. Página 131
Publisher
An entity responsible for making the resource available
Instituto Distrital de las Artes (Bogotá)
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Lunardi, Adriana (traductora)
Silva Romero, Ricardo (traductor)
Fernández, Bernardo (ilustrador)
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
PDF
Extent
The size or duration of the resource.
139 páginas
Identifier
An unambiguous reference to the resource within a given context
ISBN: 9789585848610
Language
A language of the resource
spa
Spatial Coverage
Spatial characteristics of the resource.
Bogotá (Colombia)
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Acceso abierto
Date
A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource
2013
Rights
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