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�����ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
CLARA LÓPEZ OBREGÓN, Alcaldesa (D)
SECRETARÍA DISTRITAL DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE
CATALINA RAMÍREZ VALLEJO, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES - IDARTES
SANTIAGO TRUJILLO ESCOBAR, Director General
BERTHA QUINTERO MEDINA, Subdirectora de Artes
PAOLA CABALLERO DAZA, Gerente del Área de Literatura
VALENTÍN ORTIZ DÍAZ, Asesor literatura
ADRIANA CARREÑO CASTILLO, Coordinadora de programas de lectura
JAVIER ROJAS FORERO, Asesor administrativo
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN DEL DISTRITO
CARLOS JOSÉ HERRERA JARAMILLO, Secretario de Educación
JAIME NARANJO RODRÍGUEZ, Subsecretario de Calidad y Pertinencia
WILLIAM RENÉ SÁNCHEZ MURILLO, Director de Educación Preescolar y Básica
SARA CLEMENCIA HERNÁNDEZ JIMÉNEZ, Equipo de Lectura, Escritura y Oralidad
Primera edición: Bogotá, octubre de 2011
© Instituto Distrital de las Artes-Idartes
http://www.institutodelasartes.gov.co
ISBN 978-958-8471-46-4
Asesor editorial: JULIO PAREDES CASTRO
Diseño gráfico: OLGA CUÉLLAR + CAMILO UMAÑA
Amada eBook: ELIBROS EDITORIAL
�Contenido
CUBIERTA
LIBRO AL VIENTO
PORTADA
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
ANACONDA Y OTROS CUENTOS
El almohadón de pluma
El alambre de púa
Anaconda
En la noche
Juan Darién
El regreso de Anaconda
El hombre muerto
El desierto
De caza
�INTRODUCCIÓN
Con títulos y colecciones de relatos como Los perseguidos (1905), Historia de un amor
turbio (1908), Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918),
El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros
cuentos (1925), Los desterrados (1926), Pasado amor (1929), el escritor uruguayo
Horacio Quiroga (1878-1937) ha sido reconocido no sólo como creador de cuentos con
tramas extraordinarias y difíciles de olvidar, sino también por los múltiples aciertos
teóricos a la hora de reflexionar sobre el oficio de escribir, y en particular, sobre el arte de
imaginar y narrar cuentos. El “Decálogo del perfecto cuentista”, el “Manual del perfecto
cuentista”, “La retórica del cuento” o “Los trucos del perfecto cuentista”, forman parte ya
de una útil bibliografía para quienes busquen orientarse por las regiones donde se sostiene
un relato breve.
Lector apasionado de varios maestros clásicos del género (Edgar Allan Poe, Anton
Chéjov, Guy de Maupassant, Jack London o Rudyard Kipling) Quiroga aplicó algunas de
sus propuestas teóricas a gran parte de su producción literaria, con más de doscientos
cuentos escritos. De esa amplia y variadísima producción hemos seleccionado para el
lector de Libro al viento nueve relatos, agrupados en esta particular antología con el título
de Anaconda y otros cuentos: “El almohadón de pluma”, “El alambre de púa”,
“Anaconda”, “En la noche”, “Juan Darién”, “El regreso de Anaconda”, “El hombre
muerto”, “El desierto” y “De caza”.
En un nuevo repaso y desde una perspectiva contemporánea, los preceptos dictados por
Quiroga comparten en general una sencillez admirable, a veces engañosa, y apuntan
siempre con claridad hacia los atributos básicos para que el escritor en ciernes descifre y
reconozca la esencia de un buen cuento. Sin embargo, resulta evidente que las guías de
Quiroga no se limitan a los terrenos de la práctica de la escritura, restringiéndose a las
técnicas de la construcción retórica y dramática de interés exclusivo para un creador en
abstracto.
Así, por ejemplo, el lector de Libro al viento podría ahora acudir a dos principios
sustanciales que no sólo le servirán como luces, una vez se adentre en las tramas de cada
una de las nueve historias siguientes, sino que le ayudarán a reconocer la destreza y la
eficacia del mismo Quiroga como sólido narrador de relatos que, a pesar de la constante
avalancha de nuevas maneras de narrar y de leer, se mantienen vigentes. Bastante razón
tuvo uno de sus principales biógrafos y críticos, Emir Rodríguez Monegal, cuando
afirmaba que a Quiroga “se le relee, se le discute apasionadamente y se le imita”.
El primer principio dice: “… no es indispensable (…) que el tema a contar constituya
una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple
situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos
un cuento”. Para el segundo Horacio Quiroga escribió: “…cuenta el escritor su propia vida
en la obra de sus protagonistas, y es cierto que del tono general […] de una cierta
atmósfera fija e imperante sobre todos los relatos, a pesar de su diversidad, pueden
deducirse modalidades de carácter y hábitos de vida que denuncien en este o aquel
personaje la personalidad tenaz del autor”.
�La secreta combinación de estas dos síntesis, o pistas sobre el cuento, cobija sin duda la
presente selección. Por una parte, el estremecedor suspenso sobre el que se sostienen
relatos como “El hombre muerto”, “El alambre de púa” o “El almohadón de pluma”, parte
de eso que Quiroga llamaba, casi sin énfasis, una escena trunca, un incidente; por otra, en
relatos como “El desierto”, “Anaconda”, “Juan Darién” o “De caza”, para no
mencionarlos todos una vez más, la atmósfera fija e imperante que acompaña el tenaz
avance de sus argumentos revelarán, entre sus líneas, la compleja personalidad de
Quiroga, como un individuo para quien la representación del mundo, la manera tan
particular de habitarlo en su realidad, cifró su destino y el de quienes lo siguieron bajo la
sombra de su voluntad: las dos jovencísimas esposas, los hijos y, por supuesto, los
lectores.
El escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), uno de los últimos y más
queridos amigos de Quiroga, con quien compartió una extensa obra epistolar, sostenía que
cualquier perfil biográfico sobre “el hermano” Quiroga quedaría irremediablemente a
medias, puesto que se trataba de un espíritu con muchos enigmas sin manera de recuperar
para contarlos. Con una personalidad impaciente, caprichosa y lunática para muchos que
lo conocieron, Quiroga pareció querer abarcar también todos los oficios posibles, como
una manera de dominar la especie de descarga interna que lo acompañaba: mecánico de
autos, fotógrafo, colonizador de las selvas a simples golpes de machete, químico inventor,
profesor de español en varios colegios, crítico de cine, cazador, cultivador de plantas
ornamentales, carpintero, escritor solitario.
Hasta los veintidós años fue señorito afrancesado y, poco a poco, después de un breve
viaje a París y los futuros vaivenes cotidianos entre la ciudad de Buenos Aires y las selvas
de Misiones, se transformó en un extraño, incluso para sí mismo. Una personalidad
abrupta, de achaques y vaivenes violentos que arrastraban a quienes estaban cerca. “Soy
capaz de romper un corazón para ver lo que tiene dentro” (escribió en una carta). El
esfuerzo físico constante, dictado también por una mezcla casi inverosímil entre la
insatisfacción y una lógica afectiva enrevesada, lo obligó a llevar una vida cotidiana al
borde de la pobreza. Una estrechez económica que lo llevó también a las empresas
fantásticas en la selva.
Una tarde, en la ciudad de Buenos Aires, después de enterarse que padecía un cáncer de
estómago incurable, Horacio Quiroga se quitó la vida bebiendo cianuro. Dijo sentir la
misma curiosidad por la llegada de la muerte que la de un viaje fantástico. Un viaje
marcado, desde la infancia, por una gradual presencia de muertes violentas: La de su padre
en un accidente de caza, el suicidio de su padrastro, el suicidio de su primera esposa, el
homicidio accidental de su mejor amigo Federico Ferrando, mientras Quiroga limpiaba el
arma que éste pensaba usar en un duelo y, años más tarde a su propia muerte, el suicidio
de su dos hijos mayores.
Sin duda fue esta particular saga mortal la que le imprimió a su obra el carácter único
que los innumerables lectores reconocen en Quiroga, pues, como pocos, aplicó a sus
historias el segundo lema mencionado más arriba. El lector reconocerá en estos relatos la
frontera sutil que une los territorios de la autobiografía y de la ficción; la fiel
representación de la realidad íntima que lo acompañó durante los años más complejos de
su vida. Esta fidelidad a la verdad de la escritura se reconoce también en la manera
�realista, nada romántica, de abordar el mundo de la naturaleza, de los animales, y de
representar los destinos de sus protagonistas bajo una perspectiva compasiva, simbólica,
alimentada sin duda por esta experiencia autobiográfica de primera mano.
Como consecuencia de un olvido creciente, Quiroga dejó poco a poco de escribir, o por
lo menos, de publicar. Los lectores del momento empezaban a buscar otros derroteros y
otras voces. Como sucedáneo a la escritura de ficción, Horacio Quiroga se concentró en la
producción de artículos y, sobre todo, de una nutrida correspondencia con varios amigos,
imprimiéndole al género epistolar un profundo sentido de lo íntimo, desde donde
reflexionaba una y otra vez sobre el significado, los alcances y, en su caso, el final de su
oficio como narrador de cuentos. Fiel al giro inevitable y último de encontrar y respetar el
momento de guardar silencio, Quiroga se retiraba sin dar marcha atrás. Sabía que era un
precio alto para cualquier escritor, pero aún así, y a pesar del giro tajante como cerró su
vida, Quiroga, como varios de los personajes aquí en Anaconda y otros cuentos, nunca
abandonó el deseo ni la necesidad de seguir con vida, de entender la alegría de permanecer
con los otros. Como reveló algún otro que lo conoció de cerca: “Era un solitario, pero
nunca quiso estar solo”.
JULIO PAREDES
���El impasible semblante de su marido la contenía siempre.
�El almohadón de pluma
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces,
con un ligero estremecimiento cuando, volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses –se habían casado en abril– vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol– producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante había concluido
por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin
querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán,
con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en
sollozos echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni pronunciar
una palabra.
Fue ese el último día en que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole cama y
descanso absolutos.
–No sé –le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja–. Tiene una gran
debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy,
llámeme en seguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta.
Constatose una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo
el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y
en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el
menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía en la
sala, también con toda la luz encendida. Paseábase
�sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos
entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén
a lo largo de la cama, deteniéndose un instante en
cada extremo a mirar a su mujer. Pronto Alicia
comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes
al principio, y que descendieron luego a ras del suelo.
La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos,
no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche quedó de repente
mirando fijamente. Al raro abrió la boca para gritar, y
sus narices y labios se perlaron de sudor.
–¡Jordán! ¡Jordán! –exclamó, rígida de espanto,
sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer
Alicia lanzó un alarido de horror.
Tiene una gran debilidad que no me explico.
–¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra,
volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola por media hora, temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella sus ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor, mientras ellos pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.
La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido.
–Pst… –se encogió de hombros desalentado su médico–. Es un caso serio… Poco hay
que hacer.
–¡Sólo eso me faltaba! –resopló Jordán y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
�Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la
vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran
la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban
ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo
retumbo de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un raro de inmóvil observación.
�Había un animal monstruoso, una bola viviente […]
–Levántelo a la luz– le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó pero en seguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
–¿Qué hay? –murmuró con voz ronca.
–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en
cama, había aplicado sigilosamente su boca –su
trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin
duda había impedido al principio su desarrollo; pero
desde que la joven no pudo moverse, la succión fue
vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia.
�Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio
habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece
serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.
Tomado de Cuentos de amor, locura y de muerte (1917)
Jordán cortó funda y envoltura de un tajo.
�El alambre de púa
Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se
escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera –desmontante que ha rebrotado
inextricable–, no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo. Evidentemente no era por
donde el malacara pasaba.
El alazán recorría otra vez la chacra trotando inquieto con la cabeza alerta. De la
profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero,
con los suyos cortos y rápidos, en que había, sin duda, una fraternal promesa de abundante
comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en
el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero y
durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto
el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse
cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí,
de adentro, muy cerca aún el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos
con un relinchillo a boca llena.
Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: cruzando por
frente al chircal, que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vio un vago
sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara,
deshojando árboles.
La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha
abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal,
hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino
que con el alazán había formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí estaba la causa
del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba una línea sumamente oblicua con
el camino de los caballos, de modo que el alazán, acostumbrado a recorrer éste de Sur a
Norte, y jamás de Norte a Sur, no hubiera hallado jamás la brecha.
�En un instante el viejo caballo estuvo unido a su compañero.
�En un instante el viejo caballo estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más
preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos
decidieron alejarse del malhadado potrero que ya sabían de memoria.
El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance aun a los caballos. Del bosque
no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera
de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había
correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media
hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo
de caballo.
Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta
que un alambrado los detuvo.
–Un alambrado –dijo el alazán.
–Sí, un alambrado –sintió el malacara. Y ambos, pasando la cabeza sobre el hilo
superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado,
blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin
duda, pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la
derecha.
Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los
hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado, en que sus pasos no sonaban, y bordeado
el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron de cerca qué eran aquellas plantas
nuevas.
–Es yerba –constató el malacara, con sus trémulos labios a medio centímetro de las
duras hojas.
La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre
todo a pastar. De modo que, cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su camino,
hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y
paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de
repente en pleno camino real.
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de
una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente había infinita distancia. Mas, por
infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con
perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo y en
mansa felicidad prosiguieron su aventura.
El día, en verdad, la favorecía. La bruma matinal de Misiones acababa por disiparse del
todo, y bajo el cielo, súbitamente azul, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde
la loma cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra
colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle
blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío,
cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente
el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento.
Seguían así solos y gloriosos de libertad, en el camino encendido de luz, hasta que al
�doblar una punta de montes vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde
inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno.
Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto
fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los caballos libres!
Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada alta idea de
sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era para ellos
obstáculo. Habían visto cosas extraordinarias, salvado dificultades no creíbles y se sentían
gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles
pudiera.
En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas
del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos
palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.
–¿Por qué no entran? –preguntó el alazán a las vacas.
–Porque no se puede –le respondieron.
–Nosotros pasamos por todas partes –afirmó el
alazán altivo–. Desde hace un mes pasamos por todas
partes.
Con el fulgor de su aventura los caballos habían
perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas
no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.
–Los caballos no pueden –dijo una vaquillona
movediza–. Dicen eso y no pasan por ninguna parte.
Nosotras sí pasamos por todas partes.
–Tienen soga –añadió una vieja madre sin volver la
cabeza.
–¡Yo no, yo no tengo soga! –respondió vivamente el
alazán–. Yo vivía en las capueras y pasaba.
–¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes
no pueden.
¿Por qué no entran?
La vaquillona movediza intervino de nuevo:
–El patrón dijo el otro día: “A los caballos, con un solo hilo se los contiene”. ¿Y
entonces?… ¿Ustedes no pasan?
–No, no pasamos –repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia.
–¡Nosotras, sí!
Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y
astutas, impertinentes invasoras de chacras y del Código Rural, tampoco pasaban la
tranquera.
–Esta tranquera es mala –objetó la vieja madre–. ¡Él sí! Corre los palos con los cuernos.
�–¿Quién? –preguntó el alazán. Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.–
¡El toro Barigüí! Él puede más que los alambradas malos. –¿Alambrados?… ¿Pasa? –
¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después. Los dos caballos, vueltos ya
a su pacífica condición de animales a los que un solo hilo contiene, se sintieron
ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa
más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante.
De pronto las vacas se removieron mansamente: a
lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y
obstinada frente dirigida en tranquila recta a la
tranquera, los caballos comprendieron humildemente
su inferioridad.
Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el
testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un
lado.
Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero
la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin
resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño
feliz de la plantación de avena, había asegurado la
tarde anterior los palos con cuñas.
El toro no intentó más. Volviéndose con pereza
olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó
luego el alambrado, con ahogados mugidos
sibilantes.
El toro pasó los cuernos bajo el alambre de
púa […]
Desde la tranquera, los caballos y las vacas
miraban. En determinado lugar el toro pasó los
cuernos bajo el alambre de púa tendiéndolo
violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En
cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá,
intentando a su vez pasar. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de
permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello lo retiraban presto
con mareante cabeceo.
Los caballos miraban siempre.
–No pasan –observó el malacara.
–El toro pasó –observó el alazán–. Come mucho.
Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado, por la fuerza de la costumbre,
cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal, el toro,
con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo trataba de
alcanzarlo.
�Bramaba ante el chacarero,
que con un palo trataba de alcanzarlo.
–¡Añá!… Te voy a dar saltitos… –gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y
berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta
que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión
pesada y bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo
violineo de alambre y de grampas lanzadas a veinte metros.
Como los caballos marchaban débilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron
llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles dado así oír la conversación.
Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible
con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran estado dentro del
monte; alambradas, por grandes que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo
arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos
de la bestia y de su dueño por los incesantes destrozos de aquélla. Pero como los
pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales,
por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de
su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto.
De este modo los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro.
–¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme
toda la avena. ¡Ya no se puede más!
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y meloso falsete.
–¡Ah, toro malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro sigue vaca!
–¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!
–¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco toro!
–Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también.
–¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!…
–¡Bueno!, vea, don Zaninski; yo no quiero cuestiones con vecinos; pero tenga por
última vez cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo; en el camino
voy a poner alambre nuevo.
–¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!
–Es que ahora no va a pasar por el camino.
�–¡Pasa todo! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!
–No va a pasar.
Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho y tornaba a
salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en
dirección a ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido,
retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.
–¿Qué pone?
–Alambre de púa…; pero no va a pasar.
–¡No hace nada púa!
–Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si
pasa se va a lastimar.
El chacarero se fue. Es evidente que el maligno
polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal,
compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a
construir un alambrado infranqueable para su toro.
Seguramente se frotó las manos.
–Mí no podrán decir nada esta vez sí toro come toda
avena.
Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que
los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al
lugar en que Barigüí había cumplido su hazaña. La
bestia, allí siempre, inmóvil en medio del camino,
mirando con solemne vaciedad de idea, desde hacía un
cuarto de hora, un punto fijo a la distancia. Detrás de él
las vacas dormitaban al sol, ya caliente, rumiando.
–¿Qué pone?
Pero cuando los pobres caballos pasaron por el
camino, ellas abrieron los ojos despreciativas:
–Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga. ¡Barigüí sí pasó!
–A los caballos un solo hilo los contiene. Son flacos.
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:
–Nosotros no estamos flacos. Ustedes sí están. No va a pasar más aquí –añadió,
señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.–¡Barigüí pasa siempre! Después pasamos
nosotras. ¡Ustedes no pasan!
–No va a pasar más. Lo dijo el hombre.
–Él comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.
El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la
vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a construir el
hombre.
�La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría
ante ellos, los dos caballos bajaban la cabeza a comer, olvidándose de las vacas.
Tarde ya, cuando el sol acababa de entrar, los dos caballos se acordaron del maíz y
emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero, que cambiaba todos los postes
del alambrado, y a un hombre rubio que, detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.
–Le digo que va a pasar –decía el pasajero.
–No pasará dos veces –replicaba el chacarero.
–¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar!
–No pasará dos veces –repetía obstinadamente el otro.
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
–…reír!
–…veremos.
Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el
alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al
hombre presuroso.
–¡Curioso! –observó el malacara después de largo rato. El caballo va al trote y el
hombre al galope.
Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre
el frío cielo crepuscular sus siluetas se destacaban en negro, en masa y cabizbaja pareja, el
malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva
luz del sol, adquiría a esa semisombra una transparencia casi fúnebre. El viento había
cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer
velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en
rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía en la tierra ya enfriada el
invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que
se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume y de
azahar.
Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el
cajoncillo de maíz, había oído su ansioso trémulo. El caballo alazán obtuvo el honor de
que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a
efectos de lo que pudiera pasar.
Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos
repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje, hollando con mudos
pasos el pastizal helado, salvando la tranquera, abierta aún.
La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo
prometía para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos
vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior
excitó sus orejas y su paso; querían ver cómo era el nuevo alambrado.
Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los nuevos postes –oscuros y torcidos–
había dos simples alambres de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos.
�No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras de montes había dado a
los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquellos,
especialmente los postes.
–Son de madera de ley –observó el malacara.
–Sí, cernes quemados –comprobó el alazán.
Y tras otra larga mirada de examen, el malacara añadió:
–El hilo pasa por el medio, no hay grampas.
–Están muy cerca uno de otro.
Cerca, los postes, sí, indudablemente; tres metros. Pero en cambio, aquellos dos
modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cerco anterior desilusionaron a los
caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba
a contener al terrible toro?
–El hombre dijo que no iba a pasar –se atrevía sin embargo, el malacara, que, en razón
de ser el favorito de su amo, comía más maíz; por lo cual sentíase más creyente.
Pero las vacas lo habían oído.
–Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
–¿Pasó? ¿Por aquí? –preguntó descorazonado el malacara.
–Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió avena.
Entre tanto la vaquillona locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y
una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso a los
caballos.
–Los alambres están muy estirados –dijo el alazán después de un largo examen.
–Sí. Más estirados no se puede… –y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban
confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos.
Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.
–Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.
–Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan –comprobó el alazán.
–¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!
Costeando por dentro del monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba
hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con
los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.
–¡Come toda la avena! ¡Después pasa!
–Los hilos están muy estirados… –observó aún el malacara, tratando siempre de
precisar lo que sucedería si…
–¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! –lanzó la vaquillona locuaz.
En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo
�en la mano, pero no parecía iracundo; estaba, sí, muy serio y con el ceño contraído.
El animal esperó a que el hombre llegara frente a él y entonces dio principio a los
mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó más, el toro comenzó a retroceder,
berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez
metros ya del camino, volvió grupas en un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó
sobre el alambrado.
–¡Viene Barigüí! ¡Pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! –alcanzaron a clamar las vacas.
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió los cuernos
entre los hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se propagó de
poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó.
Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados desde el pecho a
la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y
temblando. Se alejó en seguida al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los
veinte metros se echó, con un ronco suspiro.
A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero
impasible. El animal se había levantado y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo
que le costaría mucho trabajo curarlo –si esto aún era posible–, lo carneó esa tarde. Y al
día siguiente le tocó en suerte al malacara llevar a su casa, en la maleta, dos kilos de carne
del toro muerto.
Tomado de Cuentos de amor, locura y de muerte (1917)
�Anaconda
I
Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la
selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos
relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba
aún lejos.
Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada con la lentitud
genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará, de un metro cincuenta, con los
negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. Avanzaba
tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios reemplaza
perfectamente a los dedos.
Iba de caza. Al llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló prolijamente sobre sí
misma, removiose aún un momento acomodándose y después de bajar la cabeza al nivel
de sus anillos, asentó la mandíbula inferior y esperó inmóvil.
Minuto tras minuto esperó cinco horas. Al cabo de este tiempo continuaba en igual
inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando cambió de
idea. Sobre el cielo lívido del Este se recortaba una inmensa sombra.
–Quisiera pasar cerca de la Casa –se dijo la yarará–. Hace días que siento ruido, y es
menester estar alerta…
Y marchó prudentemente hacia la sombra.
La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo búngalo de madera, todo
blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el
edificio había estado deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos, golpes de fierros,
relinchos de caballo; conjunto de cosas en que trascendía a la legua la presencia del
Hombre. Mal asunto…
Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo
mucho más pronto de lo que hubiera querido.
Un inequívoco ruido de puerta abierta llegó a sus
oídos. La víbora irguió la cabeza y, mientras notaba que
una rubia claridad en el horizonte anunciaba la aurora,
vio una angosta sombra, alta y robusta, que avanzaba
hacia ella. Oyó también el ruido de las pisadas, el golpe
seguro, pleno, enormemente distanciado que
denunciaba también a la legua al enemigo.
–¡El Hombre! –murmuró Lanceolada. Y rápida como
el rayo se arrolló en guardia.
La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cayó a
su lado, y la yarará, con toda la violencia de un ataque
�al que jugaba la vida, lanzó la cabeza contra aquello y la
recogió a la posición anterior.
El hombre se detuvo: había creído sentir un golpe en
las botas. Miró el yuyo a su alrededor sin mover los
pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad apenas
rota por el vago día naciente, y siguió adelante.
Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir,
esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre.
La yarará emprendió la retirada a su cubil llevando
consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era
sino el prólogo del gran drama a desarrollarse en breve.
II
Al día siguiente la primera preocupación de Lanceolada
fue el peligro que con la llegada del Hombre se cernía Lanceolada vio que la Casa comenzaba a
sobre la Familia entera. Hombre y Devastación son
vivir.
sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero
de los Animales. Para las Víboras en particular, el
desastre se personificaba en dos horrores: el machete escudriñando, revolviendo el vientre
mismo de la selva, y el fuego aniquilando el bosque en seguida, y con él los recónditos
cubiles.
Tornábase, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esperó la nueva noche para
ponerse en campaña. Sin gran trabajo halló a dos compañeras, que lanzaron la voz de
alarma. Ella, por su parte, recorrió hasta las doce los lugares más indicados para un feliz
encuentro, con suerte tal que a las dos de la mañana el Congreso se hallaba, si no en pleno,
por lo menos con mayoría de especies para decidir qué se haría.
En la base de un murallón de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque,
desde luego, existía una caverna disimulada por los helechos que obstruían casi la entrada.
Servía de guarida desde mucho tiempo atrás a Terrífica, una serpiente de cascabel, vieja
entre las viejas, cuya cola contaba treinta y dos cascabeles. Su largo no pasaba de un metro
cuarenta, pero en cambio su grueso alcanzaba al de una botella. Magnífico ejemplar,
cruzada de rombos amarillos, vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el mismo
lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno que son, como
se sabe, si no los más grandes, los más admirablemente constituidos de todas las
serpientes venenosas.
Fue allí, en consecuencia, donde ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora
de cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de Lanceolada y
Terrífica, las demás yararás del país: la pequeña Coatiarita, benjamín de la Familia, con la
línea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba allí,
negligentemente tendida como si se tratara de todo menos de hacer admirar las curvas
blancas y café de su lomo sobre largas bandas salmón, la esbelta Neuwied, dechado de
belleza, y que había guardado para sí el nombre del naturalista que determinó su especie.
�Estaba Cruzada –que en el sur llaman víbora de la cruz–, potente y audaz, rival de
Neuwied en punto a belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente fatídico;
y por último, Urutú Dorado, la yararacusú, disimulando discretamente en el fondo de la
caverna sus ciento setenta centímetros de terciopelo negro cruzado oblicuamente por
bandas de oro.
�Fue allí donde se reunió
el Congreso de las Víboras.
�Es de notar que las especies del formidable género Lachesis, o yararás, a que
pertenecían todas las congresales menos Terrífica, sostienen una vieja rivalidad por la
belleza del dibujo y el color. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos.
Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el
país puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto Urutú Dorado, magnífico animal
de muerte, pero cuya especie es más bien rara, no pretendía este honor, cediéndolo de
buen grado a la víbora de cascabel, más débil, pero que abunda milagrosamente.
El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión.
–¡Compañeras! –dijo–. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia
nefasta del Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar nuestro
Imperio de la invasión enemiga. Sólo un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el
abandono del terreno no remedia nada. Este medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al
Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta noche misma, a la cual cada especie aportará sus
virtudes. Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificación humana: No soy ahora
una serpiente de cascabel; soy una yarará como ustedes. Las yararás, que tienen a la
Muerte por negro pabellón. ¡Nosotras somos la Muerte, compañeras! Y entretanto, que
alguna de las presentes proponga un plan de campaña.
Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo que Terrífica tiene
de largo en sus colmillos lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe también, y
aunque incapaz por lo tanto de idear plan alguno, posee, a fuerza de vieja reina, el
suficiente tacto para callarse.
Entonces Cruzada, desperezándose, dijo:
–Soy de la opinión de Terrífica, y considero que, mientras no tengamos un plan, nada
podemos ni debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestras
primas sin veneno: las Culebras.
Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras.
Cruzada se sonrió de un modo vago, y continuó:
–Lamento lo que pasa… Pero quisiera solamente recordar esto: si entre todas nosotras
pretendiéramos vencer a una culebra, ¡no lo conseguiríamos! Nada más quiero decir.
–Si es por su resistencia al veneno –objetó perezosamente Urutú Dorado, desde el fondo
del antro–, creo que yo sola me encargaría de desengañarlas…
–No se trata de veneno –replicó desdeñosamente Cruzada–. Yo también me bastaría… –
agregó con una mirada de reojo a la yararacusú–. Se trata de su fuerza, de su destreza, de
su nerviosidad, como quiera llamársele. Cualidades de lucha que nadie pretenderá negar a
nuestras primas. Insisto en que en una campaña como la que queremos emprender las
serpientes nos serán de gran utilidad; más: ¡de imprescindible necesidad!
Pero la proposición desagradaba siempre.
–¿Por qué las culebras? –exclamó Atroz–. Son despreciables.
–Tienen ojos de pescado –agregó la presuntuosa Coatiarita.
–¡Me dan asco! –protestó desdeñosamente Lanceolada.
�–Tal vez sea otra cosa lo que te dan… –murmuró Cruzada, mirándola de reojo.
–¿A mí? –silbó Lanceolada, irguiéndose–. ¡Te advierto que haces mala figura aquí,
defendiendo a esos gusanos corredores!
–Si te oyen las Cazadoras… –murmuró irónicamente Cruzada.
Pero al oír este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó.
–¡No hay para qué decir eso! –gritaron–. ¡Ellas son culebras, y nada más!
–¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! –replicó secamente Cruzada–. Y estamos
en Congreso.
También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de
las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende
más al sur. Cuestión de coquetería en punto a belleza según las culebras.
–¡Vamos, vamos! –intervino Terrífica–. Que Cruzada explique para qué quiere la ayuda
de las culebras, siendo así que no representan la Muerte como nosotras.
–¡Para esto! –replicó Cruzada ya en calma–. Es indispensable saber qué hace el Hombre
en la casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no
es fácil, porque si el pabellón de nuestra especie es la Muerte, el pabellón del Hombre es
también la Muerte. ¡Y bastante más rápida que la nuestra! Las serpientes nos aventajan
inmensamente en agilidad. Cualquiera de nosotras iría y vería. Pero ¿volvería? Nadie
mejor para esto que Ñacaniná. Estas exploraciones forman parte de sus hábitos diarios, y
podría, trepada al techo, ver, oír, y regresar a informarnos antes de que sea de día.
La proposición era tan razonable que esta vez la asamblea entera asintió, aunque con un
resto de desagrado.
–¿Quién va a buscarla? –preguntaron varias voces.
Cruzada desprendió la cola de un tronco y se deslizó afuera.
–¡Voy yo! –dijo–. Enseguida vuelvo.
–¡Eso es! –le lanzó Lanceolada de atrás–. ¡Tú que eres su protectora la hallarás en
seguida!
Cruzada tuvo aún tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la lengua: reto a largo
plazo.
III
Cruzada halló a Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol.
–¡Eh, Ñacaniná! –llamó con un leve silbido.
Ñancaniná oyó su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva
llamada.
–¡Ñacaniná! –repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido.
�–¿Quién me llama? –respondió la culebra.
–¡Soy yo, Cruzada!
–¡Ah, la prima…! ¿Qué quieres, prima adorada?
–No se trata de bromas, Ñacaniná… ¿Sabes lo que pasa en la Casa?
–Sí, que ha llegado el Hombre… ¿Qué más?
–Y, ¿sabes que estamos en Congreso?
–¡Ah, no; esto no lo sabía! –repuso Ñacaniná, deslizándose cabeza abajo contra el árbol,
con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal–. Algo grave debe pasar
para eso… ¿Qué ocurre?
–Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar
que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se
van a quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras.
–Yo creía que ustedes eran la Muerte por sí mismas… ¡No se cansan de repetirlo! –
murmuró irónicamente la culebra.
–¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.
–¿Para qué? ¡Yo no tengo nada que ver aquí!
–¿Quién sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras, las Venenosas.
Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos.
–¡Comprendo! –repuso Ñacaniná después de un momento, en el que valoró la suma de
contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza.
–Bueno; ¿contamos contigo?
–¿Qué debo hacer?
–Muy poco. Ir enseguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas y oigas lo que
pasa.
–¡No es mucho, no! –repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el
tronco–. Pero es el caso –agregó– que allá arriba tengo la cena segura… Una pava del
monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar allí…
–Tal vez allá encuentres algo que comer –la consoló suavemente Cruzada. Su prima la
miró de reojo.
–Bueno, en marcha –reanudó la yarará–. Pasemos primero por el Congreso.
–¡Ah, no! –protestó Ñacaniná–. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el favor, y en paz! Iré al
Congreso cuando vuelva… si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de
Terrífica, los ojos de matón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina. ¡Eso, no!
–No está Coralina.
–¡No importa! Con el resto tengo bastante.
–¡Bueno, bueno! –repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié–. Pero si no
disminuyes un poco la marcha, no te sigo.
�En efecto, aun a todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar –casi lento para
ella– de la Ñacaniná.
–Quédate, ya estás cerca de las otras –contestó la culebra. Y se lanzó a toda velocidad,
dejando en un segundo atrás a su prima Venenosa.
IV
Un cuarto de hora después la Cazadora llegaba a su destino. Velaban todavía en la casa.
Por las puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, y ya desde lejos Ñacaniná
pudo ver cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.
Para llegar con impunidad sólo faltaba evitar el problemático tropiezo con un perro.
¿Los habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Por esto deslizose adelante con gran cautela,
sobre todo cuando llegó ante el corredor.
Ya en él, observó con atención. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la izquierda había perro
alguno. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de
los hombres, un perro negro dormía echado de costado.
La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podía oír pero no
ver el panorama entero de los hombres hablando, la culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo
que deseaba en un momento. Trepó por una escalera recostada a la pared bajo el corredor
y se instaló en el espacio libre entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por más
precauciones que tomara al deslizarse, un viejo clavo cayó al suelo y un hombre levantó
los ojos.
–¡Se acabó! –se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración.
Otro hombre miró también arriba.
–¿Qué hay? –preguntó.
–Nada –repuso el primero–. Me pareció ver algo negro por allá.
–Una rata.
–Se equivocó el Hombre –murmuró para sí la culebra.
–O alguna ñacaniná.
–Acertó el otro Hombre –murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.
Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y Ñacaniná vio y oyó durante media hora.
V
La Casa, motivo de preocupación de la selva, habíase convertido en establecimiento
científico de la más grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrás la particular
riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, el Gobierno de la Nación había decidido
la creación de un instituto de Seroterapia Ofídica, donde se prepararían sueros contra el
�veneno de las víboras. La abundancia de éstas es un punto capital, pues nadie ignora que
la carencia de víboras de que extraer el veneno es el principal inconveniente para una
vasta y segura preparación del suero.
El nuevo establecimiento podía comenzar casi en seguida, porque contaba con dos o
tres caballos ya en vías de completa inmunización. Habíase logrado organizar el
laboratorio y el serpentario. Este último prometía enriquecerse de un modo asombroso,
por más que el Instituto hubiera llevado consigo no pocas serpientes venenosas, las
mismas que servían para inmunizar a los animales citados.
Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su último grado de inmunización, necesita
seis gramos de veneno en cada inyección (cantidad suficiente para matar doscientos
cincuenta caballos), se comprenderá que deba ser muy grande el número de víboras en
disponibilidad que requiere un instituto del género.
Los días, duros al principio, de una instalación en la selva, mantenían al personal
superior del Instituto en vela hasta medianoche, entre planes de laboratorio y demás.
–Y los caballos, ¿cómo están hoy? –preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el
jefe del Instituto.
–Muy caídos –repuso otro–. Si no podemos hacer una buena recolección en estos días…
Ñacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alerta, comenzaba a tranquilizarse.
–Me parece –se dijo– que las primas venenosas se han llevado un susto magnífico. De
estos hombres no hay gran cosa que temer…
Y avanzando más la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya la línea del tirante,
observó con más atención.
Pero un contratiempo evoca otro.
–Hemos tenido hoy un día malo –agregó alguno–. Cinco tubos de ensayo se han roto…
Ñacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión.
–¡Pobre gente! –murmuró–. Se les han roto cinco tubos… –y se disponía a abandonar su
escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oyó:
–En cambio, las víboras están magníficas… Parece sentarles el país.
–¿Eh? –dio una sacudida la culebra, jugando velozmente con la lengua–. ¿Qué dice ese
pelado de traje blanco?
Pero el hombre proseguía:
–Para ellas, sí, el lugar me parece ideal… Y las necesitamos urgentemente, los caballos
y nosotros.
–Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de
que es el país de las víboras.
–Hum… hum… hum… –murmuró Ñacaniná, arrollándose en el tirante cuanto le fue
posible–. Las cosas comienzan a ser un poco distintas… Hay que quedar un poco más con
esta buena gente… Se aprenden cosas curiosas.
�Tantas cosas curiosas oyó, que cuando, al cabo de media hora, quiso retirarse, el exceso
de sabiduría adquirida le hizo hacer un falso movimiento y la tercera parte de su cuerpo
cayó, golpeando la pared de tablas. Como había caído de cabeza, en un instante la tuvo
enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.
La ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más
valiente de nuestras serpientes. Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente
mayor que ella, y hace frente siempre. Como su propio coraje le hace creer que es muy
temida, la nuestra se sorprendió un poco al ver que los hombres, enterados de lo que se
trataba, se echaron a reír tranquilos.
–Es una ñacaniná… Mejor; así nos limpiará la casa de ratas.
–¿Ratas…? –silbó la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.
–Por útil que sea, no deja de ser un mal bicho… Una de estas noches la voy a encontrar
buscando ratones dentro de mi cama… –y cogiendo un palo próximo, lo lanzó contra la
ñacaniná a todo vuelo. El palo pasó silbando junto a la cabeza de la intrusa y golpeó con
terrible estruendo la pared.
Hay ataque y ataque. Fuera de la selva, y entre cuatro hombres, la ñacaniná no se
hallaba a gusto. Se retiró a escape, concentrando toda su energía en la cualidad que,
juntamente con el valor, forman sus dos facultades primas: la velocidad para correr.
Perseguida por los ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por éste –lo que abrió
nueva luz con respecto a las gentes aquellas–, la culebra llegó a la caverna. Pasó por
encima de Lanceolada y Atroz, y se arrolló a descansar, muerta de fatiga.
VI
–¡Por fin! –exclamaron todas, rodeando a la exploradora–. Creíamos que te ibas a quedar
con tus amigos los Hombres…
–¡Hum!… –murmuro Ñacaniná.
–¿Qué nuevas nos traes? –preguntó Terrífica.
–¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres?
–Tal vez fuera mejor esto… Y pasar al otro lado del río –repuso Ñacaniná.
–¿Qué?… ¿Cómo? –saltaron todos–. Estás loca.
–Oigan, primero.
–¡Cuenta, entonces!
Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto
Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora
hubiera en el país.
–¡Cazarnos! –saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de
su orgullo–. ¡Matarnos, querrás decir!
�–¡No! ¡Cazarlas, nada más! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte
días el veneno. ¿Quieren vida más dulce?
La asamblea quedó estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el fin de esta
recolección de veneno; pero lo que no había explicado eran los medios para llegar a
obtener el suero.
¡Un suero antivenenoso! Es decir, la curación asegurada, la inmunización de hombres y
animales contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en plena
selva natal.
–¡Exactamente! –apoyó Ñacaniná–. No se trata sino de esto.
Para la ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le importaba a ella y sus
hermanas las cazadoras –a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de músculos– que
los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto oscuro veía ella, y es el
excesivo parecido de una culebra con una víbora, que favorecía confusiones mortales. De
aquí el interés de la culebra en suprimir el Instituto.
–Yo me ofrezco a empezar la campaña –dijo Cruzada–. ¿Tienes un plan? –preguntó
ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.
–Ninguno. Iré sencillamente mañana de tarde a tropezar con alguien.
–¡Ten cuidado! –le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva–. Hay varias jaulas vacías… ¡Ah,
me olvidaba! –agregó, dirigiéndose a Cruzada–. Hace un rato, cuando salí de allí… Hay
un perro negro muy peludo… Creo que sigue el rastro de una víbora… ¡Ten cuidado!
–¡Allá veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para mañana de noche. Si yo
no puedo asistir, tanto peor…
Mas la asamblea había caído en nueva sorpresa.
–¿Perro que sigue nuestro rastro…? ¿Estás segura?
–Yo me encargo de él –exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental)
poder poner en juego sus glándulas de veneno, que a la menor contracción nerviosa se
escurría por el canal de los colmillos.
Pero ya cada víbora se disponía a hacer correr la palabra ensu distrito, y a Ñacaniná,
gran trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz de alerta a los árboles, reino
preferido de las culebras.
A las tres de la mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la vida normal, se
alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras, silenciosas,
sombrías, mientras en el fondo de la caverna la serpiente de cascabel quedaba arrollada e
inmóvil, fijando sus duros ojos de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados.
VII
Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se
arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creía necesario tener otra, que
matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. Llegó a la baranda y se arrolló allí,
�esperando. Pasó así media hora. El calor sofocante que reinaba desde tres días atrás
comenzaba a pesar sobre los ojos de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la
pieza. La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza,
apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.
–¡Maldita bestia…! –se dijo Cruzada–. Hubiera preferido un hombre…
En ese instante el perro se detuvo husmeando, y volvió la cabeza… ¡Tarde ya! Ahogó
un aullido de sorpresa y movió desesperadamente el hocico mordido.
–Casi. ¡Ojo con ese perro, porque puede hacernos más daño que todos los hombres
juntos!
–Ya éste está despachado… –murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el
perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la
yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.
–¿Qué pasa? –preguntaron desde el otro corredor.
–Una alternatus… Buen ejemplar –respondió el hombre. Y antes de que hubiera podido
defenderse, la víbora se sintió estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo
de un palo.
La yarará crujió de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados, trató en vano de
recogerlo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de apoyo en la cola, el
famoso punto de apoyo sin el cual una poderosa boa se encuentra reducida a la más
vergonzosa impotencia. El hombre la llevó así colgando, y fue arrojada en el Serpentario.
Constituíalo éste un simple espacio de tierra cercado con chapas de zinc liso, provisto
de algunas jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta víboras. Cruzada cayó en tierra y se
mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego.
La instalación era evidentemente provisoria; grandes y chatos cajones alquitranados
servían de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecían reparo
a los huéspedes de ese paraíso improvisado.
Un instante después la yarará se veía rodeada y pasada por encima por cinco o seis
compañeras que iban a reconocer su especie.
Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula
cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará.
Curiosa a su vez, se acercó lentamente.
Se acercó tanto, que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras
caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero
monstruosamente, mucho más que Biopeva, su prima. Quedaba realmente extraordinaria
así.
–¿Quién eres? –murmuró Cruzada–. ¿Eres de las nuestras?
Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no había habido intención de ataque en
la aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes orejas.
–Sí –repuso–. Pero no de aquí… de muy lejos… de la India.
�–¿Cómo te llamas?
–Hamadrías… o cobra capelo real.
–Yo soy Cruzada.
–Sí, no necesitas decido. He visto muchas hermanas tuyas ya… ¿Cuándo te cazaron?
–Hace un rato. No pude matar.
–Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto…
–Pero maté al perro.
–¿Qué perro? ¿El de aquí?
–Sí.
La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenía una nueva sacudida: el perro
lanudo que creía haber matado estaba ladrando…
–¿Te sorprende, eh? –agregó Hamadrías–. A muchas les ha pasado lo mismo.
–Pero es que mordí en la cabeza… –contestó Cruzada, cada vez más aturdida–. No me
queda una gota de veneno –concluyó–. Es patrimonio de las yararás vaciar casi en una
mordida sus glándulas.
–Para él es lo mismo que te hayas vaciado o no…
–¿No puede morir?
–Sí, pero no por cuenta nuestra… Está inmunizado. Pero tú no sabes lo que es esto…
–¡Sé! –repuso vivamente Cruzada–. ¡Ñacaniná nos
contó…! La cobra real la consideró entonces
atentamente.
–Tú me pareces inteligente…
–¡Tanto como tú… por lo menos! –replicó
Cruzada.
El cuello de la asiática se expandió bruscamente de
nuevo, y de nuevo la yarará cayó en guardia.
Ambas víboras se miraron largo rato, y el
capuchón de la cobra bajó lentamente.
–Inteligente y valiente –murmuró Hamadrías–. A ti
se te puede hablar… ¿Conoces el nombre de mi
especie?
–Hamadrías, supongo.
Ambas víboras se miraron largo rato.
–O Naja búngaro… o cobra capelo real. Nosotras
somos respecto de la vulgar cobra capelo de la India
lo que tú respecto de una de esas coatiaritas… ¿Y
sabes de qué nos alimentamos?
�–No.
–De víboras americanas… entre otras cosas –concluyó balanceando la cabeza ante
Cruzada.
Ésta apreció rápidamente el tamaño de la extranjera ofiófaga.
–¿Dos metros cincuenta? –preguntó.
–Sesenta… dos sesenta, pequeña Cruzada –repuso la otra, que había seguido su mirada.
–Es un buen tamaño… Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía. ¿Sabes de
qué se alimenta?
–Supongo…
–Sí, de víboras asiáticas –y miró a su vez a Hamadrías.
–¡Bien contestado! –repuso ésta, balanceándose de nuevo. Y después de refrescarse la
cabeza en el agua, agregó perezosamente–: ¿Prima tuya, dijiste?
–Sí.
–¿Sin veneno, entonces?
–Así es… y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.
Pero la asiática no la escuchaba ya, absorta en sus pensamientos.
–¡Óyeme! –dijo de pronto–. ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este
infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas… Llevo
año y medio encerrada en una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada
periódicamente. Y, lo que es peor, despreciada, manejada como un trapo por viles
hombres… Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para concluir con todos
ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparación de sueros antivenenosos.
¡No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! ¿Me entiendes? –
concluyó mirando en los ojos a la yarará.
–Sí –repuso la otra–. ¿Qué debo hacer?
–Una sola cosa; un solo medio tenemos de vengarnos hasta las heces… Acércate, que
no nos oigan… Tú sabes la necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar
nuestra fuerza… Toda nuestra salvación depende de esto. Solamente…
–¿Qué?
La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada.
–Solamente que puedes morir…
–¿Sola?
–¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán…
–¡Es lo único que deseo! Continúa.
–Pero acércate aún… ¡Más cerca!
El diálogo continuó un rato en voz tan baja que el cuerpo de la yarará frotaba,
�descamándose, contra las mallas de alambre. De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por
tres veces a Cruzada. Las víboras, que habían seguido de lejos el incidente, gritaron:
–¡Ya está! ¡Ya la mató! ¡Es una traicionera!
Cruzada, mordida por tres veces en el cuello, se arrastró pesadamente por el pasto. Muy
pronto quedó inmóvil, y fue a ella a quien encontró el empleado del Instituto cuando, tres
horas después, entró en el Serpentario. El hombre vio a la yarará, y empujándola con el
pie, le hizo dar vuelta como a una soga y miró su vientre blanco.
–Está muerta, bien muerta… –murmuró–. Pero ¿de qué? –y se agachó a observar a la
víbora. No fue largo su examen: en el cuello y en la misma base de la cabeza notó huellas
inequívocas de colmillos venenosos.
–¡Hum! –se dijo el hombre. Esta no puede ser más que la hamadrías… Allí está,
arrollada y mirándome como si yo fuera otra alternatus… Veinte veces le he dicho al
director que las mallas del tejido son demasiado grandes. Ahí está la prueba… En fin –
concluyó, cogiendo a Cruzada por la cola y lanzándola por encima de la barrera de zinc–,
¡un bicho menos que vigilar!
Fue a ver al director:
–La hamadrías ha mordido a la yarará que introdujimos hace un rato. Vamos a extraerle
muy poco veneno.
–Es un fastidio grande –repuso aquél–. Pero necesitamos para hoy el veneno… No nos
queda más que un solo tubo de suero… ¿Murió la alternatus?
–Sí, la tiré afuera… ¿Traigo a la hamadrías?
–No hay más remedio… Pero para la segunda recolección, de aquí a dos o tres horas.
VIII
…Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas. Sentía la boca llena de tierra y sangre.
¿Dónde estaba?
El velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzó a distinguir el
contorno. Vio –y reconoció– el muro de zinc, y súbitamente recordó todo: el perro negro,
el lazo, la inmensa serpiente asiática y el plan de batalla de ésta en que ella misma,
Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo, ahora que la parálisis provocada por el
veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo, tuvo conciencia plena de lo que debía
hacer. ¿Sería tiempo todavía?
�El peón, al sentir su pie quemado
por los dientes, lanzó una exclamación.
Intentó arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin
avanzar. Pasó un rato aún y su inquietud crecía.
–¡Y no estoy sino a treinta metros! –murmuraba–. ¡Dos minutos, un solo minuto de
vida, y llego a tiempo! –y tras nuevo esfuerzo consiguió deslizarse, arrastrarse
desesperadamente hacia el laboratorio.
Atravesó el patio, llegó a la puerta en el momento en que el empleado, con las dos
manos sostenía, colgando en el aire a Hamadrías, mientras el hombre de los lentes
ahumados le introducía el vidrio de reloj en la boca. La mano se dirigía a oprimir las
glándulas, y Cruzada estaba aún en el dintel.
–¡No tendré tiempo! –se dijo desesperada. Y arrastrándose en un supremo esfuerzo,
tendió adelante los blanquísimos colmillos. El peón, al sentir su pie descalzo quemado por
los dientes de la yarará, lanzó una exclamación y se agitó. No mucho; pero lo suficiente
para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y alcanzase a la pata de la mesa,
donde se arrolló velozmente. Y con ese punto de apoyo, arrancó su cabeza de entre las
manos del peón y fue a clavar hasta la raíz los colmillos en la muñeca izquierda del
hombre de lentes ahumados, justamente en una vena.
¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, huían sin ser
perseguidas.
–¡Un punto de apoyo! –murmuraba la cobra volando a escape por el campo–. Nada más
que eso me faltaba. ¡Ya lo conseguí, por fin!
–Sí –corría la yarará a su lado, muy dolorida aún–. Pero no volvería a repetir el juego…
Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. La
inyección de una hamadrías en una vena es cosa demasiado seria para que un mortal pueda
resistirla largo rato con los ojos abiertos. Los del herido se cerraban para siempre a los
cuatro minutos.
IX
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás Urutú Dorado,
Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, había acudido Coralina, de cabeza estúpida –
según Ñacaniná–, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más dolorosas.
Además es hermosa, incontestablemente hermosa con sus anillos rojos y negros.
Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las víboras en punto de belleza,
Coralina se alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal, cuyos triples anillos
negros y blancos sobre fondo de púrpura colocan a esta víbora de coral en el más alto
escalón de la belleza ofídica.
Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, en primer término, cuyo
�destino es ser llamada yararacusú del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. Asistían
Cipó, de un hermoso verde y gran cazadora de pájaros; Radínea, pequeña y oscura, que no
abandona jamás los charcos; Boipeva, cuya característica es achatarse completamente
contra el suelo, apenas se siente amenazada; Trigémina y Esculapia, como sus compañeras
arborícolas.
Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y las cazadoras, ausencia esta que
requiere una aclaración.
Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayoría de las especies, y
sobre todo de las que se podría llamar reales por su importancia. Desde el primer
Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría,
podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. De aquí la plenitud del Congreso
actual, bien que fuera lamentable la ausencia de la yarará Surucusú, a quien no había sido
posible hallar por ninguna parte; hecho tanto más de sentir cuanto que esta víbora, que
puede alcanzar tres metros, es, a la vez la que reina en América, viceemperatriz del
Imperio Mundial de las Víboras, pues sólo una la aventaja en tamaño y potencia de
veneno: la hamadrías asiática.
Alguna faltaba –fuera de Cruzada–; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de
su ausencia.
A pesar de todo, se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre los helechos una
cabeza de grandes ojos vivos.
–¿Se puede? –decía la visitante alegremente.
Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron
la cabeza al oír aquella voz.
–¿Qué quieres aquí? –gritó Lanceolada con profunda irritación.
–¡Este no es tu lugar! –exclamó Urutú Dorado, dando por primera vez señales de
vivacidad.
–¡Fuera! ¡Fuera! –gritaron varias con intenso desasosiego.
Pero Terrífica, con silbido claro, aunque trémulo, logró hacerse oír.
–¡Compañeras! No olviden que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes;
nadie, mientras dure, puede ejercer acto alguno de violencia. ¡Entra, Anaconda!
–¡Bien dicho! –exclamó Ñacaniná con sorda ironía–. Las nobles palabras de nuestra
reina nos aseguran. ¡Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros
cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. Pasó ante todas, cruzando una mirada de
inteligencia con Ñacaniná, y fue a arrollarse, con leves silbidos de satisfacción, junto a
Terrífica, quien no pudo menos de estremecerse.
–¿Te incomodo? –le preguntó cortésmente Anaconda.
–¡No, de ninguna manera! –contestó Terrífica–. Son las glándulas de veneno que me
incomodan, de hinchadas…
�Anaconda y Ñacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.
La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la recién llegada tenía un cierto
fundamento, que no se dejará de apreciar. La anaconda es la reina de todas las serpientes
habidas y por haber, sin exceptuar a la pitón malaya. Su fuerza es extraordinaria, y no hay
animal de carne y hueso capaz de resistir un abrazo suyo. Cuando comienza a dejar caer
del follaje sus diez metros de cuerpo liso con grandes manchas de terciopelo negro, la
selva entera se crispa y encoge.
Pero la anaconda es demasiado fuerte para odiar a sea quien fuere – con una sola
excepción–, y esta conciencia de su valor le hace conservar siempre buena amistad con el
hombre. Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la
conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.
Anaconda no es, sin embargo, hija de la región. Vagabundeando en las aguas espumosas
del Paraná había llegado hasta allí con una gran creciente, y continuaba en la región muy
contenta del país, enbuena relación con todos, y en particular con Ñacaniná, con quien
había trabado viva amistad. Era, por lo demás, aquel ejemplar una joven anaconda que
distaba aún mucho de alcanzar los diez metros de sus felices abuelos. Pero los dos metros
cincuenta que medía ya valían por el doble, si se considera la fuerza de esta magnífica
boa, que por divertirse, al crepúsculo, atraviesa el Amazonas entero con la mitad del
cuerpo erguido fuera del agua.
Pero Atroz acababa de tomar la palabra ante la asamblea, ya distraída.
–Creo que podríamos comenzar ya –dijo–. Ante todo, es menester saber algo de
Cruzada. Prometió estar aquí en seguida.
–Lo que prometió –intervino Ñacaniná– es estar aquí cuando pudiera. Debemos
esperarla.
–¿Para qué? –replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
–¿Cómo para qué? –exclamó ésta, irguiéndose–. Se necesita toda la estupidez de una
Lanceolada para decir esto… ¡Estoy cansada ya de oír en este Congreso disparate tras
disparate! ¡No parece sino que las Venenosas representaran a la Familia entera! Nadie,
menos ésa –señaló con la cola a Lanceolada–, ignora que precisamente de las noticias que
traiga Cruzada depende nuestro plan… ¿Que para qué esperarla…? ¡Estamos frescas si las
inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!
–No insultes –le reprochó gravemente Coatiarita. Ñacaniná se volvió a ella:
–¿Y a ti quién te mete en esto?
–No insultes –repitió la pequeña, dignamente.
Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.
–Tiene razón la minúscula prima –concluyó tranquila–; Lanceolada, te pido disculpa.
–¡No es nada! –replicó con rabia la yarará.
–¡No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa.
Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entró silbando:
�–¡Ahí viene Cruzada!
–¡Por fin! –exclamaron los congresales, alegres. Pero su alegría transformose en
estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una inmensa víbora, totalmente
desconocida de ellas.
Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló lenta y
paulatinamente en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil.
–¡Terrífica! –dijo Cruzada–. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.
–¡Somos hermanas! –se apresuró la de cascabel, observándola inquieta.
Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.
–Parece una prima sin veneno –decía una, con un tanto de desdén.
–Sí –agregó otra–. Tiene ojos redondos.
–Y cola larga.
–Y además…
Pero de pronto quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar
monstruosamente el cuello. No duró aquello más que un segundo; el capuchón se replegó,
mientras la recién llegada se volvía a su amiga, con la voz alterada.
–Cruzada: diles que no se acerquen tanto… No puedo dominarme.
–Sí, ¡déjenla tranquila! –exclamó Cruzada–. Tanto más –agregó– cuanto que acaba de
salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras.
No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de
Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de
lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías, con la catástrofe final, y el profundo
sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.
–Resultado –concluyó–: dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. Ahora
no nos resta más que eliminar a los que quedan.
–¡O a los caballos! –dijo Hamadrías.
–¡O al perro! –agregó Ñacaniná.
–Yo creo que a los caballos –insistió la cobra real–. Y me fundo en esto: mientras
queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero, con los
cuales se inmunizarán contra nosotras. Raras veces –ustedes lo saben bien– se presenta la
ocasión de morder una vena… como ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo
nuestro ataque contra los caballos. ¡Después veremos! En cuanto al perro –concluyó con
una mirada de reojo a Ñacaniná–, me parece despreciable.
Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la ñacaniná indígena
habíanse disgustado mutuamente. Si la una, en su carácter de animal venenoso,
representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta última, a fuer de fuerte y ágil,
provocaba el odio y los celos de Hamadrías. De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre
serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse aún más en aquel
�último Congreso.
–Por mi parte –contestó Ñacaniná–, creo que caballos y hombres son secundarios en
esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada
esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer día que se les ocurra dar
una batida en forma, y la darán, estén bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro
inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de esta señora con sombrero en el cuello –
agregó señalando de costado a la cobra real–, es el enemigo más temible que podamos
tener, y sobre todo si se recuerda que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro
rastro. ¿Qué opinas, Cruzada?
No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la
culebra; posiblemente, más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua
inteligencia.
–Yo opino como Ñacaniná –repuso–. Si el perro se pone a trabajar, estamos perdidas.
–¡Pero adelantémonos! –replicó Hamadrías.
–¡No podríamos adelantarnos tanto…! Me inclino decididamente por la prima.
–Estaba segura –dijo ésta tranquilamente.
Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los
colmillos de veneno.
–No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de estaseñorita conversadora –dijo,
devolviendo a Ñacaniná su mirada de reojo–. El peligro real en esta circunstancia es para
nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben
bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
�Tú eres Anaconda!
�–¡He aquí una cosa bien dicha! –dijo una voz que no había sonado aún.
Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar
una vaguísima ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.
–¿A mí me hablas? –preguntó con desdén.
–Sí, a ti –repuso mansamente la interruptora–. Lo que has dicho está empapado en
profunda verdad.
La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la
ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.
–¡Tú eres Anaconda!
–¡Tú lo has dicho! –repuso aquélla inclinándose. Pero la ñacaniná quería de una vez por
todas aclarar las cosas.
–¡Un instante! –exclamó.
–¡No! –interrumpió Anaconda–. Permíteme, Ñacaniná. Cuando un ser es bien formado,
ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que
constituye su honor, como el de todos los luchadores de la creación. Así cazan el gavilán,
el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe,
pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida,
entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, ¡como esa dama importada
que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero!
En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse
sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido amenazador al ver
esto.
–¡Cuidado! –gritaron varias a un tiempo–. ¡El Congreso es inviolable!
–¡Abajo el capuchón! –alzose Atroz, con los ojos hechos ascua.
Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia.
–¡Abajo el capuchón! –se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.
Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera
destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate
del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.
–¡Está bien! –silbó–. Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya… ¡no me
provoquen!
–Nadie te provocará –dijo Anaconda.
La cobra se volvió a ella con reconcentrado odio:
–¡Y tú menos que nadie, porque me tienes miedo!
–¡Miedo yo! –contestó Anaconda, avanzando.
–¡Paz, paz! –clamaron todas de nuevo–. ¡Estamos dando un pésimo ejemplo!
¡Decidamos de una vez lo que debemos hacer!
�–Sí, ya es tiempo de esto –dijo Terrífica–. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto
por Ñacaniná y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos
todas nuestras fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el
aspecto, tamaño e inteligencia demostrados por la serpiente asiática habían impresionado
favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación contra
el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le
debía ya la eliminación dedos hombres. Agréguese que, salvo Ñacaniná y Cruzada, que
habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había
en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la
cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en
seguida, y se decidió partir sobre la marcha.
–¡Adelante, pues! –concluyó la de cascabel–. ¿Nadie tiene nada más que decir?
–¡Nada…! –gritó Ñacaniná–. ¡Sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies
cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
–¡Una palabra! –advirtió aún Terrífica–. ¡Mientras dure la campaña estamos en
Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?
–¡Sí, sí, basta de palabras! –silbaron todas.
La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente:
–Después…
–¡Ya lo creo! –la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la
vanguardia.
X
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del
peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un
empleado se asomó a la ventana por donde entraba la
noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones.
Prestó oído un rato y dijo:
–Me parece que es en la caballeriza… Vaya a ver,
Fragoso.
El aludido encendió el farol de viento y salió, en
tanto que los demás quedaban atentos, con el oído
alerta.
No había transcurrido medio minuto cuando sintieron
pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía,
pálido de sorpresa.
�–¡La caballeriza está llena de víboras! –dijo. –
¿Llena? –preguntó el nuevo jefe–. ¿Qué es eso? ¿Qué
pasa…?
–No sé…
–Vayamos.
Y se lanzaron afuera.
–¡Daboy! ¡Daboy! –llamó el jefe al perro que gemía
soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos
entraron en la caballeriza.
Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al
caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra
sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza.
Los animales relinchaban y hacían volar a coces los
pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una
inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían
con furia.
¡La caballeriza está llena de víboras!
Los hombres, con el impulso de la llegada, habían
caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las
invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto,
que dada la confusión de caballos y hombres no se sabía contra quién iba dirigido.
El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió
un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodilla, y
descargó su vara –vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque– sobre el
atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar
la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse
con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las
víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en
medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el
silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando
Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un
cuerpo a toda velocidad y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.
–¡Atrás! –gritó el nuevo director–. ¡Daboy, aquí!
Y salieron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido
desenredarse de entre la madeja de víboras.
Pálidos y jadeantes, se miraron.
–Parece cosa del diablo –murmuró el jefe–. Jamás he visto cosa igual… ¿Qué tienen las
víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente
combinada… Hoy… Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus
mordeduras… Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.
�–Me pareció que allí andaba la cobra real –dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los
músculos doloridos de la muñeca.
–Sí –agregó el otro empleado–. Yo la vi bien… y Daboy, ¿no tiene nada?
–No; muy mordido… Felizmente puede resistir cuanto quieran.
Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora
inundado en copiosa transpiración.
–Comienza a aclarar –dijo el nuevo director, asomándose a la ventana–. Usted, Antonio,
podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
–¿Llevamos los lazos? –preguntó Fragoso.
–¡Oh, no! –repuso el jefe, sacudiendo la cabeza–. Con otrasvíboras, las hubiéramos
cazado a todas en un segundo. Éstas son demasiado singulares… Las varas y, a todo
evento, el machete.
XI
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida
de la especie, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el
peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad
de la atmósfera la inminencia del día.
–Si nos quedamos un momento más –exclamó Cruzada–, nos cortan la retirada. ¡Atrás!
–¡Atrás, atrás! –gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se
lanzaron al campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con consternación
que el día comenzaba a romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún,
detuvo a la columna jadeante.
–¡Un instante! –gritó Urutú Dorado–. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los
caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de
coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo
roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En
total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola,
estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas
rotas.
–He aquí el éxito de nuestra campaña –dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un
instante a restregar contra una piedra su cabeza–. ¡Te felicito, Hamadrías!
Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza,
pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se
extenuaban precisamente por falta de veneno!
�Sabido es que, para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan
indispensable para su vida diaria como el agua misma y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
–¡Estamos en inminente peligro! –gritó Terrífica–. ¿Qué hacemos?
–¡A la gruta! –clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.
–¡Pero están locas! –gritó Ñacaniná, mientras corría–. ¡Las vana aplastar a todas! ¡Van a
la muerte! Óiganme: ¡desbandémonos!
Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el
desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz
de apoyo, una sola, y se decidían.
Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de
odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del
todo, arrastrando con ella a las demás especies.
–¡Está loca, Ñacaniná! –exclamó–. Separándonos nos matarán una a una sin que
podamos defendernos… Allá es distinto. ¡A la caverna!
–¡Sí, a la caverna! –respondió la columna despavorida, huyendo–. ¡A la caverna!
Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte.
Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y
con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su
velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.
Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.
–Ya ves –le dijo con una sonrisa– a lo que nos ha traído la asiática.
–Sí, es un mal bicho… –murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.
–¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!…
–Ella, por lo menos –advirtió Anaconda con voz sombría–, no va a tener ese gusto…
Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.
Ya habían llegado.
–¡Un momento! –se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban–. Ustedes lo ignoran, pero
yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El
Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?
Se hizo un largo silencio.
–Sí –murmuró abrumada Terrífica–. Está concluido…
–Entonces –prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados–, antes de morir
quisiera… ¡Ah, mejor así! –concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba
lentamente hacia ella.
No era aquel probablemente el momento ideal para un combate. Pero, desde que el
mundo es mundo, nada, ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una
�Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.
El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillosse hundieron hasta la encía
en el cuello de Anaconda. Ésta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en
ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a
la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en
aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero, pero la cobra real no soltaba
presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de
Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad
decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra semiasfixiada se desprendió babeando,
mientras la cabeza libre de Anaconda hacía presa en el cuerpo de Hamadrías.
Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue
subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra
sacudía desesperada la cabeza. Los noventa y seis agudos dientes de Anaconda subían
siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se
clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos
masticados.
Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuerpo de la cobra real se
escurrió pesadamente a tierra, muerta.
–Por lo menos estoy contenta… –murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre
el cuerpo de la asiática.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo
del perro.
Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron
subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la Selva entera.
–¡Entremos! –gritaron, sin embargo, algunas.
–¡No, aquí! ¡Muramos aquí! –ahogaron todas con sus silbidos.
Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza
erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.
No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron
surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla
al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.
–¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! –murmuró Ñacaniná, despidiéndose con esas
seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un
violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de
espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó furioso sobre Terrífica, que
hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza,
sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.
Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el vientre del animal; mas
también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo, Terrífica y Neuwied
cayeron muertas, con los riñones quebrados.
�Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la
lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble
golpe de vara, al lado de Esculapia.
El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos
de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón –que tampoco
pedían–, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los
hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de
las últimas, cayeron Cruzada y Ñacaniná.
�Y se fueron, llevando a Anaconda.
�No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las
especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de
envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido sesenta
y cuatro veces.
Cuando los hombres se levantaban para irse se fijaron por primera vez en Anaconda,
que comenzaba a revivir.
–¿Qué hace esta boa por aquí? –dijo el nuevo director–. No es éste su país… A lo que
parece, ha trabado relación con la cobra real… y nos ha vengado a su manera. Si logramos
salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevémosla.
Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.
Y se fueron, llevando de un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida
y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos de
altivez, podía haber sido semejante al suyo.
Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo,
hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el
Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el
nombre de río Muerto; la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que
emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación –toda
esta historia de rebelión y asalto de camalotes– pertenece a otro relato.
Tomado de Anaconda (1921)
�En la noche
Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde
San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en el
canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.
Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el
Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo
marinero de la Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el
Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de caña en San
Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.
–Está bien –me dijo al ver el río grueso–. Usted puede pasar ahora por un medio, medio
regular marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien
crecido. ¿Ve esa piedraza –me señaló– sobre la corredera del Greco? Pues bien; cuando el
agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca
ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirven
para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos, y traiga
de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera, y así y todo es posible
que se ahogue.
Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el
Teyucuaré. La mitad, por lo menos, de los troncos, pajas podridas, espumas y animales
muertos, que bajan con una gran crecida, quedan en esa profunda ensenada. Espesan el
agua, cobran aspecto de tierra firme, remontan lentamente la costa, deslizándose contra
ella como si fueran una porción desintegrada de la playa, porque ese inmenso remanso es
un verdadero mar de sargazos.
Poco a poco, aumentando la elipse de traslación, los troncos son cogidos por la
corriente y bajan por fin velozmente girando sobre sí mismos, para cruzar dando tumbos
frente a la restinga final del Teyucuaré, erguida hasta ochenta metros de altura.
Estos acantilados de piedra cortan perpendicularmente el río, avanzan en él hasta
reducir su cauce a la tercera parte. El Paraná entero tropieza con ellos, busca salida,
formando una serie de rápidos casi insalvables aun con aguas bajas, por poco que el
remero no esté alerta, y tampoco hay manera de evitarlos, porque la corriente central del
río se precipita por la angostura formada, abriéndose desde la restinga en una curva
tumultuosa que rasa el remanso inferior y se delimita de él por una larga fila de espumas
fijas.
A mi vez me dejé coger por la corriente. Pasé como
una exhalación sobre los mismos rápidos y caí en las
aguas agitadas del canal, que me arrastraron de popa y
de proa, debiendo tener mucho juicio con los remos que
apoyaba alternativamente en el agua para restablecer el
equilibrio, en razón de que mi canoa medía sesenta
centímetros de ancho, pesaba treinta kilos y tenía tan
sólo dos milímetros de espesor en toda su obra; de
�modo que un firme golpe de dedo podía perjudicarla
seriamente. Pero de sus inconvenientes derivaba una
velocidad fantástica, que me permitía forzar el río de
sur a norte y de oeste a este, siempre, claro está, que no
olvidara un instante la inestabilidad del aparato.
En fin, siempre a la deriva, mezclado con palos y
semillas, que parecían tan inmóviles como yo, aunque
bajábamos velozmente sobre el agua lisa, pasé frente a
la isla del Toro, dejé atrás la boca del Yabebirí, el puerto
de Santa Ana, y llegué al ingenio, de donde regresé en
seguida, pues deseaba volver a San Ignacio en la misma
tarde.
Pero en Santa Ana me detuve, titubeando. El griego
tenía razón: una cosa es el Paraná bajo o normal, y otra
muy distinta con las aguas hinchadas. Aun con mi
canoa, los rápidos salvados al remontar el río me habían
preocupado, no por el esfuerzo para vencerlos, sino por A mi vez me dejé coger por la corriente.
la posibilidad de volcar. Toda restinga, sabido es,
ocasiona un rápido y un remanso adyacente; y el peligro
está en esto precisamente: en salir de un agua muerta, para chocar, a veces en ángulo recto,
contra una correntada que pasa como un infierno. Si la embarcación es estable, nada hay
que temer; pero con la mía nada más fácil que ir a sondar el rápido cabeza abajo, por poco
que la luz me faltara, y como la noche caía ya, me disponía a sacar la canoa a tierra y
esperar el día siguiente, cuando vi a un hombre y una mujer que bajaban la barranca y se
aproximaban.
Parecían marido y mujer; extranjeros, a ojos vistas, aunquefamiliarizados con la ropa
del país. Él traía la camisa arremangada hasta el codo, pero no se notaba en los pliegues
del remango la menor mancha de trabajo. Ella llevaba un delantal enterizo y un cinturón
de hule que la ceñía muy bien. Pulcros burgueses, en suma, pues de tales era el aire de
satisfacción y bienestar, asegurados a expensas del trabajo de cualquier otro. Ambos, tras
un familiar saludo, examinaron con gran curiosidad la canoa de juguete, y después
examinaron el río.
–El señor hace muy bien en quedarse –dijo él–. Con el río así, no se anda de noche.
Ella ajustó su cintura.
–A veces –sonrió coqueteando.
–¡Es claro! –replicó él–. Esto no reza con nosotros… Lo digo por el señor. Y a mí:
–Si el señor se piensa quedar, le podemos ofrecer buena comodidad. Hace dos años que
tenemos un negocio; poca cosa, pero uno hace lo que puede… ¿Verdad, señor?
Asentí de buen grado, yendo con ellos hasta el boliche aludido, pues no de otra cosa se
trataba. Cené, sin embargo, mucho mejor que en mi propia casa, atendido con una porción
de detalles de confort que parecían un sueño en aquel lugar. Eran unos excelentes tipos
mis burgueses, alegres y limpios, porque nada hacían. Después de un excelente café, me
�acompañaron a la playa, donde interné aún más mi canoa, dado que el Paraná, cuando las
aguas llegan rojas y cribadas de remolinos, sube dos metros en una noche. Ambos
consideraron de nuevo la invisible masa del río.
–Hace muy bien en quedarse, señor –repitió el hombre–. El Teyucuaré no se puede
pasar así como así de noche, como está ahora. No hay nadie que sea capaz de pasarlo…
con excepción de mi mujer.
Yo me volví bruscamente a ella, que coqueteó de nuevo con el cinturón.
–¿Usted ha pasado el Teyucuaré de noche? –le pregunté.
–¡Oh, sí, señor!… Pero una sola vez… y sin ningún deseo de hacerlo. Entonces éramos
un par de locos.
–¿Pero el río…? –insistí.
–¿El río? –cortó él–. Estaba hecho un loco, también. ¿El señor conoce los arrecifes de la
isla del Toro, no? Ahora están descubiertos por la mitad. Entonces no se veía nada… Todo
era agua, y el agua pasaba por encima bramando, y la oíamos de aquí. ¡Aquél era otro
tiempo, señor! Y aquí tiene un recuerdo de aquel tiempo… ¿El señor quiere encender un
fósforo?
El hombre se levantó el pantalón hasta la corva, y en la parte interna de la pantorrilla vi
una profunda cicatriz, cruzada como un mapa de costurones duros y plateados.
–¿Vio, señor? Es un recuerdo de aquella noche. Una raya… y no muy grande,
tampoco…
Entonces recordé una historia, vagamente entreoída, de una mujer que había remado un
día y una noche enteros, llevando a su marido moribundo. ¿Y era esa la mujer, aquella
burguesita arrobada de éxito y de pulcritud?
–Sí, señor, era yo –se echó a reír, ante mi asombro, que no necesitaba palabras–. Pero
ahora me moriría cien veces antes que intentarlo siquiera. Eran otros tiempos; ¡eso ya
pasó!
–¡Para siempre! –apoyó él–. Cuando me acuerdo… ¡Estábamos locos, señor! Los
desengaños, la miseria si no nos movíamos… ¡Eran otros tiempos, sí!
¡Ya lo creo! Eran otros los tiempos, si habían hecho eso. Pero no quería dormirme sin
conocer algún pormenor; y allí, en la oscuridad y ante el mismo río del cual no veíamos a
nuestros pies sino la orilla tibia, pero que sentíamos subir y subir hasta la otra costa, me di
cuenta de lo que había sido aquella epopeya nocturna.
Engañados respecto de los recursos del país, habiendo agotado en yerros de colono
recién llegado el escaso capital que trajeran, el matrimonio se encontró un día al extremo
de sus recursos. Pero como eran animosos, emplearon los últimos pesos en una chalana
inservible, cuyas cuadernas recompusieron con infinita fatiga, y con ella emprendieron un
tráfico ribereño, comprando a los pobladores diseminados en la costa, miel, naranjas,
tacuaras, pajas –todo en pequeña escala–, que iban a vender a la playa de Posadas,
malbaratando casi siempre su mercancía, pues ignorantes al principio del pulso del
mercado, llevaban litros de miel de caña cuando habían llegado barriles de ella el día
�anterior, y naranjas, cuando la costa amarilleaba.
Vida muy dura y fracasos diarios, que alejaban de su espíritu toda otra preocupación
que no fuera llegar de madrugada a Posadas y remontar en seguida el Paraná a fuerza de
puño. La mujer acompañaba siempre al marido, y remaba con él.
En uno de los tantos días de tráfico, llegó un 23 de diciembre, y la mujer dijo:
–Podríamos llevar a Posadas el tabaco que tenemos y las bananas de Francés-cué. De
vuelta traeremos tortas de Navidad y velitas de color. Pasado mañana es Navidad, y las
venderemos muy bien en los boliches.
A lo que el hombre contestó:
–En Santa Ana no venderemos muchas; pero en San Ignacio podremos vender el resto.
Con lo cual descendieron la misma tarde hasta Posadas, para remontar a la madrugada
siguiente, de noche aún.
Ahora bien; el Paraná estaba hinchado con sucias aguas de crecientes que se alzaban
por minutos. Y cuando las lluvias tropicales se han descargado simultáneamente en toda la
cuenca superior, se borran los largos remansos, que son los más fieles amigos del remero.
En todas partes el agua se desliza hacia abajo, todo el inmenso volumen del río es una
huyente masa líquida que corre en una sola pieza. Y si a la distancia el río aparece en el
canal terso y estirado en rayas luminosas, de cerca, sobre él mismo, se ve el agua revuelta
en pesado moaré de remolinos.
El matrimonio, sin embargo, no titubeó un instante en remontar tal río en un trayecto de
sesenta kilómetros, sin otro aliciente que el de ganar unos cuantos pesos. El amor nativo al
centavo que ya llevaban en sus entrañas se había exasperado ante la miseria entrevista, y
aunque estuvieran ya próximos a su sueño dorado –que habían de realizar después–, en
aquellos momentos hubieran afrontado el Amazonas entero, ante la perspectiva de
aumentar en cinco pesos sus ahorros.
Emprendieron, pues, el viaje de regreso, la mujer en los remos y el hombre a la pala en
popa. Subían apenas, aunque ponían en ello su esfuerzo sostenido, que debían duplicar
cada veinte minutos en las restingas, donde los remos de la mujer adquirían una velocidad
desesperada, y el hombre se doblaba en dos con lento y profundo esfuerzo sobre su pala
hundida un metro en el agua.
Pasaron así diez, quince horas, todas iguales. Lamiendo el bosque o las pajas del litoral,
la canoa remontaba imperceptiblemente la inmensa y luciente avenida de agua, en la cual
la diminuta embarcación, rasando la costa, parecía bien pobre cosa.
�–¿Qué…? ¿Una raya?
El matrimonio estaba en perfecto tren, y no eran remeros a quienes catorce o dieciséis
horas de remo podían abatir. Pero cuando ya a la vista de Santa Ana se disponían a atracar
para pasar la noche, al pisar el barro el hombre lanzó un juramento y saltó a la canoa: más
arriba del talón, sobre el tendón de Aquiles, un agujero negruzco, de bordes lívidos y ya
abultados, denunciaba el aguijón de la raya. La mujer sofocó un grito.
–¿Qué…? ¿Una raya?
El hombre se había cogido el pie entre las manos y lo apretaba con fuerza convulsiva.
–Sí…
–¿Te duele mucho? –agregó ella, al ver su gesto. Y él, con los dientes apretados:
–De un modo bárbaro…
En esa áspera lucha que había endurecido sus manos y sus semblantes, habían
eliminado de su conversación cuanto no propendiera a sostener su energía. Ambos
buscaron vertiginosamente un remedio. ¿Qué? No recordaban nada. La mujer de pronto
recordó: aplicaciones de ají macho, quemado.
–¡Pronto, Andrés! –exclamó recogiendo los remos–. Acuéstate en popa; voy a remar
hasta Santa Ana.
Y mientras el hombre, con la mano siempre aferrada al tobillo, se tendía en popa, la
mujer comenzó a remar.
Durante tres horas remó en silencio, concentrando su sombría angustia en un mutismo
desesperado, aboliendo de su mente cuanto pudiera restarle fuerzas. En popa, el hombre
devoraba a su vez su tortura, pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la
picadura de una raya, sin excluir el raspaje de un hueso tuberculoso. Sólo de vez en
cuando dejaba escapar un suspiro que a despecho suyo se arrastraba al final en bramido.
Pero ella no lo oía o no quería oírlo, sin otra señal de vida que las miradas atrás para
apreciar la distancia que faltaba aún.
Llegaron por fin a Santa Ana; ninguno de los pobladores de la costa tenía ají macho.
¿Qué hacer? Ni soñar siquiera en ir hasta el pueblo. En su ansiedad la mujer recordó de
pronto que en el fondo del Teyucuaré, al pie del bananal de Blosset y sobre el agua misma,
vivía desde meses atrás un naturalista alemán de origen, pero al servicio del Museo de
París. Recordaba también que había curado a dos vecinos de mordeduras de víbora, y era,
por tanto, más que probable que pudiera curar a su marido.
Reanudó, pues, la marcha, y tuvo lugar entonces la lucha más vigorosa que pueda
entablar un pobre ser humano –¡una mujer!– contra la voluntad implacable de la
Naturaleza.
Todo: el río creciendo y el espejismo nocturno que volcaba el bosque litoral sobre la
canoa, cuando en realidad ésta trabajaba en plena corriente a diez brazas; la extenuación
de la mujer y sus manos, que mojaban el puño del remo de sangre y agua serosa; todo: río,
noche y miseria sujetaban la embarcación.
�Hasta la boca del Yabebirí pudo aun ahorrar alguna fuerza; pero en la interminable
cancha desde el Yabebirí hasta los primeros cantiles del Teyucuaré, no tuvo un instante de
tregua, porque el agua corría por entre las pajas como en el canal, y cada tres golpes de
remo levantaban camalotes en vez de agua; los cuales cruzaban sobre la proa sus tallos
nudosos y seguían a la rastra, por lo cual la mujer debía ir a arrancarlos bajo el agua, y
cuando tornaba a caer en el banco, su cuerpo, desde los pies a las manos, pasando por la
cintura y los brazos era un único y prolongado sufrimiento.
Por fin, al norte, el cielo nocturno se entenebrecía ya hasta el cenit por los cerros del
Teyucuaré, cuando el hombre, que desde hacía un rato había abandonado su tobillo para
asirse con las dos manos a la borda, dejó escapar un grito.
La mujer se detuvo.
–¿Te duele mucho?
–Sí… –respondió él, sorprendido a su vez y jadeando–. Pero no quise gritar… Se me
escapó.
Y agregó más bajo, como si temiera sollozar si alzaba la voz:
–No lo voy a hacer más…
Sabía muy bien lo que era en aquellas circunstancias y ante su pobre mujer realizando
lo imposible, perder el ánimo. El grito se le había escapado, sin duda, por más que allá
abajo, en el pie y el tobillo, el atroz dolor se exasperaba en punzadas fulgurantes que lo
enloquecían.
Pero ya habían caído bajo la sombra del primer acantilado, rasando y golpeando con el
remo de babor la dura mole que ascendía a pico hasta cien metros. Desde allí hasta la
restinga sur del Teyucuaré el agua está muerta y remansa a trechos. Inmenso desahogo del
que la mujer no pudo disfrutar, porque de popa se había alzado otro grito. La mujer no
volvió la vista. Pero el herido, empapado en sudor frío y temblando hasta los mismos
dedos adheridos al listón de la borda, no tenía ya fuerza para contenerse, y lanzaba un
nuevo grito.
Durante largo rato el marido conservó un resto de energía, de valor, de conmiseración
por aquella otra miseria humana, a la que robaba de ese modo sus últimas fuerzas, y sus
lamentos rompían de largo en largo. Pero al fin toda su resistencia quedó deshecha en una
papilla de nervios destrozados, y desvariado de tortura, sin darse él mismo cuenta, con la
boca entreabierta para no perder tiempo, sus gritos se repitieron a intervalos regulares y
acompasados en un ¡ay! De supremo sufrimiento.
La mujer, entretanto, el cuello doblado, no apartaba los ojos de la costa para conservar
la distancia. No pensaba, no oía, no sentía: remaba. Sólo cuando un grito más alto, un
verdadero clamor de tortura rompía la noche, las manos de la mujer se desprendían a
medias del remo.
Hasta que por fin soltó los remos y echó los brazos sobre la borda.
–No grites… –murmuró.
–¡No puedo! –clamó él–. Es demasiado sufrimiento.
�Ella sollozaba:
–¡Ya sé…! ¡Comprendo…! Pero no grites… ¡No puedo remar!
Y él:
–Comprendo también… ¡Pero no puedo! ¡Ay…!
Y enloquecido de dolor y cada vez más alto:
–¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo!…
La mujer quedó largo rato aplastada sobre los brazos, inmóvil, muerta. Al fin se
incorporó y reanudó muda la marcha.
Lo que la mujer realizó entonces, esa misma mujercita que llevaba ya dieciocho horas
de remo en las manos, y que en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es
una de esas cosas que no se tornan a hacer en la vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el
rápido sur del Teyucuaré, que la lanzó diez veces a los remolinos del canal. Intentó otras
diez veces sujetarse al peñón para doblarlo con la canoa a la rastra, y fracasó. Tornó al
rápido, que logró por fin incidir con el ángulo debido, y ya en él se mantuvo sobre su lomo
treinta y cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Remó todo ese tiempo
con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo instante los
remos. Durante esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a tres metros, el peñón que no
podía doblar, ganando apenas centímetros cada cinco minutos, y con la desesperante
sensación de batir el aire con los remos, pues el agua huía velozmente.
Con qué fuerzas, que estaban agotadas; con qué increíble tensión de sus últimos nervios
vitales pudo sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podría decirlo, y
sobre todo si se piensa que por único estimulante, la lamentable mujercita no tuvo más que
el acompasado alarido de su marido en popa.
El resto del viaje –dos rápidos más en el fondo del
golfo y uno final al costear el último cerro, pero
sumamente largo– no requirió un esfuerzo superior a
aquél. Pero cuando la canoa embicó por fin sobre la
arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendió bajar
para asegurar la embarcación, se encontró de repente
sin brazos, sin piernas y sin cabeza –nada sentía de sí
misma, sino el cerro que se volcaba sobre ella–; y cayó
desmayada.
–¡Así fue, señor! Estuve dos meses en cama, y ya vio
cómo me quedó la pierna. ¡Pero el dolor, señor! Si no es
por ésta, no hubiera podido contarle el cuento, señor –
concluyó poniéndole la mano en el hombro a su mujer.
La mujercita dejó hacer, riendo. Ambos sonreían, por
lo demás, tranquilos, limpios y establecidos por fin con
un boliche lucrativo, que había sido su ideal.
Y mientras quedábamos de nuevo mirando el río
oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunté qué
La mujercita dejó hacer, riendo.
�cantidad de ideal hay en la entraña misma de la acción,
cuando prescinde en un todo del móvil que la ha
encendido, pues allí, tal cual, desconocido de ellos mismos, estaba el heroísmo a la
espalda de los míseros comerciantes.
Tomado de Anaconda (1921)
�Juan Darién
Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que se
llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisa, y dio
sus lecciones corrientemente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su
figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes líneas:
Una vez, a principios de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a
muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que
comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus
hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que
tenía en este mundo. Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquito.
Y murmuraba:
–Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo
podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre
hijo mío!
Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito
por donde se veía la selva.
Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces que rugían al caer la noche y al
amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una
cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito que apenas tuviera
fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las manos un tigrecito de pocos
días, pues tenía aún los ojos cerrados. Y cuando el mísero cachorro sintió el contacto de
las manos, runruneó de contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato
suspendido en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres, aquella fiera indefensa que
tan fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro que
venía quién sabe de dónde, y cuya madre con seguridad había muerto. Sin pensar bien en
lo que hacía, llevó el cachorrito a su seno, y lo rodeó con sus grandes manos. Y el
tigrecito, al sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y se
durmió con la garganta adherida al seno maternal.
La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en
el resto de la noche, al oír los gemidos de hambre del
cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con los
ojos cerrados, sintió en su corazón herido que ante la
suprema ley del Universo, una vida equivale a otra
vida…
Y dio de mamar al tigrecito.
El cachorro estaba salvado, y la madre había
hallado un inmenso consuelo. Tan grande su
consuelo, que vio con terror el momento en que aquél
le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el
pueblo que ella amamantaba a un ser salvaje,
matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué
�hacer? El cachorro, suave y cariñoso–pues jugaba
con ella sobre su pecho–, era ahora su propio hijo.
En estas circunstancias, un hombre que una noche
de lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer
oyó un gemido áspero –el ronco gemido de las fieras
que, aun recién nacidas, sobresaltan al ser humano–.
El hombre se detuvo bruscamente, y mientras
buscaba a tientas el revólver, golpeó a la puerta. La
madre, que había oído los pasos, corrió loca de
angustia a ocultar al tigrecito en el jardín. Pero su
buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se
hallara ante una mansa, vieja y sabia serpiente que le
cerraba el paso. La desgraciada madre iba a gritar de
terror, cuando la serpiente habló así:
–Nada temas, mujer –le dijo–. Tu corazón de
madre te ha permitido salvar una vida del Universo,
donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los
Levantó en las manos un tigrecito de pocos
días.
hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu
nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este
momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo
reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no
es hombre. A menos… a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos
que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo
será siempre digno de ti. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar la
puerta abajo.
Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los hombres la
serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo a
abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la mano, y buscó por todas
partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual
ocultaba al tigrecito sobre su seno y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo.
Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su salvaje hijo hecho hombre,
lágrimas de gratitud que doce años más tarde ese mismo hijo debía pagar con sangre sobre
su tumba.
Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan Darién.
Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se lo dotó de todo, para lo cual la madre trabajaba día
y noche. Ella era aún muy joven, y podría haberse vuelto a casar, si hubiera querido; pero
le bastaba el amor entrañable de su hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón.
Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble, bueno y generoso como
nadie. Por su madre, en particular, tenía una veneración profunda. No mentía jamás.
¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de su naturaleza? Es posible; pues no se sabe aún
qué influencia puede tener en un animal recién nacido la pureza de un alma bebida con la
leche en el seno de una santa mujer.
Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad, los que se burlaban a
�menudo de él, a causa de su pelo áspero y su timidez. Juan Darién no era muy inteligente;
pero compensaba esto con su gran amor al estudio.
Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre murió. Juan Darién
sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo apaciguó su pena. Pero fue en adelante un
muchacho triste, que sólo deseaba instruirse.
Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se lo amaba en el pueblo. Las gentes de
los pueblos encerrados en la selva no gustan de los muchachos demasiado generosos y que
estudian con toda el alma. Era, además, el primer alumno de la escuela. Y este conjunto
precipitó el desenlace con un acontecimiento que dio razón a la profecía de la serpiente.
Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de la ciudad distante habían
mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un repaso general a los chicos, pues un
inspector debía venir a observarlas clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar
la lección, el primero de todos, a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más aventajado;
pero con la emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le trabó con un sonido extraño.
El inspector observó al alumno un largo rato, y habló enseguida en voz baja con el
maestro.
–¿Quién es ese muchacho? –le preguntó–. ¿De dónde ha salido?
–Se llama Juan Darién –respondió el maestro– y lo crió una mujer que ya ha muerto;
pero nadie sabe de dónde ha venido.
–Es extraño, muy extraño… –murmuró el inspector, observando el pelo áspero y el
reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan Darién cuando estaba en la sombra.
El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más extrañas que las que nadie
puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con preguntar a Juan Darién nunca podría
averiguar si el alumno había sido antes lo que él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así
como hay hombres que en estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus
abuelos, así era también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan Darién recordara
su vida de bestia salvaje. Y los chicos que lean esto y no sepan de qué se habla, pueden
preguntarlo a las personas grandes.
Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así:
–Bien, niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos describa la selva. Ustedes se han
criado casi en ella y la conocen bien. ¿Cómo es la selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es lo que
quiero saber. Vamos a ver, tú –añadió dirigiéndose a un alumno cualquiera–. Sube a la
tarima y cuéntanos lo que hayas visto.
El chico subió y, aunque estaba asustado, habló un
rato. Dijo que en el bosque hay árboles gigantes,
enredaderas y florecillas. Cuando concluyó, pasó otro
chico a la tarima, y después otro. Y aunque todos
conocían bien la selva, todos respondieron lo mismo,
porque los chicos y muchos hombres no cuentan lo que
ven sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de
ver. Y al fin el inspector dijo:
�–Ahora le toca al alumno Juan Darién.
Juan Darién subió a la tarima, se sentó y dijo más o
menos lo mismo que los otros. Pero el inspector,
poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó:
–No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has
visto. Ahora cierra los ojos.
Juan Darién cerró los ojos.
–Bien –prosiguió el inspector–. Dime lo que ves en la
selva.
Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró
un instante en contestar.
–No veo nada –dijo al fin.
–Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la
mañana, poco antes del amanecer. Hemos concluido de
comer, por ejemplo… Estamos en la selva, en la
oscuridad… Delante de nosotros hay un arroyo… ¿Qué
ves?
Sube a la tarima y cuéntanos lo que hayas
visto.
Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la
clase y en el bosque próximo había también un gran silencio. De pronto Juan Darién se
estremeció, y con voz lenta, como si soñara, dijo:
–Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan… Y el suelo… Y veo las hojas
secas que se quedan aplastadas sobre las piedras…
–¡Un momento! –lo interrumpió el inspector–. Las piedras y las hojas que pasan: ¿a qué
altura las ves?
El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién estaba “viendo” efectivamente lo
que él hacía en la selva cuando era animal salvaje e iba a beber después de haber comido,
vería también que las piedras que encuentran un tigre o una pantera que se acercan muy
agachados al río pasan a la altura de los ojos. Y repitió:
–¿A qué altura ves las piedras?
Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, respondió:
–Pasan sobre el suelo… Rozan las orejas… y las hojas sueltas se mueven con el
aliento… Y siento la humedad del barro en…
La voz de Juan Darién se cortó.
–¿En dónde? –preguntó con voz firme el inspector–. ¿Dónde sientes la humedad del
agua?
–¡En los bigotes! –dijo con voz ronca Juan Darién, abriendo los ojos espantado.
Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca la selva ya lóbrega. Los
alumnos no comprendieron lo terrible de aquella equivocación; pero tampoco se rieron de
�esos extraordinarios bigotes de Juan Darién, que no tenía bigote alguno. Y no se rieron,
porque el rostro de la criatura estaba pálido y ansioso.
La clase había concluido. El inspector no era un mal hombre; pero, como todos los
hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba ciegamente a los tigres; por lo cual dijo
en voz baja al maestro:
–Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del bosque, posiblemente un tigre.
Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o temprano, nos matará a todos. Hasta ahora su
maldad de fiera no ha despertado; pero explotará un día u otro, y entonces nos devorará a
todos, puesto que le permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad
está en que no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos
probar ante todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder
con cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un domador de fieras. Llamémoslo, y él hallará
modo de que Juan Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y, aunque no pueda convertirlo en
tigre, las gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva. Llamemos en seguida al
domador, antes que Juan Darién se escape.
Pero Juan Darién pensaba en todo menos en escaparse, porque no se daba cuenta de
nada. ¿Cómo podía creer que él no era un hombre, cuando jamás había sentido otra cosa
que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los animales dañinos?
Mas las voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan Darién comenzó a sufrir sus
efectos. No le respondían una palabra, se apartaban vivamente a su paso, y lo seguían
desde lejos de noche.
–¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo? –se preguntaba Juan Darién.
Y ya no solamente huían de él, sino que los muchachos le gritaban:
–¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete de donde has venido! ¡Fuera!
Los grandes también, las personas mayores, no estaban menos enfurecidas que los
muchachos. Quién sabe qué llega a pasar, si la misma tarde de la fiesta no hubiera llegado
por fin el ansiado domador de fieras. Juan Darién estaba en su casa preparándose la pobre
sopa que tomaba, cuando oyó la gritería de las gentes que avanzaban precipitadas hacia su
casa. Apenas tuvo tiempo de salir a ver qué era. Se apoderaron de él, arrastrándolo hasta la
casa del domador.
–¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete de donde has venido! ¡Fuera!
–¡Aquí está! –gritaban, sacudiéndolo–. ¡Es éste! ¡Es un tigre! ¡No queremos saber nada
�con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo mataremos!
Y los muchachos, sus condiscípulos a quienes más quería, y las mismas personas viejas,
gritaban:
–¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera Juan Darién!
Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes llovían sobre él, y era una criatura de
doce años. Pero en ese momento la gente se apartó, y el domador, con grandes botas de
charol, levita roja y un látigo en la mano, surgió ante Juan Darién. El domador lo miró
fijamente, y apretó con fuerza el puño del látigo.
–¡Ah! –exclamó–. ¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes engañar, menos a mí! ¡Te estoy
viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy viendo las rayas del tigre! ¡Fuera la camisa, y
traigan los perros cazadores! ¡Veremos ahora si los perros te reconocen como hombre o
como tigre!
En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién, y lo arrojaron dentro de la jaula
para fieras.
–¡Suelten los perros, pronto! –gritó el domador–. ¡Y encomiéndate a los dioses de tu
selva, Juan Darién!
Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron lanzados dentro de la jaula.
El domador hizo esto porque los perros reconocen siempre el olor del tigre; y en cuanto
olfatearan a Juan Darién sin ropa, lo harían pedazos, pues podrían ver con sus ojos de
perros cazadores las rayas de tigre ocultas bajo la piel de hombre.
Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que al muchacho bueno que quería
hasta a los mismos animales dañinos. Y movían apacibles la cola al olerlo.
–¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca! –gritaban a los perros. Y los perros ladraban y
saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a qué atacar.
La prueba no había dado resultado.
–¡Muy bien! –exclamó entonces el domador–. Estos son perros bastardos, de casta de
tigre. No lo reconocen. Pero yo te reconozco, Juan Darién, y ahora nos vamos a ver
nosotros.
Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el látigo.
–¡Tigre! –gritó–. ¡Estás ante un hombre, y tú eres un tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu
piel robada de hombre, las rayas de tigre! ¡Muestra las rayas!
Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo. La pobre criatura desnuda lanzó
un alarido de dolor, mientras las gentes enfurecidas repetían:
–¡Muestra las rayas de tigre!
Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo que los niños que me oyen vean
martirizar de este modo a ser alguno.
–¡Por favor! ¡Me muero! –clamaba Juan Darién.
–¡Muestra las rayas! –le respondían.
�–¡No, no! ¡Yo soy hombre! ¡Ay, mamá! –sollozaba el infeliz.
–¡Muestra las rayas!
Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula, arrinconado, aniquilado en un
rincón, sólo quedaba un cuerpecito sangriento de niño, que había sido Juan Darién. Vivía
aún, y aún podía caminar cuando se lo sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como
nadie los sentirá nunca.
Lo sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de la calle, lo echaban del pueblo.
Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él iban los muchachos, las mujeres y los
hombres maduros, empujándolo.
–¡Fuera de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva, hijo de tigre y corazón de tigre!
¡Fuera, Juan Darién!
Y los que estaban lejos, y no podían pegarle, le tiraban piedras.
Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca de apoyo sus pobres manos de
niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que estaba parada a la puerta de su casa
sosteniendo en los brazos a una inocente criatura, interpretara mal ese ademán de súplica.
–¡Me ha querido robar mi hijo! –gritó la mujer–. ¡Ha tendido las manos para matarlo!
¡Es un tigre! ¡Matémoslo en seguida, antes que él mate a nuestros hijos!
Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la profecía de la serpiente: Juan Darién
moriría cuando una madre de los hombres le exigiera la vida y el corazón de hombre que
otra madre le había dado con su pecho.
No era necesaria otra acusación para decidir a las gentes enfurecidas. Y veinte brazos
con piedras en la mano se levantaban ya para aplastar a Juan Darién, cuando el domador
ordenó desde atrás con voz ronca:
–¡Marquémoslo con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los fuegos artificiales!
Ya comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza era noche cerrada. En la plaza
habían levantado un castillo de fuegos de artificio, con ruedas, coronas y luces de Bengala.
Ataron en lo alto del centro a Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El
hilo de fuego corrió velozmente subiendo y bajando y encendió el castillo entero. Y entre
las estrellas fijas y las ruedas girantes de todos colores, se vio allá arriba a Juan Darién
sacrificado.
–¡Es tu último día de hombre, Juan Darién! –clamaban todos–. ¡Muestra las rayas!
–¡Perdón, perdón! –gritaba la criatura, retorciéndose entre las chispas y las nubes de
humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes giraban vertiginosamente unas a la derecha y
otras a la izquierda. Los chorros de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en
el medio, quemado por los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan
Darién.
–¡Muestra las rayas! –rugían aún de abajo.
–¡No, perdón! ¡Yo soy hombre! –tuvo aún tiempo de clamar la infeliz criatura. Y tras un
nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo se sacudía convulsivamente; que sus
gemidos adquirían un timbre profundo y ronco, y que su cuerpo cambiaba poco a poco de
�forma. Y la muchedumbre, con un grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por fin bajo la
piel de hombre las rayas negras paralelas y fatales del tigre.
La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían conseguido lo que querían. En vez
de la criatura inocente de toda culpa, allá arriba no había sino un cuerpo de tigre que
agonizaba rugiendo. Las luces de Bengala se iban también apagando. Un último chorro de
chispas con que moría una rueda alcanzó la soga atada a las muñecas (no: a las patas del
tigre pues Juan Darién había concluido), y el cuerpo cayó pesadamente al suelo. Las
gentes lo arrastraron hasta la linde del bosque abandonándolo allí, para que los chacales
devoraran su cadáver y su corazón de fiera.
Pero el tigre no había muerto. Con la frescura nocturna volvió en sí, y arrastrándose
presa de horribles tormentos se internó en la selva. Durante un mes entero no abandonó su
guarida en lo más tupido del bosque esperando con sombría paciencia de fiera que sus
heridas curaran. Todas cicatrizaron por fin, menos una, una profunda quemadura en el
costado, que no cerraba, y que el tigre vendó con grandes hojas.
Porque había conservado de su forma recién perdida tres cosas: el recuerdo vivo del
pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba como un hombre, y el lenguaje. Pero en
el resto, absolutamente en todo, era una fiera, que no se distinguía en lo más mínimo de
los otros tigres.
Cuando se sintió por fin curado, pasó la voz a los demás tigres de la selva para que esa
misma noche se reunieran delante del gran cañaveral que lindaba con los cultivos. Y al
entrar la noche se encaminó silenciosamente al pueblo. Trepó a un árbol de los
alrededores, y esperó largo tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él, sin inquietarse a mirar
siquiera, pobres mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable; hasta que al fin vio
avanzar por el camino a un hombre de grandes botas y levita roja.
El tigre no movió una sola ramita al recogerse para saltar. Saltó sobre el domador; de
una manotada lo derribó desmayado, y cogiéndolo entre los dientes por la cintura lo llevó
sin hacerle daño hasta el juncal.
Allí, al pie de las inmensas cañas que se alzaban invisibles, estaban los tigres de la selva
moviéndose en la oscuridad, y sus ojos brillaban como luces que van de un lado para otro.
El hombre proseguía desmayado. El tigre dijo entonces:
–Hermanos: Yo viví doce años entre los hombres, como un hombre mismo. Y yo soy un
tigre. Tal vez pueda con mi proceder borrar más tarde esta mancha. Hermanos: esta noche
rompo el último lazo que me liga al pasado.
Y después de hablar así, recogió en la boca al hombre, que proseguía desmayado, y
trepó con él a lo más alto del cañaveral, donde lo dejó atado entre dos bambús. Luego
prendió fuego a las hojas secas del suelo, y pronto una llamarada crujiente ascendió.
�El tigre saltó sobre el domador.
Los tigres retrocedían espantados ante el fuego. Pero el tigre les dijo:
–Paz, hermanos. –Y aquéllos se apaciguaron, sentándose de vientre con las patas
cruzadas a mirar.
El juncal ardía como un inmenso castillo de artificio. Las cañas estallaban como
bombas, y sus haces se cruzaban en agudas flechas de color. Las llamaradas ascendían en
bruscas y sordas bocanadas, dejando bajo ellas lívidos huecos; y en la cúspide, donde aún
no llegaba el fuego, las cañas se balanceaban crispadas por el calor.
Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en sí. Vio allá abajo a los tigres con
los ojos cárdenos alzados a él, y lo comprendió todo.
–¡Perdón, perdónenme! –aulló retorciéndose–. ¡Pido perdón por todo!
Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado de Dios, y gritó con toda su
alma:
–¡Perdón, Juan Darién!
Al oír esto Juan Darién, alzó la cabeza y dijo fríamente:
–Aquí no hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco a Juan Darién. Este es un
nombre de hombre, y aquí todos somos tigres.
Y volviéndose a sus compañeros, como si no comprendiera, preguntó:
–¿Alguno de ustedes se llama Juan Darién?
�Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el cielo. Y entre las agudas luces de
Bengala que entrecruzaban la pared ardiente, se pudo ver allá arriba un cuerpo negro que
se quemaba, humeando.
–Ya estoy pronto, hermanos –dijo el tigre–. Pero aún me queda algo por hacer.
Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los tigres sin que él lo notara. Se detuvo
ante un pobre y triste jardín, saltó la pared, y pasando al costado de muchas cruces y
lápidas, fue a detenerse ante un pedazo de tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada
la mujer a quien había llamado madre ocho años. Se arrodilló –se arrodilló como un
hombre–, y durante un rato no se oyó nada.
–¡Madre! –murmuró por fin el tigre con profunda ternura–. Tú sola supiste, entre todos
los hombres, los sagrados derechos a la vida de todos los seres del universo. Tú sola
comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el corazón. Y tú me
enseñaste a amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre! Estoy seguro de que me oyes. Soy tu
hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante, pero de ti solo. ¡Adiós, madre mía!
Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus hermanos que lo observaban tras la
tapia, se unió otra vez a ellos.
El viento cálido les trajo en ese momento, desde el fondo de la noche, el estampido de
un tiro.
–Es en la selva –dijo el tigre–. Son los hombres.
Están cazando, matando, degollando. Volviéndose
entonces hacia el pueblo que iluminaba el reflejo de la
selva encendida, exclamó:
–¡Raza sin redención! ¡Ahora me toca a mí!
Y retornando a la tumba en que acababa de orar,
arrancose de un manotón la venda de la herida, y
escribió en la cruz con su propia sangre, en grandes
caracteres, debajo del nombre de su madre:
Y
JUAN DARIÉN
–Ya estamos en paz –dijo. Y enviando con sus
hermanos un rugido de desafío al pueblo aterrado,
concluyó–: Ahora, a la selva… ¡Y tigre para siempre!
Tomado de El desierto (1924)
Ahora, a la selva…
�El regreso de Anaconda
Cuando Anaconda, en complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó
la reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.
Era entonces una joven serpiente de diez metros, en la plenitud de su vigor. No había en
su vasto campo de caza tigre o ciervo capaz de sobrellevar con aliento un abrazo suyo.
Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la muerte.
Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso de la gran boa con hambre, el juncal,
todo alrededor, empenachábase de altas orejas aterradas. Y cuando, al caer el crepúsculo
en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de fuego sus diez metros de oscuro
terciopelo, el silencio circundábala como un halo.
Pero siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante sí la vida, como un gas
mortífero. Su expresión y sus movimientos de paz, insensibles para el hombre,
denunciábanla desde lejos a los animales.
De este modo:
–Buen día –decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.
–Buen día –respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo dificultosamente con
sus párpados globosos el barro que los soldaba.
–¡Hoy hará mucho calor! –saludábanla los monos trepados, al reconocer en la flexión
de los arbustos a la gran serpiente en desliz.
–Sí, mucho calor… –respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y las cabezas
torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.
Porque mono y serpiente, pájaro y culebra, ratón y víbora, son conjunciones fatales que
apenas el pavor de los grandes huracanes y la extenuación de las interminables sequías
logran retardar. Sólo la adaptación común a un mismo medio, vivido y propagado desde el
remoto inmemorial de la especie, puede sobreponerse en los grandes cataclismos a esta
fatalidad del hambre. Así, ante una gran sequía, las angustias del flamenco, de las tortugas,
de las ratas y de las anacondas formarán un solo desolado lamento por una gota de agua.
Cuando encontramos a nuestra Anaconda, la selva hallábase próxima a precipitar en su
miseria esta sombría fraternidad.
Desde dos meses atrás, no tronaba la lluvia sobre las polvorientas hojas. El rocío
mismo, vida y consuelo de la flora abrasada, había desaparecido. Noche a noche, de un
crepúsculo a otro, el país continuaba desecándose como si todo él fuera un horno. De lo
que había sido cauce de umbríos arroyos sólo quedaban piedras lisas y quemantes; y los
esteros densísimos de agua negra y camalotes hallábanse convertidos en páramos de
arcilla surcada de rastros durísimos que entrecubría una red de filamentos deshilachados
como estopa, y que era cuanto quedaba de la gran flora acuática. A toda la vera del
bosque, los cactus, enhiestos como candelabros, aparecían ahora doblados a tierra, con sus
brazos caídos hacia la extrema sequedad del suelo, tan duro que resonaba al menor
choque.
�Los días, unos tras otros, deslizábanse ahumados por la bruma de las lejanas
quemazones, bajo el fuego de un cielo blanco hasta enceguecer, y a través del cual se
movía un sol amarillo y sin rayos, que al llegar la tarde comenzaba a caer envuelto en
vapores como una enorme masa asfixiada.
Por las particularidades de su vida vagabunda, Anaconda, de haberlo querido, no
hubiera sentido mayormente los efectos de la sequía. Más allá de la laguna y sus bañados
enjutos, hacia el sol naciente, estaba el gran río natal, el Paranahyba refrescante, que podía
alcanzar en media jornada.
Pero ya no iba el boa a su río. Antes, hasta donde alcanzaba la memoria de sus
antepasados, el río había sido suyo. Aguas, cachoeras, lobos, tormentas y soledad, todo le
pertenecía.
Ahora, no. Un hombre, primero, con su miserable ansia de ver, tocar y cortar, había
emergido tras del cabo de arena con su larga piragua. Luego otros hombres, con otros más,
cada vez más frecuentes. Y todos ellos sucios de olor, sucios de machetes y quemazones
incesantes. Y siempre remontando el río, desde el Sur…
A muchas jornadas de allí, el Paranahyba cobraba otro nombre, ella lo sabía bien.
Pero más allá todavía, hacia ese abismo incomprensible del agua bajando siempre, ¿no
habría un término, una inmensa restinga de través que contuviera las aguas eternamente en
descenso?
De allí, sin duda, llegaban los hombres, y las alzaprimas, y las mulas sueltas que
infectan la selva. ¡Si ella pudiera cerrar el Paranahyba, devolverle su salvaje silencio, para
reencontrar el deleite de antaño, cuando cruzaba el río silbando en las noches oscuras, con
la cabeza a tres metros del agua humeante…!
Sí; crear una barrera que cegara el río… y bruscamente pensó en los camalotes.
La vida de Anaconda era breve aún; pero ella sabía de dos o tres crecidas que habían
precipitado en el Paraná millones de troncos desarraigados, y plantas acuáticas y
espumosas y fango. ¿Adónde había ido a pudrirse todo eso? ¿Qué cementerio vegetal sería
capaz de contener el desagüe de todos los camalotes que un desborde sin precedentes
vaciará en la sima de ese abismo desconocido?
Ella recordaba bien: crecida de 1883; inundación de 1894… Y con los once años
transcurridos sin grandes lluvias, el régimen tropical debía sentir, como ella en las fauces,
sed de diluvio.
Su sensibilidad ofídica a la atmósfera rizábale las escamas de esperanza. Sentía el
diluvio inminente. Y como otro Pedro el Ermitaño, Anaconda lanzose a predicar la
cruzada a lo largo de los riachos y fuentes fluviales.
La sequía de su hábitat no era, como bien se comprende, general a la vasta cuenca. De
modo que tras largas jornadas, sus narices se expandieron ante la densa humedad de los
esteros, plenos de victorias regias, y al vaho de formol de las pequeñas hormigas que
amasaban sus túneles sobre ellas.
Muy poco costó a Anaconda convencer a los animales. El hombre ha sido, es y será el
más cruel enemigo de la selva.
�–…Cegando, pues, el río –concluyó Anaconda después de exponer largamente su plan–,
los hombres no podrán más llegar hasta aquí.
–¿Pero las lluvias necesarias? –objetaron las ratas de agua, que no podían ocultar sus
dudas–. ¡No sabemos si van a venir!
–¡Vendrán! Y antes de lo que imaginan. ¡Yo lo sé!
–¡Vendrán! Y antes de lo que imaginan. ¡Yo lo sé!
–Ella lo sabe –confirmaron las víboras–. Ella ha vivido entre los hombres. Ella los
conoce. –Sí, los conozco. Y sé que un solo camalote, uno solo, arrastra, a la deriva de una
gran creciente, la tumba de un hombre.
–¡Ya lo creo! –sonrieron suavemente las víboras–. Tal vez de dos…
–O de cinco… –bostezó un viejo tigre desde el fondo de sus ijares–. Pero dime –se
desperezó directamente hacia Anaconda–: ¿estás segura de que los camalotes alcanzarán a
cegar el río? Lo pregunto por preguntar.
–Claro que no alcanzarán los de aquí, ni todos los que puedan desprenderse en
doscientas leguas a la redonda… Pero te confieso que acabas de hacer la única pregunta
capaz de inquietarme. ¡No, hermanos! Todos los camalotes de la cuenca del Paranahyba y
del río Grande, con todos sus afluentes, no alcanzarían a formar una barra de diez leguas
de largo a través del río. Si no contara más que con ellos, hace tiempo que me hubiera
tendido a los pies del primer caipira con machete… Pero tengo grandes esperanzas de que
las lluvias sean generales e inunden también la cuenca del Paraguay. Ustedes no lo
conocen… Es un gran río. Si llueve allá, como indefectiblemente lloverá aquí, nuestra
�victoria es segura. Hermanos: ¡hay allá esteros de camalotes que no alcanzaríamos a
recorrer nunca, sumando nuestras vidas!
–Muy bien… –asintieron los yacarés con pesada modorra–. Es aquel un hermoso país…
¿Pero cómo sabremos si ha llovido también allá? Nosotros tenemos las patitas débiles…
–No, pobrecitos… –sonrió Anaconda, cambiando una irónica mirada con los
carpinchos, sentados a diez prudenciales metros–. No los haremos ir tan lejos… Yo creo
que un pájaro cualquiera puede venir desde allá en tres volidos a traernos la buena
nueva…
–Nosotros no somos pájaros cualesquiera –dijeron los tucanes–, y vendremos en cien
volidos, porque volamos muy mal. Y no tenemos miedo a nadie. Y vendremos volando,
porque nadie nos obliga a ello, y queremos hacerlo. Y a nadie tenemos miedo.
Y concluido su aliento, los tucanes miraron impávidos a todos, con sus grandes ojos de
oro cercados de azul.
�–Nosotros no somos pájaros cualesquiera.
�–Somos nosotros quienes tenemos miedo… –chilló a la sordina una arpía plomiza
esponjándose de sueño.
–Ni a ustedes, ni a nadie. Tenemos el vuelo corto; pero miedo, no –insistieron los
tucanes, volviendo a poner a todos de testigos.
–Bien, bien… –intervino Anaconda, al ver que el debate se agriaba, como eternamente
se ha agriado en la selva toda exposición de méritos–. Nadie tiene miedo a nadie, ya lo
sabemos… y los admirables tucanes vendrán, pues, a informarnos del tiempo que reine en
la cuenca aliada.
–Lo haremos así porque nos gusta: pero nadie nos obliga a hacerlo –trinaron los
tucanes.
De continuar así, el plan de lucha iba a ser muy pronto olvidado, y Anaconda lo
comprendió.
–¡Hermanos! –se irguió con vibrante silbido–. Estamos perdiendo el tiempo
estérilmente. Todos somos iguales, pero juntos. Cada uno de nosotros, de por sí, no vale
gran cosa. Aliados, somos toda la zona tropical. ¡Lancémosla contra el hombre, hermanos!
¡Él todo lo destruye! ¡Nada hay que no corte y ensucie! ¡Echemos por el río nuestra zona
entera, con sus lluvias, su fauna, sus camalotes, sus fiebres y sus víboras! ¡Lancemos el
bosque por el río, hasta cegarlo! ¡Arranquémonos todos, desarraiguémonos a muerte, si es
preciso, pero lancemos el trópico aguas abajo!
El acento de las serpientes fue siempre seductor. La selva, enardecida, se alzó en una
sola voz:
–¡Sí, Anaconda! ¡Tiene razón! ¡Precipitemos la zona por el río! ¡Bajemos, bajemos!
Anaconda respiró por fin libremente: la batalla estaba ganada. El alma –diríamos– de
una zona entera, con su clima, su fauna y su flora, es difícil de conmover, pero cuando sus
nervios se han puesto tirantes en la prueba de una atroz sequía, no cabe entonces mayor
certidumbre que su resolución bienhechora en un gran diluvio.
Pero en su hábitat, al que la gran boa regresaba, la sequía llegaba ya a límites extremos.
–¿Y bien? –preguntaron las bestias angustiadas–. ¿Están allá de acuerdo con nosotros?
¿Volverá a llover otra vez, dinos? ¿Estás segura, Anaconda?
–Lo estoy. Antes de que concluya esta luna oiremos tronar de agua el monte. ¡Agua,
hermanos, y que no cesará tan pronto!
A esta mágica voz: ¡Agua!, la selva entera clamó, como un eco de desolación:
–¡Agua! ¡Agua!
–¡Sí, e inmensa! Pero no nos precipitemos cuando brame. Contamos con aliados
invalorables, y ellos nos enviarán mensajeros cuando llegue el instante. Escudriñen
constantemente el cielo, hacia el noroeste. De allí deben llegar los tucanes. Cuando ellos
lleguen, la victoria es nuestra. Hasta entonces, paciencia.
¿Pero cómo exigir paciencia a seres cuya piel se abría en grietas de sequedad, que
tenían los ojos rojos por la conjuntivitis, y cuyo trote vital era ahora un arrastre de patas,
�sin brújula?
Día tras día, el sol se levantó sobre el barro de intolerable resplandor, y se hundió
asfixiado en vapores de sangre, sin una sola esperanza. Cerrada la noche, Anaconda
deslizábase hasta el Paranahyba a sentir en la sombra el menor estremecimiento de lluvia
que debía llegar sobre las aguas desde el implacable norte. Hasta la costa, por lo demás, se
habían arrastrado los animales menos exhaustos. Y juntos, todos, pasaban las noches sin
sueño y sin hambre, aspirando en la brisa, como la vida misma, el más leve olor a tierra
mojada.
Hasta que una noche, por fin, realizose el milagro. Inconfundible con otro alguno, el
viento precursor trajo a aquellos míseros un sutil vaho de hojas empapadas.
–¡Agua! ¡Agua! –oyose clamar de nuevo en el desolado ámbito. Y la dicha fue
definitiva cuando cinco horas después, al romper el día, se oyó en el silencio, lejanísimo
aún, el sordo tronar de la selva bajo el diluvio que se precipitaba por fin. Esa mañana el
sol brilló, pero no amarillo sino anaranjado, y a mediodía no se lo vio más. Y la lluvia
llegó, espesísima y opaca y blanca como plata oxidada, a empapar la tierra sedienta.
Diez noches y diez días continuos el diluvio cerniose sobre la selva flotando en vapores;
y lo que fuera páramo de insoportable luz, tendíase ahora hasta el horizonte en sedante
napa líquida. La flora acuática rebrotaba en planísimas balsas verdes que a simple vista se
veía dilatar sobre el agua hasta lograr contacto con sus hermanas. Y cuando nuevos días
pasaron sin traer a los emisarios del noroeste, la inquietud tornó a inquietar a los futuros
cruzados.
–¡No vendrán nunca! –clamaban–. ¡Lancémonos, Anaconda! Dentro de poco no será ya
tiempo. Las lluvias cesan.
–Y recomenzarán. ¡Paciencia, hermanitos! ¡Es imposible que no llueva allá! Los
tucanes vuelan mal; ellos mismos lo dicen. Acaso estén en camino. ¡Dos días más!
Pero Anaconda estaba muy lejos de la fe que aparentaba. ¿Y si los tucanes se habían
extraviado en los vapores de la selva humeante? ¿Y si por una inconcebible desgracia, el
noroeste no había acompañado al diluvio del norte? A media jornada de allí, el Paranahyba
atronaba con las cataratas pluviales que le vertían sus afluentes.
La flora acuática rebrotaba en planísimas balsas verdes.
Como ante la espera de una paloma de arca, los ojos de las ansiosas bestias estaban sin
cesar vueltos al noroeste, hacia el cielo anunciador de su gran empresa. Nada. Hasta que
�en las brumas de un chubasco, mojados y ateridos, los tucanes llegaron graznando:
–¡Grandes lluvias! ¡Lluvia general en toda la cuenca! ¡Todo blanco de agua!
Y un alarido salvaje azotó la zona entera.
–¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro! ¡Lancémonos en seguida!
Y ya era tiempo, podría decirse, porque el Paranahyba desbordaba hasta allí mismo,
fuera del cauce. Desde el río hasta la gran laguna, los bañados eran ahora un tranquilo
mar, que se balanceaba de tiernos camalotes. Al norte, bajo la presión del desbordamiento,
el mar verde cedía dulcemente, trazaba una gran curva lamiendo el bosque, y derivaba
lentamente hacia el sur, succionado por la veloz corriente.
Había llegado la hora. Ante los ojos de Anaconda, la zona al asalto desfiló. Victorias
nacidas ayer y viejos cocodrilos rojizos; hormigas y tigres; camalotes y víboras; espumas,
tortugas y fiebres, y el mismo clima diluviano que descargaba otra vez, la selva pasó,
aclamando a la boa, hacia el abismo de las grandes crecidas.
Y cuando Anaconda lo hubo visto así, dejose a su vez arrastrar flotando hasta el
Paranahyba, donde arrollada sobre un cedro arrancado de cuajo, que descendía girando
sobre sí mismo en las corrientes encontradas, suspiró por fin con una sonrisa, cerrando
lentamente a la luz crepuscular sus ojos de vidrio.
Estaba satisfecha.
Comenzó entonces el viaje milagroso hacia lo desconocido, pues, de lo que pudiera
haber detrás de los grandes cantiles de asperón rosa que mucho más allá del Guayra
entrecierran el río, ella lo ignoraba todo. Por el Tacuarí había llegado una vez hasta la
cuenca del Paraguay, según lo hemos visto. Del Paraná medio e inferior, nada conocía.
Serena, sin embargo, a la vista de la zona que bajaba triunfal y danzando sobre las aguas
encajonadas, refrescada de mente y de lluvia, la gran serpiente se dejó llevar hamacada
bajo el diluvio blanco que la adormecía.
Descendió en este estado el Paranahyba natal, entrevió el aplacamiento de los remolinos
al salvar el río Muerto, y apenas tuvo conciencia de sí cuando la selva entera flotante, y el
cedro, y ella misma, fueron precipitados a través de la bruma en la pendiente del Guayra,
cuyos saltos en escalera se hundían por fin en un plano inclinado abismal. Por largo
tiempo el río estrangulado revolvió profundamente sus aguas rojas. Pero dos jornadas más
adelante los altos ribazos separábanse otra vez, y las aguas, en estiramiento de aceite, sin
un remolino ni un rumor, filaban por el canal a nueve millas por hora.
A nuevo país, nuevo clima. Cielo despejado ahora y sol radiante, que apenas alcanzaban
a velar un momento los vapores matinales. Como una serpiente muy joven, Anaconda
abrió curiosamente los ojos al día de Misiones, en un confuso y casi desvanecido recuerdo
de su primera juventud.
Tornó a ver la playa, al primer rayo de sol, elevarse y flotar y sobre una lechosa niebla
que poco a poco se disipaba, para persistir en las ensenadas umbrías, en largos chales
prendidos a la popa mojada de las piraguas. Volvió aquí a sentir, al abordar los grandes
remansos de las restingas, el vértigo del agua a flor de ojo, girando en curvas lisas y
mareantes que, al hervir de nuevo al tropiezo de la corriente, borbotaban enrojecidas por la
�sangre de las palometas. Vio tarde a tarde el sol recomenzar su tarea de fundidor,
incendiando los crepúsculos en abanico, con el centro vibrando al rojo albeante, mientras
allá arriba, en el alto cielo, blancos cúmulos bogaban solitarios, mordidos en todo el
contorno por chispas de fuego.
Todo le era conocido, pero como en la niebla de un ensueño. Sintiendo, particularmente
de noche, el pulso caliente de la inundación que descendía con él, la boa dejábase llevar a
la deriva, cuando súbitamente se arrolló con una sacudida de inquietud.
El cedro acababa de tropezar con algo inesperado o, por lo menos, poco habitual en el
río.
Nadie ignora todo lo que arrastra, a flor de agua o semisumergido, una gran crecida. Ya
varias veces habían pasado a la vista de Anaconda, ahogados allá en el extremo norte,
animales desconocidos de ella misma, y que se hundían poco a poco bajo un aleteante
picoteo de cuervos. Había visto a los caracoles trepando a centenares a las altas ramas
columpiadas por la corriente, y a los annós, rompiéndolos a picotazos. Y al esplendor de la
luna, había asistido al desfile de los carambatás remontando el río con la aleta dorsal a flor
de agua, para hundirse todos de pronto con una sacudida de cañonazo.
Como en las grandes crecidas.
Pero lo que acababa de trabar contacto con ella era un cobertizo de dos aguas, como el
techo de un rancho caído a tierra, y que la corriente arrastraba sobre un embalsado de
camalotes.
¿Rancho construido a pique sobre un estero, y minado por las aguas? ¿Habitado tal vez
por un náufrago que alcanzara hasta él?
Con infinitas precauciones, escama tras escama, Anaconda recorrió la isla flotante. Se
hallaba habitada, en efecto, y bajo el cobertizo de paja estaba acostado un hombre. Pero
enseñaba una larga herida en la garganta, y se estaba muriendo.
Durante largo tiempo, sin mover siquiera un milímetro la extremidad de la cola,
Anaconda mantuvo la mirada fija en su enemigo.
En ese mismo gran golfo del río, obstruido por los cantiles de arenisca rosa, la boa
había conocido al hombre. No guardaba de aquella historia recuerdo alguno preciso; sí una
sensación de disgusto, una gran repulsión de sí misma, cada vez que la casualidad, y sólo
ella, despertaba en su memoria algún vago detalle de su aventura. Amigos de nuevo,
jamás. Enemigos, desde luego, puesto que contra ellos estaba desencadenada la lucha.
Pero, a pesar de todo, Anaconda no se movía; y las horas pasaban. Reinaban todavía las
tinieblas cuando la gran serpiente desenrollose de pronto, y fue hasta el borde del
embalsado a tender la cabeza hacia las negras aguas.
Había sentido la proximidad de las víboras en su olor a pescado.
En efecto, las víboras llegaban a montones.
–¿Qué pasa? –preguntó Anaconda–. Saben ustedes bien que no deben abandonar sus
camalotes en una inundación.
–Lo sabemos –respondieron las intrusas–. Pero aquí hay un hombre. Es un enemigo de
�la selva. Apártate, Anaconda.
–¿Para qué? No se pasa. Ese hombre está herido… Está muerto. –¿Y a ti qué te
importa? Si no está muerto, lo estará en seguida… ¡Danos paso, Anaconda!
La gran boa se irguió, arqueando hondamente el cuello.
–¡No se pasa, he dicho! ¡Atrás! He tomado a ese hombre enfermo bajo mi protección.
¡Cuidado con la que se acerque!
–¡Cuidado tú! –gritaron en un agudo silbido las víboras, hinchando las parótidas
asesinas.
–¿Cuidado de qué?
–De lo que haces. ¡Te has vendido a los hombres…! ¡Iguana de cola larga!
Apenas acababa la serpiente de cascabel de silbar la última palabra, cuando la cabeza de
la boa iba, como un terrible ariete, a destrozar las mandíbulas del crótalo, que flotó en
seguida muerto, con el lacio vientre al aire.
–¡Cuidado! –y la voz de la boa se hizo agudísima–. ¡No va a quedar víbora en todo
Misiones, si se acerca una sola! ¡Vendida yo, miserables…! ¡Al agua! Y ténganlo bien
presente: ni de día, ni de noche, ni a hora alguna, quiero víboras alrededor del hombre.
¿Entendido?
–¡Entendido! –repuso desde las tinieblas la voz sombría de una gran yararacusí–. Pero
algún día te hemos de pedir cuentas de esto, Anaconda.
–En otra época –contestó Anaconda–, rendí cuenta a algunas de ustedes… y no quedó
contenta. ¡Cuidado tú misma, hermosa yarará! Y ahora, mucho ojo… ¡Y feliz viaje!
Tampoco esta vez Anaconda sentíase satisfecha. ¿Por qué había procedido así? ¿Qué la
ligaba ni podía ligar jamás a ese hombre –un desgraciado mensú a todas luces–, que
agonizaba con la garganta abierta?
–¡Bah! –murmuró por fin la gran boa, contemplando por última vez al herido–. Ni vale
la pena que me moleste por ese sujeto… Es un pobre individuo, como todos los otros, a
quien queda apenas una hora de vida…
Y con una desdeñosa sacudida de cola, fue a arrollarse en el centro de su isla flotante.
Pero en todo el día sus ojos no dejaron un instante de vigilar los camalotes.
Apenas entrada la noche, altos conos de hormigas que derivaban sostenidas por los
millones de hormigas ahogadas en la base, se aproximaron al embalsado.
�Ese hombre está herido… Está muerto.
–Somos las hormigas, Anaconda –dijeron–, y venimos a hacerte un reproche. Ese
hombre que está sobre la paja es un enemigo nuestro. Nosotras no lo vemos, pero las
víboras saben que está allí. Ellas lo han visto, y el hombre está durmiendo bajo el techo.
Mátalo, Anaconda.
–No, hermanas. Vayan tranquilas.
–Haces mal, Anaconda. Deja entonces que las víboras lo maten.
–Tampoco. ¿Conocen ustedes las leyes de las crecidas? Este embalsado es mío, y yo
estoy en él. Paz, hormigas.
–Pero es que las víboras lo han contado a todos… Dicen que te has vendido a los
hombres… No te enojes, Anaconda.
–¿Y quiénes lo creen?
–Nadie, es cierto… Sólo los tigres no están contentos.
–¡Ah…! ¿Y por qué no vienen ellos a decírmelo?
–No lo sabemos, Anaconda.
–Yo sí lo sé. Bien, hermanitas: apártense tranquilas, y cuiden de no ahogarse todas,
porque harán pronto mucha falta. No teman nada de su Anaconda. Hoy y siempre, soy y
seré la fiel hija de la selva. Díganselo a todos así. Buenas noches, compañeras.
–¡Buenas noches, Anaconda! –se apresuraron a responder las hormiguitas. Y la noche
las absorbió.
�Anaconda había dado sobradas pruebas de inteligencia y lealtad para que una calumnia
viperina le enajenara el respeto y el amor de la selva. Aunque su escasa simpatía a
cascabeles y yararás de toda especie no se ocultaba a nadie, las víboras desempeñaban en
la inundación tal inestimable papel, que la misma boa se lanzó en largas nadadas a
conciliar los ánimos.
–Yo no busco guerra –dijo a las víboras–. Como ayer, y mientras dure la campaña,
pertenezco en alma y cuerpo a la crecida. Solamente que el embalsado es mío, y hago de
él lo que quiero. Nada más.
Las víboras no respondieron una palabra, ni volvieron siquiera los fríos ojos a su
interlocutora, como si nada hubieran oído.
–¡Mal síntoma! –croaron los flamencos juntos, que contemplaban desde lejos el
encuentro.
–¡Bah! –lloraron trepando en un tronco los yacarés chorreantes–. Dejemos tranquila a
Anaconda… Son cosas de ella. Y el hombre debe estar ya muerto.
Pero el hombre no moría. Con gran extrañeza de Anaconda, tres nuevos días habían
pasado, sin llevar consigo el hipo final del agonizante. No dejaba ella un instante de
montar guardia; pero aparte de que las víboras no se aproximaban más, otros
pensamientos preocupaban a Anaconda.
Según sus cálculos –toda serpiente de agua sabe más de hidrografía que hombre
alguno–, debían hallarse ya próximos al Paraguay. Y sin el fantástico aporte de camalotes
que este río arrastra en sus grandes crecidas, la lucha estaba concluida al comenzar. ¿Qué
significaban, para colmar y cegar el Paraná en su desagüe, los verdes manchones que
bajaban del Paranahyba, al lado de los ciento ochenta mil kilómetros cuadrados de
camalotes de los grandes bañados de Xarayes? La selva que derivaba en ese momento lo
sabía también, por los relatos de Anaconda en su cruzada. De modo que cobertizo de paja,
hombre herido y rencores fueron olvidados ante el ansia de los viajeros, que hora tras hora
auscultaban las aguas para reconocer la flora aliada.
¿Y si los tucanes –pensaba Anaconda– habían errado, apresurándose a anunciar una
mísera llovizna?
–¡Anaconda! –oíase en las tinieblas desde distintos puntos–. ¿No reconoces las aguas
todavía? ¿Nos habrán engañado, Anaconda?
–No lo creo –respondía la boa, sombría–. Un día más, y las encontraremos.
–¡Un día más! Vamos perdiendo las fuerzas en este ensanche del río. ¡Un nuevo día…!
¡Siempre dices lo mismo, Anaconda!
–¡Paciencia, hermanos! Yo sufro mucho más que ustedes.
Fue el día siguiente un duro día, al que se agregó la extrema sequedad del ambiente, y
que la gran boa sobrellevó inmóvil de vigía en su isla flotante, encendida al caer la tarde
por el reflejo del sol tendido como una barra de metal fulgurante a través del río, y que la
acompañaba.
En las tinieblas de esa misma noche, Anaconda, que desde horas atrás nadaba entre los
�embalsados sorbiendo ansiosamente sus aguas, lanzó de pronto un grito de triunfo:
Acababa de reconocer, en una inmensa balsa a la deriva, el salado sabor de los
camalotes del Olidén.
–¡Salvados, hermanos! –exclamó–. ¡El Paraguay baja ya con nosotros! ¡Grandes lluvias
allá también!
Y la moral de la selva, remontada como por encanto, aclamó a la inundación limítrofe,
cuyos camalotes, densos como tierra firme, entraban por fin en el Paraná.
El sol iluminó al día siguiente esta epopeya de las dos grandes cuencas aliadas que se
vertían en las mismas aguas.
La gran flora acuática bajaba, soldada en islas extensísimas que cubrían el río. Una
misma voz de entusiasmo flotaba sobre la selva cuando los camalotes próximos a la costa,
absorbidos por un remanso, giraban indecisos sobre el rumbo a tomar.
–¡Paso! ¡Paso! –Oíase pulsar a la crecida entera ante el obstáculo. Y los camalotes, los
troncos con su carga de asaltantes, escapaban por fin a la succión, filando como un rayo
por la tangente.
–¡Sigamos! ¡Paso! ¡Paso! –oíase de una orilla a la otra–. ¡La victoria es nuestra!
Así lo creía también Anaconda. Su sueño estaba a punto derealizarse. Y, envanecida de
orgullo, echó hacia la sombra del cobertizo una mirada triunfal.
El hombre había muerto. No había el herido cambiado de posición ni encogido un solo
dedo, ni su boca se había cerrado. Pero estaba bien muerto, y posiblemente desde horas
atrás.
Ante esa circunstancia, más que natural y esperada, Anaconda quedó inmóvil de
extrañeza, como si el oscuro mensú hubiera debido conservar para ella, a despecho de su
raza y sus heridas, su miserable existencia.
¿Qué le importaba ese hombre? Ella lo había defendido, sin duda; habíalo resguardado
de las víboras, velando y sosteniendo a la sombra de la inundación un resto de vida hostil.
¿Por qué? Tampoco le importaba saberlo. Allí quedaría el muerto, bajo su cobertizo, sin
que ella volviera a acordarse más de él. Otras cosas la inquietaban.
En efecto, sobre el destino de la gran crecida cerníase una amenaza que Anaconda no
había previsto. Macerado por los largos días de flote en aguas calientes, el sargazo
fermentaba. Gruesas burbujas subían a la superficie entre los intersticios de aquél, y las
semillas reblandecidas adheríanse aglutinadas todo al contorno del sargazo. Por un
momento, las costas altas habían contenido el desbordamiento, y la selva acuática había
cubierto entonces totalmente el río, al punto de no verse agua sino un mar verde en todo el
cauce. Pero ahora, en las costas bajas, la crecida, cansada y falta del coraje de los primeros
días, defluía agonizante hacia el interior anegadizo que, como una trampa, le tendía la
tierra a su paso.
Más abajo todavía, los grandes embalsados rompíanse aquí y allá, sin fuerzas para
vencer los remansos, e iban a gestar en las profundas ensenadas su ensueño de fecundidad.
Embriagados por el vaivén y la dulzura del ambiente, los camalotes cedían dóciles a las
�contracorrientes de la costa, remontaban suavemente el Paraná en dos grandes curvas, y
paralizábanse por fin a lo largo de la playa a florecer.
Tampoco la gran boa escapaba a esta fecunda molicie que saturaba la inundación. Iba de
un lado a otro en su isla flotante, sin hallar sosiego en parte alguna. Cerca de ella, a su
lado casi, el hombre muerto se descomponía. Anaconda aproximábase a cada instante,
aspiraba, como en un rincón de selva, el calor de la fermentación, e iba a deslizar por largo
trecho el cálido vientre sobre el agua, como en los días de su primavera natal.
Pero no era esa agua ya demasiado fresca el sitio propicio. Bajo la sombra del techo,
yacía el mensú muerto. ¿Podía no ser esa muerte más que la resolución final y estéril del
ser que ella había velado? ¿Y nada, nada le quedaría de él?
Poco a poco, con la lentitud que ella habría puesto ante un santuario natural, Anaconda
fue arrollándose. Y junto al hombre que ella había defendido como a su vida propia; al
fecundo calor de su descomposición –póstumo tributo de agradecimiento, que quizá la
selva hubiera comprendido–, Anaconda comenzó a poner sus huevos.
De hecho, la inundación estaba vencida. Por vastas que fueran las cuencas aliadas, y
violentos hubieran sido los diluvios, la pasión de la flora había quemado el brío de la gran
crecida. Pasaban aún los camalotes, sin duda; pero la voz de aliento: ¡Paso!, ¡Paso!
habíase extinguido totalmente.
Anaconda no soñaba más. Estaba convencida del desastre. Sentía, inmediata, la
inmensidad en que la inundación iba a diluirse, sin haber cerrado el río. Fiel al calor del
hombre, continuaba poniendo sus huevos vitales, propagadores de su especie, sin
esperanza alguna para ella misma.
En un infinito de agua fría, ahora, los camalotes se disgregaban, desparramándose por la
superficie sin fin. Largas y redondas olas balanceaban sin concierto la selva desgarrada,
cuya fauna terrestre, muda y sin oriente, se iba hundiendo aterida en la frialdad del
estuario.
Grandes buques –los vencedores– ahumaban a lo lejos el cielo límpido, y un vaporcito
empenachado de blanco curioseaba entre las islas rotas. Más lejos todavía, en la infinitud
celeste, Anaconda destacábase erguida sobre su embalsado y, aunque disminuidos por la
distancia, sus robustos diez metros llamaron la atención de los curiosos.
–¡Allá! –alzose de pronto una voz en el vaporcito–. ¡En aquel embalsado! ¡Una enorme
–¡Qué monstruo! –gritó otra voz–. ¡Y fíjense! ¡Hay un rancho caído! Seguramente ha
matado a su habitante.
–¡O lo ha devorado vivo! Estos monstruos no perdonan a nadie. Vamos a vengar al
desgraciado con una buena bala.
–¡Por Dios, no nos acerquemos! –clamó el que primero había hablado–. El monstruo
debe de estar furioso. Es capaz de lanzarse contra nosotros en cuanto nos vea. ¿Está
seguro de su puntería desde aquí?
–Veremos… No cuesta nada probar un primer tiro…
Allá, al sol naciente que doraba el estuario puntillado de verde, Anaconda había visto la
lancha con su penacho de vapor. Miraba indiferente hacia aquello, cuando distinguió un
�pequeño copo de humo en la proa del vaporcito, y su cabeza golpeó contra los palos del
embalsado.
La boa irguiose de nuevo, extrañada. Había sentido
un golpecito seco en alguna parte de su cuerpo, tal vez
en la cabeza. No se explicaba cómo. Tenía, sin
embargo, la impresión de que algo le había pasado.
Sentía el cuerpo dormido, primero; y luego, una
tendencia a balancear el cuello, como si las cosas, y no
su cabeza, se pusieran a danzar, oscureciéndose.
Vio de pronto ante sus ojos la selva natal en un
viviente panorama, pero invertida; y transparentándose
sobre ella, la cara sonriente del mensú.
–Tengo mucho sueño… –pensó Anaconda, tratando
de abrir todavía los ojos. Inmensos y azulados ahora,
sus huevos desbordaban del cobertizo y cubrían la balsa
entera.
–Debe ser hora de dormir… –murmuró Anaconda. Y
pensando de poner suavemente la cabeza a lo largo de
sus huevos, la aplastó contra el suelo en el sueño final.
Tomado de Los desterrados (1926)
Sus huevos… cubrían la balsa entera
�El hombre muerto
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún
dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que
tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada
satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la
gramilla.
Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo
de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano.
Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de
plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La
boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba
como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre su pecho.
Sólo que tras el antebrazo e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el
puño y la mitad de la hoja del machete; pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura
del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la
trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e
inexorablemente, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.
La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años,
meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es
la ley fatal, aceptada y prevista; tanto que solemos dejarnos llevar placenteramente por la
imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.
Pero entre el instante actual y esa postrera espiración, ¡que de sueños, trastornos,
esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia
llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el
placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias. ¡Tan lejos está la muerte, y tan
imprevisto lo que debemos vivir aún!
¿Aún…? No han pasado dos segundos: el sol está
exactamente a la misma altura; las sombras no han
avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de
resolverse para el hombre tendido las divagaciones a
largo plazo: se está muriendo.
Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda
postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué
tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevenido en
el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el
horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste –¡es tan imprevisto ese horror!–. Y
�piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado?
Nada. Y mira: ¿no es acaso ese bananal su bananal?
¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo
conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy
raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están
muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no
se mueven… Es la calma de mediodía; pronto deben ser
las doce.
Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde
el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda,
entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a
ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el
camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su
cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná
dormido como un lago. Todo, todo exactamente como
siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los
bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos
El hombre intentó mover la cabeza, en vano.
y altos que pronto tendrá que cambiar.
¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los
tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está
allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el
alambre de púa?
¡Pero sí! Alguien silba… No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente
resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las
mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste
descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el
bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él
mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su
monte, en su potrero, en su bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas,
silencio, sol a plomo…
Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su
personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a
azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni
con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara
lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.
El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste
siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono
de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días
acaba de pasar sobre el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá
cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano
izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja
�un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa
un rato como de costumbre.
¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó
él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno de otro! Y ése es su bananal; y ése es
su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe
que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del
poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del
anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se
mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
Y ése es su bananal.
…Muy fatigado, pero descansa sólo. Deben de haber pasado ya varios minutos… y a
las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán
hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes
que las demás la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre:
¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…
¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz
excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al
malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha
cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y que antes había
sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de
la mano izquierda, a lentos pasos.
Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su
cuerpo y ver desde el tajamar por él construido el trivial paisaje de siempre: el pedregullo
volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja; el alambrado empequeñecido en
la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aun ver el potrero, obra sola de
sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las
piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un
pequeño bulto asoleado sobre la gramilla… descansando porque está muy cansado…
�El caballo rayado de sudor ve también al hombre.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado,
ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal, como desearía. Ante
las voces que ya están próximas –¡Piapiá!–, vuelve un largo, largo rato las orejas
inmóviles al bulto; y, tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre
tendido… que ya ha descansado.
Tomado de El desierto (1924)
�El desierto
La canoa se deslizaba costeando el bosque o lo que podía parecer bosque en aquella
oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad,
pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del
remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar
dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar
entre tacuaras punzantes o pajonales podridos que en su propio puertito. Y Subercasaux no
iba solo en la canoa.
�Las tinieblas eran un solo bloque infranqueable.
�La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el
rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas,
sonaban en la canoa algunas gotas.
Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la
fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno.
“Lluvia para toda la noche”, pensó. Y volviéndose a sus acompañantes que se
mantenían mudos en popa:
–Pónganse las capas –dijo brevemente–. Y sujétense bien.
En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de
babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo,
Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa
podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo.
Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las
gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban
bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez,
grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma
depresión de atmósfera. –Sujétense bien –repitió Subercasaux a sus dos acompañantes–.
Ya hemos llegado.
En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas
lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos
silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía
bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso
con sus fuegos rojos y verdes.
Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia por fin uniforme
y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego, las tinieblas los aislaron de nuevo; y
entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas.
La frase hecha: “No se ve ni las manos puestas bajo los ojos” es exacta. Y en tales
noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar en seguida
la tiniebla mareante; hasta hacernos perder el equilibrio.
Hallaron sin embargo el sulky, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una
rueda a sus dos acompañantes, que inmóviles bajo el capuchón caído crepitaban de lluvia,
Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo,
naturalmente enredado en las riendas.
No había Subercasaux empleado más de veinte minutos en buscar y traer el animal;
pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un:
–¿Están ahí, chiquitos? –oyó:
–Sí, piapiá.
Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos
compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y
seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que juntitos y chorreando
�agua del capuchón esperaban tranquilos a que su padre volviera.
Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o
peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquélla con que hablaba a sus chiquitos
cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie
hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces que quien reía entonces con las criaturas
era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad
dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito –el menor– se había
dormido en las rodillas del padre.
Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía
bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba
con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la
invariable fórmula de saludo matinal, de uno a otro cuarto:
–¡Buen día, piapiá!
–¡Buen día, mi hijito querido!
–¡Buen día, piapiacito adorado!
–¡Buen día, corderito sin mancha!
–¡Buen día, ratoncito sin cola!
–¡Coaticito mío!
–¡Piapiá tatucito!
–¡Carita de gato!
–¡Colita de víbora!
Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que ya vestidos, se iban a tomar
café bajo las palmeras, en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra,
hasta que el sol en la cara la despertaba.
Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se
consideraba el padre más feliz de la Tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores
más duros de los que suelen conocer los hombres casados.
Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora
injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que
apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada
clavo y cada pincelada en la pared era un agudo recuerdo de compartida felicidad.
Supo al día siguiente, al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa
blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.
Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el
último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas
a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa
misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a
una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.
Duro, terriblemente duro aquello… Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban
�con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos.
Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que
constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la
noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol
de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa
tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir en seguida,
seguros y confiados en el regreso de papá.
No temían a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer, y en primer grado,
naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a
mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un
instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal
tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual
modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse
minutos u horas, ellos improvisaban en seguida un juego, y lo aguardaban
indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la
confianza que en ellos depositaba su padre.
Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años.
Conocían perfectamente –como toda criatura libre– el alcance de sus fuerzas, y jamás lo
sobrepasaban. Llegaban a veces, solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.
–Cerciórense bien del terreno, y siéntense después –les había dicho su padre.
El acantilado se alza perpendicular a veinte metros
de un agua profunda y umbría que refresca las grietas
de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de
Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras
con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar
jugar las sandalias sobre el abismo.
Naturalmente, todo esto lo había conquistado
Subercasaux en etapas sucesivas y con las
correspondientes angustias.
–Un día se me mata un chico –decíase–. Y por el
resto de mis días pasaré preguntándome si tenía
razón al educarlos así.
Sí, tenía razón. Y entre los escasos consuelos de un
padre que queda solo con huérfanos, es el más grande
el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola
línea de carácter.
Subercasaux era, pues, feliz; y las criaturas
Con sus dos cachorros que formaban con él
sentíanse entrañablemente ligadas a aquel hombre
una sola persona.
que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a
leer en el suelo con grandes letras rojas y pesadas de
minio, y les cosía las rasgaduras de sus bombachas
con sus tremendas manos endurecidas.
�De coser bolsas en el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había
conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del
revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero, y a puntada por nudo. De modo
que sus camisas podían abrirse por cualquier parte, menos donde él había puesto su hilo
encerado.
En punto a juegos, las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro,
particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que los hacía en
seguida gritar de risa.
Como a más de sus ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales,
que cada tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían
una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían visto –
y ayudado a veces– a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho del monte para
pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores,
construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar superfosfatos, vino
de naranja, secadora de tipo Mayfarth, y tender, desde el monte al búngalo, un
alambrecarril suspendido a diez metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban
volando hasta la casa.
Por aquel tiempo había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de
arcilla blanca, que la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de
dicha arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica,
naturalmente construidos por él. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y
demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cachorros, caretas y animales
fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito.
De noche, y en las tardes muy oscuras de temporal, entraba la fábrica en gran
movimiento. Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el
frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar.
Pero el horno chico de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas; y en
cada vez que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un
verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual, los ceramistas retirábanse
a un extremo del taller, hasta que el viento helado que se filtraba silbando por entre las
tacuaras de la pared, los llevaba otra vez con mesa y todo a caldearse de espaldas al horno.
Salvo las piernas desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas
de fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros
prehistóricos; la nena modelaba con preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito
hacía, indefectiblemente, víboras.
A veces, sin embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y
recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se
casó, y que los chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas
que ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la máquina,
lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la
arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los discos, tocaba a
otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían ya la música por resaberla de
memoria; pero los entretenía el ruido.
�A las diez, los ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por
primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos,
no se permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las fantasías
ornamentales de la mujercita, y el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de
víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la
mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa.
Tres días después del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin
sirvienta; y este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó
hasta el extremo la vida de los tres desterrados.
En los primeros momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus
hijos con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa
demasiado sola a la muerte de su señora.
Al mes siguiente se fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres
o cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte, y que sólo se quedaban tres días por
hallar demasiado duro el carácter del patrón.
Subercasaux, en efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas
apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica
demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que
barrieran también alrededor de cada pata de la mesa. Y esto, expresado brevemente,
exasperaba y cansaba a las muchachas.
Por el espacio de tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos.
Y en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos.
Aprendió, no a cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del
patio, en cuclillas y al viento helado que le amorataba las manos. Aprendió a interrumpir a
cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del fuego o abrir el horno humeante;
y aprendió también a traer de noche tres baldes de agua del pozo –ni uno menos– para
lavar su vajilla.
Este problema de los tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un
mes en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente,
había aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en el
suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana entera en cuclillas
raspando cacerolas quemadas –todas se quemaban–, optó por cocinar-comer-fregar, tres
sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados.
No le quedaba, en verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno.
Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos
desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer
el patio, tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que a pesar de saberla
Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia.
En esa suelta arena sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo
cruzado de lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía
trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot,
pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora entera
�después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el corredor y salpicado
de lluvia, o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el
turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo llamaba, porque tres
nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de los pies.
La mujercita parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a
los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene, y sólo tres a su
padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su
vida montés.
Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos
barigüís. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan
a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan los huevos. Ni la extracción del
pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario.
Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con
ella.
Subercasaux no lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique
del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima,
que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de
probar. Se calzaba, sin embargo, pero no salía de casa; y sus inacabables fatigas de monte
se reducían ahora en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del patio,
cuando al entrar el sol el cielo se despejaba, y el bosque, recortado a contraluz como
sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar los mismos ojos.
Subercasaux reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la
infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por
escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño
pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las
ocho, siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en verano y
Subercasaux se levantaba achuchado a encender el Primus y preparar el café. Luego el
almuerzo, el restregar ollas. y por diversión, al mediodía, la inacabable historia de los
piques de su chico.
–Esto no puede continuar así –acabó por decirse Subercasaux–. Tengo que conseguir a
toda costa una muchacha.
¿Pero cómo? Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había
constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo
hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux
abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando por las
picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera lavar
los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del monte con una aureola
de tábanos en la cabeza, y el pescuezo del caballo deshilado en sangre; pero triunfante. La
muchacha llegaba al día siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba
con el mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a
buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse.
Malas aventuras aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar
otra vez. ¿Pero hacia dónde?
�Subercasaux había ya oído en sus noches de insomnio el tronido, lejano del bosque,
abatido por la lluvia. La primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno.
Pero cuando el régimen se invierte –y esto es siempre de esperar en el clima de Misiones–,
las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que
deben caer en el año.
Hallábanse ya casi sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná,
no ofrecía entonces puente alguno, y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua
caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban
estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las
aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua
veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto en un remolino. Y
los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar
venados muertos, que iban girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días.
El Horqueta daba aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado no
se atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador,
¿qué podía hallar?
Recordó entonces a un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como
pocos, quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una
sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni un
día más, porque ése no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la boca del
Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí
se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de
cualquiera que ya no está en tren.
Subercasaux se decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus
chicos hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas
besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy
contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus
hijos, pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado
de sorpresas, y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro caliente y
elástico del Yabebirí.
Allí les esperaba lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el
achicador habitual, y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en
bandolera cuando iban al monte.
La esperanza de Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el
aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los
ojos hasta dos metros.
“Las lluvias –pensó– no se han obstinado aún con el sudeste… Tardará un día o dos en
crecer.”
Prosiguieron trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de
firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo
profundo retenía, al punto de ocasionarle buenos dolores arrancar el pie. Descalzose, por
fin, y, con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar
la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril actividad.
�Listos, por fin, partieron. Durante una hora, la canoa se deslizó más velozmente de lo
que el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo
herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba aprisa, porque el Yabebirí corría ya.
Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de
las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a
pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto.
Sirvienta, muchacho –¡descanso, por fin!…–, nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues,
sin perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y
fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan enrarecida, que la
respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el
agua espumosa y tibia había subido ya dos metros sobre la playa. Y por el canal bajaban a
medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose.
Los viajeros llegaron al búngalo cuando ya estaba casi oscuro, aunque eran apenas las
cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba por
fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron rendidos, bajo el
estruendo del zinc, que el diluvio martilló toda la noche con implacable violencia.
Al rayar el día, un hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento
había dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido,
apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echose encima el
impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo.
Imposible. El frío lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, a todos los
poros convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo roce
con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por rítmicas y
profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse. Los
chicos, felizmente, dormían aún.
“En el estado en que estoy, no se hacen pavadas como la de ayer –se repetía–. Estas son
las consecuencias.”
Como un sueño lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó,
se figuraba que podía quedar todo el día en cama, caliente y descansado, por fin, mientras
oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta –aquella primera
gran sirvienta– servía a los chicos…
¡Quedar en cama hasta las diez, siquiera…! En cuatro horas pasaría la fiebre, y la
misma cintura no le dolería tanto… ¿Qué necesitaba en suma para curarse? Un poco de
descanso, nada más.Él mismo se lo había repetido diez veces…
Y el día avanzaba, y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones
profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido…! Descansaría un poco, por
fin…
–¡Piapiá!
–Mi hijo querido…
–¡Buen día piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá.
–Sí, mi vida, ya me estaba levantando.
�Y Subercasaux se vistió a prisa, echándose en cara su pereza que lo había hecho olvidar
del café de sus hijos.
El agua había cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la
humedad ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en
que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y
tristísima capa de agua.
El enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse.
Después de almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de
papel que habían agotado la tarde anterior. Hacían cientos de ellos, que acondicionaban
unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la canoa, en el
próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde
recuperó en seguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas subidas
hasta el pecho. De nuevo, en la sien, sentía un peso enorme que la adhería a la almohada,
al punto de que ésta parecía formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien estaba así!
¡Quedar uno, diez, cien días sin moverse! El murmullo monótono del agua en el zinc lo
arrullaba, y en su rumor oía distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los
cubiertos que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta la suya…! Y
oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas que las sirvientas –¡eran diez
ahora!– raspaban y frotaban con rapidez vertiginosa. ¡Qué gozo de hallarse bien caliente,
por fin, en la cama, sin ninguna, ninguna preocupación…! ¿Cuándo, en qué época anterior
había él soñado estar enfermo, con una preocupación terrible…? ¡Qué zonzo había sido…!
y qué bien se está así, oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas.
–¡Piapiá!
–Chiquita…
–¡Ya tengo hambre, piapiá!
–Sí, chiquita; en seguida…
Y el enfermo se fue a la lluvia a aprontar el café a sus hijos.
Sin darse cuenta precisa de lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la
noche con hondo deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa tarde la
leche, y que él había mirado un largo rato su herida, sin percibir en ella nada de particular.
Cayó en la cama sin desvestirse siquiera; y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra
vez. El muchacho que no había llegado con la leche… ¡Qué locura…! Se hallaba ahora
�bien, perfectamente bien, descansando.
Con sólo unos días más de descanso, con unas horas, nada más, se curaría. ¡Claro!
¡Claro…! Hay una justicia a pesar de todo… y también un poquito de recompensa… para
quien había querido a sus hijos como él… Pero se levantaría sano. Un hombre puede
enfermarse a veces… y necesitar un poco de descanso. ¡Y cómo descansaba ahora, al
arrullo de la lluvia en el zinc…! ¿Pero no habría pasado un mes ya…? Debía levantarse.
El enfermo abrió los ojos. No veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes
que se retraían e hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en velocísimo
vaivén.
–Debo tener fiebre muy alta –se dijo el enfermo.
Y encendió sobre el velador el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo
rato, sin que Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimo llegábale el
recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy, muy enfermo… ¡Qué
tontería…! Se hallaba sano, porque cuando un hombre nada más que cansado tiene la
dicha de oír desde la cama el tintineo vertiginoso del servicio en la cocina, es porque la
madre vela por sus hijos…
Despertose de nuevo. Vio de reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de
atención recobró la conciencia de sí mismo.
En el brazo derecho, desde el codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor
profundo. Quiso recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable, y vio su mano
lívida, dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin cerrar los ojos, pensó un rato en lo
que aquello significaba dentro de sus escalofríos y del roce de los vasos abiertos de su
herida con el fango infecto del Yabebirí, y adquirió entonces, nítida y absoluta, la
comprensión definitiva de que todo él también se moría, que se estaba muriendo.
Hízose en su interior un gran silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo de
las cosas se hubieran retirado bruscamente al infinito. Y como si estuviera ya desprendido
de sí mismo, vio a lo lejos de un país, un búngalo totalmente interceptado de todo auxilio
humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los
hombres en el más inicuo y horrendo de los desamparos.
Sus hijitos…
Con un supremo esfuerzo pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora
tras hora, día tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba en vano: la Vida tiene
fuerzas superiores que se nos escapan… Dios provee…
“¡Pero no tendrán qué comer!”, gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría allí
mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes…
Mas a pesar de la lívida luz del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a
absorberlo otra vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían y volvían a latir
en sus mismos ojos… ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado! No debería ser permitido soñar tales
cosas… Ya se iba a levantar, descansado.
–¡Piapiá…! ¡Piapiá…! ¡Mi piapiacito querido…!
�–Mi hijo…
–¿No te vas a levantar hoy, piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá!
–Mi chiquito… No me voy a levantar todavía… Levántense ustedes y coman galleta…
Hay dos todavía en la lata… y vengan después.
–¿Podemos entrar ya, piapiá?
–No, querido mío… Después haré el café… Yo los voy a llamar.
Oyó aún las risas y el parloteo de sus chicos que se levantaban, y después un rumor in
crescendo, un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su cerebro e iba a
golpear en ondas rítmicas contra su cráneo dolorosísimo. Y nada más oyó.
Abrió otra vez los ojos, y al abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una
facilidad que lo sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una creciente dificultad sin
penurias para apreciar la distancia a que estaban los objetos… y la boca muy abierta para
respirar.
–Chiquitos… vengan enseguida…
Precipitadamente, las criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero, ante el farol
encendido y la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y con los ojos muy abiertos.
El enfermo tuvo aun el valor de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella
mueca.
–Chiquitos –les dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado–. Óiganme bien, chiquitos
míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo… Voy a morir,
chiquitos… Pero no se aflijan… Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y
honrados… y se acordarán entonces de su piapiá… Comprendan bien, mis hijitos
queridos… Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre… Quedarán
solitos en casa… Pero no se asusten ni tengan miedo… y ahora, adiós, hijitos míos… Me
van a dar ahora un beso… Un beso cada uno… Pero ligero, chiquitos… Un beso… a su
piapiá…
�–¡Piapiá…! ¡Piapiá…! ¡Mi piapiacito querido…!
�Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta, y fueron a detenerse en su cuarto,
ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre de la
extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara,
mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender.
Ni uno ni otro se atrevía a hacer ruido.
Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas
su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol.
Tomado de El desierto (1924)
�Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras
�De caza
Una vez tuve en mi vida mucho más miedo que las otras. Hasta Juancito lo sintió,
transparente a pesar de su inexpresión de indio. Ninguno dijo nada esa noche, pero
tampoco ninguno dejó un momento de fumar.
Cazábamos desde esa mañana en el Palometa, Juancito, un peón y yo. El monte, sin
duda, había sido batido con poca anterioridad, pues la caza faltaba y los machetazos
abundaban; apenas si de ocho a diez nos destrozamos las piernas en el caraguatá tras de un
coatí. A las once llegaron los perros. Descansaron un rato y se internaron de nuevo. Como
no podíamos hacer nada, nos quedamos sentados. Pasaron tres horas. Entonces, a las dos
más o menos, nos llegó el grito de alerta de un perro. Dejamos de hablar, prestando oído.
Siguió otro grito, y enseguida los ladridos de rastro caliente. Me volví a Juancito,
interrogándolo con los ojos. Sacudió la cabeza sin mirarme.
La corrida parecía acercarse, pero oblicuando al Oeste. Cesaron un rato; y ya habíamos
perdido toda esperanza, cuando de pronto los sentimos cerca, creciendo en dirección
nuestra. Nos levantamos de golpe, tendiéndonos en guerrilla, parapetados tras de un árbol,
precaución más que necesaria, tratándose de una posible y terrible piara, todo en uno.
Los ladridos eran momento a momento más claros. Fuera lo que fuera, el animal venía
derecho a estrellarse contra nosotros.
He cazado algunas veces; sin embargo, el winchester me temblaba en las manos con ese
ataque precipitado en línea recta, sin poder ver más allá de diez metros. Por otra parte,
jamás he observado un horizonte cerrado de malezas con más fijeza y angustia que en esa
ocasión.
La corrida estaba ya encima nuestro, cuando de pronto el ladrido cesó bruscamente,
como cortado de golpe por la mitad. Los veinte segundos subsiguientes fueron fuertes;
pero el animal no apareció y el perro no ladró más. Nos miramos asombrados. Tal vez
hubiera perdido el rastro: mas, por lo menos, debía estar ya al lado nuestro, con las
llamadas agudas de Juancito.
Al rato sonó otro ladrido, esta vez a nuestra izquierda.
–No es Black –murmuré mirándolo sorprendido. Y el ladrido se cortó de golpe,
exactamente como el anterior.
La cosa era un poco fuerte ya, y de golpe nos estremecimos todos a la misma idea. Esa
madrugada, de viaje, Juancito nos había enterado de los tigres siniestros del Palometa (era
la primera vez que yo cazaba en él). Apenas uno de ellos siente los perros, se agazapa
sigilosamente tras un tronco, en su propio rastro o en el de un anta, gama o aguará, si le es
posible. Al pasar el perro corriendo, de una manotada le quita de golpe vida y ladrido. En
seguida va al otro, y así con todos. De modo que al anochecer el cazador se encuentra sin
perros en un monte de tigres psicólogos. Lo demás es cuestión de tiempo.
Lo que había pasado con nuestros perros era demasiado parecido a aquello para que no
se nos apretara un poco la garganta. Juancito los llamó, con uno de esos aullidos largos de
los cazadores de monte. Escuchamos atentos. Al sur esta vez, pero lejos, un perro
�respondió. Ladró de nuevo al rato, aproximándose visiblemente. Nuestra conciencia
angustiada estaba ahora toda entera en ese ladrido para que no se cortara. Y otra vez el
grito tronchado de golpe. ¡Tres perros muertos! Nos quedaba aún otro; pero a ese no lo
vimos nunca más.
Ya eran las cuatro: el monte comenzaba a oscurecerse. Emprendimos el mudo regreso a
nuestro campamento, una toldería abandonada, sobre el estero del Palometa. Anselmo, que
fue a dar agua a los caballos, nos dijo que en la orilla, a veinte metros de nosotros había
una cierva muerta.
Nos acostamos alrededor de la fogata, precaución que afirmaban la noche fresca y los
cuatro perros muertos. Juancito quedó de guardia.
A las dos me desperté. La noche estaba oscura y nublada. El monte altísimo, al lado
nuestro, reforzaba la oscuridad con su masa negra. Me incorporé en un codo y miré a
todos lados. Anselmo dormía. Juancito continuaba sentado al lado del fuego,
alimentándolo despacio. Miré otra vez el monte rumoroso y me dormí.
A la media hora me desperté de golpe; había sentido un rugido lejano, sordo y
prolongado. Me senté en la cama y miré a Anselmo: estaba despierto, mirándome a su vez.
Me volví a Juancito. –¿Toro? –le pregunté, en una duda tan legítima como atormentadora.
–Tigre.
El monte nos parecía desierto en un vasto silencio.
Nos levantamos y nos sentamos al lado del fuego. Los mugidos se reanudaron. ¿Qué
íbamos a decir? Desde ese instante no dejamos un momento de fumar, apretando el cigarro
entre los dedos con sobrada fuerza. Durante media hora, tal vez, los mugidos cesaron. Y
empezaron de nuevo, mucho más cerca, a intervalos rítmicos. En la espera angustiosa de
cada grito del animal, el monte nos parecía desierto en un vasto silencio; no oíamos nada,
con el corazón en suspenso, hasta que nos llegaba la pesadilla sonora de ese mugido
obstinado rastreando a ras del suelo.
Tras una nueva suspensión, tan terrible como lo contrario, recomenzaron en dirección
distinta, precipitados esta vez.
–Está sobre nuestro rastro –dijo Juancito. Bajamos la cabeza, y no nos miramos hasta
que fue de día. Durante una hora los mugidos continuaron, a intervalos fijos, dolorosos,
ahogados, sin que una vez se interrumpiera esa monotonía terrible de angustia errante.
Parecía desorientado, no sé cómo, y aseguro que fue cruel esa noche que pasamos al lado
�del fuego sin hablar una palabra, envenenándonos con el cigarro, sin dejar de oír el
mugido del tigre que nos había muerto todos los perros y estaba sobre nuestro rastro.
Una hora antes de amanecer cesaron y no los oímos más. Cuando fue de día nos
levantamos; Juancito y Anselmo tenían la cara terrosa, cruzada de pequeñas arrugas. Yo
debía estar lo mismo. Llevamos al riacho a los pobres caballos, en un continuo
desasosiego toda la noche. Vimos la cierva muerta, pero ahora despedazada y comida.
Durante la hora en que no lo oímos, el tigre se había acercado, en silencio, por el rastro
caliente, nos había observado sin cesar, contándonos uno a uno, a quince metros de
nosotros. Esa indecisión –característica de todos modos en el tigre– nos salvó, pero comió
la cierva. Cuando pensamos que una hora seguida nos había acechado en silencio, nos
sonreímos, mirándonos; ya era de día, por lo menos.
Tomado de Cuentos dispersos
�Nos había acechado en silencio
���
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Libro al viento
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Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a>
Libros
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A name given to the resource
Anaconda y otros cuentos
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Quiroga, Horacio, 1878-1937
Subject
The topic of the resource
Cuento
Description
An account of the resource
De la amplia y variada producción de cuentos del autor, esta selección contiene nueve cuentos de gran sencillez, donde el tema a contar no necesariamente constituye una historia con inicio, intermedio y final.
Table Of Contents
A list of subunits of the resource.
El almohadón de pluma. Página 13
El alambre de púa. Página 19
Anaconda. Página 29
En la noche. Página 59
Juan Darién. Página 67
El regreso de Anaconda. Página 77
El hombre muerto. Página 92
El desierto. Página 96
De caza. Página 111
Publisher
An entity responsible for making the resource available
Instituto Distrital de las Artes (Bogotá, CO)
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
Benavides Carmona, Iván A. (ilustrador)
Paredes, Julio, 1957- (introducción)
Type
The nature or genre of the resource
Libros
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
PDF
Extent
The size or duration of the resource.
117 páginas
Identifier
An unambiguous reference to the resource within a given context
ISBN: 9789588471464
Language
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spa
Spatial Coverage
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Uruguay
Temporal Coverage
Temporal characteristics of the resource.
Siglo XIX
Siglo XX
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2011
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Animales
Selva