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���ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
GUSTAVO PETRO URREGO, Alcalde Mayor de Bogotá
SECRETARÍA DISTRITAL DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE
CLARISA RUIZ CORREAL, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES
SANTIAGO TRUJILLO ESCOBAR, Director General
BERTHA QUINTERO MEDINA, Subdirectora de Artes
PAOLA CABALLERO DAZA, Gerente del Área de Literatura
VALENTÍN ORTIZ DÍAZ, Asesor
PAOLA CÁRDENAS JARAMILLO, Coordinadora de Programas de Lectura
JAVIER ROJAS FORERO, Asesor administrativo
LAURA ACERO POLANÍA, Asistente de dimensión
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN DEL DISTRITO
ÓSCAR SÁNCHEZ JARAMILLO, Secretario de Educación
NOHORA PATRICIA BURITICÁ CÉSPEDES, Subsecretaria de Calidad y Pertinencia
JOSÉ MIGUEL VILLAREAL BARÓN, Directora de Educación Preescolar y Básica
SARA CLEMENCIA HERNÁNDEZ JIMÉNEZ, LUZ ÁNGELA CAMPOS VARGAS,
CARMEN CECILIA GONZÁLEZ CRISTANCHO, Equipo de Lectura, Escritura y Oralidad
PORTUGAL - PAÍS INVITADO DE HONOR FILBO 2013
SECRETARÍA DE ESTADO DE LA CULTURA DEL GOBIERNO DE PORTUGAL
JORGE BARRETO XAVIER, Secretario de Estado
MIGUEL FIALHO DE BRITO, jefe del gabinete del Secretario de Estado
MÁRIO RUI CARNEIRO, adjunto del gabinete del Secretario de Estado
COMISSÁRIO
Jerónimo Pizarro
DIREÇÃO-GERAL DO LIVRO, DOS ARQUIVOS E DAS BIBLIOTECAS
JOSÉ MANUEL CORTÊS, director general
MARGARIDA SAMPAIO, subdirectora general
ABEL MARTINS, director de los Servicios de Planificación, Gestión e Información
ANA CASTRO
ASSUNÇÃO MENDONÇA
EMBAJADA DE PORTUGAL EN COLOMBIA
JOÃO RIBEIRO DE ALMEIDA, embajador de Portugal
AUGUSTO SARAIVA PEIXOTO, exembajador de Portugal
SANDRA MAGALHÃES, consejera
PEDRO RAPOULA, agregado cultural
ALEXANDRA BAPTISTA, secretaria
ANA RITA RIBEIRO
SÍLVIA JARDIM
LINA CORTÉS
MARIA PONTES
BOOKTAILORS — CONSULTORES EDITORIAIS
PAULO FERREIRA, director general
DIOGO COELHO, director de producción
NUNO QUINTAS, director de contenidos
TITO COUTO, director de comunicación e imagen
TIAGO MARQUES, responsable de protocolo y relaciones institucionales
RUTE MOTA, asistente de producción
SARA PERES, asesora de comunicación
INÊS PINHEIRO, asistente de producción
HELENA QUINTAS, asistente de producción
RPVP DESIGNERS
VÍTOR PAULINO, dirección de arte
�RUI PENEDO, dirección de arte
ANA MOREIRA, designer
FORSTUDIO ARCHITECTS
Arquitectos
RICARDO PAULINO
LUÍS RICARDO
IVONE GONÇALVES
FÁBIO NEVES
Primera edición: Bogotá, abril de 2013
© Instituto Distrital de las Artes – IDARTES
Imágenes: Stock.xchng [http://www.sxc.hu/] y ClipArt ETC [http://etc.usf.edu/clipart/].
Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente,
por ningún medio de reproducción, sin consentimiento escrito del editor.
www.institutodelasartes.gov.co
ISBN 978-958-57736-9-1 (impreso)
ISBN 978-958-58486-7-2 (epub)
Edición: ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
Diseño gráfico: ÓSCAR PINTO SIABATTO
Armada eBook: ELIBROS EDITORIAL
�CONTENIDO
CUBIERTA
LIBRO AL VIENTO
PORTADA
CRÉDITOS
PARA ZARPAR
JOSÉ MARIA EÇA DE QUEIRÓS
El Miantonomah
RAUL BRANDÃO
Visión de Madeira
FERNANDO PESSOA
Oda marítima
SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN
Érase una vez una playa atlántica
JOSÉ SARAMAGO
Moby Dick en Lisboa
La isla desierta
Los navegantes solitarios
JOSÉ CARDOSO PIRES
Viaje a la isla de Satanás
MÁRIO CLÁUDIO
De Bernabé, maestre cocinero de la nave capitana
en el primer viaje camino a las India
MÁRIO DE CARVALHO
�El capitán Passanha
�PARA ZARPAR
PORTUGAL TIENE MÁS COSTA que frontera terrestre. Desde tiempos
inmemoriales sus gentes han vivido de cara al mar. Dice Isabel Soler en su libro
El nudo y la esfera que «la presencia constante, absorbente e incitante del
océano es algo a lo que Portugal ha hecho frente cotidianamente a lo largo de su
historia. Incluso antes de establecer con este medio inhóspito una relación
intensa y decisiva para la historia portuguesa, la sensación de pertenecer al
límite, de encontrarse cara a cara con el espacio infinito, de ser el último o el
primero, crea un estado psicológico determinado que caracteriza no sólo al
portugués sino a muchos de los pueblos limítrofes». Por su situación geográfica,
Portugal pertenece tanto al Mediterráneo como al Atlántico, una polaridad que
les permitió a sus marinos aventurarse a las exploraciones navales más variadas
y expandirse por África, Asia y América. Desde la conquista de Ceuta en 1415,
fecha que la historiografía señala como el comienzo de la expansión oceánica
portuguesa, fue forjándose una literatura poblada de islas, costas, puertos,
jarcias, velámenes, anclas, baupreses y alcázares, que viene desde los primeros
historiadores, como João de Barros y Fernão Lopes de Castanheda, hasta los
escritores que aparecen en esta antología.
En este volumen, los lectores encontrarán una crónica sobre el barco de guerra
norteamericano Miantonomah, que por el año 1866 había atracado en un puerto
del Tajo, escrita por el padre del realismo portugués, José María Eça de Queirós
(1845-1900), cuando acababa de salir de la universidad y tenía apenas veintiún
años recién cumplidos.
El segundo texto es de Raul Brandão (1867-1930), un diario de viaje sobre
Madeira que tuvo origen en una travesía que el escritor realizó por las islas
Azores en el verano de 1924. En Visión de Madeira, Brandão nos transporta al
paisaje de la isla. Sus imágenes son efectivas, límpidas y poéticas.
A continuación está la Oda marítima, escrita por Fernando Pessoa (18881935) en los meses finales de 1914 y primeros de 1915, y atribuido a Álvaro de
�Campos, uno de sus heterónimos. La oda marítima, que vio la luz en el segundo
número de la revista de vanguardia Orpheu, es uno de los poemas más
importantes de éste, el gran poeta portugués del siglo XX .
Después encontramos a Sophia de Mello (1919-2004), en cuya obra el mar es
un tema recurrente, como metáfora absoluta y como espacio para el viaje real y
metafórico. Érase una vez una playa atlántica es la historia de Ana, una viuda
que se entrega al alcohol y pierde la herencia de su marido, se trata del lento
hundimiento de una mujer que ha perdido los bríos, que se ha extraviado en la
tristeza.
Moby Dick en Lisboa, La isla desierta y Los navegantes solitarios son tres
piezas breves de José Saramago (1922-2010), previas a su regreso novelístico en
Manual de pintura y caligrafía (1977). En ellas pueden atisbarse algunos rasgos
del que será su estilo: el cruce entre lo real y lo fantástico, la ironía aforística y
poética, la reinvención literaria e histórica y la alegoría.
Viaje a la isla de Satanás es un relato de José Cardoso Pires (1925-1998) que
tiene resonancias del Descenso al Maelström y también recuerda el desencanto
de los textos de Melville. Las notas al pie de página, las referencias
bibliográficas y los detalles técnicos otorgan una inquietante verosimilitud a este
texto de poderosas imágenes góticas.
En la tradición del relato histórico, De Bernabé, maestre cocinero de la nave
capitana en el primer viaje camino a las Indias está entreverado con la historia
de la expansión colonial portuguesa. En él aparece el mismísimo Vasco de
Gama, de manera que Mário Cláudio (n. 1941) —seudónimo del escritor Rui
Manuel Pinto Barbot Costa— entrevera la ficción y la realidad para crear un
efecto similar al de las crónicas de viajeros en las colonias portuguesas.
Cierra este volumen El capitán Passanha, extraído del primer libro de Mário
de Carvalho (1944). Una historia de piratas que, en medio de lo descarnado y
grotesco, echa mano del humor negro y la ironía.
Diez textos que, desde diversos ángulos y estilos, zarpan de Portugal y
recorren el ancho mar hasta nosotros, los lectores de Libro al Viento.
��EL MIANTONOMAH[1]
JOSÉ MARIA EÇA DE QUEIRÓS
TRADUCCIÓN ELENA LOSADA SOLER
HACE DOSCIENTOS AÑOS un puñado de calvinistas exiliados fletaron un barco
en la Holanda húmeda y ubérrima y, bajo el equinoccio y los grandes vientos,
míseros, austeros, con una biblia, zarparon hacia América.
Doscientos años después, esos hombres que habían llegado solitarios, en un
barco podrido por el oleaje, han diseminado una armada épica por el
Mediterráneo, por el mar de las Indias, por el Atlántico, por los mares del Norte.
Aquella colonia de desterrados, que lloraban de frío, hambrientos, rotos, que
dormían bajo el aire húmedo cubiertos por una capa harapienta, es hoy América
del Norte: los Estados Unidos.
América del Norte significa trabajo, fe, heroísmo, industria, capital, fuerza y
materia.
Últimamente veía yo el Miantonomah, siniestro y negro cazador de armadas;
es la imagen de América: frío, sereno, satisfecho, material y lleno de fuegos, de
estruendos, de maquinarias, de fuerzas y de fulminaciones.
Eso es lo que amedrenta en ese navío: la frialdad en la fuerza.
Representa la conciencia soberbia de la fuerza y de la industria, y los grandes
orgullos del cálculo; desprecia las iras y la hostilidad de los elementos; tiene que
atravesar el Pacífico, el océano Índico, el Mediterráneo, los grandes desvaríos
del agua, los vientos inmensos, los equinoccios, las trombas, las corrientes, las
rocas que aparecen bruscamente, las nieblas infames, los magnetismos, las
electricidades, todo el vil populacho de las tempestades. Mientras en todos los
navíos se preparan cordajes, velámenes, arboladuras, complejas resistencias de
�fuerzas, toda la audaz combinación de lonas y calabrotes que transforma las
hostilidades en auxilios, él, el Miantonomah, se contenta con una cubierta lisa.
En tiempos de guerra los almirantes y los cabos de mar toman precauciones:
un hormiguero de morteros, de bombas, de obuses; metralla, machetes, el arsenal
reluciente de los abordajes. A él le basta con una muralla de hierro.
El viento es temible. En las vastas soledades azules él es el lobo siniestro que
anda rondando y aullando, a la caza de navíos. Él arrulla al mar, masa inerte y
salada; él contrae con el agua extrañas nupcias feroces; extermina, cantando con
bárbara alegría; desgarra las nubes; persigue y desgreña las lluvias, silbando
satisfecho. En algunos mares del Norte, cuando sopla, las estrellas aumentan su
temblor. Pero el gran horror del viento ataca con el peso, con la violencia, con la
fuerza, con la compresión combinada y se defiende esfumándose.
El Miantonomah es así: ataca serenamente, con violencias enormes, con
fulminaciones trágicas, y se defiende con la impasibilidad y casi con el
desvanecimiento.
En la lucha de las armadas, en medio de las andanadas, de los truenos
llameantes, entre semejanzas abrasadas, las terribles caídas del fuego y los
fantasmas del humo, y las efervescencias del agua, él pasa, suelta su enorme
fulminación, despedaza, hace trizas, dispersa y continua lento, frío, impasible,
mudo, tenebroso, cubierto de hierro.
No teme al mar; los otros navíos yerguen amuradas inmensas para contener
las olas encrespadas, las forran de cobre, las erizan de clavos. El Miantonomah,
no. Considera la demencia del mar un prejuicio; corta la amurada y se queda con
la cubierta lisa, a ras de agua; satisface la vieja curiosidad de la ola y, por
misericordia, le da hospitalidad. Y para que el mar tenga algo que deshacer, que
triturar, que roer, le da por compasión una barandilla de astas de hierro oxidado y
pedazos de cuerda podrida. Y el mar entra, desesperado, mugiendo, y lame el
suelo del navío americano; abajo, en sus camas, abrigados y perezosos, los
marineros dicen: «Por allí anda el mar barriendo y lavando la toldilla.» Y,
efectivamente, el viejo océano de los diluvios hace humildemente el trabajo del
último de los grumetes.
Arriba, en la superficie del agua, están el viento y la espuma, la niebla, las
lluvias, las trombas; él, aburrido, se aparta de esa banda miserable y se va a
investigar el fondo de las aguas, las vegetaciones fantásticas, la región de los
corales, las cavernas enclaustradas, las purezas infinitas de la transparencia, todo
aquel antiguo ideal feroz de que hablaban los viejos marineros persignándose
�con terror religioso. Con la enorme quilla de hierro violenta aquellas
virginidades del mar. Abajo, la tripulación nada sabe de las tempestades; el mar
ruge en vano y se retuerce, y desencadena el juego fulminante de las olas, y
golpea el combés del navío con el ruido de mil carros de combate; los marineros,
abajo, ríen, cantan, se balancean, pulen el acero de las máquinas, fuman en pipa
y leen, serenos, la Biblia.
Como no hay arboladura, ni velamen, ni cordajes, ni todo ese montón confuso
de calabrotes y de lonas, la cubierta, libre, está llena de aire y de luz, y durante
los viajes es posada de algas, de conchas, de las aves del mar y del granizo.
Dentro están las máquinas, la fuerza; los motores trabajan solos, con gritos,
impaciencias, perezas, fríamente, como las fatalidades de la materia. Al atravesar
los espacios oscuros se ve el frío resplandor del acero y del cobre luminoso;
después las hogueras flameantes, que dan vida a las máquinas, rojas como
corazones sobrenaturales: el aire es tratado por máquinas de respiración,
pulmones terribles, y un viento general, fecundo, benéfico, sopla constantemente
por todo ese negro vientre. Así se crean libremente temperaturas: fríos
mordientes, pesados calores y frescores de mañana del Sur. Así, en sus viajes por
todo el mundo, este navío desmiente cuando quiere los climas y las
temperaturas; los marineros pasan silenciosos, limpios, rosados, serios; algunos
leen.
Sobre aquel negro navío, sobre las máquinas frías, aquellas fuerzas pavorosas,
aquellas hogueras terribles, en el combés, entre las negras torres, al aire libre, al
libre sol, alegre, glorioso, gordo, revoloteando en su jaula, canta un canario.
Así es el Miantonomah, navío de guerra de América del Norte.
Nosotros vislumbramos América como un taller sombrío y resplandeciente,
perdida a lo lejos en el mar, llena de voces, de colorido, de fuerzas, de centelleos.
La vemos así: movimientos inmensos de capital, adoración exclusiva y única
del Dios Dólar; sobreabundancia de vida; exageración de medios; violento
predominio del individualismo; gran sentido práctico; atmósfera pesada de
positivismos estériles; una fiebre casi dolorosa de movimiento industrial;
aprovechamiento avaro de todas las fuerzas; extremo desprecio por los
territorios; preocupación exclusiva por lo útil y lo económico; doctrinas de una
filosofía y de una moral egoísta y mercantil; todo un sistema de pensamiento
atravesado por esa influencia; una fría libertad de costumbres; una seriedad
artificial y brusca; dominio terrible de la burguesía; movimientos,
construcciones, maquinaria, fábricas, colonizaciones, exportaciones colosales,
�fuerzas extremas, inmensa acumulación de industrias, flotas terribles, una
extraña proliferación de periódicos, de panfletos, de gacetas, de revistas, un lujo
excesivo; y, finalmente, un profundo tedio por el vacío que deja en el alma la
adoración del Dios Dólar. Por otra parte, la misma temperatura y la misma
geología de Europa. Así vislumbramos América, a lo lejos, como una estación
entre Europa y Asia, abierta al Atlántico y al Pacífico, con una bella costa de
navegación llena de ensenadas, mojada por grandes lagos, con sus grandes ríos
que discurren entre las tierras, los cultivos, las fábricas, las plantaciones, los
ingenios, llevados pomposamente por el Mississipi hasta el Golfo de Méjico. Y
después una naturaleza vigorosa, fecunda, elegida, que desaparece entre las
industrias, el humo de las fábricas, las construcciones, la maquinaria, todas las
complicaciones mercantiles de América, como una brizna de hierba que
desaparece bajo un montón nervioso de hombres.
La vida de América del Norte es casi un paroxismo.
Esto es decididamente una gran fuerza, una vida enorme, superabundante.
¿Pero será vital, fecunda, llena de futuro?
Todos los días dicen a Europa: «Mirad hacia los Estados Unidos, allí está el
ideal democrático, y sobre todo, la gran cuestión, el ideal económico.»
Pero América consagra la doctrina egoísta y mercantil de Monroe, según la
cual una nacionalidad se retrae en su geografía y en su vitalidad lejos de las otras
patrias; olvida sus antiguas tradiciones democráticas y las ideas generales para
perderse en el movimiento de las industrias y de las mercancías; se alía con
Rusia; la raza sajona va olvidando los grandes aspectos de su destino, se enreda
estrechamente en los egoísmos políticos y en las preocupaciones mercantiles, se
ensimisma en conquistas y extensiones de territorios, subordina el elemento
grandioso y divino al elemento positivo y egoísta, y la gran figura sideral del
Derecho a las fábricas, que humean negras en los alrededores de Goetring. Eso
dicen muchos.
Una de las inferioridades de América es la falta de ciencias filosóficas, de
ciencias históricas y de ciencias sociales.
Una nación que no tiene sabios, grandes críticos, analistas, filósofos,
reconstructores, ásperos buscadores del ideal, no puede pesar mucho en el
mundo político, como no puede pesar mucho en el mundo moral.
Mientras la superioridad fue de los que luchaban, de los que lanzaban grandes
masas de caballería que aparecían relucientes entre la metralla, Oriente dominó,
moreno y resplandeciente. Cuando la superioridad fue de los que pensaban, de
�los que descubrían sistemas, civilizaciones, de los que estudiaban la tierra, los
astros, el hombre y creaban la geología, la astronomía, la filosofía, Oriente
decayó mísero, a ras de suelo.
Hay sobre todo en América un profundo descuido de las ciencias históricas.
Inferioridad. Las ciencias históricas son la base fecunda de las ciencias sociales.
Esa es la superioridad de Europa: bajo la misma apariencia de fiebre industrial
hay una generación fuerte, seria, idealista, que está construyendo la nueva
humanidad sobre el derecho, la razón y la justicia.
Nuestro mundo europeo también es una extraña mezcla de contrastes y de
destinos. Es una época ésta anormal, en la que se encuentran todos los
florecimientos fecundos y todas las viejas podredumbres, políticas superficiales,
grandes fanatismos, y al mismo tiempo un desahogo de las conciencias libres,
una expurgación de los viejos ritos, y el alma moderna ligada en su moral y en su
justicia a las almas primitivas, excluida la Edad Media. Políticas pacíficas y
transigentes y un espíritu de guerra sordo, encendido y ardiente; territorios
forzados y conquistados y la aniquilación por la política por la historia y por la
filosofía de los conquistadores y de los héroes. No son las influencias
monárquicas, ni el individualismo, ni el humanitarismo, tampoco las políticas
egoístas. No es la importancia de los individuos ni la importancia de los
territorios, es una confusión horrible de mundos, y en la cima, triunfal y
soberbia, está la industria, entre las músicas de los metales, las arquitecturas de
las Bolsas, reluciente, centelleante, colorida, sonora, mientras el viento lleva su
sueño eterno, que son fortunas, imperios, fiestas, empresas, parques, serrallos.
Pero debajo de toda esa confusión, sereno, fecundo, fuerte, justo, bueno, libre,
se mueve en germen un nuevo mundo económico.
Este germen es lo que América no tiene, me parece a mí. Pero vemos que
todos la señalan como el ideal económico sobre el que es necesario que los
pensadores mediten y todos los que el vacío fecundo de las filosofías pautan las
sociedades.
Ahora bien, toda la América económica se explica con esta palabra:
feudalismo industrial.
Se dice, en América hay un constante aumento de tráfico, de ingresos, de
riquezas; no hay aumento, hay dislocación. Dislocación en provecho de las altas
finanzas, en detrimento de las pequeñas industrias productoras.
�Mientras en el orden económico no haya un equilibrio exacto de fuerzas, de
producción, de salarios, de trabajo, de beneficios, de impuestos, habrá una
aristocracia financiera, que crece, que reluce, engorda, se hincha, y al mismo
tiempo una democracia de productores que adelgaza, enflaquece y se disuelve en
proletariado. Y como el desequilibrio no cesa, no cesan estas terribles
diferencias.
Pero el gran mal del predominio exclusivo de la industria es éste: el trabajo,
por la repugnancia que excita, por la absorción completa de toda la vitalidad
física, por la aniquilación y quebranto de la savia material, por la libertad en que
deja las facultades de concepción, por eso mismo sobreexcita el espíritu, difunde
los ideales, abre grandes vacíos en el alma, complica las necesidades, hace
insoportable la pobreza. En las grandes democracias industriales, donde la
posición se obtiene por la perseverancia, se conquista por la habilidad; donde
hay mil motores —la ambición, la envidia, la esperanza, el deseo— el cerebro se
calienta, se espiritualiza, crea sueños, ambiciones, necesidades imposibles, el
querer llegar se convierte en una verdadera enfermedad del alma. Se exageran
los medios, y toda la savia moral se altera y se deforma.
Es lo que está pasando en América. Bajo la frialdad aparente, se mueve todo
un mundo terrible de deseos, de desesperanza, de voluntades violentas, de
aspiraciones dolorosas.
Además, como en medio de las industrias ruidosas y absorbentes quedan
muchas amarguras por endulzar, muchas angustias por calmar, muchas hambres
por matar, muchas ignorancias por iluminar, todo eso se levanta, terrible, en
medio de la fiebre de la vida social, y la hace más peligrosa. Londres muestra
hoy el aspecto de esa lucha.
De manera que el trabajo incesante, enorme, irrita y exagera el deseo de
riquezas, recalienta el cerebro, sobreexcita la sensibilidad, la población crece, la
competencia es áspera, las necesidades descomedidas, infinitas las
complicaciones económicas y por ahí anda siempre entre riesgos la vida social.
Entre riesgos, porque viene la guerra de intereses, la lucha de clases, el asalto a
las propiedades y, finalmente, las revoluciones políticas.
¡Y, sin embargo, la libertad de América parece tan serena, tan confiada, tan
asentada, tan satisfecha!
No obstante, ¡hay mucha fuerza fecunda en Estados Unidos! Hace poco han
dado un ejemplo glorioso de una nación que deja su positivismo, su industria,
sus egoísmos, su movimiento continuo y robusto, su profundo interés, y arma
�ejércitos, flotas, gasta millones y va a combatir por una idea, por una
abstracción, por un principio, por la justicia.
El Sur quiso corregir la libertad con la esclavitud; se separa; el esclavo que
trabaje, que cultive, que produzca, que sude, que muera bajo la fuerza metálica,
oscura y siniestra del clima y del sol. Pues bien, ¡América del Norte quiere la
libertad, el amor entre razas y combate por la libertad, por la legalidad, por la
unión, por los principios, por la metafísica! ¡Y deshace los ejércitos de Virginia!
Eran estas cosas las que me venían a la memoria, hace unos días, en el Tajo,
mientras visitaba el Miantonomah, navío de los Estados Unidos, en viaje hacia el
Sur, comandante Beaumont.
Notas
[1] Traducción realizada a partir de la lectura fijada por Carlos Reis y Ana Teresa Peixinho (Eça de Queirós,
José Maria, 1866, “O Miantonomah”, Textos de Imprensa. i (da Gazeta de Portugal) [Ed. de Carlos
Reis e Ana Teresa Peixinho] Edição Crítica das Obras de Eça de Queirós, Lisboa: Imprensa NacionalCasa da Moeda. Esta crónica fue publicada en la Gazeta de Portugal el 2 de diciembre de 1866, es por
lo tanto una obra de juventud de Eça de Queirós (1845-1900) en la que se aprecian ya características
propias del que será su estilo de madurez. Fue recogida en el volumen póstumo Prosas bárbaras
(1903).
�VISIÓN DE MADEIRA
RAUL BRANDÃO
TRADUCCIÓN DE NICOLÁS BARBOSA
13 DE AGOSTO
Jamás he olvidado la mañana virginal de Madeira ni los colores que iban del gris
al dorado, del dorado al azul-índigo; ni la montaña entreabierta saliendo del mar
delante de mí, derramando azul y verde…
Me levanto a bordo, en busca de la luz, de otra luz en la que nací y fui criado
y que cada vez echo más de menos. Ansío volver a verla, la luz sin nubes, la luz
dorada, la luz pura y viva. Pero el día aún está nublado: las mismas nubes, quizá
más leves, tienen pequeños retoques delicados de pincel, y en el mar pálido
boyan trazos blanquecinos. Cuatro de la tarde: supongo que allá a lo lejos veo,
sobre las ondas de las olas, una franja de otro azul, del azul que se respira. Como
despedida, cae una llovizna ligera. Hacia las Azores continúan amontonándose
nubes más oscuras: todas corren, atraídas hacia las islas, como quien tiene un
destino por cumplir…
Al final de la tarde comienza a erguirse frente a mí algo azulado e indistinto
con una gran nube gris que está encima, al acecho. El sol que pega en lo alto
ilumina el cono de un monte y mana de entre la niebla sobre la extremidad de un
morro casi negro. Se distinguen ya las nudosidades deformes de la tierra y los
paredones envueltos en un humo que entra en remolinos por los resquicios
abiertos de la piedra; sobresalen, con majestuosidad, en el horizonte plúmbeo. Se
acentúan la dureza, las llanuras, los barrancos, los cortes perpendiculares y el
color del hierro, y se adivina el drama que debe haber sido este parto, lleno de
convulsiones y de desmoronamientos, cuando el gran cataclismo dilaceró y
desmembró el continente sumergido, dejando patentes, en esta parte, heridas que
hoy aún sangran. Y de los pedazos de cisco, que casualmente cayeron y se
�esparcieron por la orilla del mar, se agarra media docena de casitas que tienen
por telón de fondo la masa espesa erguida justo por el lado de atrás. Son las seis:
todo avanza y se impone en violeta, con trazos verdes de cultivos y cumbres
doradas de montañas; al norte ha quedado fijada una aglomeración de masas
solemnes que esconden la tierra.
Y la costa camina, directamente hacia mí, cada vez más violenta y más negra.
Da miedo. No se distinguen bien las florestas en los altos nublados y los valles
profundos por donde el agua debe caer en torrentes durante el invierno. El barco
sigue apoyado en el acantilado, que de este lado de la isla no tiene fondo,
mostrándonos Madeira cortada por un hacha que la ha abierto de lado a lado,
lanzando la otra parte al fondo del mar. Es un bronce severo y trágico, que
contrasta con la entrada de Funchal[2] y la otra costa de la isla. Voy mirando las
poblaciones: Jardim do Mar, Paul do Mar, agarradas a las murallas, donde sólo
distingo un discurrir de cardenillo. ¡Sólo el hombre! ¡Sólo el hombre es quien se
atreve a cultivar terrazas abiertas al fuego en la perpendicularidad del acantilado!
(Vamos tan cerca de la tierra que oigo los gallos cantar). Madalena do Mar,
aplastada entre dos morros que se reflejan en negro en el terciopelo del agua,
Ponta do Sol y Cabo Girão, que la noche vuelve más espeso y mayor… Todo
este panorama, en la ceniza del crepúsculo, recortado en negro en un cielo color
plomo, transformado por las nubes que bajan aún más, y desdoblándose en
sucesivos recortes sobre la tinta fija de las aguas, asume proporciones
extraordinarias. Ya casi no distingo la tierra hasta la punta desmedida de Cruz,
detrás de la cual nos espera el puerto de abrigo. Cada momento que pasa, se me
figura más alto y más oscuro el paredón que nos intercepta el mundo. Sólo hay
una vaga claridad hacia el lado del mar; el resto es negrura escarpada y
monstruosa colaborando con la espesura de la niebla y la indiferencia de la
noche. Una lucecita se enciende en la inmensa soledad y en la mancha cada vez
más opaca. Es el hombre, hundido, dos veces aislado entre la montaña y el mar.
Es un alma. Y esa luz pequeñita y humilde llega a ser para mí extraordinaria y
grande: es una estrella que me hace cavilar.
14 DE AGOSTO
Por la mañana me despierto en tierra. Abro la ventana y por ella entra el olor a
fruta. Lo recorro todo en el primer instante: las callejuelas animadas, los
callejones pavimentados con fragmentos rocosos ensebados, donde se deslizan
carros de bueyes sin ruedas, pintados de amarillo, con toldos frescos y cortinas
�de ramaje abiertas por el medio. Miro las casas blancas y amarillas, de aleros
encalados de rojo y celosías pintadas de verde, que le dan a Funchal un carácter
familiar e íntimo. Todo me sorprende: el calor, la luz fuerte, el jardín con
helechos y un gran jacarandá de flores rojas, arbustos penetrados de satisfacción,
que en la inmovilidad y en el silencio van deshojándose sobre la tierra y dejando
un charco rubro alrededor. Una gota de agua cae allí al fondo sobre otra agua
inmovilizada. El aire es un perfume fértil. Me siento bajo los grandes plátanos
que nos reciben al desembarcar en el puerto; mancha impenetrable y deliciosa.
Subo: una plaza irregular y luego la iglesia, gran cofre de sándalo con dorados e
incrustaciones en madreperla. Dentro huele a incienso y a madera preciosa; aquí
afuera, encima de los tejados, siempre se descubre la carcasa ennegrecida de la
sierra. Voy al mercado —el mercado me atrae—, pequeñito, con dos o tres
árboles y una fuente; todo él desborda fruta como un cesto repleto: racimos de
bananos amarillos, capazos de vendimia rebosando, con damascos, higos negros
suculentos y entreabiertos, destilando jugo. Toda la fruta aquí es deliciosa y el
banano deja en la boca un perfume persistente para el resto de la vida. Al sonido
de la fuente de mármol que reluce en hilos con una Leda a lo alto agarrada de su
cisne voluptuoso, se forma una imagen toda con manchas coloridas, con el sol
derramándose a manos llenas por arriba. A primera vista confunde: debemos
ubicarnos a distancia, como con las pochades,[3] para distinguir las uvas doradas,
las papayas, el rojo de los tomates, las araras[4] y las aves exóticas colgadas en
los troncos, y bajo los toldos, entre chillidos de macacos de São Tomé y el
murmullo cantado del pueblo de Madeira, las mujeres de pañuelo blanco en la
cabeza y botas de caña alta y rebociño, que preparan la merienda para la Fiesta
del Monte, los hombres tiznados y secos, las inglesas de pelo corto, vestidas de
blanco, cortadas por el mismo patrón que Inglaterra ahora fabrica y exporta a
todo el mundo. La vista falla y se perturba, y el olor marea. Es necesario meter el
pincel en esos fondos para dar las sombras cárdenas con mucho azul, el
verdinegro de las coles, el cuadro aturdidor salpicado de agua por la fuente.
Fíjense cómo la sombra misma es luminosa y palpita. Con ella palpitan el dorado
de los bananos, el amarillo de los melones, el rojo intenso de los chiles
enhebrados en rosarios. Y si un cesto sale de la sombra a la luz, entonces los
frutos resplandecen, arden y adquieren transparencias extraordinarias. Y el agua
cae a gotas, refrescando el cuadro, mezclada con el sol reluciente, que da
pinceladas aquí y allá por entre los árboles.
Pero para ver la ciudad y los suburbios en conjunto se sube al Pico de
Barcelos. A medida que me aparto del centro van apareciendo casitas aisladas
entre jardines, y las hojas anchas de las bananeras, aún con el capullo violeta o
�de las que ya cuelga todo el racimo maduro. Allá desde lo alto se descubre
finalmente el anfiteatro majestuoso. Es una gran concha, que de un lado termina
en el Pico do Garajau y del otro en la Ponta de Santa Cruz, con el fondo de la
sierra ondulado. Los valles y las líneas de las vaguadas vienen desde arriba
rasgados por las torrenteras sobre un lecho de piedras en pedazos, escurridizas y
azuladas. Es oscuro, plúmbeo, porque el cielo se forra de nubes que envuelven
los montes.
Para el espectáculo completo es necesario escoger la mañana, la tarde, o los
días puros de invierno, porque el cielo de Madeira anda casi siempre nublado,
corriendo la humareda por la barrera inmensa que toma todo el horizonte del
lado de la tierra y desciende hasta el mar en una ladera tallada de cultivos y
poblada de casitas que se van aproximando y apiñando al llegar a la ciudad
blanca y sensual. Todo lo que se divisa, salvo las cumbres ennegrecidas, fue
dividido en huertas, en oteros de caña muy verde, en pequeños huertos de
arbustos, donde irrumpen racimos de bananeras, en una amplitud que entontece
y deslumbra. Son leguas de fertilidad, de jardines, de campos y cultivos, que nos
imponen el reconocimiento y el silencio. A la derecha, la sierra se extiende hasta
Câmara dos Lobos. Sólo después de habituarme —los ojos se me ahogaron en
azul— distingo los trazados violetas de las laderas, las viviendas allá a lo alto
entre viñedos y pomares, los predios rústicos colgados en la roca y agarrados a la
montaña, abierta en la mitad por un resquicio violento y romántico. El carácter
de este paisaje no dejo de buscarlo… Nos atrae por todos los sentidos y sólo
tiene un deseo: ablandarnos y descomponernos… Espío los jardines de los
palacios, donde todo se conserva alineado y correcto, y en donde están las
casitas rústicas que son mi éxtasis. Paso y entreveo un banco. A veces basta con
un muro encalado con media docena de macetas y flores para tener una
sensación de encanto que no encuentro aquí. Falta un poco de melancolía,
aquella alma de ciertos escondrijos portugueses que, con dos campos, una
iglesia, un pinar y un soplo de hierba, nos comunica una impresión deliciosa de
reposo y saudade. Me hacen falta las mañanas nubladas y pálidas, los días rubios
y desconsolados con algunas pecas. Este paisaje no se contenta con dos o tres
árboles, el aire fino y un poco de azul derretido: es exigente y pesado. Es
materialista y libertino. Y al mismo tiempo es bello.
Las palabras expresan poco en estos casos: lo principal en Madeira es la luz
que crea y que tanto madura el paisaje como los frutos, porque la única imagen
que encuentro para este conjunto es la de un fruto maduro que tomó poco a poco,
con la calma de quien no tiene nada más por hacer, los colores del sol, los de la
mañana y los del poniente, y que llegó a un estado perfecto que deleita y
�perfuma a la vez. La tierra emerge de la tinta azul con los tonos cálidos de la
piña, que es la fresa de los trópicos, paraíso sin frío ni calor, al que aún se le
junta el sabor de los vinos bebidos a sorbos y cuya transparencia se evalúa a
través del vidrio alzado a la luz. ¡La luz! Dar la luz, sería todo, pero sólo un
pintor encuentra este dorado, azul diluido que envuelve todo el paisaje acostado
a nuestros pies como las mujeres que ofrecen los senos duros con impudor e
inocencia a la vez. Los árboles mismos que irrumpen por todas partes —
vegetación tropical extraña mezclada con todas las otras: cipreses, cactus,
plantas barnizadas, entre grupos de pinares mansos y seres inmóviles grandes y
fuertes, extendiendo el ramaje sobre las calles— son de carne. En la escuela
aprendí aquella santa historia de los tres reinos de la Naturaleza, pero aquí los
árboles, vigorosos y de un verdor fértil, pertenecen sin duda alguna al reino
animal.
15 DE AGOSTO
No puedo pegar ojo en toda la noche. Son las dos, las tres, y no me duermo. En
la calle se oyen guitarras y circulan automóviles con mujeres. La noche es
voluptuosa y el aire de este clima tropical es una caricia tan pronto como
desaparece el sol. Por la mañana me dirijo a la sierra.
De Funchal hacia el Sur la costa casi siempre está cortada a cincel: Santa
Cruz, y allá a lo alto el Senhor da Serra; una hendidura enorme por donde entra
el mar; Machico, y luego Caniçal a la orilla del agua y el relieve caprichoso de la
Ponta de São Lourenço. Más allá del cabo comienza la costa norte, la parte más
selvática, más verde y quizá la más bella de esta isla tan variada y decorativa. Al
final de la tarde los morros formidables, vistos desde a bordo, se suceden en un
escenario espeso, que se desenrolla en manchas oscuras, con restos de hollín de
sol pegados a aquella inmensidad, que en ese momento parece incluso más vasta.
Madeira es un macizo de sierras cortadas a plomo en la costa oeste,
descendiendo hasta el mar en la costa norte y más cultivado en los valles y
gargantas inundados por las aguas.
El interior de la isla es como el esqueleto de una montaña descarnada, salvo
Paul da Serra. La parte donde se hacen ricos los cultivos, la más abrigada y
donde no nieva, esa nieve que llaman folhelho, es el sur, que produce la caña en
la costa y la viña en las laderas. En Curral das Freiras —cordillera central—,
curioso valle de erupción, hondonada enorme apretada entre vertientes
acantiladas, con profundidades que dan miedo y que van hasta los ochocientos
�metros, hay pequeñas poblaciones perdidas, Livramento, Fajã Escura, Curral,
etc. Este sitio revuelto y dilacerado quizá explica la formación de la isla, donde
se encuentran más vestigios de cráteres, con indicios de erupciones
relativamente recientes, en los pantanos de Porto Moniz, en Caniça, en Caniçal,
etc.
También desfilan delante mío las gargantas apretadas, sólo sombra, y una
ladera iluminada a toda luz —profundas vertientes acantiladas, en un trazado a
plomo—, cerros pedregosos producidos por la erupción, el riachuelo que corre
por la falda de los picos Ruivo y Canário, pequeñas aldeas muy aisladas a lo alto
de los morros —el Pico da Figueira, Curral, Fajã Escura—, barrancos formando
el lecho de torrentes, terrenos desolados y pedregosos, por donde debe caminar
el Diablo en los días de viento. Después el paisaje cambia de nuevo: los montes
parecen arruinados y feroces castillos de la Edad Media. Hay otra vegetación:
laureles y el tilo en el fondo donde se encharca la humedad. Desolación y
sorpresa, contrastes, amplios escenarios de sierra y mar, como a lo alto del
Senhor da Serra, donde los pulmones son demasiado pequeños para llenarse de
aquella atmósfera perfumada. Ahora el sitio triste entre peñas negras, y olor a
pescado, de Câmara dos Lobos, luego algunas aldeas, junto a pequeños retales
cultivados, con haces de leña a secar en las puertas de las chozas. A veces un
embalse para el riego, el canal por donde corre el agua y, allá al fondo, el
abismo, con un espigón tremendo al lado, que da sombra y pavor: hay sitios de
éstos en Curral donde el sol sólo entra durante cinco o seis horas diarias.
Recorro las carreteras y los caminos temprano en la mañana o en la tarde,
cuando el sol se hunde detrás de los montes, aureolándolos. Sorprendo los
escondrijos, las casas ennegrecidas de las aldeas, la vida rural y la vida marítima
y los cultivos variados, porque en Madeira se dan todos los climas —desde el del
norte, lleno de frío, hasta el tropical— y recojo una variedad de imágenes que
formarían, sólo ellos, un volumen compacto…
PARA VIAJAR CÓMODAMENTE por el interior de Madeira sólo hay dos formas:
la red suspendida por una vara que dos hombres llevan a cuestas mientras
caminan ayudándose con palos, y el carro de bueyes. Pero la red da sueño, y el
carro es mejor. Asentado en tablas de madera está el cursão,[5] este bello medio
de transporte que tiene dos asientos de mimbre forrados de una tela con
pequeñas flores azules y que está protegido del sol y de la lluvia por un toldo con
cortinas. Al lado va el hombre, de puño cerrado y alto, que les habla a los
bueyes, y, al frente, un pequeño boyero. Es el medio más original de recorrer las
�calles y las carreteras, y al mismo tiempo el más rápido, porque los bueyes trotan
y galopan cuando es necesario. Sin la brutalidad inexpresiva de la máquina ni la
torpe rapidez del automóvil, el carro de Funchal, que nos permite ver y
comentar, me da la impresión de que navega y de que regresamos a los tiempos
primitivos y heroicos. Es conjuntamente carro y barca.
Allí vamos por la calzada, subiendo siempre entre castaños altos como torres.
El castaño es un árbol prodigioso. Siempre que lo encuentro, me estremezco y
me detengo. Castaños y agua que corre, agua que salta y viene a nuestro
encuentro calzada abajo y no nos deja hasta allá arriba, regando ya sea uno u
otro patio, distribuida por canales; agua que viene de la sierra y todas las
mañanas da los buenos días casa por casa: —¡Hola, hola, hola!— les dice a
todos los árboles y presta nuevo vigor a las flores exhaustas. Castaños y
palmeras agitan en el aire sus copas delicadas. Huele tanto a fruta que espío el
interior de las casitas impenetrables: sólo distingo manchas coloridas de flores y
pomares de ciruelas claudias, que el sol madura y atraviesa. Un muro a uno y
otro lado. Y esto aún no basta: celosías desconfiadas vuelven incluso más
cerradas y poéticas las habitaciones solitarias. ¿Qué ocurre allí dentro? ¿Un gran
amor o un gran sueño? Esto se hizo para vivir aislado con una mujer y con
voluptuosidad, entre las paredes de las quintas suntuosas, donde el verde se
desborda incluso en las chozas, tan ricas como palacios. Desde unas y otras se
presencia el espectáculo extraordinario del mar y de la sierra en un escenario
lujurioso y sensual. Es una vista que recuerda la carne viva; es un paisaje, Edén
de voluptuosidad, que nos entra por los ojos y por la nariz al mismo tiempo. Los
ramajes bajitos, doblándose al peso de los racimos, nos ofrecen sus telas
doradas, la hoja afilada de la caña cubre los surcos, la bananera nos lanza los
racimos maduros al sol vivo y fuerte que cae a chorros. Allí arriba nos apetece
acostarnos bajo los árboles, entrar en todas las huertas aún adormecidas,
extendernos en todos los escondrijos verdes que agitan sus hojas en el aire tibio,
en el aire mágico, que respiro con voracidad y donde anda mezclado el olor a
fruta, el sabor a mar, el alma de los vegetales y un silencio lleno de vida.
—¡Va! ¡Va!
El cursão se desliza sobre los guijarros. El muchacho va delante de los bueyes
con el mosquero en la mano, y al lado camina el hombre, que les habla a los
bichos:
—¡Va! ¡Va!
�No los aguijonea, y tampoco es necesario: con un cuidado extraordinario,
poniendo los pies y endureciendo los músculos, van subiendo los peldaños
sucesivos de la calzada escarpada que es el camino del Monte. De tanto en tanto
el muchacho mete el rollo de paño sucio debajo del cursão, para que las tablas
del vehículo desvencijado se deslicen mejor.
—¡Va! ¡Va!
El Largo da Fonte, un gran terreno y media docena de plátanos enormes, que
llenan de majestad, de frescura y de sombra este sitio suspendido entre el cielo y
el mar, donde queda la iglesia del Bom Jesus y a los lados los caserones de los
sanatorios. Sólo estos árboles ya valen un imperio. Por ahora no quiero mirar
atrás… Entramos en una región más severa, oscurecida por los pinares, y me doy
cuenta de quiénes pasan a esta hora matinal… En los primeros colores de la
mañana ya las inglesas se dejan resbalar a toda velocidad por la calzada, dentro
del cesto de mimbre que el hombre guía, empuja o detiene, maniobrando con los
pies. Pasan junto a mí una vieja llevando, en los cursões, los pollos para el
mercado, muchachos con haces de leña y labradores que emplean el mismo
medio de transporte para las cargas de leña. Entre las imágenes que se suceden,
aparece un matrimonio antiguo, ella fea y arrugada, con su viejo mantón raído, y
él seco, con gorro de borla en la cabeza, cuyo embozo cubre las orejas en el
invierno. Ambos están compenetrados y solemnes, como quien va a cumplir una
misión. Son de otros tiempos y me conmueven. Luego me encuentro por la
calzada, entre el ruido de los regatos —las aguas siempre corren en la cuneta al
lado del camino estrecho—, a mujeres cargadas hasta la cabeza y aferradas a
varas, jóvenes con cestas de boniatos o de simiente, lecheros con el palo que
tiene la forma curva de los hombros y en el cual llevan dos cántaros, uno en cada
punta…
Llego a Terreiro da Luta y allí me doy la vuelta. La primera impresión es sólo
de luz, de luz dorada y de montañas verdes que emergen del mar violeta. Pocos
colores y éxtasis. Ni una nube ni un átomo de polvo. Una luz delicada y joven,
un aire que se bebe a grandes sorbos y a la vez un no sé qué puro y sensual que
se sube a la cabeza y que miramos con recelo y ternura. Esta mañana es un
momento delicioso en la vida, frente al conjunto perfecto que salió ya de las
manos de Dios y que flota extasiado en el éter. Es inmenso y es nada: es un
mundo, y la gota de agua suspendida, que refleja la luz del universo, dura un
segundo y ha de caerse para siempre. La isla, con su verdura tropical, sale del
mar violeta, y, allá al fondo, Funchal, todo blanco, se levanta y se despereza aún
aturdido por el sueño…
�
SEGUIMOS HACIA ARREBANTÃO y luego hacia Poiso, parada obligatoria para el
café matutino de quienes van a Ribeiro Frio. Hasta allí se atraviesan montes
sobre montes —redondeados, de color ocre, con pedrería azulada rompiéndoles
la piel seca por el sol— por una carretera donde sólo el nopal extiende las manos
abiertas a quienes pasan. Parada en el descampado de la taberna para que los
hombres y los insectos descansen, y se empieza a descender por una soledad
cada vez mayor hasta la calzada vertical, donde los bueyes se detienen
asegurando el carrito sin ruedas, como si descendieran perpendicularmente la
torre de los Clérigos. De nuevo irrumpe desde todas partes el verdor en cascadas,
robles, hayas, castaños, y en seguida encuentro a mi amiga el agua en una caída
que hiela y refresca todo el camino. Gargantas bastante ásperas, hendiduras
enormes —en la posición de quien va a perder el equilibrio hasta caer en el lecho
seco del torrente, cuyas piedras relucen como vidrios— árboles en borbotones
verdes derramados de lado a lado, formando un puente, o lanzados al azar por la
ladera, vegetación que se agarra como puede a paredes formidables —y allá al
fondo, perdida en el yermo, una población de media docena de cabañas que
parecen colmenas de abejas. Hasta nosotros sólo llega el golpe del yunque del
herrero. Es otra naturaleza brava que no tiene nada de tropical: son cosas propias
del norte de la isla… La niebla sorprende a quienes vienen de arriba, de un sol
espléndido, y se cierra y se abre permitiendo distinguir de repente detalles
fantásticos, lugares selváticos, piedras aisladas. Asciende o desciende, lo
envuelve todo, aleja más el paisaje, y parece encargado a propósito para
trastornar el paisaje y volverlo aún más fantasmagórico. Seguimos
descendiendo, y la cascada siempre nos acompaña al lado del paredón cortado a
cincel.
Aquello perdido allá abajo es Ribeira da Ametade, la población que apenas se
distingue, Faial, y una gran peña afilada frente a mí, Mirante. Me detengo
asombrado frente a los escenarios, uno tras otro, levantados en el aire y disueltos
en el aire, de los pequeños valles, que parecen aún más aislados y concentrados,
más hondos, que rocas temerosas defienden y aplastan, y por donde el torrente
debe correr en invierno con un rugido furioso. ¿Es la realidad o la niebla…? Son
paisajes de Doré,[6] lugares atropellados, bravíos y poéticos a la vez. Un caos
con detalles líricos. Y el agua siempre nos sigue, y la niebla densa lo deforma
todo, gris, casi rosa y traspasada por el sol, o espesa e introduciéndose en las
gargantas, subiendo las montañas, aglomerándose en borrones y desvendando de
repente aspectos de ferocidad y de grandeza. Camino por una roca entreabierta
(y aquí va el agua), diviso una peña colosal, cortada a plomo, y me detengo
�frente al valle que se alarga y frente a la magia de la niebla, que crea frente a mí
un tropel de montes descendiendo a saltos de galgo hasta el abismo, con hayas
agarradas milagrosamente a pedazos de tierra. Al pie mío los árboles son tan
viejos que tienen barbas, grandes barbas de líquenes, como nunca vi salvo en los
chivos. Difícilmente distingo ya lo que pasa. A mi lado queda una gran peña
trágica, cubierta de musgo vítreo, de color ceniza, que ciertamente no tarda en
moverse, y a mis pies el abismo abierto, todo nublado… Pero de niebla espesa,
de la que de repente irrumpe un monte fantasma, afilado, negro y feroz, que
avanza directo hacia mí. Creo que a lo lejos, en un resquicio, diviso el mar —un
puentecito— una cabaña, una gota de agua que cae de la sierra por entre las
piedras lisas, hasta que por fin la niebla definitivamente se propaga y se difunde
mezclándolo y envolviéndolo todo. Sólo el ruido de la cascada a mi lado insiste,
llamándome al sentimiento de la realidad.
Regresamos; el camino sube, el muchacho grita: —¡Va! ¡Va!— hasta que
llegamos de nuevo a la región del sol. La luz no es casta como en las Azores, ni
los montes verdes. Los colores están calientes, las lomas requemadas, y la niebla
se queda allá al fondo, enterrada en los valles. Saltan bandos de cigarras en los
restos de hierba ya comidos por el sol, pero aún huelen bien. Se suceden casi
hasta el Monte las mismas jorobas redondeadas, donde crece el brezo en
pequeños matorrales, y aquí y allá una higuera del diablo. Pinares, camino
monótono hasta que entramos de nuevo en el Monte. Tan pronto llego, me
detengo frente a una casita perdida dentro de la floresta. A ras del suelo, con
pequeñas ventanas de guillotina de cara al mar. No vale nada: es el caparazón
abandonado de un caracol. Pero no parece construido; parece como si haya
crecido al mismo tiempo que las flores rojas que lo rodean y que recuerdan una
pasión o un crimen. Árboles, cuatro muros viejos alrededor, el parral sobre varas
a la entrada del huerto, y un encanto que no sé explicar y que nace de las cosas
simples que no buscan imponerse a nuestra atención y sólo nos ofrecen su
simpatía. He ahí el sitio ideal para acabar la vida ignorada con los ojos puestos
sobre el mar y calentados en invierno por este sol espléndido, zambullendo mi
vejez friolera en la luz radioactiva y extendiendo mi cansancio a la sombra de los
árboles que nos ofrecen sus frutos maduros. Tendría aquí un cantero encalado de
blanco con macetas de flores que ya nadie cuida y que mi abuela cultivaba en un
parterre: dalias, suspiros, pelargonios. Me refugiaría en aquel rincón sombrío en
el que corre un hilo de agua entre media docena de bananeras, que nunca veo sin
quedar atónito. Allí viven, juntitas y abrigadas, la enana más baja, el oro y la
plata que echa el tronco más alto, y encima un penacho de hojas decorativas que
recuerdan a Paulo y Virginia.[7] Algunas tienen el racimo colgado, otras el gran
�capullo escurriendo sangre; hojas en capas superpuestas, con la flor de un
amarillo desteñido escondida allá dentro. Además de bellas son pródigas.
Producen todo el año, dan frutos, mueren, pero los vástagos las suceden. Son de
una fecundidad prodigiosa. Apenas madura el fruto, hay quien lo corta por el
tallo y se lo lleva a la espalda a su casa… Me fijo allá al fondo en un antro de
brazos retorcidos: floresta primitiva de media docena de metros cuadrados; me
fijo en senderos oscuros con filas inextricables de bambú, y en las hierbas secas
llenas de discos de sol que apetece agarrar como monedas. Aquí era donde
Daudet debía instalar a ese profesor suyo de pereza, que en un jardín de Argel
esperaba, acostado en la sombra, que los higos le cayeran en la boca. Mejor
dicho: el lugar es para que los contemplativos vivan y mueran. Sobre todo para
que vivan, porque la gran delicia en un clima de estos es vivir y respirar
voluptuosidad. Con el aire embalsamado de la tierra se mezcla el hálito violeta
del mar. Se puede dormir al aire libre bajo el dosel de estrellas, porque las
noches tibias de Madeira son una caricia de piel suave. Las noches lánguidas y
blancas huelen a flor y a fruta, las noches se deshojan ante nuestros ojos, como
una camelia que muere despacio. A lo alto, el cielo no puede con el peso de las
estrellas, y la ciudad, abajo, llena de brillos, recuerda una maravillosa
constelación. Estas noches húmedas de luna, junto a una mujer amada, son de las
cosas más extraordinarias que pueden existir en el mundo, porque la
voluptuosidad del exterior está en consonancia con la exaltación íntima, y el
universo vibra dentro de nosotros hasta que duele.
Cavilo y miro. Hay un tono anaranjado, verde y azul hacia el mar, que nunca
más he vuelto a ver y que ya nunca se repetirá. Hay hilos de oro suspendidos
sobre esta naturaleza, que tal vez sea única en el mundo. Contemplo la casita, los
árboles —mi sueño— y no deseo nada más. Esto es completo y perfecto… Pero
poco a poco me invade una saudade… Aún no es casi nada, pero insiste. Toma
cuerpo y se agranda: la saudade de mi gran chimenea negra lamida por las
llamas; la saudade del frío, una saudade que aumenta y me quebranta hasta las
raíces. Recuerdo la pequeña casa de labranza, sacudida por los temporales en la
viña andrajosa. Y esto se mezcla con el esplendor de un poniente de oro más allá
de la sierra, que deja el monte todo verde erguido en el cielo saliendo del mar
todo violeta. Un polvo fino —es la luz que muere— sube en el aire, una calma
absoluta traspasa la naturaleza… ¡Qué paz…! Pero soy un inquieto y siento la
saudade cada vez mayor y más honda: saudade de las últimas tardes de otoño,
del primer escalofrío, de las primeras brasas que se encienden, cuando los grillos
del lugar se acercan como lo hago yo a la lumbre y se disponen a cantar toda la
noche. Tengo saudades del invierno.
�24 DE AGOSTO
Ahora conozco Madeira mucho mejor. Pasado el primer entusiasmo, lo veo todo
fríamente. Esta isla es un escenario y poco más: un escenario deslumbrante con
pretensiones de vida sin realidad y un desprecio absoluto por todo aquello que
no huela a inglés. Letreros en inglés, señales en inglés y todo preparado y
maquinado para que el inglés vea y abra la bolsa. Salen de los paquebotes —y
luego Funchal se arma como un teatro—, secos, graves, dominadores; ellas salen
del mar vestidas de novia, con el bastón en la mano y blusa de croché, paseando
su importancia y sus libras esterlinas en terreno conquistado. El inglés es quizá
el pueblo más noble del mundo, pero no tiene el sentimiento de lo grotesco.
Sentado en la puerta del Golden Gate, oigo el silbato del vapor y ya sé lo que va
a pasar: el armazón cambia como en un escenario de magia. Surgen hombres con
grandes sombreros de paja para vender bordados, collares falsos de coral, cestos
de fruta; iluminan de repente las tiendas, y sigue el desfile de tipologías: negras
de Cabo Verde con foulards rojos en la cabeza, mujeres voluminosas, alemanes
macizos, portugueses verdosos y febriles que regresan de las colonias, viejas
inglesas horribles que vienen no sé de dónde y parten no sé adónde,
desapareciendo para siempre en el misterio insondable del mar; criaturas
inverosímiles que circulan a toda marcha en los automóviles con un frenesí que
dura momentos y ocurre en la única calle donde hay un café que se desborda de
luz. Pero las máquinas a bordo dan la señal y una hora después esta vida ficticia
desaparece y todo vuelve a ser aislamiento y silencio. Se apagan las luces, se
corren las contraventanas y los vendedores se sumergen en la paz de la vida
cotidiana. El cuadro siempre se repite con la llegada y la partida de los grandes
trasatlánticos.
Pero Madeira también es una estación de invierno con algunos hoteles
magníficos. Esta tierra casi tropical —cuyo calor en el verano es moderado por
la brisa, salvo los días de siroco, en los que no se respira— es una delicia en
invierno. Aire balsámico, temperatura templada. Imaginen lo que será venir de
Londres, de la borrasca, del frío que congela, de la negrura que enerva y llena las
almas de tristeza y de lodo, y, a los dos días de viajar en barco, dar con la joya
voluptuosa que boga suspendida en el azul… El puerto es panorámico. El aire
fino que entra por los pulmones sabe a fruta; doce grados y el sol dorado cae a
chorros. Hay días tan bellos que a uno le da miedo tocarlos: inmóviles, y de un
azul magnético. La vida no tiene peso, todo parece un sueño. Las noches son
mágicas. Rosas por todas partes. El soplo tibio llega de los montes. Y esto se
bebe muy despacio, a sorbos, entra por los poros y enlanguidece las almas.
�¿Quién puede creer en la muerte, en el frío horrible y eterno, ante la naturaleza
que nos extiende los brazos llena de flores y de perfumes en pleno invierno…?
Entonces los tuberculosos respiran…: ¡La vida…! Las mujeres pierden la cabeza
y beben vino de color ámbar con las bocas entreabiertas como frutos maduros
que se caen. Por detrás de la ciudad, el Monte se yergue hacia el cielo, abierto
por la mitad y endurecido de lujuria. Con la noche llega el frenesí. En los
grandes hoteles, vestidas de blanco y escotadas, embriagadas de música y con el
deslumbramiento de la vista que hay en frente, se levantan de la mesa, y bailan
juntas. El último día del año, todas las casas se iluminan con bengalas,
coronando esta fiesta de extranjeros y de ricos.
Sin embargo veamos la parte de atrás del escenario… Turismo, el alcohol y el
azúcar han degradado el pueblo y enriquecido a algunos afortunados del lugar.
El hombre de Funchal, en contacto con el progreso, se ha transformado en
hotelero, limpiabotas y chauffeur.
¿Y el pueblo? ¿Los hombres degenerados y raquíticos que todo el día desfilan
por la calle frente a mí? Comparo el hombre de Madeira con el de las Azores, el
corvino, por ejemplo, aislado del mundo y viviendo como hace tres siglos, y me
pregunto a mí mismo qué ganó con la civilización el habitante de la ciudad y el
del pueblo. Ganaron los negociantes y los hoteleros, se hundieron todos los
demás en un envilecimiento que ha ido en aumento. Cada vez se cava más hondo
la separación entre las clases llamadas superiores y las otras. Lo que se hace en
este país es un crimen que hemos de pagar muy caro.
El hombre de pueblo, que antiguamente vivía con papilla de maíz tres veces al
día y dormía feliz con toda su familia en un agujero a ras del suelo, hoy es un
alcohólico inveterado, que hasta ha olvidado reír (la romería en el Monte es algo
fúnebre). Se oye decir constantemente: ¡Se emborrachó con el grogue![8] No va a
trabajar. La caña de azúcar es el más fácil de todos los cultivos. Una vez
plantada, sólo necesita que la abonen y la corten durante años. En la parte más
desabrigada de la isla, donde el labrador vive aislado y pobre, cultivando maíz y
fabricando carbón para vender en la ciudad, aún se conservan algunas
costumbres puras, que han ido desapareciendo poco a poco. Las mujeres bordan.
Es la gran industria femenina de las Azores y de Madeira. En casi todas las
cabañas se ven muchachas atentas sobre el lino, con el dedal enhebrado en el
dedo. América se lo lleva todo. El negociante les proporciona el paño estampado
y ellas compran los hilos. Ganan poco. Pero crean hábitos de trabajo. Se vuelven
atentas y delicadas. Desde que bordan, en el campo se habla más bajo. Lo peor
es que estas criaturas, casi todas desgarbadas y dispuestas a sustituir el vestuario
�antiguo por una mantilla atada a la cabeza, acompañan a los hombres en sus
borracheras de grogue y les dan a los niños de pecho chupetotes en alcohol.
Conozco a los pescadores de Paul, Câmara de Lobos y Machico. No hay
ningún mar más pródigo que éste. Hay épocas del año en las que pasa, compacto
e inmenso, el cardumen del gaiado, una variedad de atún. Abundan el pezespada negro, el calamar enorme, el chicharro, la morena moteada de amarillo,
pero ellos casi se limitan a pescar el pez-espada, que es el más fácil, habiendo
perdido la memoria de los mares de pescado: sólo el Patudo los conocía todos, y
sólo Andorico es quien busca el mero porque sabe dónde encontrarlo. Gastan
todo lo que ganan; se lo beben todo. Beben nacionales y extranjeros. En Funchal
se ven tabernas por todas partes. Las hay al fondo de las camiserías, con inglesas
bebiendo a tragos. Los orfebres son a la vez orfebres y taberneros, las modistas
tienen mostrador y vasos… Justo a la entrada del puerto hay una de cada lado,
con los barriles ya listos para el consumo… Estoy muy lejos de aquella gente
sencilla, de aquellos hombres sanos de quienes me alejé con saudade…
Ahora bien, entre el turismo que ha dado semejante resultado y la
hospitalidad, no vacilo en decir que detesto el turismo y adoro la hospitalidad.
Adoro la antigua España, durante mucho tiempo rebelde ante la explotación,
rechazando adaptarse a la voluntad ajena, y a satisfacer a los extranjeros con una
sonrisa falsa, hasta el punto de cambiar los usos y las costumbres para
agradarles. El extranjero siempre llega a un país turístico como a un hotel, como
quien paga. ¡Pero una nación no debe ser un hotel, y Dios nos libre de que así lo
sea! ¡E incluso si los enriquecidos se acordaran de que en Lisboa hay miles de
niños pobres, y allá arriba algunas casonas alemanas vacías, pudriéndose con el
tiempo…! De paso, quiero que aquí quede esta nota de piedad: al ver aquellos
grandes hoteles desiertos, me acordé de los niños tuberculosos de Alfama y de la
Mouraria. Pienso que el gobierno y los ricos podrían alojarlos, trasladarlos
durante algunos meses a este clima admirable de luz y sol. Quizá sería la
redención para muchos. Los grandes hoteles, con criados de frac, música y
flores, podrían pagar por los pobres seres abandonados que mueren de hambre y
de miseria, dándoles abrigo y piedad. Y quizá salvarlos…
29 DE AGOSTO
Comienzo a estar inquieto. No puedo dormir: toda la noche he deseado con
ansias otra luz, la luz que me crió. Ni en Madeira la luz me satisface. Me cansa.
Todas las mañanas espío el cielo nublado a la espera de que la luz irrumpa.
�Embarco. La noche del 29 de agosto la paso en cubierta, siempre a la espera, con
ansias de luz, y toda la noche es de trágica tempestad. En el combés sólo veo
negrura agitándose en un clamor. Pero por la mañana la borrasca se aplaca
dentro de la cuenca de Cascais, y la luz irrumpe, una luz alegre, una luz que
vibra entera, una luz en la que cada átomo tiene alas y viene directo a mí como
una flecha de oro. En el cielo inmenso, azul y libre, el sol navega como en un
gran fluido. ¡Portugal!
Notas
[2] Capital de Madeira. (N. del T.)
[3] Bocetos. (N. del T.)
[4] Ave similar al papagayo. (N. del T.)
[5] Especie de trineo de montaña usado en la isla de Madeira. (N. del T.)
[6] Gustave Doré (Estrasburgo, 1832-París, 1883): grabador, escultor e ilustrador francés. (N. del T.)
[7] Obra de amor trágico escrita por Bernardin de Saint-Pierre. (N. del T.)
[8] Bebida alcohólica a base de aguardiente, limón y azúcar. (N. del T.)
�ODA MARÍTIMA
FERNANDO PESSOA
TRADUCCIÓN DE JERÓNIMO PIZARRO
A Santa Rita Pintor
SOLO, EN EL MUELLE DESIERTO, en esta mañana de verano,
miro hacia la entrada del puerto, miro hacia lo Indefinido,
miro y me alegra ver,
pequeño, negro y claro, un paquebote entrando.
Viene distante, nítido, clásico a su manera.
Deja en el aire cada vez más lejano la estela vacía de su humo.
A medida que entra, la mañana entra con él, y en el río,
aquí, allá, despierta la vida marítima,
se izan velas, avanzan remolcadores,
surgen barcos pequeños detrás de las naves que están en el puerto.
Hay una tenue brisa.
Pero mi alma está con lo que apenas logro ver,
con el paquebote que entra,
porque él está con la Distancia y la Mañana,
con el sentido marítimo de esta Hora,
con la dolorosa dulzura que trepa en mí, como una náusea,
como el principio de un mareo, pero en el espíritu.
Miro a lo lejos el paquebote, con una gran libertad de alma,
y dentro de mí un timón comienza a girar, lentamente.
�
Los paquebotes que entran temprano en el puerto
traen ante mis ojos, con su entrada,
el misterio alegre y triste de lo que llega y parte.
Traen memorias de muelles distantes y momentos diferentes
de la misma humanidad diversa en otros puertos.
Todo atracar, todo soltar amarras de los barcos
inconscientemente simbólico, horriblemente
amenazante de revelaciones metafísicas
que perturban en mí al que yo fui.
¡Ah, todo el muelle es una saudade de piedra!
Y cuando el barco abandona el muelle
y advierte súbitamente que se abrió un espacio
entre el muelle y el barco,
me nace, no sé por qué, una angustia nueva,
una niebla de sentimientos de tristeza
que brilla golpeada por el sol de mis angustias forradas de verde
como la primera ventana donde la madrugada entra,
y todo me envuelve como el recuerdo de otra persona
que fuera misteriosamente mía.
¡Ah! ¿Quién sabe, quién sabe
si en otro tiempo, antes de mí,
no partí de un muelle; si no dejé,
barco bajo el sol oblicuo de la madrugada,
otra especie de puerto?
¿Quién sabe si no dejé,
antes del instante del mundo exterior como lo veo
abrirse en rayos para mí,
�un gran muelle repleto de poca gente,
en una gran ciudad despierta a medias,
en una inmensa ciudad comercial, agigantada y apopléjica,
mientras todo eso puede suceder fuera del Espacio y el Tiempo?
Sí, un muelle, un muelle de alguna forma material,
real, visible como muelle, muelle realmente,
el Muelle Absoluto por cuyo modelo inconscientemente imitado,
imperceptiblemente evocado,
nosotros los hombres construimos
nuestros muelles en nuestros puertos,
nuestros muelles de piedra reciente sobre agua verdadera,
que después de construidos se revelan súbitamente
Cosas-Reales, Espíritus-Cosas, Entidades en Piedra-Almas,
en determinados instantes nuestros de sentimientos-raíz,
cuando en el mundo-exterior parece abrirse una puerta
y, sin que nada se altere,
todo se manifiesta diverso.
¡Ah, el Gran Muelle de donde partimos en Navíos-Naciones.
¡El Gran Muelle Anterior, eterno y divino!
¿De qué puerto? ¿En qué aguas? ¿Y por qué recuerdo esto?
Gran Muelle, igual a todos los muelles, pero Único.
Igualmente lleno de silencios susurrantes al alba,
despuntas por la mañana con un ruido de guindastes
y llegadas de trenes con mercaderías,
bajo la nube negra y ocasional y leve
del humo de las chimeneas de las fábricas vecinas
que oscurece el suelo oscuro de carbón diminuto que brilla
como si fuera la sombra de una nube que pasara sobre agua sombría.
�
¡Ah, qué esencialidad de misterio y sentidos suspendidos
en un divino éxtasis revelador
en los instantes teñidos de silencio y angustia,
no tiende un puente entre cualquier muelle y el Muelle!
Muelle oscuramente reflejado en las aguas suspendidas,
griterío a bordo de los barcos.
¡Oh alma errante e inestable de la gente que se embarca,
de la gente simbólica que pasa y con quien nada perdura,
que cuando el barco vuelve al puerto
algo siempre se altera a bordo.
¡Oh huídas permanentes, escapadas, ebriedad de lo Diverso!
¡Alma eterna de los navegantes y las navegaciones!
¡Quillas reflejadas lentamente en el agua
cuando los barcos dejan el puerto!
Fluctuar como el alma de la vida; partir como el sonido,
vivir el instante temblorosamente sobre las aguas eternas.
Despertar a días más inmediatos que los días de Europa,
ver puertos misteriosos en la soledad del mar,
doblar cabos lejanos hacia súbitos paisajes abiertos,
atravesar incontables costas atónitas…
¡Ah las playas distantes, los muelles vistos a lo lejos.
Y luego las playas cercanas, los muelles vistos de cerca.
El misterio de cada ida y cada llegada,
la dolorosa inestabilidad e incomprensibilidad
de este universo improbable,
sentido, más y más, en nuestra piel, a cada instante marítimo!
�El gemido absurdo que nuestras almas dirigen
a las extensiones de mares diversos con islas lejanas,
a las distantes líneas de las costas que se dejaron pasar,
al crecimiento claro de los puertos, con sus casas y su gente,
al barco que se aproxima.
¡Ah! la frescura de las mañanas en que se llega
y la palidez de las mañanas en que se parte,
cuando nuestras entrañas se recogen
y una vaga sensación que recuerda un miedo
—el miedo ancestral de separarse y partir,
el misterioso temor ancestral a la Llegada y a lo Nuevo—
nos oprime la piel y nos tortura
y todo nuestro cuerpo angustiado siente,
como si fuera nuestra alma,
una inexplicable necesidad de sentir todo de otra manera:
una saudade de algo indefinido,
una conmoción de sentimientos, ¿por una patria?
¿Por una costa? ¿Por un barco? ¿Por un muelle?
Enferma en nosotros el pensamiento
y sólo nos queda un gran vacío interior,
una hueca saciedad de minutos marítimos
y una vaga ansiedad que sería tedio o dolor
si supiera cómo serlo…
La mañana de verano está, con todo, algo fresca.
Un leve sopor de noche flota todavía en el aire agitado.
El timón, dentro de mí, se acelera ligeramente.
El paquebote viene entrando, porque debe venir entrando sin duda alguna,
y no porque yo lo haya visto avanzar en su distancia remota.
�En mi imaginación ya está cerca y es visible
en toda la extensión de las líneas de sus rendijas,
y en mí todo tiembla, toda la carne y toda la piel,
debido a esa criatura que nunca arriba en ningún barco
y que yo fui a esperar hoy al muelle por un mandato oblicuo.
Los barcos que entran en el muelle,
los barcos que salen de los puertos,
los barcos que pasan a lo lejos
(me imagino a mí viéndolos desde una playa desierta),
todos estos barcos casi abstractos en su partida,
todos estos barcos me conmueven como si fueran algo más,
y no sólo barcos, barcos yendo y viniendo.
Y los barcos vistos de cerca, aunque no se vaya a embarcar en ellos,
vistos desde abajo, desde los botes, cual altas murallas de chapas,
vistos desde adentro, a través de las cámaras, de la salas, de los depósitos,
fijándose en los mástiles gruesos, más y más afilados hacia lo alto,
rozando las cuerdas, bajando por corredores estrechos,
oliendo la impregnada mezcla metálica y marítima de todo aquello;
los barcos vistos de cerca son algo más y la misma cosa,
producen la misma saudade y el mismo anhelo de otra manera.
¡Toda la vida marítima! ¡Todo en la vida marítima!
Toda esa seducción delicada se insinúa en mi sangre
y yo conjeturo indefinidamente los viajes.
¡Ah, las líneas de las costas distantes, oprimidas por el horizonte!
¡Ah, los cabos, las islas y las playas arenosas!
Las soledades marítimas, como ciertos momentos en el Pacífico
en que por una sugestión proveniente de la escuela
�en los nervios se siente todo el peso de un hecho —aquel es el mayor de los
océanos—,
y el mundo y todo el sabor de las cosas se transforman en un desierto.
¡La extensión más humana, más arrebatada, del Atlántico.
¡El Índico, el más misterioso de todos los océanos!
¡El Mediterráneo, dulce sin misterio alguno, clásico, un mar para romper
contra terrazas vistas desde jardines lejanos por estatuas blancas.
¡Todos los mares, todos los estrechos, todas las bahías, todos los golfos,
quisiera apretarlos contra mi pecho, sentirlos a fondo y morir!
¡Oh cosas navales, mis viejos juguetes de ensueño!
¡Mi vida interior componed fuera de mí!
Quillas, mástiles y velas, timones, cuerdas,
chimeneas de vapor, hélices, gavias, banderolas,
palancas, escotillas, calderas, colectores, válvulas,
caed encima de mí, amontonados, por montones,
como todo el desorden de un cajón vaciado en el suelo!
Sed el tesoro de mi avaricia febril,
Sed los frutos del árbol de mi imaginación,
tema de mis cantos, sangre en las venas de mi inteligencia,
Vuestro sea el lazo que me una al exterior por la belleza,
proveedme de metáforas, imágenes, literatura,
porque en pura verdad, en serio, literalmente,
mis sensaciones son un buque con la quilla en el aire,
mi imaginación, un ancla sumergida a medias,
mi ansiedad, un remo partido,
el tejido de mis nervios, una red secándose en la playa.
Del lado del río se oye un silbato; uno sólo.
Hace temblar toda la tierra de mi psiquismo.
Se acelera cada vez más el timón dentro de mí.
�
¡Ah, los paquebotes, los viajes, el ignorar el paradero
de Fulano de Tal, marinero, conocido nuestro!
¡Ah, la gloria de saber que un hombre que conocíamos
se murió ahogado cerca de una isla del Pacífico!
¡Quienes lo conocimos se lo contaremos a todos,
con un orgullo legítimo, con una tenue confianza
en que todo ello tenga un sentido más bello y más vasto
que el de haberse perdido el barco donde él iba
y él haberse ahogado porque le entró agua en los pulmones!
¡Ah, los paquebotes, los buques carboneros, los barcos de vela!
¡Ya son raros —ay de mí— los barcos de vela en los mares!
¡Y yo, que amo la civilización moderna, que beso con el alma las máquinas;
yo el ingeniero, yo el civilizado, yo el educado en el extranjero,
quisiera tener otra vez ante los ojos sólo veleros y barcos de madera,
y desconocer toda vida marítima que no fuera sólo la antigua vida de los mares!
Porque los mares antiguos son la Distancia Absoluta,
la Lejanía Pura, libre del peso de lo Actual…
Ah, todo aquí me recuerda esa vida mejor,
esos mares, más grandes, porque se navegaba más despacio,
esos mares, más misteriosos, porque se sabía poco de ellos.
Todo vapor a lo lejos es un barco de vela cerca.
Todo barco distante visto ahora es un barco en el pasado visto cerca.
Todos los marineros invisibles a bordo de los barcos en el horizonte
son los marineros visibles del tiempo de los viejos barcos,
de la época lenta y velera de las navegaciones peligrosas,
de la época de madera y lona de los viajes que duraban meses.
Poco a poco se apodera de mí el delirio de las cosas marítimas,
�el muelle y su atmósfera me penetran físicamente,
el murmullo del Tajo se me trepa por encima de los sentidos,
y comienzo a soñar, comienzo a envolverme con el sueño de las aguas,
comienzan a sujetarse bien las correas de transmisión en mi alma
y la aceleración del timón me agita claramente.
Por mí llaman las aguas,
por mí llaman los mares,
por mí llaman, alzando una voz corpórea, las lejanías,
todas las épocas marítimas sentidas en el pasado, me llaman.
Tú, marinero inglés, Jim Barns, amigo mío, tú
me enseñaste ese grito antiquísimo, inglés,
que tan amargamente resume
para las almas complejas como la mía
el llamamiento confuso de las aguas,
la voz inédita e implícita de todas las cosas del mar,
de los naufragios, de los viajes lejanos, de las travesías peligrosas.
Ese grito inglés tuyo, hecho universal en mi sangre,
sin índole de grito, sin forma humana ni voz.
Ese grito tremendo que parece sonar
en el interior de una caverna cuya bóveda es el cielo
y parece narrar todas las cosas siniestras
que pueden suceder en la Lejanía, en el Mar, por la Noche.
(Siempre fingías que era por una goleta que gritabas,
y entonces decías, colocando una mano de cada lado de la boca,
formando un altavoz con las grandes manos fuertes y oscuras:
Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó---- yyy
Schooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó ----yyyy...)
Te escucho desde aquí, ahora, y me despierto para algo.
�Se agita el viento. Avanza la mañana. El calor se expande.
Siento el color en mis mejillas.
Mis ojos conscientes se dilatan.
El éxtasis en mí se levanta, crece, progresa,
y con un ruido ciego de motín se acentúa
el vivo giro del timón.
¡Oh clamoroso llamamiento
bajo cuyo calor, bajo cuya furia arden en mí
en una unidad explosiva todas mis ansias,
mis propios tedios, todos, más y más dinámicos…!
Llamada lanzada a mi sangre
de un amor del pasado, no sé de dónde, que regresa
y aún es capaz de atraerme y arrastrarme,
y aún es capaz de hacerme odiar esta vida
que paso entre el misterio físico y psíquico
de la gente real con que vivo.
¡Ah, sea como sea, sea a donde sea, partir!
Irse por ahí, por las olas, por el peligro, por el mar.
Irse hacia lo Lejano, hacia el Afuera, hacia la Distancia Abstracta,
Indefinidamente, por las noches misteriosas y profundas,
Empujado, como el polvo, por los vientos, por los vendavales.
Irse, irse, irse, irse de una vez.
¡Toda mi sangre arde por alas!
¡Todo mi cuerpo se arroja hacia adelante!
¡Salto más allá de la imaginación con ímpetu!
Me abalanzo, bramo, me precipito…
Mis anhelos estallan en espuma
y mi carne es una ola que se rompe contra las rocas.
�¡Pensando en esto, oh rabia, pensando en esto, oh furia!
Pensando en esta estrechez de mi vida llena de anhelos,
repentinamente, temblorosamente, exorbitantemente,
con una oscilación viciosa, vasta, violenta,
del timón vivo de mi imaginación,
en mí se abre, chiflando, silbando, generando vértigo,
el deseo sombrío y sádico de la ruidosa vida marítima.
¡Eh, marineros, grumetes! ¡Eh, tripulantes, pilotos!
¡Navegantes, mareantes, marinos, aventureros!
¡Eh, capitanes de barcos! ¡Timoneles! ¡Hombres de los mástiles!
¡Hombres que duermen en camarotes toscos!
¡Hombres que duermen con el Peligro espiando por las ventanas!
¡Hombres que duermen con la Muerte por almohada!
¡Hombres que tienen tumbadillos, que tienen puentes desde donde mirar
la inmensa inmensidad del mar inmenso!
¡Eh, manipuladores de los guindastes de carga!
¡Eh, amainadores de velas, fogoneros, camareros!
¡Hombres que meten la carga en las bodegas!
¡Hombres que enrollan cabos en la cubierta!
¡Hombres que limpian el metal de las escotillas!
¡Timoneles! ¡Maquinistas! ¡Hombres de los mástiles!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Gente de gorros y sombreros! ¡Gente de camisa y casaca!
¡Gente de anclas y banderas cruzadas dibujadas en el pecho!
¡Gente tatuada! ¡Gente de pipas! ¡Gente de las amuradas!
¡Gente oscura de tanto sol, dura de tanta lluvia,
pura de ojos de tanta inmensidad ante ellos,
audaz de facciones de tantos vientos fuertes!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Hombres que visteis la Patagonia!
�¡Hombres que pasasteis por Australia!
¡Que colmasteis vuestra mirada de costas que nunca veré!
¡Que pisasteis tierra en tierras donde jamás descenderé!
¡Que comprasteis burdos artículos en colonias en la proa de algunas mesetas!
¡E hicisteis todo aquello como si no costara nada,
como si aquello fuera natural,
como si la vida fuera aquello,
como si ni siquiera cumplierais un destino!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Hombres del mar actual! ¡Hombres del mar del pasado!
¡Responsables de a bordo! ¡Esclavos de las galeras! ¡Combatientes de Lepanto!
¡Piratas del tiempo de Roma! ¡Navegantes de Grecia!
¡Fenicios! ¡Cartagineses! ¡Portugueses lanzados desde Sagres
a la aventura indefinida, al Mar Total, a la realización de lo imposible!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Hombres que clavasteis estandartes, que disteis nombres a cabos!
¡Hombres que traficasteis por primera vez con negros!
¡Que primero vendisteis esclavos de nuevas tierras!
¡Que a las negras atónitas disteis el primer espasmo europeo!
¡Que trajisteis oro, abalorios, maderas perfumadas, flechas,
de laderas que estallaban en verde vegetación!
¡Hombres que saqueasteis tranquilos pueblos africanos,
que hicisteis que esas razas huyeran con el ruido de cañones,
que matasteis, robasteis, torturasteis, ganasteis
los premios a lo Nuevo, otorgados a quien con la cabeza gacha
arremete contra el misterio de nuevos mares! ¡Eh-eh-eh-eh-eh!
¡A todos vosotros en uno sólo, a todos vosotros en todos vosotros como uno,
a todos vosotros mezclados, entreverados,
a todos vosotros sanguinarios, violentos, odiados, temidos, sagrados,
yo os saludo, yo os saludo, yo os saludo!
¡Eh- eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
�¡Eh-lahó-lahó-laHÓ -lahá-á-á-a-a!
¡Quiero ir con vosotros, quiero ir con vosotros,
al mismo tiempo con todos vosotros
a todos los lugares a los que fuisteis!
¡Quiero toparme con todos vuestros peligros,
sentir en mi rostro los vientos que arrugaron los vuestros,
escupir de mis labios la sal de los mares que besaron los vuestros,
tener los brazos en vuestras labores, compartir vuestras tormentas,
llegar como vosotros, al fin, a admirables puertos!
¡Huir con vosotros de la civilización!
¡Perder con vosotros la noción de la moral!
¡Sentir que en la distancia se altera mi humanidad!
¡Beber con vosotros en los mares del sur
nuevos salvajismos, nuevas agitaciones del alma,
nuevos fuegos medulares en mi fogoso espíritu.
¡Irme con vosotros, quitarme —ah, fuera de aquí—
mi traje de civilizado, la debilidad de mis determinaciones,
mi miedo innato a las prisiones,
mi vida pacífica,
mi vida sentada, estática, pautada y revisada!
¡En el mar, en el mar, en el mar, en el mar,
eh, echar al mar, al viento, a las olas,
mi vida!
¡Salar con la espuma arrojada por los vientos
mi paladar de grandes viajes,
azotar con agua fustigante las carnes de mi aventura,
empapar de fríos oceánicos los huesos de mi existencia,
flagelar, abrir, arrugar con vientos, con espumas, con soles,
mi ser ciclónico y atlántico,
�mis nervios tendidos como jarcias,
lira en las manos de los vientos!
¡Sí, sí, sí… Crucificadme en las navegaciones
y mi espalda gozará con mi cruz!
¡Atadme a los viajes como a maderos
y la sensación de los maderos atravesará mis vértebras
y yo pasaré a sentirlos en un vago espasmo pasivo!
¡Haced lo que queráis conmigo, mientras sea en los mares,
sobre la cubierta, al son de las olas,
que allí me rasguéis, matéis, hiráis!
¡Lo que deseo es llevar a la Muerte
un alma que se desborde de Mar,
ebria en exceso de las cosas marítimas,
tanto de los marineros como de las anclas, de los cabos,
tanto de las costas lejanas como del ruido de los vientos,
tanto de la Lejanía como del Muelle, tanto de los naufragios,
como de los tranquilos comercios,
tanto de los mástiles como de las olas,
llevar a la Muerte con dolor, voluptuosamente,
un cuerpo lleno de sanguijuelas, chupando, chupando,
de extrañas, verdes y absurdas sanguijuelas marinas.
¡Haced jarcias de mis venas!
¡Amarras de mis músculos!
¡Arrancadme la piel, clavadla en las quillas,
y que yo pueda sentir el dolor de los clavos y no cesar de sentir!
¡Haced de mi corazón una banderola de almirante
en la hora de la guerra de los viejos barcos!
¡Pisad en la cubierta mis ojos arrancados!
¡Quebradme los huesos contra las amuradas!
�¡Fustigadme atado a los mástiles, fustigadme!
¡A todos los vientos de todas las latitudes y longitudes
arrojad mi sangre sobre las aguas impetuosas
que atraviesan el barco, el tumbadillo, de lado a lado,
en la violencia convulsiva de las tormentas!
¡Tener la audacia de las velas que desafían el viento!
¡Ser, como las gavias altas, el silbido de los vientos!
¡La vieja guitarra del Fado de los mares llenos de peligros,
canción para que los navegantes la oigan y no la repitan!
Los marineros que se sublevaron
ahorcaron al capitán en una verga.
Abandonaron a otro en una isla desierta.
¡Marooned!
El sol de los trópicos provocó la fiebre de la piratería antigua
en mis venas enérgicas.
Los vientos de la Patagonia tatuaron mi imaginación
con imágenes trágicas y obscenas.
¡Fuego, fuego, fuego dentro de mí!
¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre!
¡Explota todo mi cerebro!
¡Se me parte el mundo teñido de rojo!
¡Se me revientan con el sonido de las amarras las venas!
Y estalla en mí, feroz, voraz,
La canción del Gran Pirata,
La muerte del Gran Pirata, gritando y cantando,
hasta hacer temblar de miedo a sus hombres,
allá atrás, muriéndose, y gritando, y cantando:
Fifteen men on the Dead Man’s chest.
Yo-ho-ho and a bottle of rum!
�Y después gritando, con una voz ya irreal, que se deshacía en el aire:
Darby M’Graw-aw-aw-aw-aw!
Darby M’Graw-aw-aw-aw-aw-aw-aw-aw!
Fetch a-a-aft the ru-u-u-u-u-u-u-u-u-um, Darby!
¡Ea, qué vida aquélla! ¡Esa sí era vida, ea!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Eh-lahó-lahó-laHÓ-lahá-á-á-a-a!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Quillas quebradas, barcos que se van a pique, sangre en los mares!
¡Cubiertas ensangrentadas, fragmentos de cuerpos!
¡Dedos cercenados sobre las amuradas!
¡Cabezas de niños, aquí y allí!
¡Gente con los ojos por fuera, gritando, aullando!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Me envuelvo en todo esto como en una capa en un día frío!
¡Me froto con todo esto como una gata en celo contra un muro!
¡Rujo como un león hambriento hacia todo esto!
¡Arremeto como un toro loco contra todo esto!
¡Clavo uñas, destrozo garras, parto dientes sobre todo esto!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
Súbitamente revienta sobre mis oídos
como una corneta a mí lado
el viejo grito, pero ahora airado, metálico,
dirigido a la presa que se ve venir,
a la goleta que va a ser asaltada:
�Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó----yyyy...
Schooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó----yyyy...
¡El mundo entero desaparece para mí! ¡Ardo con el rojo-sangre!
¡Rujo con la furia del abordaje!
¡Pirata-mayor! ¡César-Pirata!
¡Robo, mato, despedazo, acuchillo!
¡Sólo siento el mar, la presa, el saqueo!
¡Sólo siento el latido, los golpes
de las venas en mis sienes!
¡Es sangre caliente la que corre de la sensación de mis ojos!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Ah piratas, piratas, piratas!
¡Piratas, amadme y odiadme!
¡Mezcladme con vosotros, piratas!
¡Vuestra furia, vuestra crueldad, cómo le hablan a la sangre
de un cuerpo de mujer que ya fue mío y cuyo deseo aún siento!
¡Yo quisiera ser un animal representativo de todos vuestros gestos,
un animal que hundiera los dientes en las amuradas, en las quillas,
que comiera mástiles, bebiera sangre y alquitrán en las cubiertas,
mordiera velas, remos, jarcias, poleas,
serpiente de mar femenina y monstruosa cebándose en los crímenes!
¡Y hay una sinfonía de sensaciones incompatibles y afines,
hay una orquestación en mi sangre de motines de crímenes,
de estrépitos espasmódicos en orgías de sangre en los mares,
que, con furia, como un vendaval de calor soplando en el espíritu,
como una polvareda caliente nublando mi lucidez
me hacen ver y soñar todo esto sólo con la piel y las venas!
�¡Los piratas, la piratería, las naves, el momento justo,
aquel momento marítimo en que la presa es atacada,
y el terror de los apresados se convierte en locura —ese instante
en su compendio de crímenes, terror, buques, gente, mar, cielo, nubes
brisa, latitud, longitud, griterío
quisiera yo que fuera, en su Todo, la Totalidad de mi cuerpo sufriendo,
que fuera mi cuerpo y mi sangre, que forjara mi ser al rojo vivo,
que floreciera como una herida punzante en la carne irreal del alma!
¡Ah, ser todo en los crímenes! ¡Ser yo todos los elementos
de los asaltos a los barcos, de las matanzas, de las violaciones!
¡Ser cuanto sucedió en el lugar de los saqueos!
¡Ser cuanto sobrevivió o quedó inerte en el lugar de las tragedias sangrientas!
¡Ser el pirata-epítome de toda la piratería en su apogeo,
y la víctima-síntesis, pero de carne y hueso, de todos los piratas del mundo!
¡Ser en mi cuerpo pasivo la mujer que sea todas-las-mujeres
violadas, muertas, heridas, desgarradas por los piratas!
¡Ser en mi ser subyugado la hembra que ha de ser de ellos!
¡Y sentir todo esto —todo una sola vez— en cada vértebra!
¡Oh mis peludos y groseros héroes de aventura y crimen!
¡Mis marítimas bestias, cónyuges de mi imaginación!
¡Amantes casuales del carácter oblicuo de mis sensaciones!
¡Quisiera ser Aquella que os esperara en los puertos,
y que os odia con amor en su sangre de pirata soñado!
¡Porque ella estaría con vosotros, pero sólo espiritualmente, sacudiéndose de
rabia
sobre los cadáveres desnudos de las víctimas que hacéis en el mar!
¡Porque ella os habría acompañado en vuestros crímenes, y en la orgía oceánica,
su espíritu de bruja danzaría invisible alrededor de los movimientos
de vuestros cuerpos, de vuestras navajas, de vuestras manos estranguladoras!
�Y ella se quedaría en tierra, esperando a que regresarais, si regresabais,
bebiendo en los rugidos de vuestro amor todo el vasto,
todo el sombrío y siniestro perfume de vuestras victorias,
y a través de vuestros espasmos entonaría un Sabbat teñido de rojo y amarillo.
¡La carne cortada, la carne abierta y desgarrada, la sangre derramándose!
¡Ahora, en el exacto auge de soñar con lo que hacéis,
me extravío de mí, más que perteneceros, soy vosotros,
mi femineidad, que os acompaña, es el hecho de ser vuestras almas!
¡Ser toda vuestra ferocidad, cuando la practicabais,
¡Beber vuestra conciencia de vuestras sensaciones
cuando teñíais de sangre los mares altos,
cuando en ocasiones arrojabais a los tiburones
los cuerpos todavía vivos de los heridos, la carne rojiza de los niños
y llevabais a las madres a ver, por las amuradas, lo que les sucedía!
¡Estar con vosotros en la carnicería, en el pillaje!
¡Orquestar con vosotros la sinfonía de los saqueos!
¡Ah, no sé qué, no sé cuánto querría yo ser de vosotros!
¡No era sólo seros la hembra, seros las hembras, seros la víctima,
seros las víctimas —hombres, mujeres, niños, barcos—,
no era sólo ser el instante y las naves y las olas,
no era sólo ser vuestras almas, vuestros cuerpos, vuestra furia, vuestra posesión,
no era sólo ser concretamente vuestro acto abstracto de orgía,
no era sólo esto que yo quería ser; era más que esto: el Dios-Esto!
¡Era necesario ser Dios, el Dios de un culto al revés,
un Dios monstruoso y satánico, un Dios de un panteísmo sangriento,
para poder colmar todo el tamaño de mi furia imaginativa,
para poder no agotar jamás mis anhelos de identificación
con cada parte, con el todo, con el más-que-todo de vuestras victorias!
�¡Ah, torturadme para que me curéis!
¡De mi carne haced el aire que vuestros cuchillos cortan
antes de llegar a las cabezas y a los hombros!
¡Mis venas sean los trajes que los cuchillos atraviesan!
¡Mi imaginación, el cuerpo de las mujeres que violáis!
¡Mi inteligencia, la cubierta donde estáis de pie, matando!
¡Que mi vida entera —en su conjunto nervioso, histérico, absurdo—,
sea el gran organismo compuesto por cada acto de piratería,
como por una célula consciente; y que yo me arremoline
como una vasta podredumbre flotante; y que yo sea todo esto!
A tal velocidad, desmedida y pavorosa,
el mecanismo febril de mis visiones desbordantes
gira ahora que el timón de mi conciencia
no es más que un confuso círculo que emite silbidos.
Fifteen men on the Dead Man’s chest.
Yo-ho-ho and a bottle of rum!
Eh- lahó-lahó-LaHO ----lahá-á-ááá----aaa…
¡Ah, lo salvaje de este salvajismo! ¡Mierda
a toda vida como la nuestra, que no tiene nada de esto!
¡Heme aquí, a mí, ingeniero, práctico por necesidad, sensible a todo,
heme aquí, parado, con relación a vosotros, incluso cuando camino:
incluso cuando actúo, inerte; incluso cuando me impongo, débil;
estático, quebrado, disidente, cobarde ante vuestra Gloria,
ante vuestra vasta dinámica estridente, fogosa y sangrienta!
¡Arre, por no actuar de acuerdo con mi delirio!
¡Arre, por caminar siempre aferrado a las faldas de la civilización!
¡Por marchar con la douceur des moeurs a cuestas, como un fardo de ropa!
�¡Chicos de los recados —todos lo somos— del humanitarismo moderno!
¡Monstruosidades de tísicos, de neurasténicos, de linfáticos,
sin coraje para ser personas llenas de violencia y audacia,
con el alma como una gallina aprisionada por una pata!
¡Ah, los piratas¡ ¡Los piratas!
¡El anhelo de lo ilegal unido al de ferocidad,
el anhelo de las cosas totalmente crueles y abominables
que carcome como un ansia abstracta nuestros cuerpos endebles,
nuestros nervios femeninos y delicados,
y deja grandes fiebres locas en nuestras miradas vacías!
¡Obligadme a arrodillarme ante vosotros!
¡Humilladme y golpeadme!
¡Haced de mí vuestro esclavo y vuestro objeto!
¡Y que vuestro desprecio por mí no me abandone!
¡Oh mis señores! ¡Oh mis señores!
¡Ser siempre, gloriosamente, la parte sumisa
en los hechos sangrientos y en las sensualidades dilatadas!
¡Venid contra mí, como grandes muros pesados,
oh bárbaros del antiguo mar!
¡Cortadme y heridme!
¡De este a oeste de mi cuerpo
Haced trazos de sangre en mi carne!
¡Besad con cuchillos y látigos y furia
mi alegre terror carnal de perteneceros,
mis ganas masoquistas de ceder a vuestra furia,
de ser el objeto inerte y sensible de vuestra omnívora crueldad,
dominadores, señores, emperadores, corsarios!
¡Ah, torturadme,
�Desgarradme, abridme!
¡Deshecho en pedazos conscientes
derramadme sobre la cubierta,
dispersadme en los mares, dejadme
en las ávidas playas de las islas!
¡Cebad en mí todo mi culto de vosotros!
¡Grabad en sangre toda mi alma
desgarrad, dejad trazos!
¡Tatuad mi imaginación corpórea,
oh amados desolladores de mi sumisión carnal!
¡Sometedme, como si fuerais a matar un perro a patadas!
¡Haced de mí el pozo de vuestro desprecio de la dominación!
¡Haced de mí todas vuestras víctimas!
¡Como Cristo sufrió por todos los hombres, quiero sufrir
por todas las víctimas de vuestras manos,
manos callosas, sangrientas, con dedos cercenados
en los asaltos súbitos de las amuradas!
¡Haced de mí algo como si yo estuviera
atado —oh placer, oh dolor besado—
atado a la cola de un caballo fustigado por vosotros!
¡Pero en el mar, todo en el ma-a-a-ar, todo en el MA-A-A-AR !
¡Eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH ! ¡En el MAA-A-A-AR !
¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh eh-eh!
¡Todo grita! ¡Todo está gritando! ¡Vientos, olas, barcos,
mares, gavias, piratas, mi alma , la sangre, y el aire, y el aire!
¡Eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Todo canta a gritos!
�FIFTEEN MEN ON THE DEAD MAN’S CHEST
YO-HO-HO AND A BOTTLE OF RUM!
¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh!
¡Eh-lahó-lahó-laHO-O-O -óó-lahá-á-á---aaa!
¡AHÓ-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó---- yyy!
¡SCHOONER ¡AHÓ-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó---- yyyy!
¡Darby M’Graw-aw-aw-aw-aw-aw!
¡DARBY M’GRAW-AW-AW-AW-AW-AW-AW !
FETCH A-A-AFT THE RU-U-U-U-U-UM, DARBY!
¡Eh-eh-eh-eh -eh -eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh -eh !
¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH !
¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH !
¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH!
¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH!
Algo se quiebra en mí. El rojo declina como el día.
Sentí excesivamente para no parar de sentir.
Se agotó mi alma, sólo quedó un eco dentro de mí.
Sensiblemente se redujo la velocidad del timón.
Con las manos me froto un poco los sueños de los ojos.
Dentro de mí sólo hay un vacío, un desierto, un mar nocturno.
Y apenas siento que llevo un mar nocturno en mi interior,
sube de sus lejanías, nace de su silencio,
otra vez, otra vez, el vasto grito antiquísimo.
Súbitamente, como un relámpago silencioso, que hace una caricia,
repentinamente, cubriendo todo el horizonte marino,
húmeda y sombría marejada humana y nocturna,
�voz de sirena distante llorando, llamando,
aflora del fondo de la Lejanía, del fondo del Mar, del alma de los Abismos,
el viejo grito, y allí, como algas, boyan mis sueños desechos…
Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó---yy…
Schooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó----yy.....
¡Ah, el rocío frío sobre mi excitación!
¡La frescura nocturna en mi océano interior!
Vuelve todo súbitamente ante una noche en el mar
llena del humanísimo misterio de las olas nocturnas.
La luna trepa en el horizonte
y mi infancia feliz despierta, como una lágrima, en mí.
Mi pasado resurge, como si ese grito marítimo
fuera un aroma, una voz, el eco de una canción
que fuera a llamar a mi pasado
tras aquella felicidad que nunca más volverá a ser mía.
Era en la vieja casa sosegada a la orilla del río…
(Las ventanas de mi cuarto, y las del comedor también,
miraban hacia una casas bajas, hacia el río Tajo,
hacia este mismo río Tajo, pero en otro punto, más distante…
Si yo ahora me acercara a las mismas ventanas no me acercaría a las mismas
ventanas.
Aquel tiempo pasó como el humo de un vapor en altamar…)
Una inexplicable ternura,
un remordimiento conmovido y lagrimoso
por todas aquellas víctimas —especialmente los niños—
que soñé que hacía al imaginarme un pirata antiguo.
Conmovido, porque ellos fueron mis víctimas;
�afectuoso, porque no lo fueron realmente.
Una ternura azulada, borrosa, como un vidrio empañado,
canta viejas canciones en mi pobre alma dolorida.
¡Ah! ¿Cómo pude pensar, soñar aquellas cosas?
¡Qué alejado estoy del que fui hace unos momentos!
¡Histeria de las sensaciones; ya sean éstas, ya sean las contrarias!
De la clara mañana que se alza mi oído sólo retiene
las cosas que se acoplan a una emoción: el murmullo de las aguas,
el murmullo leve de las aguas del río en dirección al muelle…,
La vela que pasa cerca del otro lado del río,
los montes lejanos, de un azul japonés,
las casas de Almada,
¡y cuánto hay de suavidad e infancia en la hora matutina…!
Una gaviota pasa
y mi ternura crece.
Todo este tiempo estuve ausente.
Pero todo fue una impresión de la piel, como una caricia.
Todo este tiempo no aparté los ojos de mis lejanos sueños,
¡de mi casa al pie del río,
de mi infancia al pie del río,
de las ventanas de mi cuarto mirando hacia el río de noche
y hacia la luz de la luna, serenamente, en las aguas…!
Mi vieja tía, que me amaba a causa del hijo que perdió.
Mi vieja tía, para que yo me durmiera, solía cantarme
(aunque yo ya fuera un poco grande para eso)…
Me acuerdo y las lágrimas bañan mi corazón y lo lavan de la vida,
y se levanta una leve brisa marina dentro de mí.
A veces ella cantaba la “Nave Catrineta”:
�Allá va la Nave Catrineta
sobre las aguas del mar…
Otras veces, con una melodía muy nostálgica y tan medieval,
era la “Bella Infanta”. Me acuerdo —y la pobre vieja voz surge dentro de mí
y me recuerda cuán poco me acordé de ella después, ella ¡que me amaba tanto!
Fui tan ingrato… Y al final, ¿qué hice yo de mi vida?
Era la “Bella Infanta”. Yo cerraba los ojos y ella cantaba:
Estando la Bella Infanta
en su jardín sentada…
Yo abría un poco los ojos y veía la ventana lustrada por la luna
y después cerraba los ojos otra vez, y todo me hacía feliz.
Estando la Bella Infanta
en su jardín sentada,
su peine de oro en la mano,
sus cabellos peinaba…
¡Oh mi pasado de infancia, muñeco que me rompieron!
¡No poder regresar al pasado, a aquella casa y a aquel cariño,
y quedarse allí para siempre, eternamente niño y feliz!
Pero éste fue el Pasado, farol en una esquina de calle vieja.
Recordar esto produce frío, hambre de algo que no se puede alcanzar.
Un remordimiento inexplicable y absurdo.
¡Oh torbellino lento de sensaciones discordantes,
�vértigo suave de confusiones en el alma!
Furias rotas, ternuras como carretes de hilo con que los niños juegan,
grandes decaimientos de la imaginación sobre los ojos de los sentidos,
lágrimas, lágrimas inútiles,
suaves brisas de contradicción rozando la faz del alma…
Evoco, mediante un esfuerzo voluntario, para dejar atrás esta emoción,
evoco, con un esfuerzo desesperado, seco, inútil,
la canción del Gran Pirata cuando estaba muriendo:
Fifteen men on the Dead Man’s chest.
Yo-ho-ho and a bottle of rum!
Pero la canción es una línea recta mal trazada en mi Interior …
Me esfuerzo y otra vez logro traer ante mis ojos del alma,
otra vez, pero a través de una imaginación casi literaria,
la furia de la piratería, de la carnicería, el apetito, casi del paladar, del saqueo,
de la carnicería inútil de mujeres y de niños,
de la tortura fútil, y sólo para distraernos, de los pasajeros pobres,
y la sensualidad de dañar y romper las cosas más amadas de los otros,
pero sueño todo esto con miedo, como si algo me respirara sobre la nuca.
Se me ocurre que sería interesante
ahorcar a los hijos frente a las madres
(pero sin querer me siento las madres de esos hijos),
enterrar vivos en islas desiertas a los niños de cuatro años
y llevar a los padres en barcos hasta allá para verlos
(pero me estremezco al recordar un hijo que no tengo y que duerme tranquilo en
la casa).
Aguijoneo un ansia fría de crímenes marítimos,
�de una inquisición sin la excusa de la Fe,
crímenes que carecen de razón de ser en la maldad o la furia,
hechos fríamente, ni siquiera por herir, ni siquiera por hacer el mal,
ni siquiera para que nos divirtamos: sólo para pasar el tiempo,
como quien juega al solitario en la mesa de un comedor de provincia con el
mantel recogido hacia el otro extremo de la mesa después de cenar,
sólo por el leve gusto de cometer crímenes abominables y no considerarlos gran
cosa,
de ver sufrir hasta el punto de enloquecer y de morir-de-dolor, pero sin dejar que
se llegue nunca hasta allí …
Pero mi imaginación se niega a acompañarme.
Un escalofrío me eriza la piel.
¡Y de pronto, más de improviso que la otra vez, desde más lejos, con más
hondura,
de pronto —oh pavor a lo largo de todas mis venas—
el frío súbito de la puerta entreabierta del Misterio que deja pasar una corriente
de aire!
Me acuerdo de Dios, de lo Trascendental que es la vida, y de pronto
la vieja voz del marinero inglés Jim Barns, con quien hablaba,
convertida en la voz de las ternuras misteriosas en mi interior, de las pequeñas
cosas del regazo de la madre y la cinta para el pelo de la hermana,
pero asombrosamente proveniente del más allá de la apariencia de las cosas,
la Voz sorda y remota convertida en la Voz Absoluta, en la Voz sin Boca,
proveniente de fuera y de dentro de la soledad nocturna de los mares,
me llama, me llama, me llama…
Viene sordamente, como si hubiera sido ahogada y aún se oyera,
lejanamente, como si estuviera sonando en otro lugar y aquí no se pudiera oír,
como un sollozo sofocado, una luz que se apaga, un aliento silencioso,
desde ningún lugar del espacio, desde ningún instante en el tiempo,
el grito eterno y nocturno, el soplo hondo y confuso:
�Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó---yyy……
Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó — — yyy……
Shooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó — — — yyy………
Tiemblo por un frío del alma que me congela el cuerpo.
Súbitamente abro los ojos, que no había cerrado.
¡Ah, qué alegría la de abandonar al fin los sueños!
¡La de volver al mundo real, tan bondadoso para los nervios!
¡La de verlo a esta hora matutina en que entran los primeros paquebotes!
Ya no me importa el paquebote que estaba entrando. Sigue lejos.
Sólo me refresca el alma el que ahora está cerca.
Mi imaginación limpia, fuerte, práctica,
sólo se preocupa ahora con las cosas modernas y útiles,
con los cargueros, con los paquebotes y los pasajeros,
con las grandes cosas inmediatas, modernas, comerciales, verdaderas.
Reduce su velocidad dentro de mí el timón.
¡Maravillosa vida marítima moderna,
hecha de limpieza, máquinas y buena salud!
¡Todo tan bien arreglado, tan naturalmente ajustado,
todas las piezas de las máquinas, todos los barcos por los mares,
todos las partes del proceso comercial de exportación e importación
en una combinación tan perfecta
que pareciera regirse por leyes naturales,
sin que nada detenga nada!
La poesía no perdió nada. Ahora son más las máquinas,
y tienen su poesía, y todo el nuevo tipo de vida
comercial, mundana, intelectual, sentimental,
que la era de las máquinas infundió en las almas.
�Los viajes ahora son tan bellos como en el pasado
y un barco siempre será bello sólo por ser un barco.
Viajar aún es viajar y lo lejano está donde siempre estuvo:
¡En ninguna parte, gracias a Dios!
¡Los puertos están llenos con vapores de muchas especies!
¡Pequeños, grandes, de diversos colores, con diferentes disposiciones de vigías,
de tan gozosamente tantas compañías de navegación!
¡Vapores en los puertos, tan individualizados allí donde anclaron separados!
¡Qué agradable la gracia quieta de los barcos comerciales que pasean por el mar,
en el viejo mar, en el mar siempre homérico, oh Ulises!
La mirada humanitaria de los faros en la distancia de la noche,
y el faro repentinamente próximo en la noche muy oscura
(“¡Qué cerca de la tierra estábamos pasando!” ¡Y el sonido del agua nos
susurraba al oído…!)
¡Todo es hoy como siempre; pero hoy existe el comercio;
y el destino comercial de los grandes vapores
hace que me ufane de mi época!
La mezcla de gente a bordo de los barcos de pasajeros
genera en mí el orgullo moderno de vivir en una época donde es tan fácil
que se mezclen las razas, que se atraviesen los espacios, que se vean fácilmente
todas las cosas,
y que la vida se disfrute realizando un gran número de sueños.
Limpios, compactos, modernos como despachos con ventanillas de entramados
amarillos,
mis sentimientos en este momento, naturales y comedidos como los de un
gentleman,
son prácticos, ajenos a desvaríos, colman de aire marino sus pulmones,
como personas perfectamente conscientes de cuán saludable es respirar la brisa
del mar.
�Ya son horas perfectamente de trabajo.
Todo comienza a moverse, a pautarse.
Con un gran placer natural y directo repaso con el alma
todas las operaciones comerciales que requiere un embarque de mercancías.
Mi época es el sello que tienen todas las facturas,
y siento que todas las cartas de todas las oficinas
debían estar dirigidas a mí.
¡Un conocimiento expedido a bordo es tan individual,
y una firma de comandante de barco es tan bella y moderna!
Rigor comercial del principio y del final de las cartas:
Dear Sirs — Messieurs — Amigos y Señores;
Yours faithfully — …nos salutation empressées …
Todo esto no es sólo humano y limpio; también es bello,
y su fin es un destino marítimo, un vapor donde embarcan
las mercancías de que las cartas y facturas se ocupan.
¡Complejidad de la vida! ¡Las facturas están hechas por personas
que sienten amores, odios, pasiones políticas, ansias criminales;
pero están tan cuidadas, tan bien escritas, tan ajenas a todo esto!
Hay quien observa una factura y no siente nada así.
Seguro que tú, Cesario Verde, lo sentías.
Yo, hasta el borde de las lágrimas, lo siento humanísimamente.
¡No me digan que no hay poesía en el comercio, en las oficinas!
La poesía penetra por todos los poros... La respiro en este aire marítimo,
porque todo esto surge a cauda causa de los vapores, de la navegación moderna;
porque las facturas y las cartas comerciales son el principio de la historia,
y los barcos que llevan las mercancías por el mar eterno son el final.
¡Ah, y los viajes, los viajes de recreo, y los otros,
�los viajes por mar, donde todos somos compañerosunos de otros
de una manera especial, como si un misterio marítimo
uniera nuestras almas y nos convirtiera por un momento
en patriotas efímeros de la misma patria indefinida,
flotando eternamente sobre la inmensidad de las aguas!
¡Grandes hoteles del Infinito, oh trasatlánticos míos!
¡De un cosmopolitismo total y perfecto porque nunca paran
y contienen todas las clases de trajes, de caras, de razas!
¡Los viajes, los viajeros: cuánta variedad de ellos!
¡Cuántas nacionalidades sobre el mundo! ¡Cuántas profesiones! ¡Cuántas
personas!
¡Cuántos destinos se le pueden dar a la vida,
a la vida, a fin de cuentas, en el fondo, siempre, siempre la misma!
¡Cuántas caras curiosas! Todas las caras son curiosas
y nada produce tanta religiosidad como mirar mucho a la gente.
¡La fraternidad no es una idea revolucionaria;
es algo que las personas aprenden en su vida diaria, donde tienen que tolerar
todo,
donde les acaba por parecer gracioso lo que tienen que tolerar,
donde terminan casi llorando de ternura sobre lo que toleraron!
¡Ah, todo esto es hermoso, todo esto es humano, y está unido
a los sentimientos humanos, tan convenientes y burgueses,
tan complicadamente sencillos, tan metafísicamente tristes!
La vida cambiante, diversa, acaba por educarnos en lo humano.
¡Pobre gente! ¡Pobre gente toda la gente!
Me despido de este instante en el cuerpo de un nuevo barco
que ahora comienza a salir. Es un tramp-steamer inglés,
muy sucio, como si fuera un barco francés,
con un aire simpático de proletario de los mares,
�y anunciado ayer en la última página de una gazette.
Me enternece el pobre vapor, va tan humilde y tan natural.
Parece sentir un cierto escrúpulo indefinido, como una persona honrada
que cumple siempre alguna especie de deber.
Se va dejando libre el lugar frente al muelle donde yo estoy.
Se va tranquilamente, pasando por donde otras naves estuvieron
antiguamente, antiguamente …
¿Hacia Cardiff? ¿Hacia Liverpool? ¿Hacia Londres? Eso no importa.
Cumple su deber, como nosotros hemos de cumplir el nuestro. ¡Linda vida!
¡Buen viaje! ¡Buen viaje!
Buen viaje, mi pobre amigo casual, que me hiciste el favor
de llevar en tu interior la fiebre y la tristeza de mis sueños,
de devolverme a la vida para que te mirara y te viera pasar.
¡Buen viaje! ¡Buen viaje! Esto es la vida…
¡Qué aplomo tan natural, tan inevitablemente matutino,
el tuyo, hoy, al salir del puerto de Lisboa!
Siento por ti un curioso afecto; te agradezco…
¿El qué? ¡Qué se yo…! Sigue… Pasa…
Con un ligero estremecimiento
(T-t—t---t----t-----t…).
El timón dentro de mí se detiene.
Pasa, lento vapor, pasa y no te quedes…
Aléjate de mí, aléjate de mi vista,
Sal del interior de mi corazón,
piérdete en la Lejanía, en la Lejanía —bruma de Dios—,
piérdete, sigue tu destino y déjame…
¿Quién soy para que llore o interrogue?
¿Quién soy para que te hable y te ame?
¿Quién soy para que me turbe verte?
�
Sale del muelle, crece el sol, se levanta áureo,
brillan los tejados de los edificios del muelle,
todo este lado de la ciudad brilla…
Parte, déjame, vuélvete
primero el barco en medio del río, destacado y nítido,
después el barco saliendo del puerto, pequeño y oscuro,
después un vago punto en el horizonte —¡oh angustia mía!—,
un punto cada vez más vago en el horizonte…,
después nada, y sólo yo y mi tristeza,
y la gran ciudad ahora llena de sol
y el instante real y desnudo como un muelle ya sin barcos,
y el giro lento del guindaste que, como un compás que gira,
traza un semicírculo de una emoción indefinida
en el silencio conmovido de mi alma…
�ÉRASE UNA VEZ
UNA PLAYA ATLÁNTICA
SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN
TRADUCCIÓN DE ISABEL SOLER
UN DURO ATLÁNTICO , turbiamente verde, con las cuatro hileras de olas de la
marea alta sacudiendo y desplegando las crines de espuma. O en horas de marea
baja, el extático mar transparente, detenido entre rocas oscuras donde las
anémonas eran como pupilas deslumbradas y videntes.
De los baños en las mañanas de aguas vivas salíamos aturdidos y un poco
exaltados. Seguíamos con atención el hinchamiento de cada ola, porque nos
arrastraba el torbellino si no nos sumergíamos a tiempo. Al desplayar, el agua
nos enredaba en las piernas largas algas verdes, alisadas como cintas. Al romper,
creaba a nuestro alrededor un halo de bruma y tumulto y habitábamos el interior
de los pulmones de la marejada.
Detrás nuestro, un paso atrás de la orla de la ola, y retrocediendo un paso
cuando la ola subía, un corro de maestras, niñeras y familiares nos hacía señales
que no veíamos y nos gritaba órdenes y advertencias que no oíamos.
Un poco avanzado, el vigilante Manuel Bote, vestido, con el pantalón
arremangado, metido en el agua hasta las rodillas pero mojado hasta la cintura,
vigilaba la posición de cada bañista y algunas veces nos iba a buscar a la boca de
la ola.
En aquella época de mi infancia era ya una figura venerada.
Su barba había empezado a blanquear, y su valentía y la fuerza de su brazo
pertenecían ya al mundo de las historias que se cuentan como leyendas.
Sabíamos que en su pequeña casa al pie de la playa, las paredes estaban
cubiertas de diplomas y medallas que recordaban las vidas que había salvado. Y
�nosotros mismos, en el mar del equinoccio, lo habíamos visto horadar las cuatro
terribles hileras de olas para llevar a tierra al nadador incauto.
Aun envejecido, era un hombre atractivo, alto, de hombros anchos y espalda
derecha. Tenía los ojos de un gris nebuloso como el mar de invierno, pero a
veces, una sonrisa los azulaba y entonces parecían muy claros en la piel
quemada. Su estatura, su apariencia de mástil, sus venas gruesas como cabos y
los rizos de la barba y del pelo, el aura marina que lo rodeaba, le daban un cierto
aire de monumento manuelino, pero simultáneamente, tenía la belleza tosca y
conmovedora de un barco de pesca, construido con las manos, pintado con las
manos y desgastado por mucho mar y muchos soles.
Era él quien marcaba el final del baño.
Del Atlántico frío, incluso cuando estaba agitado, salíamos casi siempre
helados y felices, castañeando los dientes, con la punta de los dedos blanca, los
labios morados.
Entonces corríamos a vestirnos a las casetas de madera que estaban en la
entrada de la playa en dos hileras, antes de las carpas de lona y de los toldos.
Estas casetas de madera eran estrechas y altas, pintadas de verde oscuro y en
la puerta tenían una ventana redonda. Dentro, al fondo, había un banco,
colgadores a cada lado, en el suelo una estera. Junto a la puerta siempre había
una tina de madera llena de agua de mar donde, antes de entrar, nos lavábamos
los pies para limpiar la arena. Había en todo eso una dicha sencilla y fresca, un
olor a sal, a hierbas y a madera y una belleza hecha de que todavía no hubiera
plástico y de que el contrachapado, el cromado y otras invenciones estuvieran
reservados para usos diferentes.
Mientras éramos pequeños, las maestras, niñeras y familiares entraban con
nosotros en la caseta para secarnos bien el pelo y la espalda y ayudarnos a vestir.
El espacio era justo, la luz que entraba por la ventana poca, el aire un tanto
húmedo. Por eso las maestras, apresuradas, mientras nos vestían nos daban algún
tirón del pelo. Las madres multiplicaban regañinas. Las niñeras contaban
cuentos.
Pero a veces, venía a vestirnos Ana Bote. Secaba con vigor el pelo y no nos
podíamos quedar con la cabeza mojada. Nos secaba los pies dedo por dedo y
decía que no nos podíamos quedar con los pies fríos. Después —qué maravilla—
sacaba del regazo hierbas de su huerto: albaca, hierbabuena, espliego, romero,
que nos fregaba por la cabeza, por el cuello y por los brazos. Para darnos salud y
�felicidad, según decía. Y los perfumes mezclados de espliego, de mar, de
hierbabuena y romero eran el aroma e incienso de la felicidad.
Ana no contaba cuentos de hadas y princesas: contaba usos y costumbres,
nombres de gente, cosas y lugares. Por ella sabía yo de las procesiones, de los
temporales del invierno y de la vida angustiada de los pescadores. Por ella sabía
yo dónde vivía Rosa aguadeira, y qué se podía comprar en la feria de Espinho, y
de qué manera había que anudar el pañuelo en la cabeza según la costumbre de
las mujeres de aquellos lugares. Pero en sus conversaciones conmigo, el tema
preferido de Ana Bote era la infancia de mi madre y mis tías y tíos.
Porque ella conocía todas las familias de todas las clases sociales, sabía los
nombres y los parentescos, y las casas y las fincas y los huertos.
Como ya había pasado la mitad de su vida y había visto mucho, se acordaba
de muchas cosas. Y aunque no fuese joven desde hacía ya mucho tiempo, era
una mujer activa, risueña y alegre como si la vida recomenzase limpia y tersa
todos los días.
Era, como se decía, muy laboriosa. La limpieza meticulosa y refrescante de
las casetas y el agua continuamente renovada de las tinas eran obra suya. Así
como los cuidados parterres de su jardín y del huerto que con este colindaba.
Aunque las costumbres hubieran cambiado mucho, ella seguía vistiéndose a la
antigua, con su falda ancha bien entallada, con el pañuelo anudado como tiene
que ser, con pendientes de oro que le tintineaban junto a la cara y con el grueso
cordón de oro con muchas vueltas y muchas medallas que brillaba y oscilaba a
cada gesto sobre el pecho.
Los pendientes y las medallas se los había regalado el marido, pero el cordón
—me había contado— era herencia de su abuela, que había sido labriega en São
Clemente.
Vivía con todo su pasado, que para ella no era ni muerte ni saudade, sino
espacio y presencia, como un gran cuadro animado, vivo e inspirador.
Y simultáneamente vivía todo su presente. En su sonrisa había siempre un
fondo de sorpresa, y las cosas sencillas que yo le contaba las recibía con
asombro y entusiasmo, como si todos los días el mundo, mediante gestos,
objetos y encuentros, confirmase su posibilidad fundamental. Si yo le decía que
había recogido moras en las zarzas de los pinares, o que había visto un perro
marrón y pequeñito, o que mi cocinera había comprado mejillones para comer,
acogía estas noticias con júbilo y alborozo como si fueran acontecimientos
�reveladores y sorprendentes, como si el hecho de que hubiera moras en los
pinares, cachorros marrones por las calles y mejillones en los cestos de las
pescaderas fuese motivo de inagotable regocijo y de admiración ilimitada. Me
interrogaba minuciosamente sobre el lugar donde había encontrado las moras,
sobre su estado de maduración, sobre la raza del perro, sobre el tamaño de los
mejillones y sobre si los cocinarían con arroz o en caldeirada.
Puede que le gustase tanto hablar con niños porque no tenía hijos. Pero en su
casa vivía una sobrina huérfana, hija de un hermano del marido, Cecília, que era
la tercera maravilla de la familia.
Cuando yo tenía cinco años, ella tendría unos catorce o quince, y era mayor
para su edad, y fuerte y guapa, y con los años su belleza fue creciendo.
La blancura de sus dientes se veía de lejos. Al contrario de Manuel y de Ana
Bote que tenían los ojos claros, era morena y sus ojos oscuros y almendrados se
veían de lado, como los ojos de buey de los barcos, en su rostro oval, un poco
alargado, una cara clásica con todos los rasgos acentuados y ligeramente
grandes. Además era alta y firme, no era gorda pero sí un poco recia. Erguida y
fuerte, cargaba enormes cántaros de agua que todas las tardes iba a buscar a la
fuente que queda del otro lado de la vía. Había en ella un brillo de salud que
relucía en la claridad de la playa.
Su estatura y firmeza las había heredado de la familia paterna, pero era de la
tía de quien había aprendido la alegría.
Como Ana Bote, Cecília parecía vivir en continuo regocijo, un regocijo que
para mí se confundía con la gran fiesta del verano. Nos recibía de lejos con
grandes saludos, reía innecesariamente enseñando la blancura luminosa de los
dientes, mientras la tía fregaba con grandes baldes de agua de mar las casetas de
madera, doblaba y recogía los toldos que todos los días Manuel Bote armaba y
desarmaba, por ser tarea masculina que exigía altura, fuerza y ciencia de
complicados nudos.
CUANDO ME CONSIDERABA suficientemente seca, Ana Bote descolgaba mi
ropa de los colgadores de hierro que, demasiado altos, estaban fuera de mi
alcance. Y yo me ponía el vestido de lino amarillo y me giraba de espaldas para
que ella me abrochase los dos botones de presilla, y me giraba después de frente
para que me peinase con una raya bien recta.
�Después abría la puerta y allí fuera me daba un poco de menta, una rama de
romero, una rama de espliego y una hoja de limonero:
—Adiós, Ana, gracias.
—Adiós, linda mía, hasta mañana.
Yo corría hacia el toldo donde estaba mi madre y le extendía las manos para
que oliera.
—Huela, huela, mamaíta —le pedía.
—¡Qué bien huele, hija mía! —exclamaba mi madre.
—Son hierbas del jardín de Ana —respondía yo.
Me sentaba a la sombra del toldo junto a mi madre. Las olas hinchaban el
dorso y se desplomaban sobre la playa. La arena mojada brillaba. La vida era
celestemente terrestre. Donde estábamos, olía a mar y a jardín. El perfume de la
felicidad invadía el mundo.
FUE ASÍ DURANTE algunos veranos más.
Incluso cuando después de los seis años pasé a vestirme sola, Ana Bote se
acercaba a la puerta de mi caseta, y a través de la ventana, me daba una rama de
menta y de romero. Decía:
—Friéguelos bien por el cuello, en las manos y en la cabeza. Da salud y
felicidad.
Después, tendría yo entonces once o doce años, llegó un invierno en el que
Manuel Bote murió.
El verano siguiente no encontramos a Ana junto a las casetas de madera.
Había una nueva pareja de vigilantes, que además eran parientes del fallecido
Manuel Bote. Se llamaban Manuel y Maria, eran jóvenes y guapos como si en
aquella tierra para ser vigilante se hubiera de pasar por un concurso de belleza.
Ambos tenían el pelo oscuro y los ojos intensamente azules y se parecían como
si fueran hermanos, de tal forma que entre sus tres hijos pequeños era imposible
distinguir dónde estaba el parecido con el padre y dónde el parecido a la madre
porque ambos se confundían. Pero Manuel y Maria, a pesar de la juventud y la
belleza, no tenían la alegría ni el ánimo de Ana Bote.
Al salir de la playa, en una calle, encontramos a Cecília con el cántaro en la
cabeza. Iba toda vestida de negro, y entre tanto negro, el blanco de sus dientes
�relucía aún más. Habló con mi madre con la simpatía acompasada de quien está
de luto, habló con gravedad de la enfermedad y la muerte del tío. Pero a mí me
habló con las risas y los alborozos de siempre, se admiró ante mi crecimiento,
preguntó por toda la familia, hermanos, primos, asistentas.
—¿Cómo está tu tía? —preguntó mi madre.
—Ay, mal. Mal y mal. Muy mal —suspiró Cecília.
—Pobre —lamentó mi madre.
—No come, no habla, no sale de casa, no quiere saber nada. Ni el pañuelo de
la cabeza se anuda bien hecho. ¿Quién iba a decir que una mujer como mi tía se
iba a romper de esta manera? Pero se ha roto.
—Dile que mañana la iré a ver —dijo mi madre.
LA TARDE DEL DÍA SIGUIENTE, como habíamos quedado, mi madre fue a
visitar a Ana Bote y me llevó con ella.
Encontramos una mujer tan diferente que era como si hubiera cambiado no de
situación sino e identidad. Una mujer inerte, desentendida de nosotras y de las
cosas. Había envejecido y adelgazado, y el azul de sus ojos estaba desvaído y un
poco ciego. Sólo habló de la muerte del marido, pero lo hacía como si estuviera
sola y hablase consigo misma para reexaminar y entender lo que había pasado.
Antes tan atenta a todo, ahora no atendía a nada. Decía:
—Yo estaba allí de pie. De repente, cayó aquí a lo largo. Fue un estruendo.
Fue como si reventase el mundo.
Cuando salimos, pregunté a mi madre:
—¿Y ahora?
—Se habituará. Como todo el mundo.
Pero no se habituó. Su mundo era uno y no aceptaba un fallo. El trastorno había
invadido la realidad hasta sus últimos confines. La playa, la luz, el perfume de la
menta habían perdido el sentido, ya no merecían atención.
Sin embargo, pasado un año de viudez, durante algún tiempo pareció que se
recomponía. Iba y venía, se encargaba de la casa, se encargaba de las gallinas y
del jardín y del huerto. Ya no era la encargada del baño y debía de tener mucho
tiempo libre. A veces, en agosto, cuando había más bañistas, aparecía por la
mañana en la playa para ayudar a los sobrinos. Pero era evidente que en lo que
�hacía ya no ponía esmero, ni gusto, ni juego. Antes, en su trabajo existía un
elemento lúdico, una parte de teatro y libertad. Ahora sólo había tarea,
obligación.
Iba a la playa a trabajar en agosto, no porque necesitara ganarse la vida, ya
que además de la pensión del marido, tenía algunos haberes heredados de sus
padres labradores —y Cecília siempre decía: «De dinero mi tía está bien»—,
sino que iba por el deber sagrado de ayudar a la familia.
Llenaba y vaciaba las tinas de madera y limpiaba las casetas como antes, pero
sin conversación ni risas. En ella no se veía propiamente tristeza, pero sí una
pesada indiferencia.
Antes ella era la actriz que representaba la obra, ahora apenas era un empleado
del teatro.
Y así fue durante varios años.
Pero era evidente que ese puro durar se le hacía inhabitable. Por eso un
invierno comenzó a verse que Ana bebía.
Al principio bebía de tarde en tarde. Eran grandes borracheras de morirse en
las que se perdía dando tumbos por las playas desiertas de diciembre. La sobrina
salía a buscarla y luchaba un buen rato con ella hasta que conseguía arrastrarla
hasta la casa. Y era algo terrible y fantástico ver en la oscuridad de la noche a las
dos mujeres gritar y gesticular entre el estallido y el clamor del mar.
—Pero, ¿qué es lo que quiere del mar? —le preguntaba Cecília en medio de la
noche mientras intentaba apartarla de la orla de la ola por donde caminaba con la
falda negra empapada.
—Vine a llorar con él para no gritar sola.
Únicamente la salud, la fuerza y la alegría de Cecília conseguían aguantar el
mal vino de Ana. Quien al día siguiente la veía con el cántaro en la cabeza y el
rostro terso, clásico y trigueño, rosado por la mañana fría, nunca adivinaría el
combate con las furias, locuras y temporales de la noche.
Después, la bebida de Ana se tornó cotidiana, pero más comedida. Empezaba
a beber al final de la tarde, como un inglés metódico, y al terminar la cena,
apurado el último vaso, titubeaba un poco, se acostaba y se dormía.
Por aquella época recogió un cachorro vagabundo que se parecía un poco a un
cordero, y en cuyo pelo rizado y blanco se habían enredado las hierbas de la
duna. Era un perro que solamente le gustaba a ella y del que nunca se separaba.
�Con él la veíamos pasar por el camino de la playa o por las dunas, torpe,
apoyada en un palo, hablando sola, gesticulando.
Surgió entonces un asunto de herencias. Un pariente de su marido, el primo
Abílio, reclamó su parte del huerto, el terreno junto a su jardín que hacía más de
treinta años que ella cultivaba, cavaba y regaba con esmero y sabiduría.
Ana, segura de su razón y su legítimo derecho, escuchó con asombro las
argucias del abogado de la parte contraria y se quedó estupefacta y rabiosa ante
las malicias de la ley y la malicia de los parientes. Discutió como pudo, se buscó
un abogado (en el que nunca confió demasiado) y sobre todo, recurrió a otras
malicias más ingenuas y populares. En cartas aplicadamente dictadas a Cecília,
se dirigía a la gente más importante que conocía para pedir su testimonio,
influencias, recomendaciones para los jueces.
Todo esto le llenaba los días y le proporcionaba tema inagotable para las
conversaciones al atardecer con la sobrina y la obligaba a múltiples diligencias,
frecuentes visitas a sus testigos y viajes semanales a la ciudad al bufete del
abogado. Ahora había en sus días incluso un cierto ajetreo, una especie de fiebre.
—Al final —comentaba Cecília— el asunto le ha hecho bien a mi tía. Hasta
parece que haya despertado, anda más animada.
De hecho, Ana, enfrascada en sus nuevas andanzas, casi había dejado de
beber, retomó en la lucha un poco de su antigua pasión por las cosas y volvió a
cuidar de su aspecto.
—En otra época yo sentía cariño por el huerto —decía—. Pero esto era antes.
Ahora no tengo apego a nada. Si me hubieran pedido el huerto hasta lo habría
dado, puesto que son de la familia. Pero han venido con leyes y con mentiras y
han creído que me callaría porque soy vieja y estoy enferma, y esto no, a tanto
no me acobardo. Aun vieja, enferma y sin amor a nada, quiero lo que es mío por
derecho.
Además, como era sabido, Ana tenía razón. Confiando en su razón y
conservando por su amor a la vida una cierta fe en la justicia inmanente, una
mañana de marzo, vestida con su mejor ropa y con su mejor pañuelo de seda
anudado como es debido, acompañada por Cecília, salió hacia el tribunal de la
ciudad próxima. Hacía un frío fino y arisco que les dio ánimo.
Pero el juicio iba con retraso, como les explicó el abogado que, después de
instalarlas en un banco del pasillo que daba al patio del tribunal, se apartó tras
�recomendarles que se quedasen allí sentadas porque la audiencia aún tardaría
más de una hora y en su momento él vendría o las mandaría llamar. Y añadió:
—Si necesitan alguna cosa estoy allí en la sala de los abogados, al otro lado
del patio, en la última puerta a la derecha.
El abogado se fue y ellas, sin prisa ni impaciencia, se dispusieron a esperar lo
que fuera preciso, apenas un poco intimidadas por los misterios del lugar.
Primero las distrajo el número y el vaivén de la gente, el paso atareado de los
bedeles y funcionarios del juzgado, el paso decoroso de abogados que les
parecieron imponentes con sus togas negras. Y desde el extremo del pasillo
donde estaban sentadas admiraron y comentaron las divisiones espaciosas, la
altura de los techos, pero sobre todo admiraron la anchura del patio y las
columnas de piedra que en las cuatro esquinas sostenían la galería de la primera
planta.
—Esto —comentó Ana— es obra antigua y bien construida. Pero es un poco
triste. Y está bastante descuidado.
—Pues sí —coincidió Cecília—. Allí en casa no se ve tanto papel por el suelo.
¡Y aquí en la pared, qué gran mancha de humedad! ¡Y el suelo tan oscuro!
Nuestra casa es pequeña, pero no hay humedad en las paredes y el suelo está
bien barrido y bien fregado. Huele a limpio.
—Pero, mujer, nosotras tampoco tenemos tantas visitas —se rió Ana.— Ni
trabajamos con tanto papel paquí papel pallá, ¡y no hay nada que haga tanta
basura como el papel! ¿Sabes?, todo esto no me gusta. Hay algo raro.
—Sí que es raro, sí —asintió Cecília.
Y se quedaron las dos calladas.
Ana, aunque no tuviera conciencia de ello, creía firmemente que el mundo se
comprendía con los ojos.
Por eso miraba ávidamente aquel mundo de extraños, que no era el suyo, para
ver si entendía en qué estaba metida.
Su mirada iba de rostro en rostro: rostros circunspectos, rostros oscuros,
rostros ladinos con la treta sonriendo desde cada arruga, caras de personas
importantes que miran desde arriba, el rostro desenvuelto del que sabe navegar
en aquellas aguas, caras mortecinas como velas apagadas. Y aquí y allí, el rostro
agobiado, solitario y vacilante de un hombre o de una mujer que parecían
perdidos en medio de todo aquello. Pero lo que más asustó a Ana fueron los
�innumerables rostros sesgados y obsequiosos, untados de maña y disimulada
astucia.
—Cecília, ¡ya ves que aquí casi todo el mundo se parece al primo Abílio!
—Pues sí —dijo Cecília aterrada.
—¡A él y a su padre, Rodrigues!
—Allí hay uno, mira, a la derecha, que tiene el hocico igualito al de
Rodrigues.
—Válganos Señor, vámonos.
—Ay, tía, tranquila. Hablemos de otras cosas.
—¿De qué quieres que hable? No digas nada.
Y empezó a mirar. Tenía un atroz sentimiento de extrañeza, se sentía perdida
en un mundo ajeno que no podía y no quería entender.
Pero poco a poco empezó a advertir aquí y allá más caras solitarias y
angustiadas. Casi todas eran de gente pobre o modesta con el aire cansado y
extraviado del que lo teme todo y no reconoce nada a su alrededor. Y no era
solamente gente pobre o modesta. Apoyadas en una de las columnas del patio
había dos mujeres, una de cierta edad, otra muy joven. Ana vio que ambas eran
elegantes y bien vestidas. No reían, no lloraban ni hablaban. Pero sus caras
parecían de piedra y mostraban la misma angustia, la misma preocupación. Poco
después Ana vio apoyado en otra columna a un chico alto, delgado, guapo,
también bien vestido, pero su cara estaba tensa de tormento y parecía estar solo
como en el fin del mundo.
De pronto Ana se sintió todos aquellos afligidos, los pobres, los menos pobres
y los ricos, se sintió ella misma no sólo como ellos sino ellos, se sintió en su piel
y en la confusión y en la soledad de sus mentes. Y comprendió que no los podía
ayudar como tampoco se podía ayudar a sí misma. Entonces sacó del bolsillo de
la ancha falda negra su rosario.
—Tía, no esté tan preocupada —dijo Cecília al sentir la agitación de Ana.
—Aquí hay muchos afligidos —respondió Ana— voy a rezar por ellos. Ve a
dar una vuelta.
—Voy a ver si veo a nuestros testigos. Todavía no los hemos visto, ni hemos
visto a nuestras amigas, Deolinda, Inês do Bazar, Joaquina que prometieron
venir a acompañarnos.
�—Ve, pero no tardes. Solamente el tiempo de rezar un rosario. Ve ligera.
En cuanto acabó de rezar, Ana se giró hacia el patio para ver si Cecília ya iba
viniendo. Pero de nuevo, todo cuanto veía le daba una sensación de malestar y
de extrañeza.
—Dios del Cielo, ¿por qué habré ido yo a meterme en esto? —pensó.
Pero enseguida Cecília apareció con Inês do Bazar, Deolinda y Joaquina.
—Ay señora Ana, su sobrina dice que está usted desanimada. Anímese, mire
que va a ganar —dijo Deolinda abrazándola.
—Qué sé yo —respondió—. Aquí me siento tan indispuesta. Todo esto me
marea.
Joaquina e Inês do Bazar intentaron animarla. Pero Ana era impaciente y
testaruda y estar en aquel lugar le parecía insoportable.
Se levantó y dio por terminados los consuelos de las amigas.
—Aquí me siento mal. Cuando me vea fuera de aquí ni me lo creeré. Así que
me voy. Quédense aquí con Cecília para ver cómo va todo. Ustedes son más
jóvenes, tienen más ánimo para estas cosas.
—Pero tía, es mucho mejor que esté presente.
—El abogado ha dicho que no era necesario que yo estuviera. Así que me voy.
—Pero cómo ha de irse así sola. Si usted no conoce estos lugares, no va a dar
con la estación.
—Deja, que ya voy yo con ella. Me conozco estos sitios palmo a palmo.
Vengo aquí todos los meses a proveerme para mi tienda —atajó Joaquina que
tenía una tienda de paños y cintas, botones, encajes, corchetes, agujas, hilos y
dedales.
—Pues vámonos ya —dijo Ana.
Pero antes de haber dado tres pasos, se detuvo, se giró hacia las tres y
preguntó:
—¿Habéis visto a Tomé y a João? Son mis testigos, ya deberían estar aquí.
—Cuando llegamos ya estaban aquí. Llegaron dos horas antes por miedo a
algún retraso, pero después desaparecieron.
�—Bien, deben de estar a punto de llegar. Pero yo me quiero ir ahora mismo.
Díganles que me sabe mal no verlos, y que mañana los buscaré.
—Se lo decimos —respondieron Cecília y las dos amigas.
—Vamos Joaquina —dijo Ana.
Y se fueron.
Al llegar a casa, Ana, en vez de entrar, se sentó fuera en los escalones de
granito de la escalera y empezó a mirar el mar.
El sol estaba alto en el cielo, había calentado la tierra y las piedras, pero el aire
seguía fresco y sobre el mar había todavía el fino brillo del invierno. La marea
alta descendía lentamente y las olas, cuando estaban en lo alto, justo antes de
estallar, durante un instante se tornaban transparentes y verdes.
Ana respiró hondo y como era su costumbre cuando estaba sola, empezó a
hablar en voz alta. Y dijo:
—Hice bien en irme de aquel sitio excomulgado. Solo de ver estas olas y
respirar este aire ya me siento mejor. Aquí estoy bien. Nunca he tenido envidia
de nadie porque tengo esta casa frente al mar.
Después anunció:
—Voy a la playa. Después de lo que he pasado esta mañana necesito ir a la
playa.
Se descalzó y dejó los zapatos con las medias dentro en el escalón de la
escalera, atravesó el camino de tierra y grava suelta, entró en la playa, descendió
hacia el mar.
Cruzó la línea de algas, cáscaras de erizos, caracolas, conchas, trozos de
madera, trozos de corcho.
La arena mojada brillaba. Entonces Ana se arremangó bien las mangas por
encima de los codos, se recogió un poco la larga falda y entró en la orla quebrada
de la ola. Se curvó y con las dos manos en concha llenas de agua se lavó y se
fregó la cara tres veces seguidas. Cuando las manos le acercaron la cuarta
concha de agua se la bebió. Después se irguió y miró la extensión azul del mar
hasta el horizonte y dijo:
—Bendito sea Dios, ya me siento limpia de todo aquello.
Respiró hondo para sorber bien el olor del mar y se quedó quieta, embelesada
como siempre en el hinchamiento, en el desplome y en la extensión de las olas.
�Mientras estaba así una ola más fuerte le mojó la falda hasta las rodillas. Ella rió.
Pero de repente se acordó de que «todo aquello» aún no había acabado. Y de
nuevo se sintió confusa y cansada. Entonces poco a poco subió a la playa, cruzó
la pequeña entrada, cogió los zapatos que había dejado en el escalón y entró en
la casa.
En voz alta dijo:
—Cecília está a punto de llegar, he de preparar la comida.
Fue a la cocina y, con gestos mil y mil veces repetidos, encendió el fuego,
preparó la comida y puso los platos, los cubiertos, el pan y el vino en la mesa.
Después se cambió la falda, se limpió los pies y sin calzarse fue al jardín a
tender la falda mojada en la cuerda. Dio una vuelta por el huerto, cogió
hierbabuena y perejil y volvió a entrar, observó las cazuelas y puso la
hierbabuena en la sopa, en el arroz puso el perejil y le dio una vuelta con la
cuchara de madera.
Después se quedó sin nada que hacer. Se sentó en una silla en la salita de la
entrada. Revivía sin cesar las imágenes del patio del tribunal y un mal presagio
le pesaba en el pecho.
Esperó una hora. Apenas Cecília entró, entendió que había ido mal.
—¿Y? —preguntó Ana.
—Ay tía, no traigo buenas noticias —respondió Cecília.
Se sentó frente a Ana y empezó a llorar.
—No llores. ¿Qué es lo que fue mal?
—Sus testigos —dijo Cecília entre sollozos.
—No llores, cuéntamelo —dijo Ana.
Entonces Cecília empezó a explicar que en el tribunal João e José parecían
trastornados, respondían mal las preguntas que les hacía el juez: se quedaban
callados y cuando respondían su voz era apagada y las respuestas torpes.
Después, cuando el abogado del primo Abílio los interrogó, no acertaron una, lo
confundían todo. Cuando el juicio acabó, el abogado la había llamado a parte y
le había dicho que le parecía que todo iba a ir muy mal. Le preguntó si los
testigos de Ana habían bebido. Ella había contestado que João y Tomé eran sus
vecinos desde hacía muchos años y que nunca los había visto con vino de más.
Eran dos hombres muy formales y muy serios. Pero el abogado había comentado
�con aire dudoso: «En el tribunal parecía que habían perdido el norte». Ella había
preguntado si estaba todo perdido, él había respondido que tenía que pensar
mejor en eso, pero que había que esperar que saliera la sentencia. Y al final había
añadido que todavía había esperanzas y que si perdían, podían recurrir la
sentencia.
Cuando Cecília terminó de hablar, Ana se quedó muda y con aire sombrío y la
cara un poco pálida.
Hubo un largo y pesado silencio hasta que Cecília, habituada al genio
hablador y explosivo de la tía, se asustó de tanta mudez. Preguntó:
—Ay tía, ¿se encuentra bien? Está tan blanca.
—No estoy bien, ¿cómo quieres que esté bien?
—Ay, pero no se enfade —dijo Cecília—. Si se pierde se puede recurrir.
—Si se pierde, perdí y no recurro. Se acabó. No quiero saber nada de
tribunales, ¿has oído? —respondió Ana exaltada—. Y hoy no me hables más de
esto. Vamos a comer.
Cecília se quedó callada y fue a servir los platos de sopa. Comieron en
silencio sentadas una frente a la otra en la mesa de la cocina. Al final dijo:
—Voy a mi tarea.
Y Ana fue a sentarse en el sillón de la salita en frente del retrato del marido.
Era una fotografía grande y bonita que un día de un verano antiguo le hizo y
se la ofreció un veraneante muy celebrado por su talento fotográfico. Hasta había
hecho una exposición en Oporto y había sido muy elogiado en los periódicos. Y
una vez más Ana, como todos los días, se perdió arrebatada por la
contemplación del retrato. La modulación sutil de la fotografía en blanco y negro
era fiel a su memoria. Allí estaba Manuel Bote, en el estallido de la ola, bello,
firme y distante como un dios del mar rodeado de la luz viva de la mañana
marina. Allí como en su memoria nada había mudado el instante eterno, apenas
lo tornaba intocable y distante. Y de nuevo la imagen del hombre, del mar y de la
luz llevaron a su boca el mismo antiguo sabor de sal y de alegría.
Y sentada en el sillón Ana sonrió. Pero poco a poco su sonrisa se deshizo: le
pareció de repente que algo había cambiado y que ahora su marido la miraba con
una mirada triste y severa. Ella reconoció la acusación.
�Entonces bajó la cabeza y su corazón se apretó. Desesperada, se culpó a sí
misma. Lo que le dolía no era perder su huerto. Lo que le dolía era haber
arrastrado a Tomé y a João en aquella aventura. Sabía que aquel día había sido
para ellos una humillación que no olvidarían nunca. Y no soportaba que aquellos
hombres que siempre había visto serenos y con la cabeza levantada se hubieran
mostrado ahora confusos y cabizbajos.
Lo que le importaba a ella no era perder la causa, sino mantener intacto el
orden del mundo tal como ella lo imaginaba.
Sentada, miraba hacia fuera a través del cristal de la ventana, un cristal un
poco opaco de sal, pero por el que centelleaba el vaivén del mar. Y en el azul de
las aguas, en el brillo irisado de la luz, en el recuadro de la ventana, en el
temblor de las hierbas salvajes de la duna intentaba encontrar una salida para su
remordimiento, una abertura.
AQUELLA MISMA MAÑANA, cuando Ana iba a la estación con Joaquina para
volver a casa, un amigo suyo, el ebanista Zé Vieira, que había ido a la ciudad
para asistir al juicio y de paso comprar un cepillo nuevo que necesitaba,
terminada la compra, se dirigió hacia el tribunal. Pero en la rua Nova encontró a
un conocido que le dijo que el juicio iba con retraso.
Zé Vieira, al ver que todavía tenía tiempo, decidió que se sentaría en una
terraza para distraerse un poco y tomar un café. En cuanto entró en el bar Maré
vio a Rodrigues con su bigotito, con dos hombres que estaban de espaldas a la
puerta. Le pareció que Rodrigues fingía no verlo y que, nada más verlo, había
llamado al camarero y pedido la cuenta.
Zé Vieira, al que no le gustaba Rodrigues, también fingió que no lo veía, se
sentó en el otro lado de la sala y, pasado un minuto, llamó al camarero. Este, que
ya le llevaba la cuenta a Rodrigues, le hizo una señal para que esperase.
Como era un impaciente, Zé Vieira empezó a tamborilear con los dedos sobre
el mármol de la mesa. Y sin querer mirar hacia la zona de Rodrigues, bajó la cara
y observó sus propias manos ágiles y finas, de ebanista. Sonrió al acordarse de
que Ana le había dicho muchas veces: —¡Zé, tienes unas manos bien
inteligentes! Y él siempre le respondía: —Es que esto de ser ebanista espabila a
la gente.
Después sintió el ruido de las sillas. Levantó la cabeza y vio que Rodrigues ya
se dirigía a la puerta, pero con estupefacción vio que tras él iban Tomé y João. Y
�al seguirlos con la mirada hasta que salieron, se dio cuenta de que iban dando
tumbos. Entonces observó la mesa en la que habían estado y la vio llena de vasos
y platitos.
En ese momento llegó el camarero con el café, y el ebanista, para tirarle de la
lengua, comentó:
—¡Pues sí que han bebido sus feligreses!
—¡No se imagina! —respondió el camarero— y mire que el del bigotito sólo
ha bebido dos cafés y un vaso de agua. Pero no ha dejado de empujar a los otros
dos para que bebieran más. Pedía platitos de aceitunas bien saladitas, una más,
otra más. Vinho verde de Amarante bien fresquito y un vaso más señor João y un
vaso más señor Tomé, y ahora vamos a probar el verde de Ponte da Barca. Y
después de tantos vasos, el señor João y el señor Tomé que habían llegado tan
compuestos y arreglados ¡estaban totalmente averiados!
El ebanista entendió en seguida que el propósito de Rodrigues era
emborrachar a los dos testigos. Enervado, se bebió el café de un trago, pidió otro
con un vaso de agua y la cuenta, pagó, dio las gracias y salió corriendo hacia el
tribunal. Pero cuando llegó allí el juicio ya había empezado.
Cuando Cecília salió Ana se dejó caer en la silla, tanto rumiando su disgusto
como cavilando en la divagación de sus recuerdos. Lentamente empezó a
oscurecer, pero no encendió el candil colgado del techo: no le gustaba aquella
luz que, como siempre decía, lo volvía todo grisáceo. Pero le gustaba quedarse
en el anochecer y mirar a través del cristal de la ventana la lenta transformación
de la luz que fuera se reflejaba oblicua sobre el mar.
Hasta que de repente, Cecília entró y encendió la luz eléctrica, se sentó a su
lado, dijo que se había encontrado con el ebanista y le contó todo lo que este le
había dicho, y acabó diciendo:
—José Vieira dice que si usted pierde el juicio y quiere recurrir, él será su
testigo. Y cree que el camarero del bar Maré también estará dispuesto a ir, si se
lo piden. Espero que ahora, si pierde el juicio, recurra.
Ana primero se quedó callada: la historia no le sorprendía, ya se esperaba
cualquier cosa. Y después de un breve silencio respondió:
—No recurro.
—Pero tía, usted siempre ha dicho que quería justicia, ¿y ahora no quiere
justicia para sí misma?
�Airada, Ana se levantó:
—Quiero justicia pero sólo a mi manera. No quiero nada más con el tribunal,
ya lo he dicho. No me enojéis más. Yo tengo razón, no necesito que me la den. Y
dejadme ir al huerto. Que nadie me hable más de esto.
AL DÍA SIGUIENTE POR LA TARDE, cuando Cecília se fue a la fuente, Ana se fue
sola a casa de Tomé y le pidió que llamase a João que vivía al lado. En cuanto
llegaron, les pidió que se sentaran frente a ella y dijo:
He venido a agradecerles que hayan ido de tan buena voluntad al tribunal para
defenderme. Les pido disculpas por haberlos metido en estos problemas. Me han
dicho que ambos se habían quedado preocupados y con miedo de no haber
hablado bien. Pero no se preocupen. El abogado me ha dicho que hablaron bien.
Además, si pierdo el juicio no será por eso. Será por otras complicaciones que
han surgido y que el abogado me ha explicado pero que yo no sé explicar. Soy
muy incapaz para esas cosas. Pero si pierdo, pues perdí y no recurriré. No quiero
saber nada más de tribunales. Tengo razón y por eso no necesito que me la den.
Y ya no me duele nada el huerto. Trabajarlo me cansaba y ya me cuesta andar
curvada sobre la tierra, me marea. Ahora lo que me da alegría es sentarme en los
escalones de mi casa y ver cómo crece la marea, o caminar junto al mar o mirar
las rocas durante la marea baja. Y me da alegría saber que tengo buenos amigos,
leales y verdaderos, como ustedes dos. Tenemos mucha suerte de vivir en una
tierra tan bonita. Aquí huele a mar y a fruta. Aquí todo es hermoso y perfumado.
Son bonitas nuestras casas, tan blancas y bien encaladas. Y son bonitas las casas
grandes de los ricos. Mi preferida es la casa de la señora D. Luísa, con aquella
terraza sobre el mar y aquella escalera de piedra y la verja hecha de listones de
madera cruzados y pintados de verde. Un día le dije: «Ay, señora D. Luísa, es tan
bonita su terraza, es bien buena para ver la puesta de sol. Qué pena que no pase
usted más tiempo aquí», y ella respondió: «Mira Ana, cuando yo no esté ven tú
por mí, siéntate en mi terraza a ver la puesta de sol: la casa está cerrada pero la
cancela de la terraza solo tiene un pasador.» Y así, ahora, muchas veces me
siento allí, está más alto, se ve mejor. Pero también es hermoso el pinar de la
iglesia, y el jardín de la condesa, y tantos soportales, y tantos balcones y terrazas
como hay aquí. El señor arquitecto suele decir: «Esto es una tierra hermosa
porque no hay aquí nada feo». ¿Saben ustedes? solamente vivir aquí ya es una
felicidad. ¿Para qué quiero yo el huerto si tengo todo esto?
�Y a medida que hablaba y a sí misma se convencía con la certitud de sus
palabras, Ana fue viendo que también convencía a Tomé y a João y que sus caras
se iban serenando. Aliviada de sentirlos aliviados se despidió de ellos con
muchos abrazos y palabras alegres.
DESPUÉS, LOS MESES FUERON PASANDO hasta que salió la sentencia. Ana
había perdido el juicio, y, como había prometido, no recurrió.
Parecía impávida y nadie le vio una lágrima ni la cara ensombrecida ni le oyó
un lamento. Pero entre el cuchillo vivo del antiguo disgusto, la confusa
desilusión ante el desorden del mundo, la desocupación y los vientos aulladores
del invierno, poco a poco empezó a beber.
VIVIÓ UNOS AÑOS MÁS TODAVÍA, torpe, casi siempre con algunas copas de
más. Por las tardes, ella y el perro recorrían las dunas, la terraza, la playa.
Hablaba sola, discurseaba al viento, interpelaba a la gente que pasaba,
amenazaba con su palo a los desconocidos.
Cuando la veían, las vecinas movían la cabeza y suspiraban. Y aunque de lejos
ella las llamase a gritos, apenas una o dos se aproximaban.
Cuando cayó en cama duró poco.
Al tercer día de la enfermedad Cecília se dio cuenta de que empezaba a
respirar mal.
—¿Qué tiene, tía? —preguntó preocupada.
—Me voy a morir —respondió.
Se quedó un instante callada. Después miró a Cecília y dijo:
—¿Sabes? si tu tío estuviese vivo yo no me moriría.
Y no volvió a hablar.
EN SU HUERTO SE CONSTRUYÓ un palacete de estilo pretencioso que desfigura
toda la línea de la costa hasta los últimos confines del horizonte.
1996
�MOBY DICK EN LISBOA [9]
JOSÉ SARAMAGO
TRADUCCIÓN DE IGNACIO VÁZQUEZ
¿SE ACUERDAN? MOBY DICK es aquella gigantesca ballena blanca que el
capitán Ahab persigue en las páginas de la novela de Herman Melville. Es —
dicen los exegetas autorizados de la obra— una encarnación del mal, sobre el
que se obstina, sordo a consejos y razones, el odio de Ahab. A lo largo de
centenas de páginas, nos enteramos de todo lo que hay que saber acerca de la
caza de la ballena en el siglo XIX y de cómo se hace una obra maestra literaria.
Moby Dick, ahora título de libro, es probablemente la novela más importante de
toda la literatura norteamericana.
Pues sí, Moby Dick vino a Lisboa. Llegada del vasto Atlántico, apareció en
alta mar, en una mañana nublada, enferma, herida de muerte, tal vez perdida
entre desencontradas corrientes. Volvió hacia la ciudad los ojos fríos y redondos,
y su pequeño cerebro registró difusamente la ondulación de las colinas, que
confundió con enormes olas cargadas de corales sueltos. Se asustó del gran
temporal y quiso volver atrás, pero la marea, que subía, la empujaba hacia el
interior del estuario. Los delfines rodeaban la gran masa medio muerta que
rodaba con el balanceo de los movimientos pausados de la cola. Comenzaba el
funeral del gigante.
Por la orilla del río, los automóviles acompañaban el lento avance de la
ballena. Había anteojos observando, muchos de ellos solo habituados a enfocar a
coristas en el Parque Mayer o a primas donnas en el São Carlos. Y los
pescadores con hilo miraban avergonzados aquella especie de isla flotante que
resollaba a intervalos. Todo el río era pasmo y asombro. Solo las gaviotas, que
separan todo lo que flota en dos categorías, lo que se come y lo que no se come,
evaluaban, ávidas, en su aleteo incansable, la calidad del manjar, y gritaban a los
cuatro vientos el comienzo de una era de abundancia.
�Moby Dick iba perdiendo fuerzas. Ya la corriente la desviaba hacia la orilla,
hacia la ignominia del varamiento definitivo, hacia las aguas bajas,
contaminadas por las heces de un millón de seres humanos. Si la ballena no
fuese un animal ciertamente obtuso y sin memoria, vendría ahora a colación el
recuerdo de los grandes y abiertos mares por donde había navegado en el tiempo
de su robustez. Pero el cuerpo medio hundido se descomponía, la piel estallaba y
se empapaba de agua, mientras sus ojos turbios apenas distinguían los pequeños
barcos que la mareta sacudía y los curiosos que en su interior disparaban
máquinas fotográficas contra la primera ballena de sus vidas.
Nadie reparó en el minuto exacto en que Moby Dick murió. Su inmenso
cuerpo se estaba extinguiendo poco a poco, ahora este lado del dorso, ahora
aquella aleta, luego la cola, la cabeza informe, hasta que una célula remota,
perdida entre los grandes arcos de las costillas, se disolvió en la masa fétida que
lo invadía todo. Los curiosos se alejaron tapándose la nariz, los barqueros dieron
impulso al inesperado negocio aunque de corta duración, y la ballena se quedó
sola, inmóvil, mientras las aguas del río se agitaban a su alrededor, y debajo, los
peces atacaban el vientre liso y vulnerable.
La ciudad, esa noche, conversó mucho. Al día siguiente, los periódicos
afirmaron que la ballena sería quemada. No lo fue. La remolcaron hacia la plaza
y la deshicieron en trozos. Había vivido su tiempo, y había acabado de manera
triste, degradada, como un simple erizo al que el oleaje lleva rodando a la playa.
Y yo pregunto: ¿Qué extraño caso o presagio trajo hasta aquí, desde tan lejos,
a este animal? ¿Por qué vino Moby Dick, entre dos náuseas, a morir a Lisboa?
¿Quién me dirá el porqué?
Notas
[9] De A bagagem do viajante, 1973.
�LA ISLA DESIERTA[10]
JOSÉ SARAMAGO
TRADUCCIÓN DE IGNACIO VÁZQUEZ
POR HABERLE IDO CON DEMASIADAS EXIGENCIAS al comandante del barco
que me transportaba, fui desembarcado en una isla desierta. Me dieron alimentos
para quince días o quince años (nunca llegué a averiguarlo con exactitud), armas
y municiones (bombas atómicas incluidas) y de los placeres del barco
consintieron en que me llevase un libro y un disco. Escogí el Quijote y el Orfeo.
Será necesario explicar por qué. Iba a vivir solo, y en paz, si fuese posible. Iba a
tener mucho trabajo y pocas distracciones. Por lo tanto, no había mejor libro que
el Quijote, que hace reír y tiene una Dulcinea inexistente, y el Orfeo, que hace
llorar y tiene una Eurídice muerta. Con esta deliberada ausencia iba a poblar mis
interminables noches.
Así viví en la isla desierta. No sé cuánto tiempo, pero fue más de quince días y
menos de quince años. No llegué a recorrer toda la isla, pero sé que estaba
desierta porque, si no lo estuviese, no me habrían desembarcado allí. Perdí el
habla por la costumbre de no hablar, y con eso di un poco de silencio al mundo.
A excepción del canto de los pájaros y del rugido de un animal feroz (nunca lo
vi, pero, por el rugido, era ciertamente feroz), no se oía en la isla nada más que
las invocaciones desesperadas de Orfeo y las carcajadas de Sancho Panza. Don
Quijote, ese, paseaba todas las mañanas por la playa fragante de algas y sal, cada
vez más delgado, montado sobre los huesos de Rocinante. Por la noche, subía a
una piedra alta y permanecía allí contando las estrellas. Sujetaba en el brazo
izquierdo el yelmo de Mambrino, vuelto del revés, y así daba cobijo a la pequeña
ave que se había habituado a dormir en él. Con la lanza en la mano derecha, Don
Quijote velaba el sueño del pajarito. De vez en cuando, soltaba un suspiro. No
llegué a preguntarle por qué razón suspiraba, ya que, mientras tanto, había
llegado al final del libro.
�En buena paz vivimos los cuatro en la isla desierta. Un día, llegó a la costa
una caja grande. Mientras la abría, se juntaron a mi alrededor mis compañeros.
No estuvieron mucho tiempo: pronto vieron que no venía en ella Eurídice, ni
Dulcinea, ni barril de vino. Cada cual volvió a sus quehaceres, mientras yo me
devanaba los sesos para saber qué era aquello. Tenía luces que se encendían y se
apagaban y parecía que respiraba. Fue más tarde, cuando la vida en la isla
empezó a modificarse, que descubrí que se trataba de un ordenador, cerebro
electrónico o de la familia. Lo sabía todo, no yo, claro, sino la máquina. Por lo
menos hacía compañía. Lo peor fue que se acabó nuestra perfecta anarquía.
Orfeo solo podía llorar a ciertas horas, la avecilla de Don Quijote fue acusada de
transmitir la psitacosis (y no era un papagayo, lo juro), y Sancho Panza tuvo que
abandonar los proverbios y aprender inglés. En cierto modo, salimos ganando
con estas y otras modificaciones, pero persistió en todos nosotros una inquietud,
que era casi una enfermedad y que el ordenador no supo curar. Fue esa, si mal no
recuerdo, su única demostración de ignorancia.
Lo que el ordenador hizo conmigo es mejor no mencionarlo. Me demostró que
yo estaba equivocado en todo cuanto había sido mi razón de ser y de sentir. Que,
por el contrario, el comandante del barco había tenido mil razones para
desembarcarme, y que la isla desierta no era tal, porque él, ordenador, estaba allí.
Que el hombre (el hombre en general, y yo en particular) es solo un buen chiste,
incluso cuando (o, sobre todo, cuando) llora, sufre, ríe o sueña.
De modo que morí. El ordenador continúa allí. Pero yo tengo grandes
esperanzas. Si Dulcinea consigue un cuerpo y Eurídice resucita, este mundo
todavía es capaz de volverse habitable.
Notas
[10] De Deste mundo e do outro, 1971.
�LOS NAVEGANTES
SOLITARIOS [11]
JOSÉ SARAMAGO
TRADUCCIÓN DE IGNACIO VÁZQUEZ
ESTE MUNDO TIENE COSAS. Confiese, lector, que vale la pena andar por aquí.
Difícilmente se obtendría, en cualquier rincón del universo, espectáculo más
variado, todo en lances imprevistos, embarulladas situaciones, encuentros
inesperados, salidas falsas y entradas a destiempo. Y rábulas.[12] Los escritores
que se dedican a la ciencia ficción no han conseguido, hasta ahora, que yo sepa
(y me vanaglorio de saber algo del género), crear un mundo que se asemeje al
nuestro en grado de excentricidad. Hasta el punto de que me dejan, a mí, frío e
indiferente, incluso cuando aprietan el pedal amplificador de los monstruos
verdes y monoculares o de las algas hablantes. Ya soy sensible a las
imaginaciones poéticas, pero eso, más que cierto, es prejuicio de clase.
Viene este preámbulo a propósito de los navegantes solitarios. En otro tiempo,
admiré ciegamente a estos hombres, su coraje, el desprendimiento con que se
dejan ir entre mar y cielo, entregados a sí mismos y a la fortuna, que tanto
protege a los audaces como fríamente los elimina. Aún hoy les reservo un rincón
del corazón. Es verdad que admiro a toda la gente que se atreve a lo que yo, por
mí mismo, no soy capaz de hacer, pero estos navegantes me merecen estima
especial, o no sea yo descendiente de un pueblo de marineros.
Alguna que otra vez, el navegante se pierde en la inmensidad de los océanos.
Y aquí es donde tiene cabida la frase que abre esta crónica: «Este mundo tiene
cosas». Porque, solo que el navegante se atrase veinticuatro horas en la próxima
escala, es cierto y sabido que el mundo entero cae en una terrible inquietud,
pierde el sueño y pasa a alimentarse de la primera página de los grandes y
pequeños periódicos. Todo el mundo quiere ayudar de alguna manera, telefonear
a los bomberos o a los hospitales, arrimar el hombro. En espíritu, todo el mundo
�se dirige al muelle o a la playa a mirar el océano, a ver si asoma la vela. Y no se
habla de otra cosa. Estas dos palabras (navegante y solitario) están llenas de tal
prestigio que, decirlas u oírlas, es como sentir un viento de heroísmo agitando
los cabellos y las corbatas. En un instante, el mundo se llena de héroes sin
oportunidad ni empleo.
Y la cosa no acaba ahí. Van escuadras al mar, elevan el vuelo helicópteros y
aviones, se gastan ríos (mejor diría, océanos) de dinero, todo para encontrar al
navegante perdido o indiferente. La humanidad se siente regenerada,
humanitaria. Dará la sangre, la bolsa, yo qué sé qué más, para recuperar la
serenidad y al navegante. Mientras dura el trance, la tierra es un concierto de
armonías que llena los espacios infinitos de concordia y de paz. Entonces, es
bueno vivir.
Casi siempre, el navegante aparece. Se había desviado de la ruta, había pasado
un tifón, había tenido una avería en la radio, había tenido, tal vez, ganas de
cortar definitivamente con el mundo, ¡yo qué sé! Se produce un grande y general
suspiro de alivio, tan sincero que nadie piensa en preguntar, siquiera, quién va a
pagar los gastos. No importa. De tal manera nos habíamos identificado con el
navegante, que es como si el barco fuese nuestro y nuestra la aventura.
Este mundo tiene cosas. Porque mientras tanto, y antes, y después, pasan
todos los días por nuestro lado otros navegantes solitarios, enfermos unos,
desafortunados otros, sin casa ni trabajo, sin alegría, sin esperanza; y nadie cruza
la calle para decirles: «¿Estás perdido, amigo? ¿Estás perdido?».
Notas
[11] De Deste mundo e do outro, 1971.
[12] Abogado indocto, charlatán y vocinglero (N. del T.)
�VIAJE A LA ISLA
DE SATANÁS
JOSÉ CARDOSO PIRES
TRADUCCIÓN DE ISABEL SOLER
BREVE NOTICIA
DE LA ISLA DE SATANÁS
Y DE LOS VERDADEROS SUCESOS
QUE EN ELLA OCURRIERON
ahora puestos por escrito
según los testimonios
de los navegantes
y de los registros
que los certifican
En Descobrimentos portugueses, Jaime Cortesão
cuenta que la isla de los Satanases
se situaba en relación a la costa portuguesa
según la Carta Náutica de 1424.
A LOS VEINTIOCHO DÍAS del mes de julio de 1969 largó de este puerto de
Lisboa el yate Ponta de Sagres cuya descripción es la que sigue:
Navío a vela y a motor diesel Penta Volvo 120 hp. con navegación electrónica
GPS Auto-Helm, piloto automático y giroscopio de aileron. Largo: 65 pies.
Mástiles génova y mayor enrollable. Fecha de construcción: 1963. Matrícula LS 326, de la Capitanía del Puerto de Leixões.
Era propietario y skipper de la embarcación Álvaro Vaz, ingeniero y
empresario emplazado en Lisboa, que llevaba bajo su mando al licenciado João
de Viana, armador en Viana do Castelo; a Gonçalo Soares Pontevel, benedictino
del monasterio de Singeverga a quien competía recoger el relato de este viaje de
recreo, e Inácio Rita, o Inácio da Rita José, marinero con título de patrón de
�costas. Como invitada iba a bordo Naia (Maria do Aires) Garcia Valdez,
decoradora y anticuaria con establecimiento en la calle D. Pedro V de Lisboa.
Horas antes de la partida, a ella y a toda la tripulación del velero extendió Dios
su bendición en una misa celebrada en la ermita de Nossa Señora do Restelo por
el referido hermano benedictino.
Desde ese templo en la colina de Belém donde tuvo lugar la ceremonia, los
navegantes y los amigos que los acompañaban para despedirlos descendieron
hasta la dársena del Bom Sucesso. Allí se encontraba el Ponta de Sagres
debidamente aparejado para zarpar, de una blancura por así decir festiva, como
registra, nada más abrirlo, el diario de a bordo que fray Gonçalo escribió con
dedicación, pegándole fotografías decoradas con orlas y dibujos como si se
tratase de un libro iluminado. Movido por la pasión a la fotografía, el fraile, que
años antes había renunciado a la carrera de arquitecto para consagrarse a la regla
de San Benito, añadió al relato del viaje algunas centenas de metros de película
en color, y suerte que se sirvió de esa afición, reconocemos ahora, porque si del
justo escrito se hacen muchas veces lecturas de mala fe, el retrato de la realidad
se toma con rigor incontestable. Siendo así, congratulémonos porque la imagen
se haya juntado aquí a la palabra para que se aclare la visión del mundo como
verdad y razón ad perpetuam memoriam.
Largaron velas los navegantes una mañana de aguas cristalinas y justo en
medio del Tajo aparecieron dos delfines delante de ellos como si, entre fiestas
inocentes, les abrieran camino hasta la desembocadura. «Es la primera vez que
veo delfines en este río que conozco desde la infancia», escribió fray Gonçalo en
el diario. En camisa y con la barba rala orientada hacia el horizonte, parecía un
universitario regatista de vacaciones; o bien, por el silencio meditabundo de la
mirada, un navegante de conciencias, como hubiera podido observar Naia Valdez
con aquel humor suyo tan privadamente felino.
El faro do Bugio vio pasar el yate con todos los viajeros en la proa. Aquella
torre era un esqueleto que chorreaba limos de centinela al océano. Detrás
quedaba Lisboa posada en un estuario de escamas centelleantes que el fraile
imaginó haber sido navegado un día, Tajo adelante, por Messere Damião de Góis
(1502-1594), embajador de las artes y las ideas, rumbo al Atlántico, a las
Holandas, las Germanias y otras Europas, montado en un delfín de bronce.
DE UN FANTASMA EN LA CORRIENTE
QUE ANUNCIABA LA IRA DE LAS PROFUNDIDADES
Y OTROS AVISOS A LOS NAVEGANTES
�
Iban con la ruta trazada hacia las Bermudas, ese archipiélago de esmeraldas
depositadas sobre un banco de coral que Álvaro Vaz conocía por lecturas y que
durante el viaje anticipaba a los compañeros como una geografía de sorpresas.
En el mar y en la navegación está el sueño de llegar, y el skipper del Ponta de
Sagres siempre que demandaba puertos desconocidos se los imaginaba más allá
de la proa del velero en representaciones que había aprendido en álbumes de
fotos, videos y enciclopedias o en reportajes del National Geographic. Navegaba
así entre dos cartas, la de una Imago Mundi a veces científica y otras veces
aventurera, y la de la Orbis Rigorosa del arte de marear, y nada de eso era un
estorbo para su navegación, dado que un comandante que anda con pies de mar
es capaz de llevar su navío hasta la cima de una montaña. Adelante, por tanto, y
que San Cristóbal de los Viajeros les abra camino con el bastón de su augusta
providencia.
Adelante, es decir, rumbo SO , justo a lo largo de la costa pillaron dos días de
nortada con olas de cuatro metros y viento de fuerza cinco que los obligó a
amuras cortas. Dos días cabalgando olas altas es algo terrible de vencer, pero por
suerte, trincando el timón y con velas firmes, se guardaron de estragos y
desesperos; y con la conciencia de haber cumplido entraron en mar favorable,
mar manso, mar de estaño y cada vez más calmo a medida que se iban
aproximando al paralelo 30 entre Madeira y las Canarias y guiñaban hacia el
oeste como mandaba la carta de a bordo. Dios abrió su mano de luz sobre el
océano, lo apaciguó y condujo el velero por un suelo de milagros donde se
levantaban bandadas de peces voladores, escribió el monje de Singeverga
sentado en la cabina frente a la imagen de una Virgen de Neptuno que nunca
había visto en el Libro de los Benditos.
Esta virgen, Sancta Virgen de Neptuno Mar y Furias, se podía leer en un arco
de letras doradas por encima de ella, era una litografía popular en moldura de
madera empobrecida que Álvaro Vaz había descubierto hacía tiempo en un
mercado de trastos y antiguallas en Port of Spain y que, en su calidad de skipper,
capitán y maestre, la declaró patrona del Ponta de Sagres. Mexicana, por el calor
de los colores y el vigor carnal, según el parecer de Naia Valdez, o peruana,
según Álvaro Vaz, sería una santa apócrifa, de eso no tenía la menor duda la
anticuaria-decoradora; y quizá por no tenerla, a veces se acercaba a ella y se
santiguaba.
Se sabe[13] que se discutió con el monje Gonçalo de Singeverga, para quien la
imagen tenía el aire campesino de ciertas figuras indias. Descalza pero coronada
�como una emperatriz, la Virgen se erguía sobre una ola de espuma donde
espiaban cabezas de serpientes marinas y en los brazos mecía un pez plateado. El
pez podía ser allí un símbolo de fecundidad, observaba Naia; o incluso un
símbolo fálico, como se daba en ciertas tribus de Centroamérica, en Guatemala,
salvo error. Era posible, fray Gonçalo no decía que no, pero en contraposición a
esas figuraciones, recordaba que el pez era el símbolo primitivo de la cristiandad
y de la Eucaristía.
A él, lo que más le impresionaba de aquella virgen eran las largas trenzas
negras que le caían sobre el manto, del que aparecía un pecho redondo,
matriarcal. Naia miraba y confirmaba, más que las trenzas, era el pecho, la
maternidad fecunda, eso sí le parecía claramente simbólico; y más que el pecho,
lo que ella admiraba, o mejor, lo que la seducía, era el aire terreno y pagano de la
santa, con aquella mirada negra muy densa, de cejas marcadas y casi unidas que
le recordaban a la Frida Kahlo de Diego Rivera. Gonçalo ciertamente conocía a
Khalo, la diosa del Rivera de los murales de los pobres y de las comitivas de
campesinos, pero para Naia esa mujer era única y deslumbrante, alguien que
valía la pena. Un caso, verdaderamente un caso.
Hacía tres días que singlaban con viento manso y cielo limpio, el odómetro no
marcaba velocidades superiores a 6 ó 7 nudos. En el púlpito de la proa
conversaban de política y de negocios Álvaro Vaz y João de Viana, sobrevolados
por peces voladores que se levantaban al paso del velero. En el combés, rendida
al sol sobre un albornoz rojo, Naia escuchaba el Carmina Burana de Carl Orff en
el radiocasete de Gonçalo: la magia de esa cantata y la anchura de sus ecos
gregorianos, in trutina, in trutina, obumbrata et velata, la recorrían como una
brisa muy íntima, un Coro del Destino tocado con címbalos y arpas, Fortuna, oh
Fortuna, oh Cantiones Prophanae.
En biquini y fumando Gitanes allí muy lejos, mostraba un cuerpo consciente
de sí mismo, un cuerpo vivido pero sereno como una constelación solar, si se le
puede llamar así. Por las únicas imágenes que hoy se tienen de ella, y que son las
fotografías que sacó el fraile en el muelle poco antes del embarque, le vemos
cara de distancia o de indiferencia, como la de esos que llegan y miran y nunca
se interrogan. El marinero Inácio, por ejemplo, como criatura de mar y soledad,
pasaba junto a ella con una ausencia calculada, pues distancia con distancia se
paga y él nunca fue hombre de dar viento a velas trabadas.
Así iba el Ponta de Sagres. Rayaba el océano con un lento hilo de espuma que
seguía paralelo al trópico para, veinte grados más al oeste, ascender en dirección
a los Sargazos, esa pradera fluctuante a la que los navegantes del mil quinientos
�llamaban Mar da Baga,[14] decía João de Viana mientras prolongaba la mirada en
el humo del cigarro. Por la noche, con el cielo de terciopelo y la luna atenta, él y
todos los viajeros del yate conversaban al raso, pasaban el rato con gracias y
chistes, contaban sucesos vividos en tierra y otras curiosidades circunstanciales.
La paz, diréis, el cielo pululante de ángeles. Y aquí abajo, en el combés de un
velero, se oía la voz de Naia: un fado, casi siempre,
Se uma gaivota viesse
trazer-me o céu de Lisboa
no desenho que fizesse,
nesse céu onde o olhar
é uma asa que não voa,
desmorece e cai no mar.[15]
y era una voz áspera pero racée, comentaba Álvaro Vaz, vachement racée, una
voz recortada a la luz de la luna con una amargura de destino y desafío. Naia, la
del cantar áspero y el rostro soberano, roguemos a Dios para que la tenga a esta
hora en su gloria entre la corte de querubines, porque de ahí a pocos años se la
iba a llevar la muerte en otro viaje, esta vez en tierra firme.
Curiosamente, apenas se encuentra una única referencia a este personaje en el
diario del Ponta de Sagres, de modo que hoy nos podemos preguntar si no habrá
sido más que una sombra perdida surcando el océano. Tampoco la vemos en las
fotos ni en las filmaciones del viaje, ahora nos damos cuenta de eso. Fuera del
yate sí: la Asahi-Pentax del fraile la captó en el muelle mientras se despedía de
los amigos, pero una vez a bordo la redujo a señales de ausencia. Por algún
lugar, un poco desenfocado, aparece un brazo que se mueve junto al palo mayor
del yate, por detrás del skipper, del monje y del armador de Viana en una
instantánea descuidada, un brazo que se diría que era de ella, de Naia. En
realidad, ¿por qué de ella y no del marinero Inácio que tampoco está presente en
la foto? Por otro lado, en la filmación aparece un albornoz rojo extendido en el
combés; que era suyo, está más que probado; y lo vamos a reencontrar en otro
plano, extendido a lo largo sobre una silla de lona o colgado en la puerta de la
cabina como si fuera la forma de su cuerpo dejado atrás con prisa. Y hay unas
gafas de sol y un paquete de Gitanes olvidados en algún retrato que son otros
restos de la presencia de esta mujer. Anotémoslos como señales de una figura
que el objetivo no consiguió apresar por entero, seducido por la autonomía que
�le era propia a esta mujer. Un albornoz rojo, unas gafas de sol, un gesto suelto en
el aire: fragmentos de alguien, denuncias.
A pesar de eso, las fotos y la filmación que el benedictino de Singeverga legó
a la posteridad son «providencialmente esclarecedoras», como subraya
Montezuma en la ya referida Comunicação y, como tales, constituyen materia de
crédito para cualquier investigación sobre la isla de Satanás. A muchos les
parecerá una exageración las dificultades que los cronistas afirman haber tenido
en este trabajo, pues no sólo el diario de fray Gonçalo es puntual y de gran
claridad en el relato del descubrimiento, como, gracias al Altísimo, están todavía
vivos y disponibles casi todos los que participaron. Obsérvense, no obstante, los
silencios y las imprecisiones, las destacadas sombras o las contradicciones que
se dan en la confrontación de las opiniones de cada uno de ellos, y
consideraremos legítimos los reparos que los eruditos señalan. En particular, las
declaraciones de Maia Valdez y las del religioso benedictino son, digamos,
enigmáticas. Se sobreponen sin tocarse y se ajustan divergiendo o ignorándose.
Ni por escrito ni en la filmación, ni en ninguna fotografía podemos ver juntos a
estos personajes, ya lo sabemos: y sin embargo, las imágenes de la realidad y las
entradas del diario nos informan de la cotidianidad en la ruta que los conducía a
la nueva isla. Escenas de tempestad, escenas de placidez; escenas de faena y de
convivencia, Inácio dando escota a las velas, o con ancha sonrisa mostrando a la
cámara la cazuela humeante de la comida; Álvaro Vaz en la radio o el licenciado
Viana jugando al ajedrez con alguien que está fuera de la foto (¿Naia?); Gonçalo
en la punta de la proa, en kimono de yudoca y con los binóculos apuntando al
infinito. El azul atlántico. La luz. El hilo de la espuma. Algunas imágenes más y
el objetivo cambia de escenario y enfoca una mancha oscura en la superficie de
la corriente. Un manto enorme que planea.
Surgió a barlovento justo al mediodía y el skipper Álvaro Vaz maniobró
rápidamente el timón para aproximarse al hallazgo. Algo que iba de viaje,
verdaderamente enorme y cada vez mayor y más concreto en la transparencia en
la que bogaba, les pareció que aquello era un monstruo a la deriva. Y todos muy
atentos lo miraban desde la borda.
Lo vieron, y lo documentaron en la filmación, una raya gigante o manta, así
llamada, de unos cinco o seis metros de largo por ocho o nueve de ancho que
planeaba en la corriente. Estaba muerta. Con los cuernos de la cabeza ya blandos
y los ojos blancos, arrastraba la cola de espolones con la que había azotado
tantos mares. Ya no aireaba el manto con la tenebrosa lentitud de la majestad con
la que antiguamente se trasladaba. Iba a la deriva como un mensaje de malos
�augurios, así la debieron de ver los del yate, como un mensaje negro; y con ese
presentimiento la filmó el fraile. Poco después, siguiendo el rastro de la manta,
empezó a pasar junto al Ponta de Sagres una extensa masa de peces muertos
camino del anochecer.
SE CUMPLE EL MENSAJE.
DESPUÉS EL MAR ROMPERÁ EN LLAMAS.
NO TARDARÁ DEMASIADO.
Y en efecto, pasadas cerca de cuatro millas de algas y de cadáveres de peces
en la superficie, se encontraron de madrugada con una agitación de llamaradas
en la línea del horizonte. Al mismo tiempo llegaban hasta ellos estertores secos,
apagados, y cuanto más avanzaban, más los oían crecer en estruendos que
parecían resquebrajar el mundo y más furiosas se levantaban las llamas que
salían del océano, proyectando piedras y lama incandescente por los aires. Era la
separación de las aguas de la que da fe el libro del Génesis. Y con temor y
deslumbramiento, el fraile navegante empezó a filmar toda aquella revelación
que la Providencia les concedía, el estrago de las profundidades sumergidas, las
explosiones que rasgaban la secreta lógica del Orbis Oceanico, el engrosamiento
de las nubes en resplandores ensangrentados, todo eso, Señor, todo eso,
desenfreno y clamor. Y dijo Dios: júntense las aguas en un lugar y descúbrase lo
seco. Y así fue. Frente al fraile y los compañeros subían a las alturas rocas y lava
llameante que, al despeñarse después en el mar, se enfriaban y se transformaban
en una extensa masa endurecida y bordeada de arena. Y llamó Dios a lo seco
Tierra. Y ellos isla. ¿La creación del Jardín del Edén?
Entonces, Ávaro Vaz y João de Viana intentaron comunicar en HF con las
posibles estaciones marítimas que les pudieran dar explicación a lo que sus ojos
presenciaban, pero fueron mal interpretados y no hubo respuesta.
Porque, como entendieron mucho más tarde, en aquel momento la isla era
todavía un secreto del planeta, era un comienzo de tierra en parto de fuego y
agonía. Así, si Dios da fortuna a quien la sabe meditar, tenían que esperar con
lucidez el desenlace del destino y estar atentos. Esperaron, pues. Navegando a
varios rumbos, ahora a bolina, ahora con viento de popa o de través, empezaron
a rodear aquella turbulencia a marcha lenta y a distancia conveniente, asistiendo
al sismo y al fuego que abría una herida en el océano, una herida que al ser
blasfemia era también redención por tornarse espacio firme para la primera
huella de un ser humano. Eran testigos, tenían conciencia de ello, del nacimiento
�de un nuevo punto del mapa. De momento, una larva de roca oscura que crecía y
respiraba por surtidores de vapor lanzados hacia las nubes, pero después, en la
fase adulta, una isla que, si ahora contaba ya con considerables quilómetros de
extensión, cuando llegase al estado perfecto alcanzaría casi el doble de esa
estimativa.
Ante aquel espectáculo, reunió Álvaro Vaz a todos los compañeros y, valorada
la naturaleza del descubrimiento, acordaron algunas decisiones con vistas a la
ocupación de la isla, tan pronto se serenase y se mostrara dispuesta a aceptar al
hombre. A poco más de una milla de distancia la veían crecer en un baile de
llamaradas envuelto en una lluvia de cenizas. Se sacudía en temblores humeantes
que liberaban un olor sulfuroso que llegaba hasta el Ponta de Sagres y resecaba
el aire. Eso les obligaba a aproximaciones y desvíos según el viento, en su ronda
constante de aquel territorio en tormenta. Alrededor de los márgenes, el mar se
revolvía en borbotones terrosos, pero, para sorpresa de todos, recuperaba más
adelante una tranquilidad celestial.
Tiempo sin viento, dice el libro de a bordo en aquellos días, profundidad entre
400 y 500 brazas, lo que hacía suponer que se encontraban sobre una elevación
sumergida. Seguían rodeándola. Seguían presos en aquella ínsula que en buena
hora se les había aparecido.
Después de vueltas y demoras decidieron arriar las velas y navegar a motor.
Pairaban a corta distancia de la isla, la vigilaban. La custodiaban a punto muerto,
o casi. Al pairo. Durante meses y meses, lo que allí los tenía no pasaría de ser
unas rocas volcánicas, revoloteadas por miles de aves marinas que un día las
habrían descubierto. Sería una pausa árida en el océano, ya lo era, un desierto
donde las humaredas blancas que ahora se veían brotar darían lugar más tarde a
regatos de agua hirviendo con plantas y verdor en el fondo. De momento, se
limitaba a una plataforma en bruto, así la veían y la discutían los viajeros del
yate inclinados sobre el mapa de a bordo. Plataforma atlántica, la designación
correcta sería esa, y por ahí ya Álvaro Vaz y el armador de Viana justificaban la
importancia que un tan minúsculo grano del Globo pudiera llegar alcanzar. En la
economía, antes que nada. En la estrategia militar, probablemente, como escala
operacional. En el turismo, como fuente de aguas sulfurosas, además de lo que
Dios tuviera a bien.
En esta conformidad, ya Álvaro Vaz se había agarrado a la radio para
comunicarse con su abogado en Lisboa, ponerlo al corriente del descubrimiento
y darle instrucciones para actuar respecto al registro de propiedad del nuevo
territorio según las cláusulas de Derecho Internacional. Mientras, Maia, el fraile
�y el armador se turnaban en la escucha de la radio de onda marítima que emitía
voces de otro mundo que tremolaban en el viento y en la ondulación.
Voces que no tardaron mucho en dar noticia de la aparición de la isla, sea
dicho de paso. Y dígase también que por ahí no hubo sorpresa en el Ponta de
Sagres, porque al segundo día del descubrimiento dos aviones de las fuerzas
costeras americanas fueron vistos sobrevolando la erupción, y les siguieron otros
forasteros, entre ellos un monstruoso helicóptero que filmaba justo encima de las
llamas de lava y un navío del Instituto Geofísico Soviético que iba emitiendo
cifras oscuras, un carguero con bandera panameña, un submarino, una corbeta
T123, en fin, un desfile de peregrinos babeantes que, en la mayoría de los casos,
eran de estarse poco rato. Llegaban, miraban y se iban, llevándose con ellos las
más mañosas conjeturas. Al ver a Álvaro Vaz comunicarse con Lisboa, Gonçalo
Singeverga decía que no le extrañaría nada que por allí cerca anduviese el pirataalmirante Francis Drake, con la calavera en el mástil y los cañones zumbando.
Fue el momento en el que el fax de a bordo empezó a recibir informes de las
estaciones meteorológicas sobre la localización del fenómeno. Crisis sísmica y
actividad eruptiva, informaban desde Nassau, desde Miami o desde CTRK Key
West, y Gonçalo apuntaba en el diario, de cara a la isla en llamas que estaba a
poco más de una milla de la cabina.
Un día en concreto escribió: «Esta mañana un sosiego gradual de las
convulsiones. Ahora ya apenas se sienten aquellos movimientos submarinos a
los que Inácio llama el crujir de dientes de la fiera.»
«Tronada a NNE . Fumarolas esparcidas por el mar en toda la zona», se lee más
adelante (pero aquí con la letra de Álvaro Vaz). «Cambio del viento de NE a
ESW . Rumbo 1-0-5.4 nosotros.»
Y en otra fecha: «Balance comunicado por la estación de Miami a las 05.30:
más de 300 millones de toneladas de piedra y de lava hasta ahora. ¿Cuántos
millones deben de faltar para dar la isla por acabada?»
Y aún otro día: «Estamos sorprendidos de la calma que sigue reinando».
Y otro: «Ahora en lo alto del cielo ha aparecido una seta de humo blanco.
Desde Lisboa no nos llega nada concreto sobre el derecho de posesión de la isla
cuando podamos desembarcar en ella».
Un boletín, una cuenta corriente de un territorio en construcción. De vez en
cuando el fraile le añadía noticias improvisadas sobre otro mundo y nuevas
dimensiones, ayer la NASA en los caminos espaciales, hoy la Mining
�Corporation en las rutas de los diamantes de las nuevas Áfricas, datos breves
destinados a recordar al Ponta de Sagres su lugar contemporáneo, a pesar de la
soledad en la que se encontraba en algún lugar del Atlántico.
De repente, subrayado y con una foto que lo ilustraba: «Como identificación
oficial y como declaración de presencia decidimos izar la bandera portuguesa en
el palo de popa. La filmamos y la fotografiamos con la isla bien visible al
fondo.»
No obstante, por alguna razón que no importa considerar aquí, el Ponta de
Sagres no debió de ostentar por mucho tiempo el pabellón de las cinco quinas,
cosa que prueban las últimas imágenes del documental de fray Gonçalo, donde
se ve la isla terminada, vista desde la popa del navío sin que se advierta ninguna
bandera. En estos planos finales pasa siempre una sombra huidiza que no puede
dejarnos de intrigar porque se repite sin definirse por detrás de una cortina de
cenizas. Es un bulto, la mancha de alguien que quedaría diluido en el paisaje y
que, al revelar la película, emergió en la cámara oscura, trémulo, trémulo, y pasa
por delante nuestro como una interrogación. Es Naia Valdez, no hay duda. Naia
Garcia Valdez que avanza hacia la isla como si fuera a desembarcar.
DONDE SE HACE MENCIÓN DE UN NEPTUNO
QUE ARRIBÓ A LA NUEVA ISLA DE LOS PRIMEROS
CRISTIANOS QUE EN ELLA SE ESTABLECIERON
Ahora estaba Naia posada en una roca oscura toda rodeada por el mar. Al no
haber plantas ni nada con vida en aquella isla, le daba sombra un escenario de
árboles pintados en una vela, y junto a una piedra aún humeante la miraba la
moldura de madera india de la Virgen de Neptuno.
Cerca andaba un hombre con la barba rala, el pecho desnudo y sombrero de
playa que era nada más y nada menos que fray Gonçalo de Singeverga
interrogando los horizontes. Esperaba ver regresar el Ponta de Sagres a la cabeza
de la prometida flora de navíos que, en cumplimiento de lo acordado en
asamblea de navegantes, llegaría cargada de tierra para cubrir la roca viva y
cultivar plantas destinadas a dar sombra y nutrición, además de los animales
pobladores para sustento y compañía de quien allí se estableciese. Como es
obvio, por encima de todo traerían agua, el agua era esencial mientras no
llegasen las lluvias a aquel nuevo territorio y se acumulasen en lagunas y diesen
vida y simientes; y cuando así fuese, las simientes se multiplicarían animadas
�por esa bendición, y atraerían hacia ellas tanto a los roedores y los insectos como
a las aves; y las aves, con el colorido de sus vuelos y sus cantos, traerían alegría
a la tierra, y de este modo, de todo ello resultaría la esencia y el estiércol que son
los dos cristales donde nace la sal de la vida.
A esto se llamaba, dijo João de Viana, fabricar un mundo por cuenta propia a
partir de una roca sin alma. Pero, incluso reducido a piedra muerta, aquel
descubrimiento representaba un valor estratégico que desde aquel mismo
instante interesaba proteger, palabras de Álvaro Vaz en el consejo de los
navegantes del yate, un patrimonio y una inversión en civilización, palabras otra
vez del armador de Viana, y convencidos como estaban del reconocimiento
internacional que les iba a ser conferido, todos los presentes acordaron dejar la
jovencísima ínsula guardada por fray Gonçalo Soares de Singeverga y por Naia
Garcia Valdez como testimonios del descubrimiento y ocupación mientras el
Ponta de Sagres se dirigiría a Lisboa para obtener no sólo las correspondientes
licencias y garantías oficiales, sino también los medios humanos y técnicos
indispensables para la empresa que pretendían establecer. Además, concluyeron
que era urgente la contratación de servicios de electricidad y telecomunicaciones
y también la colonización inmediata de la isla. Esta, por sugerencia de fray
Gonçalo, sería confiada en gran parte a las levas de emigrantes guineanos que
andaban sin un duro por Lisboa, sin trabajo y sin fe, huidos de la guerra colonial.
No pasaban, los pobres, de distantes islamistas que aceptarían con los brazos
abiertos la conversión a Cristo Redentor para reiniciar la vida en un mundo
como aquel.
Naia Valdez: ¿Mundo nuevo?
En realidad, aquello no era nada, una piedra de nada, decía ella con la mirada.
La habían dejado en la soledad de una piedra rodeada de agua y a la sombra de
dos árboles pintados en una tela; añadieron (o ella añadió) un aparato de música
que no dejaba de sonar y la imagen de la Virgen de Neptuno junto a una piedra
humeante que le daba aire de santa en un altar de incienso, incienso de azufre,
aquella peste a volcán aún no había desaparecido: y ala, allí estaba ella en medio
de la nada. Todo a su alrededor era nada.
Solo que, al atardecer o con las sombras de la luz de la luna, aquel universo
empezaba a ser ocupado por figuras bárbaras talladas en las rocas. Máscaras
primitivas, enormes, un desierto poblado de estatuas dispersas entre penachos de
humo sulfuroso a las que ella llamaba Satanases porque habían nacido del fuego
que las había expulsado de los infiernos más profundos. Algunas parecían leones
marinos, otras aves monstruosas en falso sueño. Todas ellas Satanases en
�diferentes configuraciones. Y en un amanecer de ceniza, al pasear entre aquellas
máscaras, descubrió un gigante con cabeza de pescado y pecho recubierto de
escamas. Se detuvo y aguardó con curiosidad.
Naia Valdez: Estoy soñando. Todo es un sueño, lo sé.
De pie y apoyado en una alga seca con la forma de un tridente, el gigante de
cabeza de pescado, en vez de manos tenía dos puñados de tentáculos con los dos
pulpos que se le enredaban por los brazos. A lo largo de la espalda le bajaba una
aleta como de pelo endurecido y entre las piernas escamosas le pendía un
voluminoso falo. Un ser triste, tristísimo, le contó un atardecer al monjehermano que la acompañaba en el exilio. Con semejante aspecto, dijo entonces,
aquella criatura sólo podía ser Neptuno o un híbrido de Neptuno. Y señalando
hacia la imagen de la Virgen que acunaba el pescado de plata: De ahora en
adelante, hermano, sólo puedo ver esta santa como la virgen que concibió de un
dios pagano y que incluso así siguió virgen.
Naia Valdez: Palabras, palabras, todo sueño, todo sueño.
Veamos, ella le hablaba al hermano-fraile de una virgen que había concebido
en pecado de carne y que virgen había permanecido, y eso no se resumía en
palabras, eso, decía, era mucho más sobrenatural que lo de la concepción
inmaculada que nos enseña la Santa Madre Iglesia. Tan sobrenatural, por la carga
de la herejía, que Dios había castigado a aquella virgen dándole un hijo en forma
de pez. El monje la escuchaba en un silencio doloroso. No me haga caso, padre,
atajó ella encogiéndose de hombros, estas rocas por la noche meten miedo.
No haga caso, padre. No haga caso, hermano. Solo allí, en el purgatorio de
una isla todavía caliente de las convulsiones del parto y todavía incierta, se
sentiría viva, solo allí, cosa sin sentido, ella trataba al padre de aquel modo.
Padre, hermano. Qué estupidez, de hecho. Andaba cada uno por su lado, él
casi siempre en la estrecha playa hecha de la arena escupida del fondo del mar,
ella en biquini, fumando Gitanes y escuchando música de un radiocasete a la
sombra de dos árboles de decorado. En ese escenario, el padre cada día la
encontraba más cambiada, cada día más inesperada en los comentarios que hacía
por todo y por nada. Hermano, estamos en el Génesis, dijo una vez. Reducidos a
casi nada, ¿ya se ha dado cuenta? Y no vamos desnudos porque no tenemos la
sombra de Dios.
Porque estamos en pecado, respondió él.
�Dios en un desierto de estatuas rocosas y con penachos de humo por en medio
como surtidores de jardín. Ella miraba a su alrededor y decía: En un mundo
donde no hay vida, el único remedio que queda es pensar en Dios. ¿Verdad,
hermano? ¿Verdad, padre? Cuanto más cerca de la muerte, más miedo de Dios.
No. Cuanto más cerca de la muerte, más cerca de Dios, dijo el fraile.
Allí, entre los infinitos del cielo y del mar, ella se acordó entonces de pedirle
que la confesase. El padre-hermano hizo una pausa quizá de sorpresa, no se
sabe; después se arrodilló en la roca y juntó las manos en Confiteor, Deo
omnipotente, beatae Mariae semper Virgini et omnium sanctorum.
Naia: En latín, qué extraño.
pero ya ella, en voz alta y en medio del océano, se confesaba pecadora por haber
andado descarriada de la palabra del Señor desde hacía tiempo, ausente hasta de
Él, padre, tan ausente y tan culpable que se preguntaba si no habría ido a parar a
aquella isla para expirar las faltas que le pesaban en el alma, amarguras, padre,
ofensas sin remisión, padre, malos pensamientos, corrupciones del cuerpo y del
espíritu, y al llegar donde había llegado se detuvo. Se detuvo, de golpe. Di,
ordenó el fraile pasados unos instantes, y se quedó con la cabeza agachada,
esperando. Pecados de carne, dijo ella entonces. Joder.
Silencio. El sol bajaba, bajaba, y ella miraba en silencio más allá del confesor
y de la isla que se cubría de sombras y de excomulgados satanases de roca en
bruto. Entonces el padre-monje se levantó. Lo vio alejarse, tenso, el rostro
cerrado, en dirección a la playa.
Muy bien, murmuró.
Giró sobre sí misma y se encontró frente a la vela con los árboles pintados
donde el radiocasete hacía mucho que transmitía el «Ave Formosissima» del
Carmina Burana.
Ave,
ave, decus virginum
virgo generosa,[16]
y mientras sonaba aquel cántico celestial se hizo de día, no se sabe cómo, y en el
suelo crecía una sombra que se aproximaba a ella. Era el confesor, después de
una noche de insomnio atormentada. Llegaba con algo pensado, era la sensación
�que daba, pero al detenerse para hablarle vio que a ella le asomaban algunos
pelos del pubis por debajo de la braga del biquini. Desvió la mirada, sintió un
asomo de vicio o de impudicia, y ella se dio cuenta y se recompuso de inmediato
aunque sin mostrar ninguna perturbación.
Lo inquietante, sin embargo, es que, en presencia del monje, lo más secreto
que exhibían sus palabras o su cuerpo ocurría, no era determinado, y esa
circunstancia resaltaba aún más porque mostraba que toda perversidad le era
natural. Ars demoniaca, debía de pensar el fraile. Hermano, hermano, le
imploraba ella. Quería que la escuchase en sigilo de fe y la perdonase. Y él se
contorsionaba y se negaba porque tenía como cierto que era en el acto de la
confesión donde ella pecaba mortalmente, y se entregaba a aventurar, se perdía
al transformar el verbo en carne, se perdía, misericordia, en rupturas solitarias y
lujurias, en desvíos contranatura, excesos, cosas locas, abyecciones,
misericordia, ave Deus misericordia.
Ella, que había pasado la adolescencia en un colegio de monjas de alta
sociedad, permítase la expresión, había sublimado el oficio de la confesión en un
ejercicio de sí misma o en un pacto de liberación para desafiar el pecado, y de
eso mismo se daba cuenta el padre-hermano, y se negaba a absolverla. Y a pesar
de todo, volvía a escucharla y a rechazarla, la escuchaba con la esperanza
milagrosa de llevarla al arrepentimiento y por sacrificio de sí mismo contra la
provocación y la insidia de la que sabía era portadora. Más todavía: la escuchaba
de rodillas y de espaldas a ella, obligándola a estar de pie.
Naia Valdez: ¿De pie?
Es imposible saber cuántas veces se repitió esta oratoria. Ella de pie y él de
rodillas para que su humildad fuera mayor, uno orientado hacia el norte, otro
hacia el sur para aislarse más y desconocerse durante el oficio, en una postura
similar se celebraba la penitencia de una mujer de alma abierta y verbo crudo,
una puta, Dios Poderoso, pulchra corrupta gloriosamente a merced, que el Señor
le perdonase, alguien que se presentaba salada de esperma al castigo del Señor,
vedlo apenas, encostrada del fermento del semen desde la salivación del gusto
hasta la trabazón de la voz, encostrada, hermano, en los ojos, y en lo inmundo de
la loca infecta, Basta, protestaba el fraile, con los dientes apretados, pero a
confesarse iba como en calvario, con prisa y de condena en condena, era una
mujer a merced, ya lo había confesado, alguien que allí mismo se entregaba a la
satanización del cuerpo, Dios Eterno, Dios Bendito, mientras, de espaldas a ella,
el sacerdote-hermano murmuraba Basta, basta, y se clavaba las uñas en el pecho
hasta sangrar.
�
NAIA SE DESPERTÓ CON LOS GRITOS QUE ELLA, con el padre arrodillado a sus
pies, elevaba a la omnipresencia de Dios tanto en el alma como en la carne.
Todavía un rato después de abrir los ojos y de reconocerse en su camarote del
Ponta de Sagres se sintió agitada por alguna de aquellas imprecaciones y miró a
su alrededor, inquieta por si alguien hubiera podido oír la voz de la mujer que
había dejado en el sueño.[17] Pero no, en la cabina no había nadie más, toda la
tripulación estaba fuera en un vaivén de mástil a mástil con las maniobras de
partida, dado que, por voluntad de Dios, las promesas de la isla de la Fortuna
habían terminado en experiencia vana y sin ningún altercado.
Lo primero que vio Naia cuando se asomó por la puerta de la cabina fue el
albornoz rojo extendido sobre una silla de lona, como si fuese su propia sombra
que la esperaba después del sueño. Y con el sueño, se acabó la isla de los
Satanases, pensó ella con los ojos puestos en las rocas, los veía ya no como
perfiles de maldición, sino como masas sin forma que se alejaban hacia
cualquier lugar secreto del océano.
En efecto, Álvaro Vaz y los compañeros habían renunciado totalmente al viaje
de recreo que habían proyectado con destino a las Bermudas al tropezar con esta
isla que la Providencia les había interpuesto en el camino y que ellos pasaron a
llamar de los Satanases tras las noticias cada vez más amargas que les llegaban
sobre el naufragio al que estaba destinada. Isla de los Satanases, también, porque
a la vista se les antojaba como habitada por monstruos de piedra que exhalaban
olor a infierno del volcán que los había expulsado.
Sin embargo, al decirle adiós para siempre decidieron cambiarle el nombre y
abreviarlo en el libro de a bordo como isla de Satanás «por en aquella fecha ser
día de San Bartolomé, al que el pueblo llama día del Diablo anda suelto» y así es
como se le designa hoy en la Historia de los Mareantes, en la cartografía
fantasma y en la memoria vivida.
Desistieron, como es sabido, de la isla. Tenían la certeza de que la arrogancia
de las profundidades que la había vomitado en llamaradas y estruendos
infernales la iba a engullir pronto, corroída por la venganza y por la sal del
océano. Pero habían dedicado tanto tiempo a observarla con la esperanza de
abordarla y demarcarla como suya que, aunque ahora quisieran retomar el rumbo
a las Bermudas, se toparían con los ciclones tropicales que durante todo el mes
de septiembre embisten aquellos parajes.
�Desde este consenso, consúltese el diario de a bordo y adviértase que el 24 de
agosto del año 69, a las siete treinta de la tarde, el Ponta de Sagres tomó el
rumbo directo a Lisboa con viento blando y mar en bonanza, y abandonó la isla a
su suerte.
En el calor de las maniobras, fray Gonçalo se sacó la camiseta y Naia
descubrió, asombrada, que tenía todo el pecho desgarrado por las uñas.
Notas
[13] Prof. Gonçalves Montezuma, Comunicação sobre a Descoberta da Ilha de Satanás, Lisboa, Sociedade
Geográfica, 1972.
[14] Bajo ese nombre aparece marcado el Mar de los Sargazos en el mapamundi de Andrea Bianco de 1436
(N. del T.).
[15] «Si una gaviota viniese / a traerme el cielo de Lisboa / en el dibujo que hiciese, / en ese cielo donde la
mirada / es un ala que no vuela, / desfallece y cae en el mar» (N. del T.). Letra de Alexandre O’Neill y
música de Alain Oulman.
[16] Estrofa original: «Ave formosissima, / gemma pretiosa, / ave, decus virginum, virgo gloriosa,» (N. del
T.)
[17] Se conocen al menos dos versiones de este sueño que los cronistas denominan «Exorcismos de la isla
de Satanás». Según Montezuma, op. cit., se admite que haya sido la propia Naia Valdez la que lo habría
revelado a un amigo confidencial poco antes de su muerte en la autopista Verona-Venecia, en
septiembre de 1973. ¿Se lo habría inventado cuando lo contó?
�DE BERNABÉ, MAESTRE
COCINERO DE LA NAVE
CAPITANA EN EL PRIMER
VIAJE CAMINO A LAS INDIAS [18]
MÁRIO CLÁUDIO
TRADUCCIÓN DE ISABEL SOLER
NO ES QUE SEA UN REGALO DEL SEÑOR mi aldea de Ucanha, cruzada por el
Varosa, donde iba a nadar, con los compañeros más ladinos, cuando era un rapaz.
Y nos miraban, allá abajo, los monjes de Salzedas, desde el puente que habían
mandado construir, y nos reprendían a gritos, llamándonos holgazanes y
granujas, y nos ordenaban que fuéramos a trabajar los campos. Partiendo hacia
Lisboa, finalmente, para embarcarme como cocinero de Vasco de Gama, me
acuerdo de todas estas cosas a la vez, y de algunas otras, del sabor de la broa en
las tardes húmedas de octubre, del paladar del cordero, por San Juan. Y auguro
que nada de esto prepararé para los marineros de la India, porque de otras
especies se alimentan los que bogan sobre las olas, y ni me imagino lo que han
de querer que les prepare, para no morir de hambre, durante todo ese tiempo.
Había aprendido a encender, desde muy pequeño, el fuego del pan, a dar forma a
la masa, y a colocarlo en la pala, a retirarlo, justo a punto para ser comido. Y
pasaba desapercibido, al temperar el asado, con sal y ajo, rodeado de castañas,
para que fuese el centro de la fiesta, y pudiéramos cantar, como en perpetuo
Agnus Dei, «Oh, mi São João Baptista, ¿de qué queréis Vos las capillas? De
claveles y de rosas, con clavellinas amarillas».
Entre armas y cordaje, bombardas y amarras, allí estaban en el muelle,
preparados para ser estibados, toneles y pipas y barriles, de agua y de vino y de
aceite y de vinagre, y fardos de mantenimientos, de pan y de harina, de carne y
de legumbres y cosas de botica. Las naves se llamaban São Gabriel y São Rafael
�y Bérrio y São Miguel. Y, después de haber rezado la noche del siete al ocho de
julio en aquella ermita de Nossa Senhora de Belém, y una vez celebrada la misa,
fuimos todos en larga procesión, con gran presencia de gentes, y con todos los
navegantes llevando cirios, tras el Rey y el capitán Vasco de Gama, que iban
delante. Y no podía yo desviar los ojos de aquel poderosísimo soberano, de
hombros anchos y muy macizo, cubierto por un tocado de terciopelo verde con
una pluma blanca, que se mostraba sonriente, para darnos ánimo, y que nos
acompañó en un batel hasta que largamos hacia el vasto océano. Visité las
cargas, entonces, preguntándome cómo sustentaría a toda aquella marinería que,
pasadas las primeras horas de saudoso lamento, empezaba a gritar órdenes y a
moverse por el combés, con una saña que anunciaría, en breve, un apetito
asustadoramente devorador. Tomé conciencia de mi vida, y a continuación,
inventé algo que, con la materia de la que disponíamos, consiguiera saciar la
barriga de tantos portugueses hambrientos.
Como no soy hombre que guste de ser engañado, y porque mejores
provisiones merecería, a mi parecer, la flota de las Indias, con gran decepción
miré a mí alrededor, dispuesto a mis tareas. Y poco más avisté, la verdad, que
fogones y fogones, entre legumbres y salmuera, con las que atracar a aquella
caterva. Allí les fui disfrazando lo que me tropezaba, porque la voracidad nunca
les desfallecía, y con algo de leña, de la que nos abastecimos, y con la milagrosa
aguada que hicimos en Cabo Verde, la fortaleza que habían ganado les revitalizó
las ganas de mascar. Y no sobraban tortas y guisos, calderetas y filloas, y cuando
las labores no los convocaban, se acercaban a la lumbre e imaginaban manjares,
no sé si auténticos o inventados, porque, además del recuerdo de las mujeres, en
eso les andaba la cabeza. Hasta tampoco era raro que se acercaran a las vituallas,
con el propósito de arrebatarme las piezas, con mucha precipitación, incluso de
las manos, y se las cocinaban con los ojos tan encendidos como las brasas que
las asaban. Y qué disgusto nos causaba que nuestro Capitán —hombre discreto y
grave— en todo se mostrase tan frugal que no se elaboraba manjar, por más
escogido y más sabroso que fuera, que le motivase ni siquiera ¡el más pequeño
elogio! Sólo una tarde, ordenó que me presentara ante él y me declaró, muy
serio, «Me mandaste demasiado cabrito, estate bien atento, y cuida de esos
haraganes, que yo, por mí mismo, ya me iré acomodando.»
En las calmas de Guinea, con la tripulación en honda postración, me
adormecí, en una ocasión, en la cubierta, en un lugar bien resguardado del sol. Y
me asaltó un sueño como nunca me había visitado uno igual, que fue más o
menos así, como lo van a escuchar. Estaba yo acostado, muy gordo, debajo de
una mesa, con la cabeza recostada en un almohadón de damasco negro, y en ella
�había frutas abiertas, huevos cocidos y pollos dorados, y alrededor revoloteaba
un ganso, medio moribundo, en un aguamanil de estaño, y pasaba, corriendo
apresuradamente, un lechón de piel crujiente con un cuchillo clavado, listo para
trincharlo. Pero lo mejor de todo era una especie de banqueta, guardada por un
soldado, en la que se ofrecían quesos y quesos, más o menos curados, que
parecían implorarnos, allí mismo, que los comiésemos. Y estaba yo, entretanto,
casi despierto, muerto de miedo de que mis compañeros, que roncaban
pesadamente a mi lado, finalmente se despertasen y me robaran tanta
abundancia. Esta era la visión en aquel sopor de la costa de Guinea, y ansiaba la
llegada de un buen jamón, destinado a nadie más que a mí mismo, para
cabalgarlo yo, gobernándolo como un ángel, y que me llevase, por los aires,
lejos de aquellos parajes.
Se equivocaron los antiguos al comparar las Indias con un gigantesco elefante,
pensé al atracar, pues se me aparecieron, a fe de quien soy, como una elevada
cascada de arroz. Sobre este, contaban los nativos, había dicho el sumo dios
Visnú, enamorado de Retna Dumila, al distinguirlo en granos de oro sobre el
túmulo de su amada, «En una planta como esta se concentra toda la alegría de la
bella Retna, y la he de bautizar como vrihi». En el conjunto de esos granos
amigables saboreábamos lo que el país nos ofrecía, sentados en pequeños
estrados bajo la copa de las palmeras, mientras escuchábamos el gruñido de los
traviesos macacos que habitaban los templos de Calicut. Lo apurábamos muy
despacio, con curry y con leche, con cebolla y ajo y con pulpa de coco, y nos
sentíamos felices. No había quien cazase a los marineros, ni a nuestro digno
Comandante, divididos entre las negativas de las hembras y el remanso de sus
empachos, panza arriba, hartos y saciados, triunfantes en la empresa. Y no eran
escasos los que, de regreso a mis fogones, me demandaban la receta de aquella
pitanza, y allí tenía que recitar el pobre Bernabé, una vez más, «Se hierve la
leche, se echa en el coco, y esto se mete en una cacerola, y se saca del fuego, y
se deja reposar, y se cuela el líquido en una tela fina, y se reahoga la cebolla
picada y el ajo entero en mantequilla, y se saca el ajo cuando esté oscuro, y se
añade el curry, y el arroz, bien lavado, y se revuelve, y se atempera con sal, y se
añade la leche de coco, muy caliente, y también agua hirviendo, y se revuelve
otra vez, y se tapa, y se cuece lentamente.»
Una noche de estrellas, en la que todo iba como tenía que ir con los príncipes
de semejantes naciones, vislumbré al incomparable Vasco de Gama sentado a
una mesa de madera de jacarandá, solo y tranquilo, con una escudilla de plata
frente a él. Extendía una mano con dos anillos hacia el blanco arroz que allí se
acumulaba, el cual, en la tenue luz nocturna parecía centellear, y se lo llevaba a
�la boca con extrema solemnidad. Minúsculos cuerpos blanquísimos de aquella
delicia única le quedaban prendidos, como gotitas, de las barbas negras. Y tal
escena nos infundía, tenedlo todos por cierto, la desmedida soberbia de ser
lusitanos, comiendo de este modo en las otras partes del mundo, enseñando a la
humanidad que quien no manduca no se aplica, y que no es raza famosa, de eso
no hay quien me arredre, la que no sabe mover, como nuestro Almirante, una
dentadura excelente y también bien afilada, como lo era la suya.
Pero la mayor enseñanza de toda aquella navegación fue la que obtuvimos, en
el camino de regreso, en cierta isla escondida, con su palmeral. Fueron a
recibirnos a la mansa playa mozas que ni tocaban la arena, y que llevaban
grandes hojas repletas de piñas, de pescado y de pájaros estofados. Poseían
nombres de otras de las que nuestro Capitán apenas retenía el significado, y nos
exprimían en la boca seca zumos fríos y vinos embriagadores, mientras nos
brindaban, para que nos sirviéramos, abanicos con los que refrescarnos. Y con
palabras desvariadas, celebraban estos festines, ofreciéndonos a voluntad y a
cada instante, azulísimos mejillones y rojizo marisco. Ya recuperados,
empezamos a perseguirlas y a revolcarnos por la hierba con ellas, con los
miembros entrelazados, y ellas nos ofrecían nuevos platos, que nos obligaban a
eructar, y les suplicábamos que no nos hicieran reventar a merced de la
abundancia de las pitanzas con las que nos iban cebando. Y hasta la luna, que se
percibía entre las ramas, parecía una jugosa manzana que se hubiera podido
morder si nos hubiese apetecido. Y los pocos que habían quedado de aquella
suprema aventura, pues el escorbuto, muy ferozmente, a muchos había
diezmado, así se recompensaban de su crueldad, y los mismos nombres de los
territorios que costeábamos, Anjadip, Mogadiscio, Malindi, Mombasa y
Zanzíbar, cobraban un sabor de profunda dulzura. Sólo al acercarnos a las rocas
de Portugal, y porque no nos habíamos reprimido la gula con la que
consumíamos toda la comida, nos vimos forzados a servir caldo de suela de
zapato. Y allí estaba yo, Bernabé, hijo de Ucanha, en las riberas del Varosa,
maestre cocinero de la nave capitana, llegando a Lisboa, el veintinueve de agosto
de mil cuatrocientos noventa y nueve, y condimentando lo mejor que podía, con
una pizca de pimienta y algo de clavo, aquella sustancia tan dura de roer a la que
casi siempre acaban por recurrir, por su desmedida locura, los nautas de esta
patria que el Señor me ha concedido.
Notas
[18] Relato extraído de Itinerários, Lisboa, Dom Quixote, 1993.
�EL CAPITÁN PASSANHA [19]
MÁRIO DE CARVALHO
TRADUCCIÓN DE ELENA LOSADA SOLER
Del problema que el capitán Passanha tuvo que resolver cuando, en circunstancias atribuladas, comandaba
el Maria Eduarda en el estrecho de Malaca y del buen despacho que le dio con la cooperación de todos o El
enigma de la estatua mutilada encontrada en las profundidades de Shandenoor.
HACE UNOS MESES, el barco oceanográfico Scania, al investigar especies
marinas entre Sumatra y Ceilán, no lejos de los bancos de arena de Shandenoor,
sacó a la superficie un extraño hallazgo, seguramente hundido desde hacía
mucho tiempo en las profundidades heladas de aquellos parajes. Se trataba de
una estatua de yeso, rota en tres partes, que representaba el cuerpo de un hombre
cuya cabeza nunca se consiguió encontrar. Las características de la estatua, muy
maltratada por los corales y las algas, con sus brazos finos, curvos y mal pegados
al cuerpo, sus sugerencias de vestuario inidentificables, sus pies juntos y
grandes, que recordaban a los de los sarcófagos, son actualmente estudiadas por
un equipo de especialistas en los almacenes del museo de Kuala-Lumpur. Se
busca una hipótesis, mínimamente rigurosa, para la aparición de la estatua en
aquel punto y con aquel tipo de talla, diferente a todo lo conocido de las
civilizaciones de alrededor. Alertados, los esotéricos, parásitos del misterio,
habían escrito ya ríos de tinta sobre lo que consideraban el primer vestigio del
continente desaparecido de Mu.
Sin embargo, sobre este particular, como en todo, las cosas no son lo que
parecen.
Todo pasó hace muchos años, en la época de los veleros, cuando el Maria
Eduarda surcaba el estrecho de Malaca, de regreso a Lisboa...
�LOS SALTOS BRUSCOS DEL VIENTO anunciaron la tempestad y a bordo se
tomaron todas las precauciones y se preparó el mareaje para frustrar la amenaza
de la naturaleza. Nadie contaba, sin embargo, con que la tempestad fuese tan
bravía. Durante horas, el Maria Eduarda fue sacudido entre valles, montañas y
túneles líquidos e incluso la marinería más habituada a los mares del estrecho
creía que aquella sería la última tempestad que vería y evocaba instintivamente
las viejas oraciones de la infancia. El comandante Passanha no se dejó
impresionar. Había visto ya mucho mundo, su vida estaba llena de contenciosos
con la naturaleza y no era una vulgar tempestad de Sumatra la que iba a calentar
su sangre fría. Especialmente porque tenía confianza en el barco, leño fuerte, de
buena madera, carenado en los astilleros de Viana. Así, se hizo atar a la rueda del
timón cuando empezó a golpear el viento y decidió dar instrucciones a los
marineros, porque el cumplimiento riguroso de las órdenes, aunque sean inútiles,
es una buena cura para el miedo y la desesperación. Los hombres de mar —bien
lo sabía el capitán— tienen que tener siempre algo que hacer en cualquier
circunstancia, o es seguro que algo saldrá mal.
Y con este espíritu, en la mayor crisis de los mares y de los vientos, cuando en
medio de los golpes de agua ya nadie sabía realmente si el barco se hundía o no,
el comandante ordenó que lanzasen al mar los barriles de manteca y las tinajas
de aceite cargadas en la bodega. No ignoraba el capitán que, tal como estaba el
mar, ningún alivio proporcionaría esa maniobra. Pero la verdad es que la idea dio
ánimo a la marinería que, en un frenesí salvador, se obstinó en cumplirla,
agarrada a los cabos en vaivén. Más tarde, recordando la tempestad, dirían con
gran exageración que, si no hubiera sido por aquella orden del comandante que
domó las aguas, éstas se habrían tragado el barco sin que quedase nadie para
contar la historia.
La tempestad pasó, porque pasar está en la naturaleza de las tempestades. Las
olas desistieron de los cielos y tres o cuatro sacudidas secas de viento limpiaron
los aires y dejaron un aviso final a los hombres para que no se metiesen en otra.
Al día siguiente, el sol resplandeció sobre un mar amplio y dulcemente verde,
bajo un cielo desprovisto de nubes, calmado, tranquilizador. Así que lo vieron,
los marineros dedicaron el día a la bomba de achique y a las tareas de reparación
de la arboladura averiada y de limpieza del barco, hasta que brillase en
consonancia con el paisaje.
En esto, un marinero dio aviso de vela a estribor. El primer oficial indagó con
el catalejo y fue a dar parte al capitán. Era un junco en apuros, maltratado por la
�tempestad, con dos mástiles caídos y el agua que pegaba en las amuras. Desde él
hacían gestos que al primer oficial le parecieron desesperados.
El capitán dudó, con las manos a la espalda, si tenía o no que proceder al
salvamento de los chinos, que los mares son inseguros y toda precaución poca.
Optó por lo que le dictaban el sentimiento y las miradas piadosas del primer
oficial y de la tripulación, pero no dejó de lado los dictámenes de la prudencia.
«Reniego del capitán que dice ‘no me preocupa’», decían los antiguos, y bien
se acordaba el comandante de esos y de otros consejos cuando, después de
ordenar la maniobra para arrastrar el junco, dispuso lo siguiente:
Que la vieja carronada que yacía envuelta en esteras en un rincón de los
alojamientos se trajera al combés y se atase.
Que el primer oficial y diez marineros, armados con sables y machetes, se
escondiesen detrás de la amura, en la aleta de estribor, por lo que pudiera pasar.
Que todas las armas de fuego se colocasen en el combés, cargadas y listas, al
alcance de la mano.
Que nadie hiciese alboroto ni gestos extraños, para que las maniobras, vistas
desde lejos, pareciesen despreocupadas.
Y con el maestro calafate al lado, con la mecha encendida, ascendido a
artillero, vigilaba que la carronada, disimulada entre rollos de cuerda, tuviese
siempre al junco en la línea de fuego.
Muy cerca, el junco era un caos de cordaje, planchas y cañas rotas, que
parecía sin gobierno, balanceado por el mar. Algunos cuerpos, vestidos con
vagos trapos rotos, andaban a rastras por el combés y una media docena de
chinos escuálidos hacía señales lentas desde la toldilla.
Cuando llegaron a distancia de voz, el capitán, a través del intérprete, gritó
preguntas en portugués, repetidas en inglés portuario, mezclado con algo de
chino y malayo. A bordo del junco se levantó una algarabía incomprensible,
envuelta en una indiscernible gesticulación oriental. El comandante dedujo que
necesitaban ser remolcados y recibir alimentos y mandó preparar unas latas de
corned beef y tres barriles de vino peleón, mientras se procedía a arrastrar el
junco lanzando una amarra con una pequeña ancla. Estaba firmemente decidido
a maniobrar un remolque de popa, sin permitir, en ningún caso, que nadie del
junco subiese a bordo.
�De repente, volaron por los aires dos ganchos de abordaje, atados a cabos de
esparto, y el choque con el junco se produjo antes de lo esperado. Retumbó un
tiro y cayó un marinero que se había subido a una jarcia, atento a la maniobra.
En medio del estallido de detonaciones, una chusma de chinos, con gran alarido,
trepó por la amurada e invadió el combés, blandiendo cimitarras y picas.
El primer oficial les hizo frente enseguida, muy tieso, a la cabeza de su grupo
y con todas las armas preparadas a bordo y, con un terrible estruendo que llenó el
combés de humareda, apuntaron a toda aquella piratería sorprendida. La lucha
fue somera y los invasores retrocedieron atropelladamente, despeñándose los
pocos supervivientes por el portalón que les había dado entrada, sin preocuparse
por los cadáveres de los compañeros que quedaron allí tirados.
En la confusión de humo, tiros y gritos, el capitán vislumbró al primer oficial
cogido a uno de los obenques del mástil grande, con los pies en la mesa de la
jarcia, apuntando al junco con un revólver. Entonces, un pirata flaco, colgado en
el flechaste, blandió con amplio gesto su cimitarra y fue abatido inmediatamente
por uno de los de a bordo. En la confusión, el capitán no distinguió pormenores,
pero sospechó que habían golpeado fuertemente al primer oficial.
Pero ya los últimos piratas se refugiaban, malheridos, en el junco, en jadeante
algazara y estrépito de tiroteos perdidos y, tras cortar las amarras a golpes
frenéticos de machete, el barcucho se alejó, llevado por las olas, unas treinta
brazas.
Desde las amuradas y gavias del Maria Eduarda, la marinería insistía con una
descarga cerrada, a cubierto de los vapores de pólvora que eludían los vagos
disparos de los del junco.
Entonces el capitán vio llegado el momento de usar la carronada. Una vez
regulada la culata por el calafate, les pareció a todos bien apuntada, se acercó la
mecha al estopín y el tiro salió, rasante. La granada dio de lleno en mitad del
barco, levantó astillas, armó un lío, hizo revolotear cuerdas y balancearse las
garruchas, y dejó un rombo hambriento y humeante en el combés del junco.
Más o menos certeros, los tiros de la carronada se sucedieron hasta que la
boca del cañón se puso como una brasa que amenazaba ruptura y las granadas
sólo levantaban grandes chorros de agua muy lejos del montón caótico e inerte
del junco, que ya se veía a mucha distancia.
El comandante ordenó entonces suspender el tiroteo, ya inútil, y se puso a
inventariar daños y bajas. Un pequeño foco de incendio que ardía junto a la
escotilla de los alojamientos fue rápidamente sofocado con cubos de arena y,
�más allá de algunos agujeros y rasgones en el velamen, sólo se registraron
arañazos de balas en los costados y en el puente.
Media docena de cadáveres de piratas semidesnudos atravesados en el combés
en extrañas posturas fueron, sin reparos, lanzados por la borda, sin que nadie
intentase saber si aún tenían un soplo de vida. Quedaron los cuerpos del piloto y
de un marinero nativo, llenos de golpes, que fueron cubiertos con una lona. Y un
marinero contrito, muy compungido, trajo la cabeza del primer oficial, que
habían encontrado debajo de la jarcia de babor, medio oculta por un rollo de
cordaje.
Dio orden el capitán de registrar el barco y de escudriñar todos los rincones,
incluso los más absurdos, en busca del cuerpo que complementaba aquella
cabeza. Pero la busca no dio resultado.
Tampoco lo dio la observación del mar. Mucho después de caer la noche, aún
se levantaban linternas sobre las aguas y se tocaba la campana, más como
demostración de reverencia y descargo de conciencia que con verdadera
esperanza de que apareciese el cuerpo y se ofreciese a los que lo buscaban.
Esa noche, el capitán Passanha se durmió con la responsabilidad de dos
cuerpos, alineados en la toldilla cubiertos por lonas, y de una cabeza sin cuerpo,
colocada sobre un cajón de arroz, entre velas encendidas y bajo guardia
respetuosa de los marineros por turnos.
El próximo puerto de escala, Lourenço Marques, a un mes del rumbo
parsimonioso del Maria Eduarda, eliminaba la posibilidad de conservar los
cuerpos para un futuro funeral en tierra. Además, pensaba el capitán, un funeral
de hombre de mar muerto en el mar tiene que ser en el mar, conforme a los usos
y costumbres de la marinería, y parecía una ofensa a la memoria de los difuntos
la idea de cambiar de rumbo y desembarcarlos en cualquier puerto de infieles.
Recordaba, es cierto, el capitán aquella superstición portuguesa según la cual
los cadáveres lanzados al mar en el hemisferio norte flotan siempre hacia el
Oeste, por más lastre que se les ponga, pero el capitán ya había visto mucho mar,
había presenciado muchos lanzamientos y confiaba más en las leyes físicas de la
inmersión de los cuerpos que en las leyendas de los antiguos.
Pero, una vez decidida la ceremonia de lanzamiento al mar de los difuntos, un
problema de esquiva solución se presentaba ahora al sagaz capitán Passanha. Los
cadáveres de los dos marineros, entre una cosa y otra, se deslizarían desde la
plancha hacia las profundidades, envueltos en la tela de las velas, con dos pesos
de hierro en los pies, encharcados en agua bendita por la marinería formada,
�después de haber leído competentemente el Veni Creator. ¿Pero qué hacer con la
cabeza del primer oficial? Era inconcebible la idea de un pequeño fardo redondo
rebotando por la plancha y precipitándose en las aguas con un ruido grosero,
entre minúsculos harapos de espuma.
Ya el rojo sol de aquellos parajes teñía de púrpura la cabina del capitán,
cuando este tomó la decisión definitiva e irrevocable. Había que conseguir un
cuerpo para aquella cabeza y proceder dignamente al lanzamiento.
Temprano, a la mañana siguiente, el capitán, hombre hecho a decidir solo, sin
rendir cuentas a Dios ni al diablo de lo que decidía, resolvió pedir consejo al
contramaestre y al maestro calafate, los de mayor graduación a bordo.
Y durante las primeras horas de la mañana los pasos de los tres hombres,
circunspectos, resonaron entre el trinquete y la toldilla, con el andar acompasado
de quien sospesa resoluciones graves.
Se trataba de encontrar la manera de dar un cuerpo adecuado a la cabeza del
primer oficial. Desechada la sugerencia de añadir a la cabeza un fardo de estopa,
cuerdas y restos de vela, por ser material perecedero que no podría soportar el
agua, alguien recordó los santos de madera que había en la bodega, embarcados
en Timor. Se le cortaba la cabeza a uno y en su lugar se adaptaba la cabeza del
primer oficial. Al capitán no le gustó la idea por varias razones: porque los
santos eran de madera, con tendencia a flotar, porque su tamaño no excedía los
tres palmos y medio, lo que hacía imposible adaptar la cabeza y, finalmente,
porque no consideraba un trato decente para los despojos del primer oficial
meterlos en un cuerpo pintado, envueltos en túnicas y sayos coloridos, bordados
de oropel y estrellas de purpurina, muy parecidos a disfraces de carnaval.
Entonces el maestre recordó que el cocinero había sido imaginero, en el
Minho de su juventud, y sugirió ponerlo a trabajar en los bloques de mármol,
largos y pesados, que transportaban a Lourenço Marques. Sin embargo, por
mucho empeño que pusiera y mucha prisa que le diese al martillo y al escoplo,
no había imaginero que trabajase tamaña piedra en menos de un mes, tiempo
suficiente para corromper los cuerpos y apestar el océano Índico entero.
En todo caso llamaron al hombre, que por ahí apareció, cohibido, con el gorro
en la mano, limpiándose en el delantal inmundo y confirmando la imposibilidad
de tal obra en tiempo tan escaso. Y de paseo a tres pasó la sombría deambulación
a ser paseo a cuatro, con la figura cenicienta del cocinero dando saltitos acá y
allá, junto a los demás.
�Pero fue precisamente el cocinero con su lengua de trapo quien, después de
mucho titubeo y palabras en falso, hizo una sugerencia luminosa: yeso. Que se
hiciese deprisa un cuerpo de yeso. El carpintero prepararía un molde de madera,
a lo que él, con su experiencia de santero también ducho en el trabajo de la
madera, ayudaría como pudiese, se vertía después el yeso húmedo dentro de la
figura y ya sólo habría que pulir y darle el retoque final.
Llamado a consultas el carpintero, captó inmediatamente la idea y se declaró
competente y dispuesto a cooperar en todo lo necesario.
Y dispuesto en el combés un amplio caballete de madera, los dos hombres se
aplicaron con gran barullo de martillazos y ruido de sierra.
El rancho de ese día, preparado por el pinche de cocina, fue aún más infecto e
intragable de lo habitual, pero nadie a bordo protestó porque todos sabían de la
trascendente tarea que había sido encomendada al cocinero. También el capitán,
que invitó al contramaestre y al calafate a comer en su cabina, se conformó,
porque se sentía aliviado del problema que lo atormentaba, al compás de los
enérgicos golpes con que los dos artistas castigaban la madera.
Al ponerse el sol, ante la tripulación formada en el combés, el capitán pudo,
finalmente, dirigir la ceremonia fúnebre. Uno a uno los tres cuerpos se
deslizaron por la plancha inclinada y cayeron solemnemente al mar. Cada golpe
fue subrayado con un tiro seco de la bombarda, en un último homenaje a los
desaparecidos. De todos estos sucesos se levantó el correspondiente registro.
DICEN QUE EN LA VÍSPERA del Juicio Final, como en la última jugada de una
partida, todos los secretos escondidos se desvelarán y se revelarán
definitivamente todos los misterios. Entonces se explicaría también a los
hombres el porqué de aquel tosco cuerpo de yeso, tallado ingenuamente, a la
manera rústica del Minho, que se encontraba plantado a gran profundidad cerca
de la costa de Sumatra.
Así he pecado yo, al anticiparme y mostrar ahora lo que estaba reservado y
habíais de saber mucho después.
Notas
[19] De Contos da Sétima Esfera, Lisboa, Caminho, 1981.
�
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Libro al viento
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Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a>
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Quillas, mástiles y velas: textos portugueses sobre el mar
Table Of Contents
A list of subunits of the resource.
El Miantonomah, José Maria Eça de Queirós. Página 11.
Visión de Madeira, Raul Brandão. Página 18.
Oda marítima., Fernando Pessoa. Página 33.
Érase una vez una playa atlántica, Sophia de Mello Breyner Andresen. Página 67.
Moby Dick en Lisboa, José Saramago. Página 85.
La isla desierta, José Saramago. Página 87.
Los navegantes solitarios, José Saramago. Página 89.
Viaje a la isla de Satanás, José Cardoso Pires. Página 91.
De Bernabé, maestre cocinero de la nave capitana en el primer viaje camino a las Indias, Mário Cláudio. Página 107.
El capitán Passanha, Mário de Carvalho. Página 111.
Description
An account of the resource
Incluye una compilación de diez textos, que incluyen crónicas y relatos de importantes escritores portugueses como José María Eça de Queirós, Raul Brandão y Fernando Pessoa, inspirados en los viajes en barco y la vida en altamar.
Publisher
An entity responsible for making the resource available
Instituto Distrital de las Artes (Bogotá, CO)
Type
The nature or genre of the resource
Libros
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
PDF
Extent
The size or duration of the resource.
117 páginas
Identifier
An unambiguous reference to the resource within a given context
ISBN: 9789585848672
Language
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spa
Spatial Coverage
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Portugal
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Acceso abierto
Subject
The topic of the resource
Cuentos
Viajes
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Eca de Queiroz, José María, 1845-1900
Brandão, Raul, 1872?-1931
Pessoa, Fernando, 1888-1935
Andresen, Sophia de Mello Breyner, 1919-2004
Saramago, José, 1922-2010
Pires, José Cardoso, 1925-1998
Carvalho, Mário de, 1944-
Date
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2013
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
García Ángel, Antonio (editor)
Rights
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Atribución – No comercial – Sin Derivar (BY-NC-ND)
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Literatura portuguesa
Mar