https://coleccionesdigitales.biblored.gov.co/files/original/32e566f9a1c59503a792b440c3ce93c0.png e3656e6324b8e08a41410173b570e60c https://coleccionesdigitales.biblored.gov.co/files/original/eea3fe0383961518e63e82ed0e05ae8f.pdf ab9c6a0f44f8a7a4a0ee2a4953b3cc77 PDF Text Text ���ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ GUSTAVO PETRO URREGO, Alcalde Mayor de Bogotá SECRETARÍA DISTRITAL DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE CLARISA RUIZ CORREAL, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES SANTIAGO TRUJILLO ESCOBAR, Director General BERTHA QUINTERO MEDINA, Subdirectora de Artes PAOLA CABALLERO DAZA, Gerente del Área de Literatura VALENTÍN ORTIZ DÍAZ, Asesor PAOLA CÁRDENAS JARAMILLO, Coordinadora de Programas de Lectura JAVIER ROJAS FORERO, Asesor administrativo LAURA ACERO POLANÍA, Asistente de dimensión SECRETARÍA DE EDUCACIÓN DEL DISTRITO ÓSCAR SÁNCHEZ JARAMILLO, Secretario de Educación NOHORA PATRICIA BURITICÁ CÉSPEDES, Subsecretaria de Calidad y Pertinencia JOSÉ MIGUEL VILLAREAL BARÓN, Directora de Educación Preescolar y Básica SARA CLEMENCIA HERNÁNDEZ JIMÉNEZ, LUZ ÁNGELA CAMPOS VARGAS, CARMEN CECILIA GONZÁLEZ CRISTANCHO, Equipo de Lectura, Escritura y Oralidad PORTUGAL - PAÍS INVITADO DE HONOR FILBO 2013 SECRETARÍA DE ESTADO DE LA CULTURA DEL GOBIERNO DE PORTUGAL JORGE BARRETO XAVIER, Secretario de Estado MIGUEL FIALHO DE BRITO, jefe del gabinete del Secretario de Estado MÁRIO RUI CARNEIRO, adjunto del gabinete del Secretario de Estado COMISSÁRIO Jerónimo Pizarro DIREÇÃO-GERAL DO LIVRO, DOS ARQUIVOS E DAS BIBLIOTECAS JOSÉ MANUEL CORTÊS, director general MARGARIDA SAMPAIO, subdirectora general ABEL MARTINS, director de los Servicios de Planificación, Gestión e Información ANA CASTRO ASSUNÇÃO MENDONÇA EMBAJADA DE PORTUGAL EN COLOMBIA JOÃO RIBEIRO DE ALMEIDA, embajador de Portugal AUGUSTO SARAIVA PEIXOTO, exembajador de Portugal SANDRA MAGALHÃES, consejera PEDRO RAPOULA, agregado cultural ALEXANDRA BAPTISTA, secretaria ANA RITA RIBEIRO SÍLVIA JARDIM LINA CORTÉS MARIA PONTES BOOKTAILORS — CONSULTORES EDITORIAIS PAULO FERREIRA, director general DIOGO COELHO, director de producción NUNO QUINTAS, director de contenidos TITO COUTO, director de comunicación e imagen TIAGO MARQUES, responsable de protocolo y relaciones institucionales RUTE MOTA, asistente de producción SARA PERES, asesora de comunicación INÊS PINHEIRO, asistente de producción HELENA QUINTAS, asistente de producción RPVP DESIGNERS VÍTOR PAULINO, dirección de arte �RUI PENEDO, dirección de arte ANA MOREIRA, designer FORSTUDIO ARCHITECTS Arquitectos RICARDO PAULINO LUÍS RICARDO IVONE GONÇALVES FÁBIO NEVES Primera edición: Bogotá, abril de 2013 © Instituto Distrital de las Artes – IDARTES Imágenes: Stock.xchng [http://www.sxc.hu/] y ClipArt ETC [http://etc.usf.edu/clipart/]. Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente, por ningún medio de reproducción, sin consentimiento escrito del editor. www.institutodelasartes.gov.co ISBN 978-958-57736-9-1 (impreso) ISBN 978-958-58486-7-2 (epub) Edición: ANTONIO GARCÍA ÁNGEL Diseño gráfico: ÓSCAR PINTO SIABATTO Armada eBook: ELIBROS EDITORIAL �CONTENIDO CUBIERTA LIBRO AL VIENTO PORTADA CRÉDITOS PARA ZARPAR JOSÉ MARIA EÇA DE QUEIRÓS El Miantonomah RAUL BRANDÃO Visión de Madeira FERNANDO PESSOA Oda marítima SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN Érase una vez una playa atlántica JOSÉ SARAMAGO Moby Dick en Lisboa La isla desierta Los navegantes solitarios JOSÉ CARDOSO PIRES Viaje a la isla de Satanás MÁRIO CLÁUDIO De Bernabé, maestre cocinero de la nave capitana en el primer viaje camino a las India MÁRIO DE CARVALHO �El capitán Passanha �PARA ZARPAR PORTUGAL TIENE MÁS COSTA que frontera terrestre. Desde tiempos inmemoriales sus gentes han vivido de cara al mar. Dice Isabel Soler en su libro El nudo y la esfera que «la presencia constante, absorbente e incitante del océano es algo a lo que Portugal ha hecho frente cotidianamente a lo largo de su historia. Incluso antes de establecer con este medio inhóspito una relación intensa y decisiva para la historia portuguesa, la sensación de pertenecer al límite, de encontrarse cara a cara con el espacio infinito, de ser el último o el primero, crea un estado psicológico determinado que caracteriza no sólo al portugués sino a muchos de los pueblos limítrofes». Por su situación geográfica, Portugal pertenece tanto al Mediterráneo como al Atlántico, una polaridad que les permitió a sus marinos aventurarse a las exploraciones navales más variadas y expandirse por África, Asia y América. Desde la conquista de Ceuta en 1415, fecha que la historiografía señala como el comienzo de la expansión oceánica portuguesa, fue forjándose una literatura poblada de islas, costas, puertos, jarcias, velámenes, anclas, baupreses y alcázares, que viene desde los primeros historiadores, como João de Barros y Fernão Lopes de Castanheda, hasta los escritores que aparecen en esta antología. En este volumen, los lectores encontrarán una crónica sobre el barco de guerra norteamericano Miantonomah, que por el año 1866 había atracado en un puerto del Tajo, escrita por el padre del realismo portugués, José María Eça de Queirós (1845-1900), cuando acababa de salir de la universidad y tenía apenas veintiún años recién cumplidos. El segundo texto es de Raul Brandão (1867-1930), un diario de viaje sobre Madeira que tuvo origen en una travesía que el escritor realizó por las islas Azores en el verano de 1924. En Visión de Madeira, Brandão nos transporta al paisaje de la isla. Sus imágenes son efectivas, límpidas y poéticas. A continuación está la Oda marítima, escrita por Fernando Pessoa (18881935) en los meses finales de 1914 y primeros de 1915, y atribuido a Álvaro de �Campos, uno de sus heterónimos. La oda marítima, que vio la luz en el segundo número de la revista de vanguardia Orpheu, es uno de los poemas más importantes de éste, el gran poeta portugués del siglo XX . Después encontramos a Sophia de Mello (1919-2004), en cuya obra el mar es un tema recurrente, como metáfora absoluta y como espacio para el viaje real y metafórico. Érase una vez una playa atlántica es la historia de Ana, una viuda que se entrega al alcohol y pierde la herencia de su marido, se trata del lento hundimiento de una mujer que ha perdido los bríos, que se ha extraviado en la tristeza. Moby Dick en Lisboa, La isla desierta y Los navegantes solitarios son tres piezas breves de José Saramago (1922-2010), previas a su regreso novelístico en Manual de pintura y caligrafía (1977). En ellas pueden atisbarse algunos rasgos del que será su estilo: el cruce entre lo real y lo fantástico, la ironía aforística y poética, la reinvención literaria e histórica y la alegoría. Viaje a la isla de Satanás es un relato de José Cardoso Pires (1925-1998) que tiene resonancias del Descenso al Maelström y también recuerda el desencanto de los textos de Melville. Las notas al pie de página, las referencias bibliográficas y los detalles técnicos otorgan una inquietante verosimilitud a este texto de poderosas imágenes góticas. En la tradición del relato histórico, De Bernabé, maestre cocinero de la nave capitana en el primer viaje camino a las Indias está entreverado con la historia de la expansión colonial portuguesa. En él aparece el mismísimo Vasco de Gama, de manera que Mário Cláudio (n. 1941) —seudónimo del escritor Rui Manuel Pinto Barbot Costa— entrevera la ficción y la realidad para crear un efecto similar al de las crónicas de viajeros en las colonias portuguesas. Cierra este volumen El capitán Passanha, extraído del primer libro de Mário de Carvalho (1944). Una historia de piratas que, en medio de lo descarnado y grotesco, echa mano del humor negro y la ironía. Diez textos que, desde diversos ángulos y estilos, zarpan de Portugal y recorren el ancho mar hasta nosotros, los lectores de Libro al Viento. ��EL MIANTONOMAH[1] JOSÉ MARIA EÇA DE QUEIRÓS TRADUCCIÓN ELENA LOSADA SOLER HACE DOSCIENTOS AÑOS un puñado de calvinistas exiliados fletaron un barco en la Holanda húmeda y ubérrima y, bajo el equinoccio y los grandes vientos, míseros, austeros, con una biblia, zarparon hacia América. Doscientos años después, esos hombres que habían llegado solitarios, en un barco podrido por el oleaje, han diseminado una armada épica por el Mediterráneo, por el mar de las Indias, por el Atlántico, por los mares del Norte. Aquella colonia de desterrados, que lloraban de frío, hambrientos, rotos, que dormían bajo el aire húmedo cubiertos por una capa harapienta, es hoy América del Norte: los Estados Unidos. América del Norte significa trabajo, fe, heroísmo, industria, capital, fuerza y materia. Últimamente veía yo el Miantonomah, siniestro y negro cazador de armadas; es la imagen de América: frío, sereno, satisfecho, material y lleno de fuegos, de estruendos, de maquinarias, de fuerzas y de fulminaciones. Eso es lo que amedrenta en ese navío: la frialdad en la fuerza. Representa la conciencia soberbia de la fuerza y de la industria, y los grandes orgullos del cálculo; desprecia las iras y la hostilidad de los elementos; tiene que atravesar el Pacífico, el océano Índico, el Mediterráneo, los grandes desvaríos del agua, los vientos inmensos, los equinoccios, las trombas, las corrientes, las rocas que aparecen bruscamente, las nieblas infames, los magnetismos, las electricidades, todo el vil populacho de las tempestades. Mientras en todos los navíos se preparan cordajes, velámenes, arboladuras, complejas resistencias de �fuerzas, toda la audaz combinación de lonas y calabrotes que transforma las hostilidades en auxilios, él, el Miantonomah, se contenta con una cubierta lisa. En tiempos de guerra los almirantes y los cabos de mar toman precauciones: un hormiguero de morteros, de bombas, de obuses; metralla, machetes, el arsenal reluciente de los abordajes. A él le basta con una muralla de hierro. El viento es temible. En las vastas soledades azules él es el lobo siniestro que anda rondando y aullando, a la caza de navíos. Él arrulla al mar, masa inerte y salada; él contrae con el agua extrañas nupcias feroces; extermina, cantando con bárbara alegría; desgarra las nubes; persigue y desgreña las lluvias, silbando satisfecho. En algunos mares del Norte, cuando sopla, las estrellas aumentan su temblor. Pero el gran horror del viento ataca con el peso, con la violencia, con la fuerza, con la compresión combinada y se defiende esfumándose. El Miantonomah es así: ataca serenamente, con violencias enormes, con fulminaciones trágicas, y se defiende con la impasibilidad y casi con el desvanecimiento. En la lucha de las armadas, en medio de las andanadas, de los truenos llameantes, entre semejanzas abrasadas, las terribles caídas del fuego y los fantasmas del humo, y las efervescencias del agua, él pasa, suelta su enorme fulminación, despedaza, hace trizas, dispersa y continua lento, frío, impasible, mudo, tenebroso, cubierto de hierro. No teme al mar; los otros navíos yerguen amuradas inmensas para contener las olas encrespadas, las forran de cobre, las erizan de clavos. El Miantonomah, no. Considera la demencia del mar un prejuicio; corta la amurada y se queda con la cubierta lisa, a ras de agua; satisface la vieja curiosidad de la ola y, por misericordia, le da hospitalidad. Y para que el mar tenga algo que deshacer, que triturar, que roer, le da por compasión una barandilla de astas de hierro oxidado y pedazos de cuerda podrida. Y el mar entra, desesperado, mugiendo, y lame el suelo del navío americano; abajo, en sus camas, abrigados y perezosos, los marineros dicen: «Por allí anda el mar barriendo y lavando la toldilla.» Y, efectivamente, el viejo océano de los diluvios hace humildemente el trabajo del último de los grumetes. Arriba, en la superficie del agua, están el viento y la espuma, la niebla, las lluvias, las trombas; él, aburrido, se aparta de esa banda miserable y se va a investigar el fondo de las aguas, las vegetaciones fantásticas, la región de los corales, las cavernas enclaustradas, las purezas infinitas de la transparencia, todo aquel antiguo ideal feroz de que hablaban los viejos marineros persignándose �con terror religioso. Con la enorme quilla de hierro violenta aquellas virginidades del mar. Abajo, la tripulación nada sabe de las tempestades; el mar ruge en vano y se retuerce, y desencadena el juego fulminante de las olas, y golpea el combés del navío con el ruido de mil carros de combate; los marineros, abajo, ríen, cantan, se balancean, pulen el acero de las máquinas, fuman en pipa y leen, serenos, la Biblia. Como no hay arboladura, ni velamen, ni cordajes, ni todo ese montón confuso de calabrotes y de lonas, la cubierta, libre, está llena de aire y de luz, y durante los viajes es posada de algas, de conchas, de las aves del mar y del granizo. Dentro están las máquinas, la fuerza; los motores trabajan solos, con gritos, impaciencias, perezas, fríamente, como las fatalidades de la materia. Al atravesar los espacios oscuros se ve el frío resplandor del acero y del cobre luminoso; después las hogueras flameantes, que dan vida a las máquinas, rojas como corazones sobrenaturales: el aire es tratado por máquinas de respiración, pulmones terribles, y un viento general, fecundo, benéfico, sopla constantemente por todo ese negro vientre. Así se crean libremente temperaturas: fríos mordientes, pesados calores y frescores de mañana del Sur. Así, en sus viajes por todo el mundo, este navío desmiente cuando quiere los climas y las temperaturas; los marineros pasan silenciosos, limpios, rosados, serios; algunos leen. Sobre aquel negro navío, sobre las máquinas frías, aquellas fuerzas pavorosas, aquellas hogueras terribles, en el combés, entre las negras torres, al aire libre, al libre sol, alegre, glorioso, gordo, revoloteando en su jaula, canta un canario. Así es el Miantonomah, navío de guerra de América del Norte. Nosotros vislumbramos América como un taller sombrío y resplandeciente, perdida a lo lejos en el mar, llena de voces, de colorido, de fuerzas, de centelleos. La vemos así: movimientos inmensos de capital, adoración exclusiva y única del Dios Dólar; sobreabundancia de vida; exageración de medios; violento predominio del individualismo; gran sentido práctico; atmósfera pesada de positivismos estériles; una fiebre casi dolorosa de movimiento industrial; aprovechamiento avaro de todas las fuerzas; extremo desprecio por los territorios; preocupación exclusiva por lo útil y lo económico; doctrinas de una filosofía y de una moral egoísta y mercantil; todo un sistema de pensamiento atravesado por esa influencia; una fría libertad de costumbres; una seriedad artificial y brusca; dominio terrible de la burguesía; movimientos, construcciones, maquinaria, fábricas, colonizaciones, exportaciones colosales, �fuerzas extremas, inmensa acumulación de industrias, flotas terribles, una extraña proliferación de periódicos, de panfletos, de gacetas, de revistas, un lujo excesivo; y, finalmente, un profundo tedio por el vacío que deja en el alma la adoración del Dios Dólar. Por otra parte, la misma temperatura y la misma geología de Europa. Así vislumbramos América, a lo lejos, como una estación entre Europa y Asia, abierta al Atlántico y al Pacífico, con una bella costa de navegación llena de ensenadas, mojada por grandes lagos, con sus grandes ríos que discurren entre las tierras, los cultivos, las fábricas, las plantaciones, los ingenios, llevados pomposamente por el Mississipi hasta el Golfo de Méjico. Y después una naturaleza vigorosa, fecunda, elegida, que desaparece entre las industrias, el humo de las fábricas, las construcciones, la maquinaria, todas las complicaciones mercantiles de América, como una brizna de hierba que desaparece bajo un montón nervioso de hombres. La vida de América del Norte es casi un paroxismo. Esto es decididamente una gran fuerza, una vida enorme, superabundante. ¿Pero será vital, fecunda, llena de futuro? Todos los días dicen a Europa: «Mirad hacia los Estados Unidos, allí está el ideal democrático, y sobre todo, la gran cuestión, el ideal económico.» Pero América consagra la doctrina egoísta y mercantil de Monroe, según la cual una nacionalidad se retrae en su geografía y en su vitalidad lejos de las otras patrias; olvida sus antiguas tradiciones democráticas y las ideas generales para perderse en el movimiento de las industrias y de las mercancías; se alía con Rusia; la raza sajona va olvidando los grandes aspectos de su destino, se enreda estrechamente en los egoísmos políticos y en las preocupaciones mercantiles, se ensimisma en conquistas y extensiones de territorios, subordina el elemento grandioso y divino al elemento positivo y egoísta, y la gran figura sideral del Derecho a las fábricas, que humean negras en los alrededores de Goetring. Eso dicen muchos. Una de las inferioridades de América es la falta de ciencias filosóficas, de ciencias históricas y de ciencias sociales. Una nación que no tiene sabios, grandes críticos, analistas, filósofos, reconstructores, ásperos buscadores del ideal, no puede pesar mucho en el mundo político, como no puede pesar mucho en el mundo moral. Mientras la superioridad fue de los que luchaban, de los que lanzaban grandes masas de caballería que aparecían relucientes entre la metralla, Oriente dominó, moreno y resplandeciente. Cuando la superioridad fue de los que pensaban, de �los que descubrían sistemas, civilizaciones, de los que estudiaban la tierra, los astros, el hombre y creaban la geología, la astronomía, la filosofía, Oriente decayó mísero, a ras de suelo. Hay sobre todo en América un profundo descuido de las ciencias históricas. Inferioridad. Las ciencias históricas son la base fecunda de las ciencias sociales. Esa es la superioridad de Europa: bajo la misma apariencia de fiebre industrial hay una generación fuerte, seria, idealista, que está construyendo la nueva humanidad sobre el derecho, la razón y la justicia. Nuestro mundo europeo también es una extraña mezcla de contrastes y de destinos. Es una época ésta anormal, en la que se encuentran todos los florecimientos fecundos y todas las viejas podredumbres, políticas superficiales, grandes fanatismos, y al mismo tiempo un desahogo de las conciencias libres, una expurgación de los viejos ritos, y el alma moderna ligada en su moral y en su justicia a las almas primitivas, excluida la Edad Media. Políticas pacíficas y transigentes y un espíritu de guerra sordo, encendido y ardiente; territorios forzados y conquistados y la aniquilación por la política por la historia y por la filosofía de los conquistadores y de los héroes. No son las influencias monárquicas, ni el individualismo, ni el humanitarismo, tampoco las políticas egoístas. No es la importancia de los individuos ni la importancia de los territorios, es una confusión horrible de mundos, y en la cima, triunfal y soberbia, está la industria, entre las músicas de los metales, las arquitecturas de las Bolsas, reluciente, centelleante, colorida, sonora, mientras el viento lleva su sueño eterno, que son fortunas, imperios, fiestas, empresas, parques, serrallos. Pero debajo de toda esa confusión, sereno, fecundo, fuerte, justo, bueno, libre, se mueve en germen un nuevo mundo económico. Este germen es lo que América no tiene, me parece a mí. Pero vemos que todos la señalan como el ideal económico sobre el que es necesario que los pensadores mediten y todos los que el vacío fecundo de las filosofías pautan las sociedades. Ahora bien, toda la América económica se explica con esta palabra: feudalismo industrial. Se dice, en América hay un constante aumento de tráfico, de ingresos, de riquezas; no hay aumento, hay dislocación. Dislocación en provecho de las altas finanzas, en detrimento de las pequeñas industrias productoras. �Mientras en el orden económico no haya un equilibrio exacto de fuerzas, de producción, de salarios, de trabajo, de beneficios, de impuestos, habrá una aristocracia financiera, que crece, que reluce, engorda, se hincha, y al mismo tiempo una democracia de productores que adelgaza, enflaquece y se disuelve en proletariado. Y como el desequilibrio no cesa, no cesan estas terribles diferencias. Pero el gran mal del predominio exclusivo de la industria es éste: el trabajo, por la repugnancia que excita, por la absorción completa de toda la vitalidad física, por la aniquilación y quebranto de la savia material, por la libertad en que deja las facultades de concepción, por eso mismo sobreexcita el espíritu, difunde los ideales, abre grandes vacíos en el alma, complica las necesidades, hace insoportable la pobreza. En las grandes democracias industriales, donde la posición se obtiene por la perseverancia, se conquista por la habilidad; donde hay mil motores —la ambición, la envidia, la esperanza, el deseo— el cerebro se calienta, se espiritualiza, crea sueños, ambiciones, necesidades imposibles, el querer llegar se convierte en una verdadera enfermedad del alma. Se exageran los medios, y toda la savia moral se altera y se deforma. Es lo que está pasando en América. Bajo la frialdad aparente, se mueve todo un mundo terrible de deseos, de desesperanza, de voluntades violentas, de aspiraciones dolorosas. Además, como en medio de las industrias ruidosas y absorbentes quedan muchas amarguras por endulzar, muchas angustias por calmar, muchas hambres por matar, muchas ignorancias por iluminar, todo eso se levanta, terrible, en medio de la fiebre de la vida social, y la hace más peligrosa. Londres muestra hoy el aspecto de esa lucha. De manera que el trabajo incesante, enorme, irrita y exagera el deseo de riquezas, recalienta el cerebro, sobreexcita la sensibilidad, la población crece, la competencia es áspera, las necesidades descomedidas, infinitas las complicaciones económicas y por ahí anda siempre entre riesgos la vida social. Entre riesgos, porque viene la guerra de intereses, la lucha de clases, el asalto a las propiedades y, finalmente, las revoluciones políticas. ¡Y, sin embargo, la libertad de América parece tan serena, tan confiada, tan asentada, tan satisfecha! No obstante, ¡hay mucha fuerza fecunda en Estados Unidos! Hace poco han dado un ejemplo glorioso de una nación que deja su positivismo, su industria, sus egoísmos, su movimiento continuo y robusto, su profundo interés, y arma �ejércitos, flotas, gasta millones y va a combatir por una idea, por una abstracción, por un principio, por la justicia. El Sur quiso corregir la libertad con la esclavitud; se separa; el esclavo que trabaje, que cultive, que produzca, que sude, que muera bajo la fuerza metálica, oscura y siniestra del clima y del sol. Pues bien, ¡América del Norte quiere la libertad, el amor entre razas y combate por la libertad, por la legalidad, por la unión, por los principios, por la metafísica! ¡Y deshace los ejércitos de Virginia! Eran estas cosas las que me venían a la memoria, hace unos días, en el Tajo, mientras visitaba el Miantonomah, navío de los Estados Unidos, en viaje hacia el Sur, comandante Beaumont. Notas [1] Traducción realizada a partir de la lectura fijada por Carlos Reis y Ana Teresa Peixinho (Eça de Queirós, José Maria, 1866, “O Miantonomah”, Textos de Imprensa. i (da Gazeta de Portugal) [Ed. de Carlos Reis e Ana Teresa Peixinho] Edição Crítica das Obras de Eça de Queirós, Lisboa: Imprensa NacionalCasa da Moeda. Esta crónica fue publicada en la Gazeta de Portugal el 2 de diciembre de 1866, es por lo tanto una obra de juventud de Eça de Queirós (1845-1900) en la que se aprecian ya características propias del que será su estilo de madurez. Fue recogida en el volumen póstumo Prosas bárbaras (1903). �VISIÓN DE MADEIRA RAUL BRANDÃO TRADUCCIÓN DE NICOLÁS BARBOSA 13 DE AGOSTO Jamás he olvidado la mañana virginal de Madeira ni los colores que iban del gris al dorado, del dorado al azul-índigo; ni la montaña entreabierta saliendo del mar delante de mí, derramando azul y verde… Me levanto a bordo, en busca de la luz, de otra luz en la que nací y fui criado y que cada vez echo más de menos. Ansío volver a verla, la luz sin nubes, la luz dorada, la luz pura y viva. Pero el día aún está nublado: las mismas nubes, quizá más leves, tienen pequeños retoques delicados de pincel, y en el mar pálido boyan trazos blanquecinos. Cuatro de la tarde: supongo que allá a lo lejos veo, sobre las ondas de las olas, una franja de otro azul, del azul que se respira. Como despedida, cae una llovizna ligera. Hacia las Azores continúan amontonándose nubes más oscuras: todas corren, atraídas hacia las islas, como quien tiene un destino por cumplir… Al final de la tarde comienza a erguirse frente a mí algo azulado e indistinto con una gran nube gris que está encima, al acecho. El sol que pega en lo alto ilumina el cono de un monte y mana de entre la niebla sobre la extremidad de un morro casi negro. Se distinguen ya las nudosidades deformes de la tierra y los paredones envueltos en un humo que entra en remolinos por los resquicios abiertos de la piedra; sobresalen, con majestuosidad, en el horizonte plúmbeo. Se acentúan la dureza, las llanuras, los barrancos, los cortes perpendiculares y el color del hierro, y se adivina el drama que debe haber sido este parto, lleno de convulsiones y de desmoronamientos, cuando el gran cataclismo dilaceró y desmembró el continente sumergido, dejando patentes, en esta parte, heridas que hoy aún sangran. Y de los pedazos de cisco, que casualmente cayeron y se �esparcieron por la orilla del mar, se agarra media docena de casitas que tienen por telón de fondo la masa espesa erguida justo por el lado de atrás. Son las seis: todo avanza y se impone en violeta, con trazos verdes de cultivos y cumbres doradas de montañas; al norte ha quedado fijada una aglomeración de masas solemnes que esconden la tierra. Y la costa camina, directamente hacia mí, cada vez más violenta y más negra. Da miedo. No se distinguen bien las florestas en los altos nublados y los valles profundos por donde el agua debe caer en torrentes durante el invierno. El barco sigue apoyado en el acantilado, que de este lado de la isla no tiene fondo, mostrándonos Madeira cortada por un hacha que la ha abierto de lado a lado, lanzando la otra parte al fondo del mar. Es un bronce severo y trágico, que contrasta con la entrada de Funchal[2] y la otra costa de la isla. Voy mirando las poblaciones: Jardim do Mar, Paul do Mar, agarradas a las murallas, donde sólo distingo un discurrir de cardenillo. ¡Sólo el hombre! ¡Sólo el hombre es quien se atreve a cultivar terrazas abiertas al fuego en la perpendicularidad del acantilado! (Vamos tan cerca de la tierra que oigo los gallos cantar). Madalena do Mar, aplastada entre dos morros que se reflejan en negro en el terciopelo del agua, Ponta do Sol y Cabo Girão, que la noche vuelve más espeso y mayor… Todo este panorama, en la ceniza del crepúsculo, recortado en negro en un cielo color plomo, transformado por las nubes que bajan aún más, y desdoblándose en sucesivos recortes sobre la tinta fija de las aguas, asume proporciones extraordinarias. Ya casi no distingo la tierra hasta la punta desmedida de Cruz, detrás de la cual nos espera el puerto de abrigo. Cada momento que pasa, se me figura más alto y más oscuro el paredón que nos intercepta el mundo. Sólo hay una vaga claridad hacia el lado del mar; el resto es negrura escarpada y monstruosa colaborando con la espesura de la niebla y la indiferencia de la noche. Una lucecita se enciende en la inmensa soledad y en la mancha cada vez más opaca. Es el hombre, hundido, dos veces aislado entre la montaña y el mar. Es un alma. Y esa luz pequeñita y humilde llega a ser para mí extraordinaria y grande: es una estrella que me hace cavilar. 14 DE AGOSTO Por la mañana me despierto en tierra. Abro la ventana y por ella entra el olor a fruta. Lo recorro todo en el primer instante: las callejuelas animadas, los callejones pavimentados con fragmentos rocosos ensebados, donde se deslizan carros de bueyes sin ruedas, pintados de amarillo, con toldos frescos y cortinas �de ramaje abiertas por el medio. Miro las casas blancas y amarillas, de aleros encalados de rojo y celosías pintadas de verde, que le dan a Funchal un carácter familiar e íntimo. Todo me sorprende: el calor, la luz fuerte, el jardín con helechos y un gran jacarandá de flores rojas, arbustos penetrados de satisfacción, que en la inmovilidad y en el silencio van deshojándose sobre la tierra y dejando un charco rubro alrededor. Una gota de agua cae allí al fondo sobre otra agua inmovilizada. El aire es un perfume fértil. Me siento bajo los grandes plátanos que nos reciben al desembarcar en el puerto; mancha impenetrable y deliciosa. Subo: una plaza irregular y luego la iglesia, gran cofre de sándalo con dorados e incrustaciones en madreperla. Dentro huele a incienso y a madera preciosa; aquí afuera, encima de los tejados, siempre se descubre la carcasa ennegrecida de la sierra. Voy al mercado —el mercado me atrae—, pequeñito, con dos o tres árboles y una fuente; todo él desborda fruta como un cesto repleto: racimos de bananos amarillos, capazos de vendimia rebosando, con damascos, higos negros suculentos y entreabiertos, destilando jugo. Toda la fruta aquí es deliciosa y el banano deja en la boca un perfume persistente para el resto de la vida. Al sonido de la fuente de mármol que reluce en hilos con una Leda a lo alto agarrada de su cisne voluptuoso, se forma una imagen toda con manchas coloridas, con el sol derramándose a manos llenas por arriba. A primera vista confunde: debemos ubicarnos a distancia, como con las pochades,[3] para distinguir las uvas doradas, las papayas, el rojo de los tomates, las araras[4] y las aves exóticas colgadas en los troncos, y bajo los toldos, entre chillidos de macacos de São Tomé y el murmullo cantado del pueblo de Madeira, las mujeres de pañuelo blanco en la cabeza y botas de caña alta y rebociño, que preparan la merienda para la Fiesta del Monte, los hombres tiznados y secos, las inglesas de pelo corto, vestidas de blanco, cortadas por el mismo patrón que Inglaterra ahora fabrica y exporta a todo el mundo. La vista falla y se perturba, y el olor marea. Es necesario meter el pincel en esos fondos para dar las sombras cárdenas con mucho azul, el verdinegro de las coles, el cuadro aturdidor salpicado de agua por la fuente. Fíjense cómo la sombra misma es luminosa y palpita. Con ella palpitan el dorado de los bananos, el amarillo de los melones, el rojo intenso de los chiles enhebrados en rosarios. Y si un cesto sale de la sombra a la luz, entonces los frutos resplandecen, arden y adquieren transparencias extraordinarias. Y el agua cae a gotas, refrescando el cuadro, mezclada con el sol reluciente, que da pinceladas aquí y allá por entre los árboles. Pero para ver la ciudad y los suburbios en conjunto se sube al Pico de Barcelos. A medida que me aparto del centro van apareciendo casitas aisladas entre jardines, y las hojas anchas de las bananeras, aún con el capullo violeta o �de las que ya cuelga todo el racimo maduro. Allá desde lo alto se descubre finalmente el anfiteatro majestuoso. Es una gran concha, que de un lado termina en el Pico do Garajau y del otro en la Ponta de Santa Cruz, con el fondo de la sierra ondulado. Los valles y las líneas de las vaguadas vienen desde arriba rasgados por las torrenteras sobre un lecho de piedras en pedazos, escurridizas y azuladas. Es oscuro, plúmbeo, porque el cielo se forra de nubes que envuelven los montes. Para el espectáculo completo es necesario escoger la mañana, la tarde, o los días puros de invierno, porque el cielo de Madeira anda casi siempre nublado, corriendo la humareda por la barrera inmensa que toma todo el horizonte del lado de la tierra y desciende hasta el mar en una ladera tallada de cultivos y poblada de casitas que se van aproximando y apiñando al llegar a la ciudad blanca y sensual. Todo lo que se divisa, salvo las cumbres ennegrecidas, fue dividido en huertas, en oteros de caña muy verde, en pequeños huertos de arbustos, donde irrumpen racimos de bananeras, en una amplitud que entontece y deslumbra. Son leguas de fertilidad, de jardines, de campos y cultivos, que nos imponen el reconocimiento y el silencio. A la derecha, la sierra se extiende hasta Câmara dos Lobos. Sólo después de habituarme —los ojos se me ahogaron en azul— distingo los trazados violetas de las laderas, las viviendas allá a lo alto entre viñedos y pomares, los predios rústicos colgados en la roca y agarrados a la montaña, abierta en la mitad por un resquicio violento y romántico. El carácter de este paisaje no dejo de buscarlo… Nos atrae por todos los sentidos y sólo tiene un deseo: ablandarnos y descomponernos… Espío los jardines de los palacios, donde todo se conserva alineado y correcto, y en donde están las casitas rústicas que son mi éxtasis. Paso y entreveo un banco. A veces basta con un muro encalado con media docena de macetas y flores para tener una sensación de encanto que no encuentro aquí. Falta un poco de melancolía, aquella alma de ciertos escondrijos portugueses que, con dos campos, una iglesia, un pinar y un soplo de hierba, nos comunica una impresión deliciosa de reposo y saudade. Me hacen falta las mañanas nubladas y pálidas, los días rubios y desconsolados con algunas pecas. Este paisaje no se contenta con dos o tres árboles, el aire fino y un poco de azul derretido: es exigente y pesado. Es materialista y libertino. Y al mismo tiempo es bello. Las palabras expresan poco en estos casos: lo principal en Madeira es la luz que crea y que tanto madura el paisaje como los frutos, porque la única imagen que encuentro para este conjunto es la de un fruto maduro que tomó poco a poco, con la calma de quien no tiene nada más por hacer, los colores del sol, los de la mañana y los del poniente, y que llegó a un estado perfecto que deleita y �perfuma a la vez. La tierra emerge de la tinta azul con los tonos cálidos de la piña, que es la fresa de los trópicos, paraíso sin frío ni calor, al que aún se le junta el sabor de los vinos bebidos a sorbos y cuya transparencia se evalúa a través del vidrio alzado a la luz. ¡La luz! Dar la luz, sería todo, pero sólo un pintor encuentra este dorado, azul diluido que envuelve todo el paisaje acostado a nuestros pies como las mujeres que ofrecen los senos duros con impudor e inocencia a la vez. Los árboles mismos que irrumpen por todas partes — vegetación tropical extraña mezclada con todas las otras: cipreses, cactus, plantas barnizadas, entre grupos de pinares mansos y seres inmóviles grandes y fuertes, extendiendo el ramaje sobre las calles— son de carne. En la escuela aprendí aquella santa historia de los tres reinos de la Naturaleza, pero aquí los árboles, vigorosos y de un verdor fértil, pertenecen sin duda alguna al reino animal. 15 DE AGOSTO No puedo pegar ojo en toda la noche. Son las dos, las tres, y no me duermo. En la calle se oyen guitarras y circulan automóviles con mujeres. La noche es voluptuosa y el aire de este clima tropical es una caricia tan pronto como desaparece el sol. Por la mañana me dirijo a la sierra. De Funchal hacia el Sur la costa casi siempre está cortada a cincel: Santa Cruz, y allá a lo alto el Senhor da Serra; una hendidura enorme por donde entra el mar; Machico, y luego Caniçal a la orilla del agua y el relieve caprichoso de la Ponta de São Lourenço. Más allá del cabo comienza la costa norte, la parte más selvática, más verde y quizá la más bella de esta isla tan variada y decorativa. Al final de la tarde los morros formidables, vistos desde a bordo, se suceden en un escenario espeso, que se desenrolla en manchas oscuras, con restos de hollín de sol pegados a aquella inmensidad, que en ese momento parece incluso más vasta. Madeira es un macizo de sierras cortadas a plomo en la costa oeste, descendiendo hasta el mar en la costa norte y más cultivado en los valles y gargantas inundados por las aguas. El interior de la isla es como el esqueleto de una montaña descarnada, salvo Paul da Serra. La parte donde se hacen ricos los cultivos, la más abrigada y donde no nieva, esa nieve que llaman folhelho, es el sur, que produce la caña en la costa y la viña en las laderas. En Curral das Freiras —cordillera central—, curioso valle de erupción, hondonada enorme apretada entre vertientes acantiladas, con profundidades que dan miedo y que van hasta los ochocientos �metros, hay pequeñas poblaciones perdidas, Livramento, Fajã Escura, Curral, etc. Este sitio revuelto y dilacerado quizá explica la formación de la isla, donde se encuentran más vestigios de cráteres, con indicios de erupciones relativamente recientes, en los pantanos de Porto Moniz, en Caniça, en Caniçal, etc. También desfilan delante mío las gargantas apretadas, sólo sombra, y una ladera iluminada a toda luz —profundas vertientes acantiladas, en un trazado a plomo—, cerros pedregosos producidos por la erupción, el riachuelo que corre por la falda de los picos Ruivo y Canário, pequeñas aldeas muy aisladas a lo alto de los morros —el Pico da Figueira, Curral, Fajã Escura—, barrancos formando el lecho de torrentes, terrenos desolados y pedregosos, por donde debe caminar el Diablo en los días de viento. Después el paisaje cambia de nuevo: los montes parecen arruinados y feroces castillos de la Edad Media. Hay otra vegetación: laureles y el tilo en el fondo donde se encharca la humedad. Desolación y sorpresa, contrastes, amplios escenarios de sierra y mar, como a lo alto del Senhor da Serra, donde los pulmones son demasiado pequeños para llenarse de aquella atmósfera perfumada. Ahora el sitio triste entre peñas negras, y olor a pescado, de Câmara dos Lobos, luego algunas aldeas, junto a pequeños retales cultivados, con haces de leña a secar en las puertas de las chozas. A veces un embalse para el riego, el canal por donde corre el agua y, allá al fondo, el abismo, con un espigón tremendo al lado, que da sombra y pavor: hay sitios de éstos en Curral donde el sol sólo entra durante cinco o seis horas diarias. Recorro las carreteras y los caminos temprano en la mañana o en la tarde, cuando el sol se hunde detrás de los montes, aureolándolos. Sorprendo los escondrijos, las casas ennegrecidas de las aldeas, la vida rural y la vida marítima y los cultivos variados, porque en Madeira se dan todos los climas —desde el del norte, lleno de frío, hasta el tropical— y recojo una variedad de imágenes que formarían, sólo ellos, un volumen compacto… PARA VIAJAR CÓMODAMENTE por el interior de Madeira sólo hay dos formas: la red suspendida por una vara que dos hombres llevan a cuestas mientras caminan ayudándose con palos, y el carro de bueyes. Pero la red da sueño, y el carro es mejor. Asentado en tablas de madera está el cursão,[5] este bello medio de transporte que tiene dos asientos de mimbre forrados de una tela con pequeñas flores azules y que está protegido del sol y de la lluvia por un toldo con cortinas. Al lado va el hombre, de puño cerrado y alto, que les habla a los bueyes, y, al frente, un pequeño boyero. Es el medio más original de recorrer las �calles y las carreteras, y al mismo tiempo el más rápido, porque los bueyes trotan y galopan cuando es necesario. Sin la brutalidad inexpresiva de la máquina ni la torpe rapidez del automóvil, el carro de Funchal, que nos permite ver y comentar, me da la impresión de que navega y de que regresamos a los tiempos primitivos y heroicos. Es conjuntamente carro y barca. Allí vamos por la calzada, subiendo siempre entre castaños altos como torres. El castaño es un árbol prodigioso. Siempre que lo encuentro, me estremezco y me detengo. Castaños y agua que corre, agua que salta y viene a nuestro encuentro calzada abajo y no nos deja hasta allá arriba, regando ya sea uno u otro patio, distribuida por canales; agua que viene de la sierra y todas las mañanas da los buenos días casa por casa: —¡Hola, hola, hola!— les dice a todos los árboles y presta nuevo vigor a las flores exhaustas. Castaños y palmeras agitan en el aire sus copas delicadas. Huele tanto a fruta que espío el interior de las casitas impenetrables: sólo distingo manchas coloridas de flores y pomares de ciruelas claudias, que el sol madura y atraviesa. Un muro a uno y otro lado. Y esto aún no basta: celosías desconfiadas vuelven incluso más cerradas y poéticas las habitaciones solitarias. ¿Qué ocurre allí dentro? ¿Un gran amor o un gran sueño? Esto se hizo para vivir aislado con una mujer y con voluptuosidad, entre las paredes de las quintas suntuosas, donde el verde se desborda incluso en las chozas, tan ricas como palacios. Desde unas y otras se presencia el espectáculo extraordinario del mar y de la sierra en un escenario lujurioso y sensual. Es una vista que recuerda la carne viva; es un paisaje, Edén de voluptuosidad, que nos entra por los ojos y por la nariz al mismo tiempo. Los ramajes bajitos, doblándose al peso de los racimos, nos ofrecen sus telas doradas, la hoja afilada de la caña cubre los surcos, la bananera nos lanza los racimos maduros al sol vivo y fuerte que cae a chorros. Allí arriba nos apetece acostarnos bajo los árboles, entrar en todas las huertas aún adormecidas, extendernos en todos los escondrijos verdes que agitan sus hojas en el aire tibio, en el aire mágico, que respiro con voracidad y donde anda mezclado el olor a fruta, el sabor a mar, el alma de los vegetales y un silencio lleno de vida. —¡Va! ¡Va! El cursão se desliza sobre los guijarros. El muchacho va delante de los bueyes con el mosquero en la mano, y al lado camina el hombre, que les habla a los bichos: —¡Va! ¡Va! �No los aguijonea, y tampoco es necesario: con un cuidado extraordinario, poniendo los pies y endureciendo los músculos, van subiendo los peldaños sucesivos de la calzada escarpada que es el camino del Monte. De tanto en tanto el muchacho mete el rollo de paño sucio debajo del cursão, para que las tablas del vehículo desvencijado se deslicen mejor. —¡Va! ¡Va! El Largo da Fonte, un gran terreno y media docena de plátanos enormes, que llenan de majestad, de frescura y de sombra este sitio suspendido entre el cielo y el mar, donde queda la iglesia del Bom Jesus y a los lados los caserones de los sanatorios. Sólo estos árboles ya valen un imperio. Por ahora no quiero mirar atrás… Entramos en una región más severa, oscurecida por los pinares, y me doy cuenta de quiénes pasan a esta hora matinal… En los primeros colores de la mañana ya las inglesas se dejan resbalar a toda velocidad por la calzada, dentro del cesto de mimbre que el hombre guía, empuja o detiene, maniobrando con los pies. Pasan junto a mí una vieja llevando, en los cursões, los pollos para el mercado, muchachos con haces de leña y labradores que emplean el mismo medio de transporte para las cargas de leña. Entre las imágenes que se suceden, aparece un matrimonio antiguo, ella fea y arrugada, con su viejo mantón raído, y él seco, con gorro de borla en la cabeza, cuyo embozo cubre las orejas en el invierno. Ambos están compenetrados y solemnes, como quien va a cumplir una misión. Son de otros tiempos y me conmueven. Luego me encuentro por la calzada, entre el ruido de los regatos —las aguas siempre corren en la cuneta al lado del camino estrecho—, a mujeres cargadas hasta la cabeza y aferradas a varas, jóvenes con cestas de boniatos o de simiente, lecheros con el palo que tiene la forma curva de los hombros y en el cual llevan dos cántaros, uno en cada punta… Llego a Terreiro da Luta y allí me doy la vuelta. La primera impresión es sólo de luz, de luz dorada y de montañas verdes que emergen del mar violeta. Pocos colores y éxtasis. Ni una nube ni un átomo de polvo. Una luz delicada y joven, un aire que se bebe a grandes sorbos y a la vez un no sé qué puro y sensual que se sube a la cabeza y que miramos con recelo y ternura. Esta mañana es un momento delicioso en la vida, frente al conjunto perfecto que salió ya de las manos de Dios y que flota extasiado en el éter. Es inmenso y es nada: es un mundo, y la gota de agua suspendida, que refleja la luz del universo, dura un segundo y ha de caerse para siempre. La isla, con su verdura tropical, sale del mar violeta, y, allá al fondo, Funchal, todo blanco, se levanta y se despereza aún aturdido por el sueño… � SEGUIMOS HACIA ARREBANTÃO y luego hacia Poiso, parada obligatoria para el café matutino de quienes van a Ribeiro Frio. Hasta allí se atraviesan montes sobre montes —redondeados, de color ocre, con pedrería azulada rompiéndoles la piel seca por el sol— por una carretera donde sólo el nopal extiende las manos abiertas a quienes pasan. Parada en el descampado de la taberna para que los hombres y los insectos descansen, y se empieza a descender por una soledad cada vez mayor hasta la calzada vertical, donde los bueyes se detienen asegurando el carrito sin ruedas, como si descendieran perpendicularmente la torre de los Clérigos. De nuevo irrumpe desde todas partes el verdor en cascadas, robles, hayas, castaños, y en seguida encuentro a mi amiga el agua en una caída que hiela y refresca todo el camino. Gargantas bastante ásperas, hendiduras enormes —en la posición de quien va a perder el equilibrio hasta caer en el lecho seco del torrente, cuyas piedras relucen como vidrios— árboles en borbotones verdes derramados de lado a lado, formando un puente, o lanzados al azar por la ladera, vegetación que se agarra como puede a paredes formidables —y allá al fondo, perdida en el yermo, una población de media docena de cabañas que parecen colmenas de abejas. Hasta nosotros sólo llega el golpe del yunque del herrero. Es otra naturaleza brava que no tiene nada de tropical: son cosas propias del norte de la isla… La niebla sorprende a quienes vienen de arriba, de un sol espléndido, y se cierra y se abre permitiendo distinguir de repente detalles fantásticos, lugares selváticos, piedras aisladas. Asciende o desciende, lo envuelve todo, aleja más el paisaje, y parece encargado a propósito para trastornar el paisaje y volverlo aún más fantasmagórico. Seguimos descendiendo, y la cascada siempre nos acompaña al lado del paredón cortado a cincel. Aquello perdido allá abajo es Ribeira da Ametade, la población que apenas se distingue, Faial, y una gran peña afilada frente a mí, Mirante. Me detengo asombrado frente a los escenarios, uno tras otro, levantados en el aire y disueltos en el aire, de los pequeños valles, que parecen aún más aislados y concentrados, más hondos, que rocas temerosas defienden y aplastan, y por donde el torrente debe correr en invierno con un rugido furioso. ¿Es la realidad o la niebla…? Son paisajes de Doré,[6] lugares atropellados, bravíos y poéticos a la vez. Un caos con detalles líricos. Y el agua siempre nos sigue, y la niebla densa lo deforma todo, gris, casi rosa y traspasada por el sol, o espesa e introduciéndose en las gargantas, subiendo las montañas, aglomerándose en borrones y desvendando de repente aspectos de ferocidad y de grandeza. Camino por una roca entreabierta (y aquí va el agua), diviso una peña colosal, cortada a plomo, y me detengo �frente al valle que se alarga y frente a la magia de la niebla, que crea frente a mí un tropel de montes descendiendo a saltos de galgo hasta el abismo, con hayas agarradas milagrosamente a pedazos de tierra. Al pie mío los árboles son tan viejos que tienen barbas, grandes barbas de líquenes, como nunca vi salvo en los chivos. Difícilmente distingo ya lo que pasa. A mi lado queda una gran peña trágica, cubierta de musgo vítreo, de color ceniza, que ciertamente no tarda en moverse, y a mis pies el abismo abierto, todo nublado… Pero de niebla espesa, de la que de repente irrumpe un monte fantasma, afilado, negro y feroz, que avanza directo hacia mí. Creo que a lo lejos, en un resquicio, diviso el mar —un puentecito— una cabaña, una gota de agua que cae de la sierra por entre las piedras lisas, hasta que por fin la niebla definitivamente se propaga y se difunde mezclándolo y envolviéndolo todo. Sólo el ruido de la cascada a mi lado insiste, llamándome al sentimiento de la realidad. Regresamos; el camino sube, el muchacho grita: —¡Va! ¡Va!— hasta que llegamos de nuevo a la región del sol. La luz no es casta como en las Azores, ni los montes verdes. Los colores están calientes, las lomas requemadas, y la niebla se queda allá al fondo, enterrada en los valles. Saltan bandos de cigarras en los restos de hierba ya comidos por el sol, pero aún huelen bien. Se suceden casi hasta el Monte las mismas jorobas redondeadas, donde crece el brezo en pequeños matorrales, y aquí y allá una higuera del diablo. Pinares, camino monótono hasta que entramos de nuevo en el Monte. Tan pronto llego, me detengo frente a una casita perdida dentro de la floresta. A ras del suelo, con pequeñas ventanas de guillotina de cara al mar. No vale nada: es el caparazón abandonado de un caracol. Pero no parece construido; parece como si haya crecido al mismo tiempo que las flores rojas que lo rodean y que recuerdan una pasión o un crimen. Árboles, cuatro muros viejos alrededor, el parral sobre varas a la entrada del huerto, y un encanto que no sé explicar y que nace de las cosas simples que no buscan imponerse a nuestra atención y sólo nos ofrecen su simpatía. He ahí el sitio ideal para acabar la vida ignorada con los ojos puestos sobre el mar y calentados en invierno por este sol espléndido, zambullendo mi vejez friolera en la luz radioactiva y extendiendo mi cansancio a la sombra de los árboles que nos ofrecen sus frutos maduros. Tendría aquí un cantero encalado de blanco con macetas de flores que ya nadie cuida y que mi abuela cultivaba en un parterre: dalias, suspiros, pelargonios. Me refugiaría en aquel rincón sombrío en el que corre un hilo de agua entre media docena de bananeras, que nunca veo sin quedar atónito. Allí viven, juntitas y abrigadas, la enana más baja, el oro y la plata que echa el tronco más alto, y encima un penacho de hojas decorativas que recuerdan a Paulo y Virginia.[7] Algunas tienen el racimo colgado, otras el gran �capullo escurriendo sangre; hojas en capas superpuestas, con la flor de un amarillo desteñido escondida allá dentro. Además de bellas son pródigas. Producen todo el año, dan frutos, mueren, pero los vástagos las suceden. Son de una fecundidad prodigiosa. Apenas madura el fruto, hay quien lo corta por el tallo y se lo lleva a la espalda a su casa… Me fijo allá al fondo en un antro de brazos retorcidos: floresta primitiva de media docena de metros cuadrados; me fijo en senderos oscuros con filas inextricables de bambú, y en las hierbas secas llenas de discos de sol que apetece agarrar como monedas. Aquí era donde Daudet debía instalar a ese profesor suyo de pereza, que en un jardín de Argel esperaba, acostado en la sombra, que los higos le cayeran en la boca. Mejor dicho: el lugar es para que los contemplativos vivan y mueran. Sobre todo para que vivan, porque la gran delicia en un clima de estos es vivir y respirar voluptuosidad. Con el aire embalsamado de la tierra se mezcla el hálito violeta del mar. Se puede dormir al aire libre bajo el dosel de estrellas, porque las noches tibias de Madeira son una caricia de piel suave. Las noches lánguidas y blancas huelen a flor y a fruta, las noches se deshojan ante nuestros ojos, como una camelia que muere despacio. A lo alto, el cielo no puede con el peso de las estrellas, y la ciudad, abajo, llena de brillos, recuerda una maravillosa constelación. Estas noches húmedas de luna, junto a una mujer amada, son de las cosas más extraordinarias que pueden existir en el mundo, porque la voluptuosidad del exterior está en consonancia con la exaltación íntima, y el universo vibra dentro de nosotros hasta que duele. Cavilo y miro. Hay un tono anaranjado, verde y azul hacia el mar, que nunca más he vuelto a ver y que ya nunca se repetirá. Hay hilos de oro suspendidos sobre esta naturaleza, que tal vez sea única en el mundo. Contemplo la casita, los árboles —mi sueño— y no deseo nada más. Esto es completo y perfecto… Pero poco a poco me invade una saudade… Aún no es casi nada, pero insiste. Toma cuerpo y se agranda: la saudade de mi gran chimenea negra lamida por las llamas; la saudade del frío, una saudade que aumenta y me quebranta hasta las raíces. Recuerdo la pequeña casa de labranza, sacudida por los temporales en la viña andrajosa. Y esto se mezcla con el esplendor de un poniente de oro más allá de la sierra, que deja el monte todo verde erguido en el cielo saliendo del mar todo violeta. Un polvo fino —es la luz que muere— sube en el aire, una calma absoluta traspasa la naturaleza… ¡Qué paz…! Pero soy un inquieto y siento la saudade cada vez mayor y más honda: saudade de las últimas tardes de otoño, del primer escalofrío, de las primeras brasas que se encienden, cuando los grillos del lugar se acercan como lo hago yo a la lumbre y se disponen a cantar toda la noche. Tengo saudades del invierno. �24 DE AGOSTO Ahora conozco Madeira mucho mejor. Pasado el primer entusiasmo, lo veo todo fríamente. Esta isla es un escenario y poco más: un escenario deslumbrante con pretensiones de vida sin realidad y un desprecio absoluto por todo aquello que no huela a inglés. Letreros en inglés, señales en inglés y todo preparado y maquinado para que el inglés vea y abra la bolsa. Salen de los paquebotes —y luego Funchal se arma como un teatro—, secos, graves, dominadores; ellas salen del mar vestidas de novia, con el bastón en la mano y blusa de croché, paseando su importancia y sus libras esterlinas en terreno conquistado. El inglés es quizá el pueblo más noble del mundo, pero no tiene el sentimiento de lo grotesco. Sentado en la puerta del Golden Gate, oigo el silbato del vapor y ya sé lo que va a pasar: el armazón cambia como en un escenario de magia. Surgen hombres con grandes sombreros de paja para vender bordados, collares falsos de coral, cestos de fruta; iluminan de repente las tiendas, y sigue el desfile de tipologías: negras de Cabo Verde con foulards rojos en la cabeza, mujeres voluminosas, alemanes macizos, portugueses verdosos y febriles que regresan de las colonias, viejas inglesas horribles que vienen no sé de dónde y parten no sé adónde, desapareciendo para siempre en el misterio insondable del mar; criaturas inverosímiles que circulan a toda marcha en los automóviles con un frenesí que dura momentos y ocurre en la única calle donde hay un café que se desborda de luz. Pero las máquinas a bordo dan la señal y una hora después esta vida ficticia desaparece y todo vuelve a ser aislamiento y silencio. Se apagan las luces, se corren las contraventanas y los vendedores se sumergen en la paz de la vida cotidiana. El cuadro siempre se repite con la llegada y la partida de los grandes trasatlánticos. Pero Madeira también es una estación de invierno con algunos hoteles magníficos. Esta tierra casi tropical —cuyo calor en el verano es moderado por la brisa, salvo los días de siroco, en los que no se respira— es una delicia en invierno. Aire balsámico, temperatura templada. Imaginen lo que será venir de Londres, de la borrasca, del frío que congela, de la negrura que enerva y llena las almas de tristeza y de lodo, y, a los dos días de viajar en barco, dar con la joya voluptuosa que boga suspendida en el azul… El puerto es panorámico. El aire fino que entra por los pulmones sabe a fruta; doce grados y el sol dorado cae a chorros. Hay días tan bellos que a uno le da miedo tocarlos: inmóviles, y de un azul magnético. La vida no tiene peso, todo parece un sueño. Las noches son mágicas. Rosas por todas partes. El soplo tibio llega de los montes. Y esto se bebe muy despacio, a sorbos, entra por los poros y enlanguidece las almas. �¿Quién puede creer en la muerte, en el frío horrible y eterno, ante la naturaleza que nos extiende los brazos llena de flores y de perfumes en pleno invierno…? Entonces los tuberculosos respiran…: ¡La vida…! Las mujeres pierden la cabeza y beben vino de color ámbar con las bocas entreabiertas como frutos maduros que se caen. Por detrás de la ciudad, el Monte se yergue hacia el cielo, abierto por la mitad y endurecido de lujuria. Con la noche llega el frenesí. En los grandes hoteles, vestidas de blanco y escotadas, embriagadas de música y con el deslumbramiento de la vista que hay en frente, se levantan de la mesa, y bailan juntas. El último día del año, todas las casas se iluminan con bengalas, coronando esta fiesta de extranjeros y de ricos. Sin embargo veamos la parte de atrás del escenario… Turismo, el alcohol y el azúcar han degradado el pueblo y enriquecido a algunos afortunados del lugar. El hombre de Funchal, en contacto con el progreso, se ha transformado en hotelero, limpiabotas y chauffeur. ¿Y el pueblo? ¿Los hombres degenerados y raquíticos que todo el día desfilan por la calle frente a mí? Comparo el hombre de Madeira con el de las Azores, el corvino, por ejemplo, aislado del mundo y viviendo como hace tres siglos, y me pregunto a mí mismo qué ganó con la civilización el habitante de la ciudad y el del pueblo. Ganaron los negociantes y los hoteleros, se hundieron todos los demás en un envilecimiento que ha ido en aumento. Cada vez se cava más hondo la separación entre las clases llamadas superiores y las otras. Lo que se hace en este país es un crimen que hemos de pagar muy caro. El hombre de pueblo, que antiguamente vivía con papilla de maíz tres veces al día y dormía feliz con toda su familia en un agujero a ras del suelo, hoy es un alcohólico inveterado, que hasta ha olvidado reír (la romería en el Monte es algo fúnebre). Se oye decir constantemente: ¡Se emborrachó con el grogue![8] No va a trabajar. La caña de azúcar es el más fácil de todos los cultivos. Una vez plantada, sólo necesita que la abonen y la corten durante años. En la parte más desabrigada de la isla, donde el labrador vive aislado y pobre, cultivando maíz y fabricando carbón para vender en la ciudad, aún se conservan algunas costumbres puras, que han ido desapareciendo poco a poco. Las mujeres bordan. Es la gran industria femenina de las Azores y de Madeira. En casi todas las cabañas se ven muchachas atentas sobre el lino, con el dedal enhebrado en el dedo. América se lo lleva todo. El negociante les proporciona el paño estampado y ellas compran los hilos. Ganan poco. Pero crean hábitos de trabajo. Se vuelven atentas y delicadas. Desde que bordan, en el campo se habla más bajo. Lo peor es que estas criaturas, casi todas desgarbadas y dispuestas a sustituir el vestuario �antiguo por una mantilla atada a la cabeza, acompañan a los hombres en sus borracheras de grogue y les dan a los niños de pecho chupetotes en alcohol. Conozco a los pescadores de Paul, Câmara de Lobos y Machico. No hay ningún mar más pródigo que éste. Hay épocas del año en las que pasa, compacto e inmenso, el cardumen del gaiado, una variedad de atún. Abundan el pezespada negro, el calamar enorme, el chicharro, la morena moteada de amarillo, pero ellos casi se limitan a pescar el pez-espada, que es el más fácil, habiendo perdido la memoria de los mares de pescado: sólo el Patudo los conocía todos, y sólo Andorico es quien busca el mero porque sabe dónde encontrarlo. Gastan todo lo que ganan; se lo beben todo. Beben nacionales y extranjeros. En Funchal se ven tabernas por todas partes. Las hay al fondo de las camiserías, con inglesas bebiendo a tragos. Los orfebres son a la vez orfebres y taberneros, las modistas tienen mostrador y vasos… Justo a la entrada del puerto hay una de cada lado, con los barriles ya listos para el consumo… Estoy muy lejos de aquella gente sencilla, de aquellos hombres sanos de quienes me alejé con saudade… Ahora bien, entre el turismo que ha dado semejante resultado y la hospitalidad, no vacilo en decir que detesto el turismo y adoro la hospitalidad. Adoro la antigua España, durante mucho tiempo rebelde ante la explotación, rechazando adaptarse a la voluntad ajena, y a satisfacer a los extranjeros con una sonrisa falsa, hasta el punto de cambiar los usos y las costumbres para agradarles. El extranjero siempre llega a un país turístico como a un hotel, como quien paga. ¡Pero una nación no debe ser un hotel, y Dios nos libre de que así lo sea! ¡E incluso si los enriquecidos se acordaran de que en Lisboa hay miles de niños pobres, y allá arriba algunas casonas alemanas vacías, pudriéndose con el tiempo…! De paso, quiero que aquí quede esta nota de piedad: al ver aquellos grandes hoteles desiertos, me acordé de los niños tuberculosos de Alfama y de la Mouraria. Pienso que el gobierno y los ricos podrían alojarlos, trasladarlos durante algunos meses a este clima admirable de luz y sol. Quizá sería la redención para muchos. Los grandes hoteles, con criados de frac, música y flores, podrían pagar por los pobres seres abandonados que mueren de hambre y de miseria, dándoles abrigo y piedad. Y quizá salvarlos… 29 DE AGOSTO Comienzo a estar inquieto. No puedo dormir: toda la noche he deseado con ansias otra luz, la luz que me crió. Ni en Madeira la luz me satisface. Me cansa. Todas las mañanas espío el cielo nublado a la espera de que la luz irrumpa. �Embarco. La noche del 29 de agosto la paso en cubierta, siempre a la espera, con ansias de luz, y toda la noche es de trágica tempestad. En el combés sólo veo negrura agitándose en un clamor. Pero por la mañana la borrasca se aplaca dentro de la cuenca de Cascais, y la luz irrumpe, una luz alegre, una luz que vibra entera, una luz en la que cada átomo tiene alas y viene directo a mí como una flecha de oro. En el cielo inmenso, azul y libre, el sol navega como en un gran fluido. ¡Portugal! Notas [2] Capital de Madeira. (N. del T.) [3] Bocetos. (N. del T.) [4] Ave similar al papagayo. (N. del T.) [5] Especie de trineo de montaña usado en la isla de Madeira. (N. del T.) [6] Gustave Doré (Estrasburgo, 1832-París, 1883): grabador, escultor e ilustrador francés. (N. del T.) [7] Obra de amor trágico escrita por Bernardin de Saint-Pierre. (N. del T.) [8] Bebida alcohólica a base de aguardiente, limón y azúcar. (N. del T.) �ODA MARÍTIMA FERNANDO PESSOA TRADUCCIÓN DE JERÓNIMO PIZARRO A Santa Rita Pintor SOLO, EN EL MUELLE DESIERTO, en esta mañana de verano, miro hacia la entrada del puerto, miro hacia lo Indefinido, miro y me alegra ver, pequeño, negro y claro, un paquebote entrando. Viene distante, nítido, clásico a su manera. Deja en el aire cada vez más lejano la estela vacía de su humo. A medida que entra, la mañana entra con él, y en el río, aquí, allá, despierta la vida marítima, se izan velas, avanzan remolcadores, surgen barcos pequeños detrás de las naves que están en el puerto. Hay una tenue brisa. Pero mi alma está con lo que apenas logro ver, con el paquebote que entra, porque él está con la Distancia y la Mañana, con el sentido marítimo de esta Hora, con la dolorosa dulzura que trepa en mí, como una náusea, como el principio de un mareo, pero en el espíritu. Miro a lo lejos el paquebote, con una gran libertad de alma, y dentro de mí un timón comienza a girar, lentamente. � Los paquebotes que entran temprano en el puerto traen ante mis ojos, con su entrada, el misterio alegre y triste de lo que llega y parte. Traen memorias de muelles distantes y momentos diferentes de la misma humanidad diversa en otros puertos. Todo atracar, todo soltar amarras de los barcos inconscientemente simbólico, horriblemente amenazante de revelaciones metafísicas que perturban en mí al que yo fui. ¡Ah, todo el muelle es una saudade de piedra! Y cuando el barco abandona el muelle y advierte súbitamente que se abrió un espacio entre el muelle y el barco, me nace, no sé por qué, una angustia nueva, una niebla de sentimientos de tristeza que brilla golpeada por el sol de mis angustias forradas de verde como la primera ventana donde la madrugada entra, y todo me envuelve como el recuerdo de otra persona que fuera misteriosamente mía. ¡Ah! ¿Quién sabe, quién sabe si en otro tiempo, antes de mí, no partí de un muelle; si no dejé, barco bajo el sol oblicuo de la madrugada, otra especie de puerto? ¿Quién sabe si no dejé, antes del instante del mundo exterior como lo veo abrirse en rayos para mí, �un gran muelle repleto de poca gente, en una gran ciudad despierta a medias, en una inmensa ciudad comercial, agigantada y apopléjica, mientras todo eso puede suceder fuera del Espacio y el Tiempo? Sí, un muelle, un muelle de alguna forma material, real, visible como muelle, muelle realmente, el Muelle Absoluto por cuyo modelo inconscientemente imitado, imperceptiblemente evocado, nosotros los hombres construimos nuestros muelles en nuestros puertos, nuestros muelles de piedra reciente sobre agua verdadera, que después de construidos se revelan súbitamente Cosas-Reales, Espíritus-Cosas, Entidades en Piedra-Almas, en determinados instantes nuestros de sentimientos-raíz, cuando en el mundo-exterior parece abrirse una puerta y, sin que nada se altere, todo se manifiesta diverso. ¡Ah, el Gran Muelle de donde partimos en Navíos-Naciones. ¡El Gran Muelle Anterior, eterno y divino! ¿De qué puerto? ¿En qué aguas? ¿Y por qué recuerdo esto? Gran Muelle, igual a todos los muelles, pero Único. Igualmente lleno de silencios susurrantes al alba, despuntas por la mañana con un ruido de guindastes y llegadas de trenes con mercaderías, bajo la nube negra y ocasional y leve del humo de las chimeneas de las fábricas vecinas que oscurece el suelo oscuro de carbón diminuto que brilla como si fuera la sombra de una nube que pasara sobre agua sombría. � ¡Ah, qué esencialidad de misterio y sentidos suspendidos en un divino éxtasis revelador en los instantes teñidos de silencio y angustia, no tiende un puente entre cualquier muelle y el Muelle! Muelle oscuramente reflejado en las aguas suspendidas, griterío a bordo de los barcos. ¡Oh alma errante e inestable de la gente que se embarca, de la gente simbólica que pasa y con quien nada perdura, que cuando el barco vuelve al puerto algo siempre se altera a bordo. ¡Oh huídas permanentes, escapadas, ebriedad de lo Diverso! ¡Alma eterna de los navegantes y las navegaciones! ¡Quillas reflejadas lentamente en el agua cuando los barcos dejan el puerto! Fluctuar como el alma de la vida; partir como el sonido, vivir el instante temblorosamente sobre las aguas eternas. Despertar a días más inmediatos que los días de Europa, ver puertos misteriosos en la soledad del mar, doblar cabos lejanos hacia súbitos paisajes abiertos, atravesar incontables costas atónitas… ¡Ah las playas distantes, los muelles vistos a lo lejos. Y luego las playas cercanas, los muelles vistos de cerca. El misterio de cada ida y cada llegada, la dolorosa inestabilidad e incomprensibilidad de este universo improbable, sentido, más y más, en nuestra piel, a cada instante marítimo! �El gemido absurdo que nuestras almas dirigen a las extensiones de mares diversos con islas lejanas, a las distantes líneas de las costas que se dejaron pasar, al crecimiento claro de los puertos, con sus casas y su gente, al barco que se aproxima. ¡Ah! la frescura de las mañanas en que se llega y la palidez de las mañanas en que se parte, cuando nuestras entrañas se recogen y una vaga sensación que recuerda un miedo —el miedo ancestral de separarse y partir, el misterioso temor ancestral a la Llegada y a lo Nuevo— nos oprime la piel y nos tortura y todo nuestro cuerpo angustiado siente, como si fuera nuestra alma, una inexplicable necesidad de sentir todo de otra manera: una saudade de algo indefinido, una conmoción de sentimientos, ¿por una patria? ¿Por una costa? ¿Por un barco? ¿Por un muelle? Enferma en nosotros el pensamiento y sólo nos queda un gran vacío interior, una hueca saciedad de minutos marítimos y una vaga ansiedad que sería tedio o dolor si supiera cómo serlo… La mañana de verano está, con todo, algo fresca. Un leve sopor de noche flota todavía en el aire agitado. El timón, dentro de mí, se acelera ligeramente. El paquebote viene entrando, porque debe venir entrando sin duda alguna, y no porque yo lo haya visto avanzar en su distancia remota. �En mi imaginación ya está cerca y es visible en toda la extensión de las líneas de sus rendijas, y en mí todo tiembla, toda la carne y toda la piel, debido a esa criatura que nunca arriba en ningún barco y que yo fui a esperar hoy al muelle por un mandato oblicuo. Los barcos que entran en el muelle, los barcos que salen de los puertos, los barcos que pasan a lo lejos (me imagino a mí viéndolos desde una playa desierta), todos estos barcos casi abstractos en su partida, todos estos barcos me conmueven como si fueran algo más, y no sólo barcos, barcos yendo y viniendo. Y los barcos vistos de cerca, aunque no se vaya a embarcar en ellos, vistos desde abajo, desde los botes, cual altas murallas de chapas, vistos desde adentro, a través de las cámaras, de la salas, de los depósitos, fijándose en los mástiles gruesos, más y más afilados hacia lo alto, rozando las cuerdas, bajando por corredores estrechos, oliendo la impregnada mezcla metálica y marítima de todo aquello; los barcos vistos de cerca son algo más y la misma cosa, producen la misma saudade y el mismo anhelo de otra manera. ¡Toda la vida marítima! ¡Todo en la vida marítima! Toda esa seducción delicada se insinúa en mi sangre y yo conjeturo indefinidamente los viajes. ¡Ah, las líneas de las costas distantes, oprimidas por el horizonte! ¡Ah, los cabos, las islas y las playas arenosas! Las soledades marítimas, como ciertos momentos en el Pacífico en que por una sugestión proveniente de la escuela �en los nervios se siente todo el peso de un hecho —aquel es el mayor de los océanos—, y el mundo y todo el sabor de las cosas se transforman en un desierto. ¡La extensión más humana, más arrebatada, del Atlántico. ¡El Índico, el más misterioso de todos los océanos! ¡El Mediterráneo, dulce sin misterio alguno, clásico, un mar para romper contra terrazas vistas desde jardines lejanos por estatuas blancas. ¡Todos los mares, todos los estrechos, todas las bahías, todos los golfos, quisiera apretarlos contra mi pecho, sentirlos a fondo y morir! ¡Oh cosas navales, mis viejos juguetes de ensueño! ¡Mi vida interior componed fuera de mí! Quillas, mástiles y velas, timones, cuerdas, chimeneas de vapor, hélices, gavias, banderolas, palancas, escotillas, calderas, colectores, válvulas, caed encima de mí, amontonados, por montones, como todo el desorden de un cajón vaciado en el suelo! Sed el tesoro de mi avaricia febril, Sed los frutos del árbol de mi imaginación, tema de mis cantos, sangre en las venas de mi inteligencia, Vuestro sea el lazo que me una al exterior por la belleza, proveedme de metáforas, imágenes, literatura, porque en pura verdad, en serio, literalmente, mis sensaciones son un buque con la quilla en el aire, mi imaginación, un ancla sumergida a medias, mi ansiedad, un remo partido, el tejido de mis nervios, una red secándose en la playa. Del lado del río se oye un silbato; uno sólo. Hace temblar toda la tierra de mi psiquismo. Se acelera cada vez más el timón dentro de mí. � ¡Ah, los paquebotes, los viajes, el ignorar el paradero de Fulano de Tal, marinero, conocido nuestro! ¡Ah, la gloria de saber que un hombre que conocíamos se murió ahogado cerca de una isla del Pacífico! ¡Quienes lo conocimos se lo contaremos a todos, con un orgullo legítimo, con una tenue confianza en que todo ello tenga un sentido más bello y más vasto que el de haberse perdido el barco donde él iba y él haberse ahogado porque le entró agua en los pulmones! ¡Ah, los paquebotes, los buques carboneros, los barcos de vela! ¡Ya son raros —ay de mí— los barcos de vela en los mares! ¡Y yo, que amo la civilización moderna, que beso con el alma las máquinas; yo el ingeniero, yo el civilizado, yo el educado en el extranjero, quisiera tener otra vez ante los ojos sólo veleros y barcos de madera, y desconocer toda vida marítima que no fuera sólo la antigua vida de los mares! Porque los mares antiguos son la Distancia Absoluta, la Lejanía Pura, libre del peso de lo Actual… Ah, todo aquí me recuerda esa vida mejor, esos mares, más grandes, porque se navegaba más despacio, esos mares, más misteriosos, porque se sabía poco de ellos. Todo vapor a lo lejos es un barco de vela cerca. Todo barco distante visto ahora es un barco en el pasado visto cerca. Todos los marineros invisibles a bordo de los barcos en el horizonte son los marineros visibles del tiempo de los viejos barcos, de la época lenta y velera de las navegaciones peligrosas, de la época de madera y lona de los viajes que duraban meses. Poco a poco se apodera de mí el delirio de las cosas marítimas, �el muelle y su atmósfera me penetran físicamente, el murmullo del Tajo se me trepa por encima de los sentidos, y comienzo a soñar, comienzo a envolverme con el sueño de las aguas, comienzan a sujetarse bien las correas de transmisión en mi alma y la aceleración del timón me agita claramente. Por mí llaman las aguas, por mí llaman los mares, por mí llaman, alzando una voz corpórea, las lejanías, todas las épocas marítimas sentidas en el pasado, me llaman. Tú, marinero inglés, Jim Barns, amigo mío, tú me enseñaste ese grito antiquísimo, inglés, que tan amargamente resume para las almas complejas como la mía el llamamiento confuso de las aguas, la voz inédita e implícita de todas las cosas del mar, de los naufragios, de los viajes lejanos, de las travesías peligrosas. Ese grito inglés tuyo, hecho universal en mi sangre, sin índole de grito, sin forma humana ni voz. Ese grito tremendo que parece sonar en el interior de una caverna cuya bóveda es el cielo y parece narrar todas las cosas siniestras que pueden suceder en la Lejanía, en el Mar, por la Noche. (Siempre fingías que era por una goleta que gritabas, y entonces decías, colocando una mano de cada lado de la boca, formando un altavoz con las grandes manos fuertes y oscuras: Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó---- yyy Schooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó ----yyyy...) Te escucho desde aquí, ahora, y me despierto para algo. �Se agita el viento. Avanza la mañana. El calor se expande. Siento el color en mis mejillas. Mis ojos conscientes se dilatan. El éxtasis en mí se levanta, crece, progresa, y con un ruido ciego de motín se acentúa el vivo giro del timón. ¡Oh clamoroso llamamiento bajo cuyo calor, bajo cuya furia arden en mí en una unidad explosiva todas mis ansias, mis propios tedios, todos, más y más dinámicos…! Llamada lanzada a mi sangre de un amor del pasado, no sé de dónde, que regresa y aún es capaz de atraerme y arrastrarme, y aún es capaz de hacerme odiar esta vida que paso entre el misterio físico y psíquico de la gente real con que vivo. ¡Ah, sea como sea, sea a donde sea, partir! Irse por ahí, por las olas, por el peligro, por el mar. Irse hacia lo Lejano, hacia el Afuera, hacia la Distancia Abstracta, Indefinidamente, por las noches misteriosas y profundas, Empujado, como el polvo, por los vientos, por los vendavales. Irse, irse, irse, irse de una vez. ¡Toda mi sangre arde por alas! ¡Todo mi cuerpo se arroja hacia adelante! ¡Salto más allá de la imaginación con ímpetu! Me abalanzo, bramo, me precipito… Mis anhelos estallan en espuma y mi carne es una ola que se rompe contra las rocas. �¡Pensando en esto, oh rabia, pensando en esto, oh furia! Pensando en esta estrechez de mi vida llena de anhelos, repentinamente, temblorosamente, exorbitantemente, con una oscilación viciosa, vasta, violenta, del timón vivo de mi imaginación, en mí se abre, chiflando, silbando, generando vértigo, el deseo sombrío y sádico de la ruidosa vida marítima. ¡Eh, marineros, grumetes! ¡Eh, tripulantes, pilotos! ¡Navegantes, mareantes, marinos, aventureros! ¡Eh, capitanes de barcos! ¡Timoneles! ¡Hombres de los mástiles! ¡Hombres que duermen en camarotes toscos! ¡Hombres que duermen con el Peligro espiando por las ventanas! ¡Hombres que duermen con la Muerte por almohada! ¡Hombres que tienen tumbadillos, que tienen puentes desde donde mirar la inmensa inmensidad del mar inmenso! ¡Eh, manipuladores de los guindastes de carga! ¡Eh, amainadores de velas, fogoneros, camareros! ¡Hombres que meten la carga en las bodegas! ¡Hombres que enrollan cabos en la cubierta! ¡Hombres que limpian el metal de las escotillas! ¡Timoneles! ¡Maquinistas! ¡Hombres de los mástiles! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Gente de gorros y sombreros! ¡Gente de camisa y casaca! ¡Gente de anclas y banderas cruzadas dibujadas en el pecho! ¡Gente tatuada! ¡Gente de pipas! ¡Gente de las amuradas! ¡Gente oscura de tanto sol, dura de tanta lluvia, pura de ojos de tanta inmensidad ante ellos, audaz de facciones de tantos vientos fuertes! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Hombres que visteis la Patagonia! �¡Hombres que pasasteis por Australia! ¡Que colmasteis vuestra mirada de costas que nunca veré! ¡Que pisasteis tierra en tierras donde jamás descenderé! ¡Que comprasteis burdos artículos en colonias en la proa de algunas mesetas! ¡E hicisteis todo aquello como si no costara nada, como si aquello fuera natural, como si la vida fuera aquello, como si ni siquiera cumplierais un destino! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Hombres del mar actual! ¡Hombres del mar del pasado! ¡Responsables de a bordo! ¡Esclavos de las galeras! ¡Combatientes de Lepanto! ¡Piratas del tiempo de Roma! ¡Navegantes de Grecia! ¡Fenicios! ¡Cartagineses! ¡Portugueses lanzados desde Sagres a la aventura indefinida, al Mar Total, a la realización de lo imposible! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Hombres que clavasteis estandartes, que disteis nombres a cabos! ¡Hombres que traficasteis por primera vez con negros! ¡Que primero vendisteis esclavos de nuevas tierras! ¡Que a las negras atónitas disteis el primer espasmo europeo! ¡Que trajisteis oro, abalorios, maderas perfumadas, flechas, de laderas que estallaban en verde vegetación! ¡Hombres que saqueasteis tranquilos pueblos africanos, que hicisteis que esas razas huyeran con el ruido de cañones, que matasteis, robasteis, torturasteis, ganasteis los premios a lo Nuevo, otorgados a quien con la cabeza gacha arremete contra el misterio de nuevos mares! ¡Eh-eh-eh-eh-eh! ¡A todos vosotros en uno sólo, a todos vosotros en todos vosotros como uno, a todos vosotros mezclados, entreverados, a todos vosotros sanguinarios, violentos, odiados, temidos, sagrados, yo os saludo, yo os saludo, yo os saludo! ¡Eh- eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! �¡Eh-lahó-lahó-laHÓ -lahá-á-á-a-a! ¡Quiero ir con vosotros, quiero ir con vosotros, al mismo tiempo con todos vosotros a todos los lugares a los que fuisteis! ¡Quiero toparme con todos vuestros peligros, sentir en mi rostro los vientos que arrugaron los vuestros, escupir de mis labios la sal de los mares que besaron los vuestros, tener los brazos en vuestras labores, compartir vuestras tormentas, llegar como vosotros, al fin, a admirables puertos! ¡Huir con vosotros de la civilización! ¡Perder con vosotros la noción de la moral! ¡Sentir que en la distancia se altera mi humanidad! ¡Beber con vosotros en los mares del sur nuevos salvajismos, nuevas agitaciones del alma, nuevos fuegos medulares en mi fogoso espíritu. ¡Irme con vosotros, quitarme —ah, fuera de aquí— mi traje de civilizado, la debilidad de mis determinaciones, mi miedo innato a las prisiones, mi vida pacífica, mi vida sentada, estática, pautada y revisada! ¡En el mar, en el mar, en el mar, en el mar, eh, echar al mar, al viento, a las olas, mi vida! ¡Salar con la espuma arrojada por los vientos mi paladar de grandes viajes, azotar con agua fustigante las carnes de mi aventura, empapar de fríos oceánicos los huesos de mi existencia, flagelar, abrir, arrugar con vientos, con espumas, con soles, mi ser ciclónico y atlántico, �mis nervios tendidos como jarcias, lira en las manos de los vientos! ¡Sí, sí, sí… Crucificadme en las navegaciones y mi espalda gozará con mi cruz! ¡Atadme a los viajes como a maderos y la sensación de los maderos atravesará mis vértebras y yo pasaré a sentirlos en un vago espasmo pasivo! ¡Haced lo que queráis conmigo, mientras sea en los mares, sobre la cubierta, al son de las olas, que allí me rasguéis, matéis, hiráis! ¡Lo que deseo es llevar a la Muerte un alma que se desborde de Mar, ebria en exceso de las cosas marítimas, tanto de los marineros como de las anclas, de los cabos, tanto de las costas lejanas como del ruido de los vientos, tanto de la Lejanía como del Muelle, tanto de los naufragios, como de los tranquilos comercios, tanto de los mástiles como de las olas, llevar a la Muerte con dolor, voluptuosamente, un cuerpo lleno de sanguijuelas, chupando, chupando, de extrañas, verdes y absurdas sanguijuelas marinas. ¡Haced jarcias de mis venas! ¡Amarras de mis músculos! ¡Arrancadme la piel, clavadla en las quillas, y que yo pueda sentir el dolor de los clavos y no cesar de sentir! ¡Haced de mi corazón una banderola de almirante en la hora de la guerra de los viejos barcos! ¡Pisad en la cubierta mis ojos arrancados! ¡Quebradme los huesos contra las amuradas! �¡Fustigadme atado a los mástiles, fustigadme! ¡A todos los vientos de todas las latitudes y longitudes arrojad mi sangre sobre las aguas impetuosas que atraviesan el barco, el tumbadillo, de lado a lado, en la violencia convulsiva de las tormentas! ¡Tener la audacia de las velas que desafían el viento! ¡Ser, como las gavias altas, el silbido de los vientos! ¡La vieja guitarra del Fado de los mares llenos de peligros, canción para que los navegantes la oigan y no la repitan! Los marineros que se sublevaron ahorcaron al capitán en una verga. Abandonaron a otro en una isla desierta. ¡Marooned! El sol de los trópicos provocó la fiebre de la piratería antigua en mis venas enérgicas. Los vientos de la Patagonia tatuaron mi imaginación con imágenes trágicas y obscenas. ¡Fuego, fuego, fuego dentro de mí! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre! ¡Explota todo mi cerebro! ¡Se me parte el mundo teñido de rojo! ¡Se me revientan con el sonido de las amarras las venas! Y estalla en mí, feroz, voraz, La canción del Gran Pirata, La muerte del Gran Pirata, gritando y cantando, hasta hacer temblar de miedo a sus hombres, allá atrás, muriéndose, y gritando, y cantando: Fifteen men on the Dead Man’s chest. Yo-ho-ho and a bottle of rum! �Y después gritando, con una voz ya irreal, que se deshacía en el aire: Darby M’Graw-aw-aw-aw-aw! Darby M’Graw-aw-aw-aw-aw-aw-aw-aw! Fetch a-a-aft the ru-u-u-u-u-u-u-u-u-um, Darby! ¡Ea, qué vida aquélla! ¡Esa sí era vida, ea! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-lahó-lahó-laHÓ-lahá-á-á-a-a! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Quillas quebradas, barcos que se van a pique, sangre en los mares! ¡Cubiertas ensangrentadas, fragmentos de cuerpos! ¡Dedos cercenados sobre las amuradas! ¡Cabezas de niños, aquí y allí! ¡Gente con los ojos por fuera, gritando, aullando! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Me envuelvo en todo esto como en una capa en un día frío! ¡Me froto con todo esto como una gata en celo contra un muro! ¡Rujo como un león hambriento hacia todo esto! ¡Arremeto como un toro loco contra todo esto! ¡Clavo uñas, destrozo garras, parto dientes sobre todo esto! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! Súbitamente revienta sobre mis oídos como una corneta a mí lado el viejo grito, pero ahora airado, metálico, dirigido a la presa que se ve venir, a la goleta que va a ser asaltada: �Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó----yyyy... Schooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó----yyyy... ¡El mundo entero desaparece para mí! ¡Ardo con el rojo-sangre! ¡Rujo con la furia del abordaje! ¡Pirata-mayor! ¡César-Pirata! ¡Robo, mato, despedazo, acuchillo! ¡Sólo siento el mar, la presa, el saqueo! ¡Sólo siento el latido, los golpes de las venas en mis sienes! ¡Es sangre caliente la que corre de la sensación de mis ojos! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Ah piratas, piratas, piratas! ¡Piratas, amadme y odiadme! ¡Mezcladme con vosotros, piratas! ¡Vuestra furia, vuestra crueldad, cómo le hablan a la sangre de un cuerpo de mujer que ya fue mío y cuyo deseo aún siento! ¡Yo quisiera ser un animal representativo de todos vuestros gestos, un animal que hundiera los dientes en las amuradas, en las quillas, que comiera mástiles, bebiera sangre y alquitrán en las cubiertas, mordiera velas, remos, jarcias, poleas, serpiente de mar femenina y monstruosa cebándose en los crímenes! ¡Y hay una sinfonía de sensaciones incompatibles y afines, hay una orquestación en mi sangre de motines de crímenes, de estrépitos espasmódicos en orgías de sangre en los mares, que, con furia, como un vendaval de calor soplando en el espíritu, como una polvareda caliente nublando mi lucidez me hacen ver y soñar todo esto sólo con la piel y las venas! �¡Los piratas, la piratería, las naves, el momento justo, aquel momento marítimo en que la presa es atacada, y el terror de los apresados se convierte en locura —ese instante en su compendio de crímenes, terror, buques, gente, mar, cielo, nubes brisa, latitud, longitud, griterío quisiera yo que fuera, en su Todo, la Totalidad de mi cuerpo sufriendo, que fuera mi cuerpo y mi sangre, que forjara mi ser al rojo vivo, que floreciera como una herida punzante en la carne irreal del alma! ¡Ah, ser todo en los crímenes! ¡Ser yo todos los elementos de los asaltos a los barcos, de las matanzas, de las violaciones! ¡Ser cuanto sucedió en el lugar de los saqueos! ¡Ser cuanto sobrevivió o quedó inerte en el lugar de las tragedias sangrientas! ¡Ser el pirata-epítome de toda la piratería en su apogeo, y la víctima-síntesis, pero de carne y hueso, de todos los piratas del mundo! ¡Ser en mi cuerpo pasivo la mujer que sea todas-las-mujeres violadas, muertas, heridas, desgarradas por los piratas! ¡Ser en mi ser subyugado la hembra que ha de ser de ellos! ¡Y sentir todo esto —todo una sola vez— en cada vértebra! ¡Oh mis peludos y groseros héroes de aventura y crimen! ¡Mis marítimas bestias, cónyuges de mi imaginación! ¡Amantes casuales del carácter oblicuo de mis sensaciones! ¡Quisiera ser Aquella que os esperara en los puertos, y que os odia con amor en su sangre de pirata soñado! ¡Porque ella estaría con vosotros, pero sólo espiritualmente, sacudiéndose de rabia sobre los cadáveres desnudos de las víctimas que hacéis en el mar! ¡Porque ella os habría acompañado en vuestros crímenes, y en la orgía oceánica, su espíritu de bruja danzaría invisible alrededor de los movimientos de vuestros cuerpos, de vuestras navajas, de vuestras manos estranguladoras! �Y ella se quedaría en tierra, esperando a que regresarais, si regresabais, bebiendo en los rugidos de vuestro amor todo el vasto, todo el sombrío y siniestro perfume de vuestras victorias, y a través de vuestros espasmos entonaría un Sabbat teñido de rojo y amarillo. ¡La carne cortada, la carne abierta y desgarrada, la sangre derramándose! ¡Ahora, en el exacto auge de soñar con lo que hacéis, me extravío de mí, más que perteneceros, soy vosotros, mi femineidad, que os acompaña, es el hecho de ser vuestras almas! ¡Ser toda vuestra ferocidad, cuando la practicabais, ¡Beber vuestra conciencia de vuestras sensaciones cuando teñíais de sangre los mares altos, cuando en ocasiones arrojabais a los tiburones los cuerpos todavía vivos de los heridos, la carne rojiza de los niños y llevabais a las madres a ver, por las amuradas, lo que les sucedía! ¡Estar con vosotros en la carnicería, en el pillaje! ¡Orquestar con vosotros la sinfonía de los saqueos! ¡Ah, no sé qué, no sé cuánto querría yo ser de vosotros! ¡No era sólo seros la hembra, seros las hembras, seros la víctima, seros las víctimas —hombres, mujeres, niños, barcos—, no era sólo ser el instante y las naves y las olas, no era sólo ser vuestras almas, vuestros cuerpos, vuestra furia, vuestra posesión, no era sólo ser concretamente vuestro acto abstracto de orgía, no era sólo esto que yo quería ser; era más que esto: el Dios-Esto! ¡Era necesario ser Dios, el Dios de un culto al revés, un Dios monstruoso y satánico, un Dios de un panteísmo sangriento, para poder colmar todo el tamaño de mi furia imaginativa, para poder no agotar jamás mis anhelos de identificación con cada parte, con el todo, con el más-que-todo de vuestras victorias! �¡Ah, torturadme para que me curéis! ¡De mi carne haced el aire que vuestros cuchillos cortan antes de llegar a las cabezas y a los hombros! ¡Mis venas sean los trajes que los cuchillos atraviesan! ¡Mi imaginación, el cuerpo de las mujeres que violáis! ¡Mi inteligencia, la cubierta donde estáis de pie, matando! ¡Que mi vida entera —en su conjunto nervioso, histérico, absurdo—, sea el gran organismo compuesto por cada acto de piratería, como por una célula consciente; y que yo me arremoline como una vasta podredumbre flotante; y que yo sea todo esto! A tal velocidad, desmedida y pavorosa, el mecanismo febril de mis visiones desbordantes gira ahora que el timón de mi conciencia no es más que un confuso círculo que emite silbidos. Fifteen men on the Dead Man’s chest. Yo-ho-ho and a bottle of rum! Eh- lahó-lahó-LaHO ----lahá-á-ááá----aaa… ¡Ah, lo salvaje de este salvajismo! ¡Mierda a toda vida como la nuestra, que no tiene nada de esto! ¡Heme aquí, a mí, ingeniero, práctico por necesidad, sensible a todo, heme aquí, parado, con relación a vosotros, incluso cuando camino: incluso cuando actúo, inerte; incluso cuando me impongo, débil; estático, quebrado, disidente, cobarde ante vuestra Gloria, ante vuestra vasta dinámica estridente, fogosa y sangrienta! ¡Arre, por no actuar de acuerdo con mi delirio! ¡Arre, por caminar siempre aferrado a las faldas de la civilización! ¡Por marchar con la douceur des moeurs a cuestas, como un fardo de ropa! �¡Chicos de los recados —todos lo somos— del humanitarismo moderno! ¡Monstruosidades de tísicos, de neurasténicos, de linfáticos, sin coraje para ser personas llenas de violencia y audacia, con el alma como una gallina aprisionada por una pata! ¡Ah, los piratas¡ ¡Los piratas! ¡El anhelo de lo ilegal unido al de ferocidad, el anhelo de las cosas totalmente crueles y abominables que carcome como un ansia abstracta nuestros cuerpos endebles, nuestros nervios femeninos y delicados, y deja grandes fiebres locas en nuestras miradas vacías! ¡Obligadme a arrodillarme ante vosotros! ¡Humilladme y golpeadme! ¡Haced de mí vuestro esclavo y vuestro objeto! ¡Y que vuestro desprecio por mí no me abandone! ¡Oh mis señores! ¡Oh mis señores! ¡Ser siempre, gloriosamente, la parte sumisa en los hechos sangrientos y en las sensualidades dilatadas! ¡Venid contra mí, como grandes muros pesados, oh bárbaros del antiguo mar! ¡Cortadme y heridme! ¡De este a oeste de mi cuerpo Haced trazos de sangre en mi carne! ¡Besad con cuchillos y látigos y furia mi alegre terror carnal de perteneceros, mis ganas masoquistas de ceder a vuestra furia, de ser el objeto inerte y sensible de vuestra omnívora crueldad, dominadores, señores, emperadores, corsarios! ¡Ah, torturadme, �Desgarradme, abridme! ¡Deshecho en pedazos conscientes derramadme sobre la cubierta, dispersadme en los mares, dejadme en las ávidas playas de las islas! ¡Cebad en mí todo mi culto de vosotros! ¡Grabad en sangre toda mi alma desgarrad, dejad trazos! ¡Tatuad mi imaginación corpórea, oh amados desolladores de mi sumisión carnal! ¡Sometedme, como si fuerais a matar un perro a patadas! ¡Haced de mí el pozo de vuestro desprecio de la dominación! ¡Haced de mí todas vuestras víctimas! ¡Como Cristo sufrió por todos los hombres, quiero sufrir por todas las víctimas de vuestras manos, manos callosas, sangrientas, con dedos cercenados en los asaltos súbitos de las amuradas! ¡Haced de mí algo como si yo estuviera atado —oh placer, oh dolor besado— atado a la cola de un caballo fustigado por vosotros! ¡Pero en el mar, todo en el ma-a-a-ar, todo en el MA-A-A-AR ! ¡Eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH ! ¡En el MAA-A-A-AR ! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh eh-eh! ¡Todo grita! ¡Todo está gritando! ¡Vientos, olas, barcos, mares, gavias, piratas, mi alma , la sangre, y el aire, y el aire! ¡Eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh! ¡Yeh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Todo canta a gritos! �FIFTEEN MEN ON THE DEAD MAN’S CHEST YO-HO-HO AND A BOTTLE OF RUM! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh! ¡Eh-lahó-lahó-laHO-O-O -óó-lahá-á-á---aaa! ¡AHÓ-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó---- yyy! ¡SCHOONER ¡AHÓ-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó-Ó---- yyyy! ¡Darby M’Graw-aw-aw-aw-aw-aw! ¡DARBY M’GRAW-AW-AW-AW-AW-AW-AW ! FETCH A-A-AFT THE RU-U-U-U-U-UM, DARBY! ¡Eh-eh-eh-eh -eh -eh-eh-eh-eh-eh-eh-eh -eh ! ¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH ! ¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH ! ¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH! ¡EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH-EH! Algo se quiebra en mí. El rojo declina como el día. Sentí excesivamente para no parar de sentir. Se agotó mi alma, sólo quedó un eco dentro de mí. Sensiblemente se redujo la velocidad del timón. Con las manos me froto un poco los sueños de los ojos. Dentro de mí sólo hay un vacío, un desierto, un mar nocturno. Y apenas siento que llevo un mar nocturno en mi interior, sube de sus lejanías, nace de su silencio, otra vez, otra vez, el vasto grito antiquísimo. Súbitamente, como un relámpago silencioso, que hace una caricia, repentinamente, cubriendo todo el horizonte marino, húmeda y sombría marejada humana y nocturna, �voz de sirena distante llorando, llamando, aflora del fondo de la Lejanía, del fondo del Mar, del alma de los Abismos, el viejo grito, y allí, como algas, boyan mis sueños desechos… Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó---yy… Schooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó----yy..... ¡Ah, el rocío frío sobre mi excitación! ¡La frescura nocturna en mi océano interior! Vuelve todo súbitamente ante una noche en el mar llena del humanísimo misterio de las olas nocturnas. La luna trepa en el horizonte y mi infancia feliz despierta, como una lágrima, en mí. Mi pasado resurge, como si ese grito marítimo fuera un aroma, una voz, el eco de una canción que fuera a llamar a mi pasado tras aquella felicidad que nunca más volverá a ser mía. Era en la vieja casa sosegada a la orilla del río… (Las ventanas de mi cuarto, y las del comedor también, miraban hacia una casas bajas, hacia el río Tajo, hacia este mismo río Tajo, pero en otro punto, más distante… Si yo ahora me acercara a las mismas ventanas no me acercaría a las mismas ventanas. Aquel tiempo pasó como el humo de un vapor en altamar…) Una inexplicable ternura, un remordimiento conmovido y lagrimoso por todas aquellas víctimas —especialmente los niños— que soñé que hacía al imaginarme un pirata antiguo. Conmovido, porque ellos fueron mis víctimas; �afectuoso, porque no lo fueron realmente. Una ternura azulada, borrosa, como un vidrio empañado, canta viejas canciones en mi pobre alma dolorida. ¡Ah! ¿Cómo pude pensar, soñar aquellas cosas? ¡Qué alejado estoy del que fui hace unos momentos! ¡Histeria de las sensaciones; ya sean éstas, ya sean las contrarias! De la clara mañana que se alza mi oído sólo retiene las cosas que se acoplan a una emoción: el murmullo de las aguas, el murmullo leve de las aguas del río en dirección al muelle…, La vela que pasa cerca del otro lado del río, los montes lejanos, de un azul japonés, las casas de Almada, ¡y cuánto hay de suavidad e infancia en la hora matutina…! Una gaviota pasa y mi ternura crece. Todo este tiempo estuve ausente. Pero todo fue una impresión de la piel, como una caricia. Todo este tiempo no aparté los ojos de mis lejanos sueños, ¡de mi casa al pie del río, de mi infancia al pie del río, de las ventanas de mi cuarto mirando hacia el río de noche y hacia la luz de la luna, serenamente, en las aguas…! Mi vieja tía, que me amaba a causa del hijo que perdió. Mi vieja tía, para que yo me durmiera, solía cantarme (aunque yo ya fuera un poco grande para eso)… Me acuerdo y las lágrimas bañan mi corazón y lo lavan de la vida, y se levanta una leve brisa marina dentro de mí. A veces ella cantaba la “Nave Catrineta”: �Allá va la Nave Catrineta sobre las aguas del mar… Otras veces, con una melodía muy nostálgica y tan medieval, era la “Bella Infanta”. Me acuerdo —y la pobre vieja voz surge dentro de mí y me recuerda cuán poco me acordé de ella después, ella ¡que me amaba tanto! Fui tan ingrato… Y al final, ¿qué hice yo de mi vida? Era la “Bella Infanta”. Yo cerraba los ojos y ella cantaba: Estando la Bella Infanta en su jardín sentada… Yo abría un poco los ojos y veía la ventana lustrada por la luna y después cerraba los ojos otra vez, y todo me hacía feliz. Estando la Bella Infanta en su jardín sentada, su peine de oro en la mano, sus cabellos peinaba… ¡Oh mi pasado de infancia, muñeco que me rompieron! ¡No poder regresar al pasado, a aquella casa y a aquel cariño, y quedarse allí para siempre, eternamente niño y feliz! Pero éste fue el Pasado, farol en una esquina de calle vieja. Recordar esto produce frío, hambre de algo que no se puede alcanzar. Un remordimiento inexplicable y absurdo. ¡Oh torbellino lento de sensaciones discordantes, �vértigo suave de confusiones en el alma! Furias rotas, ternuras como carretes de hilo con que los niños juegan, grandes decaimientos de la imaginación sobre los ojos de los sentidos, lágrimas, lágrimas inútiles, suaves brisas de contradicción rozando la faz del alma… Evoco, mediante un esfuerzo voluntario, para dejar atrás esta emoción, evoco, con un esfuerzo desesperado, seco, inútil, la canción del Gran Pirata cuando estaba muriendo: Fifteen men on the Dead Man’s chest. Yo-ho-ho and a bottle of rum! Pero la canción es una línea recta mal trazada en mi Interior … Me esfuerzo y otra vez logro traer ante mis ojos del alma, otra vez, pero a través de una imaginación casi literaria, la furia de la piratería, de la carnicería, el apetito, casi del paladar, del saqueo, de la carnicería inútil de mujeres y de niños, de la tortura fútil, y sólo para distraernos, de los pasajeros pobres, y la sensualidad de dañar y romper las cosas más amadas de los otros, pero sueño todo esto con miedo, como si algo me respirara sobre la nuca. Se me ocurre que sería interesante ahorcar a los hijos frente a las madres (pero sin querer me siento las madres de esos hijos), enterrar vivos en islas desiertas a los niños de cuatro años y llevar a los padres en barcos hasta allá para verlos (pero me estremezco al recordar un hijo que no tengo y que duerme tranquilo en la casa). Aguijoneo un ansia fría de crímenes marítimos, �de una inquisición sin la excusa de la Fe, crímenes que carecen de razón de ser en la maldad o la furia, hechos fríamente, ni siquiera por herir, ni siquiera por hacer el mal, ni siquiera para que nos divirtamos: sólo para pasar el tiempo, como quien juega al solitario en la mesa de un comedor de provincia con el mantel recogido hacia el otro extremo de la mesa después de cenar, sólo por el leve gusto de cometer crímenes abominables y no considerarlos gran cosa, de ver sufrir hasta el punto de enloquecer y de morir-de-dolor, pero sin dejar que se llegue nunca hasta allí … Pero mi imaginación se niega a acompañarme. Un escalofrío me eriza la piel. ¡Y de pronto, más de improviso que la otra vez, desde más lejos, con más hondura, de pronto —oh pavor a lo largo de todas mis venas— el frío súbito de la puerta entreabierta del Misterio que deja pasar una corriente de aire! Me acuerdo de Dios, de lo Trascendental que es la vida, y de pronto la vieja voz del marinero inglés Jim Barns, con quien hablaba, convertida en la voz de las ternuras misteriosas en mi interior, de las pequeñas cosas del regazo de la madre y la cinta para el pelo de la hermana, pero asombrosamente proveniente del más allá de la apariencia de las cosas, la Voz sorda y remota convertida en la Voz Absoluta, en la Voz sin Boca, proveniente de fuera y de dentro de la soledad nocturna de los mares, me llama, me llama, me llama… Viene sordamente, como si hubiera sido ahogada y aún se oyera, lejanamente, como si estuviera sonando en otro lugar y aquí no se pudiera oír, como un sollozo sofocado, una luz que se apaga, un aliento silencioso, desde ningún lugar del espacio, desde ningún instante en el tiempo, el grito eterno y nocturno, el soplo hondo y confuso: �Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó---yyy…… Ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó — — yyy…… Shooner ahó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó-ó — — — yyy……… Tiemblo por un frío del alma que me congela el cuerpo. Súbitamente abro los ojos, que no había cerrado. ¡Ah, qué alegría la de abandonar al fin los sueños! ¡La de volver al mundo real, tan bondadoso para los nervios! ¡La de verlo a esta hora matutina en que entran los primeros paquebotes! Ya no me importa el paquebote que estaba entrando. Sigue lejos. Sólo me refresca el alma el que ahora está cerca. Mi imaginación limpia, fuerte, práctica, sólo se preocupa ahora con las cosas modernas y útiles, con los cargueros, con los paquebotes y los pasajeros, con las grandes cosas inmediatas, modernas, comerciales, verdaderas. Reduce su velocidad dentro de mí el timón. ¡Maravillosa vida marítima moderna, hecha de limpieza, máquinas y buena salud! ¡Todo tan bien arreglado, tan naturalmente ajustado, todas las piezas de las máquinas, todos los barcos por los mares, todos las partes del proceso comercial de exportación e importación en una combinación tan perfecta que pareciera regirse por leyes naturales, sin que nada detenga nada! La poesía no perdió nada. Ahora son más las máquinas, y tienen su poesía, y todo el nuevo tipo de vida comercial, mundana, intelectual, sentimental, que la era de las máquinas infundió en las almas. �Los viajes ahora son tan bellos como en el pasado y un barco siempre será bello sólo por ser un barco. Viajar aún es viajar y lo lejano está donde siempre estuvo: ¡En ninguna parte, gracias a Dios! ¡Los puertos están llenos con vapores de muchas especies! ¡Pequeños, grandes, de diversos colores, con diferentes disposiciones de vigías, de tan gozosamente tantas compañías de navegación! ¡Vapores en los puertos, tan individualizados allí donde anclaron separados! ¡Qué agradable la gracia quieta de los barcos comerciales que pasean por el mar, en el viejo mar, en el mar siempre homérico, oh Ulises! La mirada humanitaria de los faros en la distancia de la noche, y el faro repentinamente próximo en la noche muy oscura (“¡Qué cerca de la tierra estábamos pasando!” ¡Y el sonido del agua nos susurraba al oído…!) ¡Todo es hoy como siempre; pero hoy existe el comercio; y el destino comercial de los grandes vapores hace que me ufane de mi época! La mezcla de gente a bordo de los barcos de pasajeros genera en mí el orgullo moderno de vivir en una época donde es tan fácil que se mezclen las razas, que se atraviesen los espacios, que se vean fácilmente todas las cosas, y que la vida se disfrute realizando un gran número de sueños. Limpios, compactos, modernos como despachos con ventanillas de entramados amarillos, mis sentimientos en este momento, naturales y comedidos como los de un gentleman, son prácticos, ajenos a desvaríos, colman de aire marino sus pulmones, como personas perfectamente conscientes de cuán saludable es respirar la brisa del mar. �Ya son horas perfectamente de trabajo. Todo comienza a moverse, a pautarse. Con un gran placer natural y directo repaso con el alma todas las operaciones comerciales que requiere un embarque de mercancías. Mi época es el sello que tienen todas las facturas, y siento que todas las cartas de todas las oficinas debían estar dirigidas a mí. ¡Un conocimiento expedido a bordo es tan individual, y una firma de comandante de barco es tan bella y moderna! Rigor comercial del principio y del final de las cartas: Dear Sirs — Messieurs — Amigos y Señores; Yours faithfully — …nos salutation empressées … Todo esto no es sólo humano y limpio; también es bello, y su fin es un destino marítimo, un vapor donde embarcan las mercancías de que las cartas y facturas se ocupan. ¡Complejidad de la vida! ¡Las facturas están hechas por personas que sienten amores, odios, pasiones políticas, ansias criminales; pero están tan cuidadas, tan bien escritas, tan ajenas a todo esto! Hay quien observa una factura y no siente nada así. Seguro que tú, Cesario Verde, lo sentías. Yo, hasta el borde de las lágrimas, lo siento humanísimamente. ¡No me digan que no hay poesía en el comercio, en las oficinas! La poesía penetra por todos los poros... La respiro en este aire marítimo, porque todo esto surge a cauda causa de los vapores, de la navegación moderna; porque las facturas y las cartas comerciales son el principio de la historia, y los barcos que llevan las mercancías por el mar eterno son el final. ¡Ah, y los viajes, los viajes de recreo, y los otros, �los viajes por mar, donde todos somos compañerosunos de otros de una manera especial, como si un misterio marítimo uniera nuestras almas y nos convirtiera por un momento en patriotas efímeros de la misma patria indefinida, flotando eternamente sobre la inmensidad de las aguas! ¡Grandes hoteles del Infinito, oh trasatlánticos míos! ¡De un cosmopolitismo total y perfecto porque nunca paran y contienen todas las clases de trajes, de caras, de razas! ¡Los viajes, los viajeros: cuánta variedad de ellos! ¡Cuántas nacionalidades sobre el mundo! ¡Cuántas profesiones! ¡Cuántas personas! ¡Cuántos destinos se le pueden dar a la vida, a la vida, a fin de cuentas, en el fondo, siempre, siempre la misma! ¡Cuántas caras curiosas! Todas las caras son curiosas y nada produce tanta religiosidad como mirar mucho a la gente. ¡La fraternidad no es una idea revolucionaria; es algo que las personas aprenden en su vida diaria, donde tienen que tolerar todo, donde les acaba por parecer gracioso lo que tienen que tolerar, donde terminan casi llorando de ternura sobre lo que toleraron! ¡Ah, todo esto es hermoso, todo esto es humano, y está unido a los sentimientos humanos, tan convenientes y burgueses, tan complicadamente sencillos, tan metafísicamente tristes! La vida cambiante, diversa, acaba por educarnos en lo humano. ¡Pobre gente! ¡Pobre gente toda la gente! Me despido de este instante en el cuerpo de un nuevo barco que ahora comienza a salir. Es un tramp-steamer inglés, muy sucio, como si fuera un barco francés, con un aire simpático de proletario de los mares, �y anunciado ayer en la última página de una gazette. Me enternece el pobre vapor, va tan humilde y tan natural. Parece sentir un cierto escrúpulo indefinido, como una persona honrada que cumple siempre alguna especie de deber. Se va dejando libre el lugar frente al muelle donde yo estoy. Se va tranquilamente, pasando por donde otras naves estuvieron antiguamente, antiguamente … ¿Hacia Cardiff? ¿Hacia Liverpool? ¿Hacia Londres? Eso no importa. Cumple su deber, como nosotros hemos de cumplir el nuestro. ¡Linda vida! ¡Buen viaje! ¡Buen viaje! Buen viaje, mi pobre amigo casual, que me hiciste el favor de llevar en tu interior la fiebre y la tristeza de mis sueños, de devolverme a la vida para que te mirara y te viera pasar. ¡Buen viaje! ¡Buen viaje! Esto es la vida… ¡Qué aplomo tan natural, tan inevitablemente matutino, el tuyo, hoy, al salir del puerto de Lisboa! Siento por ti un curioso afecto; te agradezco… ¿El qué? ¡Qué se yo…! Sigue… Pasa… Con un ligero estremecimiento (T-t—t---t----t-----t…). El timón dentro de mí se detiene. Pasa, lento vapor, pasa y no te quedes… Aléjate de mí, aléjate de mi vista, Sal del interior de mi corazón, piérdete en la Lejanía, en la Lejanía —bruma de Dios—, piérdete, sigue tu destino y déjame… ¿Quién soy para que llore o interrogue? ¿Quién soy para que te hable y te ame? ¿Quién soy para que me turbe verte? � Sale del muelle, crece el sol, se levanta áureo, brillan los tejados de los edificios del muelle, todo este lado de la ciudad brilla… Parte, déjame, vuélvete primero el barco en medio del río, destacado y nítido, después el barco saliendo del puerto, pequeño y oscuro, después un vago punto en el horizonte —¡oh angustia mía!—, un punto cada vez más vago en el horizonte…, después nada, y sólo yo y mi tristeza, y la gran ciudad ahora llena de sol y el instante real y desnudo como un muelle ya sin barcos, y el giro lento del guindaste que, como un compás que gira, traza un semicírculo de una emoción indefinida en el silencio conmovido de mi alma… �ÉRASE UNA VEZ UNA PLAYA ATLÁNTICA SOPHIA DE MELLO BREYNER ANDRESEN TRADUCCIÓN DE ISABEL SOLER UN DURO ATLÁNTICO , turbiamente verde, con las cuatro hileras de olas de la marea alta sacudiendo y desplegando las crines de espuma. O en horas de marea baja, el extático mar transparente, detenido entre rocas oscuras donde las anémonas eran como pupilas deslumbradas y videntes. De los baños en las mañanas de aguas vivas salíamos aturdidos y un poco exaltados. Seguíamos con atención el hinchamiento de cada ola, porque nos arrastraba el torbellino si no nos sumergíamos a tiempo. Al desplayar, el agua nos enredaba en las piernas largas algas verdes, alisadas como cintas. Al romper, creaba a nuestro alrededor un halo de bruma y tumulto y habitábamos el interior de los pulmones de la marejada. Detrás nuestro, un paso atrás de la orla de la ola, y retrocediendo un paso cuando la ola subía, un corro de maestras, niñeras y familiares nos hacía señales que no veíamos y nos gritaba órdenes y advertencias que no oíamos. Un poco avanzado, el vigilante Manuel Bote, vestido, con el pantalón arremangado, metido en el agua hasta las rodillas pero mojado hasta la cintura, vigilaba la posición de cada bañista y algunas veces nos iba a buscar a la boca de la ola. En aquella época de mi infancia era ya una figura venerada. Su barba había empezado a blanquear, y su valentía y la fuerza de su brazo pertenecían ya al mundo de las historias que se cuentan como leyendas. Sabíamos que en su pequeña casa al pie de la playa, las paredes estaban cubiertas de diplomas y medallas que recordaban las vidas que había salvado. Y �nosotros mismos, en el mar del equinoccio, lo habíamos visto horadar las cuatro terribles hileras de olas para llevar a tierra al nadador incauto. Aun envejecido, era un hombre atractivo, alto, de hombros anchos y espalda derecha. Tenía los ojos de un gris nebuloso como el mar de invierno, pero a veces, una sonrisa los azulaba y entonces parecían muy claros en la piel quemada. Su estatura, su apariencia de mástil, sus venas gruesas como cabos y los rizos de la barba y del pelo, el aura marina que lo rodeaba, le daban un cierto aire de monumento manuelino, pero simultáneamente, tenía la belleza tosca y conmovedora de un barco de pesca, construido con las manos, pintado con las manos y desgastado por mucho mar y muchos soles. Era él quien marcaba el final del baño. Del Atlántico frío, incluso cuando estaba agitado, salíamos casi siempre helados y felices, castañeando los dientes, con la punta de los dedos blanca, los labios morados. Entonces corríamos a vestirnos a las casetas de madera que estaban en la entrada de la playa en dos hileras, antes de las carpas de lona y de los toldos. Estas casetas de madera eran estrechas y altas, pintadas de verde oscuro y en la puerta tenían una ventana redonda. Dentro, al fondo, había un banco, colgadores a cada lado, en el suelo una estera. Junto a la puerta siempre había una tina de madera llena de agua de mar donde, antes de entrar, nos lavábamos los pies para limpiar la arena. Había en todo eso una dicha sencilla y fresca, un olor a sal, a hierbas y a madera y una belleza hecha de que todavía no hubiera plástico y de que el contrachapado, el cromado y otras invenciones estuvieran reservados para usos diferentes. Mientras éramos pequeños, las maestras, niñeras y familiares entraban con nosotros en la caseta para secarnos bien el pelo y la espalda y ayudarnos a vestir. El espacio era justo, la luz que entraba por la ventana poca, el aire un tanto húmedo. Por eso las maestras, apresuradas, mientras nos vestían nos daban algún tirón del pelo. Las madres multiplicaban regañinas. Las niñeras contaban cuentos. Pero a veces, venía a vestirnos Ana Bote. Secaba con vigor el pelo y no nos podíamos quedar con la cabeza mojada. Nos secaba los pies dedo por dedo y decía que no nos podíamos quedar con los pies fríos. Después —qué maravilla— sacaba del regazo hierbas de su huerto: albaca, hierbabuena, espliego, romero, que nos fregaba por la cabeza, por el cuello y por los brazos. Para darnos salud y �felicidad, según decía. Y los perfumes mezclados de espliego, de mar, de hierbabuena y romero eran el aroma e incienso de la felicidad. Ana no contaba cuentos de hadas y princesas: contaba usos y costumbres, nombres de gente, cosas y lugares. Por ella sabía yo de las procesiones, de los temporales del invierno y de la vida angustiada de los pescadores. Por ella sabía yo dónde vivía Rosa aguadeira, y qué se podía comprar en la feria de Espinho, y de qué manera había que anudar el pañuelo en la cabeza según la costumbre de las mujeres de aquellos lugares. Pero en sus conversaciones conmigo, el tema preferido de Ana Bote era la infancia de mi madre y mis tías y tíos. Porque ella conocía todas las familias de todas las clases sociales, sabía los nombres y los parentescos, y las casas y las fincas y los huertos. Como ya había pasado la mitad de su vida y había visto mucho, se acordaba de muchas cosas. Y aunque no fuese joven desde hacía ya mucho tiempo, era una mujer activa, risueña y alegre como si la vida recomenzase limpia y tersa todos los días. Era, como se decía, muy laboriosa. La limpieza meticulosa y refrescante de las casetas y el agua continuamente renovada de las tinas eran obra suya. Así como los cuidados parterres de su jardín y del huerto que con este colindaba. Aunque las costumbres hubieran cambiado mucho, ella seguía vistiéndose a la antigua, con su falda ancha bien entallada, con el pañuelo anudado como tiene que ser, con pendientes de oro que le tintineaban junto a la cara y con el grueso cordón de oro con muchas vueltas y muchas medallas que brillaba y oscilaba a cada gesto sobre el pecho. Los pendientes y las medallas se los había regalado el marido, pero el cordón —me había contado— era herencia de su abuela, que había sido labriega en São Clemente. Vivía con todo su pasado, que para ella no era ni muerte ni saudade, sino espacio y presencia, como un gran cuadro animado, vivo e inspirador. Y simultáneamente vivía todo su presente. En su sonrisa había siempre un fondo de sorpresa, y las cosas sencillas que yo le contaba las recibía con asombro y entusiasmo, como si todos los días el mundo, mediante gestos, objetos y encuentros, confirmase su posibilidad fundamental. Si yo le decía que había recogido moras en las zarzas de los pinares, o que había visto un perro marrón y pequeñito, o que mi cocinera había comprado mejillones para comer, acogía estas noticias con júbilo y alborozo como si fueran acontecimientos �reveladores y sorprendentes, como si el hecho de que hubiera moras en los pinares, cachorros marrones por las calles y mejillones en los cestos de las pescaderas fuese motivo de inagotable regocijo y de admiración ilimitada. Me interrogaba minuciosamente sobre el lugar donde había encontrado las moras, sobre su estado de maduración, sobre la raza del perro, sobre el tamaño de los mejillones y sobre si los cocinarían con arroz o en caldeirada. Puede que le gustase tanto hablar con niños porque no tenía hijos. Pero en su casa vivía una sobrina huérfana, hija de un hermano del marido, Cecília, que era la tercera maravilla de la familia. Cuando yo tenía cinco años, ella tendría unos catorce o quince, y era mayor para su edad, y fuerte y guapa, y con los años su belleza fue creciendo. La blancura de sus dientes se veía de lejos. Al contrario de Manuel y de Ana Bote que tenían los ojos claros, era morena y sus ojos oscuros y almendrados se veían de lado, como los ojos de buey de los barcos, en su rostro oval, un poco alargado, una cara clásica con todos los rasgos acentuados y ligeramente grandes. Además era alta y firme, no era gorda pero sí un poco recia. Erguida y fuerte, cargaba enormes cántaros de agua que todas las tardes iba a buscar a la fuente que queda del otro lado de la vía. Había en ella un brillo de salud que relucía en la claridad de la playa. Su estatura y firmeza las había heredado de la familia paterna, pero era de la tía de quien había aprendido la alegría. Como Ana Bote, Cecília parecía vivir en continuo regocijo, un regocijo que para mí se confundía con la gran fiesta del verano. Nos recibía de lejos con grandes saludos, reía innecesariamente enseñando la blancura luminosa de los dientes, mientras la tía fregaba con grandes baldes de agua de mar las casetas de madera, doblaba y recogía los toldos que todos los días Manuel Bote armaba y desarmaba, por ser tarea masculina que exigía altura, fuerza y ciencia de complicados nudos. CUANDO ME CONSIDERABA suficientemente seca, Ana Bote descolgaba mi ropa de los colgadores de hierro que, demasiado altos, estaban fuera de mi alcance. Y yo me ponía el vestido de lino amarillo y me giraba de espaldas para que ella me abrochase los dos botones de presilla, y me giraba después de frente para que me peinase con una raya bien recta. �Después abría la puerta y allí fuera me daba un poco de menta, una rama de romero, una rama de espliego y una hoja de limonero: —Adiós, Ana, gracias. —Adiós, linda mía, hasta mañana. Yo corría hacia el toldo donde estaba mi madre y le extendía las manos para que oliera. —Huela, huela, mamaíta —le pedía. —¡Qué bien huele, hija mía! —exclamaba mi madre. —Son hierbas del jardín de Ana —respondía yo. Me sentaba a la sombra del toldo junto a mi madre. Las olas hinchaban el dorso y se desplomaban sobre la playa. La arena mojada brillaba. La vida era celestemente terrestre. Donde estábamos, olía a mar y a jardín. El perfume de la felicidad invadía el mundo. FUE ASÍ DURANTE algunos veranos más. Incluso cuando después de los seis años pasé a vestirme sola, Ana Bote se acercaba a la puerta de mi caseta, y a través de la ventana, me daba una rama de menta y de romero. Decía: —Friéguelos bien por el cuello, en las manos y en la cabeza. Da salud y felicidad. Después, tendría yo entonces once o doce años, llegó un invierno en el que Manuel Bote murió. El verano siguiente no encontramos a Ana junto a las casetas de madera. Había una nueva pareja de vigilantes, que además eran parientes del fallecido Manuel Bote. Se llamaban Manuel y Maria, eran jóvenes y guapos como si en aquella tierra para ser vigilante se hubiera de pasar por un concurso de belleza. Ambos tenían el pelo oscuro y los ojos intensamente azules y se parecían como si fueran hermanos, de tal forma que entre sus tres hijos pequeños era imposible distinguir dónde estaba el parecido con el padre y dónde el parecido a la madre porque ambos se confundían. Pero Manuel y Maria, a pesar de la juventud y la belleza, no tenían la alegría ni el ánimo de Ana Bote. Al salir de la playa, en una calle, encontramos a Cecília con el cántaro en la cabeza. Iba toda vestida de negro, y entre tanto negro, el blanco de sus dientes �relucía aún más. Habló con mi madre con la simpatía acompasada de quien está de luto, habló con gravedad de la enfermedad y la muerte del tío. Pero a mí me habló con las risas y los alborozos de siempre, se admiró ante mi crecimiento, preguntó por toda la familia, hermanos, primos, asistentas. —¿Cómo está tu tía? —preguntó mi madre. —Ay, mal. Mal y mal. Muy mal —suspiró Cecília. —Pobre —lamentó mi madre. —No come, no habla, no sale de casa, no quiere saber nada. Ni el pañuelo de la cabeza se anuda bien hecho. ¿Quién iba a decir que una mujer como mi tía se iba a romper de esta manera? Pero se ha roto. —Dile que mañana la iré a ver —dijo mi madre. LA TARDE DEL DÍA SIGUIENTE, como habíamos quedado, mi madre fue a visitar a Ana Bote y me llevó con ella. Encontramos una mujer tan diferente que era como si hubiera cambiado no de situación sino e identidad. Una mujer inerte, desentendida de nosotras y de las cosas. Había envejecido y adelgazado, y el azul de sus ojos estaba desvaído y un poco ciego. Sólo habló de la muerte del marido, pero lo hacía como si estuviera sola y hablase consigo misma para reexaminar y entender lo que había pasado. Antes tan atenta a todo, ahora no atendía a nada. Decía: —Yo estaba allí de pie. De repente, cayó aquí a lo largo. Fue un estruendo. Fue como si reventase el mundo. Cuando salimos, pregunté a mi madre: —¿Y ahora? —Se habituará. Como todo el mundo. Pero no se habituó. Su mundo era uno y no aceptaba un fallo. El trastorno había invadido la realidad hasta sus últimos confines. La playa, la luz, el perfume de la menta habían perdido el sentido, ya no merecían atención. Sin embargo, pasado un año de viudez, durante algún tiempo pareció que se recomponía. Iba y venía, se encargaba de la casa, se encargaba de las gallinas y del jardín y del huerto. Ya no era la encargada del baño y debía de tener mucho tiempo libre. A veces, en agosto, cuando había más bañistas, aparecía por la mañana en la playa para ayudar a los sobrinos. Pero era evidente que en lo que �hacía ya no ponía esmero, ni gusto, ni juego. Antes, en su trabajo existía un elemento lúdico, una parte de teatro y libertad. Ahora sólo había tarea, obligación. Iba a la playa a trabajar en agosto, no porque necesitara ganarse la vida, ya que además de la pensión del marido, tenía algunos haberes heredados de sus padres labradores —y Cecília siempre decía: «De dinero mi tía está bien»—, sino que iba por el deber sagrado de ayudar a la familia. Llenaba y vaciaba las tinas de madera y limpiaba las casetas como antes, pero sin conversación ni risas. En ella no se veía propiamente tristeza, pero sí una pesada indiferencia. Antes ella era la actriz que representaba la obra, ahora apenas era un empleado del teatro. Y así fue durante varios años. Pero era evidente que ese puro durar se le hacía inhabitable. Por eso un invierno comenzó a verse que Ana bebía. Al principio bebía de tarde en tarde. Eran grandes borracheras de morirse en las que se perdía dando tumbos por las playas desiertas de diciembre. La sobrina salía a buscarla y luchaba un buen rato con ella hasta que conseguía arrastrarla hasta la casa. Y era algo terrible y fantástico ver en la oscuridad de la noche a las dos mujeres gritar y gesticular entre el estallido y el clamor del mar. —Pero, ¿qué es lo que quiere del mar? —le preguntaba Cecília en medio de la noche mientras intentaba apartarla de la orla de la ola por donde caminaba con la falda negra empapada. —Vine a llorar con él para no gritar sola. Únicamente la salud, la fuerza y la alegría de Cecília conseguían aguantar el mal vino de Ana. Quien al día siguiente la veía con el cántaro en la cabeza y el rostro terso, clásico y trigueño, rosado por la mañana fría, nunca adivinaría el combate con las furias, locuras y temporales de la noche. Después, la bebida de Ana se tornó cotidiana, pero más comedida. Empezaba a beber al final de la tarde, como un inglés metódico, y al terminar la cena, apurado el último vaso, titubeaba un poco, se acostaba y se dormía. Por aquella época recogió un cachorro vagabundo que se parecía un poco a un cordero, y en cuyo pelo rizado y blanco se habían enredado las hierbas de la duna. Era un perro que solamente le gustaba a ella y del que nunca se separaba. �Con él la veíamos pasar por el camino de la playa o por las dunas, torpe, apoyada en un palo, hablando sola, gesticulando. Surgió entonces un asunto de herencias. Un pariente de su marido, el primo Abílio, reclamó su parte del huerto, el terreno junto a su jardín que hacía más de treinta años que ella cultivaba, cavaba y regaba con esmero y sabiduría. Ana, segura de su razón y su legítimo derecho, escuchó con asombro las argucias del abogado de la parte contraria y se quedó estupefacta y rabiosa ante las malicias de la ley y la malicia de los parientes. Discutió como pudo, se buscó un abogado (en el que nunca confió demasiado) y sobre todo, recurrió a otras malicias más ingenuas y populares. En cartas aplicadamente dictadas a Cecília, se dirigía a la gente más importante que conocía para pedir su testimonio, influencias, recomendaciones para los jueces. Todo esto le llenaba los días y le proporcionaba tema inagotable para las conversaciones al atardecer con la sobrina y la obligaba a múltiples diligencias, frecuentes visitas a sus testigos y viajes semanales a la ciudad al bufete del abogado. Ahora había en sus días incluso un cierto ajetreo, una especie de fiebre. —Al final —comentaba Cecília— el asunto le ha hecho bien a mi tía. Hasta parece que haya despertado, anda más animada. De hecho, Ana, enfrascada en sus nuevas andanzas, casi había dejado de beber, retomó en la lucha un poco de su antigua pasión por las cosas y volvió a cuidar de su aspecto. —En otra época yo sentía cariño por el huerto —decía—. Pero esto era antes. Ahora no tengo apego a nada. Si me hubieran pedido el huerto hasta lo habría dado, puesto que son de la familia. Pero han venido con leyes y con mentiras y han creído que me callaría porque soy vieja y estoy enferma, y esto no, a tanto no me acobardo. Aun vieja, enferma y sin amor a nada, quiero lo que es mío por derecho. Además, como era sabido, Ana tenía razón. Confiando en su razón y conservando por su amor a la vida una cierta fe en la justicia inmanente, una mañana de marzo, vestida con su mejor ropa y con su mejor pañuelo de seda anudado como es debido, acompañada por Cecília, salió hacia el tribunal de la ciudad próxima. Hacía un frío fino y arisco que les dio ánimo. Pero el juicio iba con retraso, como les explicó el abogado que, después de instalarlas en un banco del pasillo que daba al patio del tribunal, se apartó tras �recomendarles que se quedasen allí sentadas porque la audiencia aún tardaría más de una hora y en su momento él vendría o las mandaría llamar. Y añadió: —Si necesitan alguna cosa estoy allí en la sala de los abogados, al otro lado del patio, en la última puerta a la derecha. El abogado se fue y ellas, sin prisa ni impaciencia, se dispusieron a esperar lo que fuera preciso, apenas un poco intimidadas por los misterios del lugar. Primero las distrajo el número y el vaivén de la gente, el paso atareado de los bedeles y funcionarios del juzgado, el paso decoroso de abogados que les parecieron imponentes con sus togas negras. Y desde el extremo del pasillo donde estaban sentadas admiraron y comentaron las divisiones espaciosas, la altura de los techos, pero sobre todo admiraron la anchura del patio y las columnas de piedra que en las cuatro esquinas sostenían la galería de la primera planta. —Esto —comentó Ana— es obra antigua y bien construida. Pero es un poco triste. Y está bastante descuidado. —Pues sí —coincidió Cecília—. Allí en casa no se ve tanto papel por el suelo. ¡Y aquí en la pared, qué gran mancha de humedad! ¡Y el suelo tan oscuro! Nuestra casa es pequeña, pero no hay humedad en las paredes y el suelo está bien barrido y bien fregado. Huele a limpio. —Pero, mujer, nosotras tampoco tenemos tantas visitas —se rió Ana.— Ni trabajamos con tanto papel paquí papel pallá, ¡y no hay nada que haga tanta basura como el papel! ¿Sabes?, todo esto no me gusta. Hay algo raro. —Sí que es raro, sí —asintió Cecília. Y se quedaron las dos calladas. Ana, aunque no tuviera conciencia de ello, creía firmemente que el mundo se comprendía con los ojos. Por eso miraba ávidamente aquel mundo de extraños, que no era el suyo, para ver si entendía en qué estaba metida. Su mirada iba de rostro en rostro: rostros circunspectos, rostros oscuros, rostros ladinos con la treta sonriendo desde cada arruga, caras de personas importantes que miran desde arriba, el rostro desenvuelto del que sabe navegar en aquellas aguas, caras mortecinas como velas apagadas. Y aquí y allí, el rostro agobiado, solitario y vacilante de un hombre o de una mujer que parecían perdidos en medio de todo aquello. Pero lo que más asustó a Ana fueron los �innumerables rostros sesgados y obsequiosos, untados de maña y disimulada astucia. —Cecília, ¡ya ves que aquí casi todo el mundo se parece al primo Abílio! —Pues sí —dijo Cecília aterrada. —¡A él y a su padre, Rodrigues! —Allí hay uno, mira, a la derecha, que tiene el hocico igualito al de Rodrigues. —Válganos Señor, vámonos. —Ay, tía, tranquila. Hablemos de otras cosas. —¿De qué quieres que hable? No digas nada. Y empezó a mirar. Tenía un atroz sentimiento de extrañeza, se sentía perdida en un mundo ajeno que no podía y no quería entender. Pero poco a poco empezó a advertir aquí y allá más caras solitarias y angustiadas. Casi todas eran de gente pobre o modesta con el aire cansado y extraviado del que lo teme todo y no reconoce nada a su alrededor. Y no era solamente gente pobre o modesta. Apoyadas en una de las columnas del patio había dos mujeres, una de cierta edad, otra muy joven. Ana vio que ambas eran elegantes y bien vestidas. No reían, no lloraban ni hablaban. Pero sus caras parecían de piedra y mostraban la misma angustia, la misma preocupación. Poco después Ana vio apoyado en otra columna a un chico alto, delgado, guapo, también bien vestido, pero su cara estaba tensa de tormento y parecía estar solo como en el fin del mundo. De pronto Ana se sintió todos aquellos afligidos, los pobres, los menos pobres y los ricos, se sintió ella misma no sólo como ellos sino ellos, se sintió en su piel y en la confusión y en la soledad de sus mentes. Y comprendió que no los podía ayudar como tampoco se podía ayudar a sí misma. Entonces sacó del bolsillo de la ancha falda negra su rosario. —Tía, no esté tan preocupada —dijo Cecília al sentir la agitación de Ana. —Aquí hay muchos afligidos —respondió Ana— voy a rezar por ellos. Ve a dar una vuelta. —Voy a ver si veo a nuestros testigos. Todavía no los hemos visto, ni hemos visto a nuestras amigas, Deolinda, Inês do Bazar, Joaquina que prometieron venir a acompañarnos. �—Ve, pero no tardes. Solamente el tiempo de rezar un rosario. Ve ligera. En cuanto acabó de rezar, Ana se giró hacia el patio para ver si Cecília ya iba viniendo. Pero de nuevo, todo cuanto veía le daba una sensación de malestar y de extrañeza. —Dios del Cielo, ¿por qué habré ido yo a meterme en esto? —pensó. Pero enseguida Cecília apareció con Inês do Bazar, Deolinda y Joaquina. —Ay señora Ana, su sobrina dice que está usted desanimada. Anímese, mire que va a ganar —dijo Deolinda abrazándola. —Qué sé yo —respondió—. Aquí me siento tan indispuesta. Todo esto me marea. Joaquina e Inês do Bazar intentaron animarla. Pero Ana era impaciente y testaruda y estar en aquel lugar le parecía insoportable. Se levantó y dio por terminados los consuelos de las amigas. —Aquí me siento mal. Cuando me vea fuera de aquí ni me lo creeré. Así que me voy. Quédense aquí con Cecília para ver cómo va todo. Ustedes son más jóvenes, tienen más ánimo para estas cosas. —Pero tía, es mucho mejor que esté presente. —El abogado ha dicho que no era necesario que yo estuviera. Así que me voy. —Pero cómo ha de irse así sola. Si usted no conoce estos lugares, no va a dar con la estación. —Deja, que ya voy yo con ella. Me conozco estos sitios palmo a palmo. Vengo aquí todos los meses a proveerme para mi tienda —atajó Joaquina que tenía una tienda de paños y cintas, botones, encajes, corchetes, agujas, hilos y dedales. —Pues vámonos ya —dijo Ana. Pero antes de haber dado tres pasos, se detuvo, se giró hacia las tres y preguntó: —¿Habéis visto a Tomé y a João? Son mis testigos, ya deberían estar aquí. —Cuando llegamos ya estaban aquí. Llegaron dos horas antes por miedo a algún retraso, pero después desaparecieron. �—Bien, deben de estar a punto de llegar. Pero yo me quiero ir ahora mismo. Díganles que me sabe mal no verlos, y que mañana los buscaré. —Se lo decimos —respondieron Cecília y las dos amigas. —Vamos Joaquina —dijo Ana. Y se fueron. Al llegar a casa, Ana, en vez de entrar, se sentó fuera en los escalones de granito de la escalera y empezó a mirar el mar. El sol estaba alto en el cielo, había calentado la tierra y las piedras, pero el aire seguía fresco y sobre el mar había todavía el fino brillo del invierno. La marea alta descendía lentamente y las olas, cuando estaban en lo alto, justo antes de estallar, durante un instante se tornaban transparentes y verdes. Ana respiró hondo y como era su costumbre cuando estaba sola, empezó a hablar en voz alta. Y dijo: —Hice bien en irme de aquel sitio excomulgado. Solo de ver estas olas y respirar este aire ya me siento mejor. Aquí estoy bien. Nunca he tenido envidia de nadie porque tengo esta casa frente al mar. Después anunció: —Voy a la playa. Después de lo que he pasado esta mañana necesito ir a la playa. Se descalzó y dejó los zapatos con las medias dentro en el escalón de la escalera, atravesó el camino de tierra y grava suelta, entró en la playa, descendió hacia el mar. Cruzó la línea de algas, cáscaras de erizos, caracolas, conchas, trozos de madera, trozos de corcho. La arena mojada brillaba. Entonces Ana se arremangó bien las mangas por encima de los codos, se recogió un poco la larga falda y entró en la orla quebrada de la ola. Se curvó y con las dos manos en concha llenas de agua se lavó y se fregó la cara tres veces seguidas. Cuando las manos le acercaron la cuarta concha de agua se la bebió. Después se irguió y miró la extensión azul del mar hasta el horizonte y dijo: —Bendito sea Dios, ya me siento limpia de todo aquello. Respiró hondo para sorber bien el olor del mar y se quedó quieta, embelesada como siempre en el hinchamiento, en el desplome y en la extensión de las olas. �Mientras estaba así una ola más fuerte le mojó la falda hasta las rodillas. Ella rió. Pero de repente se acordó de que «todo aquello» aún no había acabado. Y de nuevo se sintió confusa y cansada. Entonces poco a poco subió a la playa, cruzó la pequeña entrada, cogió los zapatos que había dejado en el escalón y entró en la casa. En voz alta dijo: —Cecília está a punto de llegar, he de preparar la comida. Fue a la cocina y, con gestos mil y mil veces repetidos, encendió el fuego, preparó la comida y puso los platos, los cubiertos, el pan y el vino en la mesa. Después se cambió la falda, se limpió los pies y sin calzarse fue al jardín a tender la falda mojada en la cuerda. Dio una vuelta por el huerto, cogió hierbabuena y perejil y volvió a entrar, observó las cazuelas y puso la hierbabuena en la sopa, en el arroz puso el perejil y le dio una vuelta con la cuchara de madera. Después se quedó sin nada que hacer. Se sentó en una silla en la salita de la entrada. Revivía sin cesar las imágenes del patio del tribunal y un mal presagio le pesaba en el pecho. Esperó una hora. Apenas Cecília entró, entendió que había ido mal. —¿Y? —preguntó Ana. —Ay tía, no traigo buenas noticias —respondió Cecília. Se sentó frente a Ana y empezó a llorar. —No llores. ¿Qué es lo que fue mal? —Sus testigos —dijo Cecília entre sollozos. —No llores, cuéntamelo —dijo Ana. Entonces Cecília empezó a explicar que en el tribunal João e José parecían trastornados, respondían mal las preguntas que les hacía el juez: se quedaban callados y cuando respondían su voz era apagada y las respuestas torpes. Después, cuando el abogado del primo Abílio los interrogó, no acertaron una, lo confundían todo. Cuando el juicio acabó, el abogado la había llamado a parte y le había dicho que le parecía que todo iba a ir muy mal. Le preguntó si los testigos de Ana habían bebido. Ella había contestado que João y Tomé eran sus vecinos desde hacía muchos años y que nunca los había visto con vino de más. Eran dos hombres muy formales y muy serios. Pero el abogado había comentado �con aire dudoso: «En el tribunal parecía que habían perdido el norte». Ella había preguntado si estaba todo perdido, él había respondido que tenía que pensar mejor en eso, pero que había que esperar que saliera la sentencia. Y al final había añadido que todavía había esperanzas y que si perdían, podían recurrir la sentencia. Cuando Cecília terminó de hablar, Ana se quedó muda y con aire sombrío y la cara un poco pálida. Hubo un largo y pesado silencio hasta que Cecília, habituada al genio hablador y explosivo de la tía, se asustó de tanta mudez. Preguntó: —Ay tía, ¿se encuentra bien? Está tan blanca. —No estoy bien, ¿cómo quieres que esté bien? —Ay, pero no se enfade —dijo Cecília—. Si se pierde se puede recurrir. —Si se pierde, perdí y no recurro. Se acabó. No quiero saber nada de tribunales, ¿has oído? —respondió Ana exaltada—. Y hoy no me hables más de esto. Vamos a comer. Cecília se quedó callada y fue a servir los platos de sopa. Comieron en silencio sentadas una frente a la otra en la mesa de la cocina. Al final dijo: —Voy a mi tarea. Y Ana fue a sentarse en el sillón de la salita en frente del retrato del marido. Era una fotografía grande y bonita que un día de un verano antiguo le hizo y se la ofreció un veraneante muy celebrado por su talento fotográfico. Hasta había hecho una exposición en Oporto y había sido muy elogiado en los periódicos. Y una vez más Ana, como todos los días, se perdió arrebatada por la contemplación del retrato. La modulación sutil de la fotografía en blanco y negro era fiel a su memoria. Allí estaba Manuel Bote, en el estallido de la ola, bello, firme y distante como un dios del mar rodeado de la luz viva de la mañana marina. Allí como en su memoria nada había mudado el instante eterno, apenas lo tornaba intocable y distante. Y de nuevo la imagen del hombre, del mar y de la luz llevaron a su boca el mismo antiguo sabor de sal y de alegría. Y sentada en el sillón Ana sonrió. Pero poco a poco su sonrisa se deshizo: le pareció de repente que algo había cambiado y que ahora su marido la miraba con una mirada triste y severa. Ella reconoció la acusación. �Entonces bajó la cabeza y su corazón se apretó. Desesperada, se culpó a sí misma. Lo que le dolía no era perder su huerto. Lo que le dolía era haber arrastrado a Tomé y a João en aquella aventura. Sabía que aquel día había sido para ellos una humillación que no olvidarían nunca. Y no soportaba que aquellos hombres que siempre había visto serenos y con la cabeza levantada se hubieran mostrado ahora confusos y cabizbajos. Lo que le importaba a ella no era perder la causa, sino mantener intacto el orden del mundo tal como ella lo imaginaba. Sentada, miraba hacia fuera a través del cristal de la ventana, un cristal un poco opaco de sal, pero por el que centelleaba el vaivén del mar. Y en el azul de las aguas, en el brillo irisado de la luz, en el recuadro de la ventana, en el temblor de las hierbas salvajes de la duna intentaba encontrar una salida para su remordimiento, una abertura. AQUELLA MISMA MAÑANA, cuando Ana iba a la estación con Joaquina para volver a casa, un amigo suyo, el ebanista Zé Vieira, que había ido a la ciudad para asistir al juicio y de paso comprar un cepillo nuevo que necesitaba, terminada la compra, se dirigió hacia el tribunal. Pero en la rua Nova encontró a un conocido que le dijo que el juicio iba con retraso. Zé Vieira, al ver que todavía tenía tiempo, decidió que se sentaría en una terraza para distraerse un poco y tomar un café. En cuanto entró en el bar Maré vio a Rodrigues con su bigotito, con dos hombres que estaban de espaldas a la puerta. Le pareció que Rodrigues fingía no verlo y que, nada más verlo, había llamado al camarero y pedido la cuenta. Zé Vieira, al que no le gustaba Rodrigues, también fingió que no lo veía, se sentó en el otro lado de la sala y, pasado un minuto, llamó al camarero. Este, que ya le llevaba la cuenta a Rodrigues, le hizo una señal para que esperase. Como era un impaciente, Zé Vieira empezó a tamborilear con los dedos sobre el mármol de la mesa. Y sin querer mirar hacia la zona de Rodrigues, bajó la cara y observó sus propias manos ágiles y finas, de ebanista. Sonrió al acordarse de que Ana le había dicho muchas veces: —¡Zé, tienes unas manos bien inteligentes! Y él siempre le respondía: —Es que esto de ser ebanista espabila a la gente. Después sintió el ruido de las sillas. Levantó la cabeza y vio que Rodrigues ya se dirigía a la puerta, pero con estupefacción vio que tras él iban Tomé y João. Y �al seguirlos con la mirada hasta que salieron, se dio cuenta de que iban dando tumbos. Entonces observó la mesa en la que habían estado y la vio llena de vasos y platitos. En ese momento llegó el camarero con el café, y el ebanista, para tirarle de la lengua, comentó: —¡Pues sí que han bebido sus feligreses! —¡No se imagina! —respondió el camarero— y mire que el del bigotito sólo ha bebido dos cafés y un vaso de agua. Pero no ha dejado de empujar a los otros dos para que bebieran más. Pedía platitos de aceitunas bien saladitas, una más, otra más. Vinho verde de Amarante bien fresquito y un vaso más señor João y un vaso más señor Tomé, y ahora vamos a probar el verde de Ponte da Barca. Y después de tantos vasos, el señor João y el señor Tomé que habían llegado tan compuestos y arreglados ¡estaban totalmente averiados! El ebanista entendió en seguida que el propósito de Rodrigues era emborrachar a los dos testigos. Enervado, se bebió el café de un trago, pidió otro con un vaso de agua y la cuenta, pagó, dio las gracias y salió corriendo hacia el tribunal. Pero cuando llegó allí el juicio ya había empezado. Cuando Cecília salió Ana se dejó caer en la silla, tanto rumiando su disgusto como cavilando en la divagación de sus recuerdos. Lentamente empezó a oscurecer, pero no encendió el candil colgado del techo: no le gustaba aquella luz que, como siempre decía, lo volvía todo grisáceo. Pero le gustaba quedarse en el anochecer y mirar a través del cristal de la ventana la lenta transformación de la luz que fuera se reflejaba oblicua sobre el mar. Hasta que de repente, Cecília entró y encendió la luz eléctrica, se sentó a su lado, dijo que se había encontrado con el ebanista y le contó todo lo que este le había dicho, y acabó diciendo: —José Vieira dice que si usted pierde el juicio y quiere recurrir, él será su testigo. Y cree que el camarero del bar Maré también estará dispuesto a ir, si se lo piden. Espero que ahora, si pierde el juicio, recurra. Ana primero se quedó callada: la historia no le sorprendía, ya se esperaba cualquier cosa. Y después de un breve silencio respondió: —No recurro. —Pero tía, usted siempre ha dicho que quería justicia, ¿y ahora no quiere justicia para sí misma? �Airada, Ana se levantó: —Quiero justicia pero sólo a mi manera. No quiero nada más con el tribunal, ya lo he dicho. No me enojéis más. Yo tengo razón, no necesito que me la den. Y dejadme ir al huerto. Que nadie me hable más de esto. AL DÍA SIGUIENTE POR LA TARDE, cuando Cecília se fue a la fuente, Ana se fue sola a casa de Tomé y le pidió que llamase a João que vivía al lado. En cuanto llegaron, les pidió que se sentaran frente a ella y dijo: He venido a agradecerles que hayan ido de tan buena voluntad al tribunal para defenderme. Les pido disculpas por haberlos metido en estos problemas. Me han dicho que ambos se habían quedado preocupados y con miedo de no haber hablado bien. Pero no se preocupen. El abogado me ha dicho que hablaron bien. Además, si pierdo el juicio no será por eso. Será por otras complicaciones que han surgido y que el abogado me ha explicado pero que yo no sé explicar. Soy muy incapaz para esas cosas. Pero si pierdo, pues perdí y no recurriré. No quiero saber nada más de tribunales. Tengo razón y por eso no necesito que me la den. Y ya no me duele nada el huerto. Trabajarlo me cansaba y ya me cuesta andar curvada sobre la tierra, me marea. Ahora lo que me da alegría es sentarme en los escalones de mi casa y ver cómo crece la marea, o caminar junto al mar o mirar las rocas durante la marea baja. Y me da alegría saber que tengo buenos amigos, leales y verdaderos, como ustedes dos. Tenemos mucha suerte de vivir en una tierra tan bonita. Aquí huele a mar y a fruta. Aquí todo es hermoso y perfumado. Son bonitas nuestras casas, tan blancas y bien encaladas. Y son bonitas las casas grandes de los ricos. Mi preferida es la casa de la señora D. Luísa, con aquella terraza sobre el mar y aquella escalera de piedra y la verja hecha de listones de madera cruzados y pintados de verde. Un día le dije: «Ay, señora D. Luísa, es tan bonita su terraza, es bien buena para ver la puesta de sol. Qué pena que no pase usted más tiempo aquí», y ella respondió: «Mira Ana, cuando yo no esté ven tú por mí, siéntate en mi terraza a ver la puesta de sol: la casa está cerrada pero la cancela de la terraza solo tiene un pasador.» Y así, ahora, muchas veces me siento allí, está más alto, se ve mejor. Pero también es hermoso el pinar de la iglesia, y el jardín de la condesa, y tantos soportales, y tantos balcones y terrazas como hay aquí. El señor arquitecto suele decir: «Esto es una tierra hermosa porque no hay aquí nada feo». ¿Saben ustedes? solamente vivir aquí ya es una felicidad. ¿Para qué quiero yo el huerto si tengo todo esto? �Y a medida que hablaba y a sí misma se convencía con la certitud de sus palabras, Ana fue viendo que también convencía a Tomé y a João y que sus caras se iban serenando. Aliviada de sentirlos aliviados se despidió de ellos con muchos abrazos y palabras alegres. DESPUÉS, LOS MESES FUERON PASANDO hasta que salió la sentencia. Ana había perdido el juicio, y, como había prometido, no recurrió. Parecía impávida y nadie le vio una lágrima ni la cara ensombrecida ni le oyó un lamento. Pero entre el cuchillo vivo del antiguo disgusto, la confusa desilusión ante el desorden del mundo, la desocupación y los vientos aulladores del invierno, poco a poco empezó a beber. VIVIÓ UNOS AÑOS MÁS TODAVÍA, torpe, casi siempre con algunas copas de más. Por las tardes, ella y el perro recorrían las dunas, la terraza, la playa. Hablaba sola, discurseaba al viento, interpelaba a la gente que pasaba, amenazaba con su palo a los desconocidos. Cuando la veían, las vecinas movían la cabeza y suspiraban. Y aunque de lejos ella las llamase a gritos, apenas una o dos se aproximaban. Cuando cayó en cama duró poco. Al tercer día de la enfermedad Cecília se dio cuenta de que empezaba a respirar mal. —¿Qué tiene, tía? —preguntó preocupada. —Me voy a morir —respondió. Se quedó un instante callada. Después miró a Cecília y dijo: —¿Sabes? si tu tío estuviese vivo yo no me moriría. Y no volvió a hablar. EN SU HUERTO SE CONSTRUYÓ un palacete de estilo pretencioso que desfigura toda la línea de la costa hasta los últimos confines del horizonte. 1996 �MOBY DICK EN LISBOA [9] JOSÉ SARAMAGO TRADUCCIÓN DE IGNACIO VÁZQUEZ ¿SE ACUERDAN? MOBY DICK es aquella gigantesca ballena blanca que el capitán Ahab persigue en las páginas de la novela de Herman Melville. Es — dicen los exegetas autorizados de la obra— una encarnación del mal, sobre el que se obstina, sordo a consejos y razones, el odio de Ahab. A lo largo de centenas de páginas, nos enteramos de todo lo que hay que saber acerca de la caza de la ballena en el siglo XIX y de cómo se hace una obra maestra literaria. Moby Dick, ahora título de libro, es probablemente la novela más importante de toda la literatura norteamericana. Pues sí, Moby Dick vino a Lisboa. Llegada del vasto Atlántico, apareció en alta mar, en una mañana nublada, enferma, herida de muerte, tal vez perdida entre desencontradas corrientes. Volvió hacia la ciudad los ojos fríos y redondos, y su pequeño cerebro registró difusamente la ondulación de las colinas, que confundió con enormes olas cargadas de corales sueltos. Se asustó del gran temporal y quiso volver atrás, pero la marea, que subía, la empujaba hacia el interior del estuario. Los delfines rodeaban la gran masa medio muerta que rodaba con el balanceo de los movimientos pausados de la cola. Comenzaba el funeral del gigante. Por la orilla del río, los automóviles acompañaban el lento avance de la ballena. Había anteojos observando, muchos de ellos solo habituados a enfocar a coristas en el Parque Mayer o a primas donnas en el São Carlos. Y los pescadores con hilo miraban avergonzados aquella especie de isla flotante que resollaba a intervalos. Todo el río era pasmo y asombro. Solo las gaviotas, que separan todo lo que flota en dos categorías, lo que se come y lo que no se come, evaluaban, ávidas, en su aleteo incansable, la calidad del manjar, y gritaban a los cuatro vientos el comienzo de una era de abundancia. �Moby Dick iba perdiendo fuerzas. Ya la corriente la desviaba hacia la orilla, hacia la ignominia del varamiento definitivo, hacia las aguas bajas, contaminadas por las heces de un millón de seres humanos. Si la ballena no fuese un animal ciertamente obtuso y sin memoria, vendría ahora a colación el recuerdo de los grandes y abiertos mares por donde había navegado en el tiempo de su robustez. Pero el cuerpo medio hundido se descomponía, la piel estallaba y se empapaba de agua, mientras sus ojos turbios apenas distinguían los pequeños barcos que la mareta sacudía y los curiosos que en su interior disparaban máquinas fotográficas contra la primera ballena de sus vidas. Nadie reparó en el minuto exacto en que Moby Dick murió. Su inmenso cuerpo se estaba extinguiendo poco a poco, ahora este lado del dorso, ahora aquella aleta, luego la cola, la cabeza informe, hasta que una célula remota, perdida entre los grandes arcos de las costillas, se disolvió en la masa fétida que lo invadía todo. Los curiosos se alejaron tapándose la nariz, los barqueros dieron impulso al inesperado negocio aunque de corta duración, y la ballena se quedó sola, inmóvil, mientras las aguas del río se agitaban a su alrededor, y debajo, los peces atacaban el vientre liso y vulnerable. La ciudad, esa noche, conversó mucho. Al día siguiente, los periódicos afirmaron que la ballena sería quemada. No lo fue. La remolcaron hacia la plaza y la deshicieron en trozos. Había vivido su tiempo, y había acabado de manera triste, degradada, como un simple erizo al que el oleaje lleva rodando a la playa. Y yo pregunto: ¿Qué extraño caso o presagio trajo hasta aquí, desde tan lejos, a este animal? ¿Por qué vino Moby Dick, entre dos náuseas, a morir a Lisboa? ¿Quién me dirá el porqué? Notas [9] De A bagagem do viajante, 1973. �LA ISLA DESIERTA[10] JOSÉ SARAMAGO TRADUCCIÓN DE IGNACIO VÁZQUEZ POR HABERLE IDO CON DEMASIADAS EXIGENCIAS al comandante del barco que me transportaba, fui desembarcado en una isla desierta. Me dieron alimentos para quince días o quince años (nunca llegué a averiguarlo con exactitud), armas y municiones (bombas atómicas incluidas) y de los placeres del barco consintieron en que me llevase un libro y un disco. Escogí el Quijote y el Orfeo. Será necesario explicar por qué. Iba a vivir solo, y en paz, si fuese posible. Iba a tener mucho trabajo y pocas distracciones. Por lo tanto, no había mejor libro que el Quijote, que hace reír y tiene una Dulcinea inexistente, y el Orfeo, que hace llorar y tiene una Eurídice muerta. Con esta deliberada ausencia iba a poblar mis interminables noches. Así viví en la isla desierta. No sé cuánto tiempo, pero fue más de quince días y menos de quince años. No llegué a recorrer toda la isla, pero sé que estaba desierta porque, si no lo estuviese, no me habrían desembarcado allí. Perdí el habla por la costumbre de no hablar, y con eso di un poco de silencio al mundo. A excepción del canto de los pájaros y del rugido de un animal feroz (nunca lo vi, pero, por el rugido, era ciertamente feroz), no se oía en la isla nada más que las invocaciones desesperadas de Orfeo y las carcajadas de Sancho Panza. Don Quijote, ese, paseaba todas las mañanas por la playa fragante de algas y sal, cada vez más delgado, montado sobre los huesos de Rocinante. Por la noche, subía a una piedra alta y permanecía allí contando las estrellas. Sujetaba en el brazo izquierdo el yelmo de Mambrino, vuelto del revés, y así daba cobijo a la pequeña ave que se había habituado a dormir en él. Con la lanza en la mano derecha, Don Quijote velaba el sueño del pajarito. De vez en cuando, soltaba un suspiro. No llegué a preguntarle por qué razón suspiraba, ya que, mientras tanto, había llegado al final del libro. �En buena paz vivimos los cuatro en la isla desierta. Un día, llegó a la costa una caja grande. Mientras la abría, se juntaron a mi alrededor mis compañeros. No estuvieron mucho tiempo: pronto vieron que no venía en ella Eurídice, ni Dulcinea, ni barril de vino. Cada cual volvió a sus quehaceres, mientras yo me devanaba los sesos para saber qué era aquello. Tenía luces que se encendían y se apagaban y parecía que respiraba. Fue más tarde, cuando la vida en la isla empezó a modificarse, que descubrí que se trataba de un ordenador, cerebro electrónico o de la familia. Lo sabía todo, no yo, claro, sino la máquina. Por lo menos hacía compañía. Lo peor fue que se acabó nuestra perfecta anarquía. Orfeo solo podía llorar a ciertas horas, la avecilla de Don Quijote fue acusada de transmitir la psitacosis (y no era un papagayo, lo juro), y Sancho Panza tuvo que abandonar los proverbios y aprender inglés. En cierto modo, salimos ganando con estas y otras modificaciones, pero persistió en todos nosotros una inquietud, que era casi una enfermedad y que el ordenador no supo curar. Fue esa, si mal no recuerdo, su única demostración de ignorancia. Lo que el ordenador hizo conmigo es mejor no mencionarlo. Me demostró que yo estaba equivocado en todo cuanto había sido mi razón de ser y de sentir. Que, por el contrario, el comandante del barco había tenido mil razones para desembarcarme, y que la isla desierta no era tal, porque él, ordenador, estaba allí. Que el hombre (el hombre en general, y yo en particular) es solo un buen chiste, incluso cuando (o, sobre todo, cuando) llora, sufre, ríe o sueña. De modo que morí. El ordenador continúa allí. Pero yo tengo grandes esperanzas. Si Dulcinea consigue un cuerpo y Eurídice resucita, este mundo todavía es capaz de volverse habitable. Notas [10] De Deste mundo e do outro, 1971. �LOS NAVEGANTES SOLITARIOS [11] JOSÉ SARAMAGO TRADUCCIÓN DE IGNACIO VÁZQUEZ ESTE MUNDO TIENE COSAS. Confiese, lector, que vale la pena andar por aquí. Difícilmente se obtendría, en cualquier rincón del universo, espectáculo más variado, todo en lances imprevistos, embarulladas situaciones, encuentros inesperados, salidas falsas y entradas a destiempo. Y rábulas.[12] Los escritores que se dedican a la ciencia ficción no han conseguido, hasta ahora, que yo sepa (y me vanaglorio de saber algo del género), crear un mundo que se asemeje al nuestro en grado de excentricidad. Hasta el punto de que me dejan, a mí, frío e indiferente, incluso cuando aprietan el pedal amplificador de los monstruos verdes y monoculares o de las algas hablantes. Ya soy sensible a las imaginaciones poéticas, pero eso, más que cierto, es prejuicio de clase. Viene este preámbulo a propósito de los navegantes solitarios. En otro tiempo, admiré ciegamente a estos hombres, su coraje, el desprendimiento con que se dejan ir entre mar y cielo, entregados a sí mismos y a la fortuna, que tanto protege a los audaces como fríamente los elimina. Aún hoy les reservo un rincón del corazón. Es verdad que admiro a toda la gente que se atreve a lo que yo, por mí mismo, no soy capaz de hacer, pero estos navegantes me merecen estima especial, o no sea yo descendiente de un pueblo de marineros. Alguna que otra vez, el navegante se pierde en la inmensidad de los océanos. Y aquí es donde tiene cabida la frase que abre esta crónica: «Este mundo tiene cosas». Porque, solo que el navegante se atrase veinticuatro horas en la próxima escala, es cierto y sabido que el mundo entero cae en una terrible inquietud, pierde el sueño y pasa a alimentarse de la primera página de los grandes y pequeños periódicos. Todo el mundo quiere ayudar de alguna manera, telefonear a los bomberos o a los hospitales, arrimar el hombro. En espíritu, todo el mundo �se dirige al muelle o a la playa a mirar el océano, a ver si asoma la vela. Y no se habla de otra cosa. Estas dos palabras (navegante y solitario) están llenas de tal prestigio que, decirlas u oírlas, es como sentir un viento de heroísmo agitando los cabellos y las corbatas. En un instante, el mundo se llena de héroes sin oportunidad ni empleo. Y la cosa no acaba ahí. Van escuadras al mar, elevan el vuelo helicópteros y aviones, se gastan ríos (mejor diría, océanos) de dinero, todo para encontrar al navegante perdido o indiferente. La humanidad se siente regenerada, humanitaria. Dará la sangre, la bolsa, yo qué sé qué más, para recuperar la serenidad y al navegante. Mientras dura el trance, la tierra es un concierto de armonías que llena los espacios infinitos de concordia y de paz. Entonces, es bueno vivir. Casi siempre, el navegante aparece. Se había desviado de la ruta, había pasado un tifón, había tenido una avería en la radio, había tenido, tal vez, ganas de cortar definitivamente con el mundo, ¡yo qué sé! Se produce un grande y general suspiro de alivio, tan sincero que nadie piensa en preguntar, siquiera, quién va a pagar los gastos. No importa. De tal manera nos habíamos identificado con el navegante, que es como si el barco fuese nuestro y nuestra la aventura. Este mundo tiene cosas. Porque mientras tanto, y antes, y después, pasan todos los días por nuestro lado otros navegantes solitarios, enfermos unos, desafortunados otros, sin casa ni trabajo, sin alegría, sin esperanza; y nadie cruza la calle para decirles: «¿Estás perdido, amigo? ¿Estás perdido?». Notas [11] De Deste mundo e do outro, 1971. [12] Abogado indocto, charlatán y vocinglero (N. del T.) �VIAJE A LA ISLA DE SATANÁS JOSÉ CARDOSO PIRES TRADUCCIÓN DE ISABEL SOLER BREVE NOTICIA DE LA ISLA DE SATANÁS Y DE LOS VERDADEROS SUCESOS QUE EN ELLA OCURRIERON ahora puestos por escrito según los testimonios de los navegantes y de los registros que los certifican En Descobrimentos portugueses, Jaime Cortesão cuenta que la isla de los Satanases se situaba en relación a la costa portuguesa según la Carta Náutica de 1424. A LOS VEINTIOCHO DÍAS del mes de julio de 1969 largó de este puerto de Lisboa el yate Ponta de Sagres cuya descripción es la que sigue: Navío a vela y a motor diesel Penta Volvo 120 hp. con navegación electrónica GPS Auto-Helm, piloto automático y giroscopio de aileron. Largo: 65 pies. Mástiles génova y mayor enrollable. Fecha de construcción: 1963. Matrícula LS 326, de la Capitanía del Puerto de Leixões. Era propietario y skipper de la embarcación Álvaro Vaz, ingeniero y empresario emplazado en Lisboa, que llevaba bajo su mando al licenciado João de Viana, armador en Viana do Castelo; a Gonçalo Soares Pontevel, benedictino del monasterio de Singeverga a quien competía recoger el relato de este viaje de recreo, e Inácio Rita, o Inácio da Rita José, marinero con título de patrón de �costas. Como invitada iba a bordo Naia (Maria do Aires) Garcia Valdez, decoradora y anticuaria con establecimiento en la calle D. Pedro V de Lisboa. Horas antes de la partida, a ella y a toda la tripulación del velero extendió Dios su bendición en una misa celebrada en la ermita de Nossa Señora do Restelo por el referido hermano benedictino. Desde ese templo en la colina de Belém donde tuvo lugar la ceremonia, los navegantes y los amigos que los acompañaban para despedirlos descendieron hasta la dársena del Bom Sucesso. Allí se encontraba el Ponta de Sagres debidamente aparejado para zarpar, de una blancura por así decir festiva, como registra, nada más abrirlo, el diario de a bordo que fray Gonçalo escribió con dedicación, pegándole fotografías decoradas con orlas y dibujos como si se tratase de un libro iluminado. Movido por la pasión a la fotografía, el fraile, que años antes había renunciado a la carrera de arquitecto para consagrarse a la regla de San Benito, añadió al relato del viaje algunas centenas de metros de película en color, y suerte que se sirvió de esa afición, reconocemos ahora, porque si del justo escrito se hacen muchas veces lecturas de mala fe, el retrato de la realidad se toma con rigor incontestable. Siendo así, congratulémonos porque la imagen se haya juntado aquí a la palabra para que se aclare la visión del mundo como verdad y razón ad perpetuam memoriam. Largaron velas los navegantes una mañana de aguas cristalinas y justo en medio del Tajo aparecieron dos delfines delante de ellos como si, entre fiestas inocentes, les abrieran camino hasta la desembocadura. «Es la primera vez que veo delfines en este río que conozco desde la infancia», escribió fray Gonçalo en el diario. En camisa y con la barba rala orientada hacia el horizonte, parecía un universitario regatista de vacaciones; o bien, por el silencio meditabundo de la mirada, un navegante de conciencias, como hubiera podido observar Naia Valdez con aquel humor suyo tan privadamente felino. El faro do Bugio vio pasar el yate con todos los viajeros en la proa. Aquella torre era un esqueleto que chorreaba limos de centinela al océano. Detrás quedaba Lisboa posada en un estuario de escamas centelleantes que el fraile imaginó haber sido navegado un día, Tajo adelante, por Messere Damião de Góis (1502-1594), embajador de las artes y las ideas, rumbo al Atlántico, a las Holandas, las Germanias y otras Europas, montado en un delfín de bronce. DE UN FANTASMA EN LA CORRIENTE QUE ANUNCIABA LA IRA DE LAS PROFUNDIDADES Y OTROS AVISOS A LOS NAVEGANTES � Iban con la ruta trazada hacia las Bermudas, ese archipiélago de esmeraldas depositadas sobre un banco de coral que Álvaro Vaz conocía por lecturas y que durante el viaje anticipaba a los compañeros como una geografía de sorpresas. En el mar y en la navegación está el sueño de llegar, y el skipper del Ponta de Sagres siempre que demandaba puertos desconocidos se los imaginaba más allá de la proa del velero en representaciones que había aprendido en álbumes de fotos, videos y enciclopedias o en reportajes del National Geographic. Navegaba así entre dos cartas, la de una Imago Mundi a veces científica y otras veces aventurera, y la de la Orbis Rigorosa del arte de marear, y nada de eso era un estorbo para su navegación, dado que un comandante que anda con pies de mar es capaz de llevar su navío hasta la cima de una montaña. Adelante, por tanto, y que San Cristóbal de los Viajeros les abra camino con el bastón de su augusta providencia. Adelante, es decir, rumbo SO , justo a lo largo de la costa pillaron dos días de nortada con olas de cuatro metros y viento de fuerza cinco que los obligó a amuras cortas. Dos días cabalgando olas altas es algo terrible de vencer, pero por suerte, trincando el timón y con velas firmes, se guardaron de estragos y desesperos; y con la conciencia de haber cumplido entraron en mar favorable, mar manso, mar de estaño y cada vez más calmo a medida que se iban aproximando al paralelo 30 entre Madeira y las Canarias y guiñaban hacia el oeste como mandaba la carta de a bordo. Dios abrió su mano de luz sobre el océano, lo apaciguó y condujo el velero por un suelo de milagros donde se levantaban bandadas de peces voladores, escribió el monje de Singeverga sentado en la cabina frente a la imagen de una Virgen de Neptuno que nunca había visto en el Libro de los Benditos. Esta virgen, Sancta Virgen de Neptuno Mar y Furias, se podía leer en un arco de letras doradas por encima de ella, era una litografía popular en moldura de madera empobrecida que Álvaro Vaz había descubierto hacía tiempo en un mercado de trastos y antiguallas en Port of Spain y que, en su calidad de skipper, capitán y maestre, la declaró patrona del Ponta de Sagres. Mexicana, por el calor de los colores y el vigor carnal, según el parecer de Naia Valdez, o peruana, según Álvaro Vaz, sería una santa apócrifa, de eso no tenía la menor duda la anticuaria-decoradora; y quizá por no tenerla, a veces se acercaba a ella y se santiguaba. Se sabe[13] que se discutió con el monje Gonçalo de Singeverga, para quien la imagen tenía el aire campesino de ciertas figuras indias. Descalza pero coronada �como una emperatriz, la Virgen se erguía sobre una ola de espuma donde espiaban cabezas de serpientes marinas y en los brazos mecía un pez plateado. El pez podía ser allí un símbolo de fecundidad, observaba Naia; o incluso un símbolo fálico, como se daba en ciertas tribus de Centroamérica, en Guatemala, salvo error. Era posible, fray Gonçalo no decía que no, pero en contraposición a esas figuraciones, recordaba que el pez era el símbolo primitivo de la cristiandad y de la Eucaristía. A él, lo que más le impresionaba de aquella virgen eran las largas trenzas negras que le caían sobre el manto, del que aparecía un pecho redondo, matriarcal. Naia miraba y confirmaba, más que las trenzas, era el pecho, la maternidad fecunda, eso sí le parecía claramente simbólico; y más que el pecho, lo que ella admiraba, o mejor, lo que la seducía, era el aire terreno y pagano de la santa, con aquella mirada negra muy densa, de cejas marcadas y casi unidas que le recordaban a la Frida Kahlo de Diego Rivera. Gonçalo ciertamente conocía a Khalo, la diosa del Rivera de los murales de los pobres y de las comitivas de campesinos, pero para Naia esa mujer era única y deslumbrante, alguien que valía la pena. Un caso, verdaderamente un caso. Hacía tres días que singlaban con viento manso y cielo limpio, el odómetro no marcaba velocidades superiores a 6 ó 7 nudos. En el púlpito de la proa conversaban de política y de negocios Álvaro Vaz y João de Viana, sobrevolados por peces voladores que se levantaban al paso del velero. En el combés, rendida al sol sobre un albornoz rojo, Naia escuchaba el Carmina Burana de Carl Orff en el radiocasete de Gonçalo: la magia de esa cantata y la anchura de sus ecos gregorianos, in trutina, in trutina, obumbrata et velata, la recorrían como una brisa muy íntima, un Coro del Destino tocado con címbalos y arpas, Fortuna, oh Fortuna, oh Cantiones Prophanae. En biquini y fumando Gitanes allí muy lejos, mostraba un cuerpo consciente de sí mismo, un cuerpo vivido pero sereno como una constelación solar, si se le puede llamar así. Por las únicas imágenes que hoy se tienen de ella, y que son las fotografías que sacó el fraile en el muelle poco antes del embarque, le vemos cara de distancia o de indiferencia, como la de esos que llegan y miran y nunca se interrogan. El marinero Inácio, por ejemplo, como criatura de mar y soledad, pasaba junto a ella con una ausencia calculada, pues distancia con distancia se paga y él nunca fue hombre de dar viento a velas trabadas. Así iba el Ponta de Sagres. Rayaba el océano con un lento hilo de espuma que seguía paralelo al trópico para, veinte grados más al oeste, ascender en dirección a los Sargazos, esa pradera fluctuante a la que los navegantes del mil quinientos �llamaban Mar da Baga,[14] decía João de Viana mientras prolongaba la mirada en el humo del cigarro. Por la noche, con el cielo de terciopelo y la luna atenta, él y todos los viajeros del yate conversaban al raso, pasaban el rato con gracias y chistes, contaban sucesos vividos en tierra y otras curiosidades circunstanciales. La paz, diréis, el cielo pululante de ángeles. Y aquí abajo, en el combés de un velero, se oía la voz de Naia: un fado, casi siempre, Se uma gaivota viesse trazer-me o céu de Lisboa no desenho que fizesse, nesse céu onde o olhar é uma asa que não voa, desmorece e cai no mar.[15] y era una voz áspera pero racée, comentaba Álvaro Vaz, vachement racée, una voz recortada a la luz de la luna con una amargura de destino y desafío. Naia, la del cantar áspero y el rostro soberano, roguemos a Dios para que la tenga a esta hora en su gloria entre la corte de querubines, porque de ahí a pocos años se la iba a llevar la muerte en otro viaje, esta vez en tierra firme. Curiosamente, apenas se encuentra una única referencia a este personaje en el diario del Ponta de Sagres, de modo que hoy nos podemos preguntar si no habrá sido más que una sombra perdida surcando el océano. Tampoco la vemos en las fotos ni en las filmaciones del viaje, ahora nos damos cuenta de eso. Fuera del yate sí: la Asahi-Pentax del fraile la captó en el muelle mientras se despedía de los amigos, pero una vez a bordo la redujo a señales de ausencia. Por algún lugar, un poco desenfocado, aparece un brazo que se mueve junto al palo mayor del yate, por detrás del skipper, del monje y del armador de Viana en una instantánea descuidada, un brazo que se diría que era de ella, de Naia. En realidad, ¿por qué de ella y no del marinero Inácio que tampoco está presente en la foto? Por otro lado, en la filmación aparece un albornoz rojo extendido en el combés; que era suyo, está más que probado; y lo vamos a reencontrar en otro plano, extendido a lo largo sobre una silla de lona o colgado en la puerta de la cabina como si fuera la forma de su cuerpo dejado atrás con prisa. Y hay unas gafas de sol y un paquete de Gitanes olvidados en algún retrato que son otros restos de la presencia de esta mujer. Anotémoslos como señales de una figura que el objetivo no consiguió apresar por entero, seducido por la autonomía que �le era propia a esta mujer. Un albornoz rojo, unas gafas de sol, un gesto suelto en el aire: fragmentos de alguien, denuncias. A pesar de eso, las fotos y la filmación que el benedictino de Singeverga legó a la posteridad son «providencialmente esclarecedoras», como subraya Montezuma en la ya referida Comunicação y, como tales, constituyen materia de crédito para cualquier investigación sobre la isla de Satanás. A muchos les parecerá una exageración las dificultades que los cronistas afirman haber tenido en este trabajo, pues no sólo el diario de fray Gonçalo es puntual y de gran claridad en el relato del descubrimiento, como, gracias al Altísimo, están todavía vivos y disponibles casi todos los que participaron. Obsérvense, no obstante, los silencios y las imprecisiones, las destacadas sombras o las contradicciones que se dan en la confrontación de las opiniones de cada uno de ellos, y consideraremos legítimos los reparos que los eruditos señalan. En particular, las declaraciones de Maia Valdez y las del religioso benedictino son, digamos, enigmáticas. Se sobreponen sin tocarse y se ajustan divergiendo o ignorándose. Ni por escrito ni en la filmación, ni en ninguna fotografía podemos ver juntos a estos personajes, ya lo sabemos: y sin embargo, las imágenes de la realidad y las entradas del diario nos informan de la cotidianidad en la ruta que los conducía a la nueva isla. Escenas de tempestad, escenas de placidez; escenas de faena y de convivencia, Inácio dando escota a las velas, o con ancha sonrisa mostrando a la cámara la cazuela humeante de la comida; Álvaro Vaz en la radio o el licenciado Viana jugando al ajedrez con alguien que está fuera de la foto (¿Naia?); Gonçalo en la punta de la proa, en kimono de yudoca y con los binóculos apuntando al infinito. El azul atlántico. La luz. El hilo de la espuma. Algunas imágenes más y el objetivo cambia de escenario y enfoca una mancha oscura en la superficie de la corriente. Un manto enorme que planea. Surgió a barlovento justo al mediodía y el skipper Álvaro Vaz maniobró rápidamente el timón para aproximarse al hallazgo. Algo que iba de viaje, verdaderamente enorme y cada vez mayor y más concreto en la transparencia en la que bogaba, les pareció que aquello era un monstruo a la deriva. Y todos muy atentos lo miraban desde la borda. Lo vieron, y lo documentaron en la filmación, una raya gigante o manta, así llamada, de unos cinco o seis metros de largo por ocho o nueve de ancho que planeaba en la corriente. Estaba muerta. Con los cuernos de la cabeza ya blandos y los ojos blancos, arrastraba la cola de espolones con la que había azotado tantos mares. Ya no aireaba el manto con la tenebrosa lentitud de la majestad con la que antiguamente se trasladaba. Iba a la deriva como un mensaje de malos �augurios, así la debieron de ver los del yate, como un mensaje negro; y con ese presentimiento la filmó el fraile. Poco después, siguiendo el rastro de la manta, empezó a pasar junto al Ponta de Sagres una extensa masa de peces muertos camino del anochecer. SE CUMPLE EL MENSAJE. DESPUÉS EL MAR ROMPERÁ EN LLAMAS. NO TARDARÁ DEMASIADO. Y en efecto, pasadas cerca de cuatro millas de algas y de cadáveres de peces en la superficie, se encontraron de madrugada con una agitación de llamaradas en la línea del horizonte. Al mismo tiempo llegaban hasta ellos estertores secos, apagados, y cuanto más avanzaban, más los oían crecer en estruendos que parecían resquebrajar el mundo y más furiosas se levantaban las llamas que salían del océano, proyectando piedras y lama incandescente por los aires. Era la separación de las aguas de la que da fe el libro del Génesis. Y con temor y deslumbramiento, el fraile navegante empezó a filmar toda aquella revelación que la Providencia les concedía, el estrago de las profundidades sumergidas, las explosiones que rasgaban la secreta lógica del Orbis Oceanico, el engrosamiento de las nubes en resplandores ensangrentados, todo eso, Señor, todo eso, desenfreno y clamor. Y dijo Dios: júntense las aguas en un lugar y descúbrase lo seco. Y así fue. Frente al fraile y los compañeros subían a las alturas rocas y lava llameante que, al despeñarse después en el mar, se enfriaban y se transformaban en una extensa masa endurecida y bordeada de arena. Y llamó Dios a lo seco Tierra. Y ellos isla. ¿La creación del Jardín del Edén? Entonces, Ávaro Vaz y João de Viana intentaron comunicar en HF con las posibles estaciones marítimas que les pudieran dar explicación a lo que sus ojos presenciaban, pero fueron mal interpretados y no hubo respuesta. Porque, como entendieron mucho más tarde, en aquel momento la isla era todavía un secreto del planeta, era un comienzo de tierra en parto de fuego y agonía. Así, si Dios da fortuna a quien la sabe meditar, tenían que esperar con lucidez el desenlace del destino y estar atentos. Esperaron, pues. Navegando a varios rumbos, ahora a bolina, ahora con viento de popa o de través, empezaron a rodear aquella turbulencia a marcha lenta y a distancia conveniente, asistiendo al sismo y al fuego que abría una herida en el océano, una herida que al ser blasfemia era también redención por tornarse espacio firme para la primera huella de un ser humano. Eran testigos, tenían conciencia de ello, del nacimiento �de un nuevo punto del mapa. De momento, una larva de roca oscura que crecía y respiraba por surtidores de vapor lanzados hacia las nubes, pero después, en la fase adulta, una isla que, si ahora contaba ya con considerables quilómetros de extensión, cuando llegase al estado perfecto alcanzaría casi el doble de esa estimativa. Ante aquel espectáculo, reunió Álvaro Vaz a todos los compañeros y, valorada la naturaleza del descubrimiento, acordaron algunas decisiones con vistas a la ocupación de la isla, tan pronto se serenase y se mostrara dispuesta a aceptar al hombre. A poco más de una milla de distancia la veían crecer en un baile de llamaradas envuelto en una lluvia de cenizas. Se sacudía en temblores humeantes que liberaban un olor sulfuroso que llegaba hasta el Ponta de Sagres y resecaba el aire. Eso les obligaba a aproximaciones y desvíos según el viento, en su ronda constante de aquel territorio en tormenta. Alrededor de los márgenes, el mar se revolvía en borbotones terrosos, pero, para sorpresa de todos, recuperaba más adelante una tranquilidad celestial. Tiempo sin viento, dice el libro de a bordo en aquellos días, profundidad entre 400 y 500 brazas, lo que hacía suponer que se encontraban sobre una elevación sumergida. Seguían rodeándola. Seguían presos en aquella ínsula que en buena hora se les había aparecido. Después de vueltas y demoras decidieron arriar las velas y navegar a motor. Pairaban a corta distancia de la isla, la vigilaban. La custodiaban a punto muerto, o casi. Al pairo. Durante meses y meses, lo que allí los tenía no pasaría de ser unas rocas volcánicas, revoloteadas por miles de aves marinas que un día las habrían descubierto. Sería una pausa árida en el océano, ya lo era, un desierto donde las humaredas blancas que ahora se veían brotar darían lugar más tarde a regatos de agua hirviendo con plantas y verdor en el fondo. De momento, se limitaba a una plataforma en bruto, así la veían y la discutían los viajeros del yate inclinados sobre el mapa de a bordo. Plataforma atlántica, la designación correcta sería esa, y por ahí ya Álvaro Vaz y el armador de Viana justificaban la importancia que un tan minúsculo grano del Globo pudiera llegar alcanzar. En la economía, antes que nada. En la estrategia militar, probablemente, como escala operacional. En el turismo, como fuente de aguas sulfurosas, además de lo que Dios tuviera a bien. En esta conformidad, ya Álvaro Vaz se había agarrado a la radio para comunicarse con su abogado en Lisboa, ponerlo al corriente del descubrimiento y darle instrucciones para actuar respecto al registro de propiedad del nuevo territorio según las cláusulas de Derecho Internacional. Mientras, Maia, el fraile �y el armador se turnaban en la escucha de la radio de onda marítima que emitía voces de otro mundo que tremolaban en el viento y en la ondulación. Voces que no tardaron mucho en dar noticia de la aparición de la isla, sea dicho de paso. Y dígase también que por ahí no hubo sorpresa en el Ponta de Sagres, porque al segundo día del descubrimiento dos aviones de las fuerzas costeras americanas fueron vistos sobrevolando la erupción, y les siguieron otros forasteros, entre ellos un monstruoso helicóptero que filmaba justo encima de las llamas de lava y un navío del Instituto Geofísico Soviético que iba emitiendo cifras oscuras, un carguero con bandera panameña, un submarino, una corbeta T123, en fin, un desfile de peregrinos babeantes que, en la mayoría de los casos, eran de estarse poco rato. Llegaban, miraban y se iban, llevándose con ellos las más mañosas conjeturas. Al ver a Álvaro Vaz comunicarse con Lisboa, Gonçalo Singeverga decía que no le extrañaría nada que por allí cerca anduviese el pirataalmirante Francis Drake, con la calavera en el mástil y los cañones zumbando. Fue el momento en el que el fax de a bordo empezó a recibir informes de las estaciones meteorológicas sobre la localización del fenómeno. Crisis sísmica y actividad eruptiva, informaban desde Nassau, desde Miami o desde CTRK Key West, y Gonçalo apuntaba en el diario, de cara a la isla en llamas que estaba a poco más de una milla de la cabina. Un día en concreto escribió: «Esta mañana un sosiego gradual de las convulsiones. Ahora ya apenas se sienten aquellos movimientos submarinos a los que Inácio llama el crujir de dientes de la fiera.» «Tronada a NNE . Fumarolas esparcidas por el mar en toda la zona», se lee más adelante (pero aquí con la letra de Álvaro Vaz). «Cambio del viento de NE a ESW . Rumbo 1-0-5.4 nosotros.» Y en otra fecha: «Balance comunicado por la estación de Miami a las 05.30: más de 300 millones de toneladas de piedra y de lava hasta ahora. ¿Cuántos millones deben de faltar para dar la isla por acabada?» Y aún otro día: «Estamos sorprendidos de la calma que sigue reinando». Y otro: «Ahora en lo alto del cielo ha aparecido una seta de humo blanco. Desde Lisboa no nos llega nada concreto sobre el derecho de posesión de la isla cuando podamos desembarcar en ella». Un boletín, una cuenta corriente de un territorio en construcción. De vez en cuando el fraile le añadía noticias improvisadas sobre otro mundo y nuevas dimensiones, ayer la NASA en los caminos espaciales, hoy la Mining �Corporation en las rutas de los diamantes de las nuevas Áfricas, datos breves destinados a recordar al Ponta de Sagres su lugar contemporáneo, a pesar de la soledad en la que se encontraba en algún lugar del Atlántico. De repente, subrayado y con una foto que lo ilustraba: «Como identificación oficial y como declaración de presencia decidimos izar la bandera portuguesa en el palo de popa. La filmamos y la fotografiamos con la isla bien visible al fondo.» No obstante, por alguna razón que no importa considerar aquí, el Ponta de Sagres no debió de ostentar por mucho tiempo el pabellón de las cinco quinas, cosa que prueban las últimas imágenes del documental de fray Gonçalo, donde se ve la isla terminada, vista desde la popa del navío sin que se advierta ninguna bandera. En estos planos finales pasa siempre una sombra huidiza que no puede dejarnos de intrigar porque se repite sin definirse por detrás de una cortina de cenizas. Es un bulto, la mancha de alguien que quedaría diluido en el paisaje y que, al revelar la película, emergió en la cámara oscura, trémulo, trémulo, y pasa por delante nuestro como una interrogación. Es Naia Valdez, no hay duda. Naia Garcia Valdez que avanza hacia la isla como si fuera a desembarcar. DONDE SE HACE MENCIÓN DE UN NEPTUNO QUE ARRIBÓ A LA NUEVA ISLA DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS QUE EN ELLA SE ESTABLECIERON Ahora estaba Naia posada en una roca oscura toda rodeada por el mar. Al no haber plantas ni nada con vida en aquella isla, le daba sombra un escenario de árboles pintados en una vela, y junto a una piedra aún humeante la miraba la moldura de madera india de la Virgen de Neptuno. Cerca andaba un hombre con la barba rala, el pecho desnudo y sombrero de playa que era nada más y nada menos que fray Gonçalo de Singeverga interrogando los horizontes. Esperaba ver regresar el Ponta de Sagres a la cabeza de la prometida flora de navíos que, en cumplimiento de lo acordado en asamblea de navegantes, llegaría cargada de tierra para cubrir la roca viva y cultivar plantas destinadas a dar sombra y nutrición, además de los animales pobladores para sustento y compañía de quien allí se estableciese. Como es obvio, por encima de todo traerían agua, el agua era esencial mientras no llegasen las lluvias a aquel nuevo territorio y se acumulasen en lagunas y diesen vida y simientes; y cuando así fuese, las simientes se multiplicarían animadas �por esa bendición, y atraerían hacia ellas tanto a los roedores y los insectos como a las aves; y las aves, con el colorido de sus vuelos y sus cantos, traerían alegría a la tierra, y de este modo, de todo ello resultaría la esencia y el estiércol que son los dos cristales donde nace la sal de la vida. A esto se llamaba, dijo João de Viana, fabricar un mundo por cuenta propia a partir de una roca sin alma. Pero, incluso reducido a piedra muerta, aquel descubrimiento representaba un valor estratégico que desde aquel mismo instante interesaba proteger, palabras de Álvaro Vaz en el consejo de los navegantes del yate, un patrimonio y una inversión en civilización, palabras otra vez del armador de Viana, y convencidos como estaban del reconocimiento internacional que les iba a ser conferido, todos los presentes acordaron dejar la jovencísima ínsula guardada por fray Gonçalo Soares de Singeverga y por Naia Garcia Valdez como testimonios del descubrimiento y ocupación mientras el Ponta de Sagres se dirigiría a Lisboa para obtener no sólo las correspondientes licencias y garantías oficiales, sino también los medios humanos y técnicos indispensables para la empresa que pretendían establecer. Además, concluyeron que era urgente la contratación de servicios de electricidad y telecomunicaciones y también la colonización inmediata de la isla. Esta, por sugerencia de fray Gonçalo, sería confiada en gran parte a las levas de emigrantes guineanos que andaban sin un duro por Lisboa, sin trabajo y sin fe, huidos de la guerra colonial. No pasaban, los pobres, de distantes islamistas que aceptarían con los brazos abiertos la conversión a Cristo Redentor para reiniciar la vida en un mundo como aquel. Naia Valdez: ¿Mundo nuevo? En realidad, aquello no era nada, una piedra de nada, decía ella con la mirada. La habían dejado en la soledad de una piedra rodeada de agua y a la sombra de dos árboles pintados en una tela; añadieron (o ella añadió) un aparato de música que no dejaba de sonar y la imagen de la Virgen de Neptuno junto a una piedra humeante que le daba aire de santa en un altar de incienso, incienso de azufre, aquella peste a volcán aún no había desaparecido: y ala, allí estaba ella en medio de la nada. Todo a su alrededor era nada. Solo que, al atardecer o con las sombras de la luz de la luna, aquel universo empezaba a ser ocupado por figuras bárbaras talladas en las rocas. Máscaras primitivas, enormes, un desierto poblado de estatuas dispersas entre penachos de humo sulfuroso a las que ella llamaba Satanases porque habían nacido del fuego que las había expulsado de los infiernos más profundos. Algunas parecían leones marinos, otras aves monstruosas en falso sueño. Todas ellas Satanases en �diferentes configuraciones. Y en un amanecer de ceniza, al pasear entre aquellas máscaras, descubrió un gigante con cabeza de pescado y pecho recubierto de escamas. Se detuvo y aguardó con curiosidad. Naia Valdez: Estoy soñando. Todo es un sueño, lo sé. De pie y apoyado en una alga seca con la forma de un tridente, el gigante de cabeza de pescado, en vez de manos tenía dos puñados de tentáculos con los dos pulpos que se le enredaban por los brazos. A lo largo de la espalda le bajaba una aleta como de pelo endurecido y entre las piernas escamosas le pendía un voluminoso falo. Un ser triste, tristísimo, le contó un atardecer al monjehermano que la acompañaba en el exilio. Con semejante aspecto, dijo entonces, aquella criatura sólo podía ser Neptuno o un híbrido de Neptuno. Y señalando hacia la imagen de la Virgen que acunaba el pescado de plata: De ahora en adelante, hermano, sólo puedo ver esta santa como la virgen que concibió de un dios pagano y que incluso así siguió virgen. Naia Valdez: Palabras, palabras, todo sueño, todo sueño. Veamos, ella le hablaba al hermano-fraile de una virgen que había concebido en pecado de carne y que virgen había permanecido, y eso no se resumía en palabras, eso, decía, era mucho más sobrenatural que lo de la concepción inmaculada que nos enseña la Santa Madre Iglesia. Tan sobrenatural, por la carga de la herejía, que Dios había castigado a aquella virgen dándole un hijo en forma de pez. El monje la escuchaba en un silencio doloroso. No me haga caso, padre, atajó ella encogiéndose de hombros, estas rocas por la noche meten miedo. No haga caso, padre. No haga caso, hermano. Solo allí, en el purgatorio de una isla todavía caliente de las convulsiones del parto y todavía incierta, se sentiría viva, solo allí, cosa sin sentido, ella trataba al padre de aquel modo. Padre, hermano. Qué estupidez, de hecho. Andaba cada uno por su lado, él casi siempre en la estrecha playa hecha de la arena escupida del fondo del mar, ella en biquini, fumando Gitanes y escuchando música de un radiocasete a la sombra de dos árboles de decorado. En ese escenario, el padre cada día la encontraba más cambiada, cada día más inesperada en los comentarios que hacía por todo y por nada. Hermano, estamos en el Génesis, dijo una vez. Reducidos a casi nada, ¿ya se ha dado cuenta? Y no vamos desnudos porque no tenemos la sombra de Dios. Porque estamos en pecado, respondió él. �Dios en un desierto de estatuas rocosas y con penachos de humo por en medio como surtidores de jardín. Ella miraba a su alrededor y decía: En un mundo donde no hay vida, el único remedio que queda es pensar en Dios. ¿Verdad, hermano? ¿Verdad, padre? Cuanto más cerca de la muerte, más miedo de Dios. No. Cuanto más cerca de la muerte, más cerca de Dios, dijo el fraile. Allí, entre los infinitos del cielo y del mar, ella se acordó entonces de pedirle que la confesase. El padre-hermano hizo una pausa quizá de sorpresa, no se sabe; después se arrodilló en la roca y juntó las manos en Confiteor, Deo omnipotente, beatae Mariae semper Virgini et omnium sanctorum. Naia: En latín, qué extraño. pero ya ella, en voz alta y en medio del océano, se confesaba pecadora por haber andado descarriada de la palabra del Señor desde hacía tiempo, ausente hasta de Él, padre, tan ausente y tan culpable que se preguntaba si no habría ido a parar a aquella isla para expirar las faltas que le pesaban en el alma, amarguras, padre, ofensas sin remisión, padre, malos pensamientos, corrupciones del cuerpo y del espíritu, y al llegar donde había llegado se detuvo. Se detuvo, de golpe. Di, ordenó el fraile pasados unos instantes, y se quedó con la cabeza agachada, esperando. Pecados de carne, dijo ella entonces. Joder. Silencio. El sol bajaba, bajaba, y ella miraba en silencio más allá del confesor y de la isla que se cubría de sombras y de excomulgados satanases de roca en bruto. Entonces el padre-monje se levantó. Lo vio alejarse, tenso, el rostro cerrado, en dirección a la playa. Muy bien, murmuró. Giró sobre sí misma y se encontró frente a la vela con los árboles pintados donde el radiocasete hacía mucho que transmitía el «Ave Formosissima» del Carmina Burana. Ave, ave, decus virginum virgo generosa,[16] y mientras sonaba aquel cántico celestial se hizo de día, no se sabe cómo, y en el suelo crecía una sombra que se aproximaba a ella. Era el confesor, después de una noche de insomnio atormentada. Llegaba con algo pensado, era la sensación �que daba, pero al detenerse para hablarle vio que a ella le asomaban algunos pelos del pubis por debajo de la braga del biquini. Desvió la mirada, sintió un asomo de vicio o de impudicia, y ella se dio cuenta y se recompuso de inmediato aunque sin mostrar ninguna perturbación. Lo inquietante, sin embargo, es que, en presencia del monje, lo más secreto que exhibían sus palabras o su cuerpo ocurría, no era determinado, y esa circunstancia resaltaba aún más porque mostraba que toda perversidad le era natural. Ars demoniaca, debía de pensar el fraile. Hermano, hermano, le imploraba ella. Quería que la escuchase en sigilo de fe y la perdonase. Y él se contorsionaba y se negaba porque tenía como cierto que era en el acto de la confesión donde ella pecaba mortalmente, y se entregaba a aventurar, se perdía al transformar el verbo en carne, se perdía, misericordia, en rupturas solitarias y lujurias, en desvíos contranatura, excesos, cosas locas, abyecciones, misericordia, ave Deus misericordia. Ella, que había pasado la adolescencia en un colegio de monjas de alta sociedad, permítase la expresión, había sublimado el oficio de la confesión en un ejercicio de sí misma o en un pacto de liberación para desafiar el pecado, y de eso mismo se daba cuenta el padre-hermano, y se negaba a absolverla. Y a pesar de todo, volvía a escucharla y a rechazarla, la escuchaba con la esperanza milagrosa de llevarla al arrepentimiento y por sacrificio de sí mismo contra la provocación y la insidia de la que sabía era portadora. Más todavía: la escuchaba de rodillas y de espaldas a ella, obligándola a estar de pie. Naia Valdez: ¿De pie? Es imposible saber cuántas veces se repitió esta oratoria. Ella de pie y él de rodillas para que su humildad fuera mayor, uno orientado hacia el norte, otro hacia el sur para aislarse más y desconocerse durante el oficio, en una postura similar se celebraba la penitencia de una mujer de alma abierta y verbo crudo, una puta, Dios Poderoso, pulchra corrupta gloriosamente a merced, que el Señor le perdonase, alguien que se presentaba salada de esperma al castigo del Señor, vedlo apenas, encostrada del fermento del semen desde la salivación del gusto hasta la trabazón de la voz, encostrada, hermano, en los ojos, y en lo inmundo de la loca infecta, Basta, protestaba el fraile, con los dientes apretados, pero a confesarse iba como en calvario, con prisa y de condena en condena, era una mujer a merced, ya lo había confesado, alguien que allí mismo se entregaba a la satanización del cuerpo, Dios Eterno, Dios Bendito, mientras, de espaldas a ella, el sacerdote-hermano murmuraba Basta, basta, y se clavaba las uñas en el pecho hasta sangrar. � NAIA SE DESPERTÓ CON LOS GRITOS QUE ELLA, con el padre arrodillado a sus pies, elevaba a la omnipresencia de Dios tanto en el alma como en la carne. Todavía un rato después de abrir los ojos y de reconocerse en su camarote del Ponta de Sagres se sintió agitada por alguna de aquellas imprecaciones y miró a su alrededor, inquieta por si alguien hubiera podido oír la voz de la mujer que había dejado en el sueño.[17] Pero no, en la cabina no había nadie más, toda la tripulación estaba fuera en un vaivén de mástil a mástil con las maniobras de partida, dado que, por voluntad de Dios, las promesas de la isla de la Fortuna habían terminado en experiencia vana y sin ningún altercado. Lo primero que vio Naia cuando se asomó por la puerta de la cabina fue el albornoz rojo extendido sobre una silla de lona, como si fuese su propia sombra que la esperaba después del sueño. Y con el sueño, se acabó la isla de los Satanases, pensó ella con los ojos puestos en las rocas, los veía ya no como perfiles de maldición, sino como masas sin forma que se alejaban hacia cualquier lugar secreto del océano. En efecto, Álvaro Vaz y los compañeros habían renunciado totalmente al viaje de recreo que habían proyectado con destino a las Bermudas al tropezar con esta isla que la Providencia les había interpuesto en el camino y que ellos pasaron a llamar de los Satanases tras las noticias cada vez más amargas que les llegaban sobre el naufragio al que estaba destinada. Isla de los Satanases, también, porque a la vista se les antojaba como habitada por monstruos de piedra que exhalaban olor a infierno del volcán que los había expulsado. Sin embargo, al decirle adiós para siempre decidieron cambiarle el nombre y abreviarlo en el libro de a bordo como isla de Satanás «por en aquella fecha ser día de San Bartolomé, al que el pueblo llama día del Diablo anda suelto» y así es como se le designa hoy en la Historia de los Mareantes, en la cartografía fantasma y en la memoria vivida. Desistieron, como es sabido, de la isla. Tenían la certeza de que la arrogancia de las profundidades que la había vomitado en llamaradas y estruendos infernales la iba a engullir pronto, corroída por la venganza y por la sal del océano. Pero habían dedicado tanto tiempo a observarla con la esperanza de abordarla y demarcarla como suya que, aunque ahora quisieran retomar el rumbo a las Bermudas, se toparían con los ciclones tropicales que durante todo el mes de septiembre embisten aquellos parajes. �Desde este consenso, consúltese el diario de a bordo y adviértase que el 24 de agosto del año 69, a las siete treinta de la tarde, el Ponta de Sagres tomó el rumbo directo a Lisboa con viento blando y mar en bonanza, y abandonó la isla a su suerte. En el calor de las maniobras, fray Gonçalo se sacó la camiseta y Naia descubrió, asombrada, que tenía todo el pecho desgarrado por las uñas. Notas [13] Prof. Gonçalves Montezuma, Comunicação sobre a Descoberta da Ilha de Satanás, Lisboa, Sociedade Geográfica, 1972. [14] Bajo ese nombre aparece marcado el Mar de los Sargazos en el mapamundi de Andrea Bianco de 1436 (N. del T.). [15] «Si una gaviota viniese / a traerme el cielo de Lisboa / en el dibujo que hiciese, / en ese cielo donde la mirada / es un ala que no vuela, / desfallece y cae en el mar» (N. del T.). Letra de Alexandre O’Neill y música de Alain Oulman. [16] Estrofa original: «Ave formosissima, / gemma pretiosa, / ave, decus virginum, virgo gloriosa,» (N. del T.) [17] Se conocen al menos dos versiones de este sueño que los cronistas denominan «Exorcismos de la isla de Satanás». Según Montezuma, op. cit., se admite que haya sido la propia Naia Valdez la que lo habría revelado a un amigo confidencial poco antes de su muerte en la autopista Verona-Venecia, en septiembre de 1973. ¿Se lo habría inventado cuando lo contó? �DE BERNABÉ, MAESTRE COCINERO DE LA NAVE CAPITANA EN EL PRIMER VIAJE CAMINO A LAS INDIAS [18] MÁRIO CLÁUDIO TRADUCCIÓN DE ISABEL SOLER NO ES QUE SEA UN REGALO DEL SEÑOR mi aldea de Ucanha, cruzada por el Varosa, donde iba a nadar, con los compañeros más ladinos, cuando era un rapaz. Y nos miraban, allá abajo, los monjes de Salzedas, desde el puente que habían mandado construir, y nos reprendían a gritos, llamándonos holgazanes y granujas, y nos ordenaban que fuéramos a trabajar los campos. Partiendo hacia Lisboa, finalmente, para embarcarme como cocinero de Vasco de Gama, me acuerdo de todas estas cosas a la vez, y de algunas otras, del sabor de la broa en las tardes húmedas de octubre, del paladar del cordero, por San Juan. Y auguro que nada de esto prepararé para los marineros de la India, porque de otras especies se alimentan los que bogan sobre las olas, y ni me imagino lo que han de querer que les prepare, para no morir de hambre, durante todo ese tiempo. Había aprendido a encender, desde muy pequeño, el fuego del pan, a dar forma a la masa, y a colocarlo en la pala, a retirarlo, justo a punto para ser comido. Y pasaba desapercibido, al temperar el asado, con sal y ajo, rodeado de castañas, para que fuese el centro de la fiesta, y pudiéramos cantar, como en perpetuo Agnus Dei, «Oh, mi São João Baptista, ¿de qué queréis Vos las capillas? De claveles y de rosas, con clavellinas amarillas». Entre armas y cordaje, bombardas y amarras, allí estaban en el muelle, preparados para ser estibados, toneles y pipas y barriles, de agua y de vino y de aceite y de vinagre, y fardos de mantenimientos, de pan y de harina, de carne y de legumbres y cosas de botica. Las naves se llamaban São Gabriel y São Rafael �y Bérrio y São Miguel. Y, después de haber rezado la noche del siete al ocho de julio en aquella ermita de Nossa Senhora de Belém, y una vez celebrada la misa, fuimos todos en larga procesión, con gran presencia de gentes, y con todos los navegantes llevando cirios, tras el Rey y el capitán Vasco de Gama, que iban delante. Y no podía yo desviar los ojos de aquel poderosísimo soberano, de hombros anchos y muy macizo, cubierto por un tocado de terciopelo verde con una pluma blanca, que se mostraba sonriente, para darnos ánimo, y que nos acompañó en un batel hasta que largamos hacia el vasto océano. Visité las cargas, entonces, preguntándome cómo sustentaría a toda aquella marinería que, pasadas las primeras horas de saudoso lamento, empezaba a gritar órdenes y a moverse por el combés, con una saña que anunciaría, en breve, un apetito asustadoramente devorador. Tomé conciencia de mi vida, y a continuación, inventé algo que, con la materia de la que disponíamos, consiguiera saciar la barriga de tantos portugueses hambrientos. Como no soy hombre que guste de ser engañado, y porque mejores provisiones merecería, a mi parecer, la flota de las Indias, con gran decepción miré a mí alrededor, dispuesto a mis tareas. Y poco más avisté, la verdad, que fogones y fogones, entre legumbres y salmuera, con las que atracar a aquella caterva. Allí les fui disfrazando lo que me tropezaba, porque la voracidad nunca les desfallecía, y con algo de leña, de la que nos abastecimos, y con la milagrosa aguada que hicimos en Cabo Verde, la fortaleza que habían ganado les revitalizó las ganas de mascar. Y no sobraban tortas y guisos, calderetas y filloas, y cuando las labores no los convocaban, se acercaban a la lumbre e imaginaban manjares, no sé si auténticos o inventados, porque, además del recuerdo de las mujeres, en eso les andaba la cabeza. Hasta tampoco era raro que se acercaran a las vituallas, con el propósito de arrebatarme las piezas, con mucha precipitación, incluso de las manos, y se las cocinaban con los ojos tan encendidos como las brasas que las asaban. Y qué disgusto nos causaba que nuestro Capitán —hombre discreto y grave— en todo se mostrase tan frugal que no se elaboraba manjar, por más escogido y más sabroso que fuera, que le motivase ni siquiera ¡el más pequeño elogio! Sólo una tarde, ordenó que me presentara ante él y me declaró, muy serio, «Me mandaste demasiado cabrito, estate bien atento, y cuida de esos haraganes, que yo, por mí mismo, ya me iré acomodando.» En las calmas de Guinea, con la tripulación en honda postración, me adormecí, en una ocasión, en la cubierta, en un lugar bien resguardado del sol. Y me asaltó un sueño como nunca me había visitado uno igual, que fue más o menos así, como lo van a escuchar. Estaba yo acostado, muy gordo, debajo de una mesa, con la cabeza recostada en un almohadón de damasco negro, y en ella �había frutas abiertas, huevos cocidos y pollos dorados, y alrededor revoloteaba un ganso, medio moribundo, en un aguamanil de estaño, y pasaba, corriendo apresuradamente, un lechón de piel crujiente con un cuchillo clavado, listo para trincharlo. Pero lo mejor de todo era una especie de banqueta, guardada por un soldado, en la que se ofrecían quesos y quesos, más o menos curados, que parecían implorarnos, allí mismo, que los comiésemos. Y estaba yo, entretanto, casi despierto, muerto de miedo de que mis compañeros, que roncaban pesadamente a mi lado, finalmente se despertasen y me robaran tanta abundancia. Esta era la visión en aquel sopor de la costa de Guinea, y ansiaba la llegada de un buen jamón, destinado a nadie más que a mí mismo, para cabalgarlo yo, gobernándolo como un ángel, y que me llevase, por los aires, lejos de aquellos parajes. Se equivocaron los antiguos al comparar las Indias con un gigantesco elefante, pensé al atracar, pues se me aparecieron, a fe de quien soy, como una elevada cascada de arroz. Sobre este, contaban los nativos, había dicho el sumo dios Visnú, enamorado de Retna Dumila, al distinguirlo en granos de oro sobre el túmulo de su amada, «En una planta como esta se concentra toda la alegría de la bella Retna, y la he de bautizar como vrihi». En el conjunto de esos granos amigables saboreábamos lo que el país nos ofrecía, sentados en pequeños estrados bajo la copa de las palmeras, mientras escuchábamos el gruñido de los traviesos macacos que habitaban los templos de Calicut. Lo apurábamos muy despacio, con curry y con leche, con cebolla y ajo y con pulpa de coco, y nos sentíamos felices. No había quien cazase a los marineros, ni a nuestro digno Comandante, divididos entre las negativas de las hembras y el remanso de sus empachos, panza arriba, hartos y saciados, triunfantes en la empresa. Y no eran escasos los que, de regreso a mis fogones, me demandaban la receta de aquella pitanza, y allí tenía que recitar el pobre Bernabé, una vez más, «Se hierve la leche, se echa en el coco, y esto se mete en una cacerola, y se saca del fuego, y se deja reposar, y se cuela el líquido en una tela fina, y se reahoga la cebolla picada y el ajo entero en mantequilla, y se saca el ajo cuando esté oscuro, y se añade el curry, y el arroz, bien lavado, y se revuelve, y se atempera con sal, y se añade la leche de coco, muy caliente, y también agua hirviendo, y se revuelve otra vez, y se tapa, y se cuece lentamente.» Una noche de estrellas, en la que todo iba como tenía que ir con los príncipes de semejantes naciones, vislumbré al incomparable Vasco de Gama sentado a una mesa de madera de jacarandá, solo y tranquilo, con una escudilla de plata frente a él. Extendía una mano con dos anillos hacia el blanco arroz que allí se acumulaba, el cual, en la tenue luz nocturna parecía centellear, y se lo llevaba a �la boca con extrema solemnidad. Minúsculos cuerpos blanquísimos de aquella delicia única le quedaban prendidos, como gotitas, de las barbas negras. Y tal escena nos infundía, tenedlo todos por cierto, la desmedida soberbia de ser lusitanos, comiendo de este modo en las otras partes del mundo, enseñando a la humanidad que quien no manduca no se aplica, y que no es raza famosa, de eso no hay quien me arredre, la que no sabe mover, como nuestro Almirante, una dentadura excelente y también bien afilada, como lo era la suya. Pero la mayor enseñanza de toda aquella navegación fue la que obtuvimos, en el camino de regreso, en cierta isla escondida, con su palmeral. Fueron a recibirnos a la mansa playa mozas que ni tocaban la arena, y que llevaban grandes hojas repletas de piñas, de pescado y de pájaros estofados. Poseían nombres de otras de las que nuestro Capitán apenas retenía el significado, y nos exprimían en la boca seca zumos fríos y vinos embriagadores, mientras nos brindaban, para que nos sirviéramos, abanicos con los que refrescarnos. Y con palabras desvariadas, celebraban estos festines, ofreciéndonos a voluntad y a cada instante, azulísimos mejillones y rojizo marisco. Ya recuperados, empezamos a perseguirlas y a revolcarnos por la hierba con ellas, con los miembros entrelazados, y ellas nos ofrecían nuevos platos, que nos obligaban a eructar, y les suplicábamos que no nos hicieran reventar a merced de la abundancia de las pitanzas con las que nos iban cebando. Y hasta la luna, que se percibía entre las ramas, parecía una jugosa manzana que se hubiera podido morder si nos hubiese apetecido. Y los pocos que habían quedado de aquella suprema aventura, pues el escorbuto, muy ferozmente, a muchos había diezmado, así se recompensaban de su crueldad, y los mismos nombres de los territorios que costeábamos, Anjadip, Mogadiscio, Malindi, Mombasa y Zanzíbar, cobraban un sabor de profunda dulzura. Sólo al acercarnos a las rocas de Portugal, y porque no nos habíamos reprimido la gula con la que consumíamos toda la comida, nos vimos forzados a servir caldo de suela de zapato. Y allí estaba yo, Bernabé, hijo de Ucanha, en las riberas del Varosa, maestre cocinero de la nave capitana, llegando a Lisboa, el veintinueve de agosto de mil cuatrocientos noventa y nueve, y condimentando lo mejor que podía, con una pizca de pimienta y algo de clavo, aquella sustancia tan dura de roer a la que casi siempre acaban por recurrir, por su desmedida locura, los nautas de esta patria que el Señor me ha concedido. Notas [18] Relato extraído de Itinerários, Lisboa, Dom Quixote, 1993. �EL CAPITÁN PASSANHA [19] MÁRIO DE CARVALHO TRADUCCIÓN DE ELENA LOSADA SOLER Del problema que el capitán Passanha tuvo que resolver cuando, en circunstancias atribuladas, comandaba el Maria Eduarda en el estrecho de Malaca y del buen despacho que le dio con la cooperación de todos o El enigma de la estatua mutilada encontrada en las profundidades de Shandenoor. HACE UNOS MESES, el barco oceanográfico Scania, al investigar especies marinas entre Sumatra y Ceilán, no lejos de los bancos de arena de Shandenoor, sacó a la superficie un extraño hallazgo, seguramente hundido desde hacía mucho tiempo en las profundidades heladas de aquellos parajes. Se trataba de una estatua de yeso, rota en tres partes, que representaba el cuerpo de un hombre cuya cabeza nunca se consiguió encontrar. Las características de la estatua, muy maltratada por los corales y las algas, con sus brazos finos, curvos y mal pegados al cuerpo, sus sugerencias de vestuario inidentificables, sus pies juntos y grandes, que recordaban a los de los sarcófagos, son actualmente estudiadas por un equipo de especialistas en los almacenes del museo de Kuala-Lumpur. Se busca una hipótesis, mínimamente rigurosa, para la aparición de la estatua en aquel punto y con aquel tipo de talla, diferente a todo lo conocido de las civilizaciones de alrededor. Alertados, los esotéricos, parásitos del misterio, habían escrito ya ríos de tinta sobre lo que consideraban el primer vestigio del continente desaparecido de Mu. Sin embargo, sobre este particular, como en todo, las cosas no son lo que parecen. Todo pasó hace muchos años, en la época de los veleros, cuando el Maria Eduarda surcaba el estrecho de Malaca, de regreso a Lisboa... �LOS SALTOS BRUSCOS DEL VIENTO anunciaron la tempestad y a bordo se tomaron todas las precauciones y se preparó el mareaje para frustrar la amenaza de la naturaleza. Nadie contaba, sin embargo, con que la tempestad fuese tan bravía. Durante horas, el Maria Eduarda fue sacudido entre valles, montañas y túneles líquidos e incluso la marinería más habituada a los mares del estrecho creía que aquella sería la última tempestad que vería y evocaba instintivamente las viejas oraciones de la infancia. El comandante Passanha no se dejó impresionar. Había visto ya mucho mundo, su vida estaba llena de contenciosos con la naturaleza y no era una vulgar tempestad de Sumatra la que iba a calentar su sangre fría. Especialmente porque tenía confianza en el barco, leño fuerte, de buena madera, carenado en los astilleros de Viana. Así, se hizo atar a la rueda del timón cuando empezó a golpear el viento y decidió dar instrucciones a los marineros, porque el cumplimiento riguroso de las órdenes, aunque sean inútiles, es una buena cura para el miedo y la desesperación. Los hombres de mar —bien lo sabía el capitán— tienen que tener siempre algo que hacer en cualquier circunstancia, o es seguro que algo saldrá mal. Y con este espíritu, en la mayor crisis de los mares y de los vientos, cuando en medio de los golpes de agua ya nadie sabía realmente si el barco se hundía o no, el comandante ordenó que lanzasen al mar los barriles de manteca y las tinajas de aceite cargadas en la bodega. No ignoraba el capitán que, tal como estaba el mar, ningún alivio proporcionaría esa maniobra. Pero la verdad es que la idea dio ánimo a la marinería que, en un frenesí salvador, se obstinó en cumplirla, agarrada a los cabos en vaivén. Más tarde, recordando la tempestad, dirían con gran exageración que, si no hubiera sido por aquella orden del comandante que domó las aguas, éstas se habrían tragado el barco sin que quedase nadie para contar la historia. La tempestad pasó, porque pasar está en la naturaleza de las tempestades. Las olas desistieron de los cielos y tres o cuatro sacudidas secas de viento limpiaron los aires y dejaron un aviso final a los hombres para que no se metiesen en otra. Al día siguiente, el sol resplandeció sobre un mar amplio y dulcemente verde, bajo un cielo desprovisto de nubes, calmado, tranquilizador. Así que lo vieron, los marineros dedicaron el día a la bomba de achique y a las tareas de reparación de la arboladura averiada y de limpieza del barco, hasta que brillase en consonancia con el paisaje. En esto, un marinero dio aviso de vela a estribor. El primer oficial indagó con el catalejo y fue a dar parte al capitán. Era un junco en apuros, maltratado por la �tempestad, con dos mástiles caídos y el agua que pegaba en las amuras. Desde él hacían gestos que al primer oficial le parecieron desesperados. El capitán dudó, con las manos a la espalda, si tenía o no que proceder al salvamento de los chinos, que los mares son inseguros y toda precaución poca. Optó por lo que le dictaban el sentimiento y las miradas piadosas del primer oficial y de la tripulación, pero no dejó de lado los dictámenes de la prudencia. «Reniego del capitán que dice ‘no me preocupa’», decían los antiguos, y bien se acordaba el comandante de esos y de otros consejos cuando, después de ordenar la maniobra para arrastrar el junco, dispuso lo siguiente: Que la vieja carronada que yacía envuelta en esteras en un rincón de los alojamientos se trajera al combés y se atase. Que el primer oficial y diez marineros, armados con sables y machetes, se escondiesen detrás de la amura, en la aleta de estribor, por lo que pudiera pasar. Que todas las armas de fuego se colocasen en el combés, cargadas y listas, al alcance de la mano. Que nadie hiciese alboroto ni gestos extraños, para que las maniobras, vistas desde lejos, pareciesen despreocupadas. Y con el maestro calafate al lado, con la mecha encendida, ascendido a artillero, vigilaba que la carronada, disimulada entre rollos de cuerda, tuviese siempre al junco en la línea de fuego. Muy cerca, el junco era un caos de cordaje, planchas y cañas rotas, que parecía sin gobierno, balanceado por el mar. Algunos cuerpos, vestidos con vagos trapos rotos, andaban a rastras por el combés y una media docena de chinos escuálidos hacía señales lentas desde la toldilla. Cuando llegaron a distancia de voz, el capitán, a través del intérprete, gritó preguntas en portugués, repetidas en inglés portuario, mezclado con algo de chino y malayo. A bordo del junco se levantó una algarabía incomprensible, envuelta en una indiscernible gesticulación oriental. El comandante dedujo que necesitaban ser remolcados y recibir alimentos y mandó preparar unas latas de corned beef y tres barriles de vino peleón, mientras se procedía a arrastrar el junco lanzando una amarra con una pequeña ancla. Estaba firmemente decidido a maniobrar un remolque de popa, sin permitir, en ningún caso, que nadie del junco subiese a bordo. �De repente, volaron por los aires dos ganchos de abordaje, atados a cabos de esparto, y el choque con el junco se produjo antes de lo esperado. Retumbó un tiro y cayó un marinero que se había subido a una jarcia, atento a la maniobra. En medio del estallido de detonaciones, una chusma de chinos, con gran alarido, trepó por la amurada e invadió el combés, blandiendo cimitarras y picas. El primer oficial les hizo frente enseguida, muy tieso, a la cabeza de su grupo y con todas las armas preparadas a bordo y, con un terrible estruendo que llenó el combés de humareda, apuntaron a toda aquella piratería sorprendida. La lucha fue somera y los invasores retrocedieron atropelladamente, despeñándose los pocos supervivientes por el portalón que les había dado entrada, sin preocuparse por los cadáveres de los compañeros que quedaron allí tirados. En la confusión de humo, tiros y gritos, el capitán vislumbró al primer oficial cogido a uno de los obenques del mástil grande, con los pies en la mesa de la jarcia, apuntando al junco con un revólver. Entonces, un pirata flaco, colgado en el flechaste, blandió con amplio gesto su cimitarra y fue abatido inmediatamente por uno de los de a bordo. En la confusión, el capitán no distinguió pormenores, pero sospechó que habían golpeado fuertemente al primer oficial. Pero ya los últimos piratas se refugiaban, malheridos, en el junco, en jadeante algazara y estrépito de tiroteos perdidos y, tras cortar las amarras a golpes frenéticos de machete, el barcucho se alejó, llevado por las olas, unas treinta brazas. Desde las amuradas y gavias del Maria Eduarda, la marinería insistía con una descarga cerrada, a cubierto de los vapores de pólvora que eludían los vagos disparos de los del junco. Entonces el capitán vio llegado el momento de usar la carronada. Una vez regulada la culata por el calafate, les pareció a todos bien apuntada, se acercó la mecha al estopín y el tiro salió, rasante. La granada dio de lleno en mitad del barco, levantó astillas, armó un lío, hizo revolotear cuerdas y balancearse las garruchas, y dejó un rombo hambriento y humeante en el combés del junco. Más o menos certeros, los tiros de la carronada se sucedieron hasta que la boca del cañón se puso como una brasa que amenazaba ruptura y las granadas sólo levantaban grandes chorros de agua muy lejos del montón caótico e inerte del junco, que ya se veía a mucha distancia. El comandante ordenó entonces suspender el tiroteo, ya inútil, y se puso a inventariar daños y bajas. Un pequeño foco de incendio que ardía junto a la escotilla de los alojamientos fue rápidamente sofocado con cubos de arena y, �más allá de algunos agujeros y rasgones en el velamen, sólo se registraron arañazos de balas en los costados y en el puente. Media docena de cadáveres de piratas semidesnudos atravesados en el combés en extrañas posturas fueron, sin reparos, lanzados por la borda, sin que nadie intentase saber si aún tenían un soplo de vida. Quedaron los cuerpos del piloto y de un marinero nativo, llenos de golpes, que fueron cubiertos con una lona. Y un marinero contrito, muy compungido, trajo la cabeza del primer oficial, que habían encontrado debajo de la jarcia de babor, medio oculta por un rollo de cordaje. Dio orden el capitán de registrar el barco y de escudriñar todos los rincones, incluso los más absurdos, en busca del cuerpo que complementaba aquella cabeza. Pero la busca no dio resultado. Tampoco lo dio la observación del mar. Mucho después de caer la noche, aún se levantaban linternas sobre las aguas y se tocaba la campana, más como demostración de reverencia y descargo de conciencia que con verdadera esperanza de que apareciese el cuerpo y se ofreciese a los que lo buscaban. Esa noche, el capitán Passanha se durmió con la responsabilidad de dos cuerpos, alineados en la toldilla cubiertos por lonas, y de una cabeza sin cuerpo, colocada sobre un cajón de arroz, entre velas encendidas y bajo guardia respetuosa de los marineros por turnos. El próximo puerto de escala, Lourenço Marques, a un mes del rumbo parsimonioso del Maria Eduarda, eliminaba la posibilidad de conservar los cuerpos para un futuro funeral en tierra. Además, pensaba el capitán, un funeral de hombre de mar muerto en el mar tiene que ser en el mar, conforme a los usos y costumbres de la marinería, y parecía una ofensa a la memoria de los difuntos la idea de cambiar de rumbo y desembarcarlos en cualquier puerto de infieles. Recordaba, es cierto, el capitán aquella superstición portuguesa según la cual los cadáveres lanzados al mar en el hemisferio norte flotan siempre hacia el Oeste, por más lastre que se les ponga, pero el capitán ya había visto mucho mar, había presenciado muchos lanzamientos y confiaba más en las leyes físicas de la inmersión de los cuerpos que en las leyendas de los antiguos. Pero, una vez decidida la ceremonia de lanzamiento al mar de los difuntos, un problema de esquiva solución se presentaba ahora al sagaz capitán Passanha. Los cadáveres de los dos marineros, entre una cosa y otra, se deslizarían desde la plancha hacia las profundidades, envueltos en la tela de las velas, con dos pesos de hierro en los pies, encharcados en agua bendita por la marinería formada, �después de haber leído competentemente el Veni Creator. ¿Pero qué hacer con la cabeza del primer oficial? Era inconcebible la idea de un pequeño fardo redondo rebotando por la plancha y precipitándose en las aguas con un ruido grosero, entre minúsculos harapos de espuma. Ya el rojo sol de aquellos parajes teñía de púrpura la cabina del capitán, cuando este tomó la decisión definitiva e irrevocable. Había que conseguir un cuerpo para aquella cabeza y proceder dignamente al lanzamiento. Temprano, a la mañana siguiente, el capitán, hombre hecho a decidir solo, sin rendir cuentas a Dios ni al diablo de lo que decidía, resolvió pedir consejo al contramaestre y al maestro calafate, los de mayor graduación a bordo. Y durante las primeras horas de la mañana los pasos de los tres hombres, circunspectos, resonaron entre el trinquete y la toldilla, con el andar acompasado de quien sospesa resoluciones graves. Se trataba de encontrar la manera de dar un cuerpo adecuado a la cabeza del primer oficial. Desechada la sugerencia de añadir a la cabeza un fardo de estopa, cuerdas y restos de vela, por ser material perecedero que no podría soportar el agua, alguien recordó los santos de madera que había en la bodega, embarcados en Timor. Se le cortaba la cabeza a uno y en su lugar se adaptaba la cabeza del primer oficial. Al capitán no le gustó la idea por varias razones: porque los santos eran de madera, con tendencia a flotar, porque su tamaño no excedía los tres palmos y medio, lo que hacía imposible adaptar la cabeza y, finalmente, porque no consideraba un trato decente para los despojos del primer oficial meterlos en un cuerpo pintado, envueltos en túnicas y sayos coloridos, bordados de oropel y estrellas de purpurina, muy parecidos a disfraces de carnaval. Entonces el maestre recordó que el cocinero había sido imaginero, en el Minho de su juventud, y sugirió ponerlo a trabajar en los bloques de mármol, largos y pesados, que transportaban a Lourenço Marques. Sin embargo, por mucho empeño que pusiera y mucha prisa que le diese al martillo y al escoplo, no había imaginero que trabajase tamaña piedra en menos de un mes, tiempo suficiente para corromper los cuerpos y apestar el océano Índico entero. En todo caso llamaron al hombre, que por ahí apareció, cohibido, con el gorro en la mano, limpiándose en el delantal inmundo y confirmando la imposibilidad de tal obra en tiempo tan escaso. Y de paseo a tres pasó la sombría deambulación a ser paseo a cuatro, con la figura cenicienta del cocinero dando saltitos acá y allá, junto a los demás. �Pero fue precisamente el cocinero con su lengua de trapo quien, después de mucho titubeo y palabras en falso, hizo una sugerencia luminosa: yeso. Que se hiciese deprisa un cuerpo de yeso. El carpintero prepararía un molde de madera, a lo que él, con su experiencia de santero también ducho en el trabajo de la madera, ayudaría como pudiese, se vertía después el yeso húmedo dentro de la figura y ya sólo habría que pulir y darle el retoque final. Llamado a consultas el carpintero, captó inmediatamente la idea y se declaró competente y dispuesto a cooperar en todo lo necesario. Y dispuesto en el combés un amplio caballete de madera, los dos hombres se aplicaron con gran barullo de martillazos y ruido de sierra. El rancho de ese día, preparado por el pinche de cocina, fue aún más infecto e intragable de lo habitual, pero nadie a bordo protestó porque todos sabían de la trascendente tarea que había sido encomendada al cocinero. También el capitán, que invitó al contramaestre y al calafate a comer en su cabina, se conformó, porque se sentía aliviado del problema que lo atormentaba, al compás de los enérgicos golpes con que los dos artistas castigaban la madera. Al ponerse el sol, ante la tripulación formada en el combés, el capitán pudo, finalmente, dirigir la ceremonia fúnebre. Uno a uno los tres cuerpos se deslizaron por la plancha inclinada y cayeron solemnemente al mar. Cada golpe fue subrayado con un tiro seco de la bombarda, en un último homenaje a los desaparecidos. De todos estos sucesos se levantó el correspondiente registro. DICEN QUE EN LA VÍSPERA del Juicio Final, como en la última jugada de una partida, todos los secretos escondidos se desvelarán y se revelarán definitivamente todos los misterios. Entonces se explicaría también a los hombres el porqué de aquel tosco cuerpo de yeso, tallado ingenuamente, a la manera rústica del Minho, que se encontraba plantado a gran profundidad cerca de la costa de Sumatra. Así he pecado yo, al anticiparme y mostrar ahora lo que estaba reservado y habíais de saber mucho después. Notas [19] De Contos da Sétima Esfera, Lisboa, Caminho, 1981. � Dublin Core The Dublin Core metadata element set is common to all Omeka records, including items, files, and collections. For more information see, http://dublincore.org/documents/dces/. Title A name given to the resource Libro al viento Description An account of the resource Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a> Libros Las digitalizaciones de libros también se incluirían en este apartado a pesar de ser estrictamente imágenes Dublin Core The Dublin Core metadata element set is common to all Omeka records, including items, files, and collections. For more information see, http://dublincore.org/documents/dces/. Title A name given to the resource Quillas, mástiles y velas: textos portugueses sobre el mar Table Of Contents A list of subunits of the resource. El Miantonomah, José Maria Eça de Queirós. Página 11. Visión de Madeira, Raul Brandão. Página 18. Oda marítima., Fernando Pessoa. Página 33. Érase una vez una playa atlántica, Sophia de Mello Breyner Andresen. Página 67. Moby Dick en Lisboa, José Saramago. Página 85. La isla desierta, José Saramago. Página 87. Los navegantes solitarios, José Saramago. Página 89. Viaje a la isla de Satanás, José Cardoso Pires. Página 91. De Bernabé, maestre cocinero de la nave capitana en el primer viaje camino a las Indias, Mário Cláudio. Página 107. El capitán Passanha, Mário de Carvalho. Página 111. Description An account of the resource Incluye una compilación de diez textos, que incluyen crónicas y relatos de importantes escritores portugueses como José María Eça de Queirós, Raul Brandão y Fernando Pessoa, inspirados en los viajes en barco y la vida en altamar. Publisher An entity responsible for making the resource available Instituto Distrital de las Artes (Bogotá, CO) Type The nature or genre of the resource Libros Format The file format, physical medium, or dimensions of the resource PDF Extent The size or duration of the resource. 117 páginas Identifier An unambiguous reference to the resource within a given context ISBN: 9789585848672 Language A language of the resource spa Spatial Coverage Spatial characteristics of the resource. Portugal Access Rights Information about who can access the resource or an indication of its security status. Access Rights may include information regarding access or restrictions based on privacy, security, or other policies. Acceso abierto Subject The topic of the resource Cuentos Viajes Creator An entity primarily responsible for making the resource Eca de Queiroz, José María, 1845-1900 Brandão, Raul, 1872?-1931 Pessoa, Fernando, 1888-1935 Andresen, Sophia de Mello Breyner, 1919-2004 Saramago, José, 1922-2010 Pires, José Cardoso, 1925-1998 Carvalho, Mário de, 1944- Date A point or period of time associated with an event in the lifecycle of the resource 2013 Contributor An entity responsible for making contributions to the resource García Ángel, Antonio (editor) Rights Information about rights held in and over the resource Atribución – No comercial – Sin Derivar (BY-NC-ND) Animales Literatura portuguesa Mar