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���ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
GUSTAVO PETRO URREGO, Alcalde Mayor de Bogotá
SECRETARÍA DISTRITAL DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE
CLARISA RUIZ CORREAL, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
VÍCTOR MANUEL RODRÍGUEZ SARMIENTO, Director de Lectura y Bibliotecas
INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES
SANTIAGO TRUJILLO ESCOBAR, Director General
BERTHA QUINTERO MEDINA, Subdirectora de Artes
VALENTÍN ORTIZ DÍAZ, Gerente del Área de Literatura
PAOLA CÁRDENAS JARAMILLO, JAVIER ROJAS FORERO, MARIANA JARAMILLO FONSECA, CARLOS RAMÍREZ PÉREZ, Equipo del Área de
Literatura
SECRETARÍA DE EDUCACIÓN DEL DISTRITO
ÓSCAR SÁNCHEZ JARAMILLO, Secretario de Educación
NOHORA PATRICIA BURITICÁ CÉSPEDES, Subsecretaria de Calidad y Pertinencia
ADRIANA ELIZABETH GONZÁLEZ SANABRIA, Directora de Educación Preescolar y Básica
SARA CLEMENCIA HERNÁNDEZ JIMÉNEZ, LUZ ÁNGELA CAMPOS VARGAS, CARMEN CECILIA GONZÁLEZ CRISTANCHO, Equipo de Lectura,
Escritura y Oralidad
Primera edición: Bogotá, octubre de 2014
© De la traducción: Joe Broderick.
© De la edición: Instituto Distrital de las Artes – Idartes.
Grabados publicados en la primera edición de Carmilla en la revista The Dark Blue, 1972. David Henry Friston, pp. 11-12 y
Michael Fitzgerald p. 10.
Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida, parcial o totalmente, por ningún medio de reproducción, sin
consentimiento escrito del editor.
www.institutodelasartes.gov.co
ISBN 978-958-58553-8-0 (impreso)
ISBN 978-958-58553-9-7 (epub)
Edición: ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
Diseño gráfico: ÓSCAR PINTO SIABATTO
Producción eBook: ELIBROS EDITORIAL
�CONTENIDO
CUBIERTA
LIBRO AL VIENTO
PORTADA
CRÉDITOS
LA VAMPIRESA QUE LLEGÓ ANTES
Antonio García Ángel
CARMILLA
PRÓLOGO
1. UN SUSTO TEMPRANO
2. LA INVITADA
3. COMPARAMOS NOTAS
4. SUS COSTUMBRES – UN PASEO
5. UN PARECIDO EXTRAORDINARIO
6. UNA AGONÍA MUY EXTRAÑA
7. EN DESCENSO
8. LA BÚSQUEDA
9. EL MÉDICO
10. DE LUTO
11. EL RELATO
12. LA PETICIÓN
13. EL LEÑADOR
14. EL ENCUENTRO
15. LA ORDALÍA Y LA EJECUCIÓN
16. CONCLUSIÓN
�LA VAMPIRESA
QUE LLEGÓ ANTES
DRÁCULA, DE BRAM STOKER , es el clásico unánime del subgénero vampiresco.
Su mítico personaje permanece en la mente popular junto con las grandes
invenciones de la literatura universal, como Ulises, El Quijote, Pinocho y
Sherlock Holmes, merced a todas las adaptaciones audiovisuales, las versiones
condensadas, las apariciones en series animadas, los productos que utilizan su
imagen y las caracterizaciones infantiles en Halloween. Sin embargo, 26 años
antes de Drácula estaba Carmilla.
Sería ingenuo pensar que todo empieza con Drácula. Hay un puñado de
relatos que fueron escritos antes y hacen parte de la tradición. De todos ellos,
Carmilla es quizá el más importante por la originalidad de su abordaje, el
compendio de rasgos y caracterizaciones vampiriles que contiene, la fuerza de su
figura principal y la influencia directa de dicho texto en el clásico de Stoker. Si
Drácula es el rey, Carmilla es la reina de esa dinastía que al sol de hoy –o a la
luna llena, mejor– desemboca tanto en Anne Rice como en los vampiros
estudiantiles de la saga Crepúsculo.
Carmilla fue escrita por el autor irlandés Sheridan Le Fanu (1814-1873) y
publicada en el magacín The Dark Blue entre finales de 1871 y comienzos de
1872. Ese mismo año fue editada con otros cuatro relatos en el volumen titulado
In A Glass Darkly. Los cinco textos se presentan como extractados de los
papeles póstumos pertenecientes a un tal doctor Martin Hesselius, investigador
del ocultismo. En ella, Laura, una jovencita de diecinueve años, se ve envuelta
en una relación de tintes eróticos con Carmilla, una vampiresa que por un
deliberado accidente empieza a vivir con ella y su padre en el solitario castillo
que poseen en Estiria. Laura escribe su testimonio años después de los
acontecimientos, y ese es el manuscrito de Carmilla. Un recurso narrativo muy
de la época –recordemos el Manuscrito hallado en una botella, de Poe–, y el tipo
de cosas que llamaban la atención de Borges.
Le Fanu nació el 28 de agosto de 1814 en Dublín. Era hijo de Philip Le Fanu,
capellán de la Escuela Militar Royal Hibernian, y la señora Emma Lucretia
�Dobbin. Cuando Le Fanu tenía doce años, la familia se trasladó a Abington, a
seis millas de Dublín. Aunque Le Fanu y su hermano tenían un tutor, los chicos
permanecían casi siempre a su libre albedrío. Philip Le Fanu tenía una bien
aprovisionada biblioteca donde su hijo Sheridan se sumergió en libros de
demonología, ocultismo y folclore, que luego serían fundamentales para sus
relatos y novelas macabras. En 1830, Le Fanu entró al Trinity College, en donde
destacó por sus discursos en la Sociedad Histórica. Empezó estudios de derecho,
pero los abandonó para dedicarse al periodismo. Fue dueño de publicaciones
como el Dublin Evening Mail. En 1844 se casó con Susan Bennett, con quien
tendría cuatro hijos. Al año siguiente publicó su primer relato de terror. El
matrimonio duró catorce años, hasta la muerte de Susan en 1858. A partir de
entonces, Le Fanu se recluyó en el 18 Merrion Square, su casa, de donde
raramente salía, y ahí permaneció por el resto de su vida. Además de su célebre
Carmilla, vale la pena leer dos relatos de su autoría: Casa de alquiler (1863) y
Tío Silas (1864).
Con esta impecable traducción de Joe Broderick, Libro al Viento le hinca los
colmillos a la tradición vampiresca. Espero la disfruten tanto como nosotros.
ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
����PRÓLOGO
SOBRE UNA HOJA DE PAPEL adherida a la narración que sigue, el doctor
Hesselius ha escrito una nota bastante elaborada, nota que acompaña con una
referencia a un ensayo suyo sobre el extraño tema iluminado por el presente
manuscrito.
En dicho ensayo, el doctor Hesselius trata este misterioso tema con su habitual
erudición e inteligencia, y de una manera notablemente directa y concisa.
Constituirá apenas un tomo entre la serie de escritos recopilados de aquel
hombre extraordinario.
Dado que, en este volumen, estoy publicando el caso simplemente por su
interés para el «lego», de lo escrito por la inteligente autora del relato no voy a
escatimar nada. Y luego de ponderar el asunto debidamente, he decidido
abstenerme de presentar un resumen de los argumentos de tan ilustrado doctor, o
de publicar un extracto de sus afirmaciones en torno a un fenómeno que, a su
parecer, «involucra, muy probablemente, algunos de los arcanos más profundos
de nuestra doble existencia y sus intermediarios».
Al descubrir este documento, sentí el deseo de reabrir la correspondencia
iniciada por el doctor Hesselius tantos años atrás con una persona tan astuta y
cuidadosa como parece haber sido su informante. Pero muy lamentablemente
encontré que, entre tanto, ella había fallecido.
Sin embargo, es poco probable que la autora hubiera agregado alguna novedad
significativa a los hechos que narra en las páginas que siguen, redactadas con lo
que considero tan concienzuda particularidad.
�1
UN SUSTO TEMPRANO
EN ESTIRIA, AUNQUE NO SOMOS RICOS, vivimos en un castillo. En aquella
región del mundo, una renta modesta rinde mucho. Con ochocientas o
novecientas libras esterlinas anuales se hacen milagros. En nuestro propio país,
con esa misma suma habríamos vivido mucho menos holgadamente. Mi padre es
inglés, y por lo tanto mi apellido también lo es, aunque no he visto nunca
Inglaterra. Pero aquí, en este lugar aislado y primitivo, todo es tan
maravillosamente económico que, aun disponiendo de muchísimo más dinero,
no veo cómo uno podría disfrutar de más confort material, e incluso de más
lujos, de los que gozamos nosotros.
Mi padre había servido en el ejército austríaco, y al jubilarse con su pensión y
un cierto patrimonio, adquirió esta residencia feudal, además de unas pocas
hectáreas de tierra a su alrededor.
Imposible imaginar nada más pintoresco y solitario. El castillo se yergue sobre
una pequeña colina en medio del bosque. La carretera, muy vieja y estrecha,
corre delante del puente levadizo –que jamás he visto levantado– y el foso se
mantiene surtido de peces, mientras que una bandada de cisnes navega entre
islas flotantes formadas por las hojas de los nenúfares. Y dominando la escena,
se levanta la amplia fachada del castillo con sus innumerables ventanas y su
capilla gótica.
Delante del castillo, si uno sale por la verja, se encuentra en un claro del
bosque, irregular y pintoresco, y a la derecha puede observar un alto puente
gótico donde el camino pasa por encima de un arroyo que serpentea hasta
perderse de vista entre las profundas sombras del denso follaje.
He dicho que el lugar es muy apartado. Usted verá si no estoy diciendo la
verdad. Al mirar por la puerta principal hacia la carretera, el bosque que rodea
nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha, y doce a la izquierda. A
unas siete millas en esa misma dirección, o sea a la izquierda, queda el pueblo
habitado más próximo. Y a una distancia de aproximadamente veinte millas en
�sentido contrario se halla el más cercano castillo de alguna importancia histórica,
el del viejo general Spielsdorf.
He dicho el pueblo más próximo «habitado». Porque existe, a no más de
veinte millas hacia el occidente, es decir, en dirección al castillo del general
Spielsdorf, una aldea abandonada con su diminuta iglesia, ahora desentejada, en
cuya nave se encuentran las vetustas y enmohecidas tumbas de la aristocrática
familia Karnstein, de un linaje ya extinguido, antiguos dueños del desolado
castillo que, erguido en medio del bosque, contempla las silenciosas ruinas del
pueblo.
Sobre la causa del abandono de este imponente y melancólico paraje existe
una leyenda, de la que hablaré en otro momento.
Por ahora debo decirle que era muy reducido el número de personas que
compartíamos la vida en el castillo. No incluyo a los criados, ni a los
dependientes que ocupaban algunos cuartos en los edificios anexos. Estaba mi
padre, el hombre más bondadoso sobre la faz de la tierra pero ya entrando en
años, y yo, que solo contaba con diecinueve años en la época en la que
ocurrieron los sucesos que le voy a contar. Todo sucedió hace unos ocho años.
Mi padre y yo constituíamos la familia en el castillo. Mi madre, una señora de
la sociedad estiriana, murió cuando yo era bebé. Pero tuve una nana, una mujer
de muy buen genio, que me acompañó, podría decirse, desde mi infancia. De
hecho, no recuerdo ningún tiempo en que su rostro, regordete y benigno, no haya
sido un cuadro familiar en mi memoria.
Su tierno cuidado y amable temperamento suplieron en parte la pérdida de mi
madre, de quien ni me acuerdo, ya que la perdí a tan tierna edad. Madame
Perrodon, que así se llamaba, oriunda de Berna, era el tercer miembro de nuestro
grupo cuando nos reuníamos a cenar. Había un cuarto, mademoiselle De
Lafontaine, que me servía de institutriz, como creo que es el término correcto.
Ella hablaba francés y alemán; madame Perrodon, francés y un inglés
chapuceado; y al anterior mi padre y yo agregamos el inglés correcto, en el que
nos acostumbrábamos a conversar siempre, en parte para que no se perdiera
entre nosotros, y también por razones patrióticas. En consecuencia la casa era
una especie de Torre de Babel, que les causaba risa a nuestros visitantes. Pero no
haré ningún intento de reproducir el efecto en el curso de este relato. Había dos o
tres muchachas de aproximadamente mi edad que en ocasiones nos visitaban.
Normalmente, aunque no siempre, sus visitas eran bastante breves. Yo las
visitaba a ellas también, pero con poca frecuencia.
�De manera que nuestras relaciones sociales eran escasas, aunque no faltaba la
visita ocasional de uno de nuestros vecinos, si se puede llamar «vecino» a una
persona que vive a cinco o seis leguas de distancia de la casa de uno. En
resumidas cuentas, puede usted estar seguro de que llevaba yo una vida bastante
solitaria.
Mi nana y mi institutriz ejercían sobre mí apenas el mínimo control que usted
pueda imaginar, tratándose de una niña mimada como yo, criada sin madre y con
un papá que la consentía y le daba gusto prácticamente en todo.
Uno de los primeros incidentes de mi vida que puedo recordar fue algo que
marcó mi mente con un sello terrorífico e indeleble, y que nunca he podido
borrar de mi memoria. Algunos dirán que fue una cosa tan trivial que no merece
ser registrada aquí. Pero pronto verá usted por qué la incluyo en mi relato.
El cuarto de los niños –pues así se llamaba, aunque yo lo tenía para mí sola–
era una amplia habitación con un empinado techo de roble. Se hallaba en el
último piso del castillo. Creo que yo no debía haber tenido más de seis años
cuando una noche me desperté y al mirar para todos lados no vi a la niñera. En
realidad ella no estaba, y yo supuse que me encontraba sola. Pero no sentí
miedo, porque yo era una de esas niñas afortunadas cuyos padres o guardianes se
esfuerzan por mantener en la ignorancia de historias de fantasmas y cuentos de
hadas, y todos esos relatos folclóricos de misterio y terror que hacen que uno
esconda la cabeza cuando una puerta cruje súbitamente en el silencio, o cuando
el titileo de una vela que se apaga hace bailar la sombra de un mueble a pocos
metros de uno. Simplemente me sentí perpleja, y un poco molesta al
encontrarme, como suponía, abandonada. Y empecé a lloriquear, preparándome
para pegar una tanda de alaridos, cuando, para mi sorpresa, percibí un rostro,
solemne pero muy bello, que me contemplaba desde el otro lado de la cama.
Pertenecía a una joven que estaba de rodillas con sus manos metidas debajo de la
cobija. La miré con una suerte de asombro placentero, y dejé de lloriquear. Ella
me acarició con las manos, y luego se acostó a mi lado y me abrazó, sonriendo.
Al instante me sentí deliciosamente tranquila, y volví a dormir. Me despertó la
sensación de un par de agujas que penetraban muy hondo en mi pecho y lancé un
grito muy fuerte. La joven se apartó de mí con brusquedad, pero sin dejar de
mirarme fijamente. Luego se deslizó hasta caer al piso y esconderse debajo de la
cama. Al menos así creía yo.
Ahora sí, por primera vez estaba asustada y empecé a gritar a pulmón partido.
La nana, la niñera, el ama de llaves, todas vinieron corriendo. Pero cuando les
conté lo que me había pasado no le dieron importancia y se dedicaron a
�tranquilizarme. Sin embargo, a pesar de ser solo una niña, me di cuenta de que se
habían puesto pálidas y llevaban una expresión inusual de ansiedad. Las observé
mientras miraban debajo de la cama y examinaban los rincones de la habitación.
También se agachaban para ver si había algo debajo de las mesas y abrieron el
armario para inspeccionar allí. Y oí al ama de llaves comentar a la niñera:
—Ponga la mano aquí, en esta depresión en la cama. Alguien se acostó ahí,
seguro. Y no fue usted. Mire, todavía está tibio.
Recuerdo cómo la niñera me reconfortaba, y cómo las tres examinaron mi
pecho, donde les dije que había sentido el pinchazo, y me aseguraron que no
había ningún signo visible de que algo me hubiera pasado.
El ama de llaves y dos sirvientas encargadas del cuarto de niños
permanecieron al pie de mi cama toda la noche, y a partir de entonces una de las
sirvientas siempre me acompañaba en las noches hasta cuando cumplí catorce
años.
Después del incidente estuve nerviosa durante mucho tiempo. Llamaron a un
médico, un señor mayor, muy pálido. Aún recuerdo su largo rostro saturnino
levemente picado de viruela, y su peluca castaña. Durante un buen tiempo me
visitó con intervalos de dos días, y me daba medicinas que por supuesto odiaba.
La mañana siguiente a la aparición yo estaba en un estado de terror y no
soportaba estar sola ni por un momento, a pesar de que ya había amanecido.
Recuerdo que mi padre vino y se quedó al pie de mi cama, conversando
amablemente, preguntándole cosas a la niñera y riéndose con gusto de alguna
respuesta suya. Me dio un beso y una palmadita en el hombro, y me dijo que no
tuviera miedo, que sólo había sido un sueño y que no me iba a pasar nada.
Pero no me sentí consolada, porque sabía que la visita de la extraña joven no
había sido un sueño. Yo estaba terriblemente asustada.
La niñera intentó consolarme un poco al asegurarme que fue ella quien había
entrado a mirarme y quien se había acostado junto a mí en la cama, que yo debía
de estar medio dormida para no haberla reconocido. Pero esto, a pesar de ser
testimonio de la niñera, no me satisfizo del todo.
Recuerdo también que, en el curso de aquel día, un señor viejo y venerable
vestido de sotana negra entró a la habitación en compañía de la niñera y del ama
de llaves, y, después de conversar un rato con ellas, se dirigió a mí de la manera
más gentil. Su cara era muy dulce, y me dijo que iban a rezar. Me juntó las dos
manos y me rogó que dijera lo siguiente, suavemente, mientras ellas oraban:
�«Señor, presta oído a todas nuestras plegarias, por nosotros, en el nombre de
Jesús». Creo que esas eran sus palabras, ya que las repetía para mí misma con
frecuencia, y durante años mi niñera insistía que las pronunciara cada vez que
rezaba.
Guardo tanto la imagen de la dulce cara pensativa de aquel señor viejo de
cabellos blancos y sotana negra parado en esa rústica habitación de color
marrón, rodeado de muebles incómodos y anticuados de un estilo de hace
trescientos años, y de la tenue luz que entraba por entre las rejas de una ventana
pequeña intentando aliviar la atmósfera sombría de aquel cuarto. El anciano se
arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz alta con una voz temblorosa
durante lo que parecía ser un largo tiempo.
Se me ha olvidado todo lo que viví antes de aquel incidente, y sólo recuerdo
vagamente las cosas que me pasaron por ese tiempo. Pero las escenas que acabo
de describir se resaltan muy vívidas en mi memoria como unos cuadros aislados
dentro de un mundo fantasmagórico rodeado de oscuridad.
�2
LA INVITADA
AHORA LE VOY A CONTAR ALGO TAN EXTRAÑO que tendrá que poner toda su
fe en mi veracidad. Pero la historia no solamente es verídica, sino que yo misma
fui testigo ocular.
Era un dulce atardecer de verano cuando mi padre me propuso, tal como solía
hacerlo con alguna frecuencia, que fuéramos a pasear juntos por los caminos del
bello bosque que, como ya mencioné, quedaba frente a nuestro castillo.
—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto como hubiera
querido –me dijo papá en el curso de nuestra caminata.
El general planeaba hacernos una visita de varias semanas, y esperábamos su
llegada para el día siguiente. Había dicho que vendría acompañado de una joven,
una sobrina que tenía a su cargo, mademoiselle Rheinfeldt, a quien yo no había
conocido pero a quien me habían descrito como una niña encantadora. En su
compañía anticipaba pasar unos días felices. Así que el hecho de haberse
aplazado la visita me produjo una desilusión grande, mucho más grande, incluso,
de lo que podría imaginar una muchacha acostumbrada a vivir en una ciudad, o
en un vecindario de mucha actividad social. Durante varias semanas había
soñado con la visita del general y su sobrina, pues ella prometía ser una nueva
amiga para mí.
—¿Entonces cuándo van a venir? –le pregunté.
—No antes del otoño. En un par de meses, me imagino –respondió mi padre–.
Y ahora me pongo feliz de que no hayas conocido a mademoiselle Rheinfeldt.
—¿Por qué? –le pregunté, mortificada y a la vez curiosa.
—Porque la pobre muchacha ha muerto –respondió–. Se me olvidó que no te
lo había contado, pero tú no estabas conmigo cuando recibí la carta del general
esta tarde.
�Quedé aterrada. Seis o siete semanas antes, en una primera carta, el general
había mencionado que la niña no estaba tan bien de salud como él quisiera, pero
nada indicaba ni la remota sospecha de que existiera un peligro.
—Aquí tienes la carta del general –me dijo papá al entregármela–. Me temo
que el general está hondamente afectado. Me parece que ha redactado esta carta
en un estado lamentable de angustia.
Nos sentamos en una banca rústica a la sombra de unos limeros. Nos
encontrábamos a la orilla del arroyo que corre al lado de nuestro castillo, debajo
del viejo puente de piedra que serpentea, como ya he dicho, entre una cantidad
de nobles árboles. De hecho la corriente fluía prácticamente a nuestros pies. En
el horizonte silvestre se estaba poniendo el sol con todo su melancólico
esplendor, y en el agua se reflejaba el rojo vivo del cielo que poco a poco se iba
destiñendo. La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente,
y en algunos apartes tan contradictoria, que la tuve que leer dos veces –la
segunda vez en voz alta para mi padre– y aun así no fui capaz de entender bien
lo que había pasado, aparte del hecho de que el general parecía estar casi
enloquecido.
La carta decía lo siguiente:
«He perdido a mi amada hija, pues como tal la quería. Durante los últimos
días de la vida de Bertha no me sentí capaz de escribirle.
»En un comienzo no tenía ni idea del peligro que corría. La he perdido, y
ahora me doy cuenta de todo, pero demasiado tarde. Ella murió en la paz de la
inocencia, y con la gloriosa esperanza de un futuro bendito. La culpa toda la
tiene la malvada que traicionó nuestra hospitalidad. Creí que recibía en mi casa a
la inocencia, a la felicidad, a una compañera encantadora para mi adorada
Bertha. ¡Por Dios, qué tonto he sido yo!
»Doy gracias a Dios que mi niña haya muerto sin sospechar la causa de sus
sufrimientos. Se ha ido sin haber sospechado siquiera la naturaleza de su
enfermedad, ni la maldita pasión de quien trajo toda esta miseria. Dedicaré el
resto de mis días a la persecución y extinción de aquel monstruo. Me dicen que
existe la posibilidad de que pueda cumplir con mi propósito, tan justo como
misericordioso. Por el momento no encuentro más que un mero resquicio de
esperanza, un tenue rayo de luz para guiarme. Maldigo mi presumida
incredulidad, mi despreciable afectación de superioridad, mi ceguera, mi
terquedad, todo. Pero demasiado tarde. En este momento no puedo escribir ni
hablar con calma. Mi mente está turbada. Tan pronto me haya recuperado un
�poco, pienso dedicarme durante un tiempo a hacer pesquisas, cosa que
posiblemente significaría un viaje hasta Viena. En algún momento, cuando
llegue el otoño, es decir en un par de meses, o tal vez antes si aún estoy vivo,
espero ir a verlo –es decir, si me lo permite–, y entonces le contaré lo que en este
momento no me atrevo a poner en el papel. Hasta luego. Rece por mí, querido
amigo».
Con estas palabras terminó tan extraña carta. A pesar de no haber visto nunca
a Bertha Rheinfeldt, se me llenaron los ojos de lágrimas al enterarme tan
súbitamente de lo sucedido. Quedé asustada, además de profundamente
desilusionada.
Ahora se había acostado el sol. A la luz del crepúsculo devolví a mi padre la
carta del general.
Era un atardecer suave, de cielo despejado, y nos quedamos sentados allí
especulando sobre la posible significación de las violentas e incoherentes frases
que yo acababa de leer. Nos faltaba caminar más de un kilómetro antes de llegar
a la carretera que pasa por delante del castillo, y mientras tanto salió la luna,
iluminándolo todo. En el puente levadizo nos encontramos con madame
Perrodon y mademoiselle De Lafontaine, quienes habían salido, las cabezas
descubiertas, para disfrutar el exquisito claro de luna. Al acercarnos oímos sus
voces dialogando en animada cháchara. Y nos reunimos con ellas al pie del
puente levadizo para admirar la belleza de la escena.
Frente a nosotros se distinguía el claro que acabábamos de atravesar. A
nuestra izquierda la estrecha vía zigzagueaba a la sombra de majestuosos árboles
hasta perderse de vista entre la densidad del bosque. A la derecha la misma
carretera pasa por encima del alto y pintoresco puente, cerca de una torre en
ruinas que una vez vigilaba el paso. Y más allá del puente se eleva una montaña
empinada, cubierta de árboles. En la penumbra del bosque se divisan algunas
rocas grises invadidas por la hiedra.
Sobre el césped y todo el terreno llano avanzaba lentamente una delgada capa
de niebla que parecía humo, y a lo lejos se divisaba una que otra curva del río en
la que la luna producía, por momentos, unos breves destellos de luz. Imposible
imaginar una escena más dulce o más apacible. Aunque la noticia que acababa
de recibir transmitía a todo un tono melancólico, nada podía malograr ese
ambiente de profunda serenidad, ni la gloria encantada y la hermosa nebulosidad
de aquel panorama. Mi padre, a quien le placía todo lo pintoresco, quedó de pie a
mi lado contemplando en silencio el paisaje a nuestros pies. Las dos buenas
�mujeres conservaban una discreta distancia de nosotros. Discurrían acerca de la
escena y alababan con elocuencia la belleza de la luna.
Madame Perrodon era una matrona regordeta y romántica que hablaba y
suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine, que ostentaba ciertos
conocimientos heredados de su padre –un alemán quien había sido, según
decían, un gran sicólogo y metafísico, tomado incluso por místico–, afirmó que
cuando la luna brillaba con una luz tan intensa, como aquella noche, se producía
una actividad espiritual excepcional. El efecto de la luna en ese estado de
brillantez era múltiple. Ejercía su influencia sobre los sueños, y sobre los locos
también, y sobre personas nerviosas. Poseía una maravillosa potencia física
relacionada con la vida. Mademoiselle contó cómo su primo, marinero en un
barco de la marina mercante, al quedarse dormido sobre el planchón del barco en
una noche similar, acostado boca arriba con su rostro iluminado totalmente por
la luna, después de soñar con una anciana que le arañaba la cara, despertó con
sus facciones horriblemente distorsionadas. Su rostro nunca recuperó su forma
normal.
—Esta noche –dijo– la luna está plena de influencias idílicas y magnéticas.
Miren, si se voltean y contemplan la fachada del castillo que está a sus espaldas,
verán cómo todas sus ventanas despiden destellos de luz de un esplendor
argénteo, como si unas manos invisibles hubieran prendido las luces en las
habitaciones para recibir a unos huéspedes hechizados.
Era un típico momento cuando uno sufre de una suerte de indolencia y,
aunque no tiene ganas de hablar, disfruta de la charla de otros cuando llega a sus
oídos. Así me deleitaba el tintineo de la conversación de las dos mujeres.
—Esta noche he sucumbido a uno de mis ratos de melancolía –me dijo papá,
después de un silencio, y antes de pronunciar una cita de Shakespeare cuya obra
solía leerme en voz alta para que mantuviéramos vivo el inglés–. «En verdad no
sé por qué estoy tan triste. Me fatiga. Me dices que te fatiga también a ti. Pero
cómo llegué a este…» Ya no me acuerdo del resto –continuó–, pero siento como
si un inmenso e inminente infortunio pendiera sobre nosotros. Debe ser que la
angustiada carta del pobre general tiene que ver con ello.
En ese preciso momento nuestra conversación fue interrumpida por el sonido
inusual de las ruedas de un coche y el batir de cascos en la carretera. El ruido
parecía proceder de la tierra alta que daba al viejo puente. Y efectivamente, en
ese momento toda una comitiva emergió de ese punto: primero dos jinetes
cruzaron el puente, seguidos de un coche tirado por cuatro caballos, con dos
�hombres montados detrás. Evidentemente era el coche de una persona de alto
rango, y al instante quedamos fascinados frente a un espectáculo tan inusitado.
Pocos instantes más tarde, el espectáculo se volvió aún más interesante, ya que,
apenas pasada la cumbre del alto puente, uno de los caballos que tiraban el
coche, el que iba adelante, se asustó. Su pánico contagió a los demás, y luego de
corcovear desesperadamente, todos arrancaron en un galope desenfrenado y,
sobrepasando a los jinetes que iban en primera fila, vinieron tronando,
desbocados, hacia nosotros a la velocidad de un huracán.
A lo dramático de la escena se agregó un elemento más doloroso aún: los
largos y terroríficos gritos de una voz femenina que emergían de la ventanilla de
la carroza.
Nos acercamos todos, inspirados por una mezcla de curiosidad y horror; yo,
en silencio; los demás, con variadas expresiones de temor.
No íbamos a quedar en suspenso por mucho rato. Justo antes de llegar al
puente levadizo del castillo, siguiendo la ruta que ellos habían tomado, hay un
magnífico limero al borde de la carretera. Frente a este árbol se encuentra una
antigua cruz de piedra. Ahora, al ver la cruz, los caballos, que venían a una
velocidad aterradora, dieron un viraje abrupto haciendo que las ruedas del coche
se montaran sobre las raíces del árbol.
Yo sabía lo que iba a pasar. Me cubrí los ojos, pues no fui capaz de mirarlo.
Volteé la cabeza para otro lado y, en ese momento, oí un grito de una de las dos
señoras amigas quienes se habían alejado un poco de nosotros.
Finalmente la curiosidad me hizo abrir los ojos. Y lo que contemplé fue una
escena de confusión total. Dos de los caballos estaban echados en la tierra; el
coche se recostaba sobre un lado con dos ruedas en el aire; los hombres se
dedicaban a soltar los tirantes del arnés; y una señora, de aspecto imponente y de
un aire imperioso, había descendido del coche y quedaba de pie retorciéndose las
manos y, de vez en cuando, levantando un pañuelo para enjugarse los ojos.
Acto seguido, por la portezuela de la carroza sacaron en brazos a una mujer
joven, aparentemente sin vida. Mi viejo y querido padre ya se encontraba al lado
de la señora, sombrero en mano, evidentemente ofreciendo su ayuda y los
recursos de su castillo. La señora parecía no escucharlo, o más bien no poder
hacer otra cosa que observar a la delgada muchacha a quien pusieron a descansar
en el terraplén.
Me acerqué. La muchacha se veía aturdida, pero por fortuna no estaba muerta.
Mi padre, que se preciaba de poseer buenos conocimientos médicos, acababa de
�colocar los dedos en su muñeca, y le aseguraba a la señora, quien se declaró ser
madre de la joven, que su pulso, aunque tenue e irregular, todavía se distinguía,
sin la menor duda. La señora se juntó las manos y miró hacia el cielo, como una
expresión momentánea de gratitud. Pero irrumpió en seguida con un gesto
dramático y teatral que, según entiendo, es natural en ciertas personas.
Era lo que llaman una mujer atractiva para sus años, y habrá sido muy
hermosa cuando joven. Era alta, pero no demasiado delgada, vestía terciopelo
negro y, aunque pálida, su cara revelaba una persona soberbia y acostumbrada a
mandar, a pesar de estar ahora extrañamente agitada. Me acerqué para verla
mejor.
—¿Existe otra que haya nacido para aguantar tantas calamidades? –le oí decir,
nuevamente retorciéndose las manos–. Heme aquí en un viaje de vida o muerte,
un viaje en el que perder una hora significa posiblemente perderlo todo. Mi hija
no se habrá recuperado lo suficiente como para poder acompañarme. Y, ¿quién
puede saber por cuánto tiempo tengo que abandonarla? No puedo esperar, no me
atrevería a demorarme. Dígame, señor, ¿de aquí cuánto dista el pueblo más
cercano? Voy a tener que dejarla allá. ¡Ay, no voy a volver a ver a mi tesoro, ni
siquiera saber de ella, hasta mi regreso, en unos tres meses!
Halé del abrigo a mi papá y susurré en su oído con emoción:
—¡Oh, papá! Por favor, pídele que nos permita que la niña permanezca aquí
con nosotros. Sería tan agradable. Sí, papá. Díselo, te lo ruego.
—Si madame acepta dejar a su hija al cuidado de la mía –dijo mi padre–, y de
nuestra buena ama de llaves, madame Perrodon, para que resida aquí como
invitada hasta su regreso, y bajo mi responsabilidad, sería para nosotros un
reconocimiento y, al mismo tiempo, una obligación. Y la cuidaríamos con todas
las atenciones y devoción que merece encargo tan sagrado.
—No puedo aceptarlo, señor. Sería pedir demasiado de su amabilidad y su
galantería –respondió la señora, distraída.
—Al contrario –dijo mi padre–, sería para nosotros un gesto de gran
amabilidad, sobre todo en este momento cuando más nos hace falta. Mi hija
acaba de sufrir una desilusión debido a un evento cruel, que le ha privado de una
visita largamente esperada, una visita que le habría proporcionado mucha
felicidad. Si usted fuera a confiar esta joven a nuestro cuidado, sería el mejor
consuelo para mi hija. El pueblo más cercano está lejos, y no goza de ningún
hospedaje digno de recibir a su hija. No puedo permitir que continúe un viaje
que evidentemente será largo, sin que corra peligro. Si es verdad, como usted ha
�dicho, que no puede suspender el viaje, tendrá que separarse de ella esta misma
noche. Y en ningún lugar podría dejarla con tantas y tan honestas
manifestaciones de un tierno cuidado como el que encontrará aquí.
Había algo en el aire de esta señora, y en su figura, de tanta distinción, e
incluso de imponencia, y en su manera de ser tan agradable, que dejaba a uno
impresionado. Y eso aparte de su elegante comitiva y la sensación inequívoca de
que se trataba de un personaje importante.
Ya habían levantado la carroza, estaba puesta en posición para andar de nuevo,
y los caballos se habían calmado y tenían sus arneses otra vez en orden.
La señora echó a su hija una mirada que no me pareció tan afectuosa como
hubiera esperado a la luz de la escena inicial. Luego, con un gesto discreto,
llamó a mi padre a un lado y se alejó con él unos pasos para que estuvieran fuera
del alcance de nuestros oídos. Observé cómo le habló con una expresión fija y
severa, muy diferente de la que había tenido cuando hablaba unos momentos
antes.
Me sorprendió mucho que mi padre no pareciera haber notado el cambio. Me
dio una curiosidad insaciable por saber qué era lo que ella le estaba diciendo,
prácticamente pegada a su oído. Lo decía, además, con tanta intensidad, y tan
rápido.
Estuvieron ocupados así durante dos minutos, o tres cuando mucho.
Terminada la conversación, ella se volteó y dando unos cortos pasos llegó a
donde yacía su hija en brazos de madame Perrodon. Se arrodilló a su lado por un
momento y le susurró algo al oído, que madame suponía era una bendición.
Luego, de prisa, le plantó un beso en la frente e inmediatamente se levantó, entró
en el coche, la portezuela se cerró, dos lacayos de elegantes atuendos subieron a
ocupar sus puestos en la parte de atrás, los jinetes acompañantes espolearon sus
bestias, los postillones soltaron latigazos, los caballos corcoveaban antes de
arrancar a un medio galope que amenazaba con convertirse pronto en un galope
veloz y el coche partió en estampida con los dos jinetes auxiliares siguiendo por
detrás al mismo acelerado ritmo de todos.
�3
COMPARAMOS NOTAS
NUESTRAS MIRADAS SIGUIERON LA COMITIVA hasta que se perdió
abruptamente entre la neblina del bosque y el ruido de cascos y ruedas murió en
el aire silencioso de la noche.
Lo único que quedó para asegurarnos de que la aventura no había sido
simplemente la ilusión de un instante fue la joven, quien, justo en ese momento,
abrió los ojos. Yo no los podía ver, porque ella se había volteado hacia el otro
lado, pero levantó la cabeza, evidentemente mirando a su alrededor, y oí una voz
muy dulce que preguntaba en tono quejumbroso:
—¿Dónde está mamá?
Nuestra querida madame Perrodon le contestó tiernamente, agregando algunas
palabras de consuelo.
Luego le oí preguntar:
—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?
Y después dijo:
—No veo el coche. ¿Y Matska? ¿Dónde está Matska?
Madame respondió todas sus preguntas hasta donde pudo entenderlas, y
gradualmente la muchacha recordaba cómo había sucedido la desventura, y se
puso feliz cuando supo que nadie en el coche, ni ninguno de los que estaban
atendiendo, había sufrido heridas. Pero, al enterarse de que su madre le había
dejado aquí hasta su regreso en unos tres meses, se puso a llorar.
Estaba yo al punto de agregar mis consuelos a los de madame Perrodon,
cuando mademoiselle De Lafontaine me tomó del brazo y me dijo:
—No te acerques. Por ahora ella no puede conversar con todos nosotros al
mismo tiempo, sino solamente uno por uno. En este momento cualquier
agitación le podría hacer daño.
�Tan pronto esté cómodamente acostada en una cama, pensé yo, voy a ir a su
cuarto para verla.
Mientras tanto mi padre había despachado a un sirviente a caballo para que
fuera a traer al médico que vivía a unas dos leguas de nosotros. Y una habitación
se preparaba para recibir a nuestra joven huésped.
Ella se levantó ahora, y recostada en el brazo de madame, caminó lentamente
por el puente levadizo y entró al castillo. En el amplio vestíbulo del castillo los
sirvientes la esperaban, y sin más demora la condujeron a su habitación. El lugar
que habitualmente usamos como salón de estar es una sala larga con cuatro
ventanales que dan a la fosa y al puente levadizo, y al bosque que antes describí.
Los muebles son de roble tallado, y hay altos escaparates. Los asientos están
forrados de terciopelo carmesí de Utrecht. Las paredes están cubiertas de
tapicerías con grandes marcos dorados, y las figuras, de tamaño real, están
vestidas de atuendos antiguos y muy curiosos. Los personajes representados
están dedicados a la cacería, a la halconería, y en general a un ambiente festivo.
El lugar no es tan majestuoso como para no ser cómodo. Y es aquí donde nos
tomamos el té, porque papá, con su consabida tendencia patriótica, insiste en que
la bebida nacional debe aparecer con regularidad, sin descuidar el café y el
chocolate.
Aquella noche estuvimos sentados allí con las velas prendidas hablando de los
acontecimientos de la tarde. Madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine
nos acompañaban. Nuestra joven visitante apenas se había acostado en la cama
cuando entró en un sueño profundo, y las dos señoras le habían dejado al
cuidado de una sirvienta.
—¿Cómo le parece nuestra invitada? –le pregunté a madame apenas entró al
salón–. Cuénteme todo de ella.
—Me gusta mucho –contestó madame–. Casi diría que nunca he visto una
criatura más hermosa. Es como de la misma edad tuya, tan amable y querida.
—Sí, es absolutamente bella –añadió mademoiselle, quien se había asomado
por un momento a la habitación de la niña.
—Y tiene una voz tan dulce –agregó madame Perrodon.
—¿Se fijó usted en una dama en el coche, después de que lo levantaron? ¿Una
mujer que no descendió –preguntó mademoiselle–, sino que únicamente nos
observó a través de la ventana?
—No, no la vimos.
�Luego mademoiselle describió una mujer negra, horrorosa, de turbante rojo,
que miraba fijamente todo el tiempo desde la ventana de la carroza, asintiendo
con la cabeza y sonriendo despectivamente en dirección de las dos señoras. Sus
grandes ojos sobresaltados brillaban, dijo, y mantenía los dientes apretados en
una mueca de furia.
—¿Y se fijó en los sirvientes que la acompañaban? –preguntó madame–. Una
pandilla de tipos de muy mal aspecto.
—Es cierto –dijo mi padre, quien acababa de entrar–. Los más feos y mal
encarados que he visto en mi vida. Ojalá no le vayan a robar a la pobre señora en
el bosque. Sin embargo, son hábiles, hay que admitirlo. Arreglaron todo en
segundos.
—Supongo que están agotados de viajar tanto –dijo madame–. Además de
parecer malévolos, tenían caras tan raras, alargadas, oscuras y taciturnas. Me
suscitaron curiosidad, lo reconozco. Me supongo que la joven te contará todo
mañana, si está suficientemente recuperada.
—No creo que lo haga –dijo mi padre, con una sonrisa misteriosa y una
inclinación de la cabeza, como si supiera más del asunto de lo que estaba
dispuesto a revelar.
Lo cual me incitó a querer saber qué era lo que había pasado entre él y la
señora de terciopelo negro durante la breve pero intensa entrevista que se llevó a
cabo justo antes de su partida.
Apenas estuvimos a solas, le pedí que me lo contara. No hubo necesidad de
insistir.
—No hay ninguna razón particular por la que no debería contarte. Ella
expresó su renuencia a molestarnos con el cuidado de su hija, explicando que la
niña tenía una salud precaria, que era nerviosa, pero no sufría de ninguna clase
de epilepsia (cosa que la señora reveló sin yo preguntárselo) ni de ningún tipo de
ilusiones, dijo, siendo, de hecho, perfectamente sana.
—Qué raro que dijera todo eso –dije–. No era necesario.
—De todas maneras sí lo dijo –contestó con una risa–. Y como quieres
enterarte de todo lo que sucedió, que no era mucho en realidad, pues te lo
cuento. A continuación ella me dijo: «Voy a emprender un largo viaje de vital
importancia», ella subrayó la palabra «vital». «Un viaje rápido y secreto», dijo.
«Regresaré por mi niña en tres meses. Mientras tanto ella mantendrá silencio
sobre quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos». Eso fue todo lo que
�me dijo. Habla un francés excelente. Al pronunciar la palabra «secreto», hizo
una pausa de varios segundos, mirándome severa y fijamente a los ojos. Me
pareció que era muy importante para ella. Tú viste cómo se fue de rápido. Espero
no haber cometido un error estúpido al encargarme de esta jovencita.
Por mi parte, estaba feliz. Ansiaba verla y hablar con ella. Solo esperaba a que
el médico me diera el permiso. Las personas que viven en las ciudades no tienen
idea de lo enorme que es el hecho de encontrar a una nueva amiga en medio de
la soledad que nos rodea.
Daba casi la una de la mañana cuando llegó el médico. Pero para mí era tan
imposible acostarme a dormir como habría sido alcanzar a pie la carroza en la
que había partido la princesa de terciopelo negro.
Cuando el médico, habiendo examinado a la paciente, entró al salón de estar,
nos dio un informe muy favorable. La niña estaba despierta, sentada en la cama.
Su pulso era regular y se veía perfectamente bien. No había sufrido ningún golpe
y el pequeño sobresalto nervioso ya se le había quitado sin dejar huella. Una
visita mía no suponía ningún inconveniente, si las dos estábamos de acuerdo. De
modo que, con el beneplácito del médico, fui a preguntar si ella me permitía
visitarla por unos minutos en su habitación.
La sirvienta regresó inmediatamente y me dijo que, para la niña, sería lo mejor
que se podía esperar.
Puede usted tener la certeza de que no me demoré nada en aprovechar ese
permiso.
A nuestra invitada le habían asignado una de las habitaciones más elegantes de
nuestro castillo. Era, tal vez, excesivamente majestuosa. Al pie de la cama
colgaba una tapicería que representaba a Cleopatra apretando el áspide contra su
pecho. Otras escenas clásicas, un poco desteñidas, adornaban las demás paredes.
Pero había algunas tallas de oro, además de otros objetos del decorado de colores
lo suficientemente ricos y variados como para contrarrestar lo sombrío de las
viejas tapicerías.
Al lado de la cama habían prendido unas velas. Ella estaba sentada, su delgada
y bella figura envuelta en una bata de seda con bordado de flores y forrada de
una seda más gruesa, una prenda con la que su madre le había cubierto los pies
mientras yacía en el suelo.
Cuando llegué al borde de la cama y estaba a punto de saludarla, ¿qué cosa
fue la que me dejó muda y me hizo echar atrás ante su presencia? Se lo voy a
�decir. Vi la misma cara que me había visitado aquella noche en mi infancia y que
había quedado tan fija en mi memoria, y sobre la que había rumiado con
frecuencia, y con horror, a lo largo de los años, cuando nadie imaginaba en qué
estaba pensando. Era una cara bonita –diría que bella–, y cuando la vi por
primera vez tenía esa misma expresión melancólica. Pero esa expresión cambió
casi instantáneamente y se convirtió en una extraña e inmóvil sonrisa de
reconocimiento.
Siguió un silencio de al menos un minuto y luego, finalmente, ella habló. Yo
no podía.
—¡Qué maravilla! –exclamó–. Hace doce años vi tu cara en un sueño y me ha
perseguido desde entonces.
—De verdad, maravilloso –repetí yo, superando con un esfuerzo el horror que,
por unos momentos, me había impedido hablar–. Hace doce años, en una visión
o en realidad, a ti ciertamente te vi. No pude olvidar tu rostro. Ha permanecido
ante mis ojos desde entonces.
Su sonrisa se volvió más tierna. Lo que en un primer momento había visto
como extraño en ella se había desvanecido. Ahora su sonrisa, con los hoyuelos
de sus mejillas, prestaba a su cara tan deleitable, tan bonita, un toque de
inteligencia. Me sentí más segura, y continué en la tónica indicada por las reglas
de la hospitalidad, dándole la bienvenida y diciéndole cómo su accidental
llegada había sido placentera para todos nosotros, y le conté especialmente
cuánta felicidad me había traído a mí.
La tomé de la mano. Yo era un poco tímida, como es normal en las personas
solitarias, pero en esta situación me volví elocuente, y hasta audaz. Ella me
apretó la mano, poniendo la suya encima de la mía. Sus ojos brillaban, y al
mirarme a los ojos, sonrió de nuevo, y se ruborizó.
Había respondido a mi bienvenida de una manera muy bella. Yo me senté a su
lado. Estaba todavía llena de dudas y preguntas. Y ella me dijo lo siguiente:
—Tengo que contarte cómo fue la visión que tuve de ti. Es tan extraño que
hayamos tenido las dos, tú y yo, un sueño tan vívido, una de la otra. Y que
ambas nos hayamos visto con las mismas caras que tenemos ahora, dado que, en
aquel entonces, éramos apenas niñas. Yo tenía unos seis años, y cuando me
desperté de un sueño confuso y perturbado, me encontré en una habitación muy
distinta de la mía, con paredes forradas en paneles de madera oscura. Había
armarios, y alrededor de la cama, asientos y bancas. Creía que las camas estaban
desocupadas, que en la habitación no había nadie más que yo. Luego, después de
�mirar por todos lados (y recuerdo cómo me llamó la atención especialmente un
candelabro de dos brazos que reconocería fácilmente si lo volviera a ver), me
metí debajo de una de las camas para llegar hasta la ventana. Pero al levantarme
al otro lado de la cama sentí que alguien estaba llorando. Y estando yo todavía
de rodillas, mi mirada cayó sobre la cama, y te vi. Estoy segura de que eras tú. Y
estabas como te veo ahora, una bella adolescente con bucles dorados y grandes
ojos azules, y con los labios, tus labios, tal como te veo aquí en este momento.
Y continuó:
—Tu belleza me conquistó. Trepé encima de la cama para abrazarte, y creo
que las dos nos quedamos dormidas. Me despertó un grito; tú estabas sentada,
gritando. Me asusté, y deslizándome, caí al piso. Parece que perdí el
conocimiento momentáneamente, y cuando volví en mí, estaba otra vez en mi
propia habitación en casa de mamá. Pero nunca he podido olvidar tu cara. Un
mero parecido no me engañaría. La joven mujer que yo vi aquella noche eras tú.
Entonces me tocó el turno de narrar la correspondiente visión que yo tuve.
Cosa que hice. Y al oír mi historia mi nueva amiga no ocultó su asombro.
—No sé cuál de las dos –me dijo con una sonrisa–, debería sentir más miedo
de la otra. Si no fueras tan bonita, tal vez sentiría mucho miedo en tu presencia.
Pero siendo como eres, y las dos tan jóvenes, solo siento haberte conocido hace
doce años y por eso he ganado un cierto derecho a la intimidad contigo. En todo
caso, parece evidente que, desde la primera infancia, estábamos destinadas a ser
amigas. Me pregunto si tú te sientes tan extrañamente atraída hacia mí como yo
me siento hacia ti. Nunca he tenido una amiga. ¿Voy a encontrar una amiga
ahora?
Suspiró hondamente y sus bellos ojos oscuros me contemplaron con pasión.
Ahora, para decir verdad, tenía una sensación imposible de explicar frente a
esta bella desconocida. Me sentí, como dijo, «atraída hacia ella». Pero había, al
mismo tiempo, un elemento de repulsión. No obstante, en medio de esta
ambigüedad de sensaciones, la atracción predominaba fuertemente. Ella captó
mi interés, me conquistó. ¡Era tan bella y tan indescriptiblemente encantadora!
Entonces experimenté otra sensación: me invadió una especie de languidez y
agotamiento. De modo que le di las buenas noches y comencé a retirarme.
Pero antes, le dije:
—El médico opina que una sirvienta debería acompañarte esta noche. Hay una
de las nuestras que espera afuera. Encontrarás en ella a una persona tranquila, y
�también útil.
—Tan amable tú. Pero no podría dormir. Nunca he podido dormir con otra
persona en la habitación. No me hará falta ninguna asistencia. Y debo confesar
mi debilidad. Me persigue un terror frente a los ladrones. Una vez los ladrones se
metieron a nuestra casa y asesinaron a dos sirvientas nuestras. Así que siempre
cierro la puerta con llave. Se me ha vuelto una costumbre. Y como tú eres tan
amable, estoy segura de que me perdonarás. Veo que la puerta tiene una llave
colgada en la cerradura.
Me apretó entre sus bellos brazos y me susurró al oído:
—Buenas noches, querida. Es tan difícil despedirme de ti. Pero te deseo una
buena noche. Mañana nos volveremos a ver. Pero no muy temprano.
Con un suspiro se recostó sobre la almohada, y sus bellos ojos me siguieron
con una mirada amorosa y melancólica. Nuevamente murmuró:
—Buenas noches, amiga querida.
Los jóvenes se quieren –incluso, se aman– por un impulso. Me sentí halagada
por el evidente aunque, hasta ahí, inmerecido cariño que me había mostrado. Me
había gustado la confianza con la que me recibió espontáneamente. Ella estaba
decidida a que íbamos a ser amigas íntimas.
Al otro día nos volvimos a encontrar. Y yo estaba feliz con mi nueva
compañera. Es decir, bajo muchos aspectos. Vista a la luz del sol su belleza no
perdía nada; era la criatura más bella que había visto jamás. Y el desagradable
recuerdo de la cara que se me había presentado en aquel sueño de niña había
perdido el efecto de ese primer momento de reconocimiento. Ella confesó que
había experimentado un miedo similar cuando me vio, y precisamente la misma
vaga antipatía mezclada con admiración que, en un primer momento, yo había
sentido frente a ella. Nos reímos juntas de nuestros momentáneos temores.
�4
SUS COSTUMBRES – UN PASEO
LES DIJE QUE ELLA ME ENCANTABA en casi todo. Pero había ciertos aspectos
que no me gustaban tanto. Voy a comenzar por describirla.
Era más alta que el promedio de las mujeres, delgada, y de una maravillosa
gracia en su porte. Aparte de que sus movimientos, que eran lánguidos –muy
lánguidos–, no había nada en su figura que indicara invalidez. Su cutis era de un
brillo muy rico, sus facciones pequeñas y bellamente formadas, sus ojos grandes,
oscuros y lustrosos, sus cabellos, maravillosos. Nunca había conocido cabellos
tan magníficamente densos, y eran tan largos que le cubrían totalmente los
hombros. Muchas veces metía las manos debajo de su pelo, y me reía con
asombro al constatar su peso. Al mismo tiempo era exquisitamente suave y fino,
y de un rico color castaño oscuro, con unos toques dorados. Me fascinaba
soltarlo y verlo caer por su propio peso cuando, en su habitación, ella se estiraba
en su silla y hablaba con su dulce tono de voz semiapagada. Yo solía doblar su
pelo y hacerle trenzas. O explayarlo y jugar con él. ¡Por Dios! ¡Sí hubiera sabido
lo que sé ahora!
He dicho que había ciertas cosas que no me gustaban. Como ya les conté, su
confianza me conquistó desde cuando la vi esa primera noche. Pero descubrí
que, con respecto a sí misma, su madre, su historia, de hecho todo lo relacionado
con su vida, sus planes y su gente, ella mantenía una tremenda reserva, como si
estuviera siempre vigilante. Mi manera de averiguar no era del todo razonable,
tal vez. A lo mejor me equivocaba. Debería haber respetado la solemne
amonestación pronunciada por la majestuosa dama de terciopelo negro en
conversación con mi padre. Pero la curiosidad es una pasión inquieta y sin
escrúpulos. Y ninguna niña la soporta con paciencia, ni aguanta que su natural
curiosidad encuentre rechazo por parte de otra. ¿Qué daño haría si ella
respondiera y me contara todo lo que, con todo ardor, quería yo saber? ¿No
confiaba en mi sensatez? ¿En mi honor? ¿Por qué no me iba a creer cuando le
juraba, como lo hice solemnemente, que no divulgaría a ningún ser mortal una
sola sílaba de lo que me revelara?
�Mostraba algo de frialdad, me parecía, una dureza más allá de sus años,
cuando, con su persistente y melancólica sonrisa, se negaba a darme un solo rayo
de luz acerca de su vida.
No digo que hayamos peleado por eso, ya que ella no peleaba por nada. De mi
parte, por supuesto, era injusto presionarla. Era de mala educación. Pero no
podía controlarme. Aunque en realidad daba lo mismo. Porque, comparado con
mis expectativas, lo que me contó sobre ella no fue prácticamente nada.
Se puede resumir todo en tres revelaciones: Primera, que su nombre era
Carmilla; segunda, que su familia era muy antigua y noble; y tercera, que su casa
estaba en el oeste con respecto a nuestro castillo. No me quiso contar el apellido
de su familia, ni detalles de su escudo, ni el nombre de sus tierras. Ni siquiera
me dijo de qué país era.
No debe creer usted que yo le molestaba incesantemente preguntando sobre
estos temas. Esperaba cada oportunidad, y prefería insinuar mis averiguaciones,
en vez de urgir una respuesta. Una que otra vez la ataqué más directamente, es
verdad. Pero no importaba cuál táctica empleara, el resultado era siempre el
mismo: ningún avance. No servían ni las caricias ni los reproches. Pero debo
admitir que evadía las respuestas con una melancolía y un alzar de hombros, y
con tantas, y a veces tan apasionadas, declaraciones de su amor por mí, y de su
confianza en mi honradez, y tantas promesas de que algún día, por fin, yo iba a
saberlo todo, que no encontraba en mi corazón cómo sentirme ofendida.
Ella solía tomarme en sus bellos brazos, abrazarme y, su mejilla contra la mía
y sus labios en mi oído, murmurar:
—Mi amada, tu pequeño corazón está herido. No me creas cruel simplemente
porque obedezco la irresistible ley de mi fortaleza y de mi debilidad. Si tu
querido corazón está herido, el salvaje corazón mío sangra por el tuyo. En el
éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu cálida vida. Y tú morirás,
dulcemente morirás, en la mía. No tengo remedio. Como yo me acerco a ti, tú, a
tu turno, atraerás a otros y conocerás el éxtasis de esa crueldad, que aun así es el
amor. De modo que, por un tiempo, no intentes saber más de mí y de los míos,
confía en mí con tu espíritu amante.
Y cuando hablaba de esta manera rapsódica, me apretaba más fuertemente
contra ella en un abrazo tembloroso, mientras sus leves besos hacían que mi
mejilla brillara con una suave incandescencia.
Su agitación y su lenguaje eran incomprensibles para mí.
�De estos abrazos –que, debo decir, no ocurrían con demasiada frecuencia– yo
siempre quise liberarme. Pero se me iba la energía. Las palabras que murmuraba
sonaban en mi oído como una canción de cuna y convertían mi esfuerzo de
resistencia en una especie de trance, del que sólo podía recuperarme después de
que ella hubiera dejado de abrazarme.
Durante esos misteriosos episodios, yo no la quería. Experimentaba una
extraña, tumultuosa excitación que muchas veces era placentera, aunque
mezclada con una sensación también de temor y de repulsión. Mientras duraban
estas escenas, no tenía una idea clara acerca de ella, pero tenía conciencia de un
amor que se convertía poco a poco en adoración, aunque al mismo tiempo en
aborrecimiento. Sé que esto suena a paradoja, pero no encuentro otra forma de
intentar una explicación de lo que yo estaba sintiendo.
Estoy escribiendo esto ahora, después de un intervalo de más de diez años,
con la mano temblorosa, y con un recuerdo horrible y confuso de ciertas
ocurrencias y situaciones que sucedían durante la ordalía que inconscientemente
yo estaba atravesando. Sin embargo, retengo un agudo recuerdo de la trama
central de mi historia. Supongo que en las vidas de todo el mundo ocurren
episodios emocionales en los que nuestras pasiones son desatadas tan
salvajemente, tan terriblemente, y que, no obstante, son los momentos, entre
todos, que más vagamente recordamos.
En ciertas ocasiones, después de una hora de apatía, mi extraña y bella
compañera me tomaba la mano, reteniéndola en la suya con un apretón amoroso,
que repetía una y otra vez, mientras se ruborizaba levemente y me miraba con
sus lánguidos y encendidos ojos, emitiendo gemidos con tanta rapidez que su
vestido subía y bajaba al ritmo de su tumultuosa respiración. Fue como el ardor
de un amante. Me avergonzaba. Era odioso, y sin embargo se apoderaba de mí.
Con una expresión de regodeo, me atraía hacia ella y sentí sus cálidos labios
corriendo por mis mejillas mientras ella susurraba, casi en sollozos:
—Tú eres mía, serás mía, tú y yo somos una para siempre.
Luego se echaba para atrás en su silla, cubriéndose los ojos con sus pequeñas
manos, mientras me dejaba temblando.
—¿Será que somos parientes? –le preguntaba–. ¿Qué quieres decir con todo
esto? A lo mejor te recuerdo a una persona que has amado. Pero no puede ser.
No me gusta. No te conozco. No me conozco a mí misma cuando me miras así y
hablas de esa manera.
�Ella suspiraba ante mi vehemencia, y en seguida volteaba la cabeza y dejaba
caer mi mano.
Con respecto a estas extraordinarias manifestaciones, intenté en vano llegar a
formular alguna teoría satisfactoria. No se explicaban como afectación, ni como
trucos. Se trataba, sin lugar a dudas, del momentáneo estallido de un instinto y
de unas emociones suprimidas. ¿Será que ella sufría de breves períodos de
locura, no obstante la afirmación de su madre en sentido contrario? ¿O, detrás de
todo, existía un disfraz y un romance? En viejos libros de cuentos había leído
sobre cosas de ese estilo. Qué tal si fuera un adolescente enamorado que se había
metido en nuestra casa, disfrazado, para perseguir al objeto de su deseo con la
ayuda de una vieja aventurera. Pero, a pesar de que esta teoría alimentaba mi
vanidad, contra ella como hipótesis existían muchas objeciones.
Primero, yo no podría decir que me había asediado con una galantería
masculina tal como los hombres suelen hacer con deleite. Entre uno de estos
momentos apasionados y el siguiente había largos intervalos cuando todo era
normal, de una cotidiana felicidad, aunque ella manifestaba también su
ensimismamiento y tristeza. Pero, con excepción de los momentos cuando yo
notaba que sus ojos me seguían con un cierto fuego melancólico, yo no podría
haber representado nada para ella. Aparte de aquellos arranques de misteriosa
excitación, ella se portaba como cualquier niña. Y en ella había siempre una
languidez totalmente incompatible con el sistema masculino cuando un hombre
tiene buena salud.
Bajo ciertos aspectos, sus hábitos eran raros. Tal vez no hubieran parecido tan
singulares en opinión de una mujer citadina, pero sí lo eran para nosotros, como
la gente rústica que éramos. Ella no se dejaba ver hasta muy tarde, generalmente
no aparecía antes de la una de la tarde. Acaso tomaba una taza de chocolate, pero
no comía nada. Luego solíamos salir a pasear, no por mucho rato, pues casi
inmediatamente se sentía agotada. De modo que regresábamos al castillo, o nos
sentábamos en una banca de las que se encontraban en diferentes rincones del
bosque, debajo de los árboles. Su cuerpo sufría de una languidez que no era
acorde con su estado mental. Siempre conversaba animadamente, y era muy
inteligente.
A veces aludía a su casa de modo pasajero, o hablaba de alguna aventura o
situación que había vivido, o un recuerdo temprano, que indicaba que se movía
entre personas de costumbres extrañas, de costumbres totalmente ignoradas por
nosotros. De estas breves referencias ocasionales deduje que su país natal era
más remoto de lo que, al inicio, había imaginado.
�Una tarde estábamos sentadas debajo de un árbol cuando frente a nosotras
pasó un cortejo fúnebre. Eran los funerales de una niña muy bonita que yo había
visto con frecuencia, hija de uno de los guardabosques. El pobre hombre
caminaba detrás del féretro. Había perdido su única hija y era evidente que tenía
el corazón roto. Unos campesinos venían detrás, a dos en fondo, entonando un
canto fúnebre.
Me levanté en gesto de respeto, y acompañé a los dolientes con un verso del
himno que cantaban muy dulcemente. De súbito mi compañera me haló,
obligándome a voltear hacia ella, sorprendida.
—¿No te das cuenta de lo desafinados que están? –dijo con brusquedad.
—Al contrario –le dije–. Me parece que cantan muy bonito.
Me sentí perpleja y muy incómoda, por temor a que la gente que andaba en la
pequeña procesión fuera a oír y a resentirse por lo que ella había dicho. Seguí
cantando, entonces. Pero nuevamente ella me interrumpió.
—Me están taladrando el oído –protestó Carmilla, muy enfadada, mientras se
tapaba los oídos con sus pequeños dedos–. Además, ¿no te das cuenta de que tu
religión y la mía no son iguales? Tus formas me hieren. Yo odio los funerales.
¿Por qué tanto escándalo? Uno tiene que morir. Todo el mundo tiene que morir.
Y todos están más felices cuando están muertos. Vamos a casa.
—Mi padre ha ido adelante con los clérigos al cementerio. Yo creí que tú
sabías que la iban a enterrar hoy.
—¿Ella? A mí no me preocupa el campesinado. No tengo idea quién es –
respondió Carmilla, con un centelleo en sus ojos penetrantes.
—Ella es la pobre niña que, hace quince días, creí que había visto convertida
en fantasma. Desde entonces ha estado moribunda, hasta ayer, cuando murió.
—No me hables de fantasmas. Si sigues, no voy a poder dormir esta noche.
—Espero que no esté llegando una plaga o una fiebre, como sugieren estos
indicios –dije–. La joven esposa del porquero murió hace apenas una semana, y
ella creía que alguien, o algo, había tratado de estrangularla mientras yacía en la
cama. Papá dice que semejantes fantasías horribles suelen acompañar ciertos
tipos de fiebre. El día anterior, ella estaba de buena salud. Pero después
sucumbió y murió en menos de ocho días.
—Bueno, el funeral de ella ya pasó, espero –dijo–. Ya habrán cantando sus
endechas y no nos van a seguir torturando los oídos con esta cacofonía y
�jeringonza. Me ha puesto nerviosa. Siéntate aquí a mi lado. Más cerca. Y toma
mi mano fuerte. Más fuerte. Mucho más.
Nos habíamos retirado un poco y llegamos a otra banca. Ella se sentó. Su
rostro sufrió un cambio que me alarmó. Es más, por un momento me atemorizó.
Su cara se oscureció, se tornó lívida, horriblemente lívida. Apretó los dientes y
las manos, frunció el ceño, tensó los labios y miró fijamente el césped,
temblando con unas convulsiones incontrolables. Parecía tener todos sus
esfuerzos concentrados en suprimir una epilepsia, contra la que luchaba hasta
quedar sin aliento. Finalmente emitió un gemido convulsivo, signo de un intenso
dolor, y luego, gradualmente, la histeria se calmó.
—¡Ahí tienes! –dijo por fin–. Eso es lo que pasa cuando tratan de estrangular
a la gente a base de himnos. Abrázame. Tranquilízame. Ya está pasando.
Efectivamente, poco a poco mi compañera regresó a su estado normal. Y con
el fin, tal vez, de compensar la impresión tan sombría que el espectáculo había
producido en mí, se volvió más animada y charladora que de costumbre. Y de
este modo llegamos a casa.
Fue la primera vez que yo había visto que ella mostrara algún síntoma
concreto de la delicada salud de la que su madre había hablado. También fue la
primera vez que había percibido en ella un temperamento alzado y furioso.
Pero esa muestra de mal genio se desvaneció como una nube en el cielo de
verano, y solo una vez después observaría, por parte de ella, un signo
momentáneo de iracundia. Voy a contar cómo sucedió.
Un día, cuando ella y yo estábamos mirando a través de los altos ventanales
del salón, observé que un vagabundo cruzó el puente levadizo y entró al patio
interior del castillo. Lo conocía bien. Solía visitarnos dos veces en el curso del
año. Era un jorobado de cara larga y facciones agudas, características típicas de
personas deformes. Usaba una barba negra y puntiaguda, y sonriendo como
estaba, de oreja a oreja, dejaba ver sus blancos colmillos. Vestía un tosco lienzo,
rojo y negro, y de las incontables correas y tiras de cuero que cruzaban su pecho
colgaba toda clase de objetos y aparatos. A sus espaldas cargaba una lámpara
mágica y dos cajas que yo conocía bien; en una había una salamandra, y en la
otra un mandril. Eran pequeños monstruos que a mi padre causaban mucha risa.
Estaban compuestos de pedazos de micos, loros, ardillas y peces, con algo de
puercoespín, todos secos y luego cuidadosamente cosidos con hilo para producir
un efecto sorprendente. Llevaba un violín, también, y una caja con utilerías para
hacer trucos de prestidigitación. Unas cuantas máscaras estaban amarradas a su
�correa, y otras cuantas cajas misteriosas, y en su mano llevaba un bordón negro
con manija de cobre. Un perro escuálido venía detrás del hombre, pero, al llegar
al puente levadizo, se detuvo súbitamente como si sospechara algo y luego
empezó a aullar de una manera atroz.
Mientras tanto, el vagabundo, de pie en la mitad del patio, nos saludó alzando
su grotesco sombrero, inclinándose en una venia ceremoniosa y vociferando
cumplidos en un francés execrable y un alemán igual de espantoso. Luego,
tomando el violín en las manos, se puso a rasgar una melodía alegre que
acompañaba con un canto, simpático aunque disonante, y una danza bastante
loca que me hizo soltar una carcajada que contrastaba con el triste aullido del
perro.
Al terminar este espectáculo, el hombre se acercó a la ventana con sonrisas y
salutaciones, su sombrero en la mano izquierda y su violín bajo el brazo, y sin
pausa y con gran fluidez desenrolló, con la mano derecha, un largo pergamino
donde se anunciaban todos sus atributos y las múltiples artes y recursos que
ponía a nuestra disposición, sin hablar de las curiosidades y los entretenimientos
que se proclamaba capaz de presentar apenas se lo pidiéramos.
—Tal vez quisieran las bellas damas adquirir un talismán como protección
contra el diablo que merodea como un lobo por estas tierras, según me han
contado –dijo, dejando su sombrero caer sobre el adoquinado–. La gente se está
muriendo de esa maldad a diestra y siniestra, y aquí tienen sus mercedes un
amuleto que nunca falla. Simplemente se prende a la almohada, y uno puede
reírse en las narices del bicho.
Estos talismanes consistían en tiras de tela decoradas con cifras cabalísticas y
algunos diagramas. Carmilla no vaciló en comprar uno, y yo otro.
El hombre nos miraba desde abajo en el patio, y nosotros lo mirábamos
sonriendo. Nos hizo gracia; a mí, al menos. Mirando a nuestras caras con sus
penetrantes ojos negros parecía detectar algo que, por un instante, parecía
despertar su curiosidad. Inmediatamente sacó una caja de cuero que contenía
toda clase de pequeños instrumentos de acero.
—Mire usted, señorita –dijo, mostrándome la caja–. Entre otros oficios menos
útiles, practico el arte de la dentistería. ¡Maldito perro! –se interrumpió–.
¡Cállate, animal! Él aúlla para que usted, señorita, no pueda oír lo que estoy
diciendo. Su noble amiga, la señorita allí a su derecha, tiene el diente muy
afilado. Es largo, delgado, punzante como un alfiler. ¡Ja! ¡Ja! Con mi ojo agudo
y la buena visión que tengo, desde donde estoy parado aquí abajo lo he visto
�clarísimamente. Ahora, si a la señorita le molesta –y me parece imposible que no
le cause dolor– aquí me tiene, aquí está mi lima y mi pequeño alicate. Podría
volver ese diente redondo y romo, si a la señorita le place. Ya no será el diente
de un pez, sino el diente de la bella joven que ella es… ¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Se
ha molestado la señorita? ¿He sido demasiado osado? ¿La he ofendido?
Y era cierto. La bella joven se veía muy enojada, y se retiró de la ventana.
—¿Cómo se atreve este vagabundo a insultarnos de esta manera? ¿Dónde está
tu padre? Voy a insistir que me repare esta ofensa. Mi padre hubiera atado a este
atrevido a un poste y le habría castigado con látigo. Es más, le habría quemado
el pellejo con la marca del ganado de nuestro castillo.
Dando unos pasos para alejarse del ventanal, se sentó. Y apenas el hombre se
había perdido de su vista, su ira se calmó tan súbitamente como había estallado.
En pocos minutos había recuperado su actitud normal. Aparentemente había
olvidado la existencia del diminuto jorobado y sus tonterías.
Aquella noche mi padre no estaba de buen humor. Cuando llegó a casa, nos
habló de un nuevo caso muy similar a los otros dos fatales que habían ocurrido
en tiempos muy recientes. La hermana de un joven campesino que trabajaba en
sus tierras, apenas a una milla de distancia, estaba muy enferma. Tal como ella
misma contó, fue atacada en casi la misma forma de la otra y estaba muriendo
lenta pero irremediablemente.
—Todos estos casos –dijo mi padre–, tienen una explicación científica. Se
deben a causas naturales. Pero estos pobres heredan sus supersticiones y por eso
transmiten de generación en generación unas versiones de terror que se
transforman luego en imágenes y van contagiando a sus vecinos.
—Pero esa misma circunstancia me asusta terriblemente –dijo Carmilla.
—¿Cómo así? –pregunto papá.
—Me da tanto miedo ver cosas imaginarias. Creo que sería tan malo como si
fueran de verdad.
—Estamos en las manos de Dios –dijo mi padre–. Nada puede ocurrir sin su
consentimiento, y todo terminará bien para aquellos que lo amen. Él es nuestro
fiel Creador. Él nos ha creado a todos y se encargará de cuidarnos.
—¡Creador! ¡Naturaleza! –exclamó Carmilla en respuesta a las palabras de mi
amable padre–. Esta enfermedad que está invadiendo el país es natural. La
Naturaleza. Todo procede de la Naturaleza, ¿no es así? Todas las cosas que hay
�en el cielo y sobre la tierra, y bajo la tierra, ¿no actúan y viven como la
Naturaleza ha ordenado? Yo creo que sí.
—El médico prometió venir hoy –dijo mi padre finalmente, después de un
silencio–. Quiero saber qué piensa él de todo esto, y qué cree él que debemos
hacer.
—Los médicos nunca me han hecho ningún bien –dijo Carmilla.
—¿Entonces nunca has estado enferma? –le pregunté.
—Más enferma de lo que tú has estado nunca –respondió.
—¿Hace mucho tiempo?
—Sí, hace mucho tiempo. Yo sufría de esta misma enfermedad. No recuerdo
sino el dolor y la debilidad que me produjo, pero no eran tan graves como los
dolores de otras enfermedades.
—¿Eras muy joven entonces?
—Supongo que sí. Pero no hablemos más de eso.
—Bueno, no hablemos más del asunto. Uno no quisiera hacerle daño a una
amiga.
Ella me miró con languidez, pasó su brazo alrededor de mi cintura y me
condujo fuera del salón. Mi padre se ocupaba de algunos papeles en un rincón al
pie de la ventana.
—¿Por qué a tu papá le gusta asustarnos? –suspiró la bella niña, y se
estremeció levemente.
—No es cierto, Carmilla querida. Nada podría estar más lejos de su intención.
—¿Tienes miedo, querida? –preguntó ella.
—Tendría mucho miedo –dije–, si pensara que existe algún peligro real de que
yo fuera a ser atacada como lo fue esa pobre gente.
—¿Tienes miedo a la muerte?
—Sí. Todo el mundo tiene miedo a la muerte.
—Pero morir como mueren los amantes. Morir juntos, para vivir juntos.
—Las niñas son orugas mientras viven en el mundo –dije–, para convertirse
en mariposas en cuanto llegue el verano. Mientras tanto, son gusanitos y larva,
¿no ves? cada cual con sus propensiones particulares, sus necesidades y su
�estructura. Lo dice Monsieur Buffon en un libro grande que hay en el cuarto
vecino.
El médico llegó más tarde y se quedó hablando con papá durante un largo
rato. Era un hombre muy hábil, de unos sesenta años o más. Se perfumaba con
polvos y se afeitaba hasta que su cara quedaba lisa como la cáscara de una
calabaza. Él y papá salieron del cuarto juntos. Papá estaba riéndose y le oí decir:
—Me sorprende en un hombre sabio como usted. ¿También cree en los
dragones?
El médico sonreía y lo negó con un movimiento de la cabeza.
—Sin embargo –dijo–, la vida y la muerte son estados misteriosos, y sabemos
muy poco de los recursos de la una y de la otra.
Habiendo dicho eso, salió y no supe más. En ese momento ignoraba cuál era
el tema que el médico había introducido. Pero ahora creo que lo puedo adivinar.
�5
UN PARECIDO EXTRAORDINARIO
UNA TARDE LLEGÓ DE GRATZ el hijo del restaurador de arte, un joven de rostro
serio y tez oscura. En su carreta tirada por un caballo traía dos grandes guacales
que contenían una cantidad de cuadros. Gratz quedaba a diez leguas de distancia,
y cada vez que alguien llegaba de esa pequeña ciudad, nuestra capital, todos
salíamos a recibirlo para ver qué noticias traía. La llegada de cualquier persona a
un lugar tan aislado como el nuestro fue motivo de celebración.
El joven colocó los guacales en el atrio del castillo mientras los sirvientes lo
llevaron a cenar. Más tarde, acompañado de unos ayudantes, y con martillo, buril
y destornillador en las manos, se reunió con nosotros en el atrio donde nos
habíamos citado para ver el contenido de esas dos grandes cajas de madera en el
momento en que fueran abiertas.
Carmilla se sentó para observar, evidentemente sin mucho interés, cuando,
uno tras otro, sacaban a la luz los viejos cuadros, casi todos retratos, que habían
sido restaurados. Mi madre descendía de una vieja familia de la nobleza húngara,
y la mayoría de estos cuadros, destinados a ocupar sus antiguos puestos en las
paredes de nuestro castillo, fueron herencia de ella.
Mi padre llevaba en la mano una lista que leía en voz alta mientras el artista
hurgaba entre los guacales para encontrar el número correspondiente en cada
caso. Dudo que las pinturas hayan sido muy buenas, pero ciertamente eran muy
viejas, y algunas muy curiosas. Tenían un especial mérito para mí, pues las
estaba viendo por primera vez, ya que, antes de que fueran limpiadas y
restauradas, el polvo y la pátina de los siglos las habían dejado en un estado tan
lamentable que era imposible apreciarlas.
—Allá puedes ver un óleo que estaba esperando –dijo mi padre–. En una
esquina, allá arriba, está el nombre. Si no estoy mal dice «Marcia Karnstein» y la
fecha «1698». Tenía ganas de ver cómo había quedado.
�Yo me acordaba del cuadro. Era bastante pequeño, de unos quince centímetros
aproximadamente, cuadrado, sin marco. Pero era tan viejo y había estado
siempre tan cubierto de mugre, que nunca pude verlo bien. Ahora el joven
restaurador lo presentó con evidente orgullo. Era hermoso. Asombroso. Parecía
vivo. ¡Era la auténtica imagen y semejanza de Carmilla!
—Carmilla querida. Es un milagro. Aquí estás tú, sonriendo, a punto de
hablar, en este cuadro. ¿No te parece hermoso, Papá? Mira, hasta tiene el
pequeño lunar en el cuello.
Mi padre se rió y dijo:
—De verdad, el parecido es formidable.
Pero, para mi sorpresa, no le dio importancia y siguió hablando con el
restaurador, quien tenía mucho de artista, y mantuvo una conversación
inteligente con mi padre acerca de los retratos y otras obras que su trabajo
acababa de revelar con toda su luz y color. Mientras tanto, yo me entregué a la
contemplación del retrato, maravillándome ante lo que era, sin duda, la cara
misma de Carmilla.
—¿Papá, me permites colgar este cuadro en mi alcoba? –le pregunté.
—Por supuesto, hija –me contestó, sonriendo–. Me alegra que lo encuentres
tan parecido a Carmilla. Tal vez tengas razón. En tal caso el cuadro es aún más
hermoso de lo que yo creía.
La bella joven no reaccionó ante este piropo. Actuó como si no lo hubiera
escuchado. Estaba medio recostada en una silla y me contemplaba, sus ojos
mirándome por debajo de sus largas pestañas. Luego sonrió como si estuviera en
una especie de éxtasis.
—Y ahora –le dije–, uno puede ver nítidamente el nombre en la esquina del
cuadro. Parece escrito en oro. No es Marcia. El nombre es Mircalla, condesa de
Karnstein. Lleva puesta una pequeña corona. Y abajo dice A.D. 1698. Yo soy
descendiente de los Karnstein. Es decir, lo era mi mamá.
—Yo también –dijo ella, lánguidamente–. Es un linaje muy antiguo. ¿Aún
viven algunos de la familia Karnstein?
—Ninguno que lleve el nombre, creo. Me dicen que la familia se arruinó en
unas guerras civiles hace mucho tiempo. Las ruinas del castillo están cerca de
aquí, a unos cinco kilómetros.
—¡Qué interesante! –comentó.
�Y, cambiando de tema, dijo:
—Pero mira la belleza de esta noche de luna.
Miró por la puerta principal, que estaba medio abierta.
—¿Por qué no paseamos por el patio –propuso– y miramos cómo se ve la
carretera y el río?
—Me recuerda la noche que tú llegaste –le dije.
Ella suspiró, sonriendo.
Se levantó, y las dos, cada una con un brazo alrededor de la cintura de la otra,
caminamos por el adoquinado. En silencio, lentamente, nos acercamos al puente
levadizo para contemplar el bello paisaje.
—Así que estabas pensando en la noche que llegué –me dijo en un susurro–.
¿Estás contenta de que yo esté aquí?
—Encantada, mi querida Carmilla –contesté.
—Y pediste que te dejaran el cuadro que se parece a mí, para colgarlo en tu
alcoba –murmuró con un suspiro, apretando su brazo alrededor de mi cintura y
descansando su bella cabeza sobre mi hombro.
—Cómo eres de romántica, Carmilla –le dije–. El día que me cuentes tu vida,
estoy segura de que será la historia de un gran romance.
Me besó en silencio.
—Estoy segura que has estado enamorada, Carmilla. En este mismo
momento, debe haber algún amor en tu corazón.
—Jamás me he enamorado de nadie –susurró–. Y no me voy a enamorar
nunca. A no ser que sea de ti.
Cómo se veía de bella a la luz de la luna. Con una expresión a la vez tímida y
extraña. Escondió su rostro entre mis cabellos y mi cuello, emitiendo suspiros
tumultuosos que parecían sollozos, y tomó mi mano en la suya, que estaba
temblando. Su suave mejilla calentaba la mía.
—Querida, querida –murmuró–. Yo vivo en ti. Y tú morirías por mí. Te amo
tanto.
Me distancié de ella, asustada. Me miraba con ojos carentes de cualquier viso
de fuego, ojos sin sentido. Su rostro, pálido en extremo, reflejaba una enorme
apatía.
�—¿No sientes frío, querida? –preguntó con voz somnolienta–. Estoy tiritando.
¿He estado soñando? Entremos, pues. Sí, sí, entremos.
—Veo que estás mal, Carmilla. Casi desmayada. Debes beber un poco de
vino.
—Sí. Lo haré. Ya me siento mejor. En unos momentos estaré perfectamente
bien. Sí, te acepto un poco de vino –dijo, mientras nos acercábamos a la puerta.
—Pero miremos otra vez, por un momento. A lo mejor será la última vez que
voy a contemplar el claro de luna contigo.
—¿Cómo te sientes ahora, Carmilla? ¿De verdad estás mejor? –le pregunté.
Empezaba a alarmarme. Me preocupaba que le hubiera atacado la extraña
epidemia que parecía haber invadido la campiña a nuestro alrededor.
—Papá se preocuparía sobremanera –agregué– si te fueras a enfermar, aunque
sea un poquito, sin hacérselo saber inmediatamente. Tenemos un médico muy
eficiente, vive aquí cerca, el mismo que estaba hoy con papá.
—No dudo que sea bueno. Yo sé cómo son de amables ustedes. Pero, mi
querida niña, ya estoy bien otra vez. No tengo ningún problema de salud. Solo
un poco de debilidad. La gente dice que soy lánguida. Soy incapaz de esfuerzos
grandes, es cierto. Difícilmente camino lo que caminaría una niña de tres años. Y
de vez en cuando, lo poco de fortaleza que tengo me falla, y me vuelvo como me
acabas de ver. Pero me recupero fácilmente. En un instante soy otra vez yo. ¿No
ves cómo me recuperé?
Y era cierto; se había recuperado. Seguimos charlando un largo rato, ella muy
animada. Y el resto de la noche pasó sin que ella volviera a repetir esas
expresiones de enamoramiento. Me refiero a su forma loca de hablar y de mirar,
que me producían vergüenza, y hasta miedo.
Pero esa misma noche ocurrió una cosa que hizo dar un nuevo giro a mis
pensamientos, algo que incluso parece haber sacado a Carmilla de su habitual
languidez, llevándola, aunque fuera por un momento, a un inusual arranque de
vitalidad.
�6
UNA AGONÍA MUY EXTRAÑA
CUANDO LLEGAMOS AL SALÓN y nos sentamos a tomar nuestro café y
chocolate, y a pesar de que no tomó nada, Carmilla parecía estar de nuevo en su
estado normal. Madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine nos
acompañaron y estábamos jugando naipes cuando entró papá para tomar lo que
llamaba su «plato de té».
Cuando terminamos el partido, él se sentó en el sofá al lado de Carmilla y le
preguntó, en tono levemente ansioso, si había tenido noticias de su madre desde
que llegó a nuestra casa.
—No lo puedo saber –respondió, ambiguamente–. Pero he pensado que les
voy a abandonar. No quiero abusar de su hospitalidad. Ya han sido demasiado
amables conmigo. Les he causado una infinidad de problemas, ya lo sé. Quiero
tomar un coche mañana e ir en busca de mi madre. Yo sé dónde la puedo
encontrar en últimas, aunque no me atrevo a decir dónde es.
—¡Ni soñarlo! –exclamó papá, para mi gran alivio–. No podemos perderte así
no más. No te doy permiso para partir, a no ser bajo la custodia de tu madre, que
en su bondad tuvo la cortesía de dejarte aquí con nosotros hasta que ella misma
regresara. El día que recibas noticias de ella, me encantaría saberlo. Esta noche
los relatos sobre el progreso de la misteriosa enfermedad que está asaltando
nuestra vecindad son cada vez más alarmantes. Y, mi querida huésped, siento
mucha responsabilidad por ti en ausencia de tu madre. Ella no está para
aconsejarme, pero en las circunstancias haré lo mejor que pueda. Pero una cosa
es segura: que ni debes pensar en abandonarnos sin que recibas una orden
explícita de ella. Además, tu ida nos produciría demasiada tristeza para que
fuéramos a dar nuestro consentimiento fácilmente.
—Agradezco, señor, mil veces, su hospitalidad –respondió con una tímida
sonrisa–. Todos han sido tan amables conmigo. Rara vez en la vida he estado tan
feliz como me siento aquí, en su bello castillo, disfrutando de sus cuidados, y en
compañía de su querida hija.
�Ante esto, mi padre, con su acostumbrada galantería a la antigua, le besó la
mano, sonriendo y evidentemente contento con el pequeño discurso de ella.
Como siempre, yo acompañé a Carmilla a su alcoba, y me quedé sentada
charlando con ella mientras preparaba su cama. Finalmente le dije:
—¿Tú crees que algún día confiarás plenamente en mí?
Levantó la cabeza para mirarme, con una sonrisa. Pero no respondió. Apenas
siguió sonriendo.
—¿No me vas a contestar? –le dije–. No eres capaz de contestar amablemente.
No debí haberte dicho nada.
—No, hiciste bien en preguntarme eso, o cualquier cosa que se te ocurra. No
sabes lo especial que eres para mí. Porque de otra manera entenderías que no hay
ninguna confianza demasiado grande que puedas tomar. Pero estoy obligada por
mis votos, ninguna monja más seriamente, y todavía no puedo contar mi historia.
Ni siquiera a ti. Se acerca el momento en que vas a saberlo todo. Me creerás
cruel, y egoísta. Pero el amor siempre es egoísta. Mientras más ardiente, más
egoísta. No puedes imaginar cómo soy de celosa. Me tienes que acompañar, y
amar, hasta la muerte. O si no, odiarme y aun así acompañarme hasta la muerte,
y más allá de la muerte. En mi naturaleza aparentemente indolente, no existe la
palabra indiferencia.
—Ahora, Carmilla, comienzas a hablar tus locuras insensatas otra vez –le dije,
un poco molesta.
—Ya no más, tonta que soy, y llena de caprichos y fantasías. Para ti, solo
hablaré como una mujer sabia. ¿Has ido alguna vez a un baile?
—No. Pero ¡cómo corre tu pensamiento! ¿Cómo es un baile? Debe de ser
encantador.
—Casi ni me acuerdo ya. Eso fue hace muchos años.
Me reí.
—Tú no eres tan vieja. No puedes haber olvidado tu primer baile tan rápido.
—Recuerdo todo… con un esfuerzo. Sí, lo veo todo, como los buzos en el mar
ven lo que está sucediendo por encima de sus cabezas, a través de un medio,
denso, ondulante, pero transparente. Algo ocurrió aquella noche que confundió
el cuadro, volviendo pálidos sus colores. Por poco fui asesinada en mi cama. Me
hirieron aquí –se tocó el pecho– y nunca fui la misma después.
�—¿Estabas cerca de la muerte?
—Sí. Muy cerca. Fue un amor cruel, un amor extraño, que me hubiera quitado
la vida. El amor demanda sus sacrificios. Y no hay sacrificio sin sangre. Bueno,
a dormir entonces. Me siento tan perezosa. No me siento capaz de levantarme
para echar llave a la puerta.
Estaba recostada, su cabeza en la almohada, y por debajo de su mejilla había
enterrado sus pequeñas manos entre sus densos y ondulantes cabellos. Sus
brillantes ojos siguieron todos mis movimientos, y sonreía con una timidez que
no fui capaz de descifrar.
Le di las buenas noches y salí de la alcoba, experimentando una sensación
incómoda.
Me preguntaba con frecuencia si nuestra linda invitada alguna vez rezaba las
oraciones nocturnas. Nunca la había visto de rodillas. Por las mañanas nunca
salía de su alcoba antes de que hubiéramos terminado de rezar nuestras plegarias
matutinas. Y por la noche ella nunca abandonaba el salón para acompañarnos
durante nuestras oraciones vespertinas en el vestíbulo. De no haber sido porque
el tema salió en una de nuestras charlas desprevenidas, habría dudado que fuera
católica. Sobre la cuestión religiosa no le había escuchado pronunciar una sola
palabra. Seguramente si yo hubiera tenido más conocimiento del mundo, este
descuido o antipatía no me habría sorprendido tanto.
Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y con el tiempo
personas de un temperamento similar tienden a imitarse las unas a las otras. Yo
había adoptado la costumbre de Carmilla de echar llave a la puerta de mi alcoba,
habiendo asimilado mentalmente todas sus fantasías y miedos acerca de los
visitantes nocturnos y los asesinos al acecho. Había adoptado igualmente su
precaución de revisar brevemente por todos los rincones del cuarto de ella para
asegurarla de que no había un asesino o un ladrón escondido en algún lado.
Habiendo tomado estas medidas en mi propio caso, me acosté y prontamente
estaba dormida. Una lámpara quedaba encendida en mi alcoba, una vieja
costumbre de mi infancia a la que no renunciaría por nada del mundo.
Tranquilizada de este modo, podía dormir en paz. Pero los sueños no respetan
los muros de piedra ni los cuartos oscuros. Tampoco respetan los cuartos bien
iluminados. Entran y salen cuando se les da la gana, y se burlan de los cerrajeros.
Aquella noche yo tuve un sueño que fue el inicio de una agonía muy extraña.
No puedo decir que era una pesadilla, pues estaba perfectamente consciente de
estar en mi alcoba, acostada en mi cama y dormida, como en efecto lo estaba. Vi
�–o creí ver– el cuarto y sus muebles exactamente como los acababa de ver antes
de dormir. Pero ahora la pieza estaba muy oscura, y vi que algo se movía
alrededor de la cama. Primero no lo distinguía bien. Pero pronto vi que era un
animal de color negro hollín, y que se parecía a un gato monstruoso. Tenía un
metro, o metro y medio de largo. De eso mi di cuenta, pues medía lo largo del
tapete al pie de mi cama cuando pasó por encima de él. Y continuó yendo de un
lado a otro con la siniestra inquietud de un animal en una jaula. No pude gritar,
aunque estaba atemorizada, como puede usted imaginar. La creatura se movía
cada vez más rápido, y el cuarto se ensombrecía tanto que al fin quedó
oscurísimo y no podía ver otra cosa que los ojos del animal. Lo sentí subir a mi
cama, suavemente, de un brinco. Los dos grandes ojos se acercaron a mi cara, y
pronto sentí un intenso dolor, como si dos largas agujas, separadas por una
pulgada o dos, penetraran hondamente en mi pecho. Me desperté con un grito.
La alcoba estaba iluminada por la lámpara que estaba encendida siempre durante
toda la noche. Observé una figura femenina de pie cerca de la cama, un poco a la
derecha. Llevaba puesto un vestido largo y suelto, y sus cabellos caían sobre los
hombros. Quedaba inmóvil, como un bloque de granito. No se le notaba siquiera
el más mínimo movimiento, como el que hace una persona al respirar. Mientras
la miraba fijamente, la figura parecía haber cambiado de lugar. Estaba más cerca
de la puerta. Luego, junto a ella. Y entonces la puerta se abrió y ella se fue.
Ahora sentí alivio y pude respirar normalmente y moverme. Lo primero que
se me ocurrió fue que Carmilla estaba jugando conmigo, y que se me había
olvidado asegurar la puerta. Corrí a examinarla y encontré que estaba con llave,
y que la llave estaba al interior de la alcoba, como de costumbre. Me dio miedo
abrirla. Estaba horrorizada. Me metí de prisa en la cama y me cubrí la cabeza
con las cobijas. Y allí me quedé, más muerta que viva, hasta la primera luz del
nuevo día.
�7
EN DESCENSO
EN VANO TRATARÍA DE COMUNICARLE el terror con el que, aun ahora, traigo a
la memoria lo ocurrido aquella noche. No se trataba del terror pasajero que deja
un mal sueño. Al contrario, parecía profundizarse en mí cada vez más con el
tiempo. Incluso parecía afectar la alcoba y los muebles que habían sido el
entorno de la aparición.
Durante el día siguiente no podía estar sola ni un segundo. Debí contárselo a
papá, pero no lo hice por dos razones opuestas. En un comienzo creí que él se
reiría de la historia, y no soportaba que lo fuera a tratar como un chiste. Pero
también pensé que él estaría convencido de que yo había sido víctima de la
misteriosa enfermedad que estaba haciendo estragos en nuestra comunidad. Yo
personalmente no creía eso. Pero dado que, desde tiempo atrás, él no gozaba de
muy buena salud, no quise alarmarlo.
Me sentí bastante tranquila en compañía de las bien humoradas señoras,
madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine. Las dos notaron que yo estaba
desanimada y nerviosa, y finalmente les conté la causa de la pesadez que sentía
en el corazón.
Mademoiselle rió pero, si no me equivoco; la cara de madame Perrodon
expresó cierta ansiedad.
—A propósito –dijo mademoiselle, riéndose–, el sendero de limeros que corre
bajo la ventana de Carmilla tiene su propio fantasma.
—¡Tonterías! –exclamó madame, que probablemente consideraba el tema
inapropiado–. ¿Y quién le contó eso, querida?
—Martín dice que, cuando la vieja puerta estaba en reparación, él pasó por
allá dos veces antes del amanecer, y en ambas ocasiones vio la misma figura
femenina caminando por ese sendero.
—Así debe de entretenerse cuando todavía no ha ordeñado las vacas que lo
están esperando en los campos al borde del río –dijo madame.
�—Tal vez. Pero Martín se asustó. Diría que nunca he visto un bobo tan
asustado como estaba él.
—No debes decirle nada de eso a Carmilla, porque ella puede ver ese sendero
desde su ventana –le dije–. Y ella es aún más cobarde que yo, si eso es posible.
Ese día Camilla se presentó más tarde que de costumbre.
—Estaba muy asustada anoche –dijo, tan pronto nos encontramos–. Estoy
segura de que hubiera visto algo horrible si no fuera por ese amuleto que me
vendió aquel pobre jorobado a quien insulté tanto. Soñé con algo negro que
merodeaba alrededor de mi cama y me desperté horrorizada. Durante unos
segundos estaba convencida de que estaba viendo una figura oscura al lado de la
chimenea. Pero busqué mi amuleto debajo de la almohada y apenas lo toqué la
figura desapareció. Si no hubiera tenido ese talismán a la mano, estoy segura de
que algo terrorífico habría aparecido, y tal vez me habría estrangulado, como le
pasó a esa pobre gente de quienes nos hablaron.
—Bueno, escúchame –empecé–. Y le conté lo que me había pasado, ante lo
cual ella se veía horrorizada.
—¿Y tenías el amuleto cerca? –preguntó, ansiosa.
—No. Lo había dejado caer en un florero de porcelana que hay en el salón.
Pero esta noche sin falta lo voy a llevar conmigo, ya que tú has puesto tanta fe en
él.
A esa distancia en el tiempo, no puedo explicar, ni siquiera entender, cómo
había superado mi temor tanto para poder acostarme sola en mi alcoba esa
noche. Recuerdo cómo prendí el amuleto con una aguja a mi almohada y caí
dormida casi al instante. Incluso dormí más profundamente que de costumbre
toda la noche.
La noche siguiente, igual. Dormí profundo, deliciosamente profundo, y sin
soñar nada. Pero me desperté con una sensación de pereza y melancolía, aunque,
por fortuna, no excedía un grado que se podría definir como de voluptuosidad.
—Bueno, te lo dije –comentó Carmilla, cuando le describí mi sueño
tranquilo–. Yo misma dormí muy bien anoche. Prendí el amuleto a mi camisón.
La noche anterior lo había dejado demasiado lejos de mí. Estoy segura de que
todo fue una mera fantasía, salvo por los sueños. Antes creía que los sueños
fueron creados por los espíritus malignos, pero un médico me dijo una vez que
no existe tal cosa. Se debe únicamente a una fiebre pasajera, o algún otro mal,
que toca en la puerta e, incapaz de entrar, sigue derecho, dejando esa alarma.
�—Y, ¿en qué consiste el amuleto, crees tú? –le pregunté.
—Ha sido fumigado por alguna droga, o inmerso en una droga, como podría
ser un antídoto contra la malaria –contestó.
—Entonces, ¿solo actúa sobre el cuerpo?
—Por supuesto. ¿Tú crees que los espíritus malignos se asustan con una tirita
de tela, o con los perfumes que se compran en la farmacia? No, estos seres andan
por el aire y empiezan con un ataque a los nervios, para así infectar el cerebro.
Pero antes de que te agarren, el antídoto los repele. Eso es lo que nos ha hecho el
amuleto, estoy segura. No tiene nada de magia. Es simplemente natural.
Habría estado más contenta si hubiera podido estar totalmente de acuerdo con
Carmilla. Pero hice lo que pude por creerle, y se mermaba la fuerte impresión
que la experiencia había dejado en mí al inicio.
Durante las noches siguientes dormí bien. Sin embargo, cada mañana sentía
esa misma pereza y una languidez que pesaba en mí por el resto del día. Me sentí
como otra persona. Me entregaba a una extraña melancolía, una melancolía de la
que no hubiera querido salir. Vagos pensamientos acerca de la muerte me
invadían. Y la idea de que me estaba hundiendo lentamente empezó a poseerme
con suavidad. Y de alguna manera, a aquella sensación le daba yo la bienvenida.
Aunque triste, el estado mental que esto producía era dulce también.
Sea lo que fuera, mi alma lo aceptó sin la menor prevención. No admitiría que
estaba enferma. No le contaría a mi papá, ni permitiría que me fueran a traer el
médico.
Carmilla dedicó más tiempo que nunca a consentirme, y sus extraños
paroxismos de lánguida devoción ocurrían con más frecuencia. Se regodeaba en
mi mal con un ardor que se incrementaba a diario en la medida en que mi fuerza
y mi espíritu se debilitaban. Cosa que me alarmaba, como si fuera una
momentánea manifestación de locura.
Sin saberlo, estaba yo en un estado avanzado de la enfermedad más rara que
un ser mortal podía padecer. En la etapa de los síntomas tempranos sentía una
fascinación irracional que me reconciliaba con el efecto de incapacidad que el
mal me producía. Esta fascinación aumentó durante un tiempo, hasta llegar a
cierto punto cuando gradualmente un sentido del horror empezaba a mezclarse
con ella, profundizándose, como se verá, hasta llegar a desfigurar y pervertir
completamente el estado de mi vida.
�El primer cambio que experimenté fue bastante agradable. Sin saberlo, estaba
muy cerca del punto de no retorno desde donde se inicia el descenso al Averno.
Ciertas vagas y extrañas sensaciones me visitaban mientras dormía. La sensación
dominante fue ese peculiar estremecimiento, frío pero placentero, que le pasa a
uno cuando se mete en un río y nada contra la corriente. Esta sensación fue
acompañada prontamente por interminables sueños tan vagos que nunca pude
recordar cómo era su escenario ni quiénes eran las personas, ni nada relacionado
con la acción. Sin embargo me dejaban con una impresión espantosa, y la
sensación de agotamiento, como si hubiera transitado por un largo periodo de
esfuerzo mental y de peligro.
Al despertar, después de todos estos sueños, permanecía el recuerdo de haber
estado en un lugar oscuro, y de haber hablado con personas a quienes no podía
ver. Me acordaba, sobre todo, de una sola voz clara, una voz femenina, muy
profunda, que hablaba desde la distancia, muy despacio, y que producía siempre
la misma sensación de una indescriptible solemnidad y temor. A veces, también,
tuve la sensación de una mano que me acariciaba la mejilla y el cuello. En
ocasiones fue como si me besaran unos cálidos labios, besos cada vez más
prolongados y con más amor hasta alcanzaban mi garganta, y allí la acaricia se
instaló de modo fijo e inmóvil. Mi corazón latía más rápido, respiraba e inhalaba
con mayor velocidad, y emitía unos sollozos que terminaban en la sensación de
estrangulamiento y una tremenda convulsión que me privó de mis sentidos y me
dejó sin conocimiento.
Habían pasado tres semanas desde el inicio de este inexplicable estado. En los
últimos días, mi sufrimiento dejó huella en mi rostro. Estaba pálida, mis ojos se
habían dilatado y tenía notorias ojeras. Además, la languidez que venía
experimentando durante bastante tiempo se notaba en mi expresión facial. Mi
padre me preguntó si me sentía mal. Pero, con una obstinación que ahora me
parece inexplicable, seguía insistiendo en asegurarle que me sentía
perfectamente normal.
En cierto sentido era la verdad. No sentía ningún dolor. No podía quejarme de
ningún malestar físico. Mi mal parecía ser una cosa de la fantasía, o de los
nervios. Y por más horribles que fueran mis sufrimientos, los guardé
prácticamente para mí misma, con una reserva morbosa.
No podría ser ese terrible mal que los campesinos llamaban el diablo, porque
yo ya llevaba tres semanas de sufrimientos, y ellos no se enfermaban durante
más de unos cuantos días antes de que la muerte pusiera fin a su miseria.
�Carmilla se quejaba de sueños y de fiebres, pero nada tan alarmante como lo
que me estaba pasando a mí. Digo que lo mío era alarmante en extremo. De
haber sido capaz de comprender mi condición, me habría puesto de rodillas para
exhortar que me socorrieran. Pero en mí obraba una sustancia narcótica de una
influencia insospechada que anulaba mi percepción.
Ahora le voy a hablar de un sueño que condujo inmediatamente a un curioso
descubrimiento.
Una noche, en vez de escuchar las voces que estaba acostumbrada a oír en la
oscuridad, sentí una sola voz, dulce y tierna, y al mismo tiempo temible, que
dijo:
—Tu madre te advierte; ten cuidado del asesino.
En el mismo momento, una luz surgió inesperadamente, y vi a Carmilla,
parada al pie de mi cama, en su camisón blanco, bañada, de pies a cabeza, por
una gran mancha de sangre.
Me desperté con un aullido, convencida de que a Carmilla la estaban matando.
Recuerdo cómo salí de la cama de un brinco, y mi próximo recuerdo es estar en
el corredor, pidiendo ayuda a gritos.
Madame y mademoiselle salieron de sus habitaciones a la carrera. A la luz de
una lámpara que se mantenía encendida en el corredor, ellas me vieron y pronto
les conté la causa de mi terror.
Insistí en que teníamos que llamar a la puerta de Carmilla. Tocamos, pero no
hubo respuesta. En cuestión de minutos estábamos golpeando durísimo y
gritando a voz en cuello. La llamamos fuertemente por su nombre. Pero todo en
vano.
Nos asustamos las tres, porque la puerta estaba cerrada con llave. Regresamos
con pánico a mi alcoba. Una vez allá, tocamos la campana largamente, y con
furia. Si el cuarto de mi padre se hubiera localizado en ese lado del castillo, le
habríamos llamado de una vez para ayudarnos. Pero lamentablemente estaba
demasiado lejos y no nos podía oír. Para llegar a donde él se requería de un
coraje que ninguna de nosotras poseía.
Por fortuna vinieron los sirvientes, subiendo a toda velocidad por la escalera.
Mientras tanto, yo me había puesto la bata de levantar y mis pantuflas. Mis
compañeras habían llegado ya vestidas. Al reconocer las voces de los sirvientes
en la escalera, salimos a encontrarlos. Y habiendo vuelto a tocar con fuerza en la
puerta de Carmilla, con el mismo resultado negativo, ordené a los hombres que
�forzaran la cerradura. Así lo hicieron, y nos quedamos parados todos en el marco
de la puerta mirando hacia el interior de la alcoba.
La llamamos otra vez por su nombre, y aún no hubo respuesta. Entramos y
examinamos lo que había en la habitación. Encontramos todo exactamente en el
estado en que lo había dejado cuando le di las buenas noches. Pero no estaba
Carmilla.
�8
LA BÚSQUEDA
AL CONTEMPLAR LA ALCOBA con todo en su lugar –salvo lo que habíamos
movido al entrar tan violentamente–, el único estorbo habiendo sido nuestra
violenta entrada, empezamos a calmarnos un poco y muy pronto nos sentimos lo
suficientemente tranquilas como para despedir a los hombres. A mademoiselle se
le ocurrió que posiblemente Carmilla fue despertada por la bulla en el corredor, y
que, en un primer pánico, se habría escondido en el clóset o detrás de una cortina
o un lugar semejante del cual no iba a emerger, naturalmente, hasta que el
mayordomo y su séquito se hubieran retirado. Ahora, entonces, iniciamos la
búsqueda, llamándola de nuevo por su nombre.
Pero todo en vano. Sólo se aumentó nuestra perplejidad. Examinamos las
ventanas, pero las encontramos selladas. A Carmilla le imploré que, si estaba
escondida, que dejará de jugar cruelmente con nosotras, que saliera para poner
fin a nuestra ansiedad. Pero para nada servía. Ya me convencí de que ella no
estaba en la alcoba, ni en el vestuario al lado, cuya puerta aún quedaba cerrada
con la llave por nuestro lado. Imposible que haya salido por allá. Estaba
totalmente confundida. Sería que Carmilla había descubierto uno de aquellos
pasillos secretos que la vieja ama de llaves decía que existían en el castillo,
según la tradición, pero que ya nadie sabía dónde se encontraban. Sin duda,
pensé, con el tiempo sabremos la explicación, por más desconcertados que
estábamos en ese momento.
Eran más de las cuatro de la mañana, y yo decidí pasar el resto de la noche en
la habitación de madame Perrodon.
El alba llegó, sin ninguna solución del misterio. Todo el mundo, con mi padre
a la cabeza, amaneció en un estado de confusión y agite. Se buscó en cada rincón
del castillo. Algunos salieron a explorar dentro del bosque. Pero no se
encontraba ningún vestigio de Carmilla. Se contemplaba la posibilidad de dragar
el río. Mi padre estaba angustiado. ¿Cómo contar lo sucedido a la madre de la
�pobre niña cuando regresara? Yo también estaba adolorida, pero mi sufrimiento
era de otro orden.
Pasó la mañana entre la angustia y la agitación. Llegó la una de la tarde, y aún
no había noticia alguna. Yo subí la escalera y entré en la alcoba de Carmilla, y
allí estaba ella al pie del tocador. Quedé de una sola pieza. No podía creer lo que
estaba viendo. En silencio, con un gesto de su dedo tan bonito, me señaló que me
acercara. Llevaba una expresión de mucho temor. Me lancé a sus brazos en un
éxtasis de alegría. La abracé y la besé una y otra vez. Corrí a buscar la campana
y la toqué con vehemencia para que los demás llegaran al lugar y así poder
aliviar la angustia de papá.
—Querida Carmilla, ¿dónde has estado todo este tiempo? Hemos estado
muertos de la angustia buscándote. ¿Dónde estabas? ¿Cómo regresaste?
—Fue una noche de maravillas –me dijo.
—Por el amor de Dios, explícate.
—Anoche, después de las dos –dijo–, fue cuando me acosté como siempre en
mi cama, con las dos puertas cerradas con llave, la del guardarropa y la que da al
corredor. Dormí profundo, sin sueños, que yo recuerde. Pero me desperté hace
un momento en el sofá del guardarropa, y encontré la puerta abierta, y la otra
forzada. ¿Cómo podría haber sucedido todo eso sin yo despertarme? Porque
debe haber causado mucho ruido, y a mí cualquier cosa me despierta. ¿Y cómo
podrían haberme sacado de mi cama sin interrumpir mi sueño? ¿A mí, que me
asusto con la menor cosa?
Mi padre, junto con mademoiselle y varios sirvientes llegaron a la alcoba.
Como era de esperarse, bombardearon a Carmilla con una cantidad de preguntas,
y con felicitaciones y bienvenidas. Ella siempre repetía la misma historia, y entre
todos parecía ser la menos capaz de sugerir una explicación de lo que había
pasado.
Mi padre caminaba por el cuarto de arriba abajo, muy pensativo. Observé
cómo, en un momento, Carmilla lo miró de soslayo. Una mirada algo turbia, me
pareció.
Cuando mi padre había despachado a los sirvientes, y mademoiselle había ido
a traer un frasco de valeriana y sales aromáticas, y dado que no había nadie más
en el cuarto, aparte de mi padre, madame Perrodon y yo, él se le acercó,
pensativo. Le tomó de la mano con suma gentileza, la condujo al sofá y se sentó
a su lado.
�—¿Me perdonarás, querida, si me atrevo a hacer una conjetura y preguntarte
algunas cositas?
—¿Quién tiene más derecho que usted? –respondió–. Pregunte lo que le
parezca importante, y le contaré todo. Pero mi historia consta únicamente de
confusión y oscuridad. No sé nada en absoluto. Me puede preguntar cualquier
cosa, pero conoce, por supuesto, las limitaciones acordadas con mi mamá.
—Perfectamente, mi querida niña. No tengo por qué tocar los temas sobre los
cuales ella insiste que guardemos silencio. Ahora, la maravilla de anoche es el
hecho de que tú hayas sido sacada de tu cama y de tu alcoba sin ser despertada, y
que este traslado haya ocurrido aparentemente estando las ventanas selladas y las
dos puertas cerradas con llave desde dentro. Te voy a contar mi teoría. Pero
primero quiero formularte una pregunta.
Carmilla descansaba su cabeza sobre una mano. Parecía desanimada. Madame
y yo quedamos a la escucha, casi sin respirar.
—Ahora, mi pregunta es la siguiente. ¿Alguna vez han sospechado que tú seas
sonámbula?
—No, desde que fui muy niña.
—¿Pero sí caminabas dormida cuando muy niña?
—Sí, es cierto. Muchas veces me lo contó mi vieja nodriza.
Mi padre sonrió y movía la cabeza como signo de complacencia.
—Entonces lo que sucedió fue esto: te levantaste dormida, abriste la puerta sin
dejar la llave en la cerradura, como era la costumbre, sino que la sacaste y
aseguraste la puerta nuevamente desde fuera. Luego retiraste la llave y la llevaste
contigo a una de las veinticinco habitaciones que hay en este piso, o a un piso
superior, o a otras más abajo. Es que aquí hay tantas habitaciones y closets, y
tantos muebles pesados, y tanta acumulación de trastos viejos que haría falta una
semana para poder lograr una requisa completa de este castillo. ¿Ahora me
entiendes?
—Sí. Pero no del todo –respondió ella.
—Pero, papá –intervine–, ¿cómo explicas el hecho de que, cuando ella
despertó, se encontró en el guardarropa, donde la habíamos buscado con
esmero?
�—Ella volvió allá después de la requisa de ustedes. Estaba aún dormida, y
finalmente se despertó espontáneamente, y fue tan sorprendida como cualquiera
al encontrarse allí. Ojalá todos los misterios tuvieran una explicación tan sencilla
y fácil como el tuyo.
Mi padre rió.
—Debemos felicitarnos –continuó–, porque queda claro que la explicación
más natural del episodio no tiene que ver con drogas, ni con cerraduras forzadas,
ni con ladrones o brujas o asesinos. De hecho no hay nada que deba alarmar a
Carmilla, ni a nadie. Gracias a Dios, estamos todos sanos y salvos.
Carmilla parecía estar encantada. Y no había nadie tan hermoso como ella
cuando estaba así. Creo que esa languidez que llevaba con tanta gracia y que era
tan característica de ella sólo servía para destacar más su belleza. Evidentemente
mi padre estaba pensando en el contraste entre su semblanza y la mía, porque
suspiró y dijo:
—Ojalá mi pobre Laura también luciera ahora como en ella ha sido usual.
Bueno, nuestras preocupaciones se habían desvanecido y Carmilla disfrutaba
de nuevo de su vida entre nosotros.
�9
EL MÉDICO
DADO QUE CARMILLA NO PERMITÍA que nadie propusiera ni siquiera la
posibilidad de que una persona la acompañara en la noche, mi padre ordenó que
una de las sirvientas durmiera en el corredor al pie de su puerta. De este modo
evitaba que ella intentara otra excursión nocturna, pues la sirvienta se daría
cuenta y se lo impediría.
Todo pasó tranquilamente esa noche, y el día siguiente, temprano, el médico
llegó para examinarme. Mi padre lo había citado, sin decirme nada.
Madame me acompañó hasta la biblioteca, donde me esperaba el doctor, un
hombre muy serio, de baja estatura y pelo blanco, que usaba anteojos. Cuando le
conté mi historia, se puso más serio todavía.
Los dos estábamos de pie, enfrentados, al pie de un ventanal. Cuando terminé
mi relato, él descansó los hombros en la pared, mirándome fijamente. Había oído
mi relato con mucha atención y por su cara se notaba que quedaba bastante
impresionado. Luego de un silencio, le dijo a madame que quería ver a mi padre.
A los pocos minutos papá entró sonriendo y le dijo:
—Me supongo, doctor, que me va a decir que soy un viejo tonto por haberlo
traído. Al menos, así espero.
Pero se le desvaneció la sonrisa cuando el médico, con cara de solemnidad, le
señaló que se acercara.
Mi padre y el médico conversaron durante un buen rato al lado del mismo
ventanal. Se veían muy serios y agitados. Allá en la biblioteca, que es muy
grande, madame Perrodon y yo quedamos de pie en el extremo más lejano,
muertas de la curiosidad. No podíamos entender una palabra de la conversación,
pues mi padre y el médico hablaban muy quedo, y el nicho de la ventana
prácticamente los ocultaba. De mi padre apenas se le percibía un pie, el brazo y
el hombro. Y sus voces resultaban aún más inaudibles debido a una especie de
ropero formado por la gruesa pared.
�Había pasado bastante tiempo antes de que mi padre mirara en nuestra
dirección. Se le notaba el rostro pálido. Vi que estaba pensativo, y me pareció
angustiado también.
—Laura, querida, ven acá por un instante. Madame, no la vamos a molestar
más por el momento.
Obedeciendo órdenes, me acerqué hacia donde estaba mi padre y el médico.
Por primera vez me sentí alarmada porque, aunque estaba muy débil, no creía
que estaba enferma. Y la fuerza es algo que uno puede volver a tener en
cualquier momento. Al menos así pensaba yo.
Mi padre me extendió la mano, pero miraba hacia el médico y dijo:
—Sin duda es muy extraño. Confieso que no acabo de entenderlo del todo.
Laura, querida, ven acá y oye lo que dice el doctor Spielsberg. Y mantén la
calma. Hablaste de la sensación de dos agujas que te penetraban la piel cerca del
cuello la noche que tuviste tu primer sueño horrible. ¿Todavía te duele?
—No, papá. Ya no.
—Nos puedes señalar con el dedo más o menos el punto donde crees que te
entraron las agujas.
—Aquí –dije, indicando–, un poco más abajo de la garganta.
El vestido que llevaba puesto cubría el lugar.
—Ahora usted puede ver, señor –dijo el médico–. Si no te molesta, señorita, tu
padre te va a bajar el cuello del vestido, pero muy poco. Es necesario para que
podamos detectar el síntoma del mal que padeces.
Yo consentí. El lugar estaba apenas a una pulgada debajo del cuello del
vestido.
—¡Que Dios me bendiga! –exclamó papá–. ¡Es verdad!
Y empalideció.
—Ahora lo puede ver con sus propios ojos –dijo el médico, triunfante, pero en
tono lúgubre.
—¿Qué es? –pregunté, empezando a alarmarme.
—Nada, mi querida señorita –dijo el médico–, sólo un diminuto punto azul,
como la punta de tu dedo. Y ahora… –y se volteó hacia papá–, ahora la cuestión
es ¿qué vamos a hacer?
�—¿Existe algún peligro? –pregunté, con creciente temor.
—Espero que no, querida –replicó el médico–. No veo por qué no vayas a
recuperar tu salud. Debe empezar a mejorar desde ahora. ¿Es ese el punto donde
se inicia el sentido de estrangulación?
—Sí –le dije.
—Entonces, recuerda lo mejor que puedas. ¿Fue ese punto el centro, de
alguna manera, del estremecimiento que me acabas de describir, como las aguas
frías de un arroyo cuya corriente venía contra ti?
—Podría ser. Sí, creo que sí.
—¿Logra verlo? –dijo dirigiéndose a mi padre–. ¿Me permite una palabra con
madame?
—Naturalmente –respondió papá.
Hizo que madame Perrodon se acercara, y le dijo:
—Encuentro que nuestra joven amiga aquí presente no está bien, ni mucho
menos. Ojalá no sea de mucha gravedad. Creo que no. Sin embargo, hay que
tomar ciertas medidas, que le voy a explicar prontamente. Pero mientras tanto,
madame, le ruego que no deje a la señorita Laura sola en ningún momento. Es lo
único que le puedo recomendar por ahora. Pero es absolutamente indispensable.
—Yo sé que contamos con su amabilidad, madame. Y su cuidado –dijo papá–.
De eso estoy seguro.
Sin vacilar, madame le aseguró que sí.
—Y tú, mi querida Laura –dijo papá–, yo sé que vas a acatar la
recomendación del doctor.
Luego se dirigió al médico:
—Tengo que pedir su opinión sobre otra paciente, cuyos síntomas se asemejan
a los de mi hija. En menor grado, creo, pero similares. Se trata de una joven que
es nuestra invitada. Como me dice que vuelve a pasar por estos lados más tarde,
le invito a cenar con nosotros, y luego la puede examinar. Ella nunca aparece
sino después de la una de la tarde.
—Le agradezco –dijo el médico–. Estaré con ustedes, entonces, a las siete de
la noche.
�Los dos repitieron sus indicaciones para mí y para madame, y con eso mi
padre acompañó al médico a la salida. Los observé caminando para arriba y para
abajo sobre el césped frente al castillo, entre la carretera y la fosa. Se veían
absortos en una conversación muy seria.
El médico no regresó con papá. Lo vi montar su caballo y galopar hacia el este
por el bosque. Casi en el mismo momento vi que el hombre de Dranfield llegó
con el correo. Se apeó y entregó las cartas a papá.
Mientras tanto, madame y yo nos ocupábamos en conjeturas acerca de los
motivos que había inspirado la severa recomendación impuesta por el médico,
secundado por mi padre. Fue solo después que madame me contó su verdadera
opinión; creía que el médico tenía miedo de que me diera una súbita epilepsia y
que, sin ayuda instantánea, podría perder la vida en un ataque, o al menos quedar
gravemente herida.
A mí no se me ocurrió interpretar la cosa así. Me imaginaba –y tal vez fue
afortunado, dado el estado de mis nervios– que se me había formulado esa
precaución simplemente para que tuviera una compañera constantemente a mi
lado, para que no fuera a hacer demasiados esfuerzos o comer frutas verdes, o
hacer alguna de las mil tonterías para las que, según suponen los mayores,
nosotros los jóvenes somos propensos.
Una media hora más tarde, mi padre entró. En la mano llevaba una carta.
—Esta carta llegó con demora –dijo–. Es del general Spielsdorf. Podría haber
venido a vernos ayer. Ahora no llegará hasta mañana, a no ser que alcance a
llegar hoy mismo.
Colocó la carta en mi mano, pero no se veía contento, como solía ser cuando
esperaba una visita, especialmente la de una persona tan querida como era el
general Spielsdorf. Al contrario, tenía cara de querer hundir al general en el
fondo del mar. Era evidente que algo lo tenía sumamente preocupado, algo que
no quiso revelarnos a nosotros.
—Papá, querido papá –le dije de súbito, poniendo mi mano en su brazo y
mirándolo como quien implora–, ¿por qué no me cuentas qué es lo que pasa?
—Tal vez –me dijo, acariciándome el pelo.
—¿El médico piensa que estoy muy grave?
—No, hija mía. Piensa que, si tomamos las medidas correctas, vas a estar muy
bien otra vez, en camino a una recuperación total. En cuestión de días. Pero
�hubiera querido que nuestro amigo el general escogiera otro momento. Es decir,
quisiera que tú estuvieras perfectamente bien para recibirlo.
—Pero dime, papá –le insistí–, ¿qué es lo que el médico cree que tengo?
—Nada. No me debes acosar con tantas preguntas –me respondió, con una
irascibilidad que no le había conocido nunca.
Luego, viéndome desconcertada, me dio un beso y agregó:
—Vas a saber todo en un par de días. Es todo lo que sé. Mientras tanto, no
debes preocuparte.
Se volteó y salió del cuarto. Pero antes de que yo hubiera tenido tiempo para
reflexionar sobre lo raro de todo esto, regresó. Fue para decir que pensaba ir a
Karnstein. Ordenó que el coche estuviera listo a las doce del día, y dijo que
madame y yo deberíamos acompañarlo. Quería visitar a un sacerdote que vivía
cerca de ese pintoresco lugar. Un asunto de negocios, dijo. Y ya que Carmilla no
conocía el sitio, ella podía seguirnos cuando bajara de su habitación. Carmilla
viajaría con mademoiselle, quien llevaría cosas de comer para hacer un picnic en
los predios del castillo en ruinas.
A las doce yo estaba lista. Y a los pocos minutos mi padre, madame y yo
emprendimos el viaje. Después de atravesar el puente levadizo, volteamos a la
derecha y, siguiendo la carretera, cruzamos el puente gótico. Viajamos hacia el
oeste con el fin de llegar a la aldea abandonada al pie de las ruinas del castillo de
los Karnstein.
Ningún paseo podría ser más grato. El panorama es una mezcla de colinas y
valles, todo vestido de bosques, sin ese formalismo que se ve en los bosques
plantados artificialmente, todo podado y bien arreglado. Las irregularidades del
terreno obligan a la vía que cambie constantemente de ruta, de modo que anda
merodeando al borde de las colinas más empinadas y bajando a las hondonadas
para revelar ante nuestros ojos una variedad inagotable de paisajes.
A la vuelta de una curva, nos encontramos de improviso con nuestro viejo
amigo, el general Spielsdorf. Venía cabalgando hacia nosotros, en compañía de
un asistente, igualmente bien montado. Sus maletas venían detrás en una carreta
halada por un caballo.
Cuando el general llegó al lado de nuestro coche, frenamos y él se apeó para
saludarnos. No resultó difícil persuadirle para que ocupara el asiento vacante en
nuestro coche. Subió, entonces, y con el sirviente, mandó su caballo a nuestro
castillo.
�10
DE LUTO
DESDE NUESTRO ÚLTIMO ENCUENTRO con el general habían pasado unos diez
meses, tiempo suficiente para haber producido un cambio de años en su figura.
Estaba más delgado, y la cordial serenidad que antiguamente le era tan
característica se había reemplazado con una actitud lúgubre y ansiosa. Sus ojos
de un azul profundo, siempre penetrantes, miraban al mundo ahora con una
expresión severa debajo de sus hirsutas y tupidas cejas. La alteración que se le
notaba no parecía ser producto únicamente del dolor de haber perdido a un ser
querido. A ese dolor se agregaba un raro elemento que yo llamaría apasionada
iracundia.
Pocos minutos después de reiniciar el viaje, el general empezó a hablar. Con
su típica franqueza militar, se refirió al luto que padeció después de la muerte de
su querida sobrina. Acto seguido, irrumpió en un tono de intensa furia y
amargura, maldiciendo las «artes infernales» de las que ella había sido víctima.
Expresaba, con más exasperación que piedad, su rechazo de un dios que
permitiera tan monstruosa indulgencia a la lujuria y malignidad del Infierno.
Mi padre entendió en seguida que el general había sufrido alguna calamidad
fuera de lo común. Le pidió que, si no fuera demasiado doloroso, nos contara
cuáles eran las circunstancias que merecían los términos tan fuertes en que se
había expresado.
—Podría contarle, con gusto –dijo el general–. Pero usted no me creería.
—¿Por qué no? –preguntó papá.
—Porque usted solamente cree en lo que está de acuerdo con sus propios
prejuicios y sus propias ilusiones –dijo en un tono algo irascible–. Yo era como
usted. Pero la vida me ha enseñado a pensar de manera diferente.
—Intente conmigo, entonces –dijo papá–. No soy tan dogmático como usted
cree. Además, yo sé muy bien que usted siempre necesita pruebas para creer, y
por eso estoy muy dispuesto a respetar sus conclusiones.
�—Usted tiene razón al suponer que no ha sido a la ligera que he llegado a
creer en lo fantasioso, porque lo que he experimentado es eso, fantasioso. Una
evidencia extraordinaria me ha obligado a dar crédito a algo que era
diametralmente opuesto a todas mis convicciones anteriores. He sido utilizado
como una ficha inconsciente en manos de una conspiración sobrenatural.
No obstante haber profesado su confianza en la seriedad del general, observé
cómo mi padre, ante esto, miró al general con lo que me parecía una duda acerca
de su estado mental.
Por fortuna, el general no lo notó. Con una mezcla de tristeza y curiosidad
estaba contemplando el sombreado paisaje de valles y bosques por donde
nuestro coche pasaba en ese momento.
—¿Se van a las ruinas de Karnstein? –preguntó–. Es una coincidencia
afortunada. Iba a pedirle el favor de llevarme allá para verlas. Tengo un motivo
especial para querer examinarlas. Tengo entendido que hay una capilla, también
en ruinas, con una cantidad de tumbas de miembros de aquella antigua familia,
¿no es así?
—Es verdad –dijo mi padre–. Y son muy interesantes. ¿Está pensando usted
en reclamar las tierras y los títulos hereditarios de los Karnstein? –preguntó mi
padre.
Lo había dicho en broma. Pero el general no respondió con una risa, ni
siquiera una sonrisa, al chiste de su amigo, como dictaba la etiqueta. Al
contrario, se puso aún más serio, incluso molesto, rumiando algún asunto que
había provocado su ira y su horror.
—Algo muy distinto –dijo bruscamente–. Tengo la intención de desenterrar
algunos de esos nobles personajes. Con la bendición de Dios, allá espero poder
cumplir con un sacrilegio piadoso. Con él, espero eliminar a ciertos monstruos
que andan por la tierra, y permitir así que la gente pueda dormir tranquilamente
en sus camas sin ser asediada por asesinos. Tengo cosas extrañas para contarle,
mi querido amigo, cosas que, hace unos meses, yo mismo no habría creído
posibles.
Mi padre lo observó de nuevo, pero esta vez sin una mirada de duda o
sospecha. Más bien con una expresión de aguda inteligencia, y de alarma.
—El linaje de los Karnstein –dijo– está extinto. Desde hace cien años, al
menos. Mi querida esposa fue descendiente de esa familia, por el lado materno.
Pero hace mucho tiempo que no existen ni el nombre ni el título. El castillo es
�una ruina, y la aldea está abandonada. Hace medio siglo que no se vislumbra el
humo de una chimenea en ese lugar. Y ninguna de las casas tiene techo ya.
—Tiene usted razón –dijo el general–. Me he enterado de todo eso desde la
última vez que nos vimos. Y he aprendido muchas cosas que le van a sorprender.
Pero mejor narro todo en el orden en que los eventos ocurrieron. Usted conoció a
mi querida sobrina; mejor dicho, mi niña, como yo la llamaba. Ninguna criatura
más hermosa. Hace apenas tres meses estaba en la flor de su juventud y su
belleza.
—Es verdad, ¡la pobre! –dijo mi padre–. La última vez que la vi estaba
hermosa. Su muerte me dolió más de lo que le puedo decir, mi querido amigo. Sé
que para usted fue un golpe terrible.
Tomó la mano del general y la apretó. Los ojos del viejo militar se llenaron de
lágrimas y no hizo ningún esfuerzo por ocultarlas.
—Hace muchos años que somos amigos –dijo–. Sabía cómo me acompañaba
en mi dolor, yo que no tengo hijos propios. A Bertha la quería con un amor
especial, y ella me correspondió con un afecto que llenó de alegría mi hogar y
me volvió la vida feliz. Ya nada de eso existe. No estoy destinado a vivir muchos
años más sobre la tierra. Pero antes de morir, con la ayuda de Dios, espero poder
cumplir un servicio a la humanidad. Espero colaborar con la venganza del Cielo
contra los malvados que asesinaron a mi pobre niña en la primavera de sus
esperanzas y de su belleza.
—Hace un momento –dijo mi padre–, usted prometió contarnos todo en el
orden en que ocurrieron las cosas. Hágalo, se lo ruego. Le aseguro que me incita
algo más que una mera curiosidad.
En esas llegamos a una encrucijada donde el camino de Drumstall, por donde
había venido el general, se desvía de la carretera que nos iba llevando hacia
Karnstein.
—¿Cuánto hay de aquí a las ruinas? –preguntó el general con cierta ansiedad.
—Una media legua, aproximadamente –respondió mi padre. Pero, por favor,
cuéntenos la historia que, en su bondad, nos había prometido.
�11
EL RELATO
—CON EL MAYOR GUSTO –dijo el general Spielsdorf, haciendo un esfuerzo. Y
luego de una breve pausa que parecía necesitar para ordenar el tema en su
cabeza, comenzó a contar el relato más extraño que he escuchado en mi vida.
—Mi querida niña anticipaba con el mayor placer la visita que usted había
tenido la cortesía de preparar para que pudiera pasar un tiempo en su castillo con
su encantadora hija. –Aquí se interrumpió para hacer una venia melancólica,
dirigida a mí–. Mientras llegaba el momento, aceptamos una invitación de mi
viejo amigo el Conde Carlsfield, cuyo castillo está a unas seis leguas de
Karnstein, en dirección contraria. Fue para asistir a la serie de kermeses que,
como usted recordará, él acostumbraba dar en honor de su ilustre visitante, el
Gran Duque Carlos.
—Sí, me acuerdo. Y muy espléndidas que eran, según entiendo –dijo mi
padre.
—¡Dignas de un príncipe! Su hospitalidad siempre es digna de la realeza. El
conde parece poseer la lámpara de Aladino. La noche de la que data mi dolor nos
invitó a un magnífico baile de máscaras. Sus jardines se pusieron a disposición,
y lámparas de múltiples colores colgaban de los árboles. Hubo una muestra de
pirotecnia superior a la que he visto en la mismísima Ciudad Luz. Y ¡qué
música! (la música, usted sabe, es mi debilidad), ¡qué música más bella! Tal vez
la mejor orquesta del mundo, y los mejores cantantes seleccionados de los
grandes teatros de la ópera de toda Europa. Cuando uno deambulaba por
aquellos predios con su iluminación de fantasía, viendo cómo una luz rosada se
reflejaba en la fila de altos ventanales del castillo, se podía oír las espléndidas
voces de tenores y sopranos que se levantaban de entre el silencio de la arboleda.
En cierto momento se producía la ilusión de que se levantaban desde los botes
que uno adivinaba balanceándose sobre las aguas del lago. Al contemplar toda
esta escena y escuchar la música, me sentí transportado al romance y la poesía
de mi primera juventud.
�»Al concluir la extraordinaria muestra de pirotecnia, y con el inicio del baile,
regresamos todos a los nobles salones dispuestos para los danzantes. Como usted
sabe, un baile de máscaras es algo muy bonito. Pero el espectáculo aquella noche
fue el más brillante que yo he conocido.
»Los asistentes eran todos gente de la aristocracia. Entre los presentes, yo era
uno de los muy pocos plebeyos.
»Mi querida niña estaba más bella que nunca. No llevaba máscara. Y su
emoción y su deleite agregaban un encanto especial a sus facciones, siempre tan
hermosas. Me fijé en una joven, magníficamente vestida, pero con máscara,
quien, me parecía, miraba a mi niña con muchísimo interés. La había visto antes,
en el gran vestíbulo, y por unos minutos andaba cerca de nosotros por la terraza,
debajo de las ventanas del castillo. En ese momento también se fijaba en mi niña
con la misma atención. Esta joven fue acompañada por una señora igualmente
enmascarada y vestida con elegancia pero, al mismo tiempo, con una cierta
austeridad. Su aire imperioso indicaba que era un personaje de alto rango.
»Si la joven no hubiera llevado máscara, es obvio que yo podría haber sabido
con más certeza si de verdad estaba concentrada en la contemplación de mi niña,
o si fue simplemente mi imaginación. Ahora le puedo asegurar que no era mi
imaginación.
»Estábamos en uno de los salones cuando mi querida niña, la pobre, que había
bailado mucho, descansaba en una silla cerca de la puerta. Yo estaba de pie, no
lejos de ella. Las dos mujeres que acabo de mencionar se acercaron, y la joven se
sentó al lado de mi niña. Su acompañante, o chaperón, se paró al lado mío, y
durante un tiempo se dirigía en susurros a la joven.
»Contando con el privilegio que le daba la máscara, se volteó hacia mí y me
habló como si fuéramos viejos amigos, llamándome por mi nombre. Su
conversación me picó la curiosidad, pues se refirió a varias circunstancias en las
que me había conocido: en la Corte, y también en casas de personas distinguidas.
Trajo a la memoria pequeños incidentes en los que yo no había vuelto a pensar
en mucho tiempo, aunque estaban allí en mi mente, porque volví a recordarlos
vívidamente apenas ella los mencionó.
»Creció en mí una enorme curiosidad por saber quién era. Ella, con mucha
habilidad y elegancia, sorteaba mis intentos por descubrir su identidad.
Demostraba un conocimiento inexplicable de tantos detalles de mi vida. Se
deleitaba, además, haciendo maniobras para frustrar mi curiosidad, y gozaba
�viendo mi perplejidad ante cada nueva muestra de su familiaridad con mis
andares.
»Observé también cómo, mientras hablábamos, la joven había entablado
conversación con igual facilidad y gracia con mi niña. La señora resultó ser la
madre de esta joven, a quien se dirigió un par de veces, llamándola por el
curioso nombre de Millarca.
»La tal Millarca, al iniciar la charla con mi niña, dijo que su madre era una
vieja amiga mía. Dijo que le gustaba usar la máscara, porque le permitía una
agradable osadía a la hora de comenzar una relación. Habló con mi niña
amigablemente, admirando su vestido e insinuando un gran aprecio por su
belleza. También la entretuvo con sus simpáticos comentarios sobre la otra gente
en el salón de baile, y le hizo gracia la manera de gozar de mi pobre criatura.
Esta joven se daba gusto exhibiendo su inteligencia y simpatía, y muy pronto las
dos habían forjado una amistad. En esas, la joven desconocida bajó la máscara
para revelar un rostro extremadamente hermoso. No la había conocido antes, ni
mi niña tampoco. Pero, a pesar de ser una cara nueva para nosotros, la
encontramos tan encantadora como bella. Resultó imposible no sentirse atraído
hacia ella inmediatamente. Mi pobre niña sintió ese atractivo. Nunca había visto
una persona conquistada tan rápidamente como lo fue mi niña. O a lo mejor fue
al revés. Es decir, tal vez la desconocida se había enamorado al instante de mi
niña.
»Mientras tanto, aproveché la licencia que otorga el uso de las máscaras para
dirigir unas preguntas a la señora. “Usted me tiene muy intrigado”, le dije
jocosamente. “¿No está satisfecha ya? ¿No está dispuesta ahora a ponernos en
igualdad de condiciones y hacerme el favor de quitarse la máscara?”.
»“¿Puede haber una solicitud más injusta?”, replicó. “¡Pedir a una mujer que
se deje en desventaja! Además, ¿cómo sabe usted que me va a reconocer? Los
años no vienen solos”.
»“Como usted puede ver”, le dije, haciendo una venia, y con una leve risa, sin
duda algo melancólica.
»“Y como nos dicen los filósofos”, dijo ella. “Y ¿por qué cree que ver mi cara
lo ayudará?”.
»“En cuanto a eso, estoy dispuesto a correr el riesgo”, le dije. “No puede
fingir que es una mujer vieja. Su figura la delata”.
�»“No obstante, han pasado bastante años desde que lo vi por última vez. O
más bien, desde que usted me vio a mí. Millarca es mi hija, lo cual quiere decir
que yo no puedo ser considerada joven, ni siquiera en opinión de personas a
quienes el tiempo ha enseñado a ser indulgentes. Y tal vez no me gustaría que
usted me comparara con la persona de quien se acuerda. Usted no lleva máscara,
entonces no se la puede quitar. No tiene nada para ofrecerme en cambio”.
»“Mi solicitud es que tenga piedad usted de mí y se la quite”.
»“Y la solicitud mía es que me permita dejarla ahí donde está”.
»“Bueno, pero al menos me puede decir si usted es francesa o alemana. Habla
ambos idiomas tan perfectamente”.
»“Creo que no se lo voy a contar, mi general. Usted me quiere sorprender y
está calculando cuál será el mejor punto del ataque”.
»“En todo caso, hay algo que no puede negar”, le dije. “que por tener el honor
de poder conversar con usted, debería saber cuál es la forma correcta de
expresarme. ¿Debería llamarla madame? ¿O condesa?”
»Ella se rió y, sin lugar a dudas, me habría respondido con una nueva evasiva.
Es decir, si algún aspecto de aquella entrevista podría haberse modificado por
algo incidental. Cosa que es imposible, porque, como veo ahora, fue preparada
anticipadamente, y con la más profunda astucia.
»“En cuanto a eso…”, empezó, pero fue interrumpida, casi en el momento de
abrir la boca, por un caballero, vestido de negro, que lucía particularmente
elegante y distinguido, salvo por un detalle: su rostro era como el de un cadáver,
de una palidez que no había visto sino en los muertos. Como es evidente, no
llevaba máscara. Vestía el consabido traje negro de todo caballero en esas
circunstancias. Hizo una venia ceremoniosa e inusualmente profunda, y sin
sonreír, dijo lo siguiente: “¿Me permite Madame la Condesa que tenga unas
palabras con ella?”
»La señora levantó la vista para mirarlo y se tocó los labios en señal de
guardar silencio. Luego se dirigió a mí, y dijo: “Guarde este asiento para mí, mi
general. Yo vuelvo en un momento”.
»Y con esta petición, hecha de manera simpática, se alejó con el caballero de
negro. La miré conversando con él por unos minutos con mucha seriedad. Acto
seguido, se fueron y desaparecieron entre la multitud.
�»Durante los minutos que siguieron, me dediqué a forzar el cerebro en un
intento por imaginar la identidad de esa señora que tantos recuerdos guardaba de
mí. Incluso se me ocurrió unirme a la conversación de mi niña con la hija de la
tal condesa y tratar de averiguar algo. Pensé que, con suerte, podría preparar una
sorpresa para ella cuando regresara. Tal vez podría enterarme, a través de su hija,
de cuál era su título de nobleza, el nombre y localización de su chateau, y cosas
por el estilo. Pero en ese momento ella apareció, acompañada por el pálido
caballero de negro, quien habló y dijo:
»“Volveré para informar a Madame la Condesa cuando su coche esté listo en
la puerta”.
»Hizo una venia, y se fue.
�12
LA PETICIÓN
—“DE MODO QUE MADAME LA CONDESA nos va a privar de su compañía”,
dije, haciendo una venia de cortesía. “Pero espero que sea solo por unas pocas
horas”.
»“Tal vez. O posiblemente por unas semanas. Lamento que el señor me haya
saludado como hizo en su presencia. ¿Usted ya sabe quién soy?”.
»Le aseguré que no.
»“Pronto lo sabrá”, dijo. “Pero aún no. Somos viejos amigos, usted y yo,
amigos más antiguos y cercanos de lo que usted sospecha, tal vez. Todavía no
puedo revelar mi identidad. Pero en unas tres semanas pasaré por su bello
castillo, sobre el cual he hecho mis averiguaciones. Le visitaré por una hora, o
dos, y retomaré una amistad que nunca traigo a la memoria sin que me evoque
mil recuerdos placenteros. Pero en este momento he recibido una noticia que me
ha caído como un trueno. Tengo que despedirme de inmediato y viajar por una
ruta difícil, casi cien millas, lo más rápido que pueda. Mis confusiones se me
multiplican. Si no fuera por la obligatoria reserva que mantengo en cuanto a mi
identidad, le pediría un favor muy singular. Mi pobre niña no ha recuperado su
salud luego de caer de su caballo. Cayó cuando había salido para observar una
cacería. Sus nervios están afectados y nuestro médico insiste en que, durante un
buen tiempo, no debe hacer ningún esfuerzo. Por lo tanto llegamos aquí por
etapas, no más que de seis leguas al día. Ahora yo tengo que viajar día y noche,
en una misión de vida o muerte, una misión cuya naturaleza crítica le voy a
poder explicar cuando nos volvamos a encontrar, que espero sea dentro unas
semanas, cuando ya no estaré obligada a guardar secretos”.
»A continuación presentó su petición. Lo hizo no como quien ruega un favor,
sino como quien condesciende a favorecer al otro. Me refiero únicamente a su
estilo, pues no creo que haya sido consciente de ello. Aparte de la manera en que
se expresó, no podría haber implorado con más humildad. Me pidió simplemente
que consintiera a encargarme de su hija durante su ausencia.
�»Tomando en cuenta todas las circunstancias, su solicitud me pareció bastante
audaz. Pero de alguna manera me desarmó, ya que inmediatamente ella
reconoció las evidentes razones en contra de su petición, entregándose
enteramente a mi sentido de la caballerosidad. En ese preciso momento, debido a
una fatalidad que parece haber determinado todo lo que ocurrió, mi pobre niña
vino a mi lado y, en voz baja, me imploró que invitara a su nueva amiga,
Millarca, para que fuera a hacernos una visita. En conversación con la joven
desconocida, esta le había dicho a mi niña que, si su madre estuviera de acuerdo,
a ella le gustaría mucho visitar nuestro hogar.
»En otras circunstancias le habría dicho que esperara un poco, al menos hasta
saber con quiénes estábamos tratando. Pero no me dieron tiempo para
reflexionar. Las dos mujeres, la señora y la joven, me asediaron al tiempo. Y
debo confesar que la bella y refinada cara de la joven, que poseía una cualidad
extremadamente encantadora, sin hablar de su elegancia, evidencia de que
provenía de muy noble cuna, eran factores que me subyugaron totalmente. Me
rendí y acepté, con demasiada facilidad, tener bajo mi tutela por un tiempo a la
linda adolescente a quien su madre llamaba Millarca.
»La condesa hizo acercar a su hija, y noté que la muchacha escuchó con
mucha seriedad mientras su madre le contó, en términos generales, cómo había
sido llamada súbita y perentoriamente, explicándole también el arreglo hecho
conmigo para que ella se quedara bajo mi protección. A esto agregó que yo era
uno de sus más viejos y preciados amigos.
»Yo, desde luego, eché un pequeño discurso tal como la ocasión parecía
merecer. Solo más tarde me di cuenta de que estaba metido en una situación que
no me gustaba en lo más mínimo.
»Regresó el caballero de negro, y con mucha ceremonia, condujo la señora
hacia la puerta. El porte de este señor fue impresionante, y me dejó convencido
de que la condesa era una mujer de mucha más importancia de lo que su
relativamente modesto título podría sugerir.
»Su última advertencia, dirigida a mí, fue que, antes de su regreso, por ningún
motivo debía tratar de averiguar ningún dato más acerca de ella, aparte de lo que
ya podría haber adivinado. Me aseguró que el Conde Carlsfield, nuestro
distinguido anfitrión, conocía perfectamente sus motivos.
»“Pero aquí”, dijo, “ni yo ni mi hija podemos permanecer por más de
veinticuatro horas. Hace una hora aproximadamente yo me quité la máscara. Fue
un acto imprudente y no fue por más de un momento. Pero tuve la impresión de
�que usted me había visto. Fue por eso que decidí buscar una oportunidad de
entablar conversación con usted. Si hubiera encontrado que me había visto,
habría invocado su alto sentido del honor para guardar mi secreto por unas
semanas. Ahora estoy convencida de que no me vio. Pero si sospecha, o si más
adelante, reflexionando, llegue a sospechar quién soy yo, cuento igualmente con
su honorabilidad. Mi hija también guardará nuestro secreto. Y espero que, de vez
en cuando, usted le recuerde su obligación al respecto, para evitar que, por un
descuido momentáneo, lo fuera a revelar”.
»Susurró unas palabras más al oído de su hija, le dio un beso apurado, y se
fue, acompañada por el pálido caballero de negro. En un instante se habían
perdido entre la multitud.
»“En la sala aquí al lado”, dijo Millarca, “hay una ventana de donde se puede
ver la puerta principal. Me gustaría ver a mamá cuando salga y mandarle un beso
con la mano”.
»Asentimos, por supuesto, y la acompañamos a la ventana. Desde allá vimos
una carroza muy bella de estilo antiguo, con una cantidad de sirvientes y jinetes
auxiliares. Observamos la esbelta figura del caballero de negro quien llevaba en
las manos una capa de terciopelo negro que colocó sobre los hombros de la
señora y sobre su cabeza puso el capuche. Ella le hizo una pequeña venia y le
tocó la mano levemente. Él se inclinó una y otra vez mientras cerraba la
portezuela del coche que, apenas su pasajera estaba a bordo, arrancó a andar.
»“Ella ya se fue”, dijo Millarca, con un suspiro.
»“Sí, ya se fue”, repetí yo para mis adentros, mientras, por primera vez luego
de los acelerados momentos que habían pasado desde que acepté el encargo,
reflexionaba sobre la ligereza con la que yo había actuado.
»“Ni siquiera miró para acá”, dijo Millarca con tristeza.
»“A lo mejor la condesa se había quitado la máscara y no quiso mostrar la
cara”, dije. “Además ella no sabía que tú la estabas viendo desde la ventana”.
»Ella suspiró y me miró a los ojos. Viéndola tan hermosa sentí vergüenza por
haberme arrepentido, aunque fuera mentalmente, de ofrecerle mi hospitalidad.
Tomé la decisión de compensarla por mi indudable egoísmo.
»Ella volvió a ponerse la máscara, y las dos, ella y mi hija, me persuadieron
para que regresáramos a los jardines donde se reiniciaba el concierto. Salimos,
entonces, y caminábamos por la terraza del castillo frente a la larga fila de altos
ventanales.
�»Millarca nos trató como si fuéramos amigos íntimos, y nos entretuvo con
animadas descripciones de las importantes personalidades que observábamos en
la terraza, y con historias sobre ellas. Le iba queriendo más con cada minuto que
pasaba. No contaba sus chismes con maldad, y para mí resultaron muy
divertidos, ya que me había ausentado durante mucho tiempo del gran mundo y
de los círculos sociales. Pensé en cómo la llegada de Millarca a nuestro hogar
iba a dar nueva vida a nuestras largas tardes de soledad.
»El baile no terminó antes de que el sol matutino empezara a asomarse por el
horizonte. Al Gran Duque le gustaba bailar la noche entera, de modo que los
invitados, para expresar su lealtad, no podrían ni pensar en partir e ir a la cama
antes del amanecer.
»Habíamos pasado por un salón atestado de gente, cuando mi querida niña me
preguntó si yo había visto a Millarca. Yo creía que ella acompañaba a mi niña, y
mi niña Bertha creía que estaba conmigo. De súbito caímos en la cuenta de que
la habíamos perdido.
»En vano la busqué. Se me ocurrió que, en la confusión de separarse
momentáneamente de nosotros, hubiera tomado a otras personas por sus nuevos
amigos y que, en su error, las hubiera perseguido dentro de los amplios jardines
hasta desorientarse del todo.
»Ahora entendí, en toda su extensión, que había cometido una tremenda
estupidez: me había encargado de esta muchacha sin saber quién era, ni siquiera
cuál era su apellido. Peor aún, amarrado por la obligación de guardar un secreto
(una obligación impuesta por razones para mí desconocidas), no podía buscar
ayuda con decir que se trataba de la hija de la condesa que había partido unas
horas antes.
»Llegó la aurora. Fue a plena luz del día, entonces, cuando finalmente
abandoné la búsqueda. Fuimos a descansar en la habitación preparada para
nosotros en el castillo de Conde Carlsfield. Solo a las dos de la tarde del día
siguiente supimos algo de la muchacha perdida.
»Fue a esa hora aproximadamente cuando un sirviente tocó en la puerta de mi
niña para decirle que una joven, en estado de evidente ansiedad, le había
preguntado dónde podría encontrar al Barón general Spielsdorf y a su hija, al
encargo de quienes le había dejado su madre.
»No quedaba duda de que se trataba de nuestra nueva amiguita. Había vuelto a
aparecer. ¡Ojalá se hubiera perdido para siempre!
�»A mi pobre niña le contó todo un cuento para explicar su demora en volver.
Muy tarde en la noche, dijo, resignada ante la imposibilidad de encontrarnos,
había llegado a la habitación del ama de llaves del castillo, donde cayó en un
sueño largo y profundo que escasamente fue suficiente para que se recuperara de
la fatiga que había experimentado en el baile.
»Ese día, Millarca fue con nosotros para casa. Y yo me sentía feliz de que mi
niña hubiera encontrado a una compañera tan encantadora.
�13
EL LEÑADOR
—SIN EMBARGO, NO DEMORARON en aparecer algunos inconvenientes. En
primer lugar, Millarca padecía una languidez extrema (aparentemente una
secuela de su reciente enfermedad) y jamás salía de su alcoba hasta bien entrada
la tarde. Además, se descubrió accidentalmente que, a pesar de que ella siempre
cerraba la puerta de su alcoba con llave desde adentro y nunca sacaba la llave de
la cerradura hasta cuando permitiera entrar a una sirvienta para asistirla en el
baño, no obstante se ausentaba de su habitación con cierta frecuencia en la
madrugada, y también en ciertos momentos en el curso del día. Y esto ocurría
aun cuando ella indicaba que todavía no se había movido de su cuarto.
Contradiciendo esto, desde las ventanas del castillo varias personas la habían
visto, en la primera tenue luz de la madrugada, caminando entre los árboles,
yendo hacia el oriente y con la apariencia de una persona en trance. Lo cual me
convenció de que ella era sonámbula. Pero esta hipótesis no resolvió el misterio.
¿Cómo fue capaz de salir de su alcoba y, al mismo tiempo, dejar la puerta
cerrada con la llave adentro? ¿Y cómo se escapaba de la casa sin abrir ninguna
puerta y ninguna ventana?
»En medio de mi perplejidad, se me presentó una preocupación mucho más
grave y urgente: mi querida niña empezó a perder su buena salud y se le
mermaba incluso su misma belleza. Y todo de una manera tan extraña, y tan
horrible, que me dejó completamente atemorizado.
»Primero tuvo sueños espantosos. Luego imaginaba que se le aparecía un
fantasma, a veces con cara de Millarca, y otras veces en la forma de un animal
salvaje, percibido borrosamente, que merodeaba al pie de su cama, yendo de un
lado a otro.
»Y por último, experimentó una serie de sensaciones. Una de ellas, muy
peculiar pero no desagradable, dijo, se asemejaba a la corriente de un río que
fluía contra su pecho. Más tarde, sintió algo como un par de largas agujas que le
penetraban un poco debajo de la garganta, causándole un dolor agudo. Unas
�noches después, sintió una gradual y convulsiva sensación de ser estrangulada.
Seguido por una pérdida de conocimiento.
Pude oír distintamente cada palabra que pronunciaba el viejo general
Spielsdorf, ya que el coche pasaba entonces sobre el césped que se extiende por
ambos lados de la carretera cuando uno se acerca al desentejado pueblo donde
no se había vislumbrado humo de ninguna chimenea en más de medio siglo.
Usted puede imaginar lo extraño que resultó para mí oír mis propios síntomas
descritos tan exactamente como los de la pobre muchacha quien, si no fuera por
la catástrofe que le sucedió, hubiera estado de visita en nuestro hogar. Puede
usted suponer, también, cómo me sentía al escucharle detallar los hábitos y las
misteriosas peculiaridades que eran, de hecho, las de nuestra bella visitante
Carmilla.
Se abrió un claro en el bosque, y nos encontramos de sopetón frente a las
chimeneas y las desvencijadas paredes del pueblo en ruinas. Encima de nosotros
se erguían las derruidas torres y almenas del viejo castillo, rodeado de
gigantescos árboles.
Todos bajamos del coche, yo con sentimientos de temor, y todos en silencio,
pues en ese momento cada cual tenía mucho en qué pensar. Caminamos en
dirección del castillo por una empinada colina, y dentro de pocos minutos nos
hallábamos en el castillo de corredores oscuros, escaleras en espiral y vastos
salones en un lamentable estado de deterioro.
Luego de un largo silencio, el general habló.
—De modo que esto fue alguna vez la residencia palaciega de la familia
Karnstein –dijo, mientras que, a través de un alto ventanal, contemplaba el
panorama que abarcaba el pueblo desierto y una ancha franja de árboles que
cubrían las montañas a nuestro alrededor.
—Fue una familia mala, y en este lugar escribió su ensangrentada historia. Es
duro de aceptar que, después de muertos, los Karnstein puedan seguir plagando
la humanidad con su lascivia atroz. Miren donde está su capilla, allá abajo.
Señaló los muros grises de una construcción gótica escasamente visible entre
el follaje.
—Siento golpes del hacha de un leñador –agregó–, trabajando entre los
árboles circundantes. Puede que él nos informe acerca de la cosa que yo busco.
Quiero que me diga dónde está la tumba de Mircalla, condesa de Karnstein. Esta
gente rústica conserva las tradiciones locales acerca de las grandes familias,
�mientras que los ricos y los aristócratas olvidan todo una vez que sus ancestros
han dejado de existir.
—En casa –dijo papá–, tenemos un retrato de Mircalla, la condesa de
Karnstein. ¿Le gustaría verlo?
—Habrá tiempo para eso, mi querido amigo –respondió el general–. Creo
haber visto la original. Y una cosa que me motivó para buscarlo a usted antes de
lo previsto fue mi intención de explorar la capilla, a donde vamos a entrar ahora.
—¿Quiere ver a la condesa? –exclamó mi padre–. Pero si hace más de un
siglo está muerta.
—No tan muerta como usted cree –dijo el general–. Al menos así me han
dicho.
—Confieso, general, que usted me intriga, pero mucho –dijo mi padre,
mirándolo con cierta sospecha de que estaba diciendo locuras. Fue una mirada
que había detectado en mi padre en una ocasión anterior. Pero, a pesar de que se
notaba ira y disgusto en la actitud del viejo general, hablaba con mucha seriedad.
Pasamos debajo del arco gótico de la iglesia –pues era más que una capilla;
por sus dimensiones parecía merecer el término «iglesia»– y nuevamente habló
el general:
—Un solo objetivo me sostiene ahora en los pocos años que me quedan de
vida: vengarme de ella. Y gracias a Dios, es algo que un arma mortal puede aún
cumplir.
—¿De qué venganza habla? –preguntó mi padre, cada vez más atónito.
—Hablo de decapitar al monstruo –respondió el general, con furia, y con un
golpe de pie que resonó con un triste eco a lo largo de la ruina hueca. Levantó su
brazo con el puño cerrado como si estuviera agarrando un hacha, y lo blandió
ferozmente en el aire.
—¿Qué? –exclamó mi padre, consternado.
—¡Quitarle la cabeza!
—¿Decapitarla?
—Sí, con un hacha, o una pala o con lo que sea, algo que pueda rebanar su
garganta asesina. Va a saber –dijo, temblando de la furia.
Luego caminó adelante y señaló una viga echada en el piso.
�—Esa viga puede servir de asiento –dijo–. Su querida hija se ve fatigada. Que
tome asiento, y con unas pocas palabras más, voy a concluir mi espantosa
historia.
El bloque de madera que yacía sobre el adoquinado cubierto de musgo en la
destartalada capilla hizo las veces de banca donde, con el mayor alivio, me senté.
Mientras tanto, el general llamó al leñador, quien estaba ocupado cortando las
ramas de un árbol que descansaba sobre el muro de piedra de la capilla. Al
instante, el robusto hombre se presentó ante nosotros, hacha en mano.
No pudo contarnos nada acerca de los monumentos. Pero nos habló de un
anciano, un empleado del guardabosques, que se alojaba en la casa del cura, a
unas dos millas de distancia. Ese señor podría indicarnos todos los monumentos
de la familia Karnstein. Estimulado por una propina que le dio el general, el
leñador ofreció ir por él y traerlo en media hora, si le prestábamos uno de los
caballos.
Efectivamente, el hombre regresó rápidamente con el anciano.
—¿Hace cuánto trabaja usted en estos bosques? –le preguntó mi padre.
—Toda la vida he estado cortando leña aquí –contestó con el fuerte acento de
la gente de la región–. Tal como lo hizo mi padre, y todas las generaciones de mi
familia, más generaciones incluso de las que pueda yo contar. Le podría mostrar
la casa en el pueblo donde antiguamente vivían mis antepasados.
—¿Por qué la gente abandonó el pueblo?
—Los perseguían los espíritus de los muertos, señor –respondió el viejo–.
Algunos de aquellos fantasmas fueron identificados en sus tumbas, donde la
gente los eliminó de la manera usual. Los decapitaban, o los quemaban en la
hoguera. Pero no antes de que esos espíritus hubieran asesinado a mucha gente
del pueblo. Sin embargo –continuó–, aun después de todos estos procedimientos
legales, luego de abrir muchas tumbas y quitarles a los vampiros su terrible
poder de destrucción, el pueblo no se alivió. Pero hace muchos años la noticia de
lo que estaba pasando llegó al oído de un aristócrata de Moravia que
casualmente viajaba por esta región. Siendo él adepto, como lo es mucha gente
en su tierra, según entiendo, en la práctica de ciertas artes y poderes sobre los
espíritus, el hombre se encargó de liberar al pueblo de los fantasmas que lo
atormentaban. Y lo hizo de la siguiente manera. En una noche de luna, subió a
una de las almenas desde donde podía divisar el patio de la capilla. Usted mismo
puede verlo desde esa ventana. Esperó allá hasta que vio al vampiro salir de su
�tumba y dejar al lado de ella su ropa bien doblada. Luego ese espanto se deslizó
hacia el pueblo para atacar a sus habitantes.
»El hombre, habiendo visto todo esto, descendió, levantó la ropa (mejor
dicho, la mortaja del vampiro) y con ella en sus manos, ascendió de nuevo a la
cumbre de la almena. Cuando el vampiro regresó de sus miedosas andanzas y no
encontró la tela en que quería envolverse, vio al hombre de Moravia arriba en la
torre; y este le señaló que ascendiera para recibir su mortaja. El vampiro aceptó
y subió al encuentro con el hombre, quien, con un fuerte golpe de su espada,
partió el cráneo del otro en dos, haciendo que cayera estrepitosamente al patio.
El hombre de Moravia bajó lo más rápido que pudo por la escalera en espiral y le
quitó la cabeza. Al día siguiente entregó cabeza y cuerpo a los del pueblo, y ellos
quemaron todo en una gran hoguera.
»Eso fue hace mucho tiempo. Y el caballero de Moravia, siendo un hombre de
la nobleza, recibió un permiso por parte de la familia Karnstein para llevarse la
tumba de la condesa Mircalla, cosa que efectivamente hizo. Así que, al poco
tiempo, nadie se acordaba del lugar exacto que la tumba había ocupado.
—¿No nos puede siquiera indicar el sitio? –preguntó el general, ansioso.
El anciano negó con la cabeza.
—No hay nadie vivo que pueda mostrarlo ahora –dijo–. Además, dicen que el
cuerpo fue llevado lejos. Pero eso tampoco es seguro.
No teniendo nada más que decir, el viejo tomó su hacha y partió. Nos dejó
solos con el general Spielsdorf, quien arrancó a contar el final de su extraña
historia.
�14
EL ENCUENTRO
—LA SALUD DE MI QUERIDA NIÑA empeoraba día a día –dijo el general,
retomando su relato–. El médico que la atendía no había logrado detener el
avance de lo que yo creía era simplemente una enfermedad. Consciente de mi
preocupación, propuso buscar una segunda opinión. Entonces acudí a un médico
más célebre y más experimentado, de la ciudad de Gratz.
»Pasaron varios días antes de que aquel sabio llegara. Era un hombre bueno y
religioso, además de ser un renombrado científico. Los dos se reunieron para
examinar a mi niña, y luego se encerraron en mi biblioteca para conversar con el
fin de llegar a alguna solución. Desde un salón adyacente, mientras esperaba su
veredicto, sentí las voces de los dos caballeros levantadas en lo que parecía ser
algo más que una mera discusión científica. Toqué en la puerta y entré. Encontré
que el célebre médico de Gratz defendía una cierta teoría con respecto al estado
de mi niña, mientras que su rival le refutaba con un mal disimulado desprecio,
acompañado de carcajadas. Mi entrada a la biblioteca sirvió para poner fin a esta
indecorosa manifestación de discrepancias.
»“Mi general”, dijo el primero, “mi ilustre colega parece creer que a usted le
hace falta un mago, no un médico”.
»“Con su permiso”, dijo el viejo médico de Gratz, evidentemente molesto,
“voy a elaborar mi juicio sobre el caso a mi manera, y en otro momento.
Lamento decirle, Monsieur le General, que mis conocimientos y mis remedios
no sirven en la situación actual. Pero antes de retirarme, me haré el honor de
hacerle una sugerencia”.
»Estaba pensativo. Se sentó ante una mesa y comenzó a escribir.
»Yo, profundamente decepcionado, hice una venia y empecé a retirarme,
cuando el otro médico señaló al que estaba sentado escribiendo, tocándose la
frente con un gesto bastante despectivo, pues se refería al estado mental de su
viejo colega.
�»Este par de consultas me habían dejado en las mismas. Salí al jardín
sintiendo que la ansiedad me enloquecía. Después de diez o quince minutos, el
médico de Gratz apareció a mi lado. Pidió disculpas por haberme perseguido,
pero dijo que su conciencia no le permitía abandonar la casa sin decir nada. Me
dijo que era imposible que se equivocara: que ninguna enfermedad natural
mostraba los síntomas que mostraba mi niña, y que muy prontamente iba a
morir. Apenas le quedaba un día de vida, o posiblemente dos. Si se tomaran
medidas inmediatamente para evitar el próximo ataque, existía la posibilidad de
que, con sumo cuidado y mucha pericia, recuperara su salud. Pero todo dependía
de factores irrevocables. Un asalto más sería suficiente para extinguir el último,
tenue signo de vitalidad que aún le restaba.
»“¿De cuál asalto habla?”, le pregunté. “¿De qué naturaleza es?”.
»“He dicho todo en esta nota, que le entrego a usted con la condición de que
llame sin demora a un sacerdote y que abra esta carta en su presencia. Por nada
del mundo debe leerla antes de que el cura esté presente. Porque de otra manera
podría menospreciar lo que he escrito, y el asunto es de vida o muerte. Solo en el
caso de que un sacerdote no se consiga, puede usted leerla”.
»Finalmente, antes de partir, me preguntó si quisiera ver a un hombre muy
conocedor del tema que, una vez leída la carta, seguramente me iba a interesar
mucho. En tal caso, dijo, debería llamarlo para que el personaje me hiciera una
visita.
»En el evento, resultó imposible encontrar al sacerdote; estaba ausente. Así
que leí la carta solo. En otro momento, o frente a otro caso, lo escrito ahí podría
haberme parecido ridículo. Pero uno está dispuesto a escuchar incluso a un
charlatán si éste parece ofrecer una tabla de salvación cuando la vida de un ser
querido está en juego y todos los demás remedios han fracasado.
»Ustedes dirán que nada podría ser más absurdo de lo que había escrito este
viejo médico. Era lo suficientemente fantasioso como para haberlo certificado
como demente. Dijo que la paciente sufría de visitas de un vampiro. La
penetración de las agujas que ella sentía cerca de la garganta fue causada por los
dos largos y afilados colmillos que, como es bien sabido, son la particularidad de
los vampiros. Y no podría haber duda acerca de las pequeñas y bien definidas
huellas lívidas que todos describen como típico sello producido por los labios de
ese demonio. Todos los síntomas que la víctima describe, dijo, coincidían con los
registrados en cada caso de un ataque similar.
�»Bueno, yo he sido totalmente incrédulo en cuanto a la existencia de portentos
de esta índole. La teoría preternatural del médico fue algo que yo asociaba con
las alucinaciones. Sin embargo, me sentía tan abatido que estaba dispuesto a
intentar cualquier remedio. El contenido de la carta me llevó a la acción.
»Me oculté en el guardarropa, un pequeño cuarto oscuro que daba a la alcoba
de mi pobre paciente. En la alcoba se había prendido una vela. Me quedé allí
vigilante, esperando que mi querida niña estuviera bien dormida. Desde la puerta
del guardarropa me asomaba para estar pendiente de cualquier cosa que pasara.
Siguiendo las instrucciones de la carta del médico, tenía mi espada puesta a mi
alcance sobre una pequeña mesa. Alrededor de la una de la madrugada, vi un
gran objeto negro, poco definido, que se arrastraba hasta la cama de mi pobre
niña y rápidamente la cubrió hasta llegar a su garganta donde, en una fracción de
segundo, se hinchó, convirtiéndose en una enorme masa palpitante.
»Por un momento me quedé petrificado. Pero luego salté, blandiendo la
espada. La creatura negra se contrajo súbitamente y se deslizó por encima de la
cama. En seguida, estaba parada a pocos metros de mí, confrontándome con una
mirada feroz, horripilante. Era Millarca. La ataqué con la espada. Pero no la
alcancé. Ahora estaba parada al pie de la puerta, ilesa. Horrorizado, ataqué de
nuevo. Pero ella despareció en el acto, y mi espada dio contra la puerta, echando
chispas.
»No les puedo describir todo lo que pasaba esa noche. Fue horrible. Todos se
levantaron y hubo una confusión total. El espectro de Millarca había
desaparecido. Pero su víctima se hundía rápidamente y antes del amanecer
estaba muerta.
El viejo general estaba muy agitado. Nosotros no le dijimos nada. Mi padre se
alejó y comenzó a leer las inscripciones en las lápidas. Entró en la capilla por
una puerta lateral y siguió examinando las tumbas. El general se recostó contra
un muro, enjugó las lágrimas y suspiró pesadamente. Yo sentí alivio al oír las
voces de Carmilla y madame Perrodon, que en ese momento se acercaban. Pero
luego no las escuché más.
En esta soledad, cuando acababa de oír el extraño relato relacionado con los
aristócratas muertos cuyos monumentos se desmoronaban entre el polvo y la
hiedra a mi alrededor, pensaba en cómo cada incidente de la historia del general
contenía elementos tan parecidos a mi propio caso misterioso. Entonces, en
aquel lugar de fantasmas, oscurecido por el alto y denso follaje que nos rodeaba
y que trepaba encima de los silenciosos muros, me oprimió una sensación de
�horror, y sentí una tremenda corazonada cuando creí que, después de todo, mis
amigas no iban a entrar para disipar el ambiente triste y ominoso.
El viejo general se apoyaba ahora con la mano puesta en la base de un
monumento con los ojos fijos en el suelo. Observé un arco estrecho coronado
por una de aquellas grotescas fantasías esculpidas en piedra típicas de la vieja
arquitectura gótica. Por debajo de ese arco, desde las sombras de la capilla,
emergió Carmilla. Fue para mí un alivio volver a ver su bella figura y tenerla
nuevamente a mi lado.
Estaba yo a punto de levantarme y sonreír en respuesta a la especialmente
encantadora sonrisa de Carmilla, cuando, con un alarido, el general agarró el
hacha del leñador y arremetió contra ella. En ese instante, al echarse atrás para
esquivar el ataque del viejo, Carmilla se transformó horriblemente. Su cara se
tornó brutal. Y antes de que yo pudiera gritar, el general la embistió con toda su
fuerza. Pero ella se agachó para evitar el golpe y con su pequeña mano agarró a
su atacante por la muñeca. Él intentó zafarse, pero no pudo. Su mano se abrió, el
hacha cayó al suelo, y Carmilla desapareció.
El general tambaleó, aferrándose al muro para no caer. Sudaba, y su rostro se
veía tan pálido que pensé que iba a morir ahí mismo.
Todo había ocurrido en un instante. La primera cosa que recuerdo después de
eso fue que madame Perrodon estaba frente a mí preguntando, una y otra vez y
con impaciencia, si yo sabía a dónde se había ido Carmilla.
—No sé –le dije–. No lo puedo explicar. Ella salió por ahí.
Y señalé la puerta por donde madame acababa de entrar.
—Pero yo estaba allí, en el pasillo –dijo madame–, desde que entró la señorita
Carmilla. Por ahí no salió.
Luego empezó a llamar a Carmilla por su nombre, por todas las puertas y
ventanas y pasillos. Pero no hubo respuesta alguna.
—¿Ella se hacía llamar Carmilla? –preguntó el general.
—Sí, Carmilla –contesté.
—Ah –dijo él–. Es Millarca. La misma que hace tanto tiempo se llamaba
Mircalla, la condesa de Karnstein. Sal de esta maldita tierra, mi pobre muchacha,
lo más rápido que puedas. Toma el coche y vete a la casa del cura. Quédate allí
hasta que lleguemos nosotros. Ojalá nunca más vuelvas a ver a Carmilla. Aquí
no la vas a encontrar.
�15
LA ORDALÍA
Y LA EJECUCIÓN
ANTES DE QUE EL GENERAL SPIELSDORF hubiera terminado de hablar, entró
por la misma puerta de la capilla, por donde Carmilla había entrado y salido, un
personaje de la apariencia más rara que yo había visto jamás en un hombre. Era
alto, flaco y encorvado, con hombros altos y vestido de negro. Su muy arrugado
rostro era de color marrón, y llevaba puesto un sombrero de ala ancha y forma
peculiar. Su pelo, largo y entrecano, le caía sobre los hombros. Tenía gafas de
marco dorado y caminaba lentamente, arrastrando los pies, mirando por turnos el
cielo y el suelo, con una inamovible sonrisa en los labios. Sus delgadas manos,
que llevaban guantes negros de una talla demasiado grande, gesticulaban en el
aire de la manera más extraña.
—¡Ah, por fin! ¡El hombre que necesitábamos! –exclamó el general, con
evidente júbilo. —Mi querido Barón, tengo un gran gusto en verlo. No esperaba
encontrarlo tan pronto.
Llamó a mi padre, que ya había terminado su examen de las lápidas, y lo
presentó, de modo muy formal, a este viejo estrafalario a quien le decía Barón.
Luego los tres iniciaron una conversación muy seria. El extraño caballero sacó
del bolsillo un rollo de papel y lo extendió sobre la superficie de la tumba más
cercana. En seguida con un lápiz trazaba líneas que indicaban varios puntos
diferentes sobre el papel. Y de la manera como lo miraban y luego alzaban la
vista para observar distintas áreas a su alrededor, concluí que el papel era un
croquis de la capilla. El caballero acompañó su conferencia, por así llamarla, con
lecturas de un libro viejo cuyas páginas eran cubiertas de letra muy menuda.
Luego, inmersos en conversación, caminaron los tres por la nave lateral de la
capilla. Yo, mirándolos desde donde estaba parada en la nave opuesta, vi cómo
empezaron a medir distancias con sus pasos. Finalmente se detuvieron frente a
una sección del muro y comenzaron a examinarlo con suma atención, arrancando
las hojas de hiedra que lo cubrían y golpeándolo con palos para quitar pedazos
�de estuco. Al cabo de unos minutos, descubrieron una ancha laja de mármol
grabada con letras en relieve.
Con la ayuda del leñador, que volvió a aparecer, destaparon una inscripción y
un escudo tallado en la superficie. Resultaron ser indicios inequívocos de un
monumento perdido durante muchos años: el de Mircalla, la condesa de
Karnstein.
El viejo general –quien era poco aficionado a las plegarias, creo yo– levantó
los ojos hacia el cielo en un acto de mudo agradecimiento.
—Mañana –le oí decir–, vendrá un hombre nombrado oficialmente para llevar
a cabo una exhumación de acuerdo con la ley.
Dicho lo cual, se dirigió al anciano de gafas doradas y tomó sus manos en las
suyas.
—¿Cómo agradecerle, Barón? –dijo–. ¿Cómo podríamos todos agradecerle?
Usted habrá liberado esta región de lo que ha sido un flagelo para sus habitantes
durante más de un siglo. Gracias a Dios, ya hemos localizado a este terrible
enemigo.
Mi padre se alejó con el caballero y el general los siguió. Lo llevaba fuera del
alcance de mis oídos evidentemente para poder hablar de mi caso. Vi cómo, de
vez en cuando, me miraban de soslayo. Cuando dejaron de conversar, mi padre
vino a donde yo estaba, me besó y me llevó fuera de la capilla.
—Es hora de regresar –dijo–. Pero tenemos que llevar con nosotros al buen
sacerdote que vive cerca de aquí. Tenemos que persuadirle para que nos
acompañe.
El sacerdote aceptó nuestra invitación y nos fuimos para la casa con él. Me
sentí feliz de llegar, ya que estaba muy cansada. Pero mi contento se convirtió en
desconcierto cuando me dijeron que nada se sabía sobre el paradero de Carmilla.
Encima, nadie me explicó qué era lo que había ocurrido en la capilla.
Evidentemente se trataba de un secreto que mi padre guardaba y que no me iba a
comunicar en ese momento.
La siniestra ausencia de Carmilla sólo sirvió para subrayar el horror de la
escena que había visto. Y para la noche se preparó algo muy singular: dos
criadas junto con madame Perrodon fueron destacadas para permanecer conmigo
en la alcoba, mientras que mi padre y el sacerdote se escondieron, vigilantes, en
el vestuario.
�Antes de acostarme, el sacerdote había celebrado ciertos ritos solemnes cuyo
sentido no comprendía. Como tampoco comprendía por qué se tomaban tan
extremas medidas de precaución para protegerme mientras dormía.
Entendí todo perfectamente unos días después ya que, con la desaparición de
Carmilla, se acabaron mis sufrimientos nocturnos.
Usted se habrá enterado, sin duda, de la superstición que abunda en Estiria,
Moravia, Silesia y la Serbia turca, sin hablar de Polonia y Rusia. Más que una
superstición es una convicción acerca de la existencia de los vampiros.
Ahora bien, si algo valen los testimonios de seres humanos tomados con todo
cuidado y solemnidad, y registrados judicialmente ante numerosas comisiones
consistentes de personas escogidas por su inteligencia e integridad, y que
abarcan informes más voluminosos de los que existen acerca de cualquier otro
tipo de casos, entonces es difícil negar, o aun dudar, que exista el fenómeno
conocido como el vampiro. Por mi parte, no conozco ninguna teoría más
convincente para explicar lo que yo misma he visto y experimentado.
Al día siguiente se llevaron a cabo unos procedimientos formales en la capilla
de los Karnstein. Se abrió la fosa donde estaba enterrada la condesa Mircalla y
tanto mi padre como el general reconocieron el rostro de la hermosa y pérfida
mujer que nos había visitado. A pesar del siglo y medio que había trascurrido
desde sus funerales, sus facciones llevaban la calidez de un ser vivo. Tenía los
ojos abiertos y ningún hedor de cadáver emanaba del ataúd. Los dos médicos
presentes, uno oficialmente, y otro por parte del promotor de la encuesta,
reconocieron un hecho extraordinario: se apreciaba en la mujer una leve
respiración y la acción correspondiente de su corazón. Sus miembros eran
perfectamente flexibles, la carne elástica, y el cuerpo dentro del ataúd de plomo
estaba inmerso en un baño de sangre de siete pulgadas de profundidad. Se
presentaban, entonces, todos los reconocidos signos y pruebas del vampirismo.
Acto seguido, en cumplimiento de las antiguas prácticas, levantaron el cuerpo
y clavaron en su corazón una estaca con punta de lanza. Ante eso la vampiresa
emitió un penetrante alarido como de una persona en su última agonía. Luego le
cortaron la cabeza, y un tremendo chorro de sangre brotó de la garganta
cercenada. Prendieron fuego a una pila de leña preparada para el evento, y en la
hoguera quemaron el cuerpo y la cabeza hasta que no quedaban sino las cenizas,
cenizas que fueron tiradas al río y llevadas por la corriente. Desde ese día el
territorio ha dejado de ser plagado por las visitas de los vampiros.
�Mi padre posee una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas
de todos los partícipes y testigos del procedimiento. Fue a partir de este
documento oficial que pude presentar aquí mi resumen de aquella última y
aterradora escena.
�16
CONCLUSIÓN
TAL VEZ ASUMA USTED que estoy escribiendo todo esto con calma. Pero todo lo
contrario. No puedo recordar lo que pasó sin sentir angustia. Sólo su insistencia,
tantas veces repetida, podría haberme llevado a dedicarme a una tarea que ha
afectado mi sistema nervioso durante meses, y que me ha traído el recuerdo del
indescriptible horror que, aun años después de mi liberación, ha seguido
convirtiendo mis días y mis noches en algo espantoso, haciendo imposible que
soportara estar sola ni un minuto.
Quiero agregar unas palabras acerca del curioso Barón Vordenburg, a quien le
debemos el descubrimiento de la tumba de la condesa Mircalla.
Este caballero había fijado su residencia en Gratz, donde vivía modestamente
de una muy escasa herencia que le quedaba de las propiedades, otrora
principescas, de su familia en las tierras altas de Estiria. Allí se dedicó a la
minuciosa investigación de la tradición del vampirismo, un estudio
maravillosamente documentado. El barón citaba de memoria todo lo que se
había escrito sobre el tema. Libros como Magia Posthuma, Phlegon de
Mirabilibus, Augustinus de cura por Mortuis y Philosophicae et Cristianae
Cogitationes de Vampiris de John Christopher Herenberg, y mil tomos más, entre
los que sólo recuerdo algunos que prestó a mi padre. El barón había digerido
todo el material que encontró en los voluminosos procesos judiciales, y de ahí
extrajo un sistema de principios que parecían regir el comportamiento de los
vampiros. En algunos casos, siempre; en otros, sólo ocasionalmente. Debo
mencionar, de paso, que la palidez mortal que suele atribuirse a esa clase de
espectros es pura ficción melodramática. Al contrario, vistos en la tumba, o
cuando se presentan en compañía de hombres y mujeres, se ven como personas
saludables. Y en sus ataúdes, cuando uno los mira a la luz del día, exhiben todos
los síntomas que pudieron demostrar la vitalidad vampiresca de la condesa de
Karnstein tantos años después de su muerte.
�Nadie ha podido explicar cómo los vampiros se escapan de sus tumbas
durante varias horas del día, antes de regresar a ocuparlas, sin mover la tierra que
las cubre, y sin dejar ningún indicio de que la tumba haya sido alterada. La
existencia anfibia del vampiro se sustenta con un sueño diario dentro del ataúd.
Su terrible lascivia y gusto por la sangre humana le proporciona el vigor que
necesita durante sus andanzas cotidianas. El vampiro es propenso a dejarse
fascinar con enorme vehemencia, algo parecido a la pasión amorosa que
experimentan ciertos humanos. En la persecución de estos amores, el vampiro es
capaz de ejercer estratagemas y de mostrar una paciencia inagotable, ya que su
acceso a un objeto particular podría ser obstruido de mil maneras. El vampiro no
descansa hasta satisfacer su pasión y drenar toda la vida de su víctima tan
ansiosamente deseada. Es capaz de prolongar su goce asesino con el
refinamiento de un Epicuro. A veces, incluso, cuando quiere saborearla con más
fruición, se acerca a su víctima gradualmente, como quien corteja con sutileza.
En tales casos, parece añorar algo parecido a la simpatía o el consentimiento.
Pero normalmente va directo a su objetivo, subyuga a la persona violentamente,
para luego agotarla y estrangularla en un solo banquete.
En ciertas situaciones el vampiro parece ser obligado a cumplir con
condiciones especiales. En el caso que yo acabo de contar, Mircalla parece haber
sido restringida a usar un nombre que, aunque no fuera el suyo propio, debería
reproducirlo en otra forma, y sin omitir una sola letra. Así inventó los nombres
Carmilla y Millarca.
El Barón Vordenburg permaneció con nosotros en casa durante dos o tres
semanas después de la expulsión de Carmilla. Y en ese tiempo mi padre le contó
la historia del aristócrata de Moravia y su experiencia con la vampiresa en el
patio de la capilla de Karnstein. Luego le preguntó al barón cómo había
descubierto el sitio exacto de la tumba de la condesa tantos años oculta. El
grotesco rostro del barón se iluminó en una sonrisa misteriosa. Miró el estuche
de sus gafas, lo acarició, y en seguida levantó la cabeza para hablar.
—Yo tengo en mi posesión –dijo– muchos papeles y anotaciones de ese
admirable caballero. Entre todos sus escritos, el relato sobre su visita a Karnstein
es el más notable. La tradición tiende a tergiversar un poco la verdad, como es
natural. Tal vez se conocía como un aristócrata de Moravia por lo que había
cambiado de lugar; residía en Moravia, y era además de sangre noble. Pero en
realidad era oriundo de las tierras altas de Estiria. Cuando joven había sido un
amante apasionado, y favorecido, de la bella Mircalla, condesa de Karnstein.
Cuando ella murió tempranamente, él se entregó a un duelo inconsolable.
�»Ahora es de la naturaleza misma de un vampiro que se multiplica, de acuerdo
con una ley espectral bien documentada. Imaginemos, para comenzar, un
territorio totalmente libre de aquella peste. ¿Cómo se inicia? ¿Y cómo se
multiplica? Les voy a decir. Una persona, más o menos mala, se suicida. Un
suicida, bajo ciertas condiciones, se convierte en vampiro. El espectro visita a
ciertas personas mientras duermen. Ellas se mueren, y casi invariablemente,
dentro de sus tumbas, se convierten en vampiros. Tal fue el caso de la bella
Mircalla, perseguida por aquellos demonios. Mi ancestro, Vordenburg, cuyo
título ostento, descubrió esto y, en el curso de los estudios a los que dedicó su
vida, aprendió mucho más.
»Entre otras cosas, ese hombre, supuestamente de Moravia, concluyó que,
tarde o temprano, la sospecha de haberse convertido en vampiro iba a ser la
suerte de la condesa, ella que había sido su ídolo. Le horrorizó pensar que, sea
ella lo que haya sido en vida, sus restos fueran a ser profanados por una
ejecución póstuma. En un escrito mostró que el vampiro, al ser expulsado de su
existencia anfibia, es lanzado a una vida aún más horrible. Entonces él decidió
salvar de esta suerte a su amada Mircalla.
»Adoptó la estratagema de un viaje a estas tierras, fingió sacar los restos
mortales de su amada y borró todo vestigio de su monumento. Muchos años
después, ya viejo, y entre lágrimas, reflexionó sobre el pasado y sintió repulsión
por lo que había hecho. En un papel anotó las líneas que me guiaron para llegar
al sitio preciso y confesó por escrito que había sido culpable de un grave engaño.
No sabemos si el caballero pretendía llevar a cabo alguna acción posterior con
respecto a todo esto. Lo alcanzó la muerte, y la mano de un descendiente remoto,
o sea, la mía, ha podido dirigir la persecución hasta llegar a la madriguera de la
horrible criatura. Demasiado tarde, en el caso de muchos.
Conversamos sobre muchas cosas y entre otras él dijo lo siguiente:
—Un signo del vampiro es el poder de su mano. Cuando el general levantó el
hacha para atacar a Mircalla, ella, con su delgada mano, agarró la muñeca de su
contrincante y la encerró en un viso de acero. Pero su poder no se limita
únicamente a su fuerza, sino que deja entumecido el miembro que agarra, del
cual la persona sólo se recupera lentamente, o tal vez nunca.
En la primavera siguiente mi padre me llevó con él en un viaje por Italia, que
duró más de un año. Pasó mucho tiempo antes de que el terror de los
acontecimientos hubiera mermado. Pero aún hoy la imagen de Carmilla invade
mis recuerdos. A veces aparece como la bella, lánguida, juguetona que conocí.
�Otras veces la veo como el brutal demonio de la capilla en ruinas. Y con alguna
frecuencia me he despertado súbitamente de mi ensueño al sentir el paso ligero
de Carmilla entrando por el salón de estar.
�
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Title
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Libro al viento
Description
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Libro al Viento es un programa de fomento a la lectura que busca transformar las canales y lugares habituales de circulación del libro y la literatura. Se trata de salir al encuentro de posibles lectores en espacios no convencionales como parques, transporte público, salas de espera, plazas de mercado, centros penitenciarios, hospitales, entre otros, y de posibilitar una circulación alternativa del libro: los ejemplares son un bien público, por ello se espera que, una vez leídos, se dejen libres para que otros lectores puedan disfrutarlos. El programa fue creado en el 2004; desde entonces y hasta la fecha, se han publicado 116 títulos de literatura universal latinoamericana y colombiana, canónica y no canónica, y para diferentes grupos etarios. <br /><br />Para más información, es posible visitar el <a href="http://www.idartes.gov.co/es/programas/libro-al-viento/quienes-somos" title="Más información sobre Libro Al Viento" target="_blank" rel="noreferrer noopener">sitio web de Libro al Viento en la página de IDARTES.</a>
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Title
A name given to the resource
Carmilla
Creator
An entity primarily responsible for making the resource
Le Fanu, Joseph Sheridan, 1814-1873
Subject
The topic of the resource
Novela
Terror
Description
An account of the resource
Relato escrito 26 años antes que Drácula, y considerado uno de los más importantes en el subgénero vampiresco. Narra la historia de Laura, una jovencita de diecinueve años, envuelta en una relación de tintes eróticos con Carmilla, una vampiresa que por un deliberado accidente empieza a vivir con ella y su padre en el solitario castillo que poseen en Estiria.
Publisher
An entity responsible for making the resource available
Instituto Distrital de las Artes (Bogotá)
Contributor
An entity responsible for making contributions to the resource
García Ángel, Antonio (editor)
Broderick, Joe (traductor)
Type
The nature or genre of the resource
Libros
Format
The file format, physical medium, or dimensions of the resource
PDF
Extent
The size or duration of the resource.
93 páginas
Identifier
An unambiguous reference to the resource within a given context
ISBN: 9789585855397
Language
A language of the resource
spa
Spatial Coverage
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Inglaterra
Temporal Coverage
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Siglo XIX
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Date
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2014
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Vampiros